En Chamonix los esfuerzos habían tocado fondo. Quedaba poca esperanza. Las numerosas intentonas de rescate sólo subrayaban el dolor, lo evidente. Con calma, con conocimiento de causa —pues Chamonix conocía sus montañas— la gente contemplaba lo inevitable. Los dos italianos, vivos todavía en la parte más alta del Dru, estaban perdidos.
Era cierto que habían tirado un cable desde la cima. Pero se había quedado colgando a gran distancia de la roca. Las condiciones eran inimaginables. Ya había muerto un rescatador.
En las calles, paseando en busca de un conocido cualquiera, Rand se encontró con un amigo de Bray.
—¿Quieres hacer un intento?
—¿No hay montones de gente ahí arriba?
—Adonde vamos nosotros, no —dijo Rand.
—Nunca he escalado el Dru. —Era maestro de primaria, concienzudo y un poco tímido. Tenía los labios muy rojos, casi febriles, y el cabello grueso. Se llamaba Dennis Hart—. De acuerdo —dijo.
Consiguieron que el ejército les prestara algunos pertrechos más, una radio e incluso algunas provisiones. Al volver a la ciudad enrolaron a otro alpinista, un francés, Paul Cuver.
—Estaremos allí hoy a las siete —le dijo Rand—. Nos acercan en helicóptero hasta el pie del Dru.
—¿En helicóptero?
—Eso es.
El plan de Rand era sencillo. En las demás intentonas lo habían rechazado de plano. En vez de buscar la vía más practicable, lo intentaría por la más directa. No sabía hasta qué punto serían malas las condiciones, pero conocía la ruta. Dejarían cuerdas fijas al pasar para facilitar el descenso. Si llegaban esa misma tarde a la base del Dru, sería posible alcanzar a los italianos al cabo de dos días.
Aquella tarde esperaron hasta las ocho. El helicóptero no apareció. Finalmente, desesperados, tomaron el tren de Montenvers, un viaje extraordinario que partió justo antes del anochecer. En el pueblo, una chica de la cocina del hotel les ofreció café. Se sentaron en el suelo junto a la entrada. Las ventanas del comedor estaban iluminadas y la gente cenaba.
Eran más de las diez cuando empezaron a bajar por las escaleras de acero que llevaban al glaciar. El cielo estaba negro. No se veía nada ni por encima ni por debajo. El aliento frío de la edad de hielo salió a su encuentro. A la luz inquieta de los faros emprendieron el camino. Incluso por la noche, en las horas más sombrías, el glaciar crujía lentamente. De abajo llegaba el rumor del agua subterránea.
En el lado opuesto comenzaba el sendero de ascenso. Las mochilas pesaban. De vez en cuando alguno resbalaba y se caía en la oscuridad. Bajó la temperatura, no se podía saber si por la hora tardía o por la altitud.
A las dos de la madrugada llegaron al rognon. Se enfundaron en los sacos de dormir y se acostaron donde pudieron. El alpinista joven del refugio, Hilm, no tenía saco. Durmió sentado, con la espalda apoyada en la mochila y una cazadora gastada por encima de la cabeza.
Los despertó la luz del día. Eran más de las seis. Se veían retazos azules de cielo. Las nubes parecían tenues. El Dru se erguía oscuro y ominoso, espolvoreado de nieve, como un gigantesco órgano catedralicio capaz de producir notas profundas y escalofriantes.
En la parte inferior no parecía que hubiera mucha nieve. Más arriba, era difícil de decir. La cima, donde se apiñaban los techos, estaba envuelta en nubes.
—¿Se ve algo ahí arriba?
Rand tenía los prismáticos.
—No —dijo.
—¿Dónde están, exactamente?
—No estoy seguro —dijo Rand.
—Hay muchísima nieve ahí.
—Vamos a tomar un té. —Ya estaba sacando los enseres necesarios. Le ardían los ojos por la falta de sueño. Tenía anquilosados los brazos y las piernas—. No tiene mal aspecto, parece que está aclarando.
Poco después oyeron débilmente el sonido vacilante de un helicóptero. Estaba lejos. Por fin divisaron el aparato subiendo desde el valle. Giró hacia el Dru.
—¿Por qué no los llamas y les preguntas qué sucede? A lo mejor ha ocurrido algo —dijo Dennis.
—¿A qué te refieres?
—No sé. A lo mejor han muerto.
La radio produjo una interferencia impenetrable en cuanto la encendieron. Era difícil oír algo.
—Alió, Alió —dijo Rand. El helicóptero estaba casi encima de ellos—. Les italiens —repitió— comment vont-ils?
El helicóptero se ladeó al acercarse a la pared. Rand tenía la radio pegada al oído. Oía hablar pero no entendía. Después, débilmente: Ils agitent leurs mains…
—¿Qué ha dicho?
—Que hacen señales con los brazos. Están vivos.
—¡Oh, bien! —musitó Dennis.
Estaban comiendo pan con mermelada con las manos sucias y seleccionando el material. Rand y Dennis irían en primer lugar, los otros dos los seguirían. El couloir parecía seguro. Lo intentarían. Bajaron al nevero.
Desde la base de la montaña, Rand miró hacia arriba. Vista así, perdía su contorno. Fría como el acero, parecía elevarse sin fin. ¿De verdad la había escalado? ¿La había escalado dos veces?
—Hola, hija de puta —musitó.
Eran las siete en punto de la mañana. Les quedaban al menos doce horas de sol. Se plantó allí, más alto que los demás, casi desgarbado, como una cigüeña. Debajo del casco llevaba un gorro de lana. Cuver se persignó con un gesto visible apenas. Empezaron a escalar sin preocuparse de atarse las cuerdas.