Pasha

Pasha Metanov siempre limpiaba él mismo el pescado, a pesar de ser pequeño. No le pedía a babushka que se lo limpiase, ni siquiera a su madre, que le habría limpiado el pescado, los dientes y los pantalones el resto de su vida si la hubiese dejado, porque Pasha era su único hijo varón. No se lo pedía a Tania porque sabía perfectamente que no lo haría, y que no sabía cómo hacerlo. Cuando tenía cinco años, le pidió a deda que le enseñase a hacerlo, y desde entonces se había encargado de hacer el trabajo sucio él solo.

La noche después de conocer a Saika, estaban cenando una de las percas que Pasha había pescado, sólo ellos tres. Pasha se encargó de pescarla y limpiarla, y Dasha la cocinó. Tania, que ni pescaba, ni limpiaba el pescado ni cocinaba, leía.

Los tres hermanos estaban solos. Deda, el abuelo, se había ido a pescar él solo antes de que se hiciese de noche y babushka, la abuela, había ido a ver a Berta y a la madre de ésta, Blanca, que vivían al final de la calle.

—Bueno, ¿qué os parecen nuestros nuevos vecinos? —inquirió Dasha—. Stefan es un encanto.

—Aunque no tuviera dientes, seguirías diciendo que es un encanto —señaló Pasha—. Ahora bien, la tal Saika… ¡ésa sí que es un encanto!

Sonrió.

Tatiana no dijo nada; estaba ocupada sacando las espinas del pescado.

—Oh, no —exclamó Pasha—. No, no, no, no, no… Dasha, mira, ya se ha quedado callada. ¿Qué le pasa? ¿Se puede saber qué te pasa? No me digas que no te caen bien…

Los pensamientos de Tania aquella tarde ventosa del mes de junio estaban absortos en el sacrificio de la reina Margarita ante el matrimonio concertado con Enrique de Navarra, con el fin de unir a los católicos y los protestantes franceses. La reina estaba convencida de que nunca hallaría el amor verdadero en la prisión en que vivía, pero Tatiana sabía que sí lo encontraría… y cómo. No veía el momento de volver a enfrascarse en la historia de Margot y La Môle.

Sus hermanos dejaron de comer y la miraron fijamente.

—¿Es que he dicho algo? No he dicho nada.

—Tu silencio nos habla a gritos —comentó Pasha.

—Y ahora no dice nada —se quejó Dasha—, cuando antes no podías reprimir ninguna de tus absurdas preguntas.

—Déjala, Dasha. Sólo está celosa.

Pasha sonrió y le dio a su hermana melliza en la cabeza con un cucharón de madera.

El cucharón salió despedido de las manos de Pasha, impulsado por el puño de Tania.

—Pasha, si tuviese que estar celosa de todas las chicas con las que hablas, me pasaría el día muerta de celos.

Mirándola con curiosidad con sus alegres ojos castaños, Dasha le preguntó:

—¿Y a qué ha venido todo ese interrogatorio de antes?

—Sólo quería saber dónde están los Pavlov, eso es todo.

—¿Y a ti qué más te da?

—Quería saberlo. ¿Y si yo también acabo en el mismo sitio algún día?

—Vi un enorme retrato de un pavo real en su casa —intervino Pasha—. Me pareció muy curioso.

Tatiana se subió a la mesa de la cena y se sentó cruzando las piernas. Dasha le gritó que se bajase, pero su hermana no se movió.

—¡Exacto, Pasha! —exclamó Tatiana—. No han deshecho las maletas, no han guardado las cosas de los Pavlov, pero han colgado un retrato de un pavo real. Desde luego, es muy curioso. ¿Creéis que serán ornitólogos?

—Stefan es un poco como un pavo. —Dasha sonrió—. Con esa cola tan espectacular, que me atrae como si fuera una pava real…

—¿Qué me dices de Mark, tu jefe? —dijo Tatiana con desparpajo—. ¿Él también tiene una cola espectacular?

Pasha se echó a reír a carcajadas, pero Dasha, completamente roja e indignada, apartó a Tatiana de la mesa de un empujón.

—¿Qué sabrás tú de nada? No te metas en las cosas de mayores; me gustas mucho más calladita, con la nariz enterrada en tus libros.

—Estoy segura de que así es, Dasha —contestó Tatiana golpeando a Pasha, que no podía parar de reír, con el dorso de la mano antes de ir a buscar su ejemplar de La reina Margot—. Estoy segura de que sí.

¿Quién es Saika?

Saika era una muchacha arrebatadora, con unos rasgos faciales exageradamente marcados, como si al artista que la dibujó se le hubiese ido la mano con el carboncillo y los borrones de color. Su pelo y sus ojos eran color azabache; los labios, rojo rubí, y los dientes, blancos como perlas. Tenía los pómulos marcados, la barbilla afilada, la frente ancha y la nariz prominente. Todo parecía estar en su sitio y bien proporcionado, pero en conjunto producía el efecto de que había demasiados elementos en un lienzo demasiado pequeño del que el espectador se hallaba demasiado cerca: éste no podía apartar la vista de ella, pero por alguna razón deseaba hacerlo.

A la mañana siguiente, Saika apareció en la ventana de Tatiana.

—Hola —dijo, asomando la cabeza con una sonrisa—. Ya he deshecho el equipaje. ¿Quieres salir a jugar?

¿Lo decía en serio? Tatiana nunca se levantaba de la cama por la mañana.

—¿Puedo entrar? Te ayudaré a vestirte.

Tatiana, que dormía plácida y cómodamente en ropa interior, estaba a punto de decirle a la muchacha que entrase cuando, de repente, algo en la mirada de Saika la disuadió. ¿Qué era? Los ojos de la chica eran demasiado oscuros para poder distinguir la dilatación de la pupila, y su tez también era demasiado oscura para poder ruborizarse, pero había algo en la determinación de aquel ojo almendrado y la separación entre los labios de aquella boca grande que desconcertaba a Tatiana.

—Hmmm… Saldré dentro de cinco minutos.

Tatiana echó la raída cortina. Dormía ella sola en una diminuta alcoba cerca de una vieja cocina en desuso; su familia había colgado una cortina separadora para que la joven pudiese hacerse la ilusión de que tenía un verdadero dormitorio en lugar de una cocina compartida. No le importaba: era la primera vez en su vida que dormía sola.

Cuando se hubo vestido y cepillado el pelo, Tatiana echó a andar junto a Saika por la vereda del pueblo, respirando el aire fragante de la mañana. Llevó a Saika a casa de Berta. Ésta tenía una vaca a la que había que ordeñar, y Saika preguntó de inmediato por qué Berta no podía ordeñar su vaca ella misma.

—Porque es una anciana. ¡Tiene cincuenta años! Además, tiene artritis. No puede agarrar las ubres.

—¿Y por qué tiene una vaca si no puede cuidar de ella? Podría venderla por mil quinientos rublos.

Tatiana se volvió a mirar a Saika.

—Porque entonces tendría mil quinientos rublos, pero no leche. ¿Qué sentido tiene eso?

—Puede comprar la leche.

—El dinero se le acabaría en tres meses. Esa vaca producirá leche otros siete años.

—Yo sólo digo que para qué tener una vaca si no puedes cuidar de ella.

Berta se sorprendió mucho al ver a Tatiana aparecer tan temprano, por lo que alzó los brazos al cielo y exclamó:

Bozhe moi! ¿Quién ha muerto? Hasta mi madre sigue durmiendo. —Era una mujercilla menuda, de pelo oscuro y ojos pequeños—. No tengo cincuenta, inconsciente —dijo—, sino sesenta y seis.

Pese a la artritis de las manos, Berta les preparó té y huevos, y mientras las niñas comían, enterró las manos en los mechones del suave pelo de Tatiana. Saika lo observaba todo.

Le llevaron la leche fresca a Dasha y luego salieron a los campos, a las afueras de Luga, atravesando la hierba alta. Tatiana le dijo a Saika que así se imaginaba ella las praderas norteamericanas: hierba alta y larga que se extendía kilómetros y kilómetros hasta el horizonte.

—¿Sueñas con Estados Unidos, Tania? —preguntó Saika, y la otra se aturulló y le contestó que no, que no soñaba, que sólo se imaginaba las praderas.

Saika le contó a Tatiana que no sabía dónde había nacido (¿Cómo podía no saberlo?, se preguntó Tatiana), pero que había pasado los últimos años en un pueblo llamado Saki en el norte de Azerbaiyán, en el Cáucaso. Azerbaiyán era una república diminuta situada debajo de Georgia y encima de Irán. ¡Irán! Para el cerebro de Tatiana, aquello era tan remoto como el equivalente de un universo prehistórico lleno de helechos gigantes y mastodontes.

—Y desde allí vinimos en tren hasta aquí. Después del verano, el nuevo destino de mi padre será en el norte, en Kolpino.

—¿El nuevo destino? ¿Qué es lo que hace?

Saika se encogió de hombros.

—¿Qué es lo que hacen los adultos? Se va por las mañanas, regresa a casa por la noche, mi madre le pregunta cómo le ha ido el día, él responde que bien, y al día siguiente, todo empieza otra vez. A veces viaja. —Hizo una pausa—. ¿Viaja tu padre?

—Sí —dijo Tatiana con orgullo, como si los viajes de su padre fuesen un reflejo de su valía personal, como si fuese fantástica por tener un padre que viajaba—. Se ha ido a Polonia un mes entero. ¡Me va a traer un vestido!

—Ah, un vestido —repuso Saika, como si le fuese completamente indiferente—. Nosotros no hemos estado en Polonia, pero hemos estado en unos cuantos sitios: en Georgia, en Armenia, en Kazajstán. En Bakú, en el mar Caspio.

—Madre mía, has estado en todas partes… —se admiró Tatiana, con un punto de envidia sana.

No es que quisiera que Saika no hubiese viajado, es que querría haber viajado un poco ella también. Lo único que había visto en toda su vida era Leningrado y Luga.

Se sentaron en una roca en medio del campo y Tatiana le enseñó a Saika a comerse la pulpa dulce de la flor de un trébol. Saika dijo que nunca la había comido antes.

—¿Es que no hay tréboles en el Cáucaso? —preguntó Tatiana, sorprendida de que Saika hubiese vivido sin haber tocado ni una sola vez la famosa planta de tres hojas.

—Vivíamos en una granja en las montañas, criando ganado. No lo sé, a lo mejor sí había tréboles.

—¿Erais pastores?

—Más o menos.

Otra vez con aquellas ambigüedades.

—¿Qué quiere decir eso?

Saika sonrió.

—Me parece que no éramos muy buenos pastores. Siempre llevábamos a las ovejas hasta la boca del lobo. —Tatiana se volvió para mirar más detenidamente a Saika, que estaba sonriendo—. Es broma. No eran ovejas, Tania. En realidad, eran cabras. —Hizo un sonido despectivo—. Pero no quiero hablar de eso. Odio las cabras. Son unos animales asquerosos.

Tatiana no contestó. Nunca se había parado a pensar en las cabras, pero de repente olió algo que le hizo apartarse de Saika. Avergonzada de su propia reacción, Tatiana se obligó a sí misma a no moverse del sitio y quedarse quieta, al tiempo que miraba a las manos de la otra muchacha, que estaban inusitadamente sucias a aquella hora de la mañana. Tatiana sintió la tentación de preguntarle por la suciedad de las uñas y la mugre y los parches de suciedad en sus dedos, y entonces se fijó también en los pies, igual de sucios que las manos en aquellas sandalias, y se preguntó qué habría estado haciendo Saika a las siete de la mañana para ensuciarse de aquella manera. A continuación, Saika habló, y el aire del prado transportó el aliento de la muchacha hasta la nariz de Tatiana, y ésta se dio cuenta entonces de que lo que le había hecho apartarse era el mal aliento de la chica.

