Era famoso, o casi. Se sabía que había una tienda en alguna parte, entre los árboles, donde guardaba como un fugitivo sus escasas pertenencias, lo que necesitaba, cuerda enrollada en apretadas vueltas a los pies, montones de clavijas, botas. Nunca se había sabido tan poco de él como ahora. Circulaban anécdotas completamente erradas, como disparos desconcertados en la oscuridad.
Se hizo más esquivo incluso, al menos durante un tiempo, cosa que sólo alimentaba los rumores. La gente creía que cualquier estadounidense alto y mugriento era él. Lo veían y hablaban con él en lugares en los que ni siquiera había puesto los pies.
Lo había acometido la pasión por la escalada. Tan pronto como terminaba una se preparaba para otra. Escaló el Blaitière con Cabot y después volvió con Bray al Dru, por la ruta normal. O no se saciaba o se quedaba exhausto por completo, pero al día siguiente se levantaba invariablemente fresco. Lo arrastraba la pasión como si fuera la primera vez. Cuando escalaba la vida brotaba, lo desbordaba. Su ambición nunca había sido extraordinaria, pero eso cambió después del Dru. Un júbilo enorme, indestructible, lo poseía. Había encontrado su vida.
Suyos eran los barrios pobres de la ciudad, las más altas praderas, los picos más aireados. Era el año en que todo nos es favorable, cuando uno es amado por fin. Doblaba y guardaba recortes de prensa. Fingía burlarse de ellos. Los conservaba a pesar de todo. Creía que la auténtica forma de las leyendas era la oral. No quería que lo catalogasen, decía, que lo leyeran y lo olvidaran como los resultados deportivos y los crímenes.
—Todos han escrito sobre sus escaladas —aducía Cabot—: Whymper, Hillary, Terray. ¿Cómo, si no, sabríamos algo de ellos?
—¿Y qué hay de los que no sabemos nada?
—¿Por ejemplo?
—¿Te han contado alguna vez cómo escalaron el Walker? Llegaron tres alpinistas desde Italia, ni siquiera sabían dónde estaba el espolón. Preguntaron al guardián de un refugio: «¿Dónde están las Grandes Jorasses?». «Allá arriba», les dijo. Y así fue como lo encontraron. No sé si es verdad, pero es lo que cuentan.
—Aparece en unos diez libros, solamente. Era Ricardo Cassin —dijo Cabot.
—No sé explicarlo. No me parecería tan importante si lo hubiera leído.
—¿Cómo lo sabes?
Estaban sentados a la luz todavía nueva de la mañana. Unos centinelas desconocidos se erguían en la lejanía, claros. Podían ser suyos, sólo tenía que continuar. Era como el sol que toca los picos remotos, su presencia los despertaba. Esa idea lo inquietaba. Sentía una fuerza inmensa. Vio una imagen inmortal de sí mismo en la altura, entre las crestas: estaba dispuesto a morir por conseguirlo.
—No quiero que nadie sepa cómo escalamos el Dru, sólo que lo escalamos. El resto que se lo imaginen.
—Muy bonito, pero hay miles de alpinistas por ahí. —Cabot hizo un gesto impreciso.
—¿Y?
—Sólo unos pocos nombres serán recordados.
—Como pasa con todo —dijo Rand. La confusión de sentimientos le impedía hablar. No quería explicaciones sobre lo que había hecho, sobre lo que haría. De esa forma algo se perdería. Las cosas más valiosas, por las que tanto había pagado, eren exclusivamente suyas.
Se sentía solitario, en lo hondo, como un pez en el río, con la boca cerrada, no pescado, brillando a contra corriente. Se vio a los cuarenta trabajando por un salario, volviendo a casa de noche, a pie. Las ventanas de los restaurantes, los faros de los coches, las tiendas cerrando…, todo ello parte de un mundo al que nunca se había rendido, al que siempre desafiaría.
