31

El cielo estaba uniforme, el sol, una mancha. Un estrato de silencio pesaba sobre todas las cosas. Debajo, en las calles, los sonidos eran huecos, como dentro de una lata. Un día de invierno en Chamonix, un día en que la blancura le come los huesos a cualquiera.

El Carlton parecía un edificio bombardeado con una sola ala en pie. Había rejas en los balcones, las ventanas estaban cegadas con piedras. El tejado abuhardillado estaba cubierto de nieve que un hombre quitaba a paladas. Llevaba algo sujeto a las botas: crampones, las puntas que, según se supo más tarde, estaban agujereando el tejado. Una voz llamó desde abajo.

—¡Oye, Vern! ¡Vern!

Las paladas no cesaban. La nieve caía por el aire en temblorosas cortinas.

—¡Oye, Rand!

Con el gorro por encima de las orejas y la parka sucia, parcheada con cinta adhesiva, se acercó al borde. Una persona gesticulaba desde la calle.

—¿Quién llama? —dijo.

—¡Nick! ¡Nick Banning!

—¿Quién?

Banning ya era médico, era su primer año de residente, pero no había cambiado.

—¿Qué haces aquí? —preguntó a Rand cuando hubo bajado.

—¿Que qué hago? ¡Dios! —No se había afeitado, tenía los ojos enrojecidos—. ¿Qué haces tú en Chamonix?

—He venido a admirar el paisaje.

—Bien, ahí tienes el Mont Blanc —dijo Rand.

Banning lo pasó por alto.

—He leído todo lo que han escrito sobre ti. Ha sido sensacional —dijo—. Iba diciendo a todo el mundo: «¡Lo conozco!».

—Estuvo bien, por decir algo.

—¿Bien?

—Si quieres saber la verdad, casi acaba conmigo, maldita sea.

—Estás estupendo.

—Ya —dijo Rand cáusticamente.

—Imposible acabar contigo.

Rand se quitó el gorro y se frotó la cara con él.

—Créeme —dijo.

—¡Has sido un héroe!

—Sólo hablé mucho. Los franceses dicen una frase —se acordó de Colette— il faut payer, «todo se paga».

—Vas a tener que explicarme eso.

—Sí, bueno, tardaría un poco.

Banning había llegado desde Ginebra en un coche de alquiler. La mochila y el saco estaban en el asiento de atrás. Tenía intención de buscar donde acampar, aunque fuera pleno invierno. Deseaba escalar esos picos legendarios.

—No sé cuánto tiempo podré seguir escalando —confesó.

—En mi caso, el problema es a la inversa —dijo Rand.

—¿Sabes de algún sitio donde dormir?

—Puedes quedarte conmigo. Siempre hay sitio para un amigo. Hablando de amigos, ¿qué sabes de Cabot?

—Tenías que haberlo visto cuando se enteró. Quiso llamarte, pero te habías ido a París.

—¿De verdad? ¿Es cierto?

—Hace mucho que no lo veo —dijo Banning—. Es que no he tenido tiempo. Oigo hablar mucho de él.

—¿Dónde está?

—En California.

—Le he escrito unas cuantas veces —admitió Rand—. Últimamente no.

—Es un tipo raro. Es como un reflector. Cuando te enfoca, te deslumbra. Después te hundes en la oscuridad, como si no estuvieras vivo. No me malinterpretes, me cae bien, pero está completamente colgado. Quiere ser el primero. Quiere ser el número uno. Eso lo sabes.

—Y a lo mejor lo consigue. ¿Con quién escala últimamente?

—Va cambiando de compañeros.

Rand asintió. La conversación lo estaba deprimiendo. La calle parecía vacía, el sonido había desaparecido.

—Una cosa que me gustaría mucho hacer… —dijo Banning—. Me gustaría echar un vistazo al Dru. ¿Se puede subir en esta época del año?

—Con nieve no —dijo Rand—. No sería nada fácil.

—¿Dónde está?

—Pues, por ahí arriba. Luego te llevo a un sitio desde donde se ve. —Parecía impreciso, sin interés por la idea.

Al anochecer estaba más animado. Fueron al Choucas, donde había una fotografía suya en la pared. Empezó a contarle anécdotas de París, las diversas camas donde había dormido, cuando lo paraban en los bulevares.

—El problema es que ya no esperan nada normal de mí.

—Bueno, de todos modos, ¿qué planes tienes?

Rand guardó silencio un momento.

—Pues, no digas nada al respecto, pero llevo mucho tiempo pensando en una cosa. En realidad, ya hablamos de ello en una ocasión: el Walker.

—Me acuerdo.

—Desde antes de pensar en venir aquí, incluso. Ni siquiera había oído hablar del Dru. El Walker, ése era el grande.