Tatiana se levantó y Saika se puso a andar delante de ella, y el olfato de Tatiana detectó el olor del cuerpo de la muchacha. Saika olía a moho y amoníaco. Perpleja, Tatiana miró a Saika, que tenía los brazos extendidos para desperezarse. Y pese a todo, la chica llevaba el pelo sedoso y brillante, como recién lavado, y no tenía la cara sucia. No es que no se hubiera lavado, era sólo que olía y tenía aspecto de no haberse lavado.

Las dos chicas se quedaron de pie una frente a la otra; la morena llevaba un vestido azul, mientras que la rubia llevaba uno con un estampado claro. Saika le sacaba una cabeza y tenía los pies casi el doble de grandes que los de Tatiana, y cuando ésta se fijó más detenidamente, vio que tenía dos de los dedos salidos hacia fuera, como en forma de uve. Se quedó mirándolos largo rato de forma muy poco discreta, hasta que al final dijo:

—¡Caramba! Nunca había visto unos dedos así. ¿Por qué son así?

Saika agachó la cabeza.

—Ah, eso. Sí, soy un poco peculiar. —Se encogió de hombros—. Mi padre bromea diciendo que tengo los pies partidos.

—¿Los pies partidos? —exclamó Tatiana—. ¿Qué quiere decir con eso?

—No lo sé, chica. La verdad es que haces muchas preguntas, ¿sabes? Déjame que te haga yo una: ¿podemos ir a jugar con Pasha?

Poco a poco empezaron a caminar de vuelta hacia Luga.

—Háblame de él. ¿Qué hacéis por aquí para divertiros un poco?

—¿Qué hacen los niños en verano? Nada —contestó Tatiana. Cuando Saika se echó a reír, Tatiana añadió—: No, de verdad, nada. La semana pasada, por ejemplo, nos pasamos dos días viendo quién sabía hacer una cuerda más larga con arándanos. Hicimos una de diez metros. Otras veces pescamos. Nadamos, discutimos.

—¿Sobre qué discutís?

—Sobre Europa, principalmente. Hitler. Alemania. No lo sé.

—Vamos —dijo Saika—, seguro que hacéis más cosas aparte de hablar de Hitler y nadar.

Arqueó sus cejas castañas.

¿Como qué?, quiso decir Tatiana. ¿Y a qué venía aquel arqueo de cejas?

—No, la verdad es que no —dijo despacio.

—Bueno, pues vamos a tener que cambiar eso, ¿no te parece? —dijo Saika.

Tatiana tosió un poco mientras caminaban hacia el río para reunirse con los demás chicos, tratando de volver a encauzar la conversación hacia las actividades de pesca y recolección de bayas en las que los niños ocupaban su ocioso tiempo estival.

Las actividades de los niños en su ocioso tiempo estival

Anton Iglenko era el mejor amigo de Tatiana; jugaba muy bien al fútbol y siempre estaba pidiéndole a Tatiana las pequeñas provisiones de chocolate compradas en Leningrado. Antón tenía tres hermanos mayores: Volodia, Kirill y Alexei, amigos de Pasha y con órdenes estrictas de no acercarse a Tatiana, todos excepto el amigo de Volodia, Misha, que no se despegaba de Tatiana y detestaba a Anton. También estaba Oleg, que nunca jugaba a nada.

La única otra chica del grupo era Natasha, la de la melena castaña, una rata de biblioteca aún peor que Tatiana, que siempre estaba intentando enzarzarse en un debate con ésta acerca de quién era mejor escritor: Dumas o Dickens, Gogol o Gorki. La prima Marina, que no era una gran lectora, iba a llegar al pueblo al cabo de dos semanas, lo que igualaría la balanza en cuanto al número de chicos y de chicas.

Tatiana se mantuvo educadamente al margen mientras la tropa de jóvenes, ávida de caras nuevas, hacía los honores a la recién llegada de pelo azabache.

—¿Quién es ese chico que está sentado debajo del árbol? —susurró Saika, señalándolo—. No ha venido a saludarme.

Tatiana miró en la dirección indicada.

—Ése es Oleg —contestó Tatiana—. Ya te he hablado de él. No está de humor para juegos.

—¿Y cuándo estará de humor para juegos?

—Cuando Hitler esté muerto —respondió Tatiana alegremente—. Está un poco alterado por… Bueno, ¿quieres verlo? Te lo enseñaré. ¡Oleg! —llamó al enjuto chico de pelo castaño, sentado bajo los abedules.

De mala gana, como si le costara un gran esfuerzo, Oleg se levantó y se acercó. Saludó a Saika con la cabeza, no le estrechó la mano, y cuando Tatiana, dándole un codazo en las costillas, le preguntó si quería jugar al escondite, él le contestó:

—Sí, claro, estupendo. Venga, vosotros jugad a vuestros estúpidos juegos. Checoslovaquia está a punto de caer, pero vosotros seguid con lo vuestro.

Y volvió a sentarse bajo los árboles.

Tatiana miró a Saika como queriendo decir: «¿Lo ves?».

—Oleg —le explicó mientras lo seguían hasta su escondite— no sólo está muy disgustado por la crisis en las relaciones internacionales sino que…

—Sólo estoy disgustado por vuestra absoluta falta de interés por el mundo exterior —exclamó Oleg.

—Pero si sentimos mucho interés… —repuso Tatiana—. Sentimos interés por los peces del río, y por los arándanos que hay en el bosque, y por las patatas de los campos y la cantidad de leche que nos dé la vaca, porque eso determinará si tendremos nata agria la semana que viene.

—Adelante. Ríete todo lo que quieras. El ministro de Exteriores Masaryk y yo sólo esperamos que el sacrificio de su joven país sea el único precio que el mundo tenga que pagar por la paz.

Saika comentó que le parecía encantador. Tatiana le contestó que sí, que a ellos Oleg también les parecía un encanto, aunque sólo se juntara con los demás un rato al día y luego renegase y escupiese y se fuese corriendo en otra dirección.

—Aunque no se va muy lejos —señaló Saika—, sólo hasta el árbol.

—Quiere salvar nuestras almas inmortales —dijo Tatiana, sonriendo—, y eso no lo puede hacer desde su dacha, tan lejos.

—Bah, el alma inmortal es un concepto tan burgués… —exclamó Saika desdeñosamente—. Oleg —se dirigió a él—, ¿de qué tienes miedo? No va a haber guerra. Nadie va a entrar en guerra por la insignificante Checoslovaquia.

—¿Y de qué tamaño tiene que ser un país para que alguien entre en guerra para defenderlo de Hitler? —replicó Oleg.

Saika se echó a reír.

—Pues mayor que Checoslovaquia.

—Nadie entrará en guerra por Austria tampoco.

—¿Y por qué iba nadie a hacerlo? —inquirió Saika—. Los austríacos querían a los alemanes en su territorio. ¿Es que no visteis el resultado del referéndum de hace dos meses? El noventa y nueve por ciento de los austríacos recibió a Hitler con los brazos abiertos.

—El referéndum estaba amañado —dijo Oleg.

Saika se encogió de hombros y continuó diciendo:

—Y ahora, en las elecciones en los Sudetes, los alemanes han ganado muchos votos. ¿Habéis oído lo que dijo Herr Hitler cuando defendía la anexión de los Sudetes? «Es intolerable, —dijo— pensar en una numerosa parte de nuestro pueblo expuesta a las hordas democráticas que nos amenazan». Herr Hitler tampoco tiene paciencia con la democracia, al igual que nuestro camarada Lenin.

—Pero es que Checoslovaquia no es su pueblo —dijo Oleg—, y Herr Hitler, tal como reverencialmente lo llamas tú, está concentrando sus tropas en la línea Maginot. Dime, después de Austria y Checoslovaquia, ¿qué será lo siguiente?

—¡Francia! —exclamó Saika alegremente—. Bélgica. Holanda. España caerá muy pronto en manos de Franco también… Está ganando esa absurda guerra civil contra los comunistas.

—Eso sí es una familia dividida —dijo Tatiana.

Saika se encogió de hombros.

—Nunca había oído esa expresión, pero no está mal —dijo—. España es de Franco, Alemania ya tiene a Italia en el bolsillo. La siguiente será Francia.

—¿Crees que Inglaterra irá a la guerra por Francia? —preguntó Oleg cáusticamente.

Saika se echó a reír.

—No, claro. Por Francia no —respondió.

—Exacto. Entonces caerá Francia. ¿Y luego qué?

—¿Y luego qué? —le repitió Saika con una sonrisa condescendiente.

—¿Crees que Hitler se va a dirigir siempre hacia el oeste en su ambiciosa expansión? —preguntó Oleg—. ¿No crees que en algún momento dirigirá sus inquietudes hacia el este? ¿Hacia la Unión Soviética?

—Sí, puede que se dirija al este —dijo Saika, agachándose junto a Oleg, momento en que éste se apartó de ella con cautela—. Pero ¿y qué?

—Cuando movilice sus tropas ante Ucrania y Bielorrusia, ¿aún seguirás diciendo eso?

—Sí, aún seguiré diciendo eso —dijo Saika—. No pondrá un pie en la Unión Soviética. Le da miedo el Ejército Rojo, así que ¿a quién le importa lo que suceda en el resto del mundo?

—A mí —repuso Oleg, mirando a Tatiana—. Me importa que Mussolini esté destituyendo a judíos de puestos de responsabilidad en el gobierno. Me importa que los británicos estén renegando de la promesa hecha a los judíos de darles un hogar. Me importa que Anthony Eden dimita por lo que considera debilidad por parte de Chamberlain.

—Chamberlain no es débil —repuso Saika—. Es sólo que a él tampoco le importa… como a mí. Quiere que los chicos británicos conserven la vida para que sus madres estén tranquilas. Él vio lo que pasó en Verdún, un millón de jóvenes muertos para nada. No quiere participar en ninguna otra guerra. ¿Y tú? ¿Tú no quieres estar vivo para que tu madre esté tranquila, Oleg?

—La madre de Oleg murió el año pasado —contestó Tatiana desde atrás.

—Eso lo explica todo —dijo Saika, levantándose—. Venga, Oleg. Quítate esa pesada carga de los hombros. Vayamos a nadar. ¿Crees que por el hecho de preocuparte los generales obrarán de otro modo?

—No pienso ir a ninguna parte —sentenció Oleg—. No puedo participar en juegos ociosos y absurdos mientras el mundo se derrumba. Mientras el futuro del mundo está en juego.

Tatiana se llevó a Saika y, mientras caminaban hacia la orilla del río, con un silbido impresionado, le preguntó:

—¿Tú cómo sabes tantas cosas?

Inclinándose hacia ella, Saika contestó:

—Es mi obligación, Tania, saberlo absolutamente todo.

¿Por qué aquellas palabras hicieron que un escalofrío recorriera la columna vertebral de Tatiana en un día tan caluroso?

La carrera a nado

El día transcurrió lenta y perezosamente, buscando nidos de avispas y jugando a los hilos, a dos partidos de fútbol, y sufriendo una caída. Recitaron poemas de Blok y se echaron una siesta. Luego comieron arándanos, jugaron a la guerra entre los arbustos y entonces cayó la tarde. Los chicos luchaban entre ellos mientras las chicas se hacían trenzas en el pelo. Los chicos pescaron con cañas que se habían fabricado ellos mismos. Oleg y Saika se enzarzaron en una nueva y acalorada discusión sobre si una economía planificada como la del nacionalsocialismo en Alemania o la del comunismo en la Unión Soviética podía arrojar el mismo resultado positivo tanto en tiempos de paz como en tiempos de guerra (Saika defendía que sí). Y Pasha dijo:

—Tania, te echo una carrera.

