23

Catherin bajó por la escalera abotonándose el abrigo. Él la esperaba en la calle.

Se dirigieron al centro de la ciudad. Había gente por todas partes; las últimas multitudes del invierno llenaban Chamonix. Pasaban coches salpicados de barro.

—Bueno, ¿qué te dijo?

—Que es definitivo —contestó ella.

—¿Definitivo?

—La prueba ha dado positivo.

—No lo entiendo. ¿Cómo ha podido ser?

—Siendo, simplemente —dijo ella.

Se quedó callado, mirando sin ver los escaparates al pasar.

—¿Te apetece un café? —le preguntó.

Se sentaron hacia el fondo, Rand se dejó caer en la silla.

—En fin, veo que la noticia te ha conmocionado —comentó ella.

—No es eso. Es que…

—¿Qué?

—Que es una sorpresa, nada más.

—Bueno, a mí también me ha sorprendido.

—No es exactamente en lo que estaba pensando.

—Eso ya lo veo.

La camarera volvió con el café.

—¿En qué estabas pensado? —preguntó Catherin. Tomó tres terrones de azúcar y se los puso en la diminuta taza.

—En una vida familiar, no.

Ella no dijo nada.

—No quiero ser padre.

—¿Cómo lo sabes? —Removía el café lentamente—. Serías un padre muy bueno.

—No lo tengas —dijo por fin.

—Es tarde.

—¿Cómo que es tarde?

—Estoy de dieciséis semanas.

El número no le decía nada. Estaba seguro de que mentía.

—Me gustaría saber cómo ha sucedido —insistió—. ¿Cómo ha podido pasar?

—No sé. Habrá sido un fallo.

—¿Cómo?

—¿Me estás interrogando? ¿Por qué no me interrogaste antes de empezar?

—No puedo ser padre —dijo.

Ella guardó silencio.

—A lo mejor no quieres casarte. Eso es lo que quieres decir.

—Es posible.

—Sí. Lo comprendo.

A Rand le cayó un peso tremendo encima. Miró en torno vagamente, como buscando otra idea.

—Pues, no sé qué hacer. Merde —dijo ella.

—Catherin, sabes cómo vivo.

Ça veut dire quoi? —Tras un silencio, añadió—: ¿Qué es lo que quieres? ¿Quedarte como hasta ahora?

—Nunca se queda uno como hasta ahora. Dentro de un año o dos no seré el mismo.

—¿Cómo serás?

—¿Quién sabe? No quiero atarme.

—No estarás atado —dijo ella—. Te lo prometo. Siempre podrás hacer lo que quieras.

Las palabras lo tranquilizaron. Habría podido aceptarlas en ese mismo momento de no haber sido por la ruindad de ella. Por otra parte, se le olvidaría lo que acababa de decir, saldrían a relucir los instintos femeninos. Siempre pasaba lo mismo.

—Quieres que me deshaga de la criatura —dijo Catherin finalmente.

«Sí», pensó, pero por algún motivo no dijo nada. Hay un momento en que es necesario clavar el cuchillo fríamente, de lo contrario, triunfa la víctima. La miró sabiendo que el momento estaba pasando.

—Qué mierda —murmuró él.

Catherin supo que le había fallado. Se sintió indefensa, desesperada. Se quedaron en silencio.

—Dime algo —le rogó.

Rand no dijo nada.

Esa primavera apenas fue a Chamonix. Siempre estaba en un refugio u otro, a veces varios días. Era el comienzo de la temporada. No había nadie en los dormitorios, los colchones estaban uno al lado de otro. «Silencio a partir de las 21:00», imponían los carteles.

De vez en cuando aparecían otros escaladores. Apenas hablaban. Las cabañas todavía estaban frías del invierno, con las tarifas desfasadas colgadas en las paredes. Cada vez iba con menor frecuencia y se detenía en la tienda.

Ça va? —murmuró con torpeza. No parecía que le hubiera cambiado la silueta.

—¿Qué tal por ahí arriba?

—Todavía hay mucha nieve.

—¡Ah!, es decir, estás allí —dijo ella.

Rand no logró sonreír. Se marchó tan pronto como pudo, un tanto incómodo por lo que ella quizá dijera. Odiaba los comentarios de despedida. Seguían una especie de acuerdo, continuaban juntos en cierto modo, al menos mantenían la apariencia. En una ciudad tan pequeña como Chamonix las cosas se sabían enseguida aunque, en rigor, los dos eran extranjeros.

