—¡Michel! Michel es un pédé y un borracho. Teníais que haberlo echado a patadas —dijo Colette Roberts.
Estaba tomando un café rápido antes de abrir la tienda. Por la mañana su cara acusaba cansancio visiblemente, como la propia ciudad, a la luz anodina del invierno, de la monotonía.
—Ni siquiera es francés —dijo—. Es judío polaco. Tienes el pelo como la cola arrugada de un gran gallo, ¿sabes?
Se sentía digno en presencia de ella, vivo. Colette era como un espejo en el que se veía perfectamente. Ella sabía manejarse, no era una amateur de la vida.
—¿Dónde está Catherin? —le preguntó.
—Tenía que ir al banco.
—Venid esta noche a tomar una copa. Viene un amigo mío de Niza. —Entró una persona en el bar y la saludó. Ella respondió con un movimiento de cabeza y sonrió—. Se me hace tarde. —Se dio cuenta de pronto—. Venid a las seis. —Dejó unas monedas en la barra. Era una mujer de las que no se quedan hundidas mucho tiempo.
Por las mañanas leía, sentado cerca de la ventana, un ejemplar del Tribune de uno o dos días antes. Por la tarde salían.
Los túneles del metro estaban llenos de pintadas. En los cafés se hablaba siempre de política ferozmente. En los quioscos había carteles de escándalos descubiertos. Francia era como una gran familia que se pelea, los argelinos, las ancianas con sus perros, la gente en los restaurantes, la policía…, una enorme familia reñida, unida para la eternidad por el odio y la sangre.
Hubo tardes de salir del cine con los ojos reblandecidos y cruzar por entre los panteones grises del cementerio de Montparnasse, con los pies fríos, para volver a casa. Tardes de suaves nevadas que parecían caer de la nada, cuando la ciudad se tornaba azul como el hielo, el sonido del tráfico en la lejanía. O de cafés, charlando y observando a la gente. Había una mujer con una blusa verde de seda sentada sola en una mesa cercana. Leía una cosa que había sacado del bolso. Un horario. De repente, abrió los ojos desmesuradamente. Hablaba sola, asombrada. Se levantó, se puso el abrigo y salió corriendo a la calle.
Tardes secretas, no descubiertas, las ventanas selladas con silencio. A la luz tamizada, ella parecía mítica, relumbrante, como si por primera vez se manifestara la maravilla de un cuerpo. Llevaba solamente las bragas. La sangre latía despacio en el cuello de Rand. Horas de samurai. El disparador de una cámara hizo clic.
—¿Crees que nos las revelarán?
—Claro que sí —dijo ella.
—Yo lo dudo. Nos las robarán.
Cuando Rand salió del baño, Catherin estaba sentada en la cama con las piernas cruzadas, jugando al solitario perezosamente. Los reyes y reinas del mazo tenían nombres impresos, las jotas se llamaban Héctor, Lahire. Se tumbó a su lado a mirar.
—¿Esto es lo que llaman echar la vida a perder?
—Bromeas —dijo ella.
Aun con toda su grandeza, la ciudad no podía sustentarlo. Débilmente, a las calles, a los helados callejones invernales, llegaba un sonido leve, incesante, de un picar esquirla a esquirla. El cielo pálido sólo lo amplificaba. Era el sonido de un piolet. La de Cabot. No paraba.
Se despertó a las cuatro de la mañana. Silencio absoluto en las calles, en el cielo. No podía dormir. En alguna parte, medio en sueños, la arista oscura del Eiger se cernía desde un cielo vacío. Había nevado en las montañas. Las carreteras estaban blancas, los valles cubiertos. Soplaba viento fuerte. Caían torrentes de nieve pared abajo.
Había entrado en una habitación donde Cabot yacía muerto. No podía creerlo, estaba entumecido, pero al ver el féretro y el rostro yaciente, con los ojos sellados, el fino cabello, el dolor lo derrumbó súbitamente, lo puso de rodillas. Lloraba sin ningún reparo.
Catherin trató de despertarlo.
—¿Qué te pasa? —le decía. Rand no podía contestar—. ¿Qué ha pasado? Estabas gritando.
Se quedó tumbado abrazándola. Ninguno de los dos pudo dormir.