—No quiero.

Tatiana estaba sentada en el suelo con las piernas cruzadas, jugando a los hilos con Natasha.

—Pero ¿Tatiana sabe nadar? —Se mofó Saika, dejando solo a Oleg.

Tatiana no quería dar explicaciones. No llevaba bañador y aquel día no tenía ganas de nadar en ropa interior delante de Saika, lo cual no dejaba de ser irónico, porque nunca lo pensaba dos veces cuando tenía que nadar delante de Anton, Misha u Oleg.

Pero Pasha la estaba provocando, Saika la estaba provocando y Misha, que no creía que pudiese ganar ese día, también la estaba provocando, y de repente todos se estaban riendo por lo bajo, salvo Saika, que se reía a mandíbula batiente. Así que Tatiana, que nunca hacía ascos a ninguno de los desafíos de su hermano, se desnudó y se quedó en ropa interior. ¿Eran imaginaciones suyas o había una mueca divertida en el rostro de Saika? La llegada de la tarde había inundado el aire de agua fresca y del aroma de los cerezos en flor, y el sol estaba encaramado al cielo en actitud expectante.

Tatiana y Pasha bajaron por la ribera hasta la orilla del río. El objetivo era arrojarse de cabeza a la de tres y cruzar a nado los cincuenta metros hasta la otra orilla. Y luego había que volver.

Tatiana se despidió de él cuando ambos estuvieron frente al Luga.

—Te veré en el otro lado, hermanito —dijo ella.

—Sí, miraré atrás y ahí estarás tú, claro.

—A la de una, a la de dos y a la de… ¡tres!

Pasha, tan veloz, tan fuerte, tan pequeño y tan ágil, tan competitivo, trató de dejar atrás a su hermanita, mucho más débil. Ella no era tan fuerte, ni corriendo ni nadando, ni tenía las piernas tan musculosas.

Nadaron tan rápido como pudieron, en todos los estilos posibles. La corriente de la tarde se movía con rapidez, el caudal del río era abundante. Pasha estaba ganando en la marca de los veinte metros, pero la incansable Tatiana, unos pocos metros detrás de él, le gritó:

—Acuérdate de respirar, Pasha.

—Acuérdate de perder, Tania —le replicó su hermano, y le sacó otro medio metro de ventaja.

Sin embargo, en la marca de los treinta metros, empezó a perderla. Tatiana ni siquiera incrementó el ritmo, sino que siguió moviéndose tratando de no tragar agua. Pasha iba cada vez más lento, dándole patadas casi en la cara, a propósito, según Tatiana. En la marca de los cuarenta y cinco metros, Tatiana tomó impulso y se lanzó hacia delante, adelantó a su hermano, tocó el fondo, salió corriendo a la superficie y empezó a dar saltos de alegría, chorreando, jadeando y sin aliento, con el pelo húmedo adherido a la cara de felicidad.

Pasha no estaba ni mucho menos tan contento.

—Hay que ver lo desagradable que llegas a ser… —le soltó con calma, sacudiéndose el agua.

—Mira quién fue a hablar.

Tatiana dio un salto sobre él y ambos cayeron al agua. Riendo, Pasha dijo:

—Apártate de mí. No me dejas respirar.

Ella se apartó de él.

—¿Echamos otra carrera de vuelta?

—Ni hablar.

—La próxima vez, Pasha.

—Eso es. La próxima vez, Tania.

Regresaron a la otra orilla nadando despacio, de espaldas, golpeando sólo con las piernas. Tatiana estaba contemplando el cielo azul sin nubes y el lejano sol de junio. Extendió la mano y asió la de su hermano.

—¿Qué pasa?

—Nada.

Se movió para soltarse, pero él no la soltó.

Sus amigos estaban reunidos en los pedruscos de la orilla.

—Está bien, Tania. Ahora te echaré yo una carrera —dijo Saika.

—Sí, Tania —dijo Oleg—. Adelante, una guerra de chicas. Algo así como Francia contra Bélgica. Hasta yo quiero verla. Natasha nunca hace carreras.

—Yo leo, no corro —dijo Natasha con orgullo, aferrando con fuerza su ejemplar de Almas muertas, de Gogol—. Además, las chicas no pueden ganar contra Tania.

—Eso ya lo veremos.

Sin decir una sola palabra, Saika se quitó el vestido, y luego el sostén, y luego la ropa interior… y se quedó desnuda.

Los niños dejaron de jugar por un momento. Hasta Natasha levantó la vista de su lectura. Tatiana apartó la mirada rápidamente, pero no sin antes advertir el cuerpo bien desarrollado de Saika, los pechos voluminosos, los pezones oscuros, el prominente montículo de vello negro y las caderas protuberantes. Tenía vello en las axilas, y cuando a Tatiana se le ocurrió pensar que Saika a sus quince años parecía tan desarrollada como Dasha a sus veintiuno, Saika se volvió para dirigirse hacia el río y todos los presentes dieron un respingo colectivo: la espalda de Saika estaba plagada de cicatrices blancas en espiral que le surcaban la carne entrecruzándose desde la altura de los omóplatos hasta la parte baja de la columna. La respiración acelerada de Tatiana debió de delatarla, porque Saika dejó de andar y se volvió.

—¿Qué pasa? —dijo.

Fue Pasha quien rompió el silencio angustioso y violento.

—¿Qué te ha pasado en la espalda, Saika?

—¿Qué? Ah, eso. Nada.

—Seguro que hizo algo muy, muy malo —comentó Oleg.

—Seguro. Tania, ¿te vas a quedar ahí parada como un pasmarote o vienes a echar esa carrera?

Tatiana dirigió a su hermano una mirada inquieta antes de bajar a la orilla. De repente, ya no le preocupaba su ropa interior ni su pequeñez; de repente, la carrera le parecía algo ofensivo.

—Saika, a lo mejor deberíamos dejarlo para otro día.

—¿Por qué? Otro día tendré las mismas cicatrices en la espalda.

No había rastro de emoción en su voz.

Tatiana miró a todos los demás sin saber qué hacer. Nadie sabía qué sentir. Estaban violentos e incómodos.

Tatiana frunció el ceño.

—Si crees que no estás preparada… —le espetó Saika.

—No, no, siempre estoy preparada —dijo Tatiana—. ¿A la de tres, entonces?

—A la de tres.

Pero no fue exactamente a la de tres, sino más bien a la de dos y media, porque antes de que Tatiana llegase a pronunciar la palabra «tres», Saika corrió hacia el agua.

Tatiana corrió tras ella y se tiró de cabeza, pasando literalmente volando por delante de Saika, quien se detuvo al instante y dijo:

—Espera, eso no es justo.

Tatiana se paró de mala gana.

—No sabía que sabías tirarte así, de cabeza.

—Y yo no sabía que a la de tres significaba antes de tres —replicó Tatiana, nadando hacia ella—. Y yo no he protestado por eso.

—Bueno, pues deberías haber protestado si no te ha gustado.

—Daba igual.

—No es justo —insistió Saika, frotándose los pechos húmedos.

—Está bien —dijo Tatiana—. Volvamos a empezar.

Volvieron a empezar, esta vez casi a la de tres, y esta vez, Tatiana no se arrojó de cabeza.

Saika era fuerte y rápida, pero también pesaba más que Tatiana, y eso debía de impedirle avanzar más rápido, porque Tatiana tuvo que reducir la velocidad al llegar a la marca de los veinte metros, y luego de nuevo en la de los treinta, y cuando llegaron a la de los cuarenta, Tatiana nadaba tan despacio que podía ponerse a flotar de espaldas y aun así nadar más rápido que Saika quien, jadeando, salpicando agua y sin aliento, no conseguía avanzar apenas. Tatiana dejó de usar los brazos y luego las piernas, y al final dejó salir del agua primero a Saika, que lo hizo tambaleándose y desplomándose en la orilla de inmediato.

—Uf, ha sido duro ganarte —exclamó—, pero ha valido la pena.

Aún en el agua, Tatiana se hundió hacia atrás para remojarse y luego salió a sentarse junto a Saika.

—Lo has hecho muy bien para ser tan pequeña —comentó Saika, aunque casi no podía ni respirar.

—Gracias —respondió Tatiana en voz baja.

—Cuando estés lista, regresaremos nadando.

—¿Qué te parece ahora mismo?

—Espera un segundo.

Saika seguía jadeando.

Tardaron mucho rato para volver. Saika apenas podía mover las piernas y se dejaba arrastrar río abajo por la corriente.

—Saika, si no tienes cuidado, acabarás en el Báltico —señaló Tatiana—. Mira cuánto nos hemos alejado de los otros. Vamos a nadar un poco más rápido.

Pero Saika no podía nadar un poco más rápido.

Lo primero que dijo Pasha cuando al fin salieron del agua fue:

—Tania, ¿qué te ha pasado en esa carrera? Parecías un peso muerto ahí abajo.

Saika se volvió para mirar a Tatiana y le guiñó un ojo oscuro y glacial. La extraña expresión se borró al instante de la cara de Saika, pero no así de la memoria de Tatiana.

—Vístete deprisa, Saika —dijo Tatiana, volviéndose—. Tengo que irme a casa.

Algo sobre Tatiana

De vuelta a casa, cansados y hambrientos, pasaron junto a un grupo de mujeres mayores que llevaban unas Biblias en la mano. Los rostros de las mujeres se iluminaron al ver a Tatiana, quien sonrió, lanzó un leve suspiro y se ocultó detrás de Pasha.

—¿Qué pasa? —preguntó Saika, pero antes de poder añadir algo más, el grupo de mujeres se abalanzó sobre ellos.

Separaron a Tatiana de Pasha, la toquetearon, le acariciaron el pelo y le hicieron la señal de la cruz en la frente, besándole las manos.

—Tanechka —se dirigieron a ella cariñosamente—, ¿cómo está nuestra niña esta tarde?

—Vuestra niña está bien —respondió Pasha por ella, al tiempo que la arrancaba de sus garras.

Tatiana les presentó a Saika, pero las mujeres no le estrecharon la mano, ni ella se la ofreció tampoco. Se quedaron allí de pie, con aire incómodo, abrazando de nuevo a Tatiana. Pasha le explicó a Saika que aquellas mujeres lo habían bautizado a él y a su hermana en 1924.

—El bautismo es una costumbre provinciana, señoras —les dijo Saika—. Nuestras nuevas leyes de 1929 constatan claramente que no se deberá impartir instrucción religiosa a los niños hasta que sean mayores de edad. ¿Aún van por ahí bautizando a niños que no tienen capacidad para decidir por sí mismos? —Todas se quedaron en silencio—. ¿Aún lo hacen? —repitió, instigada por su silencio.

—Bueno, no, ya no —contestó una de ellas.

Tras un silencio incómodo, Tatiana preguntó:

—¿Estás bautizada, Saika?

—No, yo no pertenezco al culto a Cristo —le respondió la joven—. Mis antepasados pertenecían a los llamados yezidi. No nos bautizaban.

Las mujeres se quedaron boquiabiertas.

—¡Los yezidi no!

—Ah, señoras, veo que están bien informadas —dijo Saika—. Bien, bien. Sí, pero ahora ya no formo parte de eso, señoras. Ahora pertenezco a los Jóvenes Pioneros.

—¿Estás en alguna Liga de Ateos Militantes? —Pasha sonrió—. ¿O eres miembro del Grupo de Jóvenes Sin Dios?

