19

Los días de otoño son febriles. El sol se despide, da cuanto le queda. El calor es misterioso, lleva un mensaje: «Adiós».

Catherin lo salvó. Salían los fines de semana en su cochecito, en una ocasión, a Aix-les-Bains, Chambéry. En el campo, dejaron la carretera y bajaron, resbalando, un empinado terraplén. La ladera estaba de cara al sol, no había una sola casa ni una sola persona a la vista. La capa de hojas caídas era honda, llegaba a las rodillas. Comieron de lo que ella había preparado en una cesta y se tumbaron despreocupadamente después, las abejas acudían a los restos de comida.

Pasó una hora, y una hora y media. Rand se sentó lentamente. Catherin abrió los ojos un momento.

—¡Oh, Dios! —suspiró.

—¿Qué hay?

—Todavía estoy dormida.

—Despierta.

—Es muy difícil —dijo ella débilmente—. Cuando me muera, espero no tener que despertarme después. Sería dificilísimo.

Rand se arrodilló a su lado. Ella se apoyó en él. Se oyó un débil «plaf»: dos polillas, grises como la madera, con un deslumbrante punto azul, se habían caído unidas la una a la otra. No se movían.

—¿Lo ves? —dijo ella.

Por abajo pasaba un río. Se acercaron paseando entre flores azules y moradas, esparcidas, abandonadas por el verano. Luego cruzaron una huerta. Al final del todo, una cabra completamente blanca se tambaleaba sobre los cuartos traseros ramoneando entre el follaje. El invierno sería frío. Los ratones se habían marchado de los prados. Las hojas ya estaban marrones.

Miraron atrás. Semiocultos en la tierra había unos largos muros de piedra construidos para apuntalar la ladera. El sol se ponía. El blanco del coche brillaba arriba, a lo lejos.

Los últimos ritos del otoño. Subieron lentamente. Ella se quedó sin aliento, tuvo que detenerse. Se la cargó el resto del camino, pero no en los brazos sino al hombro, mejilla contra cadera. No se resistió. Se quedó colgada sin moverse, acariciándolo como si fuera un caballo.

En Annecy pasearon por la orilla del lago. Un muelle solitario se adentraba en el agua. Las embarcaciones barnizadas crujían. Rand vivió una vida entera en Annecy, en un hotel con un balcón de hierro y las letras h-o-t-e-l fijadas al metal. La televisión costaba un franco. Había una botella de Perrier en la ventana. Se acostaron a medianoche. Las pulseras de Catherin tintinearon sobre la mesa de cristal.

—Hemos bebido más de la cuenta —logró decir. Las ventanas estaban abiertas. De vez en cuando un coche pasaba zumbando por la calle a demasiada velocidad.

El alba tornó oscuras las montañas. El cielo clareaba, la hora, ignota. Rand salió al balcón. Annecy estaba azul. Los edificios tenían forma de fantasmas, se elevaban como surgiendo del mar. Un solo ojo lo miraba desde el revoltijo de sábanas, un ojo fijo con restos de maquillaje. Una voz estupefacta dijo:

—¿Qué haces levantado en plena noche?

Una vida entera y más. En realidad empezó a ver Francia, no sólo los pueblos de montaña llenos de turistas sino el centro profundo e invisible que, si se logra entrar en él, se convierte en parte de la sangre. Naturalmente, no sabía a qué aludían las muchas avenidas Carnot y paseos Jean Jaurès, las calles llamadas Gambetta, Hugo e incluso Pasteur. El desfile de reyes y repúblicas no significaba nada para él, sin embargo, lo que veía sin querer era la forma en que una gran civilización se conserva a sí misma. Porque Francia es consciente de su brillantez. Comprenderlo es sentarse a su mesa, dormir bajo sus techos, casarse con sus hijos.

Mañanas inmortales. Le pesaban los genitales como oscuras y lisas piedras talladas por esquimales. Estaban grávidos, con una densidad que no podía creerse. Apartó la sábana. Catherin estaba desnuda, el cabello esparcido por la almohada. Era como una ahogada, hundida en la cama como en un entierro en el mar. Le puso la mano encima, una mano propietaria, serena. Empezaban a pasar los primeros coches. En la calle resonaron los pasos de un viandante.

Ese amor fue el acto de una persona, no fue compartido.

Rand era como un hombre en barca en un gran lago, un lago perfectamente liso al amanecer. Sin más sonido que el de los remos, crujiendo, crujiendo, un hombre solo en una barca que empieza a estremecerse, a gritar. Después, reposaron uno al lado del otro, como camaradas.

El cabello de Rand era como el de Catherin. Su brazo reposaba cerca del costado de ella, el músculo dormido, la luz perfilándolo apenas.

—¿Vamos a volver a Chamonix? —preguntó ella.

—Sigamos viajando. Tomémosles la delantera.