—Voy a subir a Argentière —le dijo él un día—. Si las condiciones no son muy buenas, es posible que me quede por allí esperando un tiempo, ¿sabes?

—No hace falta que te des prisa en volver —dijo ella—. No voy a estar aquí.

Fue como una bofetada repentina.

—¿Qué? ¿Adónde vas?

Existe un momento en que uno dice: «Te quiero más que a la vida misma, te daré cualquier cosa». Catherin tuvo la sensación de que ese sentimiento parpadeaba ante ella —se iba, lo había decidido ya— era como la última mirada atrás.

—Me voy a París —dijo.

—Bien, nos vemos cuando vuelvas.

No contestó, estaba recordando su rostro por última vez. El silencio atemorizó a Rand.

—¿O no? —dijo.

—No, no creo —dijo ella.

Se desesperó de repente. Ella lo atormentaba. La amaba y el amor lo asfixiaba. La quería pero ella se iba.

—¿Qué vas a hacer en París?

—Voy a estar en casa de un amigo —le dijo.

—¿Quién?

—¿Qué importancia tiene?

¿Importancia? Era enloquecedor. La mayor importancia del mundo. Intentó que se lo dijera, pero ella se negó.

El amigo era Henri Vigan. Catherin había sido su amante —dos años—, y lo dejó porque no quería casarse con ella.

Volvió con él. La aceptó de buen grado. Le dijo que, si lo deseaba, consideraría a su hijo como propio.

Se instaló en Izeaux —las fábricas de cajas de Vigan estaban cerca—, en una casa antigua situada en medio de la calle, construida en los tiempos en que sólo de tarde en tarde pasaba un carruaje o una carreta. Las paredes de la fachada eran sencillas, feas incluso, pero el interior era cálido y acogedor como sólo pueden serlo las casas de campo francesas, con muchas puertas de acceso al jardín. Allí era feliz o, al menos, libre del estorbo de amar a quien no debía. Sería un error decir que no pensaba en él, pero pensaba con menor frecuencia a medida que el tiempo pasaba.

Vigan era amable y comprensivo. Además lo halagaba que ella hubiera vuelto, y por doble motivo, puesto que volvía desde los brazos de un hombre más joven y audaz. Cuando Catherin quiso volver a Chamonix a recoger su ropa se lo prohibió.

—Pediré a alguien que la recoja y la traiga a casa. De todos modos, ahora no puedes ponértela.

La encontraba más bonita, como les suele suceder a las embarazadas. El apetito que tenía, la necesidad de descansar y la recuperación del buen humor lo colmaban de una honda satisfacción. A ella la iluminaba un bienestar que sólo se intuye después del acto sexual. En su caso era lo mismo pero en todo su esplendor, y era él quien se deleitaba en su calidez. La época anterior a su regreso a Izeaux fue perdiéndose en el olvido.

—Estaba muy mal —confesó Catherin—. Pensaba las cosas más deprimentes. Quería suicidarme y que me pusieran una lápida como la de la amante de Dumas, sin nada más que fechas, una en cada esquina: la fecha en que lo conoció, la fecha en que hicieron el amor por primera vez…

Era principios de verano. Las puertas del jardín estaban abiertas.

—Que yo recuerde, todo sucedió el mismo día.

—No.

—Creía que había sido aquella noche memorable en que os fuisteis juntos de la fiesta.

—¿Tanto se notó?

—Estaba clarísimo.

—Por favor —dijo ella.

—Me diste envidia.

Vigan sentía la plenitud del bienestar. A la luz de las ventanas, a última hora del día, le pareció que, por su aspecto, no aparentaba más de treinta y cinco años. La ropa de su armario y sus cajones siempre estaba pulcramente ordenada, el orden llegaba incluso a las pequeñas tijeras y los frascos diversos de la repisa del cuarto de baño. Le Monde estaba en la mesa de la entrada con las cartas, las sábanas estaban frescas, la cocinera, una mujer del pueblo, era bonachona y tranquila. Catherin discrepaba de las opiniones políticas de Vigan, era reservado respecto al dinero y ella habría preferido un hombre más joven, pero a pesar de todo, estaba muy bien predispuesta hacia él, le parecía que existía entre ellos una unión indisoluble. Le gustaban las superficies gastadas y bien conservadas, la comodidad de la casa. Admiraba los detalles de su vida.

Pensaba muy poco en Rand. No recibió cartas suyas, ni siquiera cuando se acercaba el nacimiento del niño aunque, naturalmente, él no sabía a qué dirección tenía que escribir.