Hacia el final de la temporada, Remy Giro lo llevó a casa de un hombre llamado Vigan. Se encontraba en un barrio antiguo y prestigioso que dominaba la ciudad. Henri Vigan tenía más de cuarenta años y era conocido en los círculos de montañeros, aunque no era más que un escalador pasable. Había heredado unas fábricas de su padre cerca de Grenoble. Saludó a Rand cordialmente.
—¡Cuánto me alegro de conocerle! —dijo. Era extrovertido, generoso, de los que caen bien a primera vista—. Creo que es usted más nativo de Chamonix que yo mismo. Vous parlez français?
—No habla. Es un lobo —dijo Remy—. Vive en secreto, viaja solo.
—Tanto mejor —contestó Vigan.
—Un lobo alfa. El jefe de la manada.
—Me lo imaginaba. ¿Qué le apetece tomar? —preguntó Vigan.
Rand tenía las puntas de la barba claras, quemadas por el sol del verano. Rodeados de ese halo, los labios le brillaban. Aceptó una copa de vino.
—Permítame presentarle a unos amigos —dijo Vigan.
Rostros seguros de sí mismos, nombres imposibles de recordar. Los invitados estaban dispersos en grupos por toda la casa. Algunos parecían conocerlo, al menos sabían quién era, a otros no les importaba. Charlaban y se reían con despreocupación. Todo eso existía ya cuando él barría suelos detrás del Hotel Roma, cuando se derrumbó en la cama en Navidad borracho de una botella de vino. Quería vengarse. No lo poseerían por tan poco. No lo comprarían con un apretón de manos y un cumplido. Entonces oyó:
—Catherin, creo que conoces a…
—Sí —dijo ella—, gracias. —Le dio un apretón de manos. Se disculpó con un gesto de impotencia—. ¡Es tan franchute! —aclaró.
Lánguida, elegante, era la dependienta de la tienda de Remy. Rand se puso nervioso sin saber por qué.
—No sabía que hablaras inglés —fue lo único que logró decir.
—Sí, un poco. Algo. —Tenía los dientes estrechos y blancos. Era extremadamente tímida, cosa que no había advertido antes—. Fue toda una aventura lo que os pasó en el Dru. Tu amigo tuvo mucha suerte.
—Ah, ¿te enteraste?
Ella no contestó, como si desaprobara la inanidad de la respuesta.
—¿Todavía está aquí? —dijo por fin—. No lo he visto.
—Se fue a Zermatt. Está haciendo el Matterhorn.
—¿Y tú?
—¿Yo?
—¿No fuiste?
—Preferí quedarme.
Les interrumpió Vigan, que volvía con otra persona a la que quería presentar. Charlaron un poco, sobre todo acerca de la excelente temporada y de algunas rutas tan frecuentadas que los excrementos empezaban a ser un problema, un nuevo peligro objetivo, concluyeron a la ligera.
Vio que Catherin había salido al jardín. Era la hora del crepúsculo en la que el Dru, visto desde Les Tines, se baña en una luz inmensa, casi rosada. Las golondrinas volaban en círculos. Los últimos sonidos melancólicos de un partido de tenis llegaron flotando entre los pinos desde el Hotel Mont Blanc. La parsimonia con que había salido, la posibilidad de lo que podía significar, que tal vez hubiera alguien con ella, alguien con quien hubiera vuelto, lo desconcertaba, le pesaba casi.
Se alegró de encontrarla sola. Estaba contemplando la ciudad, donde las luces empezaban a encenderse.
—Dime una cosa —le dijo—, ¿por qué fingías que no sabías inglés?
—No lo fingía. —Era reservada, educada. Le interesaban determinadas cosas y sólo ésas—. ¿Por qué preferiste quedarte aquí, en vez de ir con tu amigo?
—No tenía planes.
—Ahí está, ¿ves? Yo tampoco tenía planes. —Sonreía lentamente, como si no quisiera. Rand no tenía la menor idea de lo que opinaba de él ni de lo que estaría pensando.