Hizo la pared norte del Triolet y el espolón de las Droites en solitario. Habría podido encontrar un compañero, prácticamente cualquiera habría agarrado la ocasión por los pelos, pero partió solo de Chamonix y, por la razón que fuese, empezó a escalar de esa forma.
El Triolet es empinado, el hielo que lo cubre nunca se funde. Se escala con crampones, una rejilla de clavos que se ata a la bota. Dos de ellos apuntan hacia delante y se pueden clavar en el hielo de una patada. Soportan todo el peso.
Se puso en marcha temprano. La cara era como un enorme río descendente, cada vez más empinado, y su aliento, frío. Los crampones crujían en el silencio. Avanzaba metódicamente, con un piolet en cada mano. Se dejó llevar por el ritmo. La idea de resbalar —habría salido disparado pendiente abajo como por un cristal— no lo asaltó en ningún momento hasta que hubo alcanzado una gran altura, y fue una sensación extraña. En una fracción de segundo clavó las puntas de los crampones menos de media pulgada: esa media pulgada no fallaría. Al darse cuenta de ello, una especie de bendición descendió sobre él, una sensación de invulnerabilidad distinta a cualquier otra. Era como si la montaña lo hubiera consagrado; Rand no lo rechazó.
Era feliz, sostenido allí por la menor punta de acero, más allá de toda dificultad, más allá de todo miedo. Pensó que eso era lo que debía de sentirse al final, un borbotón de dicha antes del último momento. Miró abajo. La pendiente era de vértigo. Lejos, por encima, había una gran protuberancia de hielo y sólo dos vías para superarla, dos solamente.
Cada paso, cada patada para clavarse en el hielo, metódica, segura, lo llevaba más y más arriba. Pensó en Bray. Por un momento fue como si estuviera allí. Esas paredes solitarias, esos días, todavía eran suyos, existía en ellos. Destrozado y muerto, no se había ido. No había desaparecido, sólo había salido del escenario. El día le trajo recuerdos de él junto con la sensación de triunfo al superar el desplome, ante la vista que lo aguardaba en la cima.
Lo veían salir a menudo con la cuerda al hombro, la mochila a la espalda. Salía a dar un paseo, decía. Por la mañana se despertaba entre cimas increíblemente blancas en contraste con el cielo apagado. Hay una cosa superior a la vida de la ciudad, superior al dinero y a las posesiones; una hombría que jamás desaparece. Se da todo a cambio de eso.
«Me ha sucedido una cosa rara —escribió a Cabot—, he perdido el temor a la muerte. Últimamente sólo escalo en solitario. Hice la cara norte del Triolet y el Coutrier del Verte. Fantástico. No puedo explicarlo. ¿Qué hay por los Estados Unidos? ¿Qué has hecho tú?».
No era únicamente la soledad lo que lo había cambiado, sino también una comprensión distinta. Lo que importaba era formar parte de la existencia, no poseerla. Todavía sabía lo que era la angustia de las escaladas peligrosas, pero lo sabía de otra manera. Era un tributo; lo pagaba de buen grado. Sentía una plenitud secreta. No envidiaba a nadie. No era arrogante ni tímido.
A principios de agosto, llegó al pequeño refugio de la Fourche. Atardecía. En el largo paseo que cruzaba el glaciar había dejado atrás Pointe Lachenal, el Grand Capucin. El sol se había ocultado tras el Mont Blanc. Hizo el camino durante el crepúsculo.
El refugio estaba prácticamente lleno. La inmensa cara del Mont Blanc, justo enfrente, se había sumido en la oscuridad. Cuando alguien hablaba lo hacía en voz baja. La mayor parte de los alpinistas se había ido a dormir.
—Bonsoir —musitó alguien. Un guía, uno de los más jóvenes. Rand lo conocía de vista.
—Bonsoir.
—Beau temps, eh?
—Incomparable.
El guía movió la mano de un lado a otro —quién sabía cuánto duraría— y echó una mirada a la entrada que Rand había escrito en el libro.
—La Brenva, ¿eh?
Rand no contestó.
Se hizo una sopa y buscó sitio en la tarima de dormir. Al taparse con la manta oyó una tos en la oscuridad, una tos de mujer. Volvió la cabeza ligeramente. No la veía. La soledad lo asaltó súbitamente. Lo asustó la intensidad del sentimiento. Allí tumbado, empezó a soñar. Catherin se acercaba a él exactamente como la vio la primera vez, tan nueva que lo aturdía, igual que entonces. El pequeño Renault, aparcado detrás de la tienda, el olor de su aliento, su sonrisa repentina. Imposible cansarse de ella, de su olor, de su ropa interior blanca, de su cabello. Su rostro entre las almohadas, su espalda desnuda, la luz difusa de las mañanas que la envolvía en un tenue resplandor; su mano delicada tocándolo… sentía todo eso, las imágenes se le derrumbaban en la cabeza. Ella se convirtió en un harén, en una manada, la cabeza le daba vueltas, la multiplicaba en pleno grito, en pleno aullido de perro callejero. El recuerdo lo desbordaba. Se quedó como una piedra tumbado en la oscuridad.
Al amanecer el cielo estaba cubierto. Había empezado a nevar. Nadie escalaría ese día. Unos pocos grupos ya habían empezado a descender. Se fijó en la mujer que había tosido. En realidad la oyó quejarse. Era inglesa, llevaba un jersey grueso y pantalones de escalar desabrochados en la rodilla. Se quedó mirando cómo se peinaba. Ella se volvió a preguntarle.
