8

Por una curva en cuesta, la calle en la quietud del amanecer, a la hora en que los postigos todavía están cerrados y lo único que diferencia este siglo del anterior son coches vacíos, alineados siguiendo las alcantarillas, iba Rand. Llevaba una mochila grande y una cuerda. No se encontró con nadie, prácticamente…, una mujer solitaria en dirección contraria y un gato blanco rabón que cazaba en un jardín. Cuando se acercó, el gato se escondió en unos arbustos. La cola, apenas visible, era completamente negra.

En la estación del teleférico ya había gente esperando. Aguardaban en silencio, algunos mordisqueaban trocitos de pan, y lo vieron acercarse. Bray no había llegado. Varios guías con el distintivo azul de esmalte se encontraban con sus clientes. Se descargó de la mochila. Dos o tres rezagados llegaban por la calle. Tenía la sensación de ser de cartón y estar esperando entre otras figuras de cartón, algunas de las cuales murmuraban un par de palabras de vez en cuando.

Se produjo cierto movimiento: el vendedor de billetes había entrado en el cuartito de la ventanilla. La gente, como animales seguros de que van a echarles de comer, empezó a apretujarse cerca de las puertas.

En el último momento, una persona llegó apresuradamente y se le acercó. Era uno de los escaladores ingleses, con un grueso jersey y pantalones de pana.

—John no puede venir —dijo—, ha pillado un virus.

—¿Cuándo?

—Esta mañana. Le duele la garganta.

Habían abierto las puertas. La gente avanzaba. Volver al campamento era un paseo largo. Había preparado el equipaje la noche anterior colocándolo todo en un orden determinado.

—¿Quieres esperarlo aquí hasta mañana?

—No —dijo Rand.

—De todos modos, tú no vas, ¿verdad?

—Dile que espero que no sea nada grave.

Fue de los últimos en comprar el billete. La cabina del teleférico se bamboleó levemente cuando entró. Se puso nervioso un momento, como si hubiera cometido un error fatídico, pero enseguida empezaron a subir por encima de los pinos ascendiendo en ángulo cerrado. La ciudad se encogió, se apretó y desapareció. Se deslizaban hacia arriba silenciosamente.

Bray estaba en un saco de dormir, con la ropa esparcida por ahí. Se incorporó apoyándose en un hombro.

—¿Lo encontraste? —preguntó.

—Sí, allí estaba. Le dije que estabas enfermo.

—¿Y qué dijo?

—Subió, de todas maneras.

—¿Subió? —repitió Bray.

El sol había salido. Llenaba los árboles de luz. Bray tuvo un momento de remordimiento. El día estaba despejado, las montañas invitaban a acercarse.

—No iría solo —dijo Bray.

—A lo mejor se encuentra con alguien, allá arriba.

—Sí, hay cola.

—¿Es el que te dijo que te tiraría montaña abajo?

—Lo has entendido al revés.

—¿Ibas a tirarlo tú?

—No —lo cortó Bray en seco—. ¿Le dijiste que iría mañana?

—No creo que te lo vayas a encontrar tan fácilmente.

El cielo estaba completamente despejado, de un color perfecto, idóneo para escalar. Bien entrado el día, el tiempo se quedó en suspenso de golpe. Se levantó un poco de viento. Súbitamente, por ensalmo, unas cintas grises aparecieron en el aire y, como anunciándolas, un trueno. Los escaladores descendieron a toda prisa. Empezó la lluvia, que a mayor altura podía ser nieve.

El estruendo despertó a Bray, que estaba durmiendo inquieto. Se sobresaltó. Veía algo en la oscuridad. La temperatura había bajado mucho. Fuera, la lluvia sacudía la hierba del prado. Sus pensamientos, un tanto confusos, se centraron rápidamente en el Frêney. Se imaginó allí. Como un gran barco, en ese momento, el pico navegaba entre nubes y oscuridad. De pronto cayó un relámpago muy cerca. Un trueno ensordecedor. El silencio volvió enseguida y, entonces, como escombros infinitos, empezó a nevar copiosamente.

A la mañana siguiente, se levantó temprano y fue a la ciudad. El servicio de rescate estaba en un edificio contiguo a un garaje. Seguía lloviendo. Había bicicletas en el vestíbulo; arriba se oyó un portazo. Dos hombres con sombrero y jersey azul bajaron por las escaleras. Pasaron a su lado y salieron.

En el segundo piso había un tablón de anuncios y un despacho. Una radio de onda corta estaba en marcha. Nadie hablaba inglés. Por fin, llegó una persona al mostrador que sí lo hablaba.

—¿Sí?

—Quiero dar parte de un desaparecido.

—¿Dónde?

—En el pilar central del Frêney.

—¿Cómo lo sabe? ¿Estaba usted con él? —preguntó el guía.

—No, está solo —contestó Bray.

—¿Solo? —El guía tenía un oído puesto en la radio, y se rió de ella con los demás, de repente. Bray aguardaba—. ¿Por qué está solo? No podemos hacer nada hasta que pase la tormenta, ya sabe.

—¿Cuánto se calcula que va a durar? —preguntó Bray.

Los franceses siempre hacían lo mismo. Jamás contestaban a una pregunta, fingían que no la entendían. Esperó hasta que el guía, que no tenía nada más que hacer, se acordó de él otra vez y dijo:

—Vuelva mañana.

—Muchas gracias —contestó.

No habían tomado nota, no le habían preguntado el nombre. Bajó. Había dos furgonetas de policía aparcadas en la acera de enfrente. Llovía como en invierno en Inglaterra, esos días de ir a trabajar mientras los coches, con las ventanillas subidas, el interior seco y cálido, pasaban salpicando. Estaba acostumbrado a trabajar en ambientes fríos, en casas sin calefacción, y a salir los fines de semana a escalar a pesar del frío también, no es que fuera una estrella meteórica como Haston o Brown —se necesitaban grandes escaladas para eso, escaladas increíbles—, pero se acercaba bastante. Merodeaba por el borde de las cosas en espera de su oportunidad. Era capaz de escalar tan bien como cualquiera de ellos. Quizá le faltara confianza en vías absolutamente imposibles, el afán de atreverse con ellas. Quizá llegara. En cualquier caso, él se mantenía a la espera.

Volvió en plena lluvia. Cuanto más durase la tormenta, menos posibilidades quedaban. Allá arriba hacía frío, se estaban formando grandes e invencibles placas de hielo. Todas las rugosidades de la roca estarían ocultas, las vías borradas.

Tenía suerte, podía haber estado allá arriba. La diarrea lo había salvado.

—No podía ir —diría muchas veces, más tarde—. Tenía mucho que hacer.

Fue una ironía de las que marcan las vidas de riesgo.