14

El sol se puso por detrás del Mont Blanc. Refrescó. El cielo estaba luminoso todavía. El pequeño hornillo Bleuet hacía té.

Cabot, desplomado en el suelo, no se movía. Se le había secado la sangre de la cabeza y la cara, pero los ojos, que miraban hacia abajo, parecían ausentes. Sujetaba la taza con las maltrechas manos.

—¿Qué tal la cabeza? Parece que ha dejado de sangrar.

Cabot enseñó los dientes, ennegrecidos por los bordes, y asintió levemente.

—Creo que de momento estamos bien —le dijo Rand.

Cabot no contestó. Al cabo de un momento, murmuró:

—¿Qué tal tiempo hace?

El cielo estaba despejado. La primera estrella brillaba tenuemente.

—Con el tiempo no se juega —musitó. El esfuerzo lo agotó. Se hundió en un estado de meditación. Rand le quitó la taza de la mano.

A lo lejos se veían las luces de Chamonix. A medida que oscurecía se distinguían mejor y en mayor número. Significaban comida caliente, conversación, habitaciones acogedoras, todo tan inalcanzable como las estrellas. El frío aumentó, había llegado rápidamente envolviendo los picos. Empezó la larga vigilia de la noche.

Cabot estaba tapado, con las manos en los bolsillos, los cordones de las botas sueltos. La pared estaba en sombra, tenía el tono marrón de los monumentos antiguos. Una intensa sensación de aislamiento, una especie de claustrofobia, embargó a Rand. Era como si no pudiera respirar, como si el espacio lo aplastase. La combatió. Pensó en dónde se encontraba y lo que podía suceder. Las tres frías estrellas del cinturón de Orión brillaban en el cielo. El pensamiento divagaba. Pensó en los condenados que viven las últimas horas de espera, en los días de California, en su juventud. Tenía los pies fríos, probó a mover los dedos. Pasaron horas, períodos de olvido, de mirar a las estrellas. Nunca había visto tantas. El frío de la noche aumentaba su número. Temblaban en el aire. En el lejano horizonte se percibía el resplandor de Ginebra, constante toda la noche. Cayó un meteorito como un coágulo de fuego blanco. Un avión pasó hacia el norte. Estaba resentido, desesperado. Miró pared abajo, mil pies. Se caía, se caía. Cabot no se movió ni una vez; gemía de vez en cuando.

Con sólo un cambio sutilísimo en el color del cielo al principio, llegó el alba. El azul palideció. Las estrellas empezaron a desaparecer. Rand estaba entumecido, cansado. La cúpula enorme del Mont Blanc se irguió iluminada.

—Jack, despierta. —Tuvo que sacudirlo. Cabot abrió los ojos. Eran los ojos de un hombre que no podía hacer nada, de un hombre disuelto, acabado—. Ya es de día.

—¿Qué hora es?

—Las cinco y media. Hermosa mañana en Francia. —Con los dedos entumecidos, consiguió encender el fuego y sacar algo de comer. Trató de examinar el cuerpo inerte con disimulo.

—Me encuentro mejor —dijo Cabot inesperadamente.

Rand lo miró.

—¿Crees que podrás descender?

—¿Qué? —Hubo una pausa—. No. —Era como un animal poderoso, sangrante y maltrecho después de un combate, que parece muerto pero consigue ponerse de pie—. Descender no —dijo—. Estoy bien. Puedo hacerlo.

—No me lo parece.

—Puedo hacerlo —insistió Cabot.

—Queda lo más difícil.

—Lo sé.

Rand no dijo más. Trató de pensar mientras sacaba cosas y seleccionaba el equipo. Cabot era fuerte, sin duda. De momento, parecía tener el control de sí mismo. Había llegado muy lejos.

—¿Estás seguro? —dijo al fin.

—Sí. Sigamos.

Al principio no lo sabía, el comienzo fue lento. Las largas horas y el frío los habían entumecido. Rand iba el primero. No tardó en comprobar que Cabot apenas podía escalar. Sólo podía quedarse en un lugar como dormido.

—¿Estás bien?

—Sólo estoy descansando un poco.

Avanzaban con una lentitud tremenda, como se hace con los novatos. De vez en cuando, Cabot hacía un gesto: «Un momento, será sólo un minuto», pero casi siempre eran cinco o diez. Rand tenía que izarlo con la cuerda.

Rebasaron el bloc coincé e iniciaron un diedro compuesto por dos grandes lajas de roca en forma de libro abierto. Tenían la sensación de no estar allí en realidad, de formar parte de una especie de juego. Hacían como si escalaran, nada más. Pero no podían descender. El momento de hacerlo había sido antes, no después de haber ascendido con gran esfuerzo quinientos pies más. Estaban cerca del lugar donde se había retirado la primera expedición que había escalado la pared, dando la vuelta hacia la cara norte para descender por allí. Rand no sabía cuál era el punto exacto. Buscó los tornillos que habrían tenido que colocar años antes, pero no encontró ni uno.

Llegaron a una gran laja terriblemente expuesta, con agarres someros, apenas mayores que renglones de escriba. No había dónde colocar una clavija. Cuando empezó a ascender, Rand tuvo una premonición, una especie de desesperación que aumentaba, que lo desbordaba. El creer, tanto como cualquier otra cosa, es lo que permite aguantar agarrado a una pared. Tardó treinta minutos en cruzar otros tantos pies, convencido entre tanto de que era vano.

—No es tan difícil como parece —dijo.

Cabot se puso en marcha. Se movía muy despacio, de pulgada en pulgada. Cubierto un tercio de la travesía, dijo sencillamente:

—No puedo.

—Sí, sí que puedes —dijo Rand.

—A lo mejor hay otra vía.

—Puedes subir.

Cabot se detuvo y lo intentó de nuevo. Casi inmediatamente se le resbaló el pie. Logró sujetarse.

—No puedo —dijo. Estaba acabado—. Tendrás que dejarme aquí.

Silencio.

—No; venga —le dijo Rand.

—Vuelvo atrás. Tú sigue. Vuelve a buscarme.

—No puedo —dijo Rand—. Oye, vamos —dijo con toda tranquilidad. Temía que el pánico se le colara en la voz. No miraba abajo, no quería ver nada. Hay un punto extremo crucial, no siempre el más difícil técnicamente, en el que la montaña no concede nada, ni el menor movimiento, ni la más remota esperanza. Sólo existe una línea más sutil que el aire que hay que cruzar como sea.

El vacío del espacio le consumía las fuerzas, lo preparaba para el final. No era nada en aquella inmensidad, sin emoción, sin miedo, pero con una angustia, un odio incontenible hacia Cabot, allí colgado, sin voluntad de moverse. «No te rindas aquí», pensaba. Lo deseaba con todas sus fuerzas: «¡No te rindas!».

Cuando miró, Cabot había avanzado otro paso.

Pasaron la noche en una repisa muy alta de la pared. Los desplomes que cerraban la cima se veían arriba. No percibieron, hasta tarde, la llegada de nubes.

Las primeras ráfagas soplaron casi con suavidad pero heladas, un aviso de lo que estaba por llegar. A lo lejos retumbó un trueno. Rand esperó. Procuraba no tomarlo en cuenta con la esperanza de que desapareciese. Volvió a retumbar. Era como si se aproximase un ataque aéreo que todavía pudiera pasar de largo. Las nubes se hicieron más densas. El Charmoz desaparecía, se oscurecía. Los relámpagos, deslumbrantes en la oscuridad, golpeaban el Brévent. La cara del Dru todavía estaba despejada, suavizada por la hora tardía. Los truenos no cesaban.

Rand se sentía indefenso. Vio acercarse la tormenta, llegaba apoderándose del valle como una ola azul precedida de veloces fractostratos. La observaba con miedo, como si temiera que lo descubriese y virase hacia él. Lo reconoció inmediatamente, como el zumbido de las abejas.

—¿Qué es eso? —preguntó Cabot.

—Un momento —le advirtió.

Las nubes los envolvieron. En cuestión de segundos, el Dru desapareció. No veían nada. El sonido parecía provenir directamente de arriba, y después de más cerca, casi de dentro de sus oídos.

—Es más fuerte.

Rand no contestó. Aguardaba sin respirar apenas. La niebla y el frío eran como una venda en los ojos. Escuchó el fantasmagórico zumbido creciente.

De súbito, la oscuridad se tornó blanca con una detonación ensordecedora. Serpientes blanquiazules de alto voltaje cayeron retorciéndose por las grietas.

Restalló otro rayo. Esta vez se le dispararon las piernas y los brazos a causa de la sacudida que alcanzó la repisa. Olía a roca ardiendo, a azufre. Empezó a granizar. Rand se aferraba al valor, aunque no significara nada. La boca le sabía a muerte.

Cabot estaba encogido a su lado: había terminado el día moviéndose aún más despacio que antes. Estaba sentado en la oscuridad como un cadáver, los estallidos ensordecedores de los truenos, que parecían el mismísimo fin del mundo, ni siquiera lo conmovían; un peso muerto que arrastraba a Rand al abismo. Estalló otro relámpago. La patética silueta se vio con claridad. Rand la miró fijamente. Nunca olvidaría lo que vio. Lo perseguiría toda la vida resurgiendo en temporadas sombrías. Un ojo semioculto por el vendaje, abierto, mirándolo directamente; un ojo sereno, constante, casi femenino, cargado de paciencia, que comprendía su desesperación. Rand se preguntó si estaría vivo. El ojo se movió, miró ligeramente hacia abajo.

Una explosión inmensa. Tembló. Faltaban nueve horas para el amanecer.