—¿Qué le parece? ¿Despejará?
—Es difícil de decir.
—No sé si bajar o no. —Su voz sonaba amable—. ¿Cómo puede mantener la calma?
Rand había puesto agua a hervir.
—¿Puedo tomar un té? —le preguntó. Observó cómo echaba el agua—. ¿De verdad va a hacer la Brenva?
—Depende.
—Y va a ir solo. —Se puso tres cucharadas de azúcar—. ¿No es complicarse la vida adrede?
—La verdad es que no —dijo.
Tenía la mirada directa y gris. Era inglesa, pero no como Audrey. Pertenecía a otra clase.
—Pero, un solo fallo y se acabó todo, ¿no es así? —Pausa—. Mi guía lo considera una especie de proscrito —dijo.
—Hay que decir que los guías duermen en cama caliente.
—¿Y usted?
—Alguna vez —dijo.
—Me lo imagino.
—¿Ha venido a pasar la temporada?
—Quince días solamente. He venido con mi marido. Es muy buen alpinista, hace años que se dedica. Creo que está un tanto irritado en estos momentos. Se ha herido una pierna. Tuvo una caída en la Blaitière, así que fui a buscarlo con un guía, pero creo que me pasé un poco. Usted es el norteamericano que lo hace todo solo, ¿verdad? Me parece que no sé cómo se llama.
—Rand.
—Sí, eso es. ¿Rand…?
—Vernon Rand.
—Lo vi llegar anoche. Si le digo la verdad, me asusté. Dudé de haber acertado viniendo aquí. Cuando lo vi, supe que no tenía que estar aquí.
—Bueno, dispone usted de un guía.
La miraba desde el extremo opuesto de la habitación.
—Aunque fueran tres —dijo ella.
Se llamaba Kay Hammet, estaba en el Hotel des Alpes. Se marchó al mediodía, nevaba con mayor intensidad que antes. Aquella noche quedaron solamente cuatro y al día siguiente se marcharon otros dos.
Entonces había mantas de sobra. Estuvo tumbado, bien abrigado, durmiendo la mayor parte del tiempo, levantándose a cerciorarse de que seguía nevando. El viento hacía crujir las paredes de metal. Había otra persona más en el refugio. No cruzaron ni una palabra.
La tormenta duró tres días. Después quedaron nubes bajas que tapaban las cimas.
El sexto día, a mediodía, se abrió la puerta y entró un hombre dando patadas contra el suelo para quitarse la nieve. Era Remy Giro.
—Salut —dijo.
—Eres la primera persona que entra por esa puerta desde hace una semana.
—Lo creo. Hace un tiempo de perros ahí fuera. ¿Tienes sopa?
—No, ¿quieres té?
—Lo que sea —contestó Giro. Lo vio encender el fogón—. ¿Qué has estado haciendo aquí arriba?
—No mucho.
Giro echó una mirada al joven que estaba sentado en el extremo opuesto de la cabaña.
—Esto estaba lleno cuando llegué —le contó Rand—. Es curioso cómo se van marchando, primero los guías y los clientes, después los que, en realidad, en el fondo no quieren escalar. Después los ingleses, sin comida. Al final sólo he quedado yo y —señaló al fondo con un gesto— el Fantasma.
—¿No te parece que la ciudad sería más cómoda?
—La comodidad mata —contestó Rand con brusquedad.
—¿Te has enterado de lo que ha pasado?
—No, ¿qué?
—¿No has oído helicópteros?
—¿Qué? ¿Un accidente?
—Hay dos italianos atrapados en el Dru.
—¿Dónde?
—Uno está malherido.
—No me sorprende. ¿En qué parte del Dru?
—En la cara oeste, muy arriba. Por encima del diedro de los noventa metros. Toda la cara es hielo duro.
Habían cubierto dos tercios de la escalada y la tormenta los había sorprendido. Trataron de descender por todos los medios; el hielo era severo en exceso. El segundo día, al comprender que tenían que hacer algo, decidieron volver a subir y alcanzar la cima como fuera. Fue entonces cuando uno se cayó. Se encontraban en un lugar por debajo de los desplomes.
—Llevan ahí una semana.
—¿Siguen vivos?
—Esta mañana sí. Han intentado rescatarlos por todos los medios. Incluso tiraron un cable desde la cima, pero quedaba muy lejos de su alcance. Ahora están intentando subir por la cara norte y cruzar hasta ellos.
—¿Quiénes?
—Todo el mundo. Los gendarmes, las tropas de montaña.
—¿Y los guías?
—Sí, claro, y los guías.
—Dando consejos.
—No, no. Lo están intentando también. Hay doscientas personas en movimiento.
—¿Por qué no suben por la cara oeste?
—¡Aaah! —dijo.
—¿Lo han intentado?
—Creo que no —dijo Remy.
—¿Ni siquiera los guías?
—Los guías lo están intentando por la cara norte.
—Naturalmente. Quizá encuentren a alguien atrapado allí —insinuó Rand.
—Hacen lo que pueden —los defendió Remy.
Rand asintió y empezó a llenar la mochila.
—¿Dices que llevan cinco días?
—No van a durar mucho más —dijo Remy con calma.
—¿Quién es ése? ¿Lo conoces? —preguntó Rand.
—Lo he visto en la ciudad.
—¿Sabe escalar?
—Es probable. ¿Por qué iba a estar aquí si no?
Rand lo llamó. El joven los miró sin ninguna prisa.
—¿Quieres escalar? —le preguntó Rand. La respuesta fue un leve gesto casi indiferente—. Vamos —dijo.