Había dormido toda la tarde, o casi. Estaba apático, exhausto. Los días se le hacían largos.
Cuando atardecía escribió unas cartas. Se quedó en las escaleras de Correos después de que cerraran. Pasaban caras que reconocía. No sabía bien lo que sentía, si sólo estaba nervioso y deprimido o si la curva de la vida había empezado a descender. Exteriormente no parecía cambiado, la cara, la ropa, mejor dicho…, la categoría. A los ojos de muchos seguía siendo una leyenda. Il faut payer.
Esa noche, más tarde, en un café cerca del centro de la ciudad, vio una cara conocida. Era Nicole Vix, sola. Parecía mayor. Tenía ojeras. Miró un momento en dirección a Rand, sus miradas se cruzaron. Fue chocante, como esas historias despiadadas en que ella desciende en el mundo al tiempo que él asciende y años después se encuentran otra vez. Apenas podía creer que fuera la misma mujer por la que había sufrido deseos aquel duro invierno primero. Estaba avejentada, abatida. Su momento había pasado. Tuvo el impulso de acercarse a ella… había sido importante para él en cierto modo, se acordaba de ella.
—Hola. —Ella lo miró—. ¿Sigues trabajando en el banco? —le preguntó.
—Pardon?
—¿Sigues trabajando en el banco?
—No —dijo, como si no lo hubiera visto nunca.
—¿Dónde estás ahora?
—Discúlpeme —dijo.
—¿No te acuerdas de mí? Fue hace unos tres años, en invierno.
—Discúlpeme. —Se encogió de hombros.
En ese instante, Rand paladeó una intensa amargura.
Si hubiera podido marcharse esa noche, se habría marchado. Finalmente había vuelto a casa, todos sus pensamientos estaban allí. Aún lo saludaron al pasar por el camino de Biolay por la mañana, lo saludaban agitando la mano desde los escaparates. Se sentía como quien se ha retirado. Una música extraña —acordes finales— resonaba en la ciudad.
Un domingo pasó por la carretera cargado con sus enseres, el prado de debajo estaba lleno de autobuses de turistas, aparcados en filas. La gente que había viajado en ellos ni siquiera se había alejado. Estaban merendando en mesas de juego. Había hombres en camiseta tumbados en la hierba, sus mujeres o novias se ocupaban de los niños.
En el hotel, frente a la estación, había dos autobuses cargados de japoneses. Salían a merendar, cívicos y bien vestidos, a las largas mesas montadas bajo los árboles. Las mujeres llevaban jersey. Abundaban las jóvenes.
Se detuvo entre ellos, parecían niños. Les sacaba una cabeza. Les habló en francés. Al principio no contestaron, eran muy tímidos, pero su voz y su actitud eran tan cordiales que enseguida empezaron a responderle. Les preguntó si les gustaría llevarse un recuerdo de Chamonix. Abrió la mochila y sacó las clavijas… les explicó que se utilizaban para escalar, allá arriba, en las montañas. Se clavaban en la piedra.
—¡Aaah! —dijeron sin comprender.
—Miren, así.
—¡Ah! —Se reían y charlaban—. ¡Mucho pesado!
—Mucho, sí. Tomen, para ustedes. —Se las estaba regalando.
—Oh, gracias. Gracias.
—¿De dónde son ustedes?
—De Kyoto.
—Tome, quédesela. Usted también. —Lo daba, el gastado acero que había clavado en la piedra que mira el cielo azul—. Ésta —dijo— la usé en el Dru.
Procuraban entenderle.
—¡Ah, sí! El Dru.