6

En épocas pasadas, Chamonix conservaba su belleza natural. A pesar de las muchedumbres y de su gran expansión, mantiene algunos aspectos —las calles estrechas y retorcidas, los sólidos establos, los gruesos muros que se desmoronan— que revelan su anterior personalidad y el ambiente del pasado. Se encuentra en un profundo valle en forma de cuenco, entre montañas, el valle del Arve, un río blanco de polvo cristalino que se precipita torrencialmente junto a las calles. Ensombrecen la ciudad las primeras laderas del Mont Blanc flanqueadas por la lengua de los glaciares.

Los Alpes son montañas nuevas surgidas de la corteza terrestre, plegadas y replegadas en épocas relativamente recientes, hace cuatro o cinco eras. El Mont Blanc es más viejo. Es una montaña de falla formada por un tajo inmenso antes incluso de la era de los dinosaurios y anegada por los mares que cubrieron Europa tras su desaparición. El antiquísimo granito resurgió cuando nacieron los Alpes y se alzó, cima culminante de Europa, por encima de cuanto entonces lo rodeaba o se pegaba a él.

Colindante, un ejército de pirámides y agujas, las aiguilles, que atraen a los alpinistas —en primer lugar a los ingleses, después a otros— desde hace más de cien años. A primera vista se dirían innumerables. Se extienden en filas y ásperos arcos hacia el sur y el este, algunas de las más altas, como las Grandes Jorasses, prácticamente ocultas por las de alrededor.

Las caras norte son las más frías y, en general, las más difíciles. Reciben menos sol, una o dos horas al día solamente, en algunos casos, y suelen estar cubiertas de nieve todo el año. Los inviernos son fríos, los veranos cortos y nubosos con frecuencia. La población es montañesa, curtida e independiente: durante años, los guías de Chamonix sólo aceptaban en sus filas a los nacidos en el valle. Al mismo tiempo, nuevas carreteras abrieron la ciudad al mundo. En julio y agosto llegan grandes multitudes. Los restaurantes, hoteles y hasta las propias montañas se llenan. En septiembre, como por decreto, todo el mundo desaparece y no queda nada más que las letras azules que dicen carlton, alumbrando tristemente en la noche las calles vacías.

Estuvo días lloviendo, las nubes envolvían las montañas, una lluvia fría y constante. La humedad se colaba en las casas. Estaba sentado junto a la estufa, con camisa de cuadros escoceses y botas. Dos alemanes jóvenes que habían regresado empapados la primera tarde pronunciaban alguna frase de vez en cuando. «Mal tiempo —decían—. El viento del sur siempre es malo». ¿De dónde era? ¡Ah, California! Asentían y ahí terminaba todo.

Entonces, un día despejó. Las montañas aparecieron. Había actividad por todas partes, se notaba. Chamonix, con sus tejados de zinc y sus pequeños comercios, salió a la luz del sol.

En la oficina de Correos, las puertas de las cabinas telefónicas se abrían y cerraban sin cesar, las voces agudas y apremiantes de las operadoras llenaban el aire. Se puso en la cola. Delante de él había un japonés con una barba de dos días…, para pagar unos sellos rebuscaba en un bolsito de lona. Encontró el monedero. Lo abrió. Dentro había otro monedero de menor tamaño.

—¡Es increíble! —dijo Rand. Tenía detrás una cara barbuda, una cara estadounidense.

—Ahora se dará cuenta de que no le llega el dinero.

El japonés había puesto unas monedas en el mostrador; evidentemente, pensaba que tenía más. Sacudió el monedero otra vez y salió una sola moneda más. No era suficiente.

—Se lo presto yo, si hace falta —dijo Rand—. ¿Qué, es que pesan las cartas una a una?

—A veces las vuelven a pesar después de poner los sellos.

—¿Por qué razón?

—Por favor. No tiene nada que ver con la razón. ¿No habías estado nunca en Francia?

Se llamaba Neil Love. Era fácil entablar conversación con él, trabajaba en una agencia de viajes y era la tercera temporada que pasaba en Chamonix. Con ironía, le hizo una descripción del lugar incluyendo ingleses tirados que robaban fruta y hacían durar horas un botellín de cerveza. Los japoneses eran diferentes. Acudían en grupos numerosos, auténticos ejércitos, y se los veía en las montañas por todas partes, durmiendo en grietas y boca abajo, muchas veces se caían… no era raro ver alguno en el aire.

