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En el silencio de las cumbres y los valles, apagándose y volviendo de nuevo por el aire, se oía el rugido sordo e inconfundible de los rotores. A lo lejos, el helicóptero parecía un insecto volando oblicuamente sobre los neveros, deteniéndose y prosiguiendo.

Había dejado de llover. Se veía el cielo azul detrás de las nubes. La nieve lo cubría todo en las altas regiones, todo lo horizontal, todos los salientes. Las cumbres seguían veladas, el frío se adhería.

Un alpinista estaba atrapado en el pilar central del Frêney, eso era lo que decían. El ruido del helicóptero de rescate yendo de un lado a otro era cada vez más ominoso, como uno de esos desastres que no se anuncian pero el silencio lo dice todo. Era normal que se produjeran accidentes. De vez en cuando, uno se destacaba por inevitable y horroroso. Los casos verdaderamente crueles nunca se olvidaban, se integraban en el alpinismo como los crímenes famosos se integran en un época.

La búsqueda cesó al final de la tarde. Se había avistado una silueta solitaria en el glaciar. Al mediodía siguiente, sucio y agotado, con la mochila colgada de un hombro, Rand llegó andando por el sendero del campamento. No miraba ni a izquierda ni a derecha, como si no hubiera un alma más en la tierra.

Love estaba sentado fuera de la tienda de campaña y lo llamó. Rand siguió andando. Sacó una botella de vino del interior de la parka. Estaba descorchada. Sin dejar de andar, empezó a beber.

Al llegar a la tienda, sencillamente se arrodilló y desapareció dejándose caer hacia delante, con los pies fuera. Al cabo de un momento, los recogió.

Bray lo encontró tumbado allí, con los ojos abiertos todavía.

—¿Qué pasó? —le preguntó.

Rand dejó vagar la mirada lentamente.

—Creí que bajarían con un cadáver congelado —dijo Bray. Esperó… no hubo respuesta. Entonces:

—Menudo pedazo de beau fixe.

—¿Hasta dónde llegaste? ¿Dónde estabas?

Rand había cerrado los ojos al acostarse, pero sólo un momento. Se le habían abierto solos. Estaba allí tumbado hirviendo de palabras, como un moribundo que no puede confesar, que se las llevará consigo a la tumba.

—Me pilló por sorpresa —dijo por fin—, empezó tan de repente… No me dio tiempo a hacer nada. Llegué a una cornisa pequeña. Al principio sólo llovía…

—¿Y después?

—Me quedé allí. Toda la noche y el día siguiente.

—¿No tenías miedo?

—¿Miedo? Estaba paralizado —dijo—. Pensé que había hecho el imbécil. Me equivoqué, no tenía que haber subido, no sabía nada. Es normal que me pasase.

Algunas caras más se asomaron tratando de ver algo. Rand hablaba tan bajo que no lo oían.

—Por fin vi claro que tenía que intentar el descenso —dijo—. Hice un tramo en rappel. La cuerda estaba congelada. Tenía las manos entumecidas. Hice agarres con el pico. Tenía miedo de perder el piolet, se me caería de las manos y ahí terminaría todo.

—¿Te encontraron? Avisé a los de rescate.

—Pasaron volando. No sé si me vieron.

Bray asintió. Se avergonzó de lo que había sentido antes, de haber dado por muerta a una persona con tanta facilidad. La voz grave y sin fuerzas parecía venir de profundidades incalculables, de un hombre interior. La cara exhausta lo afectaba hondamente. Veía en ella la derrota, la renuncia. En ese momento, algo le unía a Rand, le habría gustado expresarlo, pero permaneció en silencio. En cambio, agarró la botella.

—¿Quieres un poco? —preguntó.

Rand negó sacudiendo la cabeza.

—No está mal —dijo Bray tras beber—. ¿Dónde lo compraste?

—No me acuerdo.

Se durmió. Tenía las botas puestas. Yacía en medio del desorden de la retirada, las uñas negras de suciedad. Durmió dieciocho horas, pasaba gente por el camino. En la ciudad ya se hablaba de su aventura.