—Me gustaría llevarte a París. —Le acariciaba el brazo con los dedos—. Quiero exhibirte.

—¿Dónde nos alojaríamos? —Un cansancio sublime lo inundaba, como si acabara de tirarse en la cama tras una fiesta inolvidable—. ¿Y tu trabajo?

—Oh, a Remy no le importará. Ahora apenas hay movimiento, de todos modos. —Pareció que se quedaba dormida—. Tengo un poco de dinero —dijo después de una pausa—. Nos lo pasaremos muy bien.

Se levantaron a mediodía y fueron a buscar un restaurante. Estaban hambrientos.

El piso estaba en un callecita de la avenida del Maine. Llegaron al atardecer, un atardecer azul como las tormentas. Siguieron la orilla del río entre la corriente de vehículos y cruzaron densos barrios. Los escaparates iluminaban el comienzo de la oscuridad. Los autobuses pasaban rugiendo. La ciudad, vista a esa hora por primera vez, tenía un estremecimiento eléctrico. Lo deslumbró. Los árboles conservaban todavía sus enormes hojas. A la puerta de los restaurantes había puestos de venta de ostras, las cestas, levantadas por un lado para que los clientes vieran la mercancía. Las calles estaban llenas de gente. La ciudad le cantaba una canción, fluía como un gran sueño inimaginado.

Sólo había dos habitaciones curiosamente desamuebladas, como si alguien acabara de mudarse de allí. Una cocina, un baño alargado y estrecho de paredes rojas. El agua renqueaba en la bañera, un calentador de gas cobraba vida aullando cuando se abría el agua caliente. Había fotografías e invitaciones pegadas en el espejo. La nevera, como no había espacio en otra parte, estaba en el salón.

La propietaria, madame Roberts, pasó por allí al día siguiente. Tenía una melena larga y llevaba unos zapatos muy bonitos. Confesó sus cuarenta y cinco años. Era su hija quien vivía allí normalmente, y se había ido.

—A Roma —explicó—. Ha decidido ir a estudiar. Se ha llevado muchas cosas. Espero que se encuentren cómodos. —Tenía una mirada muy franca—. Aunque usted está acostumbrado a dormir en sitios peores, ¿verdad? —le dijo a Rand—. Catherin me ha hablado de usted, de su fantástica vida. Usted no es un intelectual, ¿verdad?

—¿Un intelectual? —dijo él.

—Bien, estoy harta de intelectuales. —Tenía los dientes fuertes y blancos; se los lavaba con sal. Era dueña de una tienda en la otra orilla del río: ropa de importación, accesorios, cosas así…, la había levantado ella sola.

—Es muy bonita. Tengo una clase de clientela determinada. Catherin lo sabe. Los trato muy bien, ofrezco buen género. —Su presencia era profusa, vital. Revolvió el bolso buscando un cigarrillo. Cruzó las piernas, enfundadas en medias de brillo metálico, por encima de las rodillas. Había sido maniquí, así había empezado.

—La primera vez estaba totalmente insegura. En el vestuario había una mujer con experiencia. Vio lo asustada que estaba y me habló en un aparte. «Cuando salgas ahí fuera», me dijo, «recuerda solamente que eres joven y guapa y que ellos son mierda». Todo lo que he hecho, lo he hecho sola —prosiguió—. Nadie me ha regalado nada. Mi marido me dejó la mitad del piso cuando nos divorciamos. Levantó un tabique de ladrillos. Él se quedó con el salón y la cocina, y yo con el dormitorio y el baño.

Llevaba el negocio como las cortesanas famosas. Clasificaba a los hombres que acudían en payeurs, martyrs y favoris.

—Siempre que no cambien impresiones. Ser maniquí me ayudó; me aficioné al lujo. —Tenía un chorro de voz potente y clara. La utilizaba como un surtidor de agua. Se reía roncamente, la risa de una mujer libre—. Me aficioné pero no permití que me arruinara —añadió.

París estaba lleno de mujeres como ella, las veía en las calles, en los autobuses, en todas partes. Estudiantes, casadas, rostros extravagantes en cafés y bares. En los escaparates de las parfumeries relucían atractivos anuncios para el cuidado de los senos y la piel. Se quedaba mirándolos como un marido joven mira a las rameras.

En un bar cerca del Boulevard St. Michel había una muchacha con los ojos delineados en negro y un brillante fular de seda enrollado varias veces alrededor de su largo cuello de cisne.

—¿Quién es? ¿La conoces? —preguntó Catherin. Estaba ojeando una revista. Rand empezó a leer por encima de su hombro. Era noviembre. Las noches refrescaban pero los días todavía eran agradables. Pensó que París se estaba abriendo a él.

Conoció a algunos amigos de Catherin.

Bonsoir —dijo una amiga al tiempo que le ofrecía la mano.

Se llamaba Françoise. Detrás de ella había un hombre de pelo oscuro, le dio la mano con desinterés.

