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Llovía en Ginebra. La estación de autobuses estaba detrás de una iglesia. Sólo había unos pocos pasajeros cuando el conductor apareció, se montó, ocupó su asiento, puso el motor en marcha y se abrió paso en el tráfico al ritmo incesante del limpiaparabrisas y de la voz de un humorista que salía de una radio instalada bajo el volante.

Poco después, pasaban rugiendo por calles de ciudades pequeñas, casi rozando las fachadas de los edificios laterales. Atrás iban quedando farmacias, árboles verdes, supermercados. Rand lo dominaba todo desde un asiento delantero. Cruzaban vías ferroviarias, fuera veía huertos, almacenes de madera, niñas que corrían bajo la lluvia con el pelo mojado.

El cielo se puso lívido. Unos segundos después, ominoso y cercano, retumbó el trueno como un obús. Tenía la sensación de que lo hubieran enviado urgentemente al frente de guerra cruzando fronteras, atravesando campos mojados cubiertos de niebla que se extendían a ambos lados. Era verano, los ríos bajaban de un verde lechoso. Había puentes, cobertizos, cajas de botellas vacías apiladas en patios y, a veces, entre las nubes, asomaban las montañas. No sabía francés. Las poblaciones abarrotadas con sus tiendas y rótulos curiosos… no se las tomaba en serio. Al mismo tiempo, anhelaba conocerlas.

Empezaron a aparecer faros en dirección contraria, de un amarillo sulfuroso. Había dejado de llover. Las montañas aguardaban ocultas tras una especie de humareda. Era como si estuvieran preparando el escenario y entonces, de repente, en Sallanches, el valle se abrió. Allá, al final, inesperada, bañada en luz, se alzaba la gran cumbre de Europa, el Mont Blanc. Era mayor de lo que uno podía imaginarse, y, más de cerca, estaba cubierto de nieve. Esa inmensa imagen primera le cambió la vida. Fue como si lo ahogara, como si se elevara con lentitud infinita, semejante a una ola, por encima de su cabeza. Nada podía oponérsele, nada sobreviviría. Había arrastrado ciertas ilusiones y expectativas, imprecisas pero emocionantes, por ciudades y terminales muy concurridas, bajo la lluvia. Dormitaba encima de ellas como si del equipaje se tratara, amodorrado por el viaje, y súbitamente, en un momento determinado, las nubes se abrieron y desvelaron el símbolo de todo aquello bajo una luz brillante. El corazón le latía de una forma extraña e insistente, como si huyera, como si hubiera cometido un delito.

Llegaron a Chamonix con el crepúsculo. La plaza de la estación estaba en silencio, todavía había luz en el cielo. Se apeó. Aunque era mediados de junio, el aire estaba frío. Un taxi se llevó a otros dos pasajeros a un hotel. Se quedó solo. La ciudad parecía vacía. Tuvo la extraña impresión, casi la premonición, de que conocía el lugar. Miró alrededor como para confirmar algún detalle. Los hoteles de enfrente de la estación parecían cerrados; a la entrada de uno había luz. Un perro se asomó con presteza al borde de un tejado bajo y lo miró fijamente. Arriba, en los árboles, se demoraban los últimos rayos de sol. Se cargó el aislante y la mochila y echó a andar.

Un puente cruzaba las vías. Continuó en esa dirección, alejándose de la ciudad, y enseguida se encontró en un camino sucio. Los pinos habían empezado a ensombrecerse. Llegó a una gran casa de campo, en medio de un jardín lleno de maleza. A un lado había toda clase de trastos apilados, una cocina oxidada, macetas, sillas rotas. Encima de la puerta, un cartel metálico: chalet tal y cual, con las letras descoloridas. Los marcos de las ventanas eran gruesos, los postigos estaban cerrados. Dio la vuelta hasta la parte de atrás, donde había luz, y llamó.

Una mujer salió a la puerta.

—¿Tienen un sitio para dormir? —preguntó.

La mujer no contestó. Llamó a alguien en la oscuridad de la casa, salió otra mujer, que parecía la madre, y lo condujo por unas escaleras a una habitación donde podía quedarse por diez francos: lo dejó bien claro levantando las dos manos con los dedos estirados. Había literas con colchones al aire. Alguien ya había dejado allí sus enseres, calzado y un equipo desparramado contra la pared, y en la única estantería, una barra de pan y un despertador.

—Me la quedo —dijo.

Había un lavabo con una bombilla. Todo estaba desnudo, sin pintar, oscurecido por los años. Se fue a la cama sin cenar esa noche. Había empezado a llover otra vez. Primero lo oyó, después lo vio por la ventana. Como un animal que conoce las cosas por el olor, estaba tranquilo, incluso en paz. El olor de las mantas, los árboles, la tierra, el olor de Francia le resultaba familiar. Se quedó allí tumbado sintiendo no tanto una calma física como una cosa más profunda todavía, el latido de la vida misma. Una dicha concluyente lo llenaba, calidez y bienestar. Nada podía comprar esas cosas —respiraba en silencio, la lluvia caía—, nada podía ocupar su lugar.