—Compran billetes de visita completa sólo para la mitad de los que son —dijo—. ¿Dónde te alojas? —Ya era hora de buscar dónde acampar, antes de que aparecieran las masas, le aconsejó.

—¿Dónde acampas tú?

—Ven.

Neil abrió la marcha. Dejaron atrás el cementerio donde estaba enterrado Whymper, el primer escalador del Matterhorn. Después empezaban los bosques. Había helechos y vegetación densa por todas partes. Desde allí no se veía la ciudad, sólo el cielo y, enfrente, la empinada pared del Brévent.

—¿Dónde estamos ahora?

—En el Biolay —dijo Love—. A medida que avanza el año, deja de oler tan bien.

Ya se había formado una opinión de Rand juzgándolo por la ropa, las venas de los brazos, el equipo bien cuidado, pero sobre todo, por un toque de frialdad que no acababa de localizar. El nombre no le sonaba ni sabía qué fama tenía, pero eso no significaba nada. Estaba completamente seguro de su valoración.

—¿Qué escaladas has hecho? —le preguntó.

—Ninguna todavía.

—¿No serás uno de esos maníacos que empiezan por el pilar Bonatti?

—No, sólo quiero ponerme en forma.

—Yo tardo todo el verano. ¿Te gustaría hacer alguna pared?

—Lo que tú digas —contestó Rand amablemente.

Se decidieron por Pointe Lachenal. Las condiciones no eran malas, tenía entendido Love. Y la propuesta, según sus propias palabras, era concebible.

—¿Qué clase de escalada es?

—Está calificada de T. D. Tres difficile. No soy el mejor alpinista del mundo —reconoció Love.

—¿De verdad?

—Pero sé escalar.

Algo semejante a la amistad surgió entre ellos en medio del verdor del bosque, la tierra fragante de lluvia y el aire puro y sereno. En el suelo había piedras negras de antiguas hogueras. Las gafas de sol de Love destellaban.

—Love y Rand, suena a lobo y can…

—Cloro y sal.

—¡Mucho mejor!

Se hicieron un té. Las agradables horas de la tarde pasaron.

Por la mañana temprano se dirigieron al Col de Rognon, una cresta baja de un lado del Mont Blanc. La nieve estaba dura, el sol todavía no la había ablandado. Grandes picos y cumbres, todos extraños y desconocidos, se levantaban por doquier.

Avanzaban sin cuerdas, Love se movía de una forma rara. La subida era empinada.

—Buena nieve —dijo Love.

Cuando se detuvieron un momento, Rand preguntó con brusquedad.

—¿No te han enseñado a frenar?

—En realidad, no —dijo Love.

—Mira, cuando te resbalas por una pendiente, primero lo intentas con el pico —se lo demostró con el piolet—, después con la hoja, y si no funciona nada, clavas el mango.

La explicación abrió una especie de puerta a ciertos peligros indefinidos. Love consideraba que harían bien en atarse la cuerda, pero prefirió no decir nada. Reanudó la marcha. Al cabo de un rato, señaló hacia un punto.

—Allí está.

Habían cruzado la cresta y, hacia la derecha, iluminada por el primer sol de la mañana, se levantaba una pared como una mole de antracita. Detrás asomaban picos más altos, pero éste parecía destacar a pesar de su menor altura como una cara amenazadora entre la muchedumbre en la que nos fijamos por casualidad.

Rand la miró desde la base. Tenía al menos setecientos u ochocientos pies de altura. Estiró el brazo. La superficie estaba fría, como dormida. Tenía una grieta vertical, el comienzo de una vía. Lo acometió una súbita incertidumbre, como si allí, por algún motivo, en ese lugar remoto, pudiera perder la habilidad de escalar. La seguridad desapareció. Tocó la piedra con las manos, encontró la primera presa y empezó a escalar. Despacio, metro a metro, la desconfianza disminuyó. Siguió subiendo.

En la primera reunión se quitó el jersey y lo guardó en la mochila. El sol calentaba. Love subía detrás de él, tenía la barba toda enredada ya. Cuando asomó la cara, parecía Karl Marx de joven.

Rand estaba en su elemento. Se diría que sabía instintivamente dónde se hallaban los agarres. No fue difícil encontrar la vía, muchos puntos estaban señalados con clavijas, que fue retirando a medida que ascendía y guardándolas con las suyas.

—La verdad es que no deberíamos quitarlos —dijo Love—. Los dejan puestos para ahorrar tiempo.

