Había dos periodistas esperando en el puente, en la vía. Lo siguieron hasta el otro lado.
¿Qué podía contarles? Los desarmó con la pregunta… iba a tomar el tren, nada más. Uno de ellos hizo unas fotos mientras esperaban en el andén. Había una multitud. La gente se volvía a mirarlos.
¿Iba a escalar el Walker? ¿Iba a escalarlo en solitario?
—Tienen a toda esa gente pendiente, preguntándose qué pasa —dijo.
—Lleva usted mucho equipo —observaron los periodistas.
—No pesa tanto como parece.
—¿Cuántos kilos?
—Pues, unos diez.
—Quiere decir veinticinco —puntualizó uno.
Hablaban en tono de broma; Rand no negó nada pero admitió muy poco. Entretanto, un extraño golpeteo metálico resonaba en el aire. Se volvió a mirar… era un empleado que reparaba los raíles.
—¿Cómo están las condiciones en el Walker?
—La verdad es que no estoy seguro. ¿Saben algo ustedes? —preguntó.
—Hielo —dijo uno de ellos.
—No me sorprendería. —Volvió a mirar en dirección al empleado. El martilleo sonaba sólido, sin prisa, claro. La canción del hierro al entrar en el granito…, el pensamiento cruzó por la mente de todos.
—Quizá debería llevarlo consigo —bromearon.
Un semáforo se puso en rojo. A lo lejos, un rugido ominoso, en cierto modo. Llegaba el tren.
Desde Montenvers descendió al glaciar una silueta solitaria con mochila. Unos grupos de escaladores inexpertos aprendían a caminar sobre el hielo, otros comenzaban la ascensión en direcciones diversas o regresaban. Fue dejándolos atrás gradualmente, pasó el Charpoua y las escalas de hierro fijadas a la roca de Les Egralets. A mediodía había emprendido el ascenso del glaciar Leschaux propiamente dicho. Avanzaba con regularidad y se detenía sólo de vez en cuando a descansar.
Más tarde dirían que parecía cambiado, era difícil de describir. Un poco desmelenado, quizá, como si se hubiera descuidado en cierta medida. El ardor ya no era tan punzante. Esperaban que apareciera en el refugio de los Leschaux, pero no fue a los Leschaux. Siguió subiendo por el glaciar en solitario.
No prestaba atención a lo que lo aguardaba, pero cada vez percibía mejor una presencia en el cielo. La presentía como se presiente el mar a millas de distancia. Iba excesivamente cargado, piolet, crampones, saco de dormir, provisiones para cinco días. Cada libra era crítica. Sin embargo lo necesitaba todo. Tenía un esbozo de la ruta que recogía hasta el último detalle de lo que podía encontrarse, dónde cruzaba la cresta, dónde la roca no era buena. Finalmente, se detuvo y levantó la cabeza.
Oscura, flanqueada por neveros, la columna más alta de las Grandes Jorasses se elevaba cuatro mil pies en una línea prácticamente ininterrumpida. El pie se bañaba en la luz del sol. Más arriba era casi negra.
La cara humana cambia constantemente, pero existe un momento en que parece perfecta, completa. Se ha ganado su aspecto. Es inalterable. Y así fue la suya ese día, cuando miraba hacia arriba. Tenía treinta años —treinta y uno, a decir verdad— y el coraje intacto. Por encima de él se alzaba el Walker.
Había hecho buen tiempo, una temporada de buen tiempo, suficiente quizá para haber limpiado la cresta de hielo. Desde la base no podía saberlo, tan inmensa era la escala. Quizá fuera temprano, pero el tiempo no aguantaría indefinidamente. Los neveros no parecían muy grandes. Las rocas de la base estaban limpias.
