Esa noche empezó a nevar. Los copos caían mansamente en la oscuridad. La gente cenaba y charlaba. Los camareros se deslizaban por el comedor. Poco después de las siete, Cabot, que llevaba horas fuera, al pie de la pared, llamó a la puerta entreabierta.
—Adelante. —Era la voz de Barrington. Audrey estaba sentada en una silla con una chaqueta sobre los hombros.
—Hola, Jack. ¿Han vuelto todos? —preguntó Barrington.
El equipo de Bray estaba desperdigado por todas partes, las botas detrás de la puerta, los calcetines secándose en el radiador. Cabot se sentó. Le costaba hablar.
—Volvimos hace un poco —dijo.
—¿Está nevando mucho?
—Bastante. Una cosa es casi segura —dijo sin mirar a Audrey—, estuvo inconsciente todo el tiempo.
—¿Cómo lo sabes?
—Porque estaba allí. Lo vi cuando se dio el golpe en la cabeza, desde el primer momento.
—¿Lo viste?
—Sí, es lo más probable —confirmó Barrington—. Esa pared tiene muchas escarpaduras.
La palabra la inquietó.
—Escarpaduras…
—Muchas protuberancias.
—Espero que tengas razón —dijo ella.
Se quedaron en silencio. La inmensidad de la caída y la indefensión del alpinista cayéndose llenaron la habitación. Al cabo de un rato, Barrington se levantó y se marchó. Dijo que luego pasaría otra vez.
—No sé qué decirte —Cabot rompió el silencio por fin… lo había afectado mucho—. La cuerda… podía haberle pasado a cualquiera.
—No seas idiota —dijo ella.
—Ha sido un accidente imposible, como otros.
—No, no es cierto. No ha sido un accidente. Sabía que lo matarías —dijo ella—. Lo supe desde el momento en que te vi.
—No lo dices en serio.
—Desde luego que sí.
—No es verdad.
—¿Que no? —dijo ella—. Claro que es verdad. Sólo era un pobre hombre, comparado contigo, quiero decir, pero era fiel, tenía buen corazón. Podías obligarlo a hacer cualquier cosa. Bastaba con que dijeras que no creías que pudiera hacer una cosa para que él fuera y lo intentara. Bueno, eso ya lo sabías. Te he visto obligarlo. Así que la cuerda se rompió y él ya no está. Anoche estaba aquí. Estaba justo enfrente de ese espejo. Estaba muerto de cansancio, pero tú jamás habrías consentido que se detuviera porque estuviera cansado. ¿Y ahora dónde está? Ni siquiera sé dónde está. —Había empezado a llorar—. Tu seguirás —dijo—. Tú llegarás a la cima. Ni siquiera te acordarás de él.
—No es cierto.
—Oh, sí; sí que es cierto —dijo ella con amargura.
—Escucha, Audrey, es difícil de explicar. —Hizo una breve pausa—. Yo no lo obligué a hacer nada, lo hacía por los mismos motivos que yo. Nada puede obligar a nadie. Cada cual lo hace por sí mismo.
Audrey estaba junto a la ventana mirando la nieve. Se agarraba a su propio cuerpo con los brazos estrechamente cruzados bajo el pecho.
—Lo siento, pero no te creo —dijo con un suspiro—.
La forma en que se abrazaba —como si no pudiera esperar nada más de la vida—, la ropa y los cosméticos del tocador, el rectángulo claro de la cama que reflejaba la luz, todo parecía hablar por ella. La habitación estaba caldeada. El silencio se amontonaba como una factura que habría que pagar.
—Ven a cenar. No tienes que estar sola esta noche —dijo él—. Si quieres, comemos en el bar. Les pediré que nos sirvan allí.
—No quiero ir al bar.
—Te sentaría bien.
—Déjame en paz.
La rodeó con el brazo.
—Audrey… —Quiso decir algo más pero no se le ocurrió nada.
Ella asintió sin saber por qué. Había empezado a llorar otra vez, las lágrimas le rodaban por las mejillas.
—¿Qué va a ser de mí? —dijo.
—Volverás a Inglaterra.
Lo miró.
—¿Eso es todo? —inquirió.
Él hizo un gesto impreciso.
—¿Eso es todo?
—Vuelvo dentro de cinco minutos —dijo él.
Ella no contestó.
—¿Bajas conmigo?
—Sí —dijo por fin.
—¿Dentro de unos minutos?
—Sí.
Él no se movió. Vio que no había necesidad. En cambio, le puso las manos en los senos, hacía semanas que lo deseaba.
—No —dijo ella. Cabot notó que temblaba, aunque ella no se movió—. No.
La giró hacia sí.
Fue como si lo tuvieran hablado, como si siempre hubieran estado de acuerdo. Carol no había vuelto de Múnich todavía. Nevó toda la noche.
Al final de la página había un pequeño artículo, ALPINISTA FALLECE AL CAER. Se saltaba las palabras. La sangre huyó de su cara, trató de leer con calma. «Wengen, 24 de enero. Hoy las autoridades han identificado a un alpinista inglés de veintitrés años que encontró la muerte al sufrir una caída desde 3000 pies de altura, ayer en el Eiger»…
Era domingo en París y hacía frío. La gente hablaba a su alrededor, la televisión estaba encendida. Tenía la sensación de estar vacío y descolorido, como el día. De pronto todo le parecía deprimente. Lo irritaba que hablaran francés, lo irritaban los extranjeros que lo rodeaban, la ignorancia del mundo. Pensaba en Bray, un hombre menudo y sonriente de manos pequeñas, con una chaqueta sucia. «¿Por qué no vienes a Inglaterra? Podrías trabajar conmigo —dijo—. Los dos. Juntos».