27

Alta, cansada, con una sonrisa infantil en la cara… así fue la figura que surgió increíblemente del vacío. Los dos italianos llevaban nueve días encogidos en la estrecha repisa. Nueve días de agotamiento, de frío terrible, esperando la muerte.

Era el hombre quien estaba malherido, se había roto el hombro. La mujer, tan deshecha como él, tenía los dientes asombrosamente blancos. Dijo algo en italiano pero Rand no lo entendió.

Parli italiano? —preguntó ella.

Le dijo que un poco.

E spaccato —dijo.

Ah, spaccato —repitió Rand sin comprender. Dennis estaba justo debajo de la repisa—. Sube —le dijo Rand—. ¿Entiendes italiano?

—Tenemos compañía —dijo Dennis, una vez arriba.

—¿A qué te refieres?

—Ahí abajo. Mira.

Había otro grupo, de guías. Habían llegado cruzando desde la cara norte y en ese momento se encontraban exactamente por debajo de ellos. Llamaban a Rand.

Dos partidas de rescate que llegaban al mismo tiempo, o casi… La anécdota llegó a Chamonix esa misma tarde. Lo más extraordinario fue la discusión que tuvo lugar entre ambas. Los guías habían ascendido por una vía más fácil, y eran siete. Querían ser ellos quienes bajaran a los italianos.

Rand les dijo que no. El helicóptero pasó por el aire, había mucha gente en Montenvers.

—No —dijo—. Nosotros llegamos primero. Son nuestros.

Contra la pared vertical, al sol, variopintos y a sus anchas, se encontraban los cuatro aficionados que habían efectuado el rescate: saldrían fotografías en todos los periódicos europeos junto a la osada respuesta a los guías: «Ils sont à nous». A pesar de todo, en Chamonix se vivía un ambiente de gran satisfacción, como si se hubiera salvado la fama de la ciudad.

Aquella tarde llegaron a una repisa en mitad del descenso. El tiempo se había mantenido suave todo el día. El pequeño hornillo ardía en la oscuridad. Parecía que lo peor había pasado. Media taza de caldo concentrado pasó de mano en mano hasta llegar al herido.

Molto grazie —murmuró. Jamás olvidaría el arrojo de sus rescatadores, dijo después, en el hospital. Tenía las mejillas negras, cubiertas por una barba de dos semanas. Su prometida estaba a su lado.

—No podíamos dar un paso —dijo ella en italiano—. Había hielo por todas partes. Después de caerse, Sergio no podía mover el brazo. Teníamos muy poca comida. La tormenta seguía. Era el final. ¡Entonces llegó este bello americano! —exclamó.

Su rostro era ancho al estilo oriental, con un bigotillo oscuro y sedoso. Rebosaba de vida y pasión. Questo bel’ americano… Lo fotografiarían junto a los demás cuando llegaran al rognon, repantingados todos como pescadores. Más tarde, ya en la ciudad, Rand se las arregló para desaparecer. Se coló sigilosamente en Sport Giro por la puerta trasera y entró en el pequeño despacho, donde Remy se lo encontró comiendo una mandarina. No quería hablar con ningún periodista. Quería disfrutar del placer de ser famoso desde el anonimato.

No iba a ser tan sencillo. Lo buscaban por todas partes, la ciudad no podía esconderlo. Remy volvió y le dijo que lo aguardaban a la puerta de la tienda.

—Mira, no van a dejarte en paz.

—¿Saben que estoy aquí?

—¿Los periodistas? No, claro que no. Han venido a comprar pertrechos, ¿qué creías? —le dijo.

Ya había alguien a la puerta.

Rand intentó pasar de largo sin decir una palabra.

No iban a dejarlo en paz, era muy singular, toda una rareza.

—No —les dijo—. No.

—¡Vamos, no sea indecente! No somos nosotros quienes deseamos verlo —replicó uno de ellos.

Siempre había sido actor, aunque nunca había oído la llamada. En ese momento, en el aparcamiento de la entrada del Hotel des Alpes, en medio del camino, le adjudicaron su papel. Cansado pero de muy buen talante, escuchó las preguntas con paciencia y procuró responder. Mantenía una sonrisa tímida que a veces se ensanchaba, sonrisa sobre sonrisa. Su rostro alargado se alzó en las pantallas de Francia adusto, natural, con el viento agitándole el sucio cabello. Inmediatamente le preguntaron si se sentía héroe.

—Héroe —dijo—, no, no. No fue cuestión de heroísmo, sino una deuda que tenía con la montaña. De todos modos, no fui yo solo, lo hicimos los cuatro, yo era uno más.

Esa noche lo verían durante la cena, mezclado con ministros de Estado y accidentes marinos. Las mujeres contemplarían, desde la puerta de la cocina, su tímida mirada fija en el suelo.

Era la montaña que había escalado con Cabot y, después, con Bray. Bray había muerto.

—Sí.

—Las grandes paredes se cobran su precio.

—No, así no —dijo—. Pagas, desde luego. Tienes que darlo todo, pero no es preciso morir.

Lo vieron los viejos desde sus hogares, desde los cafés. En la casa grande de Izeaux, Catherin, ya en las últimas semanas del embarazo, también lo vio. Vigan estaba con ella. Mientras veía la televisión, notó el movimiento del niño en sus entrañas. Guardó silencio, no quería demostrar un gran interés ni la puñalada de emoción que lo acompañaba. Se sintió débil.

—Pero John Bray, muerto en el Eiger…

Rand no dijo nada.

—Sí —convino por fin—. Sigo lamentando lo de Bray. No por él, sino por mí.

—¿Qué significan esas palabras?

Ah, no podía contestar.

—Murió, pero eso no quiere decir que todo haya acabado —fue lo único que pudo decir.

—Cuando pienso que los guías de Chamonix —dijo Vigan—, los gendarmes, el ejército, todos ellos… —No terminó la frase. Se levantó y vio el final de pie.

—Usted ama las montañas —dijeron.

—Las montañas no —contestó él—. No, las montañas no. Amo la vida.

Quien no lo creyera es que no tenía ojos para ver. La gente lo reconocía. Se había hecho famoso. «Bonjour, monsieur», lo saludó la mujer de las douches. Su honradez había conmovido a todos. Ese rostro curtido, angelical, rebosante de felicidad, se grababa en el pensamiento.

Esa noche no tenía preocupaciones ni agobios. Dejó que le llenaran la copa y revivió la escalada. Después durmió en casa de Remy. Durmió como la primera vez, hacía mucho, como si la tierra entera fuera su dormitorio. Durmió sin sobresaltos, con las manos hinchadas.

Cuando se despertó era famoso. Su rostro inundaba la prensa francesa. Se repetía en todos los quioscos, en las páginas de las revistas. Las muchachas trabajadoras leían la entrevista en el autobús, de camino a casa. Llegó de pronto a las pequeñas habitaciones, a las casas, a las calles normales, llevando un atisbo de naturalidad. Francia abrigaba desde hacía doscientos años la idea del salvaje noble, sencillo, sincero. Había aparecido inesperadamente. Su imagen limpiaba el aire como la lluvia. Era el enviado de una raza olvidada, generoso, sin temor, con una sonrisa beatífica y el sistema vascular de un corredor de maratón.