Había planeado dos noches en la cara. Pero a medio camino se encontraba la Torre Gris, la parte más difícil. Se decía que a partir de allí la retirada era imposible, la única forma de salir del paso era continuar hasta la cima. No vio ningún otro grupo; estaba solo. Un escalofrío de desolación lo sobrecogió un momento, pero gradualmente fue recuperando el ánimo. Empezó a trepar por unas rocas fáciles, sin pensar en mucho más allá; pronto se vació de todo excepto del calor generado por el movimiento.
Hacía frío cuando encontró el primer hielo, que estaba más duro de lo que esperaba incluso con crampones. Tuvo la premonición de que empeoraría. Con cautela siguió abriéndose camino.
Avanzada la tarde, llegó a una pared vertical. No había presas buenas. Había ascendido sólo un corto trecho cuando comprendió que no podría hacerlo cargando con la mochila; descendió y se la quitó. Le ató la cuerda, luego se ató la cuerda a la cintura y volvió a empezar. La roca resbalaba en algunas partes, no confiaba en ella. Iba escalando mal, cometía errores. Soplaba el viento. Así, la pared parecía más ominosa y desnuda.
De pronto se le resbaló el pie. Se sujetó.
—Vamos, no hagas estupideces —musitó. No en voz alta, del todo—. Puedes hacerlo. Podrías hacerlo con los ojos vendados. —Levantó la vista. Vio una clavija—. Llega hasta ahí. Alguien lo ha hecho antes —se dijo, lo habían hecho muchas veces.
—Un poco más arriba… Eso es.
Puso allí un mosquetón y se ató a él. Respiraba con fuerza. Y lo que es más, acababa de recibir un escarmiento. Recuperó la mochila.
Arriba, por fin, había una repisa, una buena repisa. Se detuvo a tranquilizarse. Era tarde. Si continuaba, la oscuridad lo atraparía. Pensó que era preferible quedarse allí.
Esa noche, las estrellas brillaban. Las contempló desde la repisa. Brillaban mucho… El brillo podría ser una advertencia. Podría significar un cambio de tiempo. Hacía frío, ¿pero tanto? No podía saberlo. Se sentía seguro pero absolutamente solo. En su fuero interno daba vueltas y revueltas al juramento de escalar esa columna. Cuanto más ascendiera más gélido sería.
Lo difícil aguardaba más arriba. Un rincón de su mente ya estaba renunciando. No podía permitir que el rincón ganara terreno. Intentó frenar el pensamiento. No pudo.
Por la mañana tardó casi una hora en seleccionar las cosas. Hacía mucho frío. Existe una forma de escalar largos de cuerda peligrosos con una cuerda atada en un bucle grande, sujetándola con clavijas a lo largo del tramo, pero implica descender de nuevo para soltarla y la operación lleva mucho tiempo. Lo hizo así una o dos veces, pero le resultó poco ágil y lo dejó.
La piedra estaba llena de hielo. Tenía que limpiar los asideros, e incluso así, a veces quedaba una fina capa. El sol no llegaba a esa parte del Walker. Resbaló varias veces. Continuó, hablando solo, recitando, maldiciendo, parándose a leer la descripción de la ruta siempre que podía… «sesenta y tres pies de desplome», tantas veces que los pliegues habían empezado a rasgarse.
Comenzó el desplome. La mochila tiraba de él hacia atrás, lo separaba de la pared. Tenía miedo, pero la montaña no reconoce el miedo. Clavó un pitón y fijó en él un étrier. Esperó a que la sangre se le limpiara de veneno y, con el aliento, se calentó las puntas de los dedos, que le pinchaban de frío. La Torre Gris lo esperaba más arriba.
El hielo empeoró. Pasos que habría dado con facilidad resultaban arriesgados, paralizadores incluso. Aparecieron nubes por el oeste. Estaba nervioso, asustado. Empezaba a perder la fe en la posibilidad de continuar. Las grandes caídas verticales que se abrían a sus pies tiraban de él. Súbitamente vio que podía matarse, que no era más que un punto. Tenía el pecho vacío, volvió a tragar. Estaba dispuesto a dar media vuelta. La piedra era implacable; si perdía la concentración y la voluntad, no le permitiría quedarse. Sopló un viento del pasado. «Vamos —se dijo—, Cabot lo haría». El muchacho del Choucas.
