11

Había una sola tienda de campaña en el prado. De lejos, parecía la primera de la temporada, de cerca, la última superviviente. Dentro, resultaba acogedora, unos libros alineados en una piedra plana, una lámpara de alcohol, unas pocas fotografías enrolladas al mástil, pegadas con celo.

La hierba ya llegaba a las rodillas, salpicada de las primeras flores. Era mayo. Enormes babosas del tamaño de un dedo pasaban lentamente entre las piedras. Por abajo discurría la estrecha carretera que se convertía en el sendero a Montenvers, aunque nadie lo tomaba en esa época del año. Arriba, el cielo azul de Francia. Una furgoneta se había detenido en la carretera, ligeramente inclinada, como atascada.

Una silueta solitaria llegó con paso resuelto por la hierba, dándose la vuelta completamente de vez en cuando. Rand observaba. El invierno había terminado pero se encontraba singularmente inanimado, cansado de sí mismo y de la soledad a que se había visto sometido. Parecía que nada pudiera ponerle fin. Estaba tumbado a solas entre sus escasas pertenencias como un herido, cuando una alegría súbita lo desbordó, como un náufrago al ver a un teniente naval de blanco saltando a la playa. El cabello rubio brillaba al sol.

—¡La hostia! —dijo.

—Hola, chaval —era Cabot.

—No me lo creo. ¿Qué haces aquí?

—Buscarte.

—No mientas. ¿Cómo me has encontrado?

—No ha sido difícil. —Buscó donde sentarse—. Por lo visto, en la ciudad todo el mundo sabe dónde estás.

—Sí, he hecho muchas amistades —dijo Rand.

—Apuesto a que sí. —Lo miró detalladamente—. Entonces, ¿qué tal te lo has pasado?

—Bueno, nieva mucho por aquí. Viene mucha gente, sobre todo franceses, italianos. No sé quiénes son. ¡Cuánto me alegro de verte! ¿Has venido solo?

—No. Ven, baja conmigo a la furgoneta.

Rand se levantó. Todavía no podía creérselo.

—Dime ¿vas a quedarte una temporada? —preguntó.

Desde la carretera, Carol Cabot los vio ponerse en marcha, su marido rodeando los hombros del otro con el brazo, andaban y de repente echaban a correr, pero no en línea recta sino en grandes círculos ebrios. Les oía dar voces… era Rand, daba saltos enormes y agitaba los brazos desaforadamente. Llegaron corriendo hasta ella.

—¿Qué ha pasado? —preguntó.

—Aquí está —contestó su marido.

Apenas sabía quién era Rand, prácticamente no lo reconoció. Trató de recordar cómo era. Sólo lo había visto unas pocas veces y conservaba la imagen de una persona alta, segura, con el pelo sucio y una especie de energía secreta. Ahora parecía un forajido. Olía a corteza de árbol y humo.

—Hola —lo saludó—. Cuando Jack dijo que estabas por aquí, pensé que nos costaría trabajo encontrarte.

Era de Arizona, abierta y optimista, más refinada que su marido en determinados aspectos. Cuando paseaban por las calles de la ciudad, era elegante, soñadora. Iba en manga corta, con los brazos cruzados, una mano en cada hombro. Se detenía en un escaparate mientras Rand y su marido seguían adelante y, después, los alcanzaba paseando sin apurarse. Cabot nunca se volvía a ver dónde se había ido. A veces la rodeaba con el brazo sin dejar de hablar, cuando estaba cerca. Entonces ella se quedaba. Muchas veces parecía no escuchar.

Cabot estaba más fuerte. Había trabajado de carpintero, haciendo armazones con un martillo pesado. Tenía los brazos muy desarrollados.

—¿Has aprendido mucho francés? —le preguntó.

—No mucho.

—¿Cómo? ¿No te has echado una novia francesa?

—No me he echado ninguna novia.

Cabot lo admiró inmensamente de pronto.

—No me lo creo —dijo Carol con calma.

—No es que no me lo planteara.

A pesar de su aspecto —como si llevara la ropa de dos o tres compañeros caídos— lo encontraban francamente bien. Le brillaban los ojos. Estaba pletórico de vitalidad. Hablaron de ello después.

—Parece una especie de santón —dijo Carol.

—Natty Bumppo, más bien.

—¿Quién?

—El cazador de ciervos.

—Ya sabes que soy tonta. ¿Quién es ése?

Lo llevaron a comer a Le Choucas… Quizá fuera la cara de Carol, o el bienestar que representaban, pero los transeúntes se volvían a mirarlos. Al día siguiente fueron a Saint Gervais y al valle de al lado. Entre los chalets nuevos había casas de campo antiguas, con el tejado de piedra. Las montañas eran enormes y blancas.

—¿Qué tal las condiciones ahí arriba, ahora?

—Todavía hay mucha nieve —dijo Rand—, pero dicen que está compacta. Hace unos días oí hablar de eso. La cuestión no es la cantidad que haya, sino el estado en que se encuentre.

—Seguro que alguna escalada podremos hacer… Me gustaría empezar a ponerme en forma.

—Tienes buen aspecto.

—Estaba nervioso lejos de aquí. Empecé a pensar en ti, por ejemplo. Hay algunas rutas que no me gustaría que hicieras sin mí.

—Creo que no tienes nada que temer.

—A lo mejor por el momento no, pero me preocupa. Hay rutas en las que no se puede dejar de pensar. No hay forma de que se te olviden. ¿No te pasa nunca? —Hizo una pausa—. El problema es que hay otra gente que puede hacerlas. Eso me quita el sueño.

—Entonces, dime, ¿en qué estás pensando?

—Tendremos que prepararnos.

—Suéltalo, vamos —dijo Rand.

Cabot seguía con evasivas.

—Tendremos que ponernos en muy buena forma.

—¿Para qué?

Cabot esperó.

—El Dru —dijo.

—¿Estás de broma? Te referirás a algo fácil.

—La directa por el centro.

Una singular pared de granito, gris y aislada, se elevó en la imaginación de Rand separada del paisaje, más inconfundible aún. Oscuro, con líneas negras que caían como lágrimas, un templo babilonio derrumbado por los siglos, las columnas y pasadizos desgajados, los enormes fragmentos cayendo desde miles de pies de altura hasta estrellarse en las lajas de la base, legendario, inescalable durante décadas: el Dru.

Rand miró al suelo.

—El Dru… —sonreía tímidamente, casi cohibido.

—¿Qué te parece?

—Jack, te esperaba —dijo.

La montaña es como un obelisco descomunal. Las primeras escaladas se realizaron por las vías más fáciles. La cara norte no se conquistó hasta 1935, tras años de infructuosos intentos. La oeste, la más difícil de todas, permaneció imbatible hasta después de la guerra. Por fin, se escaló en 1952.

La cara oeste parece una aguja, imponente. Es como un capitel. No se adivinan, desde delante, toda su profundidad y su poder. Desde el valle —Les Tines—, se aprecia que no es un simple dedo sino una cabeza poderosa, la cabeza de un dios.

La ruta habitual arranca a la derecha, sube por un empinado couloir, que es un canal de desprendimientos de piedras, donde varios alpinistas han muerto. Desde la parte superior del couloir, una serie de repisas acercan al centro y, desde allí, la vía continúa más de mil quinientos pies por una pared implacable.

Esa ruta no les interesaba.

Hay escaladas tediosas que exigen un esfuerzo brutal, casi una especie de destrucción. Escalar sin agarres, sin líneas naturales, trabajar contra la inclinación de la roca, por así decirlo, es feo, si bien esencial en ocasiones. La forma más elegante es menos común, como una especie de amor. Entonces, el intento más arriesgado se convierte en belleza por su perfección, aunque conlleve la caída y la muerte. Existen debilidades en la roca, fallas por donde se puede superar la ausencia total de irregularidades. Descubrirlas y unirlas unas a otras es la forma de alcanzar la cumbre.

Existen algunas rutas de osadía y lógica abrumadoras. La ideal es, naturalmente, la puramente vertical. Si se pudiera ascender, o casi, por el camino que tomaría una piedra al caer desde la cumbre, y escalar sin desviarse apenas a derecha ni a izquierda, por imposible que parezca, se dejaría atrás algo inextirpable, una vía que llevaría más allá de una mera cumbre.

Esa vía se llama la directa.

En junio, después de tres semanas de escaladas menores, fueron caminando hasta Montenvers por el empinado sendero que serpenteaba entre bosques. Desde allí se avistaba el perfil clásico del Dru, un poco ensombrecido por las montañas de detrás, lejano, remoto. Descendieron hasta el glaciar, que parecía un río invernal al pie de la estación y el hotel.

El glaciar sólo es peligroso cuando está cubierto de nieve. Ese año se había derretido pronto. Tenía la superficie gris de polvo de roca y arrastraba bloques de granito de todos los tamaños. Rebasaron a otras dos personas, un hombre y una mujer, sordos los dos: caminaban en silencio haciéndose gestos el uno al otro. Las grietas azules exhalaban un aliento frío y un murmullo de reguero de agua. Subieron la empinada orilla del lado opuesto y entraron en un sendero apenas visible que zigzagueaba entre matorrales y pinos pequeños. Hacía calor. Marchaban sin hablar. El Dru, visible desde el glaciar, se había ocultado tras las crestas que se interponían. Después, al mirar hacia arriba, lo vieron de nuevo, la punta solamente, como el mástil más alto de un barco y, luego, poco a poco, el resto. Continuaron el camino largo y empinado. Ya habían pasado tres horas. Se terminaron los árboles y los matorrales, había retales de nieve. Por fin, llegaron a la protuberancia que sobresalía como una isla entre neveros, al pie del Dru, el rognon, lo llamaban.

Era mediodía. El cielo estaba limpio, el aire quieto. La mítica pared se elevaba por encima de ellos como venciéndose ligeramente hacia atrás. La luz se derramaba en la cima. Había nieve en el gran couloir, nieve en las altas repisas. La roca tenía zonas claras, casi oxidadas. Había placas enormes así, doradas por el paso del tiempo. Se oyó un susurro débil y después un estrépito. Provenía de la derecha. Vieron un elegante caudal de piedras bajando por la pared, la nieve corría delante rompiendo como las olas del mar. El ruido murió lentamente. Se hizo el silencio. El aire era frío. Rand se quitó la mochila y miró hacia arriba.

—Menudo pedazo de roca.

Cabot asintió. En la sombra húmeda y fría, era como si hubieran llegado a nado hasta allí y hubieran emergido. El aire frío era como una lluvia fina, tenían la cara borrosa.

Se sentaron a estudiarlo en detalle. Descartaron el couloir. Se desviaba mucho a un lado, además de ser el punto de partida de la ruta normal, pero el resto era una inmensa pista repleta de desplomes y lajas puestas boca abajo. Sin embargo, casi enfrente de ellos, parecía distinguirse una falla oblicua que conducía a un grupo de arcos. Saldrían a una especie de repisa, quinientos pies más arriba.

—Después hay una serie de grietas —comentó Cabot. Eran débiles vías verticales; casi desaparecían en algunos tramos. Era difícil percibir si realmente desaparecían. Podía haber una forma de unirlas.

Cabot miraba con prismáticos… eran de poco alcance, la imagen se movía, saltaba. Y más arriba, una pared extraplomada encima de la cual se encajaba un bloque enorme, el famoso bloc coincé. Después, vía libre. Continuarían por la ruta normal el resto del camino.

Pasaron horas estudiándolo, fijándose en todos los detalles. Rand tomaba notas con un cabo de lapicero. El sol salió por el flanco izquierdo y pegó de lleno en la pared inundándola de una luz vasta y sobrenatural.

—Creo que esto es todo —dijo Cabot por fin.

Rand miró un rato por los prismáticos antes de ponerse en marcha. No dijo nada. Tenía cierta sensación de solemnidad.

Una gran montaña es asunto serio. Lo exige todo del escalador, absolutamente todo. Tiene que ser difícil y también bella, tiene que grabarse en la memoria como una imagen inolvidable. Tiene que ser impoluta.

—¿Cuánto crees que tardaremos?

—Dos o tres días —dijo Cabot.

—¿Cuántos pitones?

—Creo que todos los que tengamos.

—El peso será un problema.

Cabot no contestó.

—Es una vía tremenda —dijo, mirando hacia arriba por última vez—. Puede que nos lleve directos a la cima, ¿sabes? —O más allá.