—Nunca te fíes de un pitón que no hayas clavado tú.

—¿Eso no será un poco estricto?

Rand se encogió de hombros.

—¿Nos aseguramos?

—Nos aseguramos —dijo Love.

—Ahí tenemos una travesía. Te va a gustar.

Love empezaba a perder terreno psicológicamente. En lugares por donde Rand pasaba sin comentarios, él tenía que esforzarse mucho. Sabía que tenía que escalar a su propio ritmo, pero era consciente de su lentitud, de que hacía esperar al otro. Flexionó los dedos, la mirada fija en la roca que tenía delante, y procuró no pensar en nada más que el siguiente agarre.

El sol les daba ya de lleno. A Love lo asaltó una especie de mareo, una sensación de abandono. La blancura del glaciar y de los neveros de abajo, a lo lejos, parecía temblar y alzarse. El cielo estaba de un azul impecable.

Treinta minutos después oyeron algo arriba. Voces. Miraron por toda la pared.

—Allá.

A la derecha, cerca de una cresta a la que se dirigían, se distinguían dos siluetas. El grado de placer que Rand había experimentado desapareció; no estaban solos, seguían los pasos a otra pareja. Love se quedó escuchando.

—Franceses —dijo.

El primero de cordada llevaba un jersey rojo, hablaba con el segundo y luego volvió a clavar un pitón. El golpe cayó de refilón… el pitón se desclavó. El acero resonó al chocar contra la piedra, salió disparado de rebote y refulgió un momento antes de camuflarse en el brillo del glaciar.

Merde. —Se reían y se gritaban el uno al otro, las voces caían flotando. El primero de cordada estaba intentando fijar otra clavija. También se desclavó, pero la recogió a tiempo. De repente, se dejó caer con un gesto exagerado de impotencia y frustración.

No tardaron mucho en darles alcance. Rand estaba a unos quince pies del segundo. Allí tuvo que esperar interminablemente, sin poder moverse. Se impacientó. Miró hacia arriba.

—¡Fíola! —dijo.

Lo miraron brevemente desde arriba.

—¿Podemos seguir?

Reanudaron sus voces en francés, no respondieron.

De pronto, desde el pie del primero algo se desprendió y empezó a adquirir velocidad.

—¡Piedra! —Rand se abrazó a la pared. Rebotando, describiendo arcos, la piedra pasó de largo. Era del tamaño de una caja de zapatos. Oyó cómo se estrellaba contra la pared, más abajo.

—¡Hijo de puta! —gritó—. ¡Tendrías que estar jugando al golf! ¡No escalando!

Love se le acercó.

—Casi me da —dijo, preocupado.

—La próxima vez nos echará una mayor.

—Procura avisar antes. —Se apoyó resignadamente, con la barba revuelta—. Siempre he sido un poco lento de reflejos. De todos modos, espero que no hayas dicho «mayor» en serio. En una ocasión, se desprendió la pared entera del Blaitière.

—Seguro que fue uno de esos tíos.

—La verdad es que los franceses son buenos alpinistas. Tan buenos como cualquiera. Los italianos también. Los alemanes no me gustan mucho, aunque supongo que hay que contar con ellos de todos modos —puntualizó. Miró abajo. Estaban, más o menos, a medio camino. El glaciar se veía muy pequeño. Le pareció que se encontraba en un lugar —había tenido esa misma sensación muchas veces— donde era posible que las leyes físicas se suspendieran y todo cuanto conocía, todas sus certezas, sus esperanzas de ser, se disolvieran en un instante anárquico. Se veía cayendo.

Esa sensación alternaba con la confianza. Una capa de fragilidad se desprendía y debajo aparecía un ser más fuerte, más espiritual. Casi olvidaba dónde estaba y a lo que se había entregado. Se quedó mirando los picos silenciosos. La inmensidad y la quietud le imponían. En cierto modo, formaba parte de ellos. Tanta majestad enaltecería e incluso justificaría cualquier cosa que sucediera. Se identificaba con la escalada, se sentía inconmensurablemente próximo a su compañero, cuyo carácter admiraba cada vez más.

—Allí está la Aiguille du Géant —dijo, señalando—. Y allá, las Grandes Jorasses.

Rand miraba hacia arriba.

—Vamos a quedarnos aquí toda la noche —dijo.

Por fin les dejaron vía libre. Los franceses iban delante a gran distancia. Love empezaba a cansarse, lo notaba, estaba perdiendo fuerza. La piedra se tornó implacable. Percibía su malevolencia.