—No, pero cuando cumpla los dieciocho seré una Konsomol: un miembro enérgico, moderno y librepensador del nuevo mundo.

Espoleada por una inmensa curiosidad, Tatiana se alejó de allí y llamó a Saika, que lanzó una mirada desdeñosa a las mujeres antes de alcanzar a los Metanov, dando puntapiés a la arena del suelo con sus sandalias marrones raídas.

—¿Qué pasa, Tania? —preguntó Saika—. ¿Qué tienen las viejas contigo? ¿A qué viene tanta adoración? Esta mañana, esa Berta no te quitaba las manos de encima, ¿por qué?

—Díselo, Tania.

—Pasha, cállate.

—Todas las ancianas de Luga creen que Tania puede salvarlas de la muerte.

—¡Pasha, cállate!

Pasha, como de costumbre, no le hizo el menor caso.

—Saika, hace siete años hubo un incendio en una cabaña. Blanca Davidovna, la persona mayor de la aldea, estaba sola en ella. Su hija Berta, a quien has visto esta mañana, se encontraba en Leningrado. Y nuestra Tania corrió a esa casa y sacó a Blanca mientras la casa quedaba reducida a escombros. Por supuesto, cuando nuestra madre se enteró, por poco mata a Tania por haber entrado allí. —Pasha se echó a reír—. Eso sí que habría sido irónico, ¿no crees, Tanechka?

—Pasha, déjalo ya, ¿quieres? —dijo Tatiana con voz férrea.

—¿Cómo la sacaste, Tania? —Quiso saber Saika.

—No lo sé, no me acuerdo. Sólo tenía siete años.

—Pero ¿por qué entraste, para empezar?

—No lo sé, no me acuerdo. Sólo tenía siete años. Creí oír que me llamaba.

—Sí… ¡desde la otra punta del pueblo! —Pasha se echó a reír—. Deberías oír a Blanca Davidovna explicar esa historia. —Los ojos de Pasha se encendieron al imitar a la anciana—: Nuestra Taneeeechka me cogió de la maaaano y me sacó de allí… ¡me sacó de mi caaaasa en llaaaamas! Si esas mujeres te han parecido exageradas, espera a ver cómo trata Blanca a Tatiana.

—Pasha, te juro que si no te callas…

El hecho de que Saika conociese el incidente hizo que una extraña ansiedad se apoderase de Tatiana. El misterio del fuego, de que ella, con sólo siete años, hubiese entrado en aquella casa, ya le resultaba algo casi sobrenatural incluso a ella, sobre todo teniendo en cuenta cuánto se asustaba ante toda clase de cosas que no se podían controlar. No le gustaba hablar de ello, ni pensar en ello tampoco, y desde luego, no le gustaba nada el modo en que la miraba Saika. Tatiana decidió firmemente que no quería que Saika supiese cosas sobre ella que Tatiana no pudiese entender o explicar, ni siquiera a sí misma.

Algo sobre Saika

Esa noche, en la hamaca de su pequeño jardín cubierto de matojos, Saika tocó el laúd para ellos y dejó a Pasha sin habla. Tatiana se dio cuenta de que era una chica con muchos ases en la manga. La joven sujetaba el panduri de tres cuerdas como si lo hubiese hecho toda la vida. Les tocó unas tonadas georgianas que ninguno había oído nunca, muchas melodías azeríes y alguna marcha de guerra soviética.

—Muy bien, Saika —exclamó Pasha con un silbido de admiración—. Muy, muy bien.

Saika se rio con coquetería y Tatiana miró a Pasha. ¿Podía estar su hermano prendado de una chica maloliente que no sabía nadar y que tenía la espalda llena de cicatrices? No, decidió. No parecía especialmente enamorado.

—Es verdad, tocas muy bien, Saika —confirmó Tatiana.

—Y cuando toco, me meto en el corazón de las personas —dijo Saika—. En Saki me gané un buen pico de dinero tocando el laúd.

Tatiana estaba columpiando las piernas y escuchando los grillos cuando Saika, que también se columpiaba en la hamaca, anunció:

—Mi madre es una adivina.

—¿Una qué?

—Ya sabéis, una señora que adivina el futuro. ¿Es que no hay ninguna aquí, en Luga? Creía que había en todas las aldeas, que era obligatorio.

Ni Pasha ni Tatiana dijeron nada. Blanca Davidovna, profundamente religiosa y convencida de que cometía un pecado, de vez en cuando leía las palmas de las manos y los posos de té. ¿Eso contaba?

Saika se levantó de la hamaca de un salto.

—Venid a mi casa ahora mismo —dijo—. Mi madre está de racha. Os leerá vuestro futuro.

Tatiana negó con la cabeza.

—Se está haciendo tarde, Saika —dijo—. Otro día, tal vez.

—No. Vamos ahora. ¿De qué tienes miedo? Pasha, ¿vas a dejar que tu hermana te intimide?

Un curioso Pasha nunca se resistía a un desafío, y arrastró a Tatiana consigo. Pasha sentía muchísima curiosidad, e inclinándose hacia él, su hermana le susurró:

—Si supieras leer, ahora mismo te acordarías de la historia de Barbazul, y sabrías que la curiosidad, mi querido Pasha, a veces conduce a grandes catástrofes.

—Sí, bueno, cuando sea una mujer estúpida me preocuparé de eso —le susurró él.

—Pasha, ¿es que no la hueles?

—¿De qué estás hablando?

—Huele muy mal… Cada vez que te acercas a ella, ¿no tienes ganas de taparte la nariz?

—Tania, te has vuelto loca, de verdad. Huele bien. Cállate.

En el interior de la casa de Saika, la madre, Shavtala, no aparecía por ninguna parte. Las puertas de los dormitorios estaban cerradas. Los niños se encaramaron al sofá del oscuro salón, que olía intensamente a humo, y esperaron.

—Saldrá de un momento a otro —dijo Saika—. Tania, veo que estás mirando nuestros libros. ¿Qué libros te gustan?

—De todo tipo.

Los Kantorov tenían cosas muy raras en sus estanterías. Tatiana no conseguía apartar la vista del retrato del enorme pavo real azul sobre la repisa de la chimenea.

—¿No te gustan los libros que tenemos, Tania? —Saika se encogió de hombros—. Bueno, ni tu Dickens ni tu Dumas escriben sobre nada que me interese a mí. A mí me gusta Gorki, Mayakovski, Blok.

—Sí, ya lo veo —dijo Tatiana, apartando de mala gana la mirada del vívido pájaro—. Gorki está muerto. Mayakovski está muerto. Blok, muerto. ¿Qué me dices de Osip Mandelstam? ¿Te gusta? Es lo mejor que tenemos, y no está muerto… todavía.

—¿Quién?

A través de una de las ventanas abiertas, a Tatiana le llegó el canto de los grillos, el crujir de las hojas, y luego, por el aire, además del ruido de los grillos y las hojas… se oyó el ululato de un búho.

Tatiana miró a Pasha.

Saika dijo rápidamente:

—Hablame de ese Mandelstam.

Tatiana bajó la voz.

—¿Dónde está Mandelstam? La versión oficial es que tiene neumonía y está en su lecho de muerte, pero mi deda dice que muy pronto ellos anunciarán que se ha suicidado entre tormentos poéticos.

Tania pronunció la palabra deda con aire reverencial.

Saika la miraba con ojos llameantes.

—Conque eso es lo que dice tu abuelo. ¿Y quiénes son «ellos»?

Los ululatos continuaban, desconcentrando a Tatiana.

—¿Saika…? —dijo.

—Tania, chsss… —dijo Pasha.

—Creía que tu abuelo era profesor de matemáticas —dijo Saika—; no sabía que se dedicaba a propagar rumores.

Los extraños sonidos hacían que a Tatiana le costase un gran esfuerzo mantener una conversación normal.

—¡Madre mía! —exclamó al fin—. ¿Qué es eso? ¿Ese sonido procede de esta casa?

Pasha fijó la mirada en el suelo de madera polvoriento.

—No lo sé —contestó Saika con tranquilidad—. Mira, ahora ha parado. Pero dime: ¿qué sabe tu abuelo del traidor Mandelstam?

—¿Quién dice que era un traidor? —Tatiana bajó la voz—. Todas esas maravillosas poesías que escribió en la época de la revolución y luego más tarde, en el exilio… ¡desaparecidas, eliminadas! Y él también ha sido eliminado. Como si nunca hubiese existido.

—Así es como se trata a los enemigos del Estado —dijo Saika—: eliminados como si nunca hubiesen existido. No queda ni rastro de ellos, ni siquiera un susurro.

—¿El poeta Mandelstam es un enemigo del Estado? —exclamó Tatiana, sorprendida.

—Por supuesto —respondió Saika—. Es un hombre que cree más en el individuo que en el Estado. ¡El individuo ha muerto! El sindicato de escritores se lo dijo expresamente, se lo dijo a todos: sólo realismo socialista, nada de poseía personal. Fue directamente en contra de todos los preceptos y las leyes establecidas en la doctrina. Por eso se convirtió en enemigo del Estado.

Era el turno de Tatiana de quedarse callada.

—Saika, creía que no sabías quién era Mandelstam.

—Sé alguna cosa sobre él —contestó despreocupadamente.

—Sí —señaló Tatiana—, para ser hija de pastores, alguien que ha vivido en las montañas, que no leía libros ni periódicos, desde luego, sabes mucho de… un montón de cosas.

En la voz de Tatiana se percibía la oscura confusión de un gorrioncillo, pero en el tono de Saika al responder dominaba el orgullo propio de un pavo real.

—Ya te lo dije, Tania. Es mi obligación saberlo absolutamente todo, por eso quiero que mi madre os lea la fortuna.

De repente volvieron a oírse unos chillidos inhumanos. Pasha se levantó de golpe.

—Tenemos que irnos.

—No, no, quedaos —dijo Saika—. Saldrá enseguida.

—No, vamos, Tania.

La agarró de la mano y la levantó.

—Saika, ¿qué es lo que se oye? —dijo Tatiana—. ¡Esos gritos animales despertarían a un muerto! Por favor dime que no es tu madre.

—Serán coyotes…

—Coyotes… —repitió Tatiana—. ¿Carnívoros caninos? ¿En Luga? —Se volvió hacia su hermano—. ¿Tenemos lobos en Luga, Pasha?

—No lo sé, Tania. Lo que sé es que tenemos que irnos. —Pasha se dirigió afuera, arrastrando a Tatiana tras de sí—. Tú y tus preguntas… ¿Pararás alguna vez?

—En otra ocasión, entonces —gritó Saika tras ellos—. Mi madre os leerá el futuro en otra ocasión.

Al salir al aire nocturno de la noche, vieron que definitivamente los agudos chillidos procedían de la casa de los Kantorov. Al otro lado del jardín, en su pequeña dacha de verano, Dasha y babushka estaban asomadas afuera, mascullando imprecaciones y cerrando todas las ventanas. Cuando Tatiana y Pasha llegaron a casa, deda, tan menudo y frágil, estaba sentado tranquilamente en la silla del porche, entretenido con sus hilos de pescar como si estuviera sordo.

Pero babushka no estaba sorda. Más robusta y grande que su marido, después de cerrar las ventanas mascullando «¡qué indecencia!», se quedó sin palabras. Encendió la radio y subió el volumen, pero sólo se oían interferencias.

Nadie sabía qué decir, y excepto deda, ocupado con sus hilos, todos miraban nerviosos a Tatiana.

Babushka dijo:

—¿Tenemos madera de fresno? Dicen los supersticiosos que la madera de fresno o de serbal ahuyenta a los malos espíritus.

