En las calles de París, los conductores bajaban la ventanilla y lo llamaban. Era fenomenal. Con sólo verle la cara, la gente se volvía a mirarlo. Una persona se acercó a él y, al cabo de pocos minutos, se había congregado una multitud. Lo consideraban de su propiedad.
—Mon légionnaire —se burló Colette—. ¿Qué te parece, tener París rendido a sus pies? —dijo. Le agradaba que fuera famoso. Se lo tomaba con naturalidad. No preguntó por Catherin. Seguramente estaba al corriente de lo sucedido.
El piso de Colette era el último, cerca de la plaza de los Vosges. Había invitado a unos amigos a tomar unas copas: todo el mundo tenía ganas de conocerlo. Botellas y copas en la mesa, las puertas del balcón abiertas: qué hermosa parecía la ciudad, los elegantes edificios antiguos, los árboles, la cola de taxis en la esquina, el tráfico, la luz de la noche. Los amigos de Colette eran periodistas, mujeres, hombres de negocios. Eran comunicativos, iban bien vestidos. Se habían forjado la vida.
—¿Cómo se escala en solitario?
—¡En solitario! —gritó una mujer—. ¿Es cierto eso?
—Dígame, ¿qué lo protege? —le preguntaron.
Se vio reflejado en un espejo de la pared de enfrente entre desnudos brazos femeninos y nucas masculinas. El humo y el murmullo de la conversación aumentaban.
—En realidad, no hay nada que te proteja —dijo. El murmullo de las conversaciones se aquietó a su alrededor—. Viene de dentro —explicó—. No es como el juego. No es cuestión de arriesgarse. —Presuponían que los alpinistas eran audaces, que poseían una fuerza latente para matar, como en el caso de los boxeadores—. Estás preparado para cualquier cosa —les contó—. Si se te resbala el pie, tienes la mano. Nunca intentas nada si no estás seguro de poder hacerlo. Es cuestión de ánimo. Tienes que sentir que jamás te vas a caer.
—Ne pas monter bien haut, peut-étre —recitó una mujer—, mais tout seul.
—¿Cómo dice?
—Rostand —contestó ella. Llevaba una blusa de seda y collares de marfil. Esas mujeres tenían un aire desenvuelto, de calma y sabiduría.
Más tarde, un azul casi oceánico había cubierto el cielo. El televisor estaba encendido. Un poco borracho, se sentó en un sofá. La gente seguía hablando animadamente. Colette le acarició un dedo con un dedo.
—¿Voy a pasar esta noche sola? —preguntó. Le miraba la mano. El rostro de Colette era asombrosamente joven.
París y el triunfo. Tenía dos mil francos en el bolsillo por los derechos de las fotografías del rescate. ¡Con qué facilidad habían llegado! Recordaba que sonaba una música y el aire suave de la noche. El dormitorio tenía cortinas gruesas, sillas, unos peces que apenas se movían en una verdosa pecera cuadrada. Colette llevaba la bata entreabierta. Le tomó las manos.
—¿No estás muy cansado? —le preguntó.
Su cara inteligente lo conocía, y el cabello abundante, desordenado, le olía como las almendras. Se quedó dormido casi inmediatamente, como un vagabundo en un pajar.
Por la mañana, Colette cogió una botella de agua Evian de al lado de la cama, bebió y se la ofreció a él. La cama era grande. Dormía, fumaba y comía manzanas allí. Su cara estaba limpia y el aliento le olía un poco. Tenía los brazos ligeramente amarillentos cerca de las axilas, o quizá sucios.
—Tuviste un gran éxito anoche —le dijo.
—¿Ah, sí?
—Aunque no quisiste ir a cenar.
—No —dijo—, soy como un animal. Como cuando me apetece, duermo cuando me apetece.
—Sí, ya me he dado cuenta. —Un gato de patas cortas y orejas mordisqueadas iba y venía entre ellos—. Bonjour, Pilou.
Así pues, tendría dos animales, dijo ella de buen humor. A pesar de la decepción de la primera noche, estaba dispuesta a aceptarlo. Ahora ya era por la mañana; se sentó y se cepilló el pelo. Las cortinas seguían cerradas, la doncella las abría a mediodía.
Colette lo cuidaba, lo aconsejaba, le escogía el vestuario. Estaba perezoso, adormecido en los gratos laureles de la satisfacción personal, incapaz de juzgar las cosas por sí mismo. Escribió un artículo que se publicó en la prensa. Una sarta de tonterías, dijo ella, sonaba afectado, no era propio de él.
—¿A qué te refieres?
—Hay que ser un poco inteligente a la hora de dar opiniones —dijo ella.
—¿Ah, sí?
—Sí.
Recibió ofertas para hacer publicidad. Las rechazó.
—Eso, por ejemplo, no es inteligente —le dijo—. Al fin y al cabo, no tiene nada de malo. A la gente le gusta tu cara, ¿por qué no mostrarla?
