Estaba bañándose en mar abierto. Había algo allá lejos, una persona; en el aire zumbaban unos gritos débiles, evanescentes. Los brazos le pesaban, las olas se hacían más profundas. Trató de llamarse a sí mismo, la voz se perdía en el aire. Una persona se estaba ahogando, le faltaba valor para acudir en su auxilio. Estaba dándose por vencido. Le pesaba el corazón. Se despertó súbitamente. Había sido un sueño. Eran las dos de la madrugada.
Siguieron horas de pensamientos que se repetían una y otra vez. La cara oscura de las montañas ocupaba no sólo el insomnio sino el mundo entero. Sólo en determinados momentos revelarían su frialdad, sus terrores ocultos. Así estuvo desde mucho antes del alba, víctima de esos temores. Las horas difíciles que preceden al asalto. Ya tenía los ojos cansados de imágenes de lo que estaba por llegar, lo milagroso se le había escurrido entre los dedos.
El tiempo no había sido bueno. El retraso le atacaba los nervios. Todas las mañanas se despertaban con cielos encapotados o repiqueteo de lluvia. Todo estaba dispuesto, cuerdas, clavijas, repuestos. Todos los días transcurrían de vacío.
En los Alpes el tiempo es crucial. Las tormentas repentinas son la causa de la mayor parte de los desastres. La aparición inadvertida de unas nubes; un cambio de viento, aunque parezcan insignificantes, pueden ser peligrosos. Además, el sol funde el hielo y la nieve en las máximas alturas y, a veces, rocas de tamaño increíble se desprenden y caen. Suele suceder por la tarde.
Es preciso conocer las montañas. La velocidad y el buen criterio son esenciales. El dilema clásico siempre es el mismo: retirarse o seguir adelante. Llega un momento en que es más fácil seguir hasta arriba, cuando la cima, en realidad, es la única forma de salir. En ese momento se necesita fortaleza.
Por fin despejó. Fueron andando a la estación. Llevaban mochilas enormes, al menos pesaban cincuenta libras. Las cuerdas les colgaban de los hombros, al moverse hacían un ruido amortiguado de metales, como las armaduras.
Sentía el pecho vacío, las manos ingrávidas. Notaba una falta de densidad, la fortaleza para agarrarse a la existencia, para permanecer en la tierra, como si ya fuera una especie de cáscara que el viento pudiera llevarse.
Esa gran mañana, jamás olvidaría esa mañana. Carol estaba entre los turistas. Había llegado un grupo de escolares con sus maestros, iban de excursión a la Mer de Glace. Rand estaba cerca de un poste que sujetaba el techo. El sol le calentaba las piernas. La ropa, diferente de la de ellos, las barras de pan sobresaliendo de la mochila y el equipo lo singularizaban. Lo rodeaba una especie de distinción, como si estuviera marcado para otra clase de vida. Esa distinción lo era todo.
Subieron al tren. Había sitios vacíos alrededor. Entre los gritos de los niños, el murmullo suave de la conversación de las parejas, jóvenes con jersey de cachemir alrededor del cuello, sonó un silbato agudo. El tren se puso en marcha. Carol lo acompañó hasta el final del andén.
El valle quedó atrás. Enfrente, el Brévent se alzaba como un muro, un sendero difuso zigzagueaba montaña arriba. Un anciano inglés y su mujer ocupaban los asientos de al lado. El hombre llevaba un sombrero de ala vuelta. Tenía manchas en la cara.
—Cuánta belleza, ¿no? —dijo.
—Me gusta más el Cervino. El Cervino es mucho más bonito —contestó la mujer.
—¿Tú crees? —dijo él.
—Es majestuoso.
—Bueno, ahí tienes majestad.
—¿Dónde?
—Ahí.
La mujer miró un momento.
—No —dijo—, no es lo mismo.
El tren se mecía suavemente. Las conversaciones parecían fragmentos de papel que salían flotando por las ventanillas a medida que ascendían. En Montenvers una multitud aguardaba el tren de regreso.