—¡Anna! —Deda le levantó la voz a su esposa, algo impropio de él—. ¿Es que no tienes otra cosa que hacer? Madera de fresno…

Tatiana se echó a reír.

Esa noche, cuando los abuelos se hubieron ido a la cama, Dasha, Pasha y Tatiana se quedaron sentados en el porche junto a la lámpara de queroseno, hablando de Saika y sus cicatrices.

—¿Se ha desnudado por completo delante de todos vosotros? —dijo Dasha, sin dar crédito a sus oídos—. Mañana le diré que no lo vuelva a hacer, o juro que se lo diré a su madre.

Pasha tosió un poco y Dasha también.

Tatiana sonrió.

—¿Te refieres a su madre… la adivina… que chilla? —dijo.

¡Cuánto tosieron entonces sus dos hermanos!

—Venga, Tania, ¿no sientes curiosidad? —dijo Pasha para desviar un poco el tema—. ¡Una adivina de verdad! Vamos, es muy emocionante, ¿no te parece? ¿Alguien capaz de predecir tu futuro, la senda que recorrerá tu vida? Nunca hemos conocido a nadie así. Blanca Davidovna y sus posos de té no cuentan. ¿No sientes curiosidad?

—No —contestó Tatiana—, para nada.

Estaba sentada en el suelo, entre las piernas de Dasha, viendo a Pasha barajar las cartas mientras Dasha le peinaba el pelo, se lo acariciaba y le ataba las trenzas con lazos de raso. Al tiempo que desplazaba las manos por la cabeza de Tatiana, ésta cerraba los ojos de sueño, pues era ya muy tarde.

—¿Por qué no? —preguntó Pasha.

—Sí, Tania —intervino Dasha—. Hasta yo siento curiosidad por lo que pueda decir.

Una relajada Tatiana empezó a murmurar:

—Guardaos de los falsos profetas, que vienen a vosotros vestidos de ovejas, pero por dentro son lobos rapaces…

Divertida ante su propio chiste y la referencia a los lobos, Tatiana se echó a reír.

Pasha y Dasha no reían.

—¿Quién dice que es una falsa profeta? —dijo Dasha—. ¿Dónde has oído eso?

—Blanca Davidovna.

—Sí, pero ¿tienes preguntas, Tania? —dijo Pasha con otro de sus extraños accesos de tos, como si tuviera una espina de pescado atravesada en la garganta—. ¿Para mí… o para Dasha?

—Pero si vosotros dos, que sois tan listos, tenéis todas las respuestas —dijo Tatiana, pestañeando ante su hermano—, ¿para qué queréis ir corriendo a ver a la adivina chillona?

Una visita providencial

La madre de Tatiana llegó el viernes por la noche de Leningrado para pasar el fin de semana, pero no venía sola: la acompañaba Mark, el jefe dentista de Dasha.

Cuando Tatiana los vio acercarse a través de la ventana, bajó de la cama de un salto y corrió al porche, al otro lado de la casa, donde zarandeó a su hermana, que estaba leyendo el periódico, y le dijo:

—Mamá ha traído a Mark, Dasha. ¡A Mark!

¡Qué escándalo! Y por la cara horrorizada que puso su hermana, por lo visto Tatiana no sabía ni la mitad. Puede que fuera así, pero sí sabía que durante la última semana, una vez acabadas las faenas de la casa, Dasha se arreglaba, se ponía ropa bonita y desaparecía a dar largos paseos por el bosque con Stefan.

Mark entró en la casa, vestido aún con su traje. Era un hombre de unos treinta años que había empezado a perder pelo. Hubo un momento de embarazosa confusión. Dasha se puso nerviosa, aturullada, y se rio tontamente, y al final le ofreció una taza de té. Babushka le ofreció algo más fuerte. Deda, como de costumbre, no dijo nada.

Cenaron, y la conversación se desarrolló más bien a trompicones. Mark empezó a charlar del tiempo, de Leningrado, de las noches blancas y de trabajo. Deda y Mark se pusieron a conversar sobre Hitler, Italia, Abisinia y España. Tania permaneció en silencio, mientras que su madre, exhausta, se sentó junto a Pasha y sólo le hizo preguntas a éste. ¿Cómo se encontraba? ¿Dormía bien? ¿Pescaba? ¿Cómo se portaba Tatiana?

A las diez de la noche, cuando parecía ya muy tarde para visitas sociales, Tatiana oyó que llamaban a la puerta del porche. Deda envió a abrir a Tania y ésta se encontró con Saika y Stefan.

Dasha dio un respingo. Tatiana se quedó en silencio delante de ellos y no dijo nada. Al final, fue la propia babushka quien se acercó y dijo:

—¡Tatiana Georgievna! ¿Se puede saber qué demonios te pasa? Di a tus amigos que entren. Pasad, por favor. Adelante.

Tatiana lanzó un suspiro y fue a sentarse junto a Dasha, que se había apartado unos centímetros de Mark y se levantó no sin esfuerzo cuando Saika y Stefan entraron. La pobre parecía tan desconcertada que fue deda quien se encargó de hacer las presentaciones. Stefan, con el gesto muy serio, estrechó la mano de Mark, cuyo gesto era igual de serio.

Deda permaneció callado unos minutos y luego anunció que se iba a la cama, arrastrando a babushka consigo.

—Deja a los jóvenes solos, Anna —le dijo—. Ya lo solucionarán. Siempre lo hacen.

A Tatiana no se lo parecía. Preguntó si alguien quería jugar al dominó. Por lo general, su familia siempre se negaba a jugar al dominó con ella, pero Mark jugó seis partidas con aire ausente, y perdió las seis veces. Para hacerlo sentir mejor, Pasha dijo que él también era incapaz de ganar nunca a ese juego.

La conversación que mantuvieron fue horrible. Mark no dejaba de repetir que para él, aquel fin de semana de asueto era algo extraordinario, que él era dentista y que Dasha trabajaba para él cuando no era verano. Debió de advertir la frialdad de las miradas que Stefan le dedicaba a Dasha, porque dejó de hablar por completo… y entonces sí que decayó la conversación. Al cabo de unos minutos que se hicieron eternos, Stefan se levantó y anunció que tenía que irse.

Fue entonces cuando Saika le dio a Dasha su chal y le dijo:

—Te lo dejaste en nuestra casa la otra noche, al volver de tu paseo con Stefan.

Tatiana, frunciendo el ceño, apartó la mirada. Menuda catástrofe… ¿Qué diablos pretendía Saika? Tatiana se excusó y se fue a su habitación, y al cabo de un momento, Saika la llamó por la ventana y le preguntó si quería escaparse afuera con ella un rato. Tatiana le respondió que no.

Cuando se apagaron las luces y estaba a punto de quedarse dormida, oyó unas voces en el patio. Primero pensó que era Saika otra vez, pero se trataba de Dasha y Mark, ella tratando de hablar en voz baja, y él tratando de hablar a voces.

Tatiana no quería oír ni una sola palabra, pero como no podía cerrar la ventana sin delatarse, se puso una almohada en la cabeza y empezó a tararear una canción. Sin embargo, cuando la voz de su hermana se hizo más sonora y audible, la curiosidad y la tristeza que sentía por ella la obligaron a quitarse la almohada y prestar atención a la conversación.

—¿Que por qué he venido? —estaba diciendo Mark—. Porque quería estar contigo, Dasha, y creía que tú querías estar conmigo.

—Esto nuestro es un callejón sin salida —repuso Dasha—. Ya sé que crees que es un tórrido romance, y desde luego, yo no espero nada más de ti, yo no te pido nada más. El hecho de quedarme hasta tarde en la consulta contigo me basta en Leningrado, pero no sabía que creías que me debo a ti incluso aquí, en Luga.

Tatiana empezó a tararear nuevamente. Mark dijo algo.

—Eso es lo que quieres, ¿verdad? —dijo Dasha—. ¿Que me entregue a ti quince minutos durante la pausa del almuerzo, o entre una visita y la siguiente, en el sofá de la recepción, antes de que te vayas corriendo a casa, a los brazos de tu mujer, mientras yo me voy a la mía a compartir la cama con mi hermana? ¿Es que aún hay más, Mark? Porque no lo sabía. Creía que estábamos exprimiendo hasta la última gota del trapo sucio que es nuestra relación.

Tatiana siguió tarareando.

Mark dijo algo que sonó como «Pero yo te quiero».

—¿También me querías el año pasado, cuando me quedé embarazada?

«¡Oh, no…!», pensó Tatiana, y se puso a tararear con más fuerza.

—¿Qué me dijiste entonces? Seguramente me dijiste que me querías, pero en lugar de eso, lo que oí yo fue, «Dasha, no podemos hacer nada. No tenemos a donde ir». Ésa debió de ser tu forma de decirme que me querías. Y yo sabía que tenías razón. ¿Y acaso me quejé? ¿Acaso te pedí que me acompañaras a la clínica? No, fui yo sola después de la jornada laboral y me puse en la cola como todas las demás mujeres, y después, otra mujer, una completa desconocida, me acompañó andando a casa. Al día siguiente fui a trabajar y tú y yo seguimos como siempre. Ah, por cierto, yo también te quiero, Mark.

Dasha estaba llorando.

Tatiana seguía tarareando.

—Me he resignado a la vida que me ha tocado —continuó Dasha—. Me he resignado a esta vida a los veintiún años. —Tatiana no podía tararear lo bastante fuerte para sofocar la voz rota de su hermana—. Pero ¿sabes qué? Creo que prefiero cinco minutos tórridos con Stefan en el bosque que dos años en ese sofá helado contigo.

—Yo te quiero —insistió Mark con voz débil—. He venido para decirte que estoy pensando en decirle a mi mujer que la dejo.

—Será mejor que hagas algo más que pensar en cómo decírselo, Mark —repuso Dasha—. Será mejor que pienses en cómo dejarla.

—He pensado que podríamos vivir en la consulta hasta que el gobierno nos encuentre algún sitio.

—¿En la consulta? ¿Dónde? ¿En el sofá? —Dasha hizo una pausa, y a continuación murmuraron en voz baja cosas que, por suerte, Tatiana no pudo oír. Acto seguido, Dasha añadió—: ¿Por qué no le dices que tiene que irse a vivir a otra parte? Dile que es ella la que tiene que marcharse, no tú. ¿Por qué se queda ella? Es tu piso, está registrado a tu nombre. Es su problema si no tiene a dónde ir.

Mark dijo algo que Tatiana no acertó a oír, pero lo que sí oyó fue el posterior estallido de Dasha:

—¿Me tomas el pelo? ¡Oh, Dios mío! ¡Oh, Dios mío!

—Me lo dijo la semana pasada —dijo Mark rápidamente—. Yo no lo sabía. Dice que de todos modos, ahora es ilegal deshacerse de él.

—¡Ésa es una buena razón para tener un hijo! —gritó Dasha.

—Bueno, ella dijo que no quería deshacerse de él.

—¿Te ha dicho que va a tener un hijo tuyo y tú estás aquí, bajo los cerezos en flor, conmigo, pensando en la forma de dejarla?

Tatiana oyó un forcejeo, unas bofetadas, unos pasos, lágrimas, oyó a Dasha alejarse, llorando y diciendo:

—Eres una auténtica joya, Mark. Eres una maldita joya.

Mark permaneció fuera, fumando. Tatiana lo oía a pesar de la almohada en la cabeza, rompiendo ramas, mascullando en voz baja, encendiéndose un cigarrillo tras otro.

