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El sonido lejano del tráfico gravitaba como bruma por encima de Los Ángeles. El aire estaba fresco, con la nitidez de la madrugada. El viento venía del mar, que forma parte del aura de la ciudad como todo lo demás. La luz de la mañana caía a raudales sobre los comercios, los toldos, las hojas de todos los árboles. Se derramaba sobre casas lujosas y senderos de entrada, y sobre los desvaídos callejones de viviendas con números de cinco dígitos que se consumían bajo grandes nombres: Harlow Avenue, Ince Way. Hay dos Los Ángeles, según les da por decir, a veces más, pero en realidad sólo hay una, de seis carriles, con palmeras distantes, que desaparece en el mar por un lado. Tiene pisos pequeños con nombre de isla mítica —Nalani, Kona Kai—, dentistas, restaurantes mexicanos y mujeres sentadas en bancos con anuncios de funerarias en la espalda. Los coches pasan disparados como proyectiles. Sobre el fondo de las montañas, los edificios altos reflejan el sol.

Hay algunas zonas relegadas, abandonadas como restos que el mar desecha. Una es Palms. Patios traseros con cercas de alambre, carteles de «Se alquila», mosquiteras polvorientas.

Al pie de un jacarandá que dejaba caer las hojas sobre el tejado había una casa sin pintar como las que se ven en el campo. El porche se apoyaba en cuatro postes blancos. En el patio medraban la maleza y los cachivaches; en la parte trasera, un feraz jardín de hierbajos; en una ventana, una calcomanía de la bandera; por encima, el cielo sin nubes de un azul abismal. Un gato gris, con la cola de punta, se abría paso cautelosamente por la hierba. Dos palomas ascendieron en un revuelo. El gato, con una pata en suspenso, las miró. En el sendero de entrada, blancuzco por las inclemencias del aire libre, había un deslucido coche amarillo.

La casa pertenecía a una joven de Santa Bárbara. Era alta, de piel blanca. Costaba imaginarse que alguien la describiera como mexicana. Tenía el cabello negro. Su madre era un personaje de la alta sociedad que en una ocasión se disparó en una pierna con intención de suicidarse. Su padre daba clases de idiomas modernos. Se llamaba Louise Rate, «erre, a, te, e», añadía ella, sobre todo por teléfono.

Rand llevaba un año viviendo allí, no en la casa propiamente, porque su habitación, la que había alquilado, era el cobertizo, pero tampoco era inquilino. En la primera entrevista, un silencio nervioso se impuso entre ellos durante el cual, según descubrió más tarde, ella se decía que no tenía que hablar. Abrió la puerta del cobertizo y entró antes que él. Era una construcción larga y estrecha situada en la parte de atrás de la casa. Tenía una cama, un tocador, estanterías y libros viejos.

—Puede cambiar los muebles de sitio si quiere.

Rand miró alrededor. Habían pintado el techo alternando el blanco y el verde casco de barco. Había cajas de botellas vacías. En la casa estaba puesta la radio; el sonido llegaba a través de la pared. Ella parecía brusca, desinteresada. Aquella noche escribió sobre él en su diario.

Era hija de la luna, tenía los dientes pequeños, las encías claras y los brazos y las piernas huesudos, esbeltos. Le llamaba por el apellido. Al principio parecía que se burlara. Era su estilo.

Trabajaba en un consultorio de urología. Le convenía el horario y, además, el placer de leer el historial de los pacientes. Le gustaba decir que vivía en el exilio.

—Está un poco revuelto —se había disculpado—. No he tenido tiempo de arreglarlo. Pero la calle es bonita. Es muy tranquila. ¿A qué se dedica?

Se lo contó.

—Ya —dijo ella. Cruzaba y descruzaba los brazos. No sabía qué decir. El sol caía a raudales aquella tarde cálida, había tráfico en todas direcciones. Por las ventanas se veían las casas vecinas con las persianas siempre bajadas, como si dentro hubiera una enfermedad. Y había una enfermedad, de vidas gastadas.

—Bien… —dijo ella sin saber qué decir. El gusanillo de un bienestar cercano, de una posible felicidad incluso, la turbaba—. Supongo que puede quedarse. ¿Cómo se llama?

Apenas la vio los primeros días. Luego, apareció un momento en el umbral y lo invitó a cenar.

—No es una fiesta ni nada parecido —le dijo.

Las velas goteaban encima del mantel. El gato se paseaba entre los platos del fregadero. Louise tomaba vino y lo miraba furtivamente. En realidad, todavía no había conseguido verle bien la cara. Era de Indianápolis, le dijo. Su familia se había trasladado a California cuando él tenía doce años. Había dejado de estudiar un año después.

—No me gustaba la cantina —dijo—. No soportaba la comida ni a la gente que comía allí.

Después había estado en el ejército.

—¿En el ejército? —dijo ella—. ¿Qué hacías en el ejército?

—Me reclutaron.

—¿No lo odiabas?

No respondió. Se sentaba rodeando el plato con los brazos, comiendo lentamente, como un prisionero o un hombre que ha estado en las misiones. De pronto lo comprendió. Casi exclama «¡Ah!». Lo veía, era un desertor. En ese momento, la miró. Ella quiso decirle sin palabras que no se preocupara. Lo admiraba, confiaba plenamente en él. Tenía el pelo excesivamente largo, llevaba tiempo sin cortárselo, y las aletas de la nariz finas, las piernas largas. Rebosaba de una especie de libertad casi visible. Supo dónde había estado. Había cruzado el país, había dormido en graneros y en campos, en lechos secos de ríos.

—Sé que… —dijo ella.

—¿Qué sabes?

—El ejército.

—No me habrías reconocido —le dijo—. Era un fanático, no te lo puedes ni imaginar. Teníamos un capitán, Mills se llamaba. Era de Arkansas, un tipo tremendo. Nos hablaba de los soldados que se reunían fuera cuando el general Marshall se estaba muriendo. Se presentaban por la noche y le cantaban sus canciones preferidas. Fue la idea del asunto lo que me ganó. A los otros, ¿qué les importaba? Pero yo no era como ellos. Yo creía. Era un soldado de verdad, iba a ingresar en la escuela de aspirantes a oficiales y a convertirme en teniente, iba a ser el mejor teniente de todo el puñetero ejército. Todo por ese capitán. Adonde él fuera, yo quería ir. Si él moría, yo quería morirme.

—¿De verdad?

—Lo imitaba en el vestir, en el andar. El ejército es como un reformatorio. Todo el mundo miente, finge. Eso lo odiaba. No hablaba con nadie, no tenía amigos, no quería pringarme. Seguramente esto no te interesa. No sé por qué te lo cuento.

—Me interesa.

Hizo una pausa y pensó en una época de fe pasada.

—El sargento primero, un veterano, apenas sabía escribir su nombre. Le llamábamos Bolo. Sabía que le caía bien, es decir, lo notaba. Una noche, en una fiesta cervecera le pregunté por mis posibilidades de promoción. Jamás lo olvidaré. Me miró y asintió, más o menos. Me dijo: «Rand, llevo mucho tiempo en el ejército, ya sabes». En «la fuersa zarmada», dijo en realidad. «Mi viejo era marine, ¿te lo había contado? China marine. No habrás oído hablar de los China marines, seguro. Eran los peores soldados del mundo. Tenían criados que les limpiaban el rifle y les sacaban brillo a los zapatos. Tenían novias rusas blancas. Que no eran capaces ni de hacerse el petate, vaya. Yo era un chaval entonces, pero me acuerdo de todo. Te digo una cosa, estuve en Corea —hace mucho—, aquello fue duro. Estuve en Saigón. He sido soldado en todas las partes habidas y por haber. Me he chupao ventiscas de miedo, tardamos dos días en reunir a un escuadrón. Me he chupao noches. Me he chupao ríos… por error, aquello fue por error. He conocido tíos de todo el mundo y déjame que te diga una cosa: tú vas a llegar muy lejos en este ejército, seguramente vas a ser uno de los mejores soldados que ha habido en todo el mundo».

—¿Lo decía en serio?

—No sé… estaba como una cuba.

—¿Qué pasó?

—Me metí en líos.

La inmensa noche sureña había caído. Brillaba en todas partes, en las casas de la playa, en los supermercados que cerraban tarde, en las marquesinas blancas de los teatros.

—Toma —dijo ella—. ¿Quieres más vino?

—Podía haber llegado a capitán.

Llevaba una camisa azul descolorida y tenía una expresión curiosamente serena. Parecía un oficial destituido, un hombre traicionado por el destino.

—Pensé que eras un desertor —confesó.

—En aquel tiempo no. Todo yo era ejército. —Sacudió la cabeza—. We’re tenting tonight… —tarareó en un susurro—. Yo creía, ¿te lo imaginas?

Aquella noche durmió en la cama de ella. De otro modo, se habrían enemistado. Ella sabía que se precipitaba y se ponía nerviosa. A lo mejor a él le pasaba desapercibido. La cama era muy ancha, su cama de matrimonio. Las sábanas tenían festones.

—¡Dios mío! —gimió ella. Dijo que era la primera vez desde el divorcio—. ¿Puedes creértelo?

—Sí.

—Eso que me has contado —le preguntó más tarde—, ¿era verdad?

—¿A qué te refieres?

—A lo de los marines.

La veía en la oscuridad, tenía los ojos cerrados.

—¿Los marines? ¿Qué marines?

Por la mañana lo siguió al trabajo.

Las mujeres parecen una cosa cuando no se las conoce y otra cuando se las conoce. No era que no le gustara. Se quedaba mirándola mientras se arreglaba sentada ante un espejo de tocador para salir de noche. La imagen misteriosa del círculo de luz ni siquiera reconocía la presencia del otro, sólo se miraba absorta mientras se aplicaba el negro alrededor de los ojos. Colgaba los collares en una cornamenta de ciervo. En la pared había fotos recortadas de revistas.

—¿Quién es éste? —preguntó—. ¿Tu padre?

Breve mirada.

—Es D. H. Lawrence —murmuró ella.

Un joven con bigote y bonito pelo castaño.

—¿Sabes a quién se parece? —dijo, asombrado. No podía creerlo. Se volvió hacia ella esperando que lo adivinase sola—. Oye… —dijo—, mira.

Ella miraba fijamente su propio reflejo.

—¿Cómo se pueden tener los labios tan finos? —se quejó.

Sí, entonces le gustó. Era sardónica, pálida. Quería ser feliz pero no podía, eso la privaba de sí misma, de lo que quedaría cuando él, como todos los demás, se hubiera ido. Siempre se dejaba algo escondido, guardado, ridiculizado. Era impaciente con su hijo, y el hijo lo soportaba estoicamente. Se llamaba Lane, tenía doce años. Ocupaba la habitación del fondo del pasillo.

—Pobre Lane —solía decir ella—, no va a llegar muy lejos.

No iba bien en el colegio. A los profesores les gustaba, tenía muchos amigos, pero era lento, distraído, como si viviera en un sueño.

Algunas noches volvían de algún lugar de la ciudad, cansados de bailar, y pasaban haciendo eses por el pasillo ante su puerta. Ella hablaba en susurros, procurando no hacer ruido.

Se le cayó el zapato al suelo con la brusquedad de un disparo.

—¡Hostia! —dijo.

Estaba muy cansada para hacer el amor. Lo había echado todo en la pista de baile. O si no, sí, a medio gas, y yacían como dos cadáveres de un asesinato sin descubrir, semitapados a la luz temprana, en silencio absoluto, salvo por los primeros y dispersos trinos de los pájaros.

Los domingos iban al mar en coche. En la claridad de la primavera, el cielo era de un azul suave, un azul que todavía no conoce el horno. Casas pequeñas, almacenes de madera, mercados cochambrosos. La desolación definitiva de la costa. A su espalda quedaban las calles de Los Ángeles, los automóviles plateados, los hombres con trajes caros.

Viéndolos bajar por el desmonte con cuidado, desde la autopista hasta la playa, medio desnudos, con las toallas en la mano, parecían una familia. A medida que se acercaban resultaba más interesante incluso. Ella ya acusaba la falta de soltura y seguridad que conlleva la madurez. Concentraba toda la atención en los pies. Sólo el divertido y garboso movimiento de las manos y el pañuelo a la cabeza la hacían parecer joven. Detrás de ella, una figura alta y resignada. Todavía no había aprendido que siempre viene algo a rescatarnos.

Era una mujer que un día se daría a la bebida o a la cocaína, probablemente. Era tensa, insegura. Hablaba con frecuencia de su aspecto exterior, de lo que iba a ponerse. Se quitó arena de la cara.

—¿Qué te parece el blanco, blanco puro, como se visten en Theodore’s?

—¿Para qué?

—Pantalones blancos sin nada debajo —dijo—, camisetas blancas. —Se imaginaba a sí misma en fiestas—. Sólo el rojo del lápiz de labios y un poco de azul alrededor de los ojos. Todo lo demás, blanco. Se acerca un tío, un tío guapo, y dice: «Me gusta el color de tus pezones ¿sabes? ¿Has venido sola?». Lo miro con mucha calma y le digo: «Piérdete».

Se inventaba fantasías de ese estilo y las interpretaba. De pronto aceptaba besos y de pronto, la cabeza se le iba a otro sitio. Y nunca estaba completamente segura de él. Nunca se atrevió a ilusionarse con la idea de que él se quedara. Temerosa de lo que pudiera suceder, era frívola, indirecta, parloteaba sola como un pájaro en el bosque para no darse cuenta del peligro inminente.

Una mañana temprano, Rand se levantó antes de las cinco, cuando apenas había luz. Pisó el suelo y lo encontró frío. Louise dormía. Recogió su ropa y bajó al vestíbulo. Lane dormía en calzoncillos encima de un enredo de sábanas. Tenía los brazos como los de su madre, tubulares y lisos, sacudió levemente. Abrió los ojos con un destello.

—¿Estás despierto?

No hubo respuesta.

—Vamos —le dijo.