26

Dennis llevaba tres semanas en Chamonix. Era la primera vez que iba allí. Jamás había emprendido, ni allí ni en Inglaterra, jamás se había imaginado, una escalada semejante. No podía creer que estuviera haciéndola. Estaba seguro de que sería incapaz de continuar en cualquier momento. No se atrevía a pensarlo. Entrada la mañana, a medida que descubrían una sucesión de pendientes imponentes, consciente apenas de cómo iba sucediendo, se encontró en la pared más terrible.

El ascenso era más difícil de lo que había soñado. Tenían que despejar la nieve de los agarres. Más arriba abundaba el hielo, un hielo inquebrantable y resbaladizo que no se podía eliminar del todo. Tenía las manos frías. Trató de calentárselas echándose el aliento y abriéndolas y cerrándolas.

Pidió la cuerda en más de una ocasión, de otra forma no habría llegado tan arriba. Llevaba el casco torcido y el equipo desordenado. Se engañó a sí mismo contándose que se encontraba en un pequeño precipicio, cerca del suelo, situación delicada pero no arriesgada. Podría saltar, llegado el caso. No podía consentir que la enormidad lo afectara, de lo contrario, estaría perdido.

Aunque los demás pensaran otra cosa, sabía que no llegarían hasta los alpinistas perdidos. Aparte de eso, no se imaginaba lo que podría ocurrir. Lo único que le permitía continuar, lo único que lo protegía del pánico era una especie de entumecimiento, una concentración absoluta en cada agarre y una fe ciega y total en la alta silueta que escalaba delante.

Había nubes bajas. Hacia las dos de la tarde empezó a nevar otra vez.

—El tiempo se nos echa encima —fue lo único que dijo Rand.

Dennis esperaba alguna palabra más.

—¿No tendríamos que descender? —preguntó.

—No pinta tan mal. Habrás escalado en peores condiciones.

—La verdad es que no.

Dennis se pegaba a la pared, al lado de Rand, esperando. La nieve caía oblicuamente y les daba en los ojos.

—No podemos quedarnos aquí —dijo Rand. Miró hacia arriba buscando la vía. Con ropa vieja y sin afeitar parecía un personaje secundario, un rezagado de la retaguardia de campañas perdidas. No importaba. Lo haría. No estaba haciendo una escalada sin más. Se aferraba al flanco de ese monstruo. Había hincado los dientes a la gran bestia.

Pasaron la noche al raso en plena tormenta. El viento les apagaba las cerillas. La menor acción adquiría dimensiones inmensas. Estaban mojados y tenían frío. Cuver se acurrucó, sentado, al lado de Rand. Enfrente, medio escondido, estaba Hilm; sólo se le veía un poco el perfil, tan impasible y retraído como si todavía estuvieran en la Fourche. Rand no tenía idea de qué pensamientos le ocupaban la cabeza. En cuanto a los suyos, obsesivos, lentos, se alargaban millas y millas como una corriente oceánica. Pensaba en Cabot y en las noches como ésa que habían pasado juntos.

Se acordaba de Cabot. Algunos hombres parecen destinados a ir siempre delante, a abrir el camino. Confían en la vida, son los primeros que van más allá. Cualquier cosa que haya que aprender, la aprenden antes que los demás. Su sola existencia imprime fuerza y empuja hacia delante. Amor y celos se mezclaban allí, en la oscuridad, envidia y desesperación.

La nieve se deslizaba desde arriba en etéreas cortinas. Ninguno dormía. Se quedaron en silencio, cerca unos de otros, hasta el alba, en una estrecha repisa, atados a la roca.

Empezó a clarear. A primera hora de la mañana dejó de nevar. Escalaron el día entero, lentamente al principio, a mayor velocidad después, a medida que los músculos entraban en calor y la cornisa helada de la noche iba quedando atrás. A mediodía el sol se asomó entre las nubes. Los animó. Oían el helicóptero, pero no lo veían.

Dennis había superado el temor. Una euforia vertiginosa lo embargaba. Era uno más, se mantenía solo.

Más arriba, lejos, una cuerda solitaria colgaba. Rand la señaló.

—Allí están —dijo.

—¿Dónde?

—¿No los ves?

—No, ¿adónde miras?

—Debajo de los desplomes. Allí. ¡Paul! —gritó hacia abajo. Una cara miró arriba. Señaló a lo alto otra vez, en línea recta.

—¡Los veo! —gritó Dennis—. Allá arriba.

—No los vamos a alcanzar hoy. —Hizo bocina con las manos—. ¡Hola! —gritó. El sonido se disolvió en el espacio. No hubo respuesta—. ¡Allá vamos! —insistió—. Veniamo! —Hizo una pausa—. ¿Los oyes? —preguntó.

—No.

—¡Hola! —gritó—. ¡Ho… la! —Esperó. La inmensidad de la roca fue la única respuesta—. ¡Allá vamos! —gritó tan fuerte como pudo.

Lento como una ensoñación, un objeto blanco respondió, un retal de tela, un pañuelo flotando limpiamente. Los habían oído. Estaban vivos.

La capa de nubes era suave como el agua, Había perdido oscuridad, densidad. Por debajo asomaba una franja de cielo azul, un angosto horizonte aplastado por la luz.

Llamaron a los italianos desde el segundo vivac. Asomó una cabeza cauta, casi desinteresada. Rand saludó. Los alcanzarían por la mañana.