La prima Marina

Por suerte, la madre de Tatiana, Dasha y Pasha regresó a Leningrado y Marina llegó a Luga.

Su exhausta madre casi nunca se fijaba en Tatiana ni en lo que ésta hacía o dejaba de hacer, pero la prima Marina, que por lo general sí lo hacía, esta vez sólo tenía ojos para Saika. Tatiana se escondía detrás de los árboles con Oleg, viéndolas reír y pelearse en broma. Marina era una muchacha morena, de pelo corto, figura redondeada y ojos también redondos, brazos redondos, caderas redondas y manchas de nacimiento negras por todo el cuerpo.

—¿Puedes creer lo que está pasando en Abisinia, Tania?

«Ay, Oleg… ¿Puedes creer tú lo que está pasando delante de tus propias narices? ¡Mi prima Marina, sangre de mi sangre, prefiere jugar con otra antes que conmigo!».

—Lo que los japoneses están haciendo en Nanking es inconcebible. ¿Es que nadie va a detenerlos?

«La manera en que Saika está acaparando la atención de Marina es inconcebible. ¿Es que nadie va a detenerla?».

—Alguien tiene que darle a Chamberlain un ultimátum: mi país ahora o su país dentro de un año.

«Alguien tiene que darle a Marina un ultimátum: o juegas conmigo ahora o luego te arrepentirás».

Pasha se sentó encima de Tatiana, le empezó a hacer cosquillas y entonó:

—Tania está celosa, Tania está celosa…

Y Tatiana se lo quitó de encima, lo inmovilizó en el suelo y entonó:

—Pasha es idiota, Pasha es idiota…

Sin embargo, era Marina quien se sentaba ahora en los árboles y Marina quien nadaba en el río y quien se iba a los campos a comer tréboles. Como si Marina hubiese sabido lo que era comer tréboles hasta que Tatiana se lo enseñó… Qué ironías…

Saika y Marina se cuchicheaban cosas al oído y luego estallaban en risas, compartían secretos y se tumbaban en la hierba mientras los chicos jugaban al fútbol con Tania. Antes de la llegada de Marina, Saika acudía a la ventana de Tatiana mañana, tarde y noche, invitándola a ir a alguna parte, a hacer algo, y lo que es peor, a subirse a los árboles para hacer confesiones a medianoche. Tatiana no le decía nada, pero eso no disuadía a Saika, quien le contaba toda clase de secretos que Tatiana sin duda habría preferido no conocer. De modo que por una parte, Tatiana se alegraba de que al fin hubiese llegado alguien que desviase la atención de Saika, pero por otra… ¡se trataba de su Marinka!

Puesto que Saika estaba ocupada, Oleg se puso a hablar con Tatiana de nuevo.

—Oleg —dijo ésta—, por favor, dime que sir Neville no te ha apaciguado a ti también, ahora que ha aplaudido a Franco en España y dicho que el nuevo acuerdo anglo-italiano elimina las nubes de desconfianza que empañaban el ambiente y despeja el camino hacia la paz.

—O eres irónica o muy ingenua —repuso Oleg con aire solemne—. Casi tan ingenua como Chamberlain. El resto del mundo se está tirando de cabeza al fascismo mientras nosotros lo contemplamos como simples espectadores. Pero nada, vosotros seguid jugando a vuestros estúpidos juegos. Europa será el campo de batalla y la guerra en Europa se librará por el orden mundial: el orden fascista o el orden comunista. Hitler contra Stalin.

—Y los fascistas perderán —sentenció Tatiana.

—Pues desde luego, no parece que el fascismo esté perdiendo ahora mismo, ¿no te parece, Tanechka? —repuso Oleg con mordacidad.

En casa, deda seguía jugando al ajedrez con ella, lo cual no compensaba en nada a Tatiana, puesto que Marina no sabía jugar al ajedrez.

—Dentro de dos jugadas será jaque mate —le dijo deda.

Y Tatiana replicó, riéndose a carcajadas:

—Puede que dentro de dos jugadas sea jaque mate, abuelo, pero ahora mismo es jaque.

Tres patos en fila

Hasta que al fin la invitaron a tomar parte en sus juegos, y Tatiana, Marina y Saika fueron juntas a nadar al río. Era una tarde apacible y cálida en el Luga. Jugaron a chapotear y salpicarse unas a otras allí donde todavía hacían pie, pero luego Saika se alejó y Marina la imitó. Tatiana las siguió a regañadientes. Saika siguió avanzando y Tatiana advirtió a su prima:

—Marina, no nades tan adentro, no te alejes tanto de la orilla.

Y Marina la llamó aguafiestas. Nadaban como tres patos en fila, Marina, luego Saika y luego Tatiana, cuando, de repente, el agua se tragó a la primera.

Marina reapareció al cabo de un momento, tosiendo y escupiendo agua. Intentó seguir nadando, pero no podía. Había quedado atrapada en un remolino de agua, y la joven, presa del pánico, trató de gritar, aunque así sólo consiguió tragar aún más agua. El remolino la atrapó en sus fauces y empezó a engullirla, haciéndola girar sin cesar y arrastrándola río abajo. Tatiana trató de sortear a Saika para acudir en auxilio de su prima, aunque sabía que de un momento a otro ésta volvería a desaparecer bajo el agua.

—¡Saika, rápido! —gritó—. ¡Ayúdame!

Jadeando pero sin responder, Saika nadó un poco más rápido en un intento por alcanzar a Marina.

—¡Podemos hacerlo! —repitió Tatiana—. ¡Vamos, sujétala del brazo y tira de ella!

Saika actuó como si no la hubiese oído. Marina desapareció debajo del agua, tratando de gritar y sacudiendo los brazos desesperadamente.

Tatiana apenas oía a Marina a causa del pánico que sentía, pero sí oyó cómo gritaba su nombre:

—Tania… por favor… Tania… ayúdame…

Tatiana inspiró hondo, apartó a Saika a un lado y agarró a su prima por el brazo, y antes de que ésta pudiera arrastrarla consigo al fondo del río como si fuese un ancla, Tatiana tiró de ella con todas sus fuerzas y…

Lo lógico habría sido que después del incidente le hubiesen dado las gracias, pero no fue así.

Al día siguiente, cuando Tatiana llegó al claro, Antón le susurró algo al oído a Natasha, que a su vez le susurró algo al oído a Marina, que a su vez le susurró algo al oído a Oleg, que a su vez le susurró algo al oído a Saika, que miró a Tatiana e interrumpió la cadena de susurros.

—¿Qué os pasa? —les preguntó, pero nadie contestó.

Hasta Pasha la miraba con recelo.

¡Nadie quería jugar al fútbol con ella! ¡Ni siquiera Pasha y Antón!

Tatiana hizo un ademán desdeñoso y se marchó. Más tarde, Pasha acudió a sentarse a su lado en la cama, pero Tatiana estaba enfrascada en sus lecturas y no le hizo ningún caso.

—¿Qué pasó ayer en el río? —le preguntó él al fin.

—Marina quedó atrapada en un remolino y la salvé.

—Pues no es eso lo que hemos oído —repuso él—. Hemos oído que apartaste a Saika de un empujón.

Tatiana se echó a reír. Pasha no dijo nada.

—¿Apartaste a Saika de un empujón?

—Sí.

—¿Por qué?

—¡Porque no iba a ayudar a Marina, Pasha!

—Ella dice que estaba a punto de hacerlo cuando la apartaste.

—Pues yo no sabría decir lo que estaba a punto de hacer, lo que sé es lo que no estaba haciendo.

—Ella dice que estaba a punto.

—Sí, claro, qué casualidad. Bueno, da lo mismo lo mucho que Saika tergiverse las cosas, yo sé cuál es la verdad de lo que pasó.

—¿Y por qué iba Saika a tergiversar las cosas? Deja ya de meterte con ella.

—Muy bien, como quieras —dijo Tatiana—. Lo único que sé es que Saika no movió un dedo para salvar a Marina.

Tatiana volvió a enterrar la cara en su libro.

—Bueno, pues será mejor que hables con Marina —dijo Pasha—, porque ella tiene otra versión muy distinta.

—La muy ingrata —dijo Tatiana sin rencor.

Palmas y serbales

Más tarde, en la hamaca donde los niños se reunían al atardecer, Tatiana, con ganas de bronca, dijo:

—Dime, Saika, ¿qué es eso que le vas diciendo a todo el mundo sobre lo que pasó en el río?

—Vamos, qué tontería, no hablemos de eso —repuso Saika despreocupadamente haciendo un ademán desdeñoso—. Agua pasada no mueve molino.

—Tiene razón, Tania —terció Marina—. Era difícil saber lo que estaba pasando en ese río, pero ahora estoy bien y eso es lo que cuenta. —Cambió de tema—. Esta noche Saika me ha invitado a ir a ver a su madre, me va a adivinar el futuro. ¿Quieres venir? No tienes que venir si no quieres, pero Pasha va a venir. Hasta Dasha va a venir.

—Saika —dijo Tatiana sin ninguna emoción en la voz—, entonces… ¿tu madre estará disponible esta noche?

Pasha le dio un codazo en un costado y Dasha en el otro.

—Mi madre era una kochek en nuestro viejo país, Tania —dijo Saika con orgullo—. ¿Sabes qué es eso? Una adivina. A veces alcanza el éxtasis. Adivina el futuro, y alguien capaz de alcanzar el éxtasis es alguien con tendencia a experimentar emociones muy fuertes. Ésa es mi madre. No hay nada de lo que avergonzarse.

Antes de que Tatiana pudiese decir una sola palabra, Dasha le masculló entre dientes:

—Y tú también vas a tener tendencia a experimentar una emoción muy fuerte dentro de un minuto: el dolor intenso. Cierra la boquita y ven.

La asió de la mano.

Cuando entraron en la casa, Shavtala estaba entonando unos cantos fúnebres. Llevaba una melena de pelo negro enmarañado, con un largo caftán oscuro, y fumaba cigarrillos sin filtro en una habitación que tenía todas las ventanas cerradas.

—Los cigarrillos son mi incienso —dijo.

Tatiana supuso que pretendía que fuese un chiste.

Marina era la primera. Shavtala tomó las manos de la joven con aire indiferente, le volvió las palmas hacia arriba y las escrutó un segundo o dos. Le dijo que encontraría actividades educativas proletarias muy satisfactorias y que resultaría de gran valor para su país.

—Pero el clima frío es tu enemigo. Abrígate bien. Ponte botas de goma para la nieve.

—¿Qué?

—Sólo te digo lo que veo. También que eres una persona práctica, pero te falta imaginación. Intenta ver lo viejo desde una óptica nueva. Trabaja en ese sentido. Siguiente.

—¿Hasta qué punto es específico lo que dicen las palmas de las manos? —preguntó Tatiana empujando a su hermana Dasha hacia delante.

Con gran apatía, Shavtala volvió las manos de Dasha.

—Interesante —dijo—. Es muy, muy interesante. —En un tono de voz que más bien quería decir: «Aburrido. Muy, muy aburrido». Después de hablarle de la actividad proletaria para la que consideraba que resultaría de gran utilidad, Shavtala añadió—: En tu línea del corazón aparece una problema de salud. Algo relacionado con la vista. ¿Llevas gafas?

—¿Qué?

—Yo que tú me compraría un par. Siguiente.

—Espere, ¿y en el amor? —preguntó Dasha.

—No lo sé —contestó Shavtala—. Tu prima Marina se preocupa por todo, tiene muchas líneas de preocupaciones. Tú, por el contrario, no te preocupas lo suficiente.

—No he preguntado por las preocupaciones, he preguntado por el amor.

—Sí, ya. Bueno, yo que tú me preocuparía un poco más. Y tendría cuidado con el hielo. Veo mucho hielo en tu futuro.

—Hielo, botas de goma para la nieve… —le susurró Tatiana—. Es evidente que esta mujer ha estado en Leningrado entre octubre y abril.

—¡Chsss!

—Pero ¿habrá amor en mi vida? —insistió Dasha—. Es lo único que quiero saber.

Shavtala miró a Dasha con sus ojos negros e inertes.

—Sí —respondió—. Habrá amor. Y a Pasha le dijo:

—No te gustan mucho las cosas oxidadas.

—¿Las cosas oxidadas? —exclamó Pasha—. ¿Y por qué habrían de gustarme? ¿Y por qué no voy a tener ningún trabajo provechoso?

—Porque no vas a ser un buen proletario. Eres demasiado voluble. Ahora te toca a ti, Tania.

—Yo no —dijo ésta—. No, a mí no me interesa. Huy, qué tarde es… tengo que irme.

Pero Shavtala la agarró de las manos de todos modos.

—¡Caramba! ¿Qué tenemos aquí…? —exclamó la adivina—. Menuda línea de Saturno, la línea del destino… Nunca había visto nada igual… ¡Pero si te divide en dos las dos manos!

—Vamos —dijo Tatiana, tratando de volver las palmas de las manos hacia abajo—. Déjelo, no me gusta.

Pero Shavtala no la oyó o no le importó lo que le decía, aunque ahora ya no quedaba ni rastro de indiferencia en su rostro: estaba jadeando, alterada y nerviosa.

—Mira, el corazón, la cabeza, y las líneas de la vida todas conectadas, fluyendo al unísono a partir de un solo punto común. Significa que el destino te depara problemas muy graves, niña.

Gimoteando, Tatiana apretó con fuerza las manos de la adivina.

—¡Por favor, déjelo! —exclamó, agarrando las manos de Shavtala y mirándola con dureza—. ¿Es que no ve que no me gusta?

De repente, Shavtala se apartó dando un grito agudo. Soltó las manos de Tatiana, las alejó de ella y se quedó mirando a la joven con la mirada presa del pánico.

—¿Qué has visto, mamá? —preguntó Saika.

Shavtala se desplomó en su sillón.

—Nada. Pero… Tania… —La miró fijamente—. ¿Has visto… en mi interior?

—¡No!

Tatiana retrocedió y se tropezó con su hermano. Shavtala asintió con la cabeza.

—Sí, sí que lo has visto, lo sé.

—No.

Tatiana se escondió detrás de Pasha, que la empujó hacia delante, haciéndole cosquillas, y no volvió a mirar a Shavtala.

—Vamos, tenemos que irnos.

—¿Qué has visto, Tania? —preguntó Shavtala de nuevo. Tatiana no le contestó ni le devolvió la mirada. Saika se agachó junto a su madre.

—Mamá, ¿qué pasa?

—Hija —dijo Shavtala en voz baja—, no te acerques a ella, mantente alejada de ella.

—Pasha, ¿es que te has convertido en una estatua de sal? —exclamó Tatiana, tirando de su hermano.

Cuando salieron fuera, Tatiana dijo:

—¿Veis por qué esas cosas son una pérdida de tiempo? ¿Veis por qué son absurdas? A ver, Pasha, ¿qué se supone que vas a hacer ahora con respecto al óxido?

—¡O yo con lo de las gafas! —exclamó Dasha—. ¡Pero si veo perfectamente!

—Lo que yo os decía. Sed como yo y no queráis saber más de la cuenta.

—Sí, Tania, pero madame Kantorova ha dicho que va a haber amor en mi vida… —dijo Dasha, radiante.

—Sí, y le ha dicho a Marina que se ponga botas para la nieve.

Cuando los niños Metanov y Marina llegaron al porche de su casa, Pasha preguntó:

—Tania, la madre de Saika no tenía razón con lo que ha dicho de ti, ¿verdad que no? Tú no has visto…

—¿A ti te ha parecido una fuente fiable de información, Pasha? —masculló Tatiana, sin mirar a su hermano—. Pues claro que no tenía razón.

Pasha y Dasha la miraron con curiosidad.

—¡Ah, sois imposibles…! —exclamó ella, y se fue a la cama.

Física aplicada en la colina

Al día siguiente, Saika propuso una carrera de bicicletas. Tatiana no quería participar, pero tampoco quería ser una aguafiestas. Deseaba competir con Pasha, pero Saika dijo que eso era lo que hacía siempre y que era mejor que compitiese con ella.

En parejas, debían recorrer el angosto camino de tierra de la colina que iba desde Luga hasta las cabañas donde vivían. En sí, era un juego de niños, pero lo que hacía la carrera digna del mismísimo Newton era el papel que desempeñaban los camiones soviéticos de suministros que pasaban cuesta abajo casi vacíos y regresaban cargados con los frutos de los aldeanos de Luga. Los niños debían esperar el momento, justo cuando el camión estuviese casi llegando hasta ellos a lo alto de la ladera, para abalanzarse cuesta abajo pedaleando frenéticamente, con el camión a escasos metros de ellos, haciendo sonar el claxon y tratando en vano de aminorar la velocidad.

El truco consistía en saber dos cosas: cuánto había que dejar que se acercara el camión para hacerlo todo más emocionante y cuándo arrojar la bicicleta a la hierba antes de que entrase en juego otra de las leyes de la física, la que decía que dos objetos no podían ocupar el mismo espacio al mismo tiempo. Cuando ganaban al camión hasta llegar abajo de todo sin que nadie resultara muerto, entonces sí era una buena carrera.

Lo echaron a suertes y Marina y Pasha compitieron primero. Habían esperado mucho rato a que apareciese un camión, y cuando al fin llegó uno, estaban tan impacientes y ansiosos que echaron a pedalear demasiado pronto.

—¡Cobardes! —les gritó Tatiana a su espalda.

—¿Ahora tú, Tania? —preguntó Saika.

Pero Tatiana nunca salía demasiado pronto: sabía a qué velocidad podía correr su bicicleta. Aguardaron encaramadas al asiento de sus respectivas bicicletas, mirando atrás, hacia el camión que se aproximaba. Saika volvió a preguntar:

—¿Ahora?

—Dentro de un… —dijo Tatiana.

—¡Ahora! —repuso Saika, y entonces Tatiana estuvo de acuerdo—. Muy bien, ahora.

Las chicas se pusieron a pedalear a toda velocidad cuesta abajo. Pasha y Marina, que ya estaban abajo, empezaron a saltar y a chillar, y Tatiana sintió de repente que el camión aceleraba en lugar de aminorar la velocidad.

—¡Rápido, vamos! —le dijo a Saika por encima del hombro, pero ésta parecía haber perdido el control de su bicicleta… porque viró bruscamente hacia la rueda delantera de Tatiana.

Al cabo de un segundo, Tatiana estaba en el suelo, con el pie atrapado en los radios de la rueda. La fuerza de la caída la arrastró pendiente abajo. El conductor del camión pisó el freno a fondo, pero era inútil: el vehículo siguió derrapando hacia ella. Tatiana oyó vagamente los gritos de pánico de Pasha y logró levantarse, con la pierna atrapada aún entre los radios, y arrojarse a la hierba del margen de la carretera, liberándose de la rueda al saltar. El camión dio un volantazo y la bicicleta acabó atrapada en sus neumáticos y arrastrada bajo el chasis hasta que el camión se detuvo por completo, traqueteando, al pie de la ladera.

El conductor del camión se bajó de la cabina de un salto y empezó a correr cuesta arriba hacia Tatiana, gritando:

—¡Te voy a matar! ¡Te voy a matar!

La joven estaba en el suelo, cubierta de polvo, con el pulso acelerado y el corte de la rodilla sangrando. Pasha ya estaba a su lado, y Marina iba detrás del conductor del camión, que alcanzó a Tatiana, se agachó junto a ella y con expresión de ira y preocupación, le dijo:

—¡Estás loca! Podrías haberte matado, ¿lo sabes?

—Siento haberlo asustado —se disculpó Tatiana, sujetándose la rodilla herida—. ¿Le ha pasado algo al camión?

Pasha se quitó la camisa y la envolvió alrededor de la pierna de Tatiana. Saika estaba de pie en silencio junto a su bicicleta. Fulminándola con la mirada, Pasha dijo:

—¿Se puede saber qué narices ha pasado?

Y Saika respondió tímidamente:

—No lo sé. He perdido el control de la bicicleta. Lo siento mucho, Tania.

Tatiana se incorporó con la ayuda de Pasha.

—No pasa nada. Sólo ha sido un accidente.

—Sí, Tania —dijo Marina con una risa nerviosa—. Este juego es una locura. Hemos tenido suerte todos de no habernos hecho daño.

Tatiana no dijo nada más, ni tampoco Pasha, pero cuando regresaban renqueando a casa, éste le preguntó:

—¿Me falla la vista o te ha embestido Saika con su bicicleta?

—Estoy segura de que te falla la vista —contestó Tatiana.

El saco de azúcar

—¡Niños! —exclamó babushka arrastrando un pesado fardo al porche—. Mirad lo que he encontrado tirado en la hierba al lado de la carretera. ¡Azúcar! —Babushka estaba entusiasmada con su descubrimiento—. ¡Es increíble! Les voy a preparar a estos niños una tarta… ¡Ay! ¿Qué te ha pasado, Tania?

Mientras Dasha le vendaba la pierna a Tatiana, Pasha le contó a la abuela lo que había pasado.

—Pero ha sido un accidente —añadió Marina.

—Porque de no haber sido un accidente, ¿qué podría haber sido? —espetó Pasha.

Tatiana le dio una patada con la pierna buena.

Babushka no parecía preocupada.

—Conque entonces esa bicicleta destrozada que había en la hierba donde encontré el azúcar era tuya… Te está bien empleado, por bruta. No vuelvas a hacerlo, ¿de acuerdo? Bueno, pero es un bonito premio de consolación, ¿no?

—No. —Deda apareció en ese momento procedente del jardín—. Mujer, ¿en qué estás pensando? Los niños no pueden quedarse con eso, no es nuestro.

—¿Y qué? No es de nadie. No sabemos de quién es.

—Eso es verdad —convino él—. No sabemos de quién es, pero sí hay algo que sabemos con absoluta seguridad… —Y en ese momento alzó la voz—: ¡No es nuestro!

Babushka tenía mucho que decir a eso.

—¿Se puede saber por qué me gritas, Anna? —Deda se mostró inflexible—. Lee lo que pone en el saco. Dice claramente: Propiedad de la Administración Colectiva de la URSS.

—Lo que yo he dicho, no es de nadie —repitió la abuela con insistencia.

Deda —trató de convencerlo Tatiana, pese al dolor que sentía en la pierna—, como no lo hemos robado, a lo mejor podríamos quedarnos con sólo una taza del contenido del saco, y el resto podríamos donarlo al orfanato de Luga y a los Staretsky, que viven al final de la calle. No han probado el azúcar desde los tiempos del zar.

Deda permaneció en silencio con el saco de azúcar en el suelo, a sus pies.

—Quedémonos con el maldito saco —dijo Dasha, y Pasha mostró su acuerdo con entusiasmo, pero el abuelo negó con la cabeza.

—Tanechka, sabes que no podemos.

—¿Qué pasa? ¿No quieres darles a tus propios nietos ni una sola taza? —exclamó Anna—. No pienso hacerte caso, voy a dársela.

—Ya lo creo que me harás caso. Tenemos que devolver el saco al sóviet local de Luga, y cuando lo hagamos, lo pesarán, ¿y qué crees que dirán cuando vean que nos hemos quedado con un kilo para nosotros?

—¡Por eso no podemos devolverles el saco! —replicó babushka—. Nos lo quedamos, cocinamos con ese azúcar, nos lo comemos y luego tiramos la tela de arpillera. El conductor del camión ni siquiera se dará cuenta de que lo ha perdido.

—¿Y qué crees, que no cuentan el número de sacos de azúcar, Anna?

—Déjalo ya, ¿quieres? Tú te crees que lo sabes todo. ¿Por qué te preocupas tanto? Confía en mí, nadie se enterará. Y ahora, Tania, ¿piensas quedarte ahí sentada toda la noche o vas a ir casa de Blanca para traernos la leche de la noche? La cena estará lista dentro de una hora.

De camino a casa de Blanca, Marina se acercó corriendo a casa de Saika para preguntarle si quería ir con ellos. Mascullando más disculpas por lo sucedido a la pierna de Tatiana, Saika los acompañó.

Melek Taus

Blanca Davidovna miró a Saika con cierta aprensión cuando los niños llegaron a su puerta.

—Entrad —dijo sin demasiada convicción—. ¿Quién viene a que le lea los posos del té?

—Yo —dijo Marina—. El otro día, la madre de Saika me leyó la fortuna y me dijo que llegaré muy lejos. Me gustaría saber qué dicen los posos de té este año.

Los niños se sentaron en la salita y Pasha le contó a Blanca Davidovna lo que le había ocurrido a Tatiana.

—Pero estoy bien —añadió apresuradamente Tatiana al ver la mirada de censura que Blanca le dedicaba a Saika.

Marina también debió de advertirla, porque enseguida dijo:

—Venga, todo eso es agua pasada. Tania, ¿por qué no dejas que Blanca Davidovna te lea los posos de té? Hace años que no te los lee.

—No sirve para nada —dijo Tatiana—. Blanca Davidovna lo sabe mejor que nadie. —Asintió mirando a la mujer—. Hay otras cosas que son útiles, pero eso no.

Saika quería saber qué era lo que era útil.

Blanca Davidovna cogió a Tatiana de la mano y tiró de ella con suavidad.

—Cielo… ven aquí.

—Nada de té, nada de rayas de la mano, Blanca Davidovna —le advirtió Tatiana con firmeza—. Me lo prometiste.

—Ya lo sé, tesoro, y no pienso incumplir mi promesa. Tienes razón, por supuesto. Yo debería saberlo mejor que nadie… —Se santiguó—. Es una curiosidad malsana, inútil… y peligrosa. No hay que jugar con el destino, no conviene tomarlo a la ligera. Puedes coger leche caliente de mi vaca, yo no leo la leche. Sólo quiero que te sientes en mi regazo, Tanechka.

—Peso demasiado para ti.

—Pero si eres una pluma. Anda, ven. ¿Te duele la pierna?

—Está bien. —Tatiana se sentó en el regazo de Blanca—. No me toques las manos —dijo—, que te conozco.

Pero Blanca lo hizo, le tomó las manos entre las suyas… y se las besó.

—Ya sé que no quieres saber tu futuro —le susurró.

—Blanca Davidovna, ¿de qué tiene miedo Tania? —dijo Saika.

—Simplemente, no quiere saber el futuro —contestó la mujer—. Detesta toda esta parafernalia sobre el destino.

—No lo detesto —contestó Tania, en el regazo de Blanca—. Es que no es necesario. Sólo hay que vivir la vida que uno tiene, porque ¿qué otra cosa hay si no?

—Pero ¿de qué tiene miedo Tania? —insistió Saika—. ¿Me leerás la palma de la mano, mis posos de té, Blanca Davidovna? Yo no tengo miedo al futuro. No le tengo miedo a nada.

—¡Eres tan valiente, Saika! —exclamó Marina.

Blanca se quedó callada.

—Me parece que eres la clase de chica —le dijo a Saika— a quien le han echado la fortuna varias veces.

—En eso tienes razón —contestó Saika riendo.

—¿Dijiste que tu madre era una kochek, niña? —le preguntó Blanca Davidovna a Saika, con el ceño aún más fruncido—. ¿No son las kochek parte del clero de los yezidi?

—No necesariamente —contestó Saika, frunciendo el ceño ella también—. ¿Conoces a los yezidi?

Tatiana le explicó a Blanca que la familia de Saika era yezidi.

—¿De veras? —exclamó Blanca, examinando con gran interés el rostro de Saika.

Ésta se levantó de golpe.

—Antes, hace mucho tiempo. ¿Vamos a tomar ese té o vamos a estar hablando toda la noche?

—¿Qué son los yezidi? —preguntó el curioso Pasha.

—Recuerda a la esposa curiosa de Barbazul, Pasha —susurró Tatiana.

—Cállate, Tania. Saika, ¿el retrato del pavo real azul que está colgado en vuestra sala de estar tiene algo que ver con los yezidi?

—¿Qué?

—La otra noche, mientras tu madre caía en trance por mi falta de futuro proletario oxidado —dijo Pasha—, no pude evitar fijarme en el pájaro azul que está en la repisa de vuestra chimenea. ¿Es algo yezidi? Hace días que quiero preguntártelo.

—Es sólo un pájaro, Pasha. ¿A qué viene tanto interés?

—Es simple curiosidad, Saika.

—Muy bien, te lo diré si tú me cuentas algo sobre Tania.

—¿Por qué siempre me metéis a mí por en medio? —exclamó Tatiana—. Pasha, dile algo sobre Marina en vez de hablar de mí.

—Está bien —dijo Pasha—. Tú primero. Háblame del pavo.

Marina escuchaba el intercambio embelesada.

—Pasha, ¿sabes lo que significa la palabra «yezidi»? Significa «ángeles» en árabe. La de los yezidi es un religión kurda de ángeles. —Sonrió—. El pavo real es el ángel principal. Lo llaman el ángel pavo real.

—¿Y tiene algún nombre ese pavo? —Quiso saber Pasha.

—Melek Taus —replicó Saika.

—Blanca Davidovna, ¿tiene traducción ese nombre en nuestro idioma? —le preguntó Pasha.

Blanca no respondió. Estaba removiendo las tazas de té vacías de los niños, viendo la disposición de los posos. Lo hizo con tres tazas y luego las soltó. Fijó su mirada sobre Tatiana.

—Lucifer —respondió Blanca al fin.

—¿Lucifer? —repitió Pasha.

Meneando la cabeza, Tatiana cerró los ojos. Aquello era suficiente provocación para todo el verano.

—¿Y cómo sabe una aldeana tantas cosas sobre las religiones antiguas? —preguntó Saika, mirando a Blanca con dureza.

—Cuando se vive mucho tiempo, se aprenden muchas cosas —contestó Blanca—. Y yo ya tengo ciento un años.

Pasha logró recobrar la voz al fin.

—¿Lucifer? —repitió en voz alta. Saika miró a Pasha, Blanca y Tatiana con calma absoluta.

—Sí. ¿Y qué?

Tres rostros perplejos le devolvieron la mirada. ¿Quién se atrevía? Fue Pasha.

—Lucifer, el pavo real… ¿es el símbolo principal de tu iglesia, Saika?

—Sí. ¿Qué pasa? Lucifer es el ángel de luz —dijo Saika—. Todo el mundo lo sabe. Hasta su nombre significa luz.

Pasha tosió con fuerza. Ni siquiera los pellizcos de Tatiana lograron que se contuviera.

—Ejem, perdóname, Saika, pero he leído unas cuantas cosas sobre Lucifer.

—Pasha, no mientas, tú no sabes leer —se mofó Tatiana. Él le dio un codazo.

—Tú puedes llamarlo como quieras, pero el resto del mundo considera a Lucifer como algo ligeramente distinto a un ángel de luz.

—Eso es porque el resto del mundo lo malinterpreta, igual que malinterpreta muchas otras cosas —dijo Saika—. Pero es posible iluminar al mundo.

—Pues ilumíname a mí —dijo Pasha—. ¿No fue Lucifer un arcángel que se creyó más sabio que Dios y por eso se convirtió en un ángel caído?

—Ya sé adónde quieres ir a parar con esto —dijo Saika—. Quieres que admita que mientras nuestra mísera secta religiosa de apenas cuatro desgraciados cuelga cuadros de ángeles en las paredes, el resto del mundo piensa que somos una secta de adoradores del mal.

—Pues la verdad, no me lo había planteado desde ese punto de vista. ¡Ay! ¡Tania, déjame en paz! Pero ahora que lo dices, no es que seáis adoradores del mal, es que adoráis al mismísimo Satán.

Pero ¿qué mosca le había picado a su hermano esa noche?, pensó Tatiana.

—Eso no es verdad —replicó Saika—. No existe Satán como tal. Nuestra religión acepta el mal como parte natural de la creación.

—¿No lo adoráis?

—No. —Saika se mostró inflexible—. Le otorgamos el respeto que merece, lo colocamos en el contexto que le corresponde. Tomemos vuestra historia del Jardín del Edén, por ejemplo. Lo único que le decía la serpiente a Adán y Eva era que tuviesen conocimiento pleno, del bien y del mal, y que luego decidiesen, así que en realidad, si lo que creéis vosotros es verdad, entonces la serpiente le estaba haciendo un favor a vuestra religión dándole el conocimiento para distinguir el bien del mal. En otras palabras, la serpiente os dio el libre albedrío.

—No estoy de acuerdo con lo que dices de la serpiente —intervino Tatiana.

—Pues claro que no —dijo Saika—, tú siempre tienes que llevar la contraria.

Igual de inflexible que Saika, Tatiana prosiguió diciendo:

—Bueno, en mi humilde opinión, al decidir hacer caso a la serpiente, Adán y Eva ya estaban eligiendo… sólo que de forma muy poco sabia. Dios les dio una orden y ellos eligieron no escucharlo. La serpiente sibiló y ellos decidieron escucharla. El libre albedrío fue antes, no después.

Saika se echó a reír con aire desdeñoso.

—¿A qué viene tanta obsesión con el libre albedrío? No quiero seguir hablando de tantas tonterías. Me voy a casa, ¿vienes, Marina? —Marina se levantó de un salto.

—¿Quieres que te lea los posos de té, Marina? —dijo Blanca Davidovna—. Porque ya están listos.

—Otro día tal vez, Blanca Davidovna. —Tatiana también se levantó.

—Pasha, no te quedes ahí sentado. Babushka nos matará por llegar tan tarde. Todavía tengo que ordeñar a la vaca. Ven a ayudarme. —Saika lo llamó.

—¡Espera, Pasha! Yo te he contado lo del pavo real, pero tú no me has contado nada de Tatiana.

—He cambiado de idea —contestó Pasha, alejándose—. Soy demasiado voluble, ya lo dijo tu propia madre.

Cuando regresaban a su dacha, Pasha apartó a Tatiana de Marina y dijo:

—Tania, me da lo mismo lo que haga Marina, pero tú tienes prohibido volver a jugar con Saika.

—¿Qué?

—Lo digo en serio. No puedes volver a jugar con ella. Ni en su casa, ni en la hamaca, ni en el río ni con las bicicletas.

—Bueno, ahora ya no tengo bicicleta —contestó Tatiana.

—Habla con Dasha, habla con deda, pero creo que ellos también estarán de acuerdo en que no deberías jugar con alguien como ella.

—Ya te advertí sobre ella desde el principio, Pasha, pero tú no quisiste escucharme.

—Ahora te escucho.

El futuro

A la mañana siguiente, cuando deda y babushka fueron al sóviet a devolver el saco de azúcar, Tatiana y Pasha los acompañaron. Se sentaron fuera de modo que pudieran escuchar lo que ocurría en el interior, donde el camarada Viktor Rodinko dijo:

—Camarada Metanov, lo estábamos esperando. ¿Dónde está el azúcar?

Rodinko y sus hombres pesaron el saco… tres veces, y luego el primero se plantó delante de deda y babushka y les preguntó por qué habían tardado tanto para devolverlo.

—Era tarde y estábamos a punto de cenar. El sóviet estaba cerrando…

—Desde nuestro punto de vista, es casi como si no tuviesen planeado devolver el saco hasta que el camarada Kantorov fue a verlos.

—No necesito que el camarada Kantorov me diga que devuelva lo que no es mío —dijo deda—. ¿Alguna cosa más?

—Sí, sí hay algo más. Siéntense.

Y así empezó.

—El saco de azúcar, camarada Metanov, pertenece a nuestros soldados, a nuestros campesinos proletarios, a los obreros de nuestras fábricas. Como muy bien sabe, estamos luchando por nuestra subsistencia. No tenemos comida suficiente para alimentar a nuestros soldados, a nuestros campesinos proletarios, a los obreros de nuestras fábricas…

—Y por eso lo hemos devuelto.

—Cuando se queda usted con una pizca, aunque sea sólo una cucharada, le está robando a las personas que están construyendo nuestro país.

—Lo entiendo.

—Tenemos muchos enemigos que quieren vernos fracasar. Los fascistas en Europa, los capitalistas de Estados Unidos, todos están esperando nuestra caída. Importamos azúcar de China, pero no es suficiente para los ciento cincuenta millones de personas, de las cuales usted y su familia son sólo siete.

Y continuó. ¿Qué pasa con los trabajadores que construyen los tanques? ¿Los médicos que tratan a los heridos? ¿Los agricultores que cosechan el grano? ¿Los soldados del Ejército Rojo, que dan su vida para protegerte?

—Ponte a la cola, camarada Metanov.

—Estoy a la cola desde 1917, camarada Rodinko. Soy muy consciente de dónde está mi lugar, —dijo deda—. Mis intenciones fueron siempre devolver el saco.

Rodinko asintió.

—Pero con ciento veinticinco gramos menos, ¿no?

Deda y babushka no dijeron nada.

—Camarada Metanov, como nación necesitamos confiar en nuestro pueblo, pero también somos realistas. Hay quienes piensan en sus familias primero; no estoy diciendo que sea usted de esa clase de personas, sólo digo que existen. Incluso durante la noble Revolución francesa, pese a la lucha por la libertad, la igualdad y la fraternidad, los hombres incurrieron en toda clase de conductas criminales para abastecer a sus familias.

Rodinko se quedó callado. Tatiana y Pasha, que escuchaban a través de la ventana, permanecieron a la espera. Rodinko quería algo de deda. Tras muchos minutos de silencio, deda habló.

—Tiene razón, camarada, eso es una conducta criminal —dijo con resignación—: anteponer la familia a la subsistencia del Estado.

Rodinko sonrió.

—Por supuesto. Me alegro de que nos entendamos. Por haberse quedado el azúcar, usted y su esposa pasarán dos semanas sin paga en un koljós de Pelkino, ayudando con la cosecha del verano. Eso formará parte de su reeducación y su rehabilitación. Y de ahora en adelante, ya no habrá más sacos de azúcar que caigan a los pies de su familia, por accidentales o providenciales que sean. ¿Me he explicado con suficiente claridad?

—Con una claridad meridiana.

—Que tenga un buen día, camarada Metanov. Usted y su esposa saldrán para Pelkino mañana por la mañana a las ocho. Pasen por aquí primero para recoger sus papeles.

Cuestiones candentes de Deda

Esa noche, después de cenar, Tania estaba balanceándose con suavidad en la hamaca con deda, su brazo alrededor de ella. Sabía que Pasha estaba esperándola, pero no quería ir todavía. Se sentía apesadumbrada.

—¿Qué pasa, Tanechka?, —preguntó deda—. Tuvimos suerte. Sólo dos semanas en una granja colectiva. Mejor que cinco años en Siberia. Y no me importa tener que trabajar para alimentar a la gente de las ciudades. Al fin y al cabo, son personas como nosotros. Puede que llegue un día en que también necesitemos comida. —Le sonrió.

Pero Tatiana no estaba preocupada por deda o babushka, dos semanas y estarían de vuelta, no, había algo más siniestro que la atemorizaba. Le preguntó:

Deda, ¿crees que Saika sabe lo de sus padres?

—Probablemente no. Afortunadamente los niños saben poco sobre sus padres. ¿Por qué lo preguntas?

Murak había ido hasta su casa porque Saika le había hablado del saco de azúcar. ¿No era eso suficiente? No quería decirle nada a su abuelo sobre el «incidente» en el río con Marina, o el «incidente» con las bicicletas. Ni tampoco sobre la visita de Saika con Stefan cuando Mark había venido a ver a Dasha. Ni la maldad que había percibido dentro de Shavtala.

Se mordió el labio.

—Voy a contarte algo sobre mí, Tania, —dijo deda—. ¿Sabías que me pidieron que fuera miembro del Partido? Sí, en la universidad. Me ofrecieron un puesto de profesor a tiempo completo y doblarme el sueldo. Me prometieron que Pasha se mantendría fuera del frente de combate cuando llegase a la edad del reclutamiento forzoso. Y algunos otros beneficios. —Sonrió—. ¿Entiendes lo que quiero decirte? Aunque no lo comprendas en su totalidad, ¿verdad?

Tatiana se quedó en silencio. Sin aliento le preguntó:

—¿Qué tipo de beneficios?

Deda se rio.

—Vacaciones en Batumi en el Mar Negro. Triple ración de carne. Nuestro propio apartamento con cinco habitaciones.

—¿Cuándo te ofrecieron eso?

—El año pasado. También me ofrecieron una buena pensión, y eso es algo que tendría que pensar ya que voy a jubilarme pronto.

Tatiana seguía sin aliento.

—¿Les dijiste que no? —Deda sonrió.

—¿Querías que les dijera que sí? —Se quedó perpleja.

—¿Te pidieron algo a cambio?

—¿Qué te parece? —Ella reflexionó.

—Tal vez sólo te pidieron que llevases una insignia con la hoz y el martillo.

—Sí, eso en primer lugar. Luego esperan que tu hijo se convierta en un miembro del Partido. Y que a tus nietos los obligues a ingresar en el Konsomol. Y luego te preguntan por qué tu hijo se niega, y por qué tu nieta más joven, que es rebelde e imposible, también se niega, y por qué la gente que vive en tu edificio se ha estado reuniendo en secreto con extranjeros y yo, como miembro diligente del Partido, nunca dije una palabra al respecto.

—¿La gente de nuestro edificio? ¿Nuestros vecinos?

—Precisamente. Todo tiene un precio, Tatiana. Todo en la vida. La pregunta que hay que hacerse es: ¿qué precio estoy dispuesto a pagar?

Tatiana sintió un escalofrío.

—Creo que lo correcto es alejarte de aquello que tu corazón te dice que te mantengas alejado, —dijo.

—Sí, piensas bien Tatiana. Bueno…, mi corazón me dijo que me mantuviera lejos. —Deda hizo una pausa—. ¿Qué te dice tu corazón sobre nuestros vecinos?

—Creo que… —meditó sus palabras—, me está diciendo que me mantenga alejada.

Deda asintió:

—Pasha sin duda piensa que deberías hacerlo.

—Pero en realidad, deda, no estoy segura de nada. Todo parece tan confuso este verano… —Se encogió de hombros y exhaló un suspiro. Deda asintió de nuevo.

—¿Y qué te dije que hay que hacer cuando te sientas confundida? Cada vez que te sientas insegura de ti misma, siempre que tengas dudas, hazte estas tres preguntas. ¿En qué creo? ¿Qué espero conseguir? Pero lo más importante, pregúntate: ¿A quién quiero? —Su brazo continuaba alrededor de ella—. Y cuando las respondas, Tania, sabrás quién eres. Y lo más importante, si haces estas preguntas a la gente de tu alrededor, también sabrás quienes son. —Hizo una pausa—. Te voy a dar un ejemplo: Creo en mi palabra. No la doy a la ligera, pero cuando la doy, la mantengo. Tengo esperanzas para mis nietos. Espero que cuando crezcas encuentres el amor. Y amo profundamente a tu abuela. Es lo que más quiero en mi vida. —Sonrió—. Me parece que me está escuchando desde el interior del porche…

Tatiana, respirando apenas, escuchó a su abuelo y mirando hacia él le dijo:

—Amo a mi familia. Dado que es todo lo que sé, eso es todo lo que puedo responder.

No quería que ese momento con su abuelo terminase. La besó en la cabeza y abrazándola, le susurró:

—Tania, estás haciendo que a tu abuelo le entren ganas de llorar. Es la primera vez que vienes a sentarte y a buscar mi consejo. Por favor, no me digas que estás creciendo, mi amor.

Tatiana esperaba que las cosas volviesen a la normalidad, pero justo después de que sus abuelos se marcharon a Pelkino, la pobre Dasha, por alguna misteriosa y lacrimógena razón relacionada con los problemas de los adultos, tuvo que regresar a toda prisa a Leningrado. No dijo por cuánto tiempo permanecería en la ciudad, pero como no había nadie para cuidar de Pasha y Tatiana, envió al primero una semana antes al campamento de chicos de Tolmashevo, y dispuso que Tatiana se fuese cincuenta kilómetros al este, a Novgorod, para quedarse con los padres de Marina en la dacha de éstos, en el lago Ilmen.

Y aunque a Tatiana le encantaba ir con Marina al lago Ilmen, su alegría no le duró demasiado, porque Marina dijo:

—¡Tania, mi madre ha dicho que puedo llevar a Saika también! ¿A que es maravilloso?

El baño de una tarde de verano

El lago Ilmen es un lago inmenso con forma de delfín y rodeado de alargados olmos y orillas llanas. Es poco profundo, unos nueve metros a lo sumo, y por eso el agua está lo bastante caliente para poderse bañar. Centenares de arroyos y afluentes van a parar al lago Ilmen, pero sólo un río nace de él, el río Volkhov, que fluye hacia el norte, en dirección al lago Ladoga. A la orilla del río Volkhov y el lago Ilmen se halla una ciudad de novecientos años de antigüedad, Novgorod, o «Ciudad Nueva», la ciudad más antigua de Rusia. Novgorod estaba situada en un enclave ideal en la ruta comercial entre el este y el oeste, y floreció y alcanzó todo su esplendor hasta que Moscú la superó en importancia en el siglo XV y San Petersburgo, la nueva capital de Rusia, la eclipsó aún más a partir de 1703.

A Tatiana le encantaba pasear con Pasha y Marina por las calles adoquinadas de Novgorod, pero esta vez no había excursiones a la ciudad desde la dacha, que sólo estaba a un breve trayecto en autobús. Pasha no estaba allí, y ni Marina ni Saika querían ir. Lo único que querían era tumbarse con indolencia a la orilla del lago y hablar en murmullos, y si Tatiana se acercaba demasiado, le decían que se fuera.

Así que Tatiana se iba. Leía, nadaba y un día hasta se fue a Novgorod ella sola. Tatiana advirtió que la tía Rita y el tío Boris se peleaban más que de costumbre. Siempre habían discutido, pero el nivel de hostilidad nunca había llegado a las cotas que se alcanzaban en aquella casa. No eran las peleas lo que Tatiana no entendía, porque su familia también se peleaba; lo que la inquietaba era la falta de amor y cariño.

—Tania, ¿por qué no vienes a bañarte con nosotras?

—Ya me he bañado. ¿Lo ves? Tengo el pelo mojado.

—¡Tania no quiere nadar!

—Le da miedo el lago.

—No, Marina —dijo Saika—. ¿Sabes lo que es? No quiere desnudarse, ¿a que no, Tania?

—Tania, no te da vergüenza tener los pechos más pequeños que Pasha, ¿no?

¡La que había hablado era nada menos que Marina!

—Tania —dijo Saika, muy seria—. ¿Te han besado alguna vez? De verdad, quiero saberlo. —Marina se echó a reír.

—Ya sabes que nunca la han besado ni nada parecido, Saika. Se está reservando para uno de esos grandes amores al estilo de su admirada reina Margot.

—¿Y tú no, Marina? ¿Y tú no, Saika? —dijo Tatiana.

—Ven al agua, Tania —insistió Marina, tirando de ella.

Tatiana se zafó de la mano de su prima dándole un golpe con el ejemplar de La reina Margot, se dio media vuelta y echó a correr mientras las chicas volvían a meterse en el agua.

Tatiana se sentó bajo un pino y se puso a reflexionar sobre su verano. «Ya está, ya estoy harta, me vuelvo a Luga —decidió—. Blanca Davidovna podrá cuidar de mí hasta que vuelva Dasha».

Marina y Saika se estaban salpicando la una a la otra, riéndose y zambulléndose mientras Tatiana las observaba a lo lejos.

Marina se encontraba en la orilla buscando una toalla cuando Tatiana oyó la voz de Saika desde el lago. No era una voz de pánico pero tampoco completamente tranquila. Saika dijo «Marina», y Tatiana detectó un timbre tenso que la hizo levantarse para poder ver mejor a Saika, que seguía en el lago, con el agua hasta la altura de la cintura, cubierta de barro y de lo que parecían algas.

—¡Marina! —volvió a gritar Saika.

Marina, que se estaba secando con la toalla, se volvió y… se puso a chillar.

Cuando Tatiana oyó los gritos, corrió al lago. Lo que cubría el cuerpo de Saika no eran algas, sino sanguijuelas, docenas, centenares de ellas, capaces de beberse el doble de su peso en sangre antes de soltar a su presa y caer reventadas.

La tía Rita, que había oído los gritos de Marina, salió corriendo de la casa, con el pánico reflejado en los ojos, pero en cuanto vio que su hija estaba bien, no sólo no ofreció su ayuda sino que tampoco pareció compadecerse demasiado de Saika. Con una mueca de asco, la tía Rita retrocedió un paso, y su expresión no pasó desapercibida para Tatiana… ni tampoco para Saika.

—Tía Rita —dijo Tatiana, caminando hacia Saika—. Necesito sal y cerillas enseguida. También algo de tintura de yodo.

La tía Rita se fue corriendo para la casa, sujetando fuertemente a su hija de la mano.

—Tatiana —susurró Saika—, ¿quieres hacer el favor de darte prisa antes de que me coman viva?

Tatiana dio otro paso hacia Saika.

—Sal del agua y túmbate en el suelo.

Saika hizo lo que le decía.

En cuanto su tía se la trajo, Tatiana abrió la bolsa de sal y echó los cristales sobre el cuerpo de Saika. La muchacha se estremeció y la reacción de los bichos también fue instantánea. Tratando de escapar, en su agonía de muerte, sus cuerpos alargados y negros se retorcían y soltaban sus vísceras viscosas sobre la carne desnuda de Saika, mezclando la sangre de ésta con su propia proteína anticoagulante. Allí donde la habían estado succionando, se formaron unas heridas de forma circular de las que no cesaba de manar sangre.

Saika aullaba de dolor. Todavía quedaban muchas sanguijuelas que no querían soltar a su presa. Tatiana tenía que quemarlas.

Tatiana encendió una cerilla y la acercó a una sanguijuela que, a pesar de estar empapada en sal, seguía viva y vampirizando la sangre de Saika.

Con el pulso firme, Tatiana fue quemando lentamente las sanguijuelas que se negaban a soltarse. Sólo había unas pocas en la espalda de Saika, ni siquiera las sanguijuelas conseguían agarrarse a la piel muerta. Con tanta sal en sus heridas abiertas, el cuerpo de Saika empezaba a hincharse y volverse de color gris. Había dejado de aullar.

—Tania… —Saika hablaba arrastrando la voz, saturada de agua y sal—. Entre mis piernas, Tania…

Tatiana se alegraba de que Saika tuviera los ojos cerrados y no viese su cara de repulsión. Le habría gustado llamar a Marina, la mejor amiga de Saika, o a la tía Rita, un adulto. Le habría gustado llamar al tío…

—¡Tania! —Era el tío Boris, que apareció a sus espaldas—. ¿Qué ha pasado?

—Sanguijuelas, tío Boris —le explicó Tatiana en un hilo de voz—. Creo que ya se las he quitado casi todas…

—Mira —dijo Boris, señalando el vello púbico de la chica.

—Ya lo sé —respondió Tatiana—. Ésas son las únicas que quedan. Ya les he echado sal, pero parece que no se sueltan.

—Tania, haz algo —dijo Saika—, no te quedes ahí de cháchara.

—Bueno, ¿y qué quieres que haga, Saika? No puedo encenderte una cerilla ahí, ¿no crees?

—Joder, mierda —exclamó Saika—. Anda, ayúdame a incorporarme, ¿quieres?

El tío Boris y Tatiana la ayudaron, y mientras Saika se metía la mano entre las piernas y tiraba de las sanguijuelas, arrancándose un puñado de vello cada vez, Tatiana desvió la mirada. Ésta no pudo evitar darse cuenta de que su tío no apartaba la vista de la chica. A diferencia de lo que había percibido en los ojos de su mujer, Tatiana advirtió en los ojos de su tío Boris el asco y la compasión mezclado con algo más, algo que ni siquiera el bueno del tío Boris podía ocultar. El hombre tenía ante sí una chica desnuda, en la hierba, cubierta de suciedad y de sangre, con sanguijuelas entre las piernas. Pero estaba desnuda.

Sintiéndose cada vez más violenta e incómoda, Tatiana se levantó y se apartó, con las cerillas en la mano.

—Bueno, pues si ya te arreglas tú sola —dijo—, creo que me iré adentro. ¿Quieres jabón? ¿Un poco de tintura de yodo?

—No, no me hace falta —repuso Saika, sin moverse.

Tatiana no insistió. Sin la tintura de yodo, las heridas se le infectarían, pero eso no era problema suyo.

—¿Qué está haciendo tu tío? —le preguntó la tía Rita cuando Tatiana entró por la puerta.

—No lo sé.

No era ninguna mentira ni una respuesta errónea, porque lo cierto es que no sabía qué era lo que hacía su tío.

La respuesta no satisfizo a la tía Rita, que se acercó a la puerta y gritó:

—¡Boris! ¿Qué estás haciendo?

Tuvo que repetirlo tres veces, y aun así, él no se movió. Cuando Rita se acercó a diez metros de él, Boris se levantó. Marina y Tatiana los observaban desde la ventana.

Vieron cómo Saika se iba cojeando hacia el lago para lavarse. Acto seguido, Tatiana se acercó a cerrar la puerta porque no quería oír las amargas palabras que se cruzaban su tía Rita, que estaba fuera de sí, y su tío Boris, más calmado pero sin defensa posible.

—¡La cría sólo tiene quince años y se la estaban comiendo las sanguijuelas! —exclamó él.

—¿Y qué tiene eso que ver? ¿Qué tiene eso que ver con el hecho de que no te hayas apartado cuando yo te he llamado?

—Intentaba ayudarla.

—¡Seguro que sí!

—No podía levantarse.

—¿Y para qué iba a hacerlo cuando parece que su postura favorita sea estar tumbada boca arriba?

—¡Rita!

Tatiana cerró la puerta lanzando un suspiro.

Y luego empezó a llover, y parecía que no iba a parar nunca. Las tres estaban sentadas en el porche.

—He oído que vais todos los años al bosque a coger setas y arándanos —dijo Saika—. ¿Podemos ir este año?

—Si tú quieres… —dijo Marina.

—Sí que quiero —respondió Saika—. ¿Y cómo llegaremos hasta allí?

—En barca. —Marina añadió con orgullo—: Tania siempre nos lleva remando.

—¿Todo el camino? ¡Pero si está lejísimos!

—Todo el camino. Es la reina del lago Ilmen, ¿a que sí, Tanechka?

En circunstancias normales, Tatiana se hubiera ruborizado de orgullo ante la mención de sus habilidades con el remo, pero ese día no estaba muy contenta.

—Sólo son un par de kilómetros —dijo.

—Una vez tuve que caminar casi setenta kilómetros —dijo Saika—. Tú puedes remar durante dos kilómetros; yo caminé setenta kilómetros.

—Eso es mucha distancia —comentó Tatiana—. ¿Qué estabas haciendo?

—Huía.

—¿Tú sola?

Saika se quedó en silencio.

—¿Cómo lo haces? —dijo al fin—. De todas las preguntas que podrías haberme hecho, ¿cómo es que siempre te las arreglas para preguntarme justo la que no quiero contestar? ¿Tienes un don especial o qué? Haces demasiadas preguntas. O mejor dicho, siempre haces las preguntas equivocadas.

—No sé de qué me hablas. ¿Adónde te dirigías? ¿Esa pregunta está mejor?

—A Irán —contestó Saika.

—¿Cuándo fue eso?

—Hace unos años.

Saika tenía quince años.

—Éramos unos proscritos.

¿Proscritos a los trece años?

—¿Por qué? ¿Qué pasó? —Quiso saber Tatiana.

—Ya sabes lo que pasó —dijo Saika—. Que mi padre nos atrapó.

Marina acarició el brazo de Saika.

—Pero no hablemos de cosas tristes —dijo Marina—. Hablemos mejor de cosas alegres, como cruzar el lago Ilmen…

—Sí, hablemos de eso —convino Saika—. ¿Vendrán el tío Boris y la tía Rita con nosotros?

—Pues claro —dijo Marina—. Nadie deja a los niños internarse solos en el bosque.

—Pero es que ya no somos niñas. Hasta Tania tiene catorce años. ¡Es prácticamente una mujercita! —Saika se aclaró la garganta—. Y tus padres, Marina… Últimamente parece que no se llevan muy bien… Yo creo que les convendría pasar un día solos… para hacer las cosas que hacen los adultos…

—¡Pero no nos van a dejar ir solas!

—Habrá que preguntárselo. Lo peor que puede pasar es que nos digan que no, ¿verdad, Tania?

—No tengo ni idea —dijo Tatiana con indiferencia—. Porque yo me voy a mi casa mañana. Así que vosotras haced lo que queráis.

—¿Te vas a casa? —soltó Marina con voz estridente—. ¿Lo sabe mamá?

—Lo sabrá mañana —dijo Tatiana.

—No, no, no te vayas…

Tatiana miró fijamente a Marina sin decir nada.

—Vamos, Tania —exclamó Saika—. Sólo te gastábamos bromas, ¿verdad, Marina? Ahora todo es agua pasada.

—Pues esa agua pasada empieza ya a desbordar el río, la verdad.

—Es por mí —dijo Saika de repente y con frialdad—. Nunca le he caído bien, Marina. Ya te lo dije, pero tú no me creíste. Intenté ser su amiga, intenté hablar, jugar. Pero nada de lo que hacía le gustaba. Admítelo, nunca te he caído bien.

—No tiene nada que ver contigo —dijo Tatiana—. Me voy a casa porque quiero estar con mi familia.

—No tienes ningún derecho a juzgarme, Tatiana —dijo Saika—. Y no me importa lo que pienses de mí, sólo estás celosa de que tus amigos jugasen conmigo en lugar de hacerlo contigo, celosa de que tu hermano jugase conmigo. Por eso no te caigo bien. A lo mejor si fueses más interesante, Tania, podrías conservar a tus amigos.

—Chicas, dejadlo ya —dijo Marina, acercándose a Tatiana—. Tania, déjalo ya.

—¿Qué quieres de mí, Saika? —preguntó Tatiana—. Como no dejas de decirle a Marina y a todo aquel que quiera escucharte, yo sólo soy una simple bobalicona sin casi educación. ¿A qué viene tanto interés por obtener mi aprobación? ¿Por qué siempre me insistes tanto en que me incorpore a tu círculo? ¿No tienes bastante con dejarme en paz?

De repente, Saika dio un paso hacia ella.

Tatiana, sin moverse y sin apartar los ojos de la chica, dijo en voz baja y glacial:

—Deberías considerarte afortunada.

—¿Afortunada por qué?

—Porque sólo se te enganchasen las sanguijuelas en el lago.

—¿De qué estás hablando?

—Podría haber sido peor —dijo Tatiana—, podrían haber sido los gusanos de la sangre.

—¿Los qué?

En ese momento, Saika retrocedió, con la mirada ensombrecida.

—¿No has oído hablar de ellos? Los verdaderos habitantes del lago. Los gusanos rojos de la sangre. El género Glyera de la especie de los gusanos. Tiene cuatro colmillos en la punta de la nariz, que representa el veinte por ciento de la totalidad de su cuerpo. Cada colmillo está conectado con una glándula de veneno. Imagínate cientos de ellos sobre tu cuerpo.

—Estás enferma —dijo Saika, palideciendo.

—Estoy enferma y harta de ti —dijo Tatiana, dando un paso hacia delante. A continuación le susurró—: Sé quién eres.

—¡Quítame las manos de encima! —chilló Saika—. Es peor que me toques tú que tener el cuerpo lleno de sanguijuelas. No vuelvas a tocarme, eres como un gusano de la sangre.

Había dejado de llover cuando Tatiana le dijo a la tía Rita que se iba.

El tío Boris miró a su esposa y a su hija con aire cansino.

—Marina, ¿por qué quiere irse a casa tu prima Tania?

—¡No puede irse! —gritó Rita—. Mi hermano nunca me perdonará si no cuidamos de su hija. A lo mejor necesitaremos que cuide de nuestra Marina algún día. ¡Tania no puede irse!

—¿Y por qué no la tratas un poco mejor y a lo mejor así no se irá de esta casa? —vociferó el tío Boris—. ¿Cuántas veces tengo que decírtelo?

—¡Millones de veces antes de que te haga caso! —gritó Rita, y siguieron discutiendo, chillando con el eco de la noche húmeda, que transportaba sus gritos por el agua.

Más tarde, esa misma noche, Marina se encaramó a la cama de Tatiana en el pasillo.

—Saika dice que lo siente. Y yo también lo siento. Por favor, no te vayas a Luga. Por favor. Ven con nosotras mañana. Ha llovido tanto que mañana el bosque estará lleno de setas. Vamos, es nuestro viaje anual al lago Ilmen.

—Pues vete con Saika, ¿para qué me necesitas? Vete con ella, vete al bosque y coged vuestras setas y vuestros arándanos.

—No quiero ir sin ti, por favor, Tania.

Tatiana se frotó los ojos, tendida en la cama; deseaba estar dormida, o de vuelta en casa, o en alguna otra parte, inaccesible, donde nadie pudiera alcanzarla.

—Por favor, no te enfades conmigo —dijo Marina—. Ven, por favor. ¡Será muy divertido! ¡Mamá y papá nos dejan ir solas a las tres! ¿A que es increíble?

Tatiana lanzó un gruñido.

—Entonces, ¿vendrás? ¿Y estarás simpática?

Tatiana se cruzó de brazos.

—Iré —dijo—, pero no estaré simpática.

Volando a través de las estrellas

Tatiana se durmió, y antes de la mañana siguiente, cuando salieron las tres solas hacia el bosque que había al otro lado del lago Ilmen, soñó que estaba tumbada de espaldas, mirando el cielo, y que las estrellas se acercaban cada vez más, cada vez más brillantes, y quiso cerrar los ojos y desviar la mirada, pero no podía, y de repente se dio cuenta de que no eran las estrellas lo que se acercaba, sino que era ella la que volaba hacia ellas, directa hacia ellas, con los brazos extendidos por encima de la cabeza, con el rostro iluminado y el corazón pleno bajo cada una de las estrellas de la noche, y mientras tanto, el eco susurrante de la voz de Blanca Davidovna resonaba en su cabeza: «La corona y la cruz aparecen en tus posos de té, Tatiana».