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Detrás de la casa había leños cortos de pino piñonero que llevaban allí tanto tiempo que la tierra se había adaptado a su forma. La madera se había endurecido, restos de una columna que protegía un mundo de hormigas.

Rand partía los leños a martillazos potentes y rítmicos. Un eco de forja resonó al hundirse la cuña, y un crujido claro y definitivo cuando la madera se partió. Iba sin camisa. Parecía un personaje de una batalla medieval, perdido en el fragor metálico, en planos brillantes de sol y de polvo, que flotaba como el humo.

Desde la casa, Louise le echaba una mirada de vez en cuando, impaciente, medio resignada, como una mujer cuyo marido se empeña en una ruinosa tarea quijotesca. Lane estaba en su habitación. Oía los golpes.

El coche, vendido esa mañana, ya no estaba. El sonido de la cuña al entrar era regular e invariable. Ella se acercó a la puerta.

—Oye, Rand…

Levantó la cabeza.

—¿No crees que ya has hecho bastante?

—Enseguida acabo —dijo.

Por fin se terminó. Le oyó apilar la leña contra la casa. Luego entró y empezó a lavarse las manos.

—Bueno, siempre había dicho que lo haría. De todos modos, tienes bastante para el invierno.

—Estupendo —comentó ella.

—Es posible que te haga falta.

—Ni siquiera sé hacer una hoguera —dijo ella. Rand estaba secándose las manos y quitándose briznas de corteza de la cintura. De repente, Louise se dio cuenta de que no tenía forma de retener esa imagen. Se iba a poner la camisa, a abotonársela. Todo eso desaparecería sin más. Sintió una necesidad imperiosa y vergonzante de abrazarlo, de estrecharlo entre los brazos, de postrarse de rodillas.

La noche anterior habían estado en un bar atestado y ruidoso. Rand tenía que decirle una cosa. Se marchaba, dijo. Ella apenas lo oía.

—¿Cómo?

Lo repitió. Se marchaba.

—¿Cuándo? —preguntó tontamente. Fue lo único que pudo decir.

—Mañana.

—Mañana —dijo ella—. ¿Y adónde vas? —Quería decirle algo incisivo que le hiciera daño, que lo obligara a quedarse. Sin embargo, musitó—: Me gustabas de verdad, ¿sabes?

—Volveré.

—¿En serio?

—Claro.

—¿Cuándo?

—No sé. Dentro de un año. Puede que dos.

—¿Qué vas a hacer, volver a escalar? Lane me dijo que te habías encontrado con unos viejos amigos.

—Un amigo.

—¿Va contigo?

—No.

Ella miraba la copa. De pronto dejó de mirarla.

—¿Estás bien?

No contestó.

—Louise. Vamos…

—¡Va, olvídalo! —dijo ella. Moqueaba.

—Te llevo a casa.

—No quiero ir a casa.

—¿Ocurre algo? —preguntó una persona de la mesa de al lado.

—No es asunto suyo —contestó Rand.

Ella ya se había levantado y recogía sus cosas.

Volvieron a casa en silencio. Iba sentada contra la portezuela, con los estrechos hombros encogidos. Se acurrucó como un insecto, con las piernas recogidas de lado y los brazos cruzados.

Por la mañana tenía la cara hinchada como si estuviera enferma. La oía respirar. Parecía una respiración forzada, afligida, cercana al suspiro. Le pareció que se hacía más pesada a medida que escuchaba, hasta que se convirtió, se dio cuenta de golpe, en el sonido de un reactor sobrevolando la ciudad al amanecer.

Dejó unas cajas de cartón llenas de zapatos, aparejos de pesca y un puñado de cartas de una antigua novia, nacida en Kauai, que una noche, para sellar su amor, le había hecho un corte en la palma de la mano, se la había llevado a la boca y había chupado la sangre de la herida.