Miró a Rand, que iba delante, que no perdía la armonía con la pared, impertérrito: un movimiento por aquí, no era bueno, otro un poco diferente, servía. A veces parecía que no hiciera nada, ni siquiera tantear la superficie, y de pronto estiraba un brazo, tiraba, buscaba apoyo en una rugosidad con el pie. Procedía a pasos tranquilos y pausas, retrocesos también, como una serpiente que se traga una rana, inmóvil, luego una leve agitación, después una pausa. Cuando algo no funcionaba, se retiraba, cambiaba de posición, flexionaba los dedos para soltarlos y lo intentaba otra vez. Las acciones físicas no son difíciles de imaginar, pero su sucesión interminable, lejos, encaramado a la pared… eso es otra cosa. Y a qué altura.

Love se reanimó y lo siguió. Hubo momentos en los que estuvo a punto de darse por vencido, le temblaban las piernas. Si se caía, la cuerda lo sujetaría, pero más que ninguna otra cosa, más que la vida misma, lo que no quería, a lo que no se atrevía, era a fracasar.

Tramo a tramo, unos más fáciles, otros menos, continuaron hasta la cumbre. No se veía a los otros. Ya había pasado todo. Mientras recuperaban la cuerda, la angustia que Love había sentido, la vergüenza en los momentos de debilidad y pérdida de fortaleza, se esfumaron. No cabía en sí de júbilo. Al parecer, no se había tenido en tan alta estima en toda su vida.

—No ha estado mal la escalada —comentó Rand.

—Como dijo la mujer del autobús cuando vio el Pacífico por primera vez…

—¿Sí?

—Me lo imaginaba más grande.

Bajaron hacia el norte por una ladera cubierta de nieve. Era empinada, tenían que pisar fuerte. De pronto, Love, que ya no pensaba en el peligro, se resbaló. El pie se le escapó y empezó a acelerar.

—¡Frena, frena!

No hizo el menor amago de frenar, sino que siguió deslizándose como una muñeca de trapo, brincando y rebotando como si fuera a romperse. Por fortuna, mucho más abajo la nieve estaba blanda. Consiguió detenerse y se quedó tumbado, inmóvil. Tenía grumos de nieve entre las barbas y los nudillos despellejados.

—¿No me oías? —gritó Rand, acercándose presuroso.

—Te oía, claro —dijo levantando la mirada—. Te oía. Me dije, es mi amigo.

—¿Qué?

—Mi muy querido amigo —dijo Love.

Los baños públicos estaban en el sótano de un edificio llamado La Résidence, al que se accedía por un sendero invadido de malas hierbas y unas puertas delgadas. Estaban llenos de gente. Las puertas de las duchas se abrían y se cerraban. Se oía ruido de agua corriente y lenguas extrañas, olía a vapor de agua. Una mujer con zapatillas de felpa cobraba un franco por cabeza.

La mujer conocía a Love. Le preguntó dónde había ido a escalar.

—A Pointe Lachenal —dijo sin darle importancia.

Tres bien —dijo ella. Tenía el pelo negro y los dientes dorados. Echó una ojeada al hombre que estaba sentado a su lado.

—Avec ce monsieur?

Love le dijo que sí.

—¿Por qué crees que tardan tanto? —preguntó Rand. Miraba las puertas de las duchas.

—Se lavan la ropa ahí dentro. Está prohibido, claro.

Seguía llegando gente a las puertas. Algunos, al ver la cola, daban media vuelta. De repente, Rand se irguió en el asiento.

—¡Oiga! —gritó.

Vio el jersey rojo, el que escalaba delante de ellos. Se puso en pie de un brinco.

—¡Oiga, usted!

Echó a correr por el pasillo. Cerca de la puerta, agarró al del jersey y lo retuvo con fuerza.

—Oiga, mire. La próxima vez —lo decía despacio, para hacerse entender—, voy a tirarlo yo montaña abajo, maldita sea…

El hombre lo miraba con total desconcierto.

—¿Entiende?

Le respondió una rotunda voz inglesa.

—No, en absoluto. ¿Qué es lo que pasa?

—¿No estaba escalando Pointe Lachenal?

Cuando Rand lo soltó, el inglés se recompuso la ropa. Parecía aún más pequeño y receloso, como una tortuga a punto de esconder la cabeza.

—Lo siento. Había un tío en la montaña con un jersey como el suyo.

—Me lo imagino —contestó.