—Te presento a Michel —dijo ella mientras se sentaban—. Michel ha vivido en Inglaterra. ¿Eres inglés? —preguntó a Rand.

—No —dijo él.

Américain —comentó Michel cansinamente—. C’est vrai?

—Así es.

Michel asintió. Demasiado sencillo.

Vous étes grimpeur? —preguntó con brusquedad. Françoise ya se lo había dicho.

—Habla en inglés —le dijo ella.

—Je ne parle pas l’anglais.

—Sí, sí que lo hablas.

—Es muy difícil —dijo él.

Entonces contó una anécdota en francés sobre una fiesta a la que había asistido en Londres. Se le había acercado una chica a preguntarle por qué estaba apartado y solo. Le dijo que era francés, que no hablaba inglés. Ella le dijo que al cabo de dos meses lo hablaría con fluidez. Él le dijo que hacía dos años que vivía allí. La chica no volvió a hablar con él.

Oh, tu m’énerves —dijo Françoise.

Se quedaron en silencio.

—¿Qué escaladas has hecho? —preguntó en francés—. Yo tenía un amigo que era alpinista.

—¿Quién? —preguntó Françoise.

Michel dijo:

—No lo conoces. Estaba en el ejército. Le gustaba el ejército, era de los que les gusta el ejército, pero se metió en líos y tuvo que dejarlo. Después empezó a escalar en serio. Primero no lejos de París, después en Marseilles y en los Alpes. Era muy fuerte, muy puro. Era como un niño, en algunas cosas.

Rand lo miraba con recelo. Michel era consciente de esa mirada. Hablaba más despacio, con naturalidad, como si hablara para todos.

—Empezó a escalar los picos más difíciles de Europa. El alpinismo es más que un deporte. Eso es verdad, ¿no? Ça dure toujours… «Dura para siempre».

Escuchaban en silencio. Rand tenía una sensación de pánico. No podía creer que esas frases fueran hilándose así, una después de otra. Michel lo miraba directamente a los ojos.

Rand sonrió. Quería romper el hechizo, demostrar que no era víctima de él.

—¿Quién es ese amigo?

—Sólo puedo contaros —continuó Michel— que su sueño era convertirse en uno de los mejores alpinistas de todos los tiempos.

—¿Es cierto eso? —Se le estaba creando una gran confusión. Tenía una súbita y extraña sensación de aislamiento, como si toda la gente que lo rodeaba, sentada en las mesas cercanas hablando, riéndose, formara parte de lo que estaba sucediendo, fuera incluso consciente de ello.

—No sé nada de alpinismo —dijo Michel entonces. Hacía confidencias, quería entablar amistad—. Lo vi no hace mucho. Le había pasado algo. No sé. Hacía al menos un año que no lo veía. Había dejado a su mujer, no trabajaba. De todas maneras, seguía pensando que si escalaba una montaña más, todo volvería a su lugar. Era como una droga. Siempre necesitaba más y más, y a dosis cada vez mayores.

Rand no dijo nada. Lo miraba fríamente.

—Siempre fue un idealista. Tenía mucha fuerza interior, más de la que hayas visto en tu vida. Pero algo había cambiado en él, se le notaba en la cara. Lo había hecho todo y todavía no era feliz. Hace dos semanas…

A Rand le latía el corazón con fuerza. Los cristales de la ilusión se escapaban de su vida. Notó que desaparecía.

—No me gusta esa historia —le interrumpió Catherin.

—A mí tampoco. Y lo que es más, no me la creo —dijo Françoise.

—Pues es cierta —dijo Michel.

—Yo no lo creo.

—Entonces, no la cuento.

—Adelante, termínala —dijo Rand.

Michel sonrió.

—Adelante.

—Hace dos semanas, en una escalada fácil se cayó y se mató.

—¿Por qué no hablas de algo que sepas? —se quejó Françoise.

—Dije que no sabía nada. Por eso es tan fascinante. Me interesa la psicología del asunto. Se trata de una persona completamente diferente a mí. Yo no tengo valor. No tengo ni un poco de valor. Inteligencia, eso es todo.

—Inteligencia, demasiada; de otra cosa, insuficiente —dijo ella.

—Aquí tenéis a un hombre valiente. —Señaló a Rand—. No le caigo bien. Mirad.

—¡Ay, qué plomo eres! —se quejó Françoise.

—Mira, quiere pelea. Quiere alzar los puños y aplastar lo que no le guste. Ése es el espíritu americano.

—¿Quieres callarte?

—¿Por qué no me pegas? —lo hostigó.

Rand lo miraba fijamente.

—¿Qué pasa? ¿No sabes hablar?

—Me voy. Vamos —dijo Françoise.

—Pero lo que he contado es cierto —gritó al tiempo que se levantaba—. Lo sabes, ¿verdad? ¿Lo ves? Lo sabe.