Iba contra sus principios, dijo en voz baja. E incluso iba más allá de los principios, era una cosa que despreciaba.
—Ah, es eso. —Ella se limitó a encogerse de hombros—. La gente ya sabe que has aceptado un poco de dinero, no les importa. Lo que hiciste no podría pagarse con nada. Los romanos recompensaban a los héroes —dijo—. En Génova les regalaban casas.
—No por eso está bien.
—Vendiste las fotos al Paris Match —le recordó.
—Las habrían publicado de todos modos.
—Quizá. Verás, mi amor, dentro de diez años, ¿quién sabrá la diferencia?
—¿Y qué, si sólo la sé yo?
Lo admiró. Estaba haciéndole una pregunta, quería la aprobación de ella.
—Sí —coincidió Colette—, ya es algo. El único problema es que, por tus costumbres, a lo mejor ya no estás aquí.
Comprendió que ella era el mundo, y él, un forastero. Por otra parte, añadió ella, por medio de un amigo podría conseguir que le pagaran más. En la rue de Rivoli le compró una chaqueta muy bonita de cuero blando. Sin ningún motivo en particular…, porque le apetecía, dijo.
Se la probó ante el espejo.
—¿Qué? —le preguntó a ella.
El efecto de viajero de tierras lejanas desaparecía. Se había puesto la concesión sobre los hombros.
—Parezco cualquiera de tus amigos.
—¿Y eso es malo?
Por la noche cenaron en Lipp. En el extremo opuesto del comedor había una estrella de cine, lo fastidió aquel rival desconocido. Al final de la cena, inesperadamente se acercó a la mesa y le estrechó la mano. Tenía un instinto infalible… todos los ojos del restaurante se fijaron en él. Estaba haciendo una película en Billancourt.
—Venga a verme —le dijo.
Pasó septiembre. Octubre. El esplendor del otoño. Hay una estación en la vida que dura eternamente. El gusto de Colette, su teléfono, sus amigos… todo lo adoptó. Algunas noches le parecía que había bailado demasiado, anhelaba una vida más sencilla. Pero el anhelo no duraba. Pasaba. La gran cama revuelta era suya y de ningún otro, la asistenta que acudía cuatro veces a la semana, la chaqueta de piel que era como un guante, los besos que recibía en las manos como si fuera un sacerdote. Podía hacerlo todo, tenerlo todo.
—¿Te gustaría ir a Belle Isle?
—¿Qué es eso?
—Una isla. El tren sale de París. Por la mañana, ya estás en el mar.
—Es fabuloso —convino Simone. Era la mujer que, aquella primera noche, había citado a Rostand—. El océano, las rocas, el aire. Es el paraíso.
—¿En noviembre? —dijo él.
—¡Es la mejor época! —gritaron las dos.
—Dejadme ir con vosotros —dijo Simone—. Encontraré dónde quedarme.
Colette chasqueó la lengua ligera y maternalmente. «Otro día», dijo.
Simone, como amiga, aceptó la discreta advertencia. Comprendía. Todavía hablaban de la hermosa soledad, del mar, cuando se oyó el estrépito de una colisión abajo. Dos coches habían chocado en la calle. Colette salió al balcón.
—¡Dios mío! —exclamó. Habían chocado contra su coche, que estaba aparcado en la acera de enfrente—. ¡Mirad! ¡Es increíble!
Corrió abajo. Rand y Simone se quedaron mirando desde arriba.
—Qué terrible —dijo Simone mirando a la calle—. ¿Es el suyo? ¿Ése? ¿Cómo es posible? —Notó que una mano se le posaba al final de la espalda. Siguió mirando abajo—. No lo entiendo —añadió.
Su perfil no delataba nada, pero debajo de la ropa, la piel de Simone cambió: todavía era desconocida pero ya no estaba prohibida. Fue haciendo acopio de los zapatos, las medias, el peso de los senos. Colette miró hacia arriba con actitud de fastidio, de súplica. Dijo algo en voz alta.
—Quoi?
—On ne peut pas imaginer! —gritó.
Rand movía la mano levemente, posesivamente. Ella parecía no percatarse. Permanecía inmóvil, como un pájaro a cubierto. No cruzaron una palabra, ni una mirada, siquiera.
—¡Por lo menos mil francos! —venía diciendo Colette, furiosa, cuando volvió—, y el color no quedará igual. ¿Te imaginas? ¡Mientras estábamos aquí sentados!
Las quejas, la mala suerte parecían aislarla. No quiso salir a cenar. La habían fastidiado mucho.
—Tienes que comer. Ven, por favor —dijo Simone.
—No, no te preocupes.
—Por favor.
No notó nada. Se quedó en el piso. Rand y Simone bajaron. Apenas habían dado la vuelta a la esquina cuando se abrazaron.
Todas las mujeres son iguales. Dos son igual que otras dos. En el momento en que se empieza, ya no hay final.