3

Las ventanillas de los coches aparcados estaban empañadas. Había periódicos en el césped de las casas. Las calles estaban desiertas. Los autobuses circulaban con los faros encendidos.

Las autopistas ya estaban llenas, una procesión fantasmagórica. Una capa de nubes espesas pesaba sobre la ciudad. Hacia el este el cielo estaba más claro, casi amarillo. La luz rebosaba por abajo. De repente, liberándose de la tierra, salió el sol fundido.

Aparecieron los edificios del centro de la ciudad, altos, indistintos. Parecían volverse lentamente enseñando una cara desconocida, más definida, una cara de planeta iluminada por el sol.

Un río de coches avanzaba hacia ellos desde el resplandor que oscurecía las señales de tráfico. Unas veinte millas más allá, entre los últimos edificios de pisos y moteles, se encontraban las primeras montañas libres. Había menos tráfico ya, enfermeras que volvían a casa en la misma dirección que ellos, japoneses, negros barbudos, todos con la cara bañada por el alba como feligreses en adoración. Eran las siete.

Cerca de Pomona el paisaje empezó a despejarse. Había huertos, granjas, campos baldíos, los campos que antaño formaban la campiña. Un paisaje más sereno y puro se extendía por doquier cubierto de nubes tranquilizadoras. El hálito azul de la lluvia flotaba por debajo. Unos objetos blancos inclinados como lápidas desfilaban por la derecha.

—¿Qué son?

Rand echó un vistazo.

—Colmenas —dijo.

En el cielo despuntaban fragmentos luminosos.

Se desviaron en Banning. Ya estaban lejos de la ciudad, al menos a una generación de distancia. Las casas eran corrientes. Había caravanas, perros que renqueaban. La carretera trepaba internándose en montes yermos. En cada curva aparecía una vista de tierras de cultivo parceladas que iban quedándose lejos, abajo. Delante, el vacío, tierra sin dueño.

—A partir de aquí es bonito —dijo Rand.

Las montañas eran de color pizarra, con el sol detrás. El valle, con la carretera como una vena plateada, se vio por última vez. Más allá se columbraba un gran macizo montañoso, cimas todavía blancas de nieve. La carretera era silenciosa, lisa.

—¿A qué altura estamos?

—A dos o tres mil pies.

Los matorrales desaparecieron. Circulaban velozmente entre pinares. Había bancos de nieve en los márgenes de la carretera.

—Mira, un perro.

—Es un coyote.

El animal dio media vuelta antes de que lo alcanzaran y desapareció entre los árboles.

Descendieron en picado a un valle y a un pueblecillo. Estación de servicio, parque triangular. Todo resultaba familiar. Se sabía el camino como si hubiera sido ayer. Un sendero de madera entre casas con nombres como Nirvana y Ultima Milla, luego unos depósitos verdes de agua y, allí estaba, una gran cúpula de roca con los contrafuertes relucientes al sol. Se estremeció de emoción. El cielo estaba limpio. Eran casi las nueve.

Aparcaron, abrieron las portezuelas de ambos lados y se cambiaron de calzado. Rand sacó del maletero una mochila pequeña y un rollo de cuerda roja como la franela. Empezó a descender, salió de la carretera y tomó un sendero medio escondido. Lo siguieron un trecho, giraron cuesta arriba y empezaron a escalar. Los pinos eran altos y silenciosos. El sol se colaba entre ellos y se derramaba en el suelo del bosque en hilillos. Rand avanzaba sin prisa pero sin pausa, casi con cierta vacilación entre paso y paso. No valía la pena gastar fuerzas ahí. A pesar de todo, las piernas les ardían; el sudor empezó a brillar en sus caras. Se detuvieron un par de veces a descansar.

—Ésta es la peor parte. No falta mucho —dijo Rand.

—Estoy bien.

Un gran peñasco que sólo un glaciar podía haber originado se encontraba más arriba, cerca de la base del macizo principal, que parecía perdido en su tamaño. Ya no se veían las grandes lajas que prácticamente se hundían en el bosque. Sólo se veían, allí cerca, las más bajas.

Rand desenrolló la cuerda. Pasó dos vueltas al chico por la cintura y miró cómo ataba el nudo. Él se ató el otro extremo.

—¿Quieres ser el primero? —preguntó.

Al principio era fácil. Lane trepaba como una ardilla, ágil y velozmente. Al cabo de un rato oyó una llamada:

—Ése es un buen sitio para parar.

Rand empezó a escalar. Notaba la piedra cálida, desconocida, que no se entregaba todavía. Lane esperaba en una oquedad a unos cuarenta pies del suelo.

—Sigo —dijo Rand.

Partió el primero, mientras el chico se aseguraba. Iba colocando alguna clavija a medida que ascendía. Las clavaba con el martillo en las grietas. Colocaba un eslabón metálico en la clavija, un mosquetón, y por allí pasaba la cuerda.

Abajo, a cierta distancia, una cara pequeña lo observaba. Rand escalaba con facilidad, con movimientos seguros. Miraba, palpaba y después, sin esfuerzo, avanzaba.

La roca es como la superficie del mar, constante pero nunca igual. No hay dos escaladores que hagan la misma ruta de la misma manera. La forma de agarrarse, la confianza, el deseo de cada cual nunca son iguales. A veces, la vía se estrecha, escasean los agarres, no hay donde escoger —la montaña es inflexible en sus exigencias— pero en general, cada cual escala a su gusto. Naturalmente, existen unos principios. El primero se refiere a la cuerda: se utiliza por seguridad, pero siempre hay que escalar como si la cuerda no existiera.

—¡Suéltame! —dijo Rand. Había llegado a una buena posición, a la cima de una laja vertical. Detrás de él había un gendarme bien definido. Le pasó por encima una cinta de malla de nailon y se aseguró. Recuperó la cuerda sobrante y se la enrolló a la cintura para dar fricción, llegado el caso.

—¡Sube! —dijo.

—¡Voy! —fue la lejana respuesta.

Lane lo había mirado atentamente, pero desde abajo no se veía gran cosa. Después de los primeros pasos, todo era desconocido. En algunos tramos le parecía que tenía que haber algún truco —no había forma de escalar—, pero con la cuerda que tiraba de él levemente lo conseguía. La pendiente se inclinaba más de lo que parecía. Era ligero como una mosca. Tenía que poder agarrarse a la menor falla. Se le resbaló el pie de una presa mínima. Pero pudo sujetarse. Volvió a encajar el dedo gordo en el mismo sitio, con menos confianza. Ese tramo era muy difícil. Levantó la mirada, le temblaban las piernas. Las lajas de arriba estaban cortadas a pique, brillaban como el costado de un barco. Más allá de ellos, un azul ardiente.

Se le estaba olvidando lo que tenía que hacer, forcejeaba a ciegas, desesperado. Le dolían los dedos. La resignación le pesaba en el pecho.

—¡Pon el pie derecho donde tienes el izquierdo!

—¿Qué? —gritó, abatido.

—Pon el pie derecho donde tienes el izquierdo y agárrate con la mano izquierda.

Se le resbalaban los dedos.

—¡No puedo!

—Inténtalo.

Hizo lo que le decía, con torpeza, a la desesperada. El pie encontró apoyo, la mano también. De pronto estaba salvado. Reanudó la marcha y, al cabo de unos minutos se le había olvidado todo el miedo. Sonrió cuando dio alcance a Rand. Había cometido errores. Se había arrimado demasiado a la pared, había hecho avances demasiado largos. No había planeado los movimientos. De todos modos, allí estaba. Lo embargaba el orgullo. El suelo quedaba muy abajo.

A la izquierda, en una vía más difícil, lisa y expuesta, había otros dos escaladores. Rand los miraba mientras enderezaba la cuerda. Estaban en una pared que prácticamente no tenía arrugas. El primero de cordada, cabello claro al sol, estaba pegado a ella, con los brazos y las piernas separados. Incluso en tan extrema situación, emanaba una especie de fuerza, como si estuviera sujetando el peñasco. No había nadie más en todo el Tahquitz.

Rand dejó de mirarlos. Moviendo el brazo comentó:

—Ahí está.

El bosque caía a sus pies, al valle. Aunque lejos todavía de la cima, habían llegado a un reino de silencio. La luz era diferente, el aire era diferente.

—El próximo tramo es más fácil —dijo Rand.

La montaña los había aceptado; estaba dispuesta a desvelar sus secretos. La incertidumbre desapareció, y el miedo a los malos agarres, a los sitios donde un dedo del pie se mantiene únicamente gracias al ángulo en que se afirma, la indecisión: tras un movimiento inútil, se hace otro inmediatamente, e incluso un tercero. Con la duda, el agarre desaparece, se retira.

La cima era llana y polvorienta, como un rincón olvidado del parque. Los otros dos escaladores estaban sentados en una roca al sol. Llevaban camisas viejas y pantalones de escalar, la cuerda y el equipo reposaban cerca de sus pies. El primero, que calzaba zapatillas deportivas, levantó la cabeza al acercarse Rand.

—Estaba seguro de que eras tú —dijo Rand—. ¿Qué tal, Jack?

Cabot se limitó a tenderle la mano pausadamente. Tenía la sonrisa amplia y los dientes, el filo ligeramente aserrado, de un blanco mate; el cabello revuelto, sucio, como si hubiera dormido toda la noche en un porche. Era afable, seguro de sí. Su voz tenía cierta calidez.

—El hermano perdido —dijo—. Siéntate. ¿Quieres un bocadillo? —Le ofreció uno con un garboso gesto de desapego. Le brillaba el sol en el pelo. Dentro de la descolorida camisa había unos hombros fuertes.

—Te vi luchando ahí abajo.

—¿Lo has hecho alguna vez? —preguntó Cabot.

—¿El Step?

—Es de tu propiedad, ¿verdad? ¡Canalla!

—Yo no he dicho eso.

—¿Dónde te habías metido? Te he buscado por todas partes. —A continuación, fragmentos de una canción. Cabot cantaba como para sí—. Some say that he is sinking down to mediocrity. He even climbs with useless types like Daddy Craig and me… Hola —dijo a Lane, que se encontraba a unos diez pies de ellos, sin atreverse a acercarse—, ¿qué tal lo ha hecho? ¿Se las ha arreglado bien?

Rand estaba partiendo el aplastado bocadillo.

—He preguntado por ti a todo el mundo —dijo Cabot—. Dios, ni una pista. Me he acordado de ti montones de veces, ¿sabes? En serio.

Había ido a Europa, a pueblos donde el único teléfono estaba en un bar y los muros de las casas eran de dos pies de grosor. Había pasado allí el verano y el otoño. Ahora, los nombres de las montañas que todos los alpinistas conocían también eran suyos, Cima Grande, Blaitière, el espolón Walker.

—¿El Walker?

—Bueno, no llegamos a la cima —reconoció Cabot. Estaba encorvado hacia delante, como pensando, quizá—. La próxima vez será. Claro que sólo es practicable cada dos años, como mucho. ¿Quieres hacerlo?

—¿Yo?

—Has estado en Francia, ¿no?

—Claro, ¿y quién no? —dijo Rand.

—Tienes que ir. Tienes que ir a Chamonix. No te lo imaginas. Una subida de cinco o seis horas por los glaciares, se oye correr el agua por debajo de la montaña. ¡Y qué escaladas!

Rand notó los latidos del corazón, lentos, envidiosos. Se sentía desdichado, abrumado de pesar. Se dirigió al otro hombre,

—¿Tú fuiste? —preguntó.

—No —contestó Banning—, no tengo tanta suerte. —Estudiaba Medicina, tenía los días de alpinismo contados.

Lane no oía lo que decían, el viento se llevaba las voces. Los veía tumbados a su aire, el rubio recostado y sonriente, un trozo de papel parafinado revoloteaba cerca de su pie. Le recordaron las conversaciones de su padre y su madre, cuando era más pequeño, sobre asuntos que él no debía oír. Hay conversaciones que lo significan todo, mas ni una de sus palabras es imaginable. Estaba sentado en silencio, satisfecho de encontrarse cerca de ellos, de haber llegado tan lejos.

Banning sería médico y dejaría la escalada antes de haberse saciado. Jack Cabot, era difícil de decir. Pertenecía a la clase de hombres que hacen planes en todos los continentes: quizá la montaña no lo soltara, quizá lo convirtiera en un mito suyo. En cuanto a Rand, tras un comienzo brillante, había desertado. Algo se le había debilitado. Sucedió cuanto tenía veinte años, mucho tiempo atrás. Era como un animal que ha hibernado en un rincón, a la sombra de un seto o de un granero, y una mañana, sucio de barro y aturdido, se sacude y vuelve a la vida. Sentado allí, recordó la gloria de tiempos pasados. Recordó la emoción de la altura.

—¿Quién era ése? —preguntó Lane.

—¿Allá arriba? Ah, un amigo mío.

Hicieron el camino en silencio.

—¿Ibas a escalar con él?

Rand asintió.

—¿Es bueno?

—Sí, es bueno.

—Tenía una pinta imponente.

—Ten cuidado ahí —le avisó Rand. Avanzaba más despacio. La pendiente de la ladera era más empinada. Hacia el borde, caía en picado—. Sé de uno que se despeñó por aquí.

—¿Por aquí? Si es fácil… —replicó Lane—. ¿Cómo pudo despeñarse?

—Iba corriendo y resbaló.

Abajo, en la distancia, había peñascos lisos y redondeados.

—Ésa es la bajada difícil —añadió Rand.

En Chamonix, las aiguilles, las altas cumbres, estaban nevadas. Había picos por todas partes, silenciosos, desnudos. Los glaciares descendían lentamente, a media pulgada por hora, a una profundidad de siglos.