Mientras hablaba, recordaba la época en que empezó a escalar. Tenía quince años. Se acordó de que había visto a otro escalador, mayor que él, de unos veintitantos, arremangado, con los zapatos gastados, la imagen de la fuerza y la experiencia. Ahora volvió a verlo con claridad absoluta, la cara, los gestos, incluso la propia luz. Parecía que, a pesar de todo lo ocurrido desde entonces, la esencia, una esencia que había percibido tan vívidamente en aquella cara desconocida, seguía escapándosele, y siguió esforzándose todavía por captarla.

—Voy a hacer el Walker —dijo. Apenas había terminado de pronunciar las palabras cuando añadió—: También voy a hacer el Peuterey. —No lo anunció con orgullo ni con placer. Fue neutro—. No sé lo que voy a hacer.

Banning lo escuchaba cortésmente.

—¿Te imaginas lo que sería escalar el Walker en solitario? Lo que los mata es que en realidad no soy tan buen escalador, no tengo tanto talento.

—Vamos, hombre.

—Hay muchos con bastante más talento.

—No es verdad.

—Muchos —insistió Rand. El vino había ido desapareciendo vaso a vaso. El murmullo de otras conversaciones envolvía la suya.

Tomaron una carretera llena de nieve. La noche estaba clara. La luna fría lo iluminaba todo, el cielo se veía blanco alrededor. Unos jirones de nube flotaban como humo. Pasaron de largo los campos vacíos del Biolay. Los pinos negreaban. No había una casa ni una luz. Banning redujo la velocidad.

—¿Estás seguro de que es por aquí? —dijo.

Rand le indicó que continuara con un simple gesto. Un kilómetro más allá llegaron a un cobertizo aislado. Enfrente había un abrevadero de piedra. Rand rompió la capa de hielo.

—¿Quieres agua? —Bebía con las manos—. Agua de vacas —añadió.

Lo condujo hasta una habitación destinada a almacén. Estaba limpia, el suelo era de tablones gruesos. A la luz de una lámpara, Banning echó un vistazo en torno: unas prendas de ropa, equipo, un estante de libros, una radio.

—Las pilas se han gastado —dijo Rand. Estaba encendiendo la lumbre. Enseguida brotó un crujido feroz de leña, fuerte como una ráfaga de disparos—. Esto se caldea muy deprisa —dijo.

—¿Cómo encontraste este sitio?

—Pues… —Se encogió de hombros.

—¿Pagas mucho?

—Nada, desde luego; no vale nada.

—De todos modos, estás solo.

—Sí, es el refugio más modesto. Número de plazas: una.

—¿Nada más?

—De momento. ¿Quieres poner las botas a secar? —Empezó a desatarse las suyas. Suspiró—. Es una larga lucha.

—¿En Chamonix?

—En algunos momentos, hasta llegas a creerte que te has adelantado. ¿Sabes? Con Cabot pasaba siempre una cosa: estás allá arriba con él y nada más, sólo el vacío por debajo de los dos, pero, no sé cómo, tú estás un poco más allá que él, arriesgando más.

—¿Cómo?

—No sé. Pero sé que es así. ¿Sabes lo que me gustaba de él, lo que más le envidiaba? A Carol, su mujer.

—Yo también me caso el mes que viene. Oye, ¿qué es esto? —Tenía un libro en la mano.

Rand lo miró, fue a cogerlo.

—Pásamelo —dijo—. ¿Te suena de algo este tío?

—¿Quién es?

—Maiakovsky. Tengo que enterarme de más cosas sobre él. —Iba pasando las páginas rápidamente.

—No lo había oído nunca.

—Y eres médico. Toma. ¿No has leído su última carta? Se la escribió a una novia. Él se mató de un disparo, ¿sabes? «La barca del amor se hace añicos contra la corriente de la vida. Doy la mía por terminada. Es inútil hurgar en el dolor, en la tristeza, en…». —Aquí vaciló—. No sé cómo decirlo, «les torts réciproques… Sé feliz. V. M.».

A Banning no lo había impresionado Rand al principio, cuando lo conoció. No sabía tanto sobre él, incluso le había parecido muy normal.

—No sabía que te interesase la poesía.

—En realidad me interesan muy pocas cosas, ése es el problema —musitó—. ¿Quieres saber qué es lo que de verdad me interesa? Es vergonzoso. Dar envidia a la gente…, eso es. Eso es todo. No siempre ha sido así. Puede que tuviera cierta tendencia, pero no muy marcada. Era más fuerte.

—Te envidio —dijo Banning.

—No me envidies.

Eso sería lo que recordaría, esas palabras pronunciadas tranquilamente y Rand dormido, como muerto, la nieve en el suelo, sin deshacerse, cerca de las botas. Por la mañana entraba la luz por las ventanas escarchadas y, de pronto, se oyó un estrépito en el exterior… Banning se levantó de un brinco a ver qué era. El tren de Montenvers pasaba no lejos de allí. A la luz del día, la habitación se veía más desnuda aún, el inventario de las existencias no habría ocupado ni doce líneas. Más arriba del estante había una postal clavada con una chincheta. Era letra femenina. También se acordaría de la última línea. « que te espera la gloria», decía. La firma era una inicial. «C.».