Uno
Habían pasado muchos años desde las gaviotas de Estocolmo, Suecia, y el hospital de Morozovo y la cabaña de Lazarevo; y todavía muchos más desde los parapetos de granito en la penumbra circunscrita del sol septentrional.
Era el día de Acción de Gracias de 1999.
Mientras dos pavos se ocultaban plácidamente en las entrañas de dos hornos, la casa era un auténtico manicomio. Había cinco mujeres de carácter fuerte en la cocina, cinco cocineras como cinco gallinas en un corral. Una preparaba el puré de patatas, otra el estofado de judías verdes, mientras otra guisaba los boniatos. La más vociferante se recolocaba el sujetador de lactancia, fabricando leche, y la más callada preparaba el relleno de beicon con puerros y boniatos al ron y glaseado de azúcar moreno. Siete muchachas adolescentes y preadolescentes revoloteaban alrededor de la mesa de la cocina charlando de música, maquillaje, juguetes y chicos. Junto a ellas había una trona y un niño pequeño sentado en ella. Las chicas esperaban impacientemente a que su abuela terminase de preparar el relleno de puerros para hornear las galletitas que les había prometido.
En el estudio, al fondo del largo pasillo soleado, cinco maduros profesionales soltaban toda clase de imprecaciones contra un objeto rectangular e inanimado en el que los Cowboys se las veían contra los Dolphins. Un niño pequeño estaba sentado en el regazo de su abuelo, que le tapaba los oídos con sus grandes manos.
Cuatro chicos corrían sueltos como una jauría por la casa, en aquellos momentos jugando al ping-pong polo. Tres chicos y un muchacho desgarbado de unos veinte años jugaban al baloncesto fuera. La música sonaba por los altavoces. En la casa había tanto barullo que cuando sonó el timbre, nadie lo oyó.
Estamos a finales de noviembre, y la temperatura es de veintidós grados. Todos van a salir a la piscina climatizada después de cenar.
Las paredes recién pintadas están cubiertas de recuerdos. Las camas están preparadas; las flores, recién cortadas en los jarrones. Los espejos no tienen rayas, y el parqué está recién pulido.
El comedor tiene el tamaño de una sala de banquetes, porque quien lo diseño pensó en términos generacionales. Tiene espacio para albergar dos mesas largas de madera juntas. Los manteles son de color dorado y escarlata, y la vajilla, de porcelana, y las copas están dispuestas para veintiséis comensales: cuatro hijos adultos, tres de sus cónyuges, quince de sus hijos y dos invitados.
Una madre.
Un padre.
Al fondo de la sala, sobre el lugar donde él se sienta, hay una placa con la siguiente inscripción: «Él me condujo a la mesa de su banquete y su estandarte sobre mí fue el amor». Bajo la placa se halla el jugador de baloncesto, nuevo en esta casa, que mira con curiosidad las paredes y las fotografías.
En el manicomio en que se ha convertido su cocina, los ojos de espuma de mar de Tatiana brillan cuando les enseña a sus nietas a preparar las galletas.
—Muy bien —dice—. Galletas de chocolate. Observad con atención. Media taza de mantequilla. Dos tazas de azúcar. Media taza de leche. Se pone a hervir.
La suave melena rubia le llega por debajo de la nuca. Lleva un maquillaje ligero. Ha ganado peso en los pechos y las caderas, pero sigue siendo esbelta y, para demostrarlo, lleva un vestido de punto y manga corta ceñido al cuerpo. Los hombros y el puente de la nariz están salpicados de pecas. Tiene la cara lisa, llena, pletórica. Nada todos los días, bucea y monta a caballo, camina por el desierto, planta flores y levanta a sus nietecitos en brazos. Ha envejecido muy bien.
—Cuando arranque a hervir —sigue diciendo—, añadís tres tazas de avena, una taza de cacao en polvo sin azúcar, y luego, al gusto, media taza de coco, media de nueces o media de mantequilla de cacahuete.
En ese momento, diez voces distintas expresan su opinión. Tatiana lanza un teatral suspiro y echa media taza de coco.
—A vuestro abuelo le gustan con coco, de modo que así es como las hago yo. Cuando estéis en vuestra casa las podréis hacer como queráis. —Remueve hasta que la avena está bien cocida, un minuto largo, y luego retira la olla del fuego e inmediatamente saca con una cuchara la masa de las galletas y la deposita en el papel de horno—. Estarán listas dentro de una hora —dice.
En realidad, es como si les hablase en ruso, porque las niñas pequeñas, las grandes, las adolescentes y hasta sus elegantes madres cogen un pegote de masa caliente con ayuda de unas servilletas y se la echan a la boca entre exclamaciones de dolor por las quemaduras en la lengua.
Se oye un ruido espantoso procedente del comedor. Con cierta vergüenza, alguien le dice a Tatiana que Tristan y Travis, los gemelos de diez años de Harry, están jugando al fútbol con sus hermanos mayores, que deberían tener más conocimiento. Nadie quiere mencionar que la versión del fútbol a la que juegan alrededor de la mesa con la vajilla de porcelana es la más violenta.
Rachel y Rebecca, las hijas de diecinueve años de Anthony que están estudiando su segundo curso en Harvard, se cuentan chismes junto a la mesa con la boca llena de chocolate. Rebecca se ha traído a su novio para Acción de Gracias, su primer novio y también el primero de la familia, y les está contando a sus primas menores los detalles aptos para el gran público acerca del muchacho, delante también de Tatiana, con la esperanza de que ésta le dé el visto bueno. El novio de Rebecca aparece al fin por la cocina después de jugar al baloncesto y de dar una vuelta por la casa, y es presentado simplemente como Washington. Es alto, desgarbado, con el pelo largo, lacónico, y no se ha afeitado para la ocasión. Cuando habla, Tatiana, con una pequeña mueca de reprobación, ve destellar un objeto plateado en la lengua del joven.
—¡Abuela, Washington está estudiando matemáticas! —exclama Rebecca con efusividad—. ¿No es impresionante? A la abuela le encantan las matemáticas, ¿a que sí, abuela? ¡Y Washington es un genio!
Tatiana sonríe amablemente a Washington, quien trata de aparentar ser un genio, y desenvuelto además. Se esfuerza por devolverle la sonrisa a Tatiana, estudia detenidamente el rostro de ésta, buscando algo, y a los diez segundos se excusa y va por una copa sin preguntarle a Rebecca si quiere una.
Rebecca, radiante de felicidad, le comenta a su abuela:
—Creo que es mi primer amor de verdad. Aunque… dime la verdad, cuando se es tan joven, ¿se pueden saber esas cosas? —Mira hacia Washington con adoración.
—No, cielo —le dice Tatiana a Rebecca—. No se puede saber nada del amor cuando se es joven.
—Abuela, te estás poniendo irónica conmigo y no pienso tolerarlo —protesta Rebecca, haciendo pucheros con sus labios de chocolate—. Voy a escribir un libro sobre ti y entonces te vas a enterar.
—Les doy hasta Navidad —le dice Tatiana en voz baja a Anthony, que acaba de entrar y se dirige derecho a las galletas de chocolate.
—¿Tanto? —responde él.
Un chico pequeño, de aspecto delicado y moreno lo sigue.
—Papá —dice—, ¿puedo ir al cobertizo del abuelo? La última vez que estuve allí hicimos un tablero de ajedrez y me ha dicho que puedo terminarlo.
—No me pidas permiso a mí, Tom —dice Anthony—. Pídeselo al abuelo. Aunque a lo mejor quieres esperar a la media parte para preguntarle cualquier cosa. —Apoyando la mano en el hombro de su hijo, se dirige a su madre—: Mamá, ¿sigues recaudando sangre para la Cruz Roja?
—¿Quién quiere saberlo? —Tatiana sonríe—: Mi deber como presidenta de la sección de Phoenix es preguntarlo. Tenemos una sesión la semana que viene. ¿Por qué? ¿Quieres donar medio litro?
—¿Por qué sólo medio litro? —dice Anthony—. Quédate con todo el brazo si quieres. —Y le devuelve la sonrisa.
Apartando a su hermano pequeño de en medio, Rebecca se acerca a su padre y lo agarra de su único brazo, aunque él trata de zafarse de la joven para echar mano de otra galleta. Ella vuelve a agarrarlo y le dice a Tatiana, enfurruñada:
—Abuela, pregúntale a papá qué le parece Washington; anda, pregúntaselo.
—Becky, cariño, tu padre está ahí mismo, delante. Pregúntaselo tú misma.
—¡Es que no quiere decírmelo!
—¿Y cómo deberías interpretar eso? —señala Anthony—. Suéltame, tengo que volver a ver qué hacen los Cowboys. Tom, ¿vienes?
—Ese tal Washington juega muy bien al baloncesto —comenta el pequeño Tommy—. Si es que eso puede servir de algo.
—Papá —interviene Rachel, que se acerca a él por la izquierda y le da un codazo en la costilla—, ¿por qué no le dices a la abuela lo que acaba de gritarle a la tele el abuelo delante del peque de dos años?
Las jóvenes, altas y esbeltas como modelos, maquilladas de forma idéntica, vestidas de forma idéntica, espectaculares, flanquean a su padre y le dedican idénticas miradas de afecto.
Anthony le guiña un ojo a Tommy.
—No vamos a decírselo a la abuela, ¿a que no, campeón? —Mira fijamente a sus dos hijas—. ¿Queréis dejarme en paz vosotras dos? Tom, ¿dónde está tu hermano? El tío Harry quiere que vigile a Samson hasta que el abuelo se tranquilice.
—El abuelo estaba de pie delante de la tele —susurra Rachel con una sonrisa enorme pero en voz baja para que los más pequeños no la oigan— y le ha gritado a los de su equipo: «¡Eh, nenazas! ¿Por qué coño no movéis ese culo de cowboys?».
—Chsss —exclama Tatiana—. ¡Rachel Barrington!
—¿Qué pasa? ¡Es tu marido!
Mientras niega con la cabeza, Tatiana coge a Tommy de la mano, guarda en una servilleta las últimas dos galletas de chocolate y sale de la cocina. Atraviesa un largo pasillo con plantas, fotos y enormes ventanales y llega a la sala de estar, donde se coloca detrás del sofá y se inclina por encima de una cabeza blanca.
