Fue cayéndose poco a poco del mundo de los cafés y las luces a otro de calles desangeladas y largos paseos para volver a casa a medianoche, cuando el metro había cerrado, en una ciudad de encuentros fortuitos, en compañía de una chica desconocida a la que vio por primera vez a la puerta del American Express y que tampoco tenía casa propia. Era rubia, de rasgos bien definidos, de buena familia.
—Creo que he leído algo sobre ti en alguna parte —dijo.
Estaban en una fiesta en casa de no sabía quién. Un perro de patas finas y hermoso manto castaño corría sin cesar de ventana en ventana mirando al exterior. Se oía constantemente el chasquido de las cerillas para encender una pequeña pipa.
—¿No eres famoso? —le preguntó. Se llamaba Susan de Camp. Estaba sentada enfrente de él. Mientras hablaba, se subió la falda con toda naturalidad y cruzó las piernas. El blanco puro de la estrecha franja de las bragas quedó exactamente frente a él.
Aunque vivía a salto de mata, tenía buen aspecto, de salud. Se había bronceado en Sicilia. Se le había dorado la pelusilla de los brazos.
—¿Dónde te alojas? —le preguntó. Había decidido que Rand era amigo suyo—. ¿Puedo confiar en ti? —dijo. Había ido a colegios buenos, en realidad era una estudiante destacada. Se había casado con un hombre en Kenia—. Era fabuloso, pero un borracho. Más tarde descubrí que se había casado por lo menos tres veces. ¿Quieres entrar ahí? —preguntó—. No está mal el sitio.
Era la esquina de la rue Verlon. Las ventanas estaban empañadas a causa del frío. Dentro había varias mujeres esperando.
—Siempre están ahí —dijo ella—. Me gusta venir a mirarlas. ¿Te imaginas las cosas que podrían contar? Siempre las saludo.
—Bonsoir —las saludó Rand con un gesto de la mano. Varias contestaron.
—Te lo dije —comentó ella—. Son amigas mías. Apuesto cualquier cosa a que conocen a Gordon. —Su exmarido, que había sido editor y piloto, había tenido una plantación de café. Todavía estaba locamente enamorado de ella, le confió.
—¿Dónde está ahora?
Se encogió de hombros levemente, como si la conversación la aburriera.
—Tengo unos amigos aquí cerca —dijo—, ¿quieres que vayamos?
Por la noche estuvo media hora amargamente acostado a su lado, con un descontento creciente, intentando que el placer abriera las alas de una vez.
—No pasa nada —dijo ella—. De verdad, estoy acostumbrada.
Lo invadió una sensación de asco e inutilidad. El acto del amor, aunque sea en una situación desinteresada o degradante, sigue siendo lo más serio de todo. Sin embargo, parecía que, en vez de decepcionarla, el fracaso la uniera más a él. Quizá fuera verdad que estaba acostumbrada. Quizá incluso le gustara más así.
—De verdad —le confió—, estoy bien.
Pasaron el mes juntos, deambulando. Se sentaban a esperar a alguien, o a esperar simplemente, en una infinidad de bares de ambiente cargado. Las tardes eran sombrías. Llovía con frecuencia. París era como una ventana. De un lado, la comodidad y el bienestar, del otro, todo era frío y desnudez, las calles, los cafés, el humo barato que ascendía. Pensó en Chamonix y en el limpio aire matutino, en la estación con el peso de la mochila a la espalda y el tranquilizador golpeteo metálico de la bandolera colgada al hombro. Aquí, la dificultad era desgracia; allí, era el sabor de la vida.
Susan estaba sentada, envuelta en una bufanda y en un abrigo de pelo de camello. Era una paria. Había traspasado todos los límites de permisividad de su familia, le encantaba bromear sobre ello, les mandaba telegramas diciendo que tenía tanto frío que no podía salir de la cama, que pasaba hambre, que estaba enferma.
—Vamos a acercarnos a la biblioteca americana —propuso—, a lo mejor encontramos a alguien. Hay un chico llamado Eddie que está escribiendo un libro sobre la Edad Media. A lo mejor nos invita a comer —dijo—. Una vez lo llevé a casa.
Caminaron por la orilla del río. En el quai ardían pequeñas hogueras, algunos hombres se calentaban al lado. Le inspiraron un sentimiento de camaradería, eran pobres, libres. Les sonrió, se encontraba a gusto.
Uno tendió la palma de la mano.
—Je ai rien —dijo Rand casi con orgullo. Dio la vuelta a los bolsillos para demostrárselo—. Rien.
—La veste —dijo el hombre con voz rota.
—Oui, la veste —corearon los demás.
—No te creen. ¿De dónde has sacado esa chaqueta?
—¿Ésta? Fue un regalo.
Las voces burlonas los seguían desde lejos.
—Me parece que no los has convencido. —Susan llevaba la cara escondida en el cuello del jersey.
—¿No crees que haya vivido así?
—Sí, sí, lo creo.
—Estaban bebiendo —le dijo.
Por la noche, Rand se miró en el espejo. La cara no le pareció interesante. Cuanto más se miraba, más insulsa le parecía.
—¿Qué te pasa?
—Nada. No estoy en forma.
—Tienes un aspecto excelente.
—¿De verdad? —dijo. No la odiaba, era buena persona, cordial; era él, que estaba cansado. Estaba cansado de seguirla a todas partes, de que le pagara las cosas. Además había sido perdonado. No podía imaginarse qué hacía allí, qué esperaba, qué creía que iba a encontrar.
París…, era como una gran terminal de la que estaba a punto de marcharse, con gran cantidad de señales, neón y esmalte, que se repetían una y otra vez como anunciando una actuación. Los parisinos con sus cigarrillos y sus perros, los tejados de piedra y los restaurantes, los autobuses verdes, los muros grises, todo había fijado la atención en él un momento. Los affiches con su foto habían desaparecido pero él seguía allí. Lo percibía claramente, como en un momento determinado de la vida vemos el principio y el final al mismo tiempo: París se había desentendido de él.