Se marchó de vuelta a Leningrado a primera hora de la mañana siguiente, entre la niebla. Nadie lo vio salvo Tatiana, que distinguió en la carretera su espalda encorvada y la bolsa que llevaba en la mano. Lo observó hasta que desapareció de su vista y las vacas salieron al prado a pastar, haciendo sonar los cencerros.

Tatiana ni siquiera podía leer su libro, tumbada de costado, compadeciéndose de su pobre hermana.

Tras ir juntas al banya, los baños públicos de mujeres, ese sábado por la noche, las dos hermanas regresaron a casa andando en silencio, recién bañadas, limpias y con la piel sonrosada. Saika, que no había ido a los baños, preguntó a Tatiana si quería salir a jugar con ella, pero Tatiana volvió a negarse. En casa, Dasha le preparó a Tatiana un batido de leche, yema de huevo y azúcar, y después de bebérselo, Tatiana recostó la cabeza en el regazo de su hermana fuera, en el sofá del porche.

—Dashenka, hermanita, Dasha.

—¿Sí?

Su voz estaba impregnada de tristeza. Tatiana tragó saliva.

—¿Quieres oír una historia muy divertida?

—Sí, por favor. Necesito una historia divertida para animarme un poco. Cuéntamela, hermanita.

—Stalin, como presidente del Presidium, comparece ante el Parlamento para pronunciar un breve discurso que dura tal vez cinco minutos. Tras el discurso, llegan los aplausos. El pleno se pone en pie y sigue aplaudiendo un minuto, y otro. Luego otro minuto…

»Siguen en pie aplaudiendo, otro minuto. Y otro. Están de pie, y siguen aplaudiendo mientras Stalin sigue ante el atril y escucha los aplausos con una sonrisa humilde en el rostro, la viva imagen de la humildad. Y pasa otro minuto, y siguen aplaudiendo.

»Nadie sabe qué hacer. Esperan una señal del presidente para interrumpir los aplausos, pero el humilde y diminuto hombrecillo no les hace ninguna señal. Pasa otro minuto y ellos siguen de pie aplaudiendo.

»Han pasado ya once minutos y nadie sabe qué hacer. Alguien tiene que dejar de aplaudir, pero ¿quién? Doce minutos de aplausos. Luego, trece minutos de aplausos. Y él sigue allí, y ellos también siguen allí de pie. Catorce minutos. Quince minutos.

»Al final, a los quince minutos, el hombre que está al frente de todo, el secretario de Transporte, deja de aplaudir. Y en cuanto para, todo el público deja de aplaudir.

»A la semana siguiente, el secretario de Transporte es fusilado por traición.

—¡Tania! —exclamó Dasha—. ¿Y se supone que eso es divertido?

—Sí —contestó Tatiana—, es para animarse, para pensar que las cosas podrían ser aún peores. Podrías ser tú la secretaria de Transporte.

—¡Estás loca! —Dasha apartó a Tatiana y fue a por un cigarrillo—. ¿Se puede saber dónde has oído una cosa así?

—Blanca, Berta, Oleg, deda… A todo el mundo le encanta contarme cosas.

—Te prohíbo que hables con ellos.

—¿Quién eres tú para prohibírmelo? ¿Mi madre?

Dasha enmudeció al tiempo que se encendía el cigarrillo. Tatiana le dio una palmadita en el brazo.

—Lo siento. Por cierto, ¿cuándo se marcha mamá? Me ha vuelto a castigar, ¿sabes? No puedo salir hasta dentro de cuatro días.

—Te lo mereces por cavar agujeros en el suelo para que se caiga.

—Ese agujero no lo hice para que se cayera ella, sino Pasha.

—Pues no vi a Pasha defenderte cuando mamá empezó a pegarte con las ortigas.

Tatiana se frotó las piernas doloridas. No sabía qué más decir.

—Dasha… ¿estás enfadada?

—¿Y por qué iba a estar enfadada?

Dasha parecía muy enfadada al decir aquello. Tatiana no contestó, se limitó a mirar fijamente a su hermana.

—No te metas en los asuntos de los mayores, Tanechka, ¿de acuerdo? —le susurró Dasha—. Sabremos arreglárnoslas sin ti.

Tatiana carraspeó un momento.

—¿Puedo hacerte una pregunta?

—¿Qué?

—¿Tú crees que empezaré a desarrollarme pronto? ¿Que empezarán a crecerme… cosas?

La tristeza se esfumó de los ojos de Dasha y un brillo de alegría ocupó su lugar. Con una carcajada franca, se levantó y dijo:

—Anda, hermanita, sal fuera. —Ambas bajaron los escalones que conducían al jardín—. Ven a la hamaca y túmbate encima de mí.

Con un sentimiento de intensa felicidad, Tatiana se encaramó a la hamaca y se acurrucó en el hueco del brazo de su hermana mientras ésta columpiaba a ambas.

—Tanechka —le dijo su hermana cariñosamente—, ¿por qué tienes tanta prisa?

—No, no me has entendido —repuso Tatiana—. Es justo lo contrario. Me pregunto cuántos años buenos me quedan por delante.

—¿Qué?

—Sí, bueno… Mira en el lío tan colosal en que estás metida tú, todo por tener tetas y vello oscuro en el cuerpo. Sólo me pregunto cuántos años me faltan para que se me acabe la buena vida a mí también.

Dasha la abrazó.

—Tania —le dijo—, eres la monda. —Se echó a reír—. ¿Cómo puedes pensar que te va a salir vello oscuro a ti? Tendrás suerte si te sale algo de vello algún día, pero desde luego, nunca será oscuro, ¿no crees?

—Ya tengo un poco de vello —repuso Tatiana con aire desafiante—. Y tú eso no lo sabes. Mamá dice que cuando era joven tenía el pelo rubio… y mírala ahora.

—Sí, mamá dice eso, pero yo no me lo creo. También dice babushka que cuando se casó sólo pesaba cuarenta y siete kilos.

—Para ya de una vez…

Las hermanas se echaron a reír por lo bajo. Siguieron tumbadas en la hamaca en la oscuridad, meciéndose y columpiándose.

—Sólo quiero un poco de amor, Tanechka —susurró Dasha—. ¿Me oyes? Eso es todo, un poco de amor de verdad.

La tenue luz de queroseno del porche se estaba apagando. Los grillos cantaban y el aire era fresco. Tatiana se había quedado dormida, sin preocupaciones, sin cadenas, inmaculada, intacta y joven.

Dos chicas de noche entre los árboles

—Tania, ¿estás durmiendo? —Era Saika.

Tania estaba durmiendo plácidamente en su cama. Lanzó un gemido. No… otra vez no…

—Ven, sal fuera conmigo.

¿Cuándo iba a dejar aquella chica de asomarse a su ventana?

—¿Qué hora es?

—Tarde. Vamos, no se enterarán.

—¿Estás de broma? Vienen a ver cómo estoy cada cinco minutos. Además, estoy castigada.

—¿Por qué te vas a dormir tan pronto? Creía que leías de noche.

Saika quería que se fuera a dormir tarde y se levantase pronto. ¿Cuándo iban a dejarle a Tatiana algo de paz y tranquilidad? Levantó la cabeza a regañadientes.

—Sal. Iremos al jardín de mi casa.

—¿Para hacer qué?

—Nada. Hablar. Tengo que enseñarte algo.

Tatiana dormía con el corpiño además de la ropa interior ahora que Saika llamaba a su ventana todas las mañanas y todas las noches. Se puso un vestido y trepó por la ventana para salir afuera. Atravesaron el jardín y pasaron por entre las ortigas y las tablas de la valla rota. Se encaramaron a un árbol y Tatiana fue a sentarse en una rama gruesa encima de Saika, que se subió a una más baja. Sacó dos cigarrillos y le dio uno a Tatiana.

—Se los he robado a mi madre. Venga, coge uno.

—¿Se los has robado a tu madre?

Saika se echó a reír.

—A ella no le importa, sólo son cigarrillos. No se trata de su alma inmortal, como dices tú.

—Así que eres tú quien pone el límite. —Tatiana no aceptó el cigarrillo que le ofrecía.

—Vamos, no seas boba. Todo el mundo lo hace.

—¿El qué? ¿Robar a sus madres?

—No, fumar. —Encendió el cigarrillo con orgullo y añadió—: Yo fumo desde que tenía nueve años.

—Eso es estupendo.

¿Qué hacía ella subida en aquel árbol? Lo cierto era que… se sentía intrigada por las cicatrices de Saika. Aquellas cicatrices no eran sólo un castigo ejemplar, no se trataba de una tunda de azotes de un padre tratando de imponer disciplina a una hija díscola. No, Saika no había recibido una paliza: había sido marcada. Su espalda era su flor de lis. Era su particular marca de un deshonor monstruoso, y cualquiera que viera aquellas cicatrices sin duda pensaría con horror qué barbaridad podía haber hecho una muchacha como aquélla para merecer semejante ignominia.

La noche estaba muy tranquila, y las hojas del árbol donde se encontraban sentadas olían a bellota. Desde arriba, Tatiana observó a Saika inhalar y exhalar el humo mientras la ceniza le caía en los pantalones. Tal vez fuese su costumbre de robarle cigarrillos a su madre lo que metía a Saika en líos. Tatiana no lo sabía, y tampoco quería hacer conjeturas, sino que quería preguntárselo directamente. El propio Pasha llevaba días insistiéndole para que le preguntase.

—Venga, Tania. Tú le caes bien. Siempre está que si Tania esto… que si Tania lo otro… Te dirá lo que quieras. Tienes que preguntárselo.

—Tiene razón —había intervenido Dasha—. Sería de mala educación no preguntarle. Es la cosa más horrible que le debe de haber pasado a la pobre chica en su vida ¿y no piensas preguntárselo?

—¿Y no me lo diría ella misma si quisiese que yo lo supiera? —había dicho Tania.

—¡No! El hecho de preguntar es lo que demuestra tu interés.

Hasta la mismísima babushka la había animado a preguntar. A su madre le daba lo mismo, pero había que reconocer que a su madre le daba lo mismo casi todo. Sólo deda, que estaba leyendo tranquilamente en el sofá, no dijo nada hasta el final, cuando levantó la vista y ordenó a su nieta:

—Tania, no te metas. No es asunto tuyo.

Eso era lo que había decretado su abuelo. Y sin embargo, en ese momento, allí estaba ella, subida al árbol e intentando olvidar las palabras de deda porque ella sí que quería preguntar. Oyó a Saika reírse con suavidad.

—¿Crees que dejé perplejos a tus amigos el otro día? ¿Es que no han visto nunca a una chica desnuda? Tú te desnudas delante de ellos, ¿no, Tania?

—Yo soy una niña.

—¿Y quieres seguir siendo una niña? —susurró Saika.

—¿Cómo dices?

Saika movió la cabeza y siguió fumando mientras Tatiana formulaba cuidadosamente sus preguntas.

—Bueno —dijo Saika—. ¿Qué es lo que quieres? ¿Quieres tocarlas?

Ahora era Tatiana la que estaba perpleja.

—Tocar… ¿el qué? —preguntó con voz débil.

—Pues ¿qué va a ser? Las cicatrices, tonta.

Saika se echó a reír y se bajó el vestido para dejar al descubierto su espalda desnuda.

Tatiana tocó con delicadeza el borde áspero de una de las marcas, pero cuando lo hizo, Saika se estremeció y se apartó. Tatiana volvió a extender el brazo para ponerle la palma de la mano en la espalda, para reconfortarla, pero Saika volvió a estremecerse, emitió un leve gemido y volvió a apartarse más aún, de manera que no hubiese posibilidad de roce entre el cuerpo de Tatiana y el suyo.

