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Además de un jersey rojo, John Bray tenía una cazadora de cuero sucia y cara de ladrón. Fumaba tabaco francés. Le había salido una ampolla en los labios. Tenía unos veintidós años.

—Los guías están buscando al canalla que va quitándoles los clavos —dijo. Llovía. Estaban sentados en el National, dentro; el suelo estaba sucio de botas mojadas—. No les hace ninguna gracia.

—Peor para ellos.

—Les estás jodiendo la función.

—Anda ya. Yo también fui guía —dijo Rand.

—¿De verdad? ¿Dónde?

—En los Tetones.

—No había oído nunca ese nombre. Seguro que son unas montañas nuevas.

—¿Te suena el Himalaya?

—¿Hima… qué? —dijo Bray. Entonces bajó la voz—. Cuidado, ahí vienen.

Entró un grupo de japoneses mirando a todas partes en busca de una mesa vacía.

—Hola —dijo Bray saludando con la mano cuando pasaron apretujados a su lado—. Buen tiempo, ¿verdad?

Los japoneses asentían con la cabeza y le daban la razón un tanto confusos.

—¿Se han divertido los montañeros? —preguntó.

Por fin le entendieron.

—¡Oh, sí! Montañelos —dijeron.

—¿Dónde han estado? ¿En el Triolet? ¿En Grépon?

—Sí, sí —dijeron.

—¡Suerte! —Los despidió agitando la mano, sonriente—. Simpáticos hombrecillos —comentó a Rand en un aparte—. Vienen de miles en miles.

—Ya me lo han contado.

—¿Qué te han contado?

—Lo del nipón en el aire.

Bray soltó una carcajada sardónica y nasal.

—¿A qué te refieres? No sé nada de eso —dijo.

Fuera llovía a rachas. El camping estaba inundado, los senderos, resbaladizos de fango. El National, conocido con el nombre de Bar Inglés, era barato y no tenía adornos. Existe un tipo de cara inglesa que podríamos llamar cruda, como si no valiera la pena terminarla del todo o darle un toque de color. El local estaba lleno de caras así.

—Aquí nunca deja de llover —dijo Bray—. Hay que esperar lo que llaman un beau fixe, una racha de buen tiempo. Entonces, todo es perfecto.

—¿Adónde piensas ir entonces?

—¿Te refieres a escalar? No lo he decidido.

—¿Quieres que hagamos algo?

—¿En qué estás pensando?

—¿Conoces el Frêney?

Bray lo miró.

—¿Te referías a eso?

—¿Te interesa?

—Sí, es posible.

—Entonces, ¿por qué no?

—Hum… serían un par de días allí arriba, ¿no?

—No creo —contestó Rand. En realidad, no tenía una idea clara. El Frêney era un contrafuerte inaccesible y enorme de una de las vertientes del Mont Blanc donde habían tenido lugar tragedias famosas.

—Fue donde Bonatti se metió en todo el lío, ¿verdad?

—¿Fue Bonatti?

—Sí, seguro, sería interesante —dijo Bray.

Tenía un cigarrillo grueso entre los pequeños dedos y la cabeza inclinada hacia delante como si recelara. Era enlucidor. El alpinismo había cambiado desde la guerra. Lo que anteriormente era feudo de hombres universitarios había experimentado la invasión de la clase trabajadora, que hacía sus primeros pinitos en las montañas de Escocia y Gales y después viajaba por todas partes, recelosa y hosca. Venían de las ciudades renegridas de Inglaterra: Manchester, Leeds. Llevaban a las montañas las mismas características —rudeza y cinismo— que les permitían sobrevivir en las barriadas. Carecían de credo y de código. Tenían mala dentadura, malos modales y una ambición: conquistar.