Al pie de la Torre había una travesía difícil. Agarres leves, sujeción en hielo, exposición extremada. A veces la altura no es mala, produce euforia. Si se tiene miedo la historia cambia.
Estaba con un pie en un nudo pequeño. Más arriba, una laja empinada con una grieta ascendente. Empezó a limpiarla con el piolet. Comenzó a subir. Los agarres estaban a un lado, meros bordes de cicatrices leves, a veces de una profundidad inferior a una fracción de pulgada. También los tuvo que limpiar. El dedo gordo se le resbalaba constantemente. La grieta había empezado a inclinarse y lo expulsaba de la laja.
No había dónde sujetarse. Intentó colocar una clavija, las esquirlas de hielo le daban en la cara. Sólo faltaban diez pies, pero la piedra era resbaladiza e implacablemente lisa. Debajo, con una inclinación vertiginosa, la laja se proyectaba en el vacío.
La mano tanteaba de arriba abajo. Todo sucedía muy deprisa, no sucedía nada. El hielo tenía puntos débiles pero no los encontraba. Empezaron a temblarle las piernas. El secreto que hay que guardar pase lo que pase empezaba a escapársele.
Se resignó como un condenado. Conocía el resultado, ya no le importaba, sólo quería terminar. El viento le había matado los dedos.
—Puedes hacerlo —se dijo—, puedes hacerlo.
Estaba aferrado a la pared. Lentamente, inclinó la cabeza hacia delante y la descansó en ella como un niño apoyándose en su madre. Se le cerraron los ojos. «Puedes hacerlo», dijo.
Fueron a buscarlo a la pradera. Estaba sentado al sol, en camiseta interior de manga larga y pantalones descoloridos, como un convaleciente.
—¿Qué lo ha obligado a volver? ¿El tiempo?
—No —respondió despacio, como si se le hubiera olvidado. No había nada que ocultar. Esperó en silencio.
—Problemas técnicos… —apuntó uno.
Oía el ronroneo débil de una cámara. Sujetaban el micrófono cerca de él.
—Había hielo, pero no fue eso. —Miró a algunos rostros. Una brisa estival agitaba la hierba de la pradera—. No me preparé —dijo—, ése ha sido el problema. No estaba preparado. Me faltó valor.
Era verdad. Algo de sí se le había escapado.
—Pero se necesita valor para volver.
Asintió.
—No tanto como para seguir.
—¿Qué va a hacer ahora? ¿Qué planes tiene?
—No lo sé, en realidad.
—¿Se quedará en Chamonix?
—Creo que me gustaría ir a otra parte a descansar un poco.
—¿A Estados Unidos?
—Puede —dijo.
Mientras recogían para marcharse, uno de los periodistas se le acercó.
—No sé si ya sabrá la noticia. Yo me enteré esta misma mañana.
—¿Qué noticia?
—Su amigo Cabot…
—¿Qué hay de Cabot?
Hasta el aire pareció vaciarse.
—Una caída.
—¿Una caída? ¿Dónde?
—En Wyoming, me parece. —Se dirigió a otro—. Wyo-ming, n’est-ce pas? Oú Cabot est tombé.
Era en Wyoming.
—En los Tetones —dijo Rand.
—Es posible. No sé.
—Sí, seguro que en los Tetones. ¿Está herido?
—Sí.
—¿Es grave?
—Mucho, creo.
La sangre huía de su cara.
—Pero está vivo.
Un leve encogimiento de hombros.
—¿No lo sabe?
Hablaron rápidamente en francés entre ellos.
—Sí, está vivo.
—¿Desde qué altura se cayó? —gritó Rand.
—No se sabe con seguridad. Desde mucha altura.