—Shura —dice en voz baja, y le ofrece la servilleta extendida con las dos galletas—, pórtate bien. No les enseñes a los pequeños todo lo que sabes, todavía no.
Alexander, sin apartar la mirada del televisor, extiende la mano, coge una de las galletas, se la mete en la boca y dice con su voz atronadora de barítono:
—Y me he portado muy bien. Le he tapado los oídos. Y tendrías que haber visto esa línea defensiva… ¡Dios! ¿Cuánto falta para la media parte? Necesito un cigarrillo.
Tommy revolotea junto al sofá.
—Abuelo, ¿y mi tablero de ajedrez? ¿Podemos terminarlo?
—¡Qué buena idea, Tommy! —exclama Alexander—. Vamos ahora mismo.
Alexander se levanta y se vuelve hacia Tatiana. Aunque canoso y cada vez más escaso, todavía tiene pelo. Tatiana se lo corta ella misma todos los meses con la maquinilla eléctrica. Hay muchos aspectos físicos que la edad no ha conseguido arrebatarle a Alexander: su estatura, su porte erguido, sus manos, las del férreo apretón, suaves como plumas pero aún fuertes, unas manos que siguen trabajando en el cobertizo, tallando figuras de ajedrez, podando arbustos, sujetando riendas y niños, lanzando tiros de baloncesto, acariciando a su mujer… Unos brazos que aún nadan crol en la piscina y sostienen el peso de su cuerpo en la cama; su mirada lúcida, que aún destila tranquilidad bajo sus pobladas cejas encanecidas, sus ojos color caramelo… que de repente miran con dureza.
—¡Eh, vosotros! —les grita a dos chicos que salen corriendo del comedor—. Sí, vosotros, Tristan y Travis, ¡cuidado con eso! ¿Cuántas veces tengo que decíroslo? Ni una sola vez más, ¿me habéis oído? Nada de correr dentro de la casa los días de celebración familiar. Y a jugar a juegos peligrosos os vais fuera.
Antes de que Pasha tenga ocasión de levantarse del sofá y fulminar con la mirada a sus hijos, estos desfilan pacífica y obedientemente hacia la puerta y salen al exterior. Alexander sonríe a Tatiana y Tom sujeta a su abuelo de la mano.
—Pero sólo un ratito, ¿de acuerdo, campeón? —dice Alexander—. Hoy tengo la casa llena de gente, pero tú te vas a quedar toda la semana, ¿no? Te prometo que acabaremos ese tablero.
—Muy bien, abuelo.
—¿Cómo se ha portado tu hermano contigo?
—Muy mal.
—No le hagas caso, está de mal humor.
—Lleva de mal humor desde el día en que nació.
Durante el descanso del partido, Alexander se reúne con sus hijos en el patio: Anthony y Harry, que se supone que lo ha dejado, y él se fuman un pitillo, mientras Pasha se toma una cerveza.
Los hijos de Alexander son altos. Harry, el más esbelto y el más alto, es más alto aún que su padre, hecho del que éste culpa a su madre por permitirle mamar de su leche hasta que cumplió los dos años y medio. («¿Pretendes que un crío de dos años se destete él solo? ¡Pero si ni siquiera los adultos quieren destetarse!», le había dicho Alexander a Tatiana). Harry y Pasha son rubios, mientras que el pelo negro de Anthony empieza a encanecer poco a poco.
Ahora a Pasha le gusta hacerse llamar Charles Gordon Barrington, y su mujer, Mary, siempre tan remilgada, lo llama «Chaaarles». En cuanto Mary se da media vuelta, los hermanos de Pasha la imitan en voz baja, mascullando «Chaaarles». Para su familia, él siempre será Pasha, salvo para Jane, que para meterse con su hermano, ahora también lo llama «Chaaarles». No se parece exactamente al guerrero-santo defensor de Jartum, puesto que a sus cuarenta y un años, Charles Gordon Barrington es cirujano jefe del ejército estadounidense en el Hayden Veterans Medical Center que hay en la Indian School Road de Phoenix. Su madre acude a almorzar con él una vez a la semana. Su padre continúa con su persistente aversión a los hospitales, así que el padre y el hijo juegan al golf en lugar de verse en el hospital. Desde que Alexander salió del centro hospitalario donde estaba ingresado en marzo de 1970, justo a tiempo de recibir su medalla del Congreso, nunca ha vuelto a poner un pie allí. Sean cuales sean las afecciones que lo aquejen, dispone de su propia enfermera personal, dispuesta a atenderlo las veinticuatro horas del día, y de un hijo que examina con ansiedad su estado físico dos veces por semana, desde el hoyo uno hasta el dieciocho. El hijo busca indicios de un posible ataque al corazón, enfisema, senilidad… Alexander tiene ochenta años y supone que, cualquier día, Pasha verá indicios de lo último, pero no mientras su hijo exija jugar al golf dos veces por semana y obligue a Alexander a andar los dieciocho hoyos. De vez en cuando, Alexander juega al golf con dos de sus tres hijos varones.
Anthony no juega al golf.
Pasha fue el último de sus hijos en casarse, después de pasarlo desaforadamente en grande de los veinte a los treinta y enamorarse después de otra colega, cuando ya había cumplido la treintena y era médico residente. En 1988 iniciaron su vida en común con una enorme sobrecarga laboral para ambos y luego, en 1990, de forma muy organizada y eficiente, tuvieron mellizos, una niña, Maria, a la que llaman Mia, y un niño, Charles Gordon, y se plantaron, y su familia era muy organizada y tranquila, puesto que ambos trabajaban sesenta horas a la semana. Ahora viven en Paradise Valley, en una casa construida por la empresa familiar, la Barrington Custom Homes, y acuden los domingos a casa de Alexander y Tatiana a pasar el día… Sólo que Mary vuelve a estar embarazada, a los cuarenta y un años, inexplicablemente, y no saben cómo decírselo a todo el mundo. No es nada propio de ellos no planear las cosas de antemano. Pasha le advierte a Mary que no se acerque a su madre si no quiere que toda la familia se entere de inmediato.
Harry Barrington, a sus treinta y nueve años, es asesor del Ejército de Estados Unidos, especialista en defensa nuclear, biológica, química y convencional. Tal como a Harry le gusta señalar: «No soy un especialista en armamento: soy el especialista en armamento». Tras obtener su doctorado en física nuclear en el MIT en 1985, ha trabajado para el Departamento de Defensa en las instalaciones de pruebas de armamento en Yuma. Hizo carrera a finales de los años ochenta, cuando diseñó de forma experimental un tubo de casi seis metros de largo y sólo treinta y cinco centímetros de diámetro. Sus hermanos lo llamaron «una simple estaca punji un tanto exagerada». De repente, Irak invadió Kuwait y Harry y su equipo de científicos tuvieron que emplearse a fondo y trabajar contrarreloj para diseñar una bomba guiada que, en su forma definitiva, pesaba casi dos toneladas y media y contenía otros trescientos kilos de explosivo.
Alexander dijo:
—Harry, hijo mío, si la bomba pesa dos toneladas y media, ¿es necesario que explote?
Por lo visto, sí era necesario. Tenía que atravesar el cemento de los centros de mando subterráneos iraquíes antes de estallar. Se llamaba bunker buster. Había tanta prisa que los primeros modelos se construyeron con los viejos materiales de artillería del ejército.
Harry se casó con una chica muy menuda llamada Amy en 1985, cuando tenía veinticinco años, y su generosa esposa le dio un hijo varón detrás de otro, y luego más. Tuvieron a Harry júnior en 1986, a Jake en 1987, y luego a los gemelos Tristan y Travis en 1989. En el último intento de ir por la niña tuvieron a Samson en 1997, un niño que vale por cuatro. Ahora los cinco hijos van detrás de Harry como perritos y éste les enseña lo que sabe. El resto de la familia teme en voz alta por el destino del mundo. Se acercan en coche desde Yuma una vez al mes para pasar el fin de semana en la casa. Amy y Mary son buenas amigas.
Jane ha tenido el problema contrario al de Harry. En 1983, con apenas veinte años de edad y cuando acababa de obtener el diploma de enfermera, se casó con un chico al que conocía desde la infancia, un buen chico llamado Shannon Clay júnior, el hijo mayor de Shannon y de la desaparecida Amanda, que dirige la Barrington Custom Home para ambas familias ahora que Alexander y Shannon están semirretirados. En 1985, Jane y Shannon júnior tuvieron una niña, Alexandra; otra niña, Nadia, en 1986; otra niña, Victoria, en 1989, y luego, todavía otra niña más, Verónica, en 1990. La década de los ochenta fue un auténtico baby boom para los Barrington, sobre todo el año 1989, cuando nacieron seis de los dieciséis componentes de la siguiente generación, al tiempo que caía el muro de Berlín. El hecho de que Harry tuviera cinco hijos varones resulta un hecho de proporciones cósmicas, pero el que Jane, la hombretona de la familia, por ironías del destino, diera a luz a cuatro hijas (Sasha, Nadia, Vicky y Nicky), cuando lo que ella y Shannon deseaban con toda su alma era tener un único hijo varón, es cósmicamente injusto. Harry les aconsejó que tomasen buena nota de su ejemplo y se plantasen en cuatro, porque cinco era demasiada locura para que resultase cómico. Les dijo que cinco era como la guerra. «Eso es porque vuestro quinto hijo se llama Samson —le dijo Alexander a Harry—. Así aprenderéis a poner nombres más sensatos a vuestros hijos». De modo que Jane, temerosa no sólo de engendrar a otra niña sino de que le toque el latente gen gemelar de su madre del que se ha librado hasta el momento, siguió el consejo de su hermano Harry hasta el final del milenio. Ahora, su hijo varón recién nacido tiene cinco madres, que es también el número de cocineras. Duerme en la ruidosa cocina, adorado pero aún sin nombre, como un monarca. Sus progenitores no saben cómo llamarlo. Shannon quiere ponerle su nombre, y Janie quiere el de su padre.
Janie y Shannon viven al final de la carretera, en Jomax, en una casa espectacular, y Janie siempre está en casa de sus padres.
Anthony, pese a las presiones de Washington, intenta coordinar sus visitas con las de Harry desde Yuma, para que al menos unas pocas veces al año su madre y su padre puedan disfrutar de lo que más aman en la vida: tener a todos sus hijos juntos en una casa bulliciosa.
Anthony, que tiene cincuenta y seis años, es actualmente viceconsejero del Consejo de Seguridad Nacional. Ha prestado servicio con tres administraciones, empezando por la de Ronald Reagan. El partido comunista de la Unión Soviética se ha calmado, al igual que todas las revoluciones que estaba fomentando en África, Sudamérica y el Sudeste asiático, como si una vez seccionada la cabeza de la gorgona Medusa, todas las serpientes hubiesen sufrido un estremecimiento y hubiesen muerto. Ahora Cuba, Camboya, Laos y Vietnam siguen siendo de los países más pobres de la Tierra, y aunque Alexander ha abandonado al fin su trabajo (aduciendo que su labor, una vez extinguida la Unión Soviética, había terminado), por lo que respecta a Anthony, el mundo necesita todavía que lo arreglen. Los viejos problemas se suman a los nuevos en Oriente Próximo, y los nuevos se suman a los viejos en Corea del Norte. Los informes de inteligencia indican que los norcoreanos están incumpliendo su parte del acuerdo de no proliferación nuclear. Mientras trata con ellos, Anthony ha seguido librando su batalla de treinta años por localizar a los mil trescientos soldados aún desaparecidos en Vietnam. Y en este mismo sentido, acaba de volver de Rusia, donde se ha reunido con representantes del gobierno de Moscú y San Petersburgo para ver si pueden proporcionar información más precisa acerca de la suerte de noventa y un soldados estadounidenses desaparecidos en Rusia desde el final de la Segunda Guerra Mundial.
En el transcurso de los años ha rechazado en reiteradas ocasiones la colocación de una prótesis, pues con el grado de sus lesiones habría sido imposible optar por un aparato funcional y sólo por razones estéticas le parecía insultante. Siguió sintiendo la quemazón y el dolor punzante durante años, y aún siente los impulsos nerviosos eléctricos en el brazo fantasma cada vez que está estresado.
Siente los impulsos nerviosos eléctricos constantemente.
Y si bien hay cosas que no puede hacer, como jugar al golf, tocar la guitarra y trinchar el pavo, la mayor parte de las veces se las arregla bastante bien, y las personas que lo conocen dejaron de advertir el brazo ausente en la década de los setenta. La gente que lo conoce, si está en el ejército, no hace preguntas, porque Anthony es un general y nadie le pregunta nada a un general a menos que éste les invite a hacerlo. Los civiles a veces sí le preguntan; en las tiendas, en la calle y en los desfiles del día de los Veteranos de Alexander, le dicen a Anthony: «Oye, ¿y a ti qué te ha pasado?». Y él contesta: «Vietnam». Lanzan un silbido y luego menean la cabeza. Por lo general, basta con decir «Vietnam».
A veces quieren saber más cosas. «¿Te dispararon?». Y entonces él les contesta: «No. Fui prisionero de guerra, y el ejército norvietnamita me cortó el brazo, trozo por trozo, empezando por los dedos de las manos, porque yo no dejaba de matar a los guardias que me torturaban».
Y después de eso, ni siquiera respiran.
En 1979, Anthony se casó con una mujer indonesia llamada Ingrid, la profesora de música de duodécimo curso de Janie. Ésta presentó a su hermano de treinta y seis años a la intérprete de piano de veinte años durante un concierto de invierno. Janie había hablado de él hasta la saciedad, le había contado dónde había luchado, cuánto tiempo, cuántas medallas había conseguido, cuántas veces lo habían herido… Y hasta había mencionado, como quien no quiere la cosa, que su hermano sólo tenía un brazo y que le gustaba cantar. Ingrid era exótica, estaba extraordinariamente dotada para la música… y se quedó impresionada con él. Anthony se casó con ella cuatro meses después y sus hijas, Rachel y Rebecca, nacieron en 1980. Para decepción de su madre, a pesar de que van a Harvard, Rachel estudia filología rusa, y Rebecca, filología inglesa. Las dos son auténticas bellezas eurasiáticas de pelo negro, y combinan la estatura de su padre con las vívidas facciones italianas, rusas e indonesias de sus progenitores. No resulta fácil adivinar la historia que se oculta tras esas facciones. En su primer año en la universidad hicieron un calendario para recaudar dinero para las familias de los desaparecidos y prisioneros de guerra de Vietnam. El calendario, para adultos, se llamaba «Las chicas Ivy» y encabezó las listas de ventas en Cambridge. Dijeron que su padre era demasiado mayor para verlo. Este año, por demanda popular, han tenido que reeditar una nueva edición. Así fue como Washington vio a Rebecca por primera vez: compró el calendario.
En 1985, después de dos abortos, Ingrid dio al fin a Anthony un hijo varón, Anthony Alexander Barrington III. Tuvo un nuevo aborto antes de que naciera otro hijo, Tommy, en 1989.
De los cuatro hijos de Anthony, irónicamente es Anthony júnior el que ha heredado el talento musical de su madre y la voz de su padre, irónico porque Anthony júnior preferiría que lo metieran en un caldero de aceite hirviendo antes que tocar una tecla del piano o entonar una nota musical. Solía tocar y cantar cuando era más joven, y hasta rasgaba la guitarra, pero ahora ya no.
A su regreso de Vietnam, y después de que enterraron a Tom Richter en el cementerio de Arlington, Anthony se fue a vivir con Vikki. Ella dejó de trabajar y de viajar por todo el mundo; se dedicó a acompañarlo a él en sus viajes y a no moverse de su lado. Como Vikki era una provocadora nata, su respuesta favorita ante las preguntas malintencionadas de la gente, como por ejemplo: «¿Y cuánto tiempo hace que os conocéis vosotros dos?», era: «Bueno, llevamos juntos… a ratos sí y a ratos no… desde el día en que Anthony nació». Y a la alusión aún más impertinente a la falta del brazo, ella replicaba: «No se preocupe, este hombre aún es un auténtico cuadrúpedo».
Estuvieron juntos hasta 1977, cuando a ella le diagnosticaron un cáncer de mama a la edad de cincuenta y cuatro años y murió. Anthony estuvo con ella hasta el final. Una de las últimas cosas que le dijo Vikki fue: «Anthony, gracias a ti, comé un fiume tu, adesso lo so… questo é amoré. Ti amo, Anthony. Ti amo. Quale vita dolce ho trascorso con te»[6].
Vikki no llegó a conocer a su padre, y prácticamente había perdido a su madre cuando era niña. La habían criado Travis e Isabella, sus abuelos italianos, quienes tras unos adversos comienzos al estilo de Tristán e Isolda permanecieron casados más de setenta años, y ya habían muerto hacía tiempo. Sin parientes que la reclamaran, a su muerte Vikki fue trasladada a Phoenix e incinerada allí, y esparcieron sus cenizas por el desierto de saguaros de Tatiana y Alexander.
Alexander, Anthony, Gordon Pasha y Harry vuelven adentro y reanudan la conversación en el comedor, de pie como pilares con sus jerséis y pantalones oscuros en contraste con las paredes blancas, con una cerveza en la mano y discutiendo la última locura de Anthony, de la que Harry deberá protegerlo con uno de sus inventos.
Están tan absortos en la conversación que ni siquiera ven que están obstaculizando el paso a Tatiana, que se dirige a la mesa del comedor cargada con una bandeja de otra de sus creaciones: panecillos de mantequilla caseros.
—Mmmm… —dice Alexander, al tiempo que coge uno.
Plantado delante de ella, divide el panecillo en cuatro trozos, le da uno a cada uno de sus hijos y le quita la bandeja a Tatiana para depositarla en la mesa. Ella se mueve hacia un lado y a otro, pero ellos no la dejan pasar y la rodean por todas partes: Alexander delante, Pasha y Harry flanqueándola por los lados, y Anthony detrás de ella.
—¿Qué pasa? —les espeta ella—. ¿Es que no tenéis nada mejor que hacer que quedaros ahí quietos como pasmarotes mientras yo voy corriendo como una loca para daros de comer a los treinta?
—No estamos quietos como pasmarotes —dice Harry—. Estamos discutiendo el futuro del mundo libre.
Se dobla sobre su estómago para besar a su madre en la mejilla.
—Mamá, ¿qué tal va esa quemadura? —dice Pasha tomándola del brazo y volviéndolo hacia arriba—. Ya veo que te has quitado mi venda. —Le toca la herida.
Por un momento los cinco permanecen inmóviles y en silencio. Tatiana da unos golpecitos a Pasha en la mano y dice:
—La quemadura está bien. El mundo libre está bien. Y habéis estado viendo demasiado fútbol. Y ahora, quitaos de en medio.
Se da media vuelta y alza la vista para mirar a su hijo mayor, al que no toca; éste tampoco la toca, pero la mira en silencio. Anthony tiene un brillo de inquietud en la mirada, y siente que le escuece el muñón. Quiere decirle algo, pero ella no lo anima a hacerlo.
Jane llega de la despensa con el recién nacido en un brazo y la salsa de arándanos en el otro y dice con exasperación:
—¿Queréis apartaros de en medio? ¿Es que no veis que está ocupada? —Chasca la lengua al ver que nadie le hace caso—. Anthony, por favor… al menos ¿puedes ir a abrir la puerta? Hace una hora que suena el timbre.
—Y si lo has oído, ¿por qué no has ido tú? —le dice Anthony a su hermana.
—No sé si te has dado cuenta, pero no sólo estoy cocinando, también estoy dando de mamar a este crío. ¿Qué estás haciendo tú? Exacto. Así que ve a abrir la puerta. En esta casa no eres un general. No tengo que hacerte el saludo militar quinientas veces como hacen mis hermanos. Y ahora ve a abrir.
Mientras Anthony va a abrir diligentemente, Alexander se lleva a Tatiana un momento al pasillo vacío, donde la empuja contra la pared, le levanta la barbilla y la besa un instante antes de que los ojos de Washington los sorprendan bajo las palmeras y las fotos.
La persona que hay en la puerta es una mujer menuda, rubia y muy guapa de treinta y pocos años, vestida con elegancia y sonriente, con una tarta de arándanos en la mano y un ramo de lirios azules. Se presenta como Kerri y dice que es la maestra de cuarto curso de Victoria y una buena amiga de Jane, que por lo visto la ha invitado a cenar, ya que la familia de Kerri está en la costa Este.
—Tú debes de ser Anthony —dice, ligeramente ruborizada e intimidada.
Anthony se pregunta qué habrán estado diciendo Janie y Vicky de él. Deja pasar a Kerri y le ayuda con las flores.
—Tarta de arándanos —dice—. Mi favorita.
—Ah, ¿sí? —Parece complacida y se relaja.
En la cocina, Rebecca ha acorralado a Anthony júnior en un rincón y le dice:
—Tony, mal bicho, dime ahora mismo qué le has hecho a Washington o me chivaré a papá ahora mismo.
Anthony se ha aventurado a un lugar que asegura detestar («un sitio lleno de mujeres cacareantes») para coger un panecillo caliente, pero no ha sido lo bastante rápido para salir.
Quitándose a Rebecca de encima, responde:
—¿Y a mí qué? Díselo… y no me llames Tony.
A punto de cumplir los quince años, Anthony es un junco de un metro ochenta, dos centímetros más alto que sus hermanas. Moreno y eurasiático, es todo rasgos afilados y huesos, y ojos y labios porque se ha cortado el pelo al cero, salvo por la cresta delgada que le recorre el cráneo desde la frente hasta la nuca. Se ha vestido de escandaloso negro para Acción de Gracias, y su actitud es igual de lúgubre.
—¿Qué le has hecho? —repite Rebecca—. Se pasea por la casa como una aparición, mirando las paredes. Ni siquiera quiere ir a ver el fútbol con papá y el abuelo. No le ha dicho ni mu al abuelo, y ya sabes que eso no le gusta nada. ¿Cómo va a conocerlos?
—A lo mejor si dejases de llamarme Tony no tendría que ocuparme personalmente de todo —dijo Anthony júnior.
—Muy bien, Anthony, de acuerdo —accedió su hermana—. Y ahora dime qué le has hecho a mi Washington antes de que te retuerza el cuello. ¿Lo has asustado?
—No —contestó Anthony—. Bueno, si se ha asustado, ése es su problema.
—¡Oh, no! ¿Qué le has dicho?
—Nada. —Anthony hizo una pausa—. Nada. Es muy cotilla, no deja de hacer preguntas sobre papá. Me ha pedido que le enseñe algo de la época que papá pasó en Vietnam.
—¡Oh, no! ¿Y qué le has enseñado? ¿Su cuchillo del SOG?
—No seguiría en esta casa si le hubiese enseñado eso. No, le he enseñado la cosa más inocente del mundo. De verdad, Beck, si ese memo de tu novio no tiene agallas para ver un mechero Zippo, no tiene nada que hacer en esta familia.
—¿Qué mechero Zippo? —Los viejos mecheros Zippo de las Fuerzas Especiales de Anthony estaban grabados con toda clase de dibujos obscenos e inscripciones brutales—. ¿Qué decía? —Se tapó los ojos—. Por favor, que no sea…
—Este Zippo en concreto decía: «Sí, aunque camine por el valle de sombra y muerte, no temeré mal alguno… —recitó Anthony en tono tenebroso, bajando la voz sólo un poco en la cocina de Acción de Gracias de su abuela, llena de niños, sin advertir la presencia de su padre junto a Kerri en el umbral—… ¡porque soy el cabronazo más malo de todo el valle!».
—¡Anthony júnior! —gritaron Rebecca, Tatiana, Jane y Rachel al unísono.
—Largo de aquí inmediatamente, venga. Y deja ya de armar jaleo como siempre —lo reprendió Anthony, con el rostro serio y en absoluto divertido.
Kerri sonreía y lo miraba todo con expresión entretenida.
Mientras lo sacaban a empujones de la cocina, Anthony júnior, sin inmutarse, le dijo a su hermana Rebecca:
—Ya te lo he dicho, si ese memo ni siquiera aguanta un pequeño Zippo, ¿qué narices hace contigo?
—Eso no debería ser de tu incumbencia… ¡Tony! —repuso Rebecca.
Anthony esbozó una sonrisa cortés a Kerri.
—Los niños de hoy en día, ya se sabe —dijo, pasándole las flores a su madre—. ¡Jane! —llamó a su hermana—. Ha llegado tu amiga.
La cena fue un caos incontrolable, como cualquier cena de Acción de Gracias con quince niños sentados a la mesa, todos apiñados y chillando en la misma mesa. Se rompieron dos bandejas de porcelana, se derramaron cinco copas, el puré de patatas estaba prácticamente frío y alguien se cortó con el cuchillo de la mantequilla. Menos mal que había un médico en la sala.
Alexander trinchó los dos pavos. En la mesa no hubo nadie, ni siquiera los más jóvenes, que se sirviera comida en el plato antes que Alexander. Le sirvió la bebida a Tatiana, se levantó para hacer un brindis y hasta recitó una oración de Acción de Gracias por la abundancia de alimentos que había en la mesa sin apartar la mirada de su mujer. «Cuanto tenemos es un don que viene de Ti».
Y ahí estaba Washington, mirándola a ella, mirándolo a él.
Las esposas se sentaron junto a sus maridos, todas salvo la mujer de Anthony, que no estaba allí. («¿Dónde está Ingrid, mamá?», había preguntado Jane. «No lo sabemos y no vamos a preguntar —respondió Tatiana—. ¿Me has oído? No vamos a preguntar». Ante lo cual Janie, al más puro estilo de Alexander, repuso: «¡Joder, menos mal! De eso que nos hemos librado. Espero que no vuelva nunca. Siento haber sido yo quien los presentó. Esa mujer no ha traído más que problemas, y lo único que hace es hacerle la vida más difícil»). Kerri se sentó al lado de Jane, y Anthony se sentó junto a sus hijas, que lo mimaban como una madre, le servían la comida, le cortaban el pavo y le llenaban la copa. Con toda la delicadeza posible, nadie hizo ninguna alusión a la ausencia de Ingrid. Los dos hijos de Anthony se sentaron lejos de éste y de cualquier posible pregunta incómoda acerca de su madre ausente.
Sin rastro de comida en el plato, bien rebañado, los niños acabaron de cenar en doce minutos, y los mayores le pidieron al inquietante Anthony júnior que vigilase a Samson en la piscina mientras ellos seguían sentados a la mesa un poco más. Éste protestó enérgicamente y Harry dijo que no importaba. Anthony dijo que no, que su hijo lo haría, y Tommy tiró de su hermano asegurándole que él lo ayudaría. Anthony júnior dijo que no quería levantarse de la mesa tan pronto, como si fuera un crío, y Anthony dijo que no le estaba dando a elegir, ante lo cual Anthony júnior reaccionó levantándose como activado por un resorte, y luego Anthony reaccionó levantándose también como activado por un resorte, lo cual hizo que Tatiana se levantara antes de que lo hiciera Alexander y las cosas se salieran verdaderamente de madre.
—Anthony júnior.
Eso fue lo único que dijo Tatiana, y el chico salió disparado de la mesa. Anthony volvió a sentarse y todo se calmó. Los adultos permanecieron a la mesa otra hora.
—No pasa nada —dijo Harry—. Es que está en esa edad… Pregúntale a papá cómo eras tú a su edad.
Anthony y Alexander se intercambiaron una mirada y éste dijo:
—Siempre fue un buen chico. Pero además, estaban prohibidos los enfrentamientos violentos.
—Yo tampoco los permito —dijo Anthony—, pero a pesar de todo sigue habiéndolos.
Para cambiar de tema, Washington dijo que a los catorce años siempre se las hacía pasar canutas a su madre cuando su padre no estaba en casa, que era la mayor parte de las veces. Y para cambiar aún más de tema, y porque el propio Anthony tampoco estaba en casa la mayor parte del tiempo, Janie le preguntó a Tatiana hasta cuándo debía seguir dando de mamar a su hijo. Los hombres de la mesa, en especial los tres hombres adultos a los que Tatiana había amamantado de chicos, lanzaron un gemido de protesta.
Para seguir abundando en el nuevo tema de conversación, Mary le preguntó a Tatiana si había tenido alguna complicación al tener a Janie a los treinta y nueve años. Anthony quería saber si era posible que las mujeres, incluso las que eran médicos, hablaran de otra cosa en la mesa de Acción de Gracias que no fuesen los partos y la lactancia materna.
—Sí, hablemos de armas superconductoras en lugar de eso —sugirió Harry.
—No —contestó Tatiana a Mary—, no tuve ningún tipo de complicación.
Luego se quedó mirando a Pasha hasta que éste puso los ojos en blanco y se dirigió a Mary, su mujer:
—¿Qué te he dicho antes? ¿Por qué nunca me haces caso?
Y se vieron obligados a anunciarles a todos que estaban esperando un hijo. Toda la familia se quedó muy sorprendida y contenta. Alexander abrió otra botella de vino de Napa.
Parecía que a Washington se le había comido la lengua el gato, o a lo mejor su silencio era culpa del piercing, pensó Tatiana. Sólo contestaba a las preguntas de la familia con monosílabos, y hasta la radiante Rebecca empezó a dar muestras de impaciencia y frustración a causa del comportamiento de su novio. Lo dejaron en paz y se centraron en hacerle preguntas a Kerri, que era una oradora mucho más vivaz e interesante, se reía con facilidad y era muy atractiva.
Tras un prolongado carraspeo, Washington se decidió a hablar al fin:
—Señora Barrington…
—Por favor, llámame Tatiana.
Eso era imposible. Washington no la llamó de ninguna manera cuando continuó hablando.
—Rebecca… mmm… me ha dicho que ustedes, los dos, su marido y usted… eran de Rusia. ¿No se… no han vuelto ustedes allí después de… ya sabe, después de todos los cambios que ha habido?
Tatiana le contó a Washington que para sus bodas de oro, hacía siete años, sus hijos les regalaron dos semanas de noches blancas en San Petersburgo, pero que al final no fueron.
—¿Es que no… querían ir? —preguntó Washington.
Tatiana no sabía qué decir. Eto bylo, bylo i proshlo / vse proshlo / i viugoy zamelo…[7]
Fue Alexander quien respondió a Washington.
—Estuvimos a punto de ir —dijo—, pero ya habíamos estado en Leningrado, y luego oímos hablar de un sitio en Estados Unidos donde las noches también eran muy largas y llenas de luz y color… y donde también había ríos que atravesaban los hoteles y circos y tigres y montañas rusas y… ¿qué más, Tania?
—No sé. ¿Copas gratis? ¿Donde no está prohibido fumar en los locales? ¿Comida barata? ¿Cosas interesantes en televisión?
—Sí, y póquer. —Alexander sonrió a sus hijos—. La idea de ver a su madre en ese pozo de decadencia fue un shock para nuestros hijos adultos, pero pensamos que nos apetecía probarlo, por divertirnos un poco, y cambiamos Leningrado por dos semanas en el MGM-Grand. —Y entonces sonrió a Tatiana—. A Tania no le fue nada mal, la verdad sea dicha. La suerte del principiante la llaman.
Tatiana asintió.
—Las Vegas es un lugar fascinante —dijo con aire despreocupado—. Estamos pensando en volver a hacer otro viajecito. Miró a Alexander.
Bueno, ¿y qué tiene de malo ir allí una vez al mes? Las Vegas le hace sonreír y olvidar el remordimiento y la imposibilidad de ver con ojos frágiles y avejentados las calles de la antigua vida de ambos, que el tiempo se ha encargado de difuminar, pero que en sus corazones frágiles y avejentados siguen igual de vívidas que siempre. Lo único que tienen que hacer es cerrar los ojos. Y es que Leningrado, la muerte de todas las cosas, es también donde han nacido todas las cosas: cada ocotillo y cada madreselva que plantan hoy brotó de las calles bombardeadas e iluminadas por el sol de la ciudad ayer, la ciudad que el alma no puede enterrar, no puede ocultar, no puede expulsar.
Washington lanzó un silbido de admiración.
—Nunca había conocido a nadie que hubiese estado casado… cincuenta y siete años —dijo—. Es impresionante. Mi madre lleva casada veinticinco años. —Hizo una pausa—. Pero con tres maridos distintos, con varios novios y varias rupturas en los intervalos.
—Le dije a Washington —intervino Rebecca— que lo vuestro fue amor a primera vista, y él me contestó que no se lo cree porque no cree en el amor a primera vista.
—Yo no dije eso —replicó Washington—. Sí creo que es algo a primera vista, sólo que no necesariamente amor…
Y se calló de repente, ruborizándose hasta la raíz del pelo. Toda la mesa se quedó en silencio. Los hijos mayores miraron a sus padres con expresión incómoda, Tatiana y Alexander se miraron el uno al otro, divertidos, y Anthony fulminó con la mirada a Rebecca, que a su vez fulminó con la mirada a Washington.
Tommy reapareció y le preguntó a Washington si quería salir… Washington se levantó de golpe, raudo y veloz, antes de que Tommy acabara la frase: «… a nadar».
Rebecca se disculpó y dijo que no sabía lo que le pasaba a su novio esa noche.
—Hoy está muy nervioso. Normalmente es un encanto.
Alexander tosió exageradamente y Tatiana le propinó una patada por debajo de la mesa.
—Janie —le dijo a su hija—, tu amiga Kerri debe de saber muchas cosas acerca de nosotros, porque no nos está haciendo ninguna de las preguntas típicas.
Dónde se habían conocido, cómo habían huido, qué ocurrió en Vietnam… Tampoco escudriñaba sus rostros en busca de indicios de cosas acerca de las cuales la buena educación impedía hacer preguntas, que es lo que Washington había estado haciendo todo el día. Kerri no hacía nada de eso.
La joven se ruborizó y se rio.
—Tanto Jane como Vicky me han contado algunas cosas —admitió—. Y la verdad es que son historias fascinantes. Esta familia intimida un poco. Yo soy una simple maestra de escuela, sólo me relaciono con padres de la liguilla de béisbol y con bibliotecarias…
—Los padres de las liguillas de béisbol también pueden intimidar bastante —dijo Tatiana—. No has conocido a nuestro buen amigo Sam Gulotta.
—¿Qué tal está? ¿Crees que vendrá por Navidad? —preguntó Jane—. Kerri podrá conocerlo entonces.
—No conozco a ningún general, ni a consejeros presidenciales ni a ningún prisionero de guerra —continuó Kerri aclarándose la garganta, con un aire un tanto atemorizado—. Pero aunque lo diga alguien que no ha ido a Harvard ni nada de eso, todavía no me he vuelto una cínica. Y sí creo en el amor a primera vista.
Todos se quedaron en silencio un momento, pero no demasiado rato, porque Jane exclamó exultante:
—¡Y Kerri toca la guitarra fabulosamente bien!
Hasta Anthony se echó a reír.
—Ah, ¿sí? —exclamó, mirando divertido a una avergonzada y aturdida Kerri.
Rachel y Rebecca estudiaron a Kerri detenidamente.
—Ah, ¿sí? —exclamaron al unísono.
Antes de que Kerri analizase e interpretase la sonrisa franca de Anthony o, aún peor, se la devolviese, Tatiana se levantó de la mesa, señalando de ese modo el final de la cena, y se dirigió a su hija murmurándole:
—Hija mía, no tienes vergüenza.
—Tienes razón, santísima madre —repuso Janie—. No me queda ni una pizca.
Enviaron a los hombres a jugar al billar, al póquer o a ver la televisión, y Rachel y Rebecca, intentando a regañadientes comportarse como adultas, acompañaron a las demás mujeres a la cocina a recoger. Tatiana no limpiaba. Nadie le dejaba recoger ni siquiera su propio plato. La hicieron sentarse, le sirvieron una taza de té y ella se dedicó a dar instrucciones acerca de dónde debían ir las sobras de la cena. Los niños estaban todos jugando como una pandilla de salvajes en la piscina, todos excepto Samson, que se encontraba en la cocina encaramado a los brazos de Amy, chorreando agua, y Washington, que se había vestido y estaba sentado con el pelo aún mojado a la mesa, al lado de Tatiana.
Rebecca, que ya se había hartado de fregar platos a los cinco minutos, se acercó a la mesa y dijo:
—Abuela, a Washington le encantan tus fotos.
Washington, que estaba sentado a medio metro de Tatiana, no dijo nada.
—Muy bien —dijo Tatiana—, pues dile a Washington que gracias.
—Es muy observador, y se ha dado cuenta de que tienes montones de fotos pero ninguna de tu boda con el abuelo. Quería saber por qué no tienes ninguna.
—Y es Washington el que quiere saberlo, ¿verdad? —dijo Tatiana, con la mirada divertida clavada en el joven del piercing—. ¿Ha estado Washington mirando todas las paredes de mi casa? Y si es así, ¿quieres preguntarle qué hacía en mi dormitorio?
Washington, rojo como la grana, respondió con un tartamudeo:
—No… es verdad… a lo mejor… bueno, sí, claro, a lo mejor allí…
—Allí tampoco están —dijo Rebecca—. Ya lo sé. Le dije que es porque las cámaras fotográficas no existían en Rusia en el siglo dieciocho, cuando os casasteis.
—Pues sí que sabes cosas… —le espetó Tatiana a su nieta.
—Pero ¿a que no sabes qué me dijo él? —Con una enorme sonrisa maliciosa, Rebecca bajó la voz—. Él cree que es porque en realidad, tú y el abuelo nunca os habéis casado.
—Conque eso cree, ¿eh?
—¿Qué te parece? —exclamó Rebecca.
—Becky —terció Washington—, ¿es que siempre tienes que decirle a todo el mundo todo lo que se te pasa por la cabeza?
—¡Sí! —contestó Rebecca.
—Vamos a ver si lo entiendo —dijo Tatiana—. Washington no sólo cree que mi marido no me quería cuando me conoció sino que además, tampoco se casó conmigo. ¿Es así?
—¡Así es! —exclamó Rebecca con regocijo—. Bueno, ¿y por qué iba a casarse contigo si no te quería? —Dio un pellizco a Tatiana, y luego le hizo cosquillas—. Venga, abuela, pon a salvo el honor de tu familia. Demuéstrale a Washington que el abuelo te quería y se casó contigo. O si no, dinos algo sobre lo que podamos chismorrear de verdad.
—Sí —dijo Tatiana—, porque pobrecilla, nunca tienes nada de qué hablar —se burló su abuela, infinitamente divertida por su deliciosa nieta.
Alexander y Anthony entraron en la cocina oliendo a humo de cigarrillo.
—¡Socorro, socorro! —exclamó Janie—. ¡Hombres en la cocina mientras estamos limpiando!
—Sólo quería asegurarme de que no te has movido de la mesa —se explicó Alexander—. Te conozco demasiado.
Cogió al bebé dormido de Janie de la trona y se sentó junto a su mujer.
Rachel se dirigió a Anthony.
—¿Has oído, papá? El nuevo novio de Becky cree que eres hijo ilegítimo.
—Vaya, qué chico tan encantador… —se mofó Anthony.
Alexander le guiñó un ojo a Tatiana y todos empezaron a desternillarse de risa, todos salvo Washington, que parecía mortificado y aterrorizado, y que cada vez se iba hundiendo más en la silla.
Rachel y Rebecca seguían azuzando a Tatiana. Amy, Mary y Jane limpiaban y azuzaban a Tatiana. Kerri estaba ayudando a sacar el postre y no decía nada.
Alexander dijo con aire solemne:
—Anthony, ve a limpiar el buen nombre de tu madre. Ve a sacar las fotos para las chicas si quieres. —Miró a Tatiana—. ¿Qué pasa? ¿Es que quieres que piensen que no hice de ti una mujer decente?
Rachel y Rebecca gritaron entusiasmadas.
—No me lo puedo creer, ¡vamos a ver vuestras fotos de boda! —chilló Rachel—. Lo retiro todo, Becks. Washington es un genio. Todo es gracias a él y sus provocaciones. Nadie ha visto nunca esas fotos de boda. ¡Ni siquiera estábamos seguras de que existiesen!
En ese momento el bebé se despertó y empezó a llorar.
—Sólo quiero que sepas, abuela —dijo Rebecca con aire exageradamente solemne—, que yo te defendí: le dije a Washington que tú y el abuelo vivisteis una historia de amor apasionada y arrebatadora. ¿A que tengo razón?
—Si tú lo dices, querida…
Rebecca abrazó a Alexander.
—Abuelo, dime, ¿no es verdad?
—¿Qué pasa, es que estás escribiendo un libro?
—¡Sí! —Se echó a reír—. Estoy escribiendo un libro sobre ti y la abuela para mi tesina. —Acarició la cabeza de su abuelo—. Y voy a escribir en él un montón de cosas que vosotros pensáis que somos demasiado jóvenes para saber —le susurró. A continuación empezó a acariciar a su abuela y a murmurar cariñosamente, besando la cara de Tatiana—: Y si te portas bien, abuelita, y le enseñas a esta aspirante a novelista esa hermosa foto de boda para estimular mi fértil imaginación, te diré lo que dijo en realidad Washington acerca de ti y el abuelo, y él me va a ayudar a escribir mi libro de amor.
—¿Un libro de amor? —exclamó Tatiana—. Bueno, pues desde luego, yo me muero de ganas de que empieces a escribirlo.
Tras las sonoras aclamaciones de sus hijas, Anthony salió al fin de la casa y subió por el sendero serpenteante que conducía al «museo», la casa móvil donde él y sus padres habían vivido desde 1949 hasta 1958.
Está intacta. Los mismos muebles, las mesas, la pintura de las paredes, los armarios de la década de los cincuenta, los tocadores, los vestidores, todo, absolutamente todo intacto, exactamente igual que ha estado siempre.
Y en el vestidor del dormitorio, más allá del uniforme de enfermera, más allá de la esquina derecha del estante superior, está la mochila negra que contiene el alma de Tatiana.
De vez en cuando, cuando tiene fuerzas, o precisamente cuando no tiene fuerzas, Tatiana hurga en el interior de la mochila. Alexander nunca hurga en ella. Tatiana sabe perfectamente qué es lo que Anthony está a punto de ver: dos latas de fiambre enlatado, una botella de vodka. El uniforme de enfermera con el que huyó de la Unión Soviética cuelga al lado del uniforme de enfermera del Phoenix Memorial Hospital con el que por poco se va a pique su matrimonio. La medalla del héroe de la Unión Soviética también está en la mochila, en un bolsillo oculto. Las cartas que recibió de Alexander, incluida la última de Kontum, la que, al enterarse de la gravedad de sus heridas, Tatiana creyó que sería la última. Aquel vuelo de doce horas en avión a Saigón en diciembre de 1970 fueron las doce horas más largas de la vida de Tatiana. Francesca y la hija de ésta, Emily, se quedaron con sus hijos. Vikki, su buena amiga, perdonada por todo, la acompañó para traer de vuelta el cadáver de Tom Richter, para traer de vuelta a Anthony.
En la mochila hay un libro viejo con las páginas amarillentas, El jinete de bronce y otros poemas. Las hojas son tan viejas que se deshacen en los dedos al pasarlas. No se puede hojear, sólo se pueden levantar por las esquinas. Y entre las páginas, unas fotografías se engastan como frágiles hojas de pergamino. Se supone que Anthony debe encontrar dos y llevarlas a la casa, que sólo debería demorarse unos minutos.
Fragmentos de Tatiana antes de ser de Alexander. Ahí está con apenas meses, en los brazos de su madre, Tania en uno y Pasha en el otro. Ahí está en el río Luga, con apenas dos o tres años, cabeceando en compañía de su hermano. Y allí, unos años más tarde, tendida en la hamaca con Dasha, una sonriente, morena y guapísima Dasha a los catorce años. Y ahí está Tania, a los diez, con dos trenzas, haciendo el pino encima del tocón de un árbol. Ahí están Tania y Pasha juntos en la barca, Pasha levantando el remo amenazante por encima de la cabeza de ella. En otra está toda la familia al completo. Los padres, el uno junto al otro, no sonríen, deda sujeta a Tania de la mano, babushka sujeta la de Pasha y Dasha sonríe alegre delante de todos.
Algún día, Tatiana tiene que decirle a Alexander lo mucho que se alegra de que su hermana Dasha no muriese sin llegar a conocer el amor.
Alexander. Ahí está, antes de que fuese de Tatiana, a los veinte años, recibiendo su medalla al valor por rescatar el cuerpo de Yuri Stepanov durante la guerra de 1940. Alexander lleva su uniforme soviético que se le pega al cuerpo, está en posición de descanso y se lleva la mano a la sien en un burlón saludo militar. Esboza una sonrisa radiante, mira con aire despreocupado y toda su masculinidad emana una juventud dolorosamente impresionante. Y sin embargo, estaban ya en plena guerra, y sus hombres ya habían sucumbido al hambre, la muerte y la congelación… Y su madre y su padre ya habían desaparecido… Y él estaba muy lejos de su hogar, y se alejaba cada vez más, y cada día era el último, de un modo u otro, cada día era su último día. Y pese a todo sonríe, radiante, feliz.
Anthony desaparece durante tanto rato que sus hijas empiezan a preguntarse si no le habrá pasado algo, pero aparece en ese preciso instante. Al igual que su padre, ha aprendido a asumir una expresión indiferente y a mantenerse imperturbable. Como debe ser un hombre, piensa Tatiana. Un hombre no llega a ser viceconsejero del Consejo para la Seguridad Nacional sin acorazarse contra las pequeñas adversidades de la existencia. Un hombre no pasa por lo que tuvo que pasar Anthony sin acorazarse contra las pequeñas adversidades de la existencia.
Anthony lleva en la mano dos fotografías desvaídas, aplanadas por las páginas del libro y en las tonalidades sepia que da el paso de los años.
La cocina se sume en un silencio abrumador, y hasta Rachel y Rebecca se quedan sin habla, nerviosas ante la expectativa de ver las tan ansiadas fotos.
—Vamos a ver… —murmuran al tiempo que toman entre los dedos los frágiles retratos en sepia. Tatiana está un poco alejada de ellas—. ¿No quieres verlas con nosotras, abuela? ¿Y tú, abuelo?
—Las hemos visto muchas veces —dice ella no sin emoción en la voz—. Adelante, miradlas.
Las nietas, la hija, el hijo y los invitados concentran la mirada en la foto y se quedan boquiabiertos.
—¡Washington, mira! ¡Míralos! ¿Qué te dijimos?
Shura y Tania, veintitrés y dieciocho años, recién casados. Radiantes, en los escalones de la iglesia cerca de Lazarevo, él con su uniforme de gala del Ejército Rojo, ella con su vestido blanco de las rosas rojas, rosas que son negras en la foto monocromática.
Tatiana está de pie junto a él, cogida del brazo. Él mira a la cámara con una sonrisa enorme. Ella lo está mirando a él, apretando su cuerpecillo minúsculo contra el de él, con la melena clara desparramada sobre los hombros, los brazos desnudos, la boca levemente entreabierta.
—¡Abuela! —exclama Rebecca—. Vas a hacer que me ruborice… Pero ¿has visto cómo miras al abuelo? —Se vuelve hacia Alexander—. Abuelo, ¿te diste cuenta de cómo te miraba?
—Una o dos veces —responde Alexander.
La otra foto en blanco y negro. Tania y Shura, dieciocho y veintitrés. Él la levanta en volandas, rodeándole el cuerpo con los brazos, y ella le rodea el cuello con los suyos, sus rostros jóvenes y radiantes apoyados el uno en el otro, sus labios entrelazados en un beso apasionado. Ella no toca con los pies en el suelo.
—Pero, abuela… —murmura Rebecca—. Pero, abuelo…
Tatiana está atareada limpiando la superficie de granito de la isla de la cocina.
—¿Queréis saber lo que mi Washington dijo de vosotros dos? —dice Rebecca, sin apartar la vista de la fotografía—. ¡Os llamó dos números Fibonacci adyacentes! —Se echa a reír—. ¿A que es muy sexy?
Tatiana niega con la cabeza, mirando a Washington con afecto, a su pesar.
—Lo único que nos faltaba, otro experto en matemáticas. No sé qué crees que te van a dar las matemáticas…
Y Janie se acerca a su padre, que está sentado a la mesa de la cocina con su bebé en brazos, y se inclina sobre Alexander, lo besa, lo abraza y le murmura al oído:
—Papá, ya sé cómo voy a llamar a mi hijo. Es muy simple.
—¿Fibonacci?
Janie se echa a reír.
—Pues Shannon, naturalmente. Shannon.
El fuego está encendido. Fuera ha oscurecido y reina el silencio y la quietud. Ya han tomado el postre; la tarta de arándanos de Kerri estaba tan rica que Anthony ha querido repetir, y no sólo eso, sino que le ha preguntado qué otra clase de tartas sabe hacer y si toca la guitarra acústica o la eléctrica y si sabe tocar su canción favorita, Carol of the Bells. Amy y Mary quieren saber dónde ha comprado la base del bizcocho porque estaba riquísima y Kerri, ruborizándose, dice que la ha hecho ella misma.
—¿Que tú has hecho la base del bizcocho? —pregunta una incrédula Amy—. ¿Y quién hace eso?
Al final, los quince muchachos más jóvenes se reúnen en el pasillo en torno a una máquina de karaoke y mientras sus padres, sus abuelos y sus invitados siguen charlando animadamente, ellos cantan una canción tras otra sin importarles si desafinan o no, si siguen el ritmo o no.
Rachel y Rebecca montan todo un espectáculo cantando a pleno pulmón que quieren ser jóvenes para siempre, cuánto les gusta sentirse vivas y que quieren tener dieciocho años hasta el día que mueran.
A todos les encanta el karaoke. Y entonces, Anthony júnior se adueña del micrófono, dirige sus ojos negros a su padre, y sin música, sin una sola nota musical, sin acompañamiento, aparca su aire hosco y huraño tres minutos y se lanza a cantar una asombrosa versión a capella de The Summer of ‘69 que inunda toda la casa; muestra sus dotes extraordinarias pero profundamente escondidas, los deja a todos sin habla, hasta a los críos de diez años, y después del último verso: «Ésos fueron los mejores días de mi vida», Anthony se ve obligado a salir de la habitación, seguido de Tommy, que lo persigue preguntándole:
—¿Qué pasa, papá? Ha cantado muy bien, ¿qué pasa?
Alexander está sentado en la esquina del sofá junto a la ventana, observándolos a todos, un poco apartado de la algarabía, aunque dos de las hijas pequeñas de Janie, Vicky y Nicky, están acurrucadas junto a él.
Tatiana se acerca y se coloca detrás de él.
—¿Estás bien? —le dice—. ¿Hay demasiado ruido? Sube y acuéstate. Descansa, estás cansado.
Él se echa a reír.
—No empieces, estoy bien —dice—. Pero ¿te has dado cuenta de que a Pasha y a Harry ya se les ha puesto cara de películas caseras? Ahora es el momento idóneo para que me vaya a dar una vuelta. —Se vuelve hacia Tatiana—. ¿Vienes?
Es una pregunta retórica, pues sabe perfectamente que a ella le encanta merodear por allí mientras sus hijos se dedican a diseccionar los segundos del pasado. A él no. Ya no. Alexander coge al bebé de Janie, el monarca recién bautizado como Shannon Clay III, y se lo lleva a pasear por los agaves mientras Tatiana se esconde dentro.
A los niños les encanta hacer eso cada día de Acción de Gracias después del karaoke, es la costumbre de las celebraciones familiares. Apagan la luz del estudio y se juntan todos: las adolescentes, las universitarias de Harvard, este año hasta el novio distante, y la menuda y curiosa maestra de escuela. Con Tommy a su lado pero sin rastro de Anthony júnior, Anthony enciende un viejo proyector de 8 milímetros y no tardan en aparecer en la pared color crema imágenes en blanco y negro que capturan algunas instantáneas del fluir del río de su vida, imágenes que no cuentan nada y a la vez lo dicen todo. Ven viejas películas de 1963, 1952, 1948, 1947… Cuanto más viejas son las películas, más escándalo arman los niños y sus progenitores.
Este año, como Ingrid no está allí, Anthony les enseña algo nuevo. Es de 1963, una fiesta de cumpleaños, ésta con voces alegres, con tarta, con velas. Anthony cumple veinte años. Tatiana está embarazadísima de Janie. («¡Mami, mira! ¡Es la abuela cuando estaba embrazada de ti!», exclama Vicky). Harry corretea por allí, perseguido sonora e implacablemente por Pasha. En 1999, a los seis niños les encanta ver cómo sus padres hacían el salvaje igual que ellos, y a Amy y a Mary les encanta ver a sus preciosos maridos de pequeños. Todo son exclamaciones de alegría en el estudio. Anthony está sentado en el patio, con el torso desnudo y en bañador, con una pierna apoyada en la otra, tocando la guitarra, «cantándome Cumpleaños feliz a mí mismo», dice en ese momento. Sólo que no se trata de Cumpleaños feliz. La alegría se disipa un poco ante la imagen del hermano, del padre, tan guapo y completo que les duele en el corazón… y de pronto, aparece en el fotograma una mujer alta, morena y espectacular, vestida con una minifalda y con unas piernas interminables, que acude al lado de Anthony. La cámara se queda fija en él porque está cantando, mientras ella acciona su mechero y le enciende las velas del pastel. Las enciende una a una mientras él rasguea la guitarra y canta el éxito de la época, Ring of Fire. La mujer no mira a Anthony ni él la mira a ella, pero en la toma se ve el muslo desnudo de ella enardecido contra la planta del pie desnudo de él cada vez que enciende sus veinte velas más una para que le traiga suerte. And it burns, burns, burns…[8]. Y cuando la mujer termina, la cámara, que nunca miente, capta un microsegundo del cruce de miradas antes de que ella se aleje, sólo un gramo de materia neutra que explota con la fuerza de diez toneladas de TNT.
Termina el carrete. El siguiente. La novelista en ciernes, Rebecca, dice:
—Papá, ¿quién era ésa? ¿Era la amiga de la abuela, Vikki?
—Sí —dice Anthony—. Ésa era la amiga de la abuela, Vikki.
Tak zhivya, bez radosti / bez muki / pomniu ya ushedshiye goda / i tvoi sere-bryannyiye ruki / v troike yeletevshey navsegda…
Y así vivo, recordando con tristeza todos los años felices que ya pasaron, recordando tus largos brazos de plata, por siempre en la troika que volaba…
Los hace retroceder aún más en el tiempo, hasta 1947.
—¡Mirad qué graciosa está la abuela! —chillan los nietos—. ¿Está haciéndole un pulso al abuelo?
Sólo se ven los dos finos brazos blancos de ella encima del fuerte antebrazo moreno de un hombre en la mesa de picnic.
—Siempre estaba corriendo detrás de ti, Ant.
—¡Qué guapa era!
—Y aún lo es —dice Rebecca.
—Papá, mírate, sentado en su regazo, mira cómo te besa. ¡Qué raro se me hace! ¿Cuántos años tenías ahí?
—Mmm… Cuatro.
—¿Y dónde está el abuelo? Llevas años enseñándonos estas películas y nunca sale el abuelo.
—Es que era él el que filmaba. Ya le habéis visto el antebrazo, ¿qué más queréis? Todo esto es por él. Ella siempre está actuando para él —dice Anthony.
—Vamos, ¿y no tienes aunque sólo sea una sola película con él?
—Me parece que no.
—Vamos, papá. Tienes que tener algo… Vamos, enséñanos al abuelo, papá, por favor…
A regañadientes, Anthony hurga en el armario y saca un rollo de película, y acto seguido, como por arte de magia, parpadeando en la pared color crema ante la mirada embelesada de todos, aparece un joven moreno cerca de la piscina que se pone una camiseta para taparse la espalda llena de cicatrices en cuanto ve la cámara. Se sube de un salto al trampolín, con los brazos extendidos y el cuerpo erguido, antes de arrojarse al agua. La mujer rubia está en la piscina. Clic, clic, clic, el proyector chirría. Los dientes blancos, el pelo negro y húmedo y su cuerpo musculoso y de piernas largas inundan la pared. Las formas desdibujadas de sus cicatrices se hacen visibles. Ha estado trabajando en algún tejado, tiene el tórax amplio, los brazos enormes. Se tira al agua describiendo un arco en el aire, se sumerge hasta lo más hondo y luego tira de los pies de la mujer por debajo del agua. Cuando sale a respirar, ella trata de escapar de él, pero él no la deja. Sólo cuando aparecen juntos en la misma toma puede apreciarse verdaderamente lo enorme que es él y lo diminuta que es ella. Sin sonido, sólo los chirridos del proyector, solos los dos chapoteando, salpicándose de agua, y luego ella se arroja a sus brazos y él la levanta por encima de su cabeza y ella se yergue con su minúsculo biquini, oscilando y extendiendo los brazos para no perder el equilibrio, y por un momento permanecen los dos muy quietos y erguidos, ella en las palmas de sus manos con los brazos extendidos. Y en ese momento, él la lanza al aire y ella se va para atrás en un salto espectacular, y entonces la cámara se echa a temblar de risa, y él también tiembla de risa, y cuando ella sale del agua se encarama a la espalda de él y lo cubre de besos mientras él vuelve la cara hacia la cámara y se inclina y hace un saludo, con una sonrisa. Clic, clic, clic, el carrete se acaba, la pared se queda blanca y el único ruido de la sala es la vibración del proyector.
—Eran tan jóvenes… —murmura Rebecca.
—Como nosotros —dice Washington.
Los hijos se sientan. En alguna parte suena una música suave. Las mujeres y el marido de los hijos están durmiendo. Los hijos de los hijos están durmiendo, hasta los adolescentes, que se han cansado al fin del hockey, el ping-pong, el baloncesto y los juegos de mesa, y hasta las estudiantes de Harvard, también es tarde para ellas. El estudiante de matemáticas comparte habitación con Tommy y Anthony júnior, él y sus piercings bien lejos de la dulce e inocente Becky.
Los cuatro hijos están sentados alrededor de la isla de la cocina de la casa en lo alto de la colina, en la casa donde crecieron. Han sacado la comida de medianoche, el relleno de beicon y puerros y trozos de pavo frío. Beben vino añejo y cerveza nueva.
Se sientan a hablar, en ese día de Acción de Gracias se sientan un poco más, en busca de consuelo, de paz, de familia, de recuerdos, de la infancia feliz que compartieron y que terminó acaso demasiado pronto. Se sientan en el oasis de paz y se comen el pan que hace su madre. Durante el día, delante de sus esposas, sus maridos, sus hijos, hablan de deportes y de niños, y de política, trabajo y armamento, pero de noche, las noches como ésa, nunca lo hacen.
Harry y Pasha hablan de cuando salían en barca con él, seguramente en la bahía de Biscayne, cuando eran pequeños. Ambos recuerdan palmeras, agua verde, calor, lo recuerdan como un gigante entre ellos, unos simples renacuajos. Janie no estaba, tampoco Ant. Los sentaba en el banco y les enseñaba a plegar la vela, y luego les daba las cañas de pescar, los anzuelos y los cebos y ellos se sentaban a su lado, con las cañas en el agua. Su madre se sentaba al timón. «Seguidme, y yo os haré pescadores de hombres». Él fumaba y tiraba de la caña de vez en cuando, y ellos lo imitaban y tiraban de la suya. Los peces se comían los gusanos del anzuelo, pero ellos nunca pescaban ninguno. Luego Harry empezó a interesarse por el anzuelo. ¿Qué más podía atrapar? ¿Podría atrapar un trozo de ropa? ¿Y madera? ¿Y un buen cacho del muslo de Pasha?
—Harry, a ti ya te pasaba algo raro desde mucho antes, ¿lo ves? —dice Janie.
—Sí —interviene Pasha—, pero me arranqué yo mismo el anzuelo de la pierna y me curé la herida yo solo, así que ahí lo tienes también.
—Tú eres como mamá —dice Harry—. Y yo te lo enseñé y aún estoy esperando a que me lo agradezcas. Todos deberíamos tener la fortuna de saber quiénes somos desde el principio.
—Todos nosotros lo sabíamos —dice Jane Barrington—. Desde el principio. —Se vuelve hacia su hermano mayor—. ¿Fue alguna vez a pescar contigo, Anthony?
—Una o dos veces —responde éste.
Y a escasos metros de allí, en la alargada despensa que hay entre el espacioso comedor y la cocina, hay un pequeño hueco entre la pared y los armarios, y en ese hueco hay un taburete, y en el taburete se sienta Tatiana, con los ojos cerrados, la cabeza echada para atrás, con el cuerpo apoyado en la pared de su escondite, temblando un poco, asintiendo, escuchando a los hijos de Alexander, que lo recuerdan con sus voces adultas.
Alexander sale a buscarla y Tatiana, aunque no tiene sueño, se desviste y se mete en la cama con él. Quiere hablar del día, pero él está cansado y le dice que ya hablarán todo lo que quiera al día siguiente. Ella aguarda hasta que él se queda dormido y luego se pone la bata y baja a la cocina ahora solitaria a prepararse una taza de té. Los murmullos de la casa la tranquilizan, sabe cuáles son los tablones que crujen y dónde está la mancha de grasa de un dedito pegajoso. Sabe dónde está la esquina de la alfombra del salón que el travieso labrador de Janie destrozó a mordiscos, al igual que conoce cada goteo del grifo y sabe reconocer el olor a ajo cada vez que pasa por delante de la «tumba de los ajos», como ella la llama, un bote de barro esférico con agujeros encima, una especie de vela aromática sólo que al contrario. La casa lo es todo.
A solas, reflexiona y encuentra allí consuelo. No quiere que el día termine.
Hace el pan.
Mezcla un poco de leche templada con azúcar y levadura fresca y la coloca bajo la lámpara térmica para calentarla. Se sienta en el taburete a tomarse el té y ve cómo la mezcla empieza a subir y a convertirse en una espuma cremosa. Tras removerla con una cuchara y hacerla toda líquida se sienta a ver cómo empieza a hacer burbujas de nuevo.
Al cabo de quince minutos saca la harina, derrite la mantequilla y calienta otras dos tazas de leche. Separa la yema de los huevos y bate las claras hasta que se montan a punto de nieve. Cuando se vuelve, se encuentra a un adormilado Anthony que la observa desde el otro lado de la isla de la cocina.
—No puedo creer que sigas levantada.
Ella le prepara una taza de té.
—Bueno, ¿y qué te parece el nuevo pretendiente de tu hija?
Anthony se encoge de hombros.
—Yo no tengo que acostarme con él, ¿no? ¿A mí qué me importa? Aunque preferiría que no exhibiese sus joyas linguales delante de toda la familia, pero nadie me ha pedido mi opinión, ¿no?
—Rebecca dice que es su primer amor verdadero —dice Tatiana.
—A los dieciocho años, todo parece amor verdadero —responde él, y entonces se calla de golpe y ambos se miran y no dicen nada más.
«Desde luego que lo parece —piensa Tatiana—. Y a veces lo es».
Anthony la observa mientras ella se mueve por la cocina y mezcla la harina con el azúcar, los huevos, la leche y la levadura hasta que todo queda bien ligado, y luego lo amasa, añadiendo un poco de mantequilla fundida hasta que todo está empapado.
Tomó un pedazo de pan negro y duro como una piedra y lo cortó en cuatro trozos del tamaño de una baraja de cartas cada uno. A continuación volvió a cortar la baraja de cartas por la mitad. Envolvió una de las mitades para la mañana, y la otra mitad la distribuyó en cuatro platos. Colocó un plato delante de su hermana, otro plato delante de ella misma, otro plato delante de Alexander y otro plato delante de la silla de su madre. Sacó un cuchillo y un tenedor y cortó un pedazo pequeño de su porción. Una gota de sangre de la boca le cayó sobre el plato, pero ella no hizo caso. Se metió el pan en la boca, y lo masticó durante varios minutos hasta que al final se lo tragó. Sabía a moho, con un leve regusto a heno.
Alexander se acabó su trozo en un santiamén. Dasha se acabó su trozo en un santiamén. Las hermanas no querían mirar el pan de su madre ni la silla vacía de su madre. Todas las sillas estaban vacías, salvo la suya y la de Dasha. Y la de Alexander. Otra gota de sangre cayó en la mesa.
¿Qué le había enseñado su hermana a decir hacía unos días, arrodillada delante de su madre, que había muerto? «Danos hoy nuestro pan de cada día», dijo Dasha.
—Danos hoy nuestro pan de cada día —dijo Tatiana a sus setenta y cinco años, en su hogar de Scottsdale, Arizona.
—Amén —respondió Anthony—. Tengo recuerdos tuyos haciendo el pan que se remontan a hace cincuenta años. No te das cuenta de lo completo que es como alimento hasta que ves todos los ingredientes que lleva.
Tatiana asintió, sonriendo levemente.
—Sí —dijo, abriendo las palmas de las manos e inclinándose sobre la masa—. Semillas de algodón o heno. Cartón. Serrín. Cola. Un alimento muy completo, el pan.
Tras untar con mantequilla una enorme fuente para el horno, colocó la masa en ella, la cubrió con un paño blanco y la metió en el interior del aparato. Ahora el pan tenía que subir. Se sentó al lado de su hijo y ambos se bebieron el té a sorbos. En la casa reinaba un silencio absoluto, quebrado únicamente por el goteo del grifo.
—Mamá —dijo—, ya sabes que sabemos que te sientas ahí en la despensa a escucharnos, ¿verdad?
Se echó a reír.
—Sí, hijo —respondió con dulzura—. Ya lo sé. —Le acarició la cara y le besó la mejilla—. Háblame de Ingrid. ¿No ha mejorado?
Anthony negó con la cabeza y dejó de mirar a su madre.
—Está peor que nunca. Le ha dicho al médico que todo es culpa mía, que está así por mí. Que me paso la vida fuera, que nunca estoy en casa. —Frunció los labios con una mueca de decepción—. Lleva quince años diciendo eso. «Siempre estás en la carretera, Anthony», como si fuera un camionero. —Chascó la lengua—. Hace dos días la ingresé en el centro de desintoxicación Betty Ford de Minnesota.
—Eso está muy bien. La ayudará.
Él no parecía demasiado convencido.
—Va a quedarse ingresada al menos ocho meses. Le he dicho que no quiero que vuelva a menos que mejore.
Tatiana lo miró fijamente.
—¿Y tus hijos pequeños? ¿Quién va a cuidar de ellos?
—¡Ella no cuida de ellos ahora, mamá! Ése es precisamente el maldito problema. Tommy es un buen chico, pero Anthony júnior siempre está metido en líos. —Anthony suspiró—. Y me refiero a auténticos problemas, en el colegio, con sus amigos, con la policía… —Negó con la cabeza con gesto resignado—. No he querido decir nada antes, durante el día. No quería preocuparos, pero he solicitado al presidente un cambio de destino. No tengo elección, no puedo continuar. Vamos a ver, ¿qué se supone que tengo que hacer? Los niños… yo no puedo dejarlos, y ella ahora no está. —Hizo una pausa—. Vamos a irnos de Washington.
Aquello era una noticia muy impactante: Anthony había vivido en Washington más de veinte años.
—He aceptado un nuevo puesto… como comandante en Yuma.
¡En Yuma! Tatiana asintió, tratando de disimular su entusiasmo.
—Es un puesto para tres años —continuó Anthony—. Inteligencia, armamento, algún que otro viaje… Los chicos vendrán conmigo y básicamente estaré destinado siempre en el mismo sitio. No se lo he preguntado, pero estoy seguro de que Harry me echará una mano con los niños cuando tenga que irme de viaje. Mis hijos se enterarán de lo que es bueno después de pasar una semana con él.
—Estoy segura de que Harry te ayudará —dijo Tatiana con tacto. Sabía que su hijo no estaba contento, y su propia satisfacción no le serviría de nada. Al fin y al cabo, se trataba de la vida de su hijo y no de la de Tatiana—. Ya sé que no te parece algo maravilloso precisamente, hijo, pero sí es maravilloso. Tus hijos van a estar mucho mejor por tener a su padre a su lado. Y Harry se va a volver loco de alegría. ¡Imagínatelo, los dos en Yuma! Me dan ganas de despertarlo para decírselo. —No apartó la mano del rostro desdichado de su hijo—. Estás haciendo lo correcto, y has hecho muy bien. Ten valor —murmuró—. Sé fuerte, tienes mucho que hacer. Perseo es sólo un hombre. —Sonrió—. No puede estar en todas partes a la vez.
—Gracias —murmuró él, besándole la mano y acto seguido, le dijo, con profundo dolor—: Además, ¿cuántas Andrómedas puede tener un hombre en su vida?
Con la cabeza apoyada en la de su hijo, Tatiana esperaba que al menos apareciese una más.
—Ten fe, campeón —le susurró a su hijo.
De repente oyeron el ruido de unos pasos que les resultaban familiares. Alexander apareció por el quicio de la puerta y no parecía muy contento.
—¿Se puede saber qué es lo que tengo que hacer —le preguntó en voz alta a una Tatiana pillada en falta— para que mi mujer se quede en la cama conmigo? Llevas levantada desde el amanecer y ya son las tres de la mañana. ¿Qué va a ser lo siguiente? ¿Te llevarás la silla a su jardín delantero, también? —Se volvió y le hizo señas para que lo siguiera—. Ven —le dijo, en un tono que no admitía réplica—. Ahora mismo. Ven.
En el dormitorio, Tatiana se quitó la bata y se metió desnuda en la cama a su lado, en la vieja y enorme cama de bronce que llevaban compartiendo desde 1949. Alexander se mostró huraño, aunque sólo un momento, porque tenía sueño y quería tocarla antes.
—No podías quedarte en la cama conmigo, ¿no? —Se miraban frente a frente—. Estábamos tan a gusto, tan calentitos… Pero no.
Alexander le acariciaba la espalda, los pechos, los muslos…
—Tenía que preparar el pan para mañana —le susurró ella mientras lo masajeaba con las manos.
—Ahora que llevas cincuenta y seis años en este país, uno de estos días voy a tener que llevarte a un supermercado —comentó Alexander— y enseñarte una cosa que tenemos en el pasillo número doce: se llama pan. De todas clases, a todas horas. Sin cartillas de racionamiento, sin ventiscas, y ni siquiera tienes que esperar en la cola para que te lo den.
Ahora ya estaba relajado, cálido, cercano; le frotó la espalda, murmurándole algo sobre Anthony júnior, que estaba enfadado, y sobre Tommy, que estaba triste, y sobre el bebé, que era muy gracioso, y sobre el día tan maravilloso que habían pasado, y sin darle mucha importancia a Washington, a pesar de su lisonjería matemática… Siguió hablando en murmullos, y ella lo acarició, proporcionándole alivio y reposo, hasta que ambos se quedaron dormidos.
Y Tatiana vuela a través de los años y llega hasta la voz de Anthony, que está aprendiendo a acompañarse con la guitarra. Vestidos con las chaquetas de invierno, él y su padre están sentados en el embarcadero de la casa de Bethel Island en diciembre de 1948, y Alