10

En otoño alquiló una habitación detrás de la papeterie, pasado el punto muerto de los Moulins, en una casa a la orilla del río. El campamento se quedó vacío, la ciudad se volvió silenciosa. La luz de septiembre lo inundaba todo. Un sol ardiente y holgazán llenaba los días.

Se oían melancólicos cencerros en los prados altos, la vida encerrada de los lugareños, los bosques fríos y verdes… todo hablaba de la estación. Las cimas se tornaban más oscuras, abandonaban la vida. El Blaitière, el Verte, las Grandes Jorasses por encima del glaciar, empezó a verlos con otros ojos, sin ansiedad ni confusión. El cielo que los cubría había cambiado, era un cielo sereno, misterioso, con el color azul de los últimos viajes.

Tenía el pelo largo, se estaba dejando barba: ya se le abría en abanico, tupida y ancha, como a los profetas del Antiguo Testamento. Lo conocían en las tiendas, donde había empezado a balbucear francés. Era honrado, era seco. Por la noche, volvía a su habitación con la punta de una estrecha barra de pan asomando por la mochila.

Más tarde vivió en una habitación situada detrás de un museo pequeño, el Musée Loppe, que se encontraba al final de un corredor y, después, en el ático de una casa cercana a la estación, una casa grande con postigos verdes y paredes descoloridas. Se entraba por la cancela del jardín, desde un callejón en sombra. Dos mesitas auxiliares se oxidaban cerca de la puerta. Dentro había un olor cálido y opresivo a comida y tabaco. Su habitación tenía un pequeño tragaluz y un balcón de doble hoja con cortinas que habían sido blancas en otro tiempo. Enfrente había un garaje y la parte de atrás del Hotel des Etrangers. La lluvia repicaba en el tejado metálico. De vez en cuando se oía el suave traqueteo del tren.

Se paró en Sport Giro a mirar unas botas del escaparate. El propietario, desde la puerta, le hizo señas para que entrara.

—Merci.

—¿Habla francés? —dijo Giro.

La dependienta apenas lo miró. «Con esa pinta, no hace falta hablar», comentó en francés. «A la larga, algo hay que decir, además de “gracias”», contestó Giro. «¿Por ejemplo?», replicó ella.

Una expresión resignada se definió en la fea cara de Giro.

—No lo he entendido del todo —dijo Rand.

—No es nada.

La chica se había vuelto de espaldas. Tenía una forma de distanciarse rayana en la insolencia que lo molestaba. En general, habría sabido responderle, pero el idioma lo desconcertaba.

Pensó en ella al día siguiente en los baños. El agua le caía por todas partes, brillante sobre la piel. Allí se sentía más seguro, más suelto. Soñó que la poseía, sueños gratificantes. Ella aporreaba la pared con las manos, él se movía entre gritos…

La mujer de la bata floreada le preguntó:

—Vous étes anglais, monsieur? .

Cuando supo que no, le habló con franqueza. Los ingleses eran muy sucios. Hasta los árabes eran más limpios. ¿Había estado en Inglaterra?

—¿En Inglaterra? No —dijo él.

Ella sonrió inesperadamente.

Trataba con poca gente: la mujer de las Douches Municipales, Remy Giro, un desconocido muy de vez en cuando. Había una cajera en la Banque Payot que lo miraba de una forma peculiar. Tendría unos treinta, y una cara estrecha que ocultaba algo, como la de las mujeres que echan la vida a perder por culpa del amor. Se quedó mirando el aburrimiento y la inexpresividad con que contaba fajos de billetes de cien francos para un ejecutivo bien vestido. Cuando Rand se acercó, ella levantó la mirada un instante. Estaba preparado. Fue como si la sujetara por el brazo. A veces la veía desde la calle, entre los barrotes de la ventana. Estaba casada, lo sabía. Se había fijado en la alianza de oro del dedo.

El tiempo refrescó, cayó la primera nieve. Era precioso, seductor incluso, cómo se asentaba la oscuridad y empezaba a nevar mansamente. Le pareció que pasaría el invierno con holgura, pero a medida que transcurrían las semanas empezó a comprender lo mucho que se había equivocado. Se había arriesgado en exceso. Era como una travesía por un país desolado en un coche muy pequeño. Se formaba hielo en el parabrisas, el horizonte se veía blanco. Si el motor fallase, si por azar se saliera de la calzada…

No había tenido en cuenta la soledad, el frío tremendo. Le pareció que había cometido un gran error. Había varado. Los postigos de las ventanas se cerraban por la noche. Su habitación no tenía calefacción, en realidad nunca entraba en calor. En la radio oía anuncios de chicas que desaparecían de casa: fueron las primeras cosas que pudo entender… «Seize ans, minee, lorgeur un metre quatrevingt, yeux verts, cheveux longs, châtains. Téléphonez 53.36.39», etc. A veces entendía palabras sueltas de las noticias.

Era como si la batalla se hubiera trasladado a otra parte y lo hubieran dejado atrás en una ciudad extranjera. Todo el mundo se había ido, estaba invernando solo.

Encontró un trabajo ilegal —no tenía permiso—, de barrendero en una tienda de electrodomésticos en la carretera de Ginebra. Estaba detrás del Hotel Roma; las ventanas iluminadas y los coches aparcados se mofaban de él cuando pasaba por la noche, de camino a casa.

Pensaba en Louise prácticamente todos los días. «Sí, ven, ven ahora mismo», le escribía desde un café desangelado, llenando hoja tras hoja. Las releía despacio y al final mandaba una postal. Caían nevadas tremendas sin parar, las montañas relumbraban por encima de la ciudad; los sábados, la paga, un sobado billete de diez francos. No había caminos fáciles en este mundo.

Una noche en una esquina vio a la cajera del banco leyendo el cartel de una película. Estaba sola. El corazón le dio un vuelco. Se le acercó.

—Bonsoir.

Ella no contestó. Se dio la vuelta y lo miró como juzgándolo fríamente.

La primera vez que lo vio se estremeció. Se sabía susceptible a cierta clase de hombres, les entregaba la vida. Los ojos, la tez bruñida… era su tipo, lo dejaría todo por él, ya lo había hecho dos veces.

Él no lo sabía. Apenas podía hablar con ella a causa del idioma, y ella no parecía dispuesta a abrir la boca. Tenía una expresión descarada, desafiante. Su marido estaba ausente, de visita en casa de sus padres. Tenía un hijo.

Pasearon por la orilla del río, el agua bajaba con estrépito. Rand sentía un dolor casi físico a su lado, tan grande era el deseo. Quería mirarla, contemplarla abiertamente, verla fumar un cigarrillo, quitarse la ropa. Se llamaba Nicole Vix.

Consiguió besarla en un portal. No iba a decirle dónde vivía. Ella estaba como si hubiera dado el último paso con unos tacones torturadores. Apoyó la cara en el pecho de Rand y se dejó tocar los senos.

La vio en el banco al día siguiente. No era dada a la sonrisa. Rand no sabía cómo comportarse… no podía acudir al banco a diario. Además, el marido estaba a punto de volver. Habían intercambiado señales de pasión pero, por lo visto, no iba a poder verla otra vez.

Pasó el invierno. Era difícil recordar qué se había hecho de los días, se desdibujaban como los de la escuela, el primer curso, el peor. Mirándolo, no se adivinaba que hubiera estado tan solo, que se hubiera quedado al margen de la sociedad envidiando la luz y el calor, deseando formar parte de ella, resuelto a no integrarse; nada de todo eso se reflejaba en su cara.

En las alturas, las aiguilles relumbraban. Las montañas estaban dormidas, los glaciares, ocultos por la nieve.