—¿Qué pasa? —dijo Tatiana—. No te estaré… haciendo daño, ¿verdad?

—No, no —dijo Saika—. Es sólo que… —Antes de subirse el vestido, se volvió hacia Tatiana, con los pechos henchidos por la respiración agitada—. ¿Quieres tocarlos? —la invitó con voz ronca, y ahora le tocó el turno a Tatiana de apartarse con gesto incómodo.

—No. —Tatiana tragó saliva—. Pero… ¿cómo te hiciste esas cicatrices, Saika?

Suspirando, Saika se subió el vestido y se tapó.

—Hice algo que a mi padre no le gustó.

—¿El qué?

—Me… me porté mal.

—¿Por eso vinisteis aquí? ¿Por eso os fuisteis de Saki?

Saika miró a Tatiana con expresión de asombro.

—¿Crees que por un pequeño asunto familiar mi padre abandonaría su trabajo?

—¿Su trabajo como pastor de cabras? —replicó Tatiana igual de sorprendida.

Con la mirada ensombrecida, Saika contestó:

—Eso no tuvo nada que ver con que nos fuéramos de Saki. Además, ni siquiera ocurrió en Saki, sino antes. Pero cuando acabamos el trabajo, nos fuimos a donde había más trabajo. No tiene nada que ver con eso.

Tatiana esperó.

—¿Qué asunto familiar? —dijo al final.

—Me veía con un chico de la localidad donde vivíamos —dijo Saika como si tal cosa—. Y mi padre se enfadó conmigo por eso.

—Te veías con un chico —repitió Tatiana sin emoción en la voz.

—Sí.

—¿Y tu padre te dio esa paliza por eso?

Intentó formular aquella pregunta sin emoción en la voz, pero no lo consiguió.

Saika sonrió. No había emoción en sus ojos.

—¿Qué crees que te haría tu padre si te vieses con un chico de por aquí, Tania?

—No lo sé —contestó Tatiana débilmente—. Creo que no estaría muy contento con el chico.

—¿Y quién dice que mi padre estaba contento con el chico?

Como Tatiana no respondió, porque se acababa de quedar sin habla, Saika dijo:

—¿Qué es lo que te sorprende, Tanechka? ¿Que me viera con el chico o que me dieran una paliza?

Tatiana fue con mucho cuidado al contestar.

—Es la reacción lo que me sorprende —dijo despacio, pensando todavía—. Me gusta mucho la física, Saika. Como las matemáticas de mi abuelo, la física clásica es una ciencia concreta, positiva, con leyes absolutas que rigen la materia: cosas sólidas que tienen masa y ocupan espacio. Cosas que se ven y se tocan. Hay una ley en física que dice que toda acción provoca una reacción opuesta equivalente. Esa ley me gusta mucho. —Tatiana se interrumpió. Últimamente escuchaba demasiadas conversaciones adultas y no quería contarle a Saika que eso le hacía pensar en la justicia humana más de lo que deseaba—. Casi como si la ciencia newtoniana —continuó, excitada— naciese de principios que gobiernan las cosas que no son ciencia propiamente dicha, cosas que no podemos ver ni tocar. Cosas irracionales e invisibles que rigen los mitos, las leyendas, los cuentos de hadas y nuestro comportamiento. Cosas como que todos nuestros actos tienen un sentido… y que por tanto, también tienen consecuencias.

—Eso es —dijo Saika—. Bien, pues eso tiene mucho sentido. Cometí un error y fui castigada. La esencia de Newton. Ojo por ojo.

—No creo que tu padre intentase castigarte —dijo Tatiana—. Intentaba matarte.

Saika se incorporó en el árbol.

—¿Estás juzgándolo por tratarme demasiado duramente?

—No lo estoy juzgando, en absoluto.

—Ay, Tania… —Saika se encendió otro cigarrillo y se encogió de hombros—. Puede que entiendas de física, pero lo que está claro es que no entiendes nada sobre los seres humanos. No entiendes la justicia azerí.

Tatiana estaba mirando las ramas en vez de mirar a Saika.

—¿Es que acaso la justicia azerí es especial?

Saika volvió a esbozar su sonrisa enigmática.

—¿Y cómo sabes que no fue ojo por ojo? —dijo.

Al cabo de un momento de inquietante silencio, Tatiana dijo:

—¿Sabes qué? Tengo que volver a casa o me apalearán sin piedad.

—¿Es eso lo que crees? —El tono de Saika cambió de repente; ahora era frío, casi amenazador—. ¿Es así como crees que me apalearon… sin piedad?

Tatiana no dijo nada. Era evidente que era así como habían pegado a Saika.

—¿En qué parte de tus teorías newtonianas se habla de la piedad? —insistió Saika con sarcasmo—. ¿Quién adereza la física con piedad, Tania?

Tatiana permaneció en silencio y sintió unas punzadas de puro miedo que le trepaban por la espalda como arañas venenosas.

—Avergoncé y deshonré a mi familia y me castigaron como correspondía —dijo Saika.

—Muy bien, Saika.

Tatiana tenía la mirada clavada en el suelo.

—¿Y cómo sabes que la justicia de mi padre no fue piadosa? —insistió Saika—. Mi padre dice que sí tuvo piedad de mí. ¿Qué te parece eso? Juzga eso, si puedes.

—No soy nadie. No juzgo a nadie —dijo Tatiana mientras se bajaba del árbol con un salto de dos metros, provocando la admiración y el aplauso de Saika.

Sin volver la vista atrás, atravesó las ortigas y la valla y trepó a la ventana de su habitación, deseando poder cerrarla.

Tatiana tardó mucho rato en conciliar el sueño esa noche.

Un asunto inocente en un enorme cerezo

Pasha oyó a Tatiana antes de verla. Volodia y Kirill Iglenko estaban al pie de un enorme cerezo al final de la vereda del pueblo. Tatiana les gritaba:

—¿Estáis listos? ¡Allá van!

Volodia y Kirill miraban hacia arriba con la boca abierta. Pasha vio cómo un objeto pequeño, redondo y rojo caía del árbol y Kirill lo cogía con la mano y se lo metía en la boca. Cayó otra cereza y esta vez la atrapó Volodia, que también la engulló. No dejaban de mirar hacia arriba, a Tatiana. Cuando se acercó, Pasha vio las piernas de su hermana apoyadas en sendas ramas separadas por medio metro de distancia. Negó con la cabeza, apretó el paso y empezó a maldecir entre dientes. Cuando llegó al pie del árbol, sin decir una sola palabra, apartó a los dos hermanos de un empujón y gritó:

—¿Qué estáis haciendo?

—¿Qué? Nada. Nos está dando cerezas —dijo Volodia, pestañeando con expresión inocente.

—Largo de aquí enseguida. —A continuación, Pasha bajó la voz—: ¿Con quién crees que estás hablando? Yo no soy Tania. Ya os lo he dicho montones de veces: alejaos de ella. Y ahora, largo.

—Pasha…

—¡Fuera!

Se alejaron despacio, despidiéndose con la mano de Tania con aire compungido.

—Pasha —le dijo Tatiana—, ¿qué le has dicho al pobre Volodia? ¿Por qué lo has espantado como una mosca?

Pasha hizo una pausa y luego miró hacia arriba con la esperanza de que se hubiera equivocado, de que esta vez su hermana no se hubiese arremangado la falda del vestido hasta las caderas, de que no hubiese dejado al descubierto las bragas blancas y la parte interior de los muslos, a la vista de dos adolescentes que la miraban embobados al pie de un árbol mientras ella les tiraba cerezas.

Pero no se había equivocado.

—Tania, baja de ahí.

—¿Por qué? Sube tú. ¿Quieres cerezas?

—¡No!

Su hermana le tiró unas cuantas de todos modos y él las apartó de un manotazo.

—¿Quieres hacer el favor de bajar? —insistió con resignación.

Ella bajó como un gato con su vestido de flores y aterrizó sobre los pies con las rodillas dobladas.

—¿Se puede saber qué te pasa? —le preguntó a su hermano, mirándolo directamente a los ojos.

—Nada —contestó él—. Tania, ¿cuándo vas a…?

Se calló. Su hermana tenía el rostro sonrosado y feliz y él no se veía capaz de acabar la frase.

—¿Cuándo voy a qué?

—Olvídalo, no es nada. Vamos, Dasha está haciendo patatas.

—Caramba, patatas. En ese caso iré corriendo. Nunca en mi vida he probado tan exquisito manjar. ¿Dónde las ha conseguido?

—Adelante, búrlate. No podrás comerte tus burlas para cenar.

—Pues entonces comeré cerezas —replicó Tatiana dándole un empujón a su hermano, pero éste no estaba de humor para bromas.

Cuando llegaron a casa, Tatiana se metió en su habitación a leer y Pasha fue a sentarse junto a Dasha, que estaba fuera pelando patatas.

—Dasha, ¿qué piensas hacer con Tania?

—¿Por qué? ¿Qué ha hecho ahora?

—¿Sabes dónde he vuelto a encontrarla?

Dasha se echó a reír.

—¿En el cerezo?

Pasha asintió con exasperación.

—Pues habla con ella, Pasha —dijo Dasha, sonriendo.

—Tú eres su hermana. Esa conversación es mucho mejor tenerla entre chicas.

—¿Crees que yo debería hablar con ella?

—¡Cumplirá catorce años la semana que viene! No puede seguir siendo tan inocente, ya no es una niña.

Dasha seguía sonriendo cuando dijo:

—Pero Pasha, si es una niña.

—Bueno, pero no está bien.

—Entonces habla con ella.

—No puedo, habla tú con ella.

—¿Quieres que hable con ella alguien a quien haga caso? Dile a deda que hable con ella.

Y entonces se oyó la voz atronadora de deda, que estaba entre los pepinos y a quien por eso no habían visto.

—Yo no pienso hablar con ella. —Salió de entre las plantas con una cuerda en la mano y el pelo despeinado—. Creo que con quien deberías hablar, Pasha, es con tus dos amiguitos. A fin de cuentas, no es Tatiana la que no se porta como es debido.

Ni Dasha ni Pasha dijeron nada.

Deda miró fijamente a los dos un momento y luego añadió:

—¿Es que no tenéis nada mejor que hacer? En cuanto habléis, Tatiana ya no podrá seguir siendo amiga de ellos. ¿Queréis estropearle el verano? Tampoco volverá a montar a caballito con vosotros ni a haceros cosquillas ni a nadar en el río con vosotros ni a besaros por sorpresa ni a sentarse en vuestro regazo. No volverá a hacer ninguna de las cosas que hace ahora porque habrá comido de vuestro maldito cerezo. ¿Es eso lo que queréis?

No dijeron nada.

—Es lo que suponía. Vuestra hermana —continuó deda— sabe todo cuanto necesita saber. Dasha, ¿por qué no le pides a ella que te enseñe a ti cómo debes comportarte? Mejor aún, dejad a la niña en paz. Y Pasha, habla con esos animales salvajes a los que llamas tus amigos porque si no… lo haré yo.

—¿Hablar con los animales salvajes de qué? —los interrumpió Tatiana, que bajaba por los escalones del porche.

—De nada, de nada —contestó Dasha.

Deda besó a su nieta en la cabeza y volvió junto a los pepinos para atarlos con la cuerda.

Pasha le preguntó si los había oído hablar.

—Os he oído gritar, sí.

—¿Y has oído sobre qué gritábamos?

—Si escuchara sobre qué grita esta familia cada vez que grita, nunca podría leer ni una sola línea. —Tatiana sonrió—. Decidme sobre qué gritabais.

—Sobre nada —contestó Dasha—. Ve a poner la mesa y a cortar el pan, anda. No te olvides de ponerme a mí la rebanada más gruesa, la que tenga más corteza.