Hacia las tres estaban acampados al pie del Dru. Al atardecer, cenaron bien: sopa, grandes trozos de pan, frutos secos, té. Después, una tableta de chocolate. Planeaban salir al amanecer. La pared se alzaba silenciosa por encima de ellos. Los rayos oblicuos del sol caían sobre sus hombros, sobre la roca caliente cubierta de líquenes y sobre la hierba seca. Contemplaron la esplendorosa puesta, por detrás del Charmoz. Cabot fumaba. Ofreció el fino cigarrillo a Rand mientras exhalaba. Rand lo cogió de entre los dedos.
—¿De dónde has sacado esto?
—Lo traje. —Se recostó y dejó vagar los pensamientos—. Y entonces —dijo—, esperaron a que llegara la mañana. Me encanta este momento. Es el mejor.
—Toma…
Cabot volvió a cogerlo. Inhaló profundamente, sonriendo. Allí parecía otro hombre, más sereno; con la misma fuerza pero sin la vanagloria que se le adhería a esa misma fuerza. La familia acomodada, el colegio, los equipos de deporte, el efecto que todo eso había ejercido sobre él lo habían ejercido las montañas sobre Rand. Eran iguales. Sin mediar palabra, parecía que hubieran hecho un pacto solemne. Jamás lo romperían.
La luz se extinguió. Empezaba a refrescar. A las nueve y media estaban durmiendo. Una hora después, estalló un trueno, lejano pero inconfundible. A medianoche empezó a llover. Bajo un aguacero torrencial, descendieron de nuevo al día siguiente empapados y abatidos. Durmieron en la parte de atrás de la furgoneta, los tres, amontonados como perros, mientras la lluvia aporreaba el capó.
Tres veces regresaron al pie del Dru. Tenían el tiempo en contra: También había inmovilizado a todos los demás. Bray había vuelto a la ciudad. Había hablado con un guía, un hombre de pueblo que conocía los dichos populares.
—Hay un viento que llaman «viento del año» —le contó—. Sopla el 23 de enero. Este año sopló del oeste.
—¿Y eso qué quiere decir?
—Un día bueno, dos o tres de lluvia, y así todo el año. Variable.
—Eso te lo podía haber dicho yo —dijo Cabot.
La segunda semana de julio se pusieron de nuevo en marcha. El tiempo había despejado, los escaladores invadían las montañas. Había una pareja en el glaciar, cerca de ellos, la chica llevaba una mochila grande. Su amigo iba muy por delante.
—¿Para qué la habrá traído?
—Para ordeñarla —contestó Cabot.
La muchacha llevaba gafas de sol. Tenía la cara húmeda. Más tarde, después de haberse caído dos o tres veces en el hielo, gritó de rabia y se quedó sentada. El chico prosiguió sin mirar atrás.
Otro grupo había acampado ya en el rognon: dos austríacos que parecían hermanos. Cabot se alarmó inmediatamente.
—Vámonos a la otra cara —dijo.
Aquella noche oyeron, desde el lado opuesto del valle, el silbato del último tren que partía. Después, unas canciones. Eran los austríacos.
—¿Qué crees que querrán hacer? ¿Lo mismo que nosotros?
—No sé —dijo Rand—. ¿Dónde estaban cuando llovía?
—Más vale que salgamos temprano —concluyó Cabot.
Levantaron el campamento en silencio a las cinco de la mañana y bajaron al glaciar que se extendía entre ellos y la base de la roca. Ya era de día. Tenían las manos frías. Los pasos sobre la superficie congelada parecían ladridos.
—Si no se han despertado ya, esto los despertará —dijo Rand.
—De todos modos, van a hacer la ruta normal.
—¿Cómo lo sabes?
—Mira, allí están.
Lejos, hacia la derecha, se distinguían dos personas que iban en dirección al couloir.
—Entonces, no hay de qué preocuparse —dijo Rand.
—Exacto.
Entre el glaciar y la roca hay una grieta profunda, la bergschrund; la cruzaron sin dificultad. El granito estaba oscuro y helado. Rand lo tocó. Le parecía tocar no una pared sino algo del calibre de un planeta, excesivamente grande para imaginárselo, aunque, al mismo tiempo, él era consciente de que estaba allí.
Todavía no eran las seis cuando ya habían empezado a escalar.
—Hago yo el primer largo de cuerda, ¿vale? —dijo Cabot.
Se agarró a la pared, encontró una presa de pie y empezó el ascenso.