Cayó el telón. Septiembre fue un mes de buen tiempo y luz maravillosa, pero la ciudad estaba prácticamente vacía, todo el mundo se había ido.
—No me importaría quedarme por aquí —se lamentó Bray—, pero Audrey llega a Ginebra. Me dijo que fuera a buscarla. —Era su novia—. Es el único momento en que podía ausentarse. Por otra parte, se me ha terminado el dinero. No soy como tú, no sé vivir de las mujeres.
Conducía el cochecito de Catherin por la ciudad.
—Así que supongo que se acabó —dijo Bray. Podría haber sido un sinvergüenza de poca monta, con mucha cara y cierta tendencia al exhibicionismo barato. Le gustaba fumar puros grandes después de comer, tomar Martell. La montaña lo había salvado.
Le faltaba la imaginación indispensable para la grandeza. Las escaladas supremas requieren más que coraje, requieren inspiración. Él era un sargento de la tropa en el escalafón… Quizá, en momentos tumultuosos, pudiera ser un coronel de los que llevan la camisa desabrochada y se emborrachan con los hombres.
Audrey era enfermera. Tenía el sello de su clase, era desdeñosa, directa. Odiaba el lenguaje soez y la cocina extranjera, y los deportes le eran indiferentes. La juventud suavizaba esas cosas en parte. Muchas mujeres inglesas poseen, a pesar de la fama que tienen, una gran sensualidad, si bien la niegan. No tenía una expresión cordial en la cara, era la extraordinaria piel que le iluminaba el cuerpo lo que hacía soñar a Bray y escribirle cartas llenas de una imaginería erótica impensable en él.
—¿Por qué no vienes a Inglaterra? Arráncate de aquí. Hay trabajo. Podrías trabajar conmigo.
—¿En qué? —dijo Rand.
—Soy enlucidor. Es una tradición. O’Casey era enlucidor.
—¿Quién?
—O’Casey. Escribía obras de teatro. Seguro que has oído hablar de él. No importa. De paso nos culturalizamos un poco.
—A lo mejor voy.
—De todos modos, volvemos en diciembre —dijo Bray.
—¿Para qué?
—El Eiger. Cabot me dijo que fuera con él. —Era evidente que estaba encantado—. ¿No te lo dijo a ti?
—No. —Después de un silencio, añadió—. ¿Qué dices del Eiger?
Bray se cortó de repente. Se dio cuenta de que algo no iba bien.
—Ah, vaya, creía que… creía que lo sabías. Va a hacer una escalada de invierno.
—¿Ah, sí? —logró decir Rand.
—Creía que estabas al tanto de todo.
Para Rand, fue como un bofetón en la cara.
—No —dijo.
—Lo siento.
—No pasa nada —dijo—. Cuéntamelo.
Apenas oyó las palabras, le resbalaban. Iba a ser como Scott… el viaje al Polo… vivacs preparados con antelación, búnkeres, con víveres para dos o tres semanas, para sobrevivir a cualquier tormenta. La BBC los filmaría.
—Ya. —De repente odió a Bray. La sensación de que le habían robado le aplastaba el corazón.
—Supongo que todo el mundo quiere escalarlo —dijo Bray sin convicción.
—No quieren escalarlo, quieren haberlo escalado. —Se hurgaba los bolsillos en busca de dinero—. Toma —dijo, y puso unas monedas en la mesa—, paga lo mío.
Salió a la tarde vacía. El sol arrojaba luz contra los edificios. Se sentía completamente abandonado, enfermo.
—¿Qué pasa? —se alarmó Catherin.
Echaba chispas de indignación. Se había dejado caer en la cama.
—¿No te encuentras bien? —preguntó.
—Estoy bien. —Se tumbó.
—¿Qué pasa? —insistió.
—Nada. Cabot va a escalar, eso es todo.
—Pues que escale, ¿qué tiene de malo?
—Va a hacer el Eiger.
—Por favor, ¿qué es eso? Parece que se te haya caído el mundo encima.
Esa noche, en vela en la cama, volvía una y otra vez sobre los mismos pensamientos amargos. La habitación se le hacía pequeña. Ansiaba estar en el bosque, a solas. El cielo lo tranquilizaría, las galaxias heladas. Se sentía atrapado lejos de casa. Quería esconderse.
Se acordó de la chica de Kauai que le había hecho un corte en la mano. Ella creía en el ocultismo. No tenía sentido del humor, era vehemente. «Escribe el nombre de tus tres amigos más íntimos —le dijo— y pondré un círculo alrededor de tu peor enemigo».