—Como sigas comiendo pan de esa manera te vas a poner bien hermosa y bien gorda —sentenció Tatiana, al tiempo que se metía en la casa dando brincos.

Por la noche, después de cenar, deda y Dasha observaron a Tania y Pasha mientras estaban jugando al dominó entre sonoras exclamaciones. Tania iba ganando y gritaba de alegría, como de costumbre, mientras que Pasha perdía y se lamentaba con sus protestas habituales. Jugaron quince, dieciséis partidas, y Pasha las perdió todas.

—Pero ¡cómo! Dime cómo lo haces. ¿Cómo consigues ganar siempre, eh? Tienes que hacer algo, seguro que haces trampas, seguro que sí. Deda, juega con Tania, a ver si tú puedes ganarle.

—Le gano al ajedrez y con eso me basta —contestó deda, sonriendo a su nieta.

Dasha fue a sentarse con su abuelo en el banco del descuidado jardín. Apartándose un poco de ella, el abuelo le dijo:

—Dasha, no me tires el humo del cigarrillo a la cara.

—¿Qué le vas a decir a tu Tania cuando empiece a fumar? —dijo Dasha, apartándose.

—Le diré que no me tire el humo a la cara.

Dasha lanzó un suspiro. ¿Por qué sospechaba que aunque su abuelo la quería, reprobaba ligeramente su conducta, como si su comportamiento en general no fuese tan de su agrado como el de Tania, por ejemplo? El comportamiento de Pasha, al ser el único varón, quedaba fuera de todo reproche. ¿Por qué no era igual con Dasha? ¿Qué era lo que hacía? ¿Qué era lo que no hacía? ¿Acaso no cocinaba, limpiaba y cuidaba de aquellos dos mocosos como si fuera su madre?

Deda abrazó a Dasha y ésta tiró su cigarrillo.

—Me esfuerzo, dedushka —dijo Dasha en voz baja—. Me esfuerzo constantemente.

—Dasha, querida, es bueno tener un conflicto en el interior. Es bueno esforzarse.

A Dasha le habría gustado saber a qué se refería su abuelo exactamente. ¿A Stefan y Mark? Dasha no estaba casada, y era joven. Sólo quería pasarlo bien, ¿qué tenía eso de malo?

—¿Se esfuerza Tania acaso? —preguntó.

—Ella no piensa en las cosas que no puede entender.

—Pues qué suerte para ella… —dijo Dasha—. ¿Puedo estar yo así de ciega también? Pero ella lee más que nadie; ¿cómo puede leer Rojo y Negro de Stendhal y no ver la corrupción, la inmoralidad, la lujuria bajo todos esos decorosos ropajes que llevan las damas y los caballeros de Francia? ¿Cómo puede leer tanto y no ver nada?

—¿Tania no ve nada?

El abuelo miró a Dasha con asombro.

—Ése es el problema, ¿no? Si lo viera, ¿crees que se subiría a ese árbol con su vestido?

Deda meneó la cabeza con gesto de resignación.

—Qué milagro… —murmuró, besando a Dasha—. Nieta mía, no sabía que fueses tan graciosa. Pese a tus problemas, te convertirás en una mujer muy inteligente y divertida, pero ya sea queriendo o sin querer, lo cierto es que no comprendes a tu hermana.

—Ah, ¿no?

—Pues no. ¿Es que todavía no te has dado cuenta de que Tania lo ve absolutamente todo, que las ve venir desde el principio?

—Pues no ve venir a Kirill y Volodia.

—Sí los ve. Pero sabe que son inofensivos, así que no te preocupes por ella. Preocúpate sólo de tu vida.

—¿Y por qué hay que preocuparse? —exclamó Dasha, con expresión decaída—. Todos somos peces nadando en el mismo mar. No sabemos que no podemos respirar en el aire.

—Tienes razón; en nuestro caso, nuestras opciones están un poco más limitadas —convino deda—. Pero no todos vivimos la misma vida. ¿Has visto a los Kantorov? ¿Crees que nadan en el mismo mar que nosotros?

—Sí.

El abuelo permaneció callado.

—¿Qué pasa? —exclamó Dasha—. ¿Es que a ti tampoco te gustan? Tania dice que esa chica, Saika, no es agua clara.

Sin responder, deda dijo:

—¿Sabes quién me gusta a mí?

—¿Tania?

—No. Tu abuela. A mí me gusta tu abuela. Sobre ella sí tengo una opinión formada. Sobre los demás, prefiero no emitir ningún juicio. —Pero a Dasha no se lo parecía.

Dedushka, ¿qué se supone que debo hacer? —dijo de repente—. No quiero jugar a este juego con mi jefe, pero ¿qué alternativa tengo?

—Le estás contando demasiado a tu abuelo —dijo deda.

—Su esposa embarazada no tendrá a dónde ir cuando él la eche de casa —continuó Dasha.

—¡Dasha, déjalo ya!

Dasha lo dejó, un momento.

—Todavía viven con la madre de él, en una sola habitación —dijo en voz baja—. Pero ¿adónde va a ir él? ¿Puede venir y vivir con nosotros? ¿Puede dormir en una cama conmigo y Tatiana?

Deda no contestó.

—A eso era a lo que me refería con mis opciones —dijo Dasha—. ¿Ves como lo intento? Sólo quiero un poco de amor, dedushka. Como tú y babushka. ¿Teníais algún sitio donde vivir, donde estar solos, cuando os enamorasteis, cuando os casasteis?

—Era a finales de siglo —contestó deda— y teníamos un piso enorme en el centro de la ciudad, cerca de la casa de Aleksandr Pushkin en el canal de Moika. —Sonrió con nostalgia—. Tuvimos a tu padre y a tu tía Rita allí. Vivimos muy bien y muy felices muchos años.

Dasha lo escuchaba atentamente.

—Las cosas cambiaron —continuó—, pero aun después de la Revolución, cuando nos evacuaron a tu madre y a mí durante dos años, durante la guerra civil, durante aquellos años de hambruna, caos y escasez, nos escondimos y vivimos en un pueblecito de pescadores llamado Lazarevo, en el río Kama, cerca de Molotov, y si le preguntas a tu abuela, ella te dirá que esos dos años en Lazarevo fueron los dos años más felices de su vida.

Dasha lo miró mientras deda cerraba los ojos y ladeaba la cabeza un poco hacia atrás en actitud soñadora, rememorando gratos recuerdos del pasado.

—Así que no te preocupes tanto —dijo cuando volvió a hablar—, porque aun en esta vida, la felicidad es posible. Diviértete, querida. Sal a bailar, fuma, ríe, sé joven, sé joven mientras puedas. Todo eso acabará demasiado pronto, ya lo verás. Y luego tendrás un montón de tiempo para angustiarte pensando en dentistas casados.

—¿De eso es de lo que le hablas a Tania? —le susurró Dasha—. ¿De Lazarevo?

Deda se echó a reír.

—Tu hermana no se ha sentado en este banco ni una sola vez a pedirme consejo.

—No, está demasiado ocupada haciendo el mono en los árboles —refunfuñó Dasha.

—Eso es. ¿Y tú quieres que eso acabe para que se siente aquí con la misma cara lúgubre que tú?

Dasha se quedó callada. Le gustaba que su abuelo la rodease con el brazo por el hombro y que no la apartase.

—Protégela, Dasha —le susurró deda—. A ella también se le acabará demasiado pronto.

En la casa, Tatiana estaba encima de la cama, absorta en la lectura de su libro. No se movió, ni cuando Dasha entró en la alcoba, ni cuando se sentó al borde de la cama ni cuando le dio en el trasero con la palma de la mano.

—Mmm… —fue lo único que dijo Tatiana.

—Tania.

—Mmm…

Dasha le arrancó el libro de las manos.

—¿Todavía estás leyendo La reina Margot?

—Lo estoy releyendo.

Tatiana se volvió de espaldas.

—¿Por qué? —Dasha lo hojeó con aire indiferente—. ¿Tiene un final feliz?

—No mucho. Para salvar a la reina, La Môle sacrifica su vida, lo torturan de tal modo que sangra a mares, y luego le cortan la cabeza mientras ella llora.

—¿Y ella no lo olvida nunca?

—No lo sé. La historia acaba con la muerte de él.

—¿Y ella vuelve a enamorarse?

—No lo sé —repitió Tatiana despacio—. La historia acaba con la muerte de él. —Dasha sonrió.

—¿Es ésa la clase de amor que quieres tú, Tanechka? ¿Una gran pasión, muy breve, en la que tu amado acabe torturado y muerto?

—Pues no —murmuró Tatiana, mirando a su hermana con expresión confusa—. ¿Es ésa la clase de amor que quieres tú?

Dasha se echó a reír.

—Tania, ahora mismo me conformaría con cualquier cosa menos con lo que tengo. Y ahora, vete a dormir. ¿Estás lista para irte a la cama?

—Ya estoy en la cama, ¿no? —le espetó Tatiana.

—¿Te has lavado? ¿Te has cepillado los dientes?

—Sí, Dasha —dijo Tatiana solemnemente—. He hecho lo que se supone que tengo que hacer. No soy ninguna niña, ¿sabes?

—Ah, ¿no? —dijo Dasha, tocando con delicadeza el pecho aún prácticamente plano de su hermana.

—Venga, déjalo ya —dijo Tatiana tranquilamente, sin apartarse—. ¿Qué quieres de mí?

—¿Quién dice que quiero algo de ti?

Tatiana se incorporó. Con la mirada clavada en Dasha, pestañeó dos, tres veces y luego, colocando una mano en la cara de su hermana, dijo:

—¿Qué? ¿Qué pasa?

Lanzando un suspiro, Dasha le besó la mano y se levantó.

—Apaga la luz. No me importa lo que la reina Margot se traiga entre manos con su amante el protestante.

Más tarde, en plena noche, un gimoteo procedente de una cama cercana a la suya despertó a Dasha, y cuando abrió los ojos, vio a Tatiana metiéndose junto a ella debajo de las sábanas.

—¿Qué pasa?

—He tenido una pesadilla. Ha sido horrible. Saika no me deja en paz, ni siquiera en mis pesadillas. —Sin dejar de lloriquear, se acurrucó junto a su hermana, que se volvió hacia ella y la abrazó. Arrebujada de aquel modo entre las sábanas, en el reconfortante abrazo con su hermana, Tatiana añadió—: ¿Cuándo dejaré de tener pesadillas?

—Nunca —contestó Dasha—. Sólo te dan miedo distintas cosas a medida que te haces mayor. ¿Qué pasaba en el sueño?

Pero Tatiana no le contestó. Pasha roncaba en la cama del rincón junto a la ventana. Dasha permaneció en vela, sintiendo cómo la respiración de su hermana se iba normalizando bajo la pálida luz de la luna. «Tatiana —le susurró—, abrázate a mí y duerme en mis brazos, donde te he echado tanto de menos estos días en Luga, tan acostumbrada estoy a dormir contigo en Leningrado. Duerme y dime por qué cada vez que vienes a mi cama en busca de consuelo, soy yo la que acaba encontrando consuelo en ti. Anda, duerme y dímelo.

»Y tu pelo de seda y tu corazón tan puro y tu respiración como la de un niño, y ese halo dorado que te rodea y te acompaña allá donde vas, cuando lees y cuando hablas, y nuestro corazón se vuelve más liviano cada vez que oímos tu voz, cuando sabemos que andas cerca. Nos preocupamos menos cuando estás aquí e instilas tu espíritu gota a gota sobre nosotros, para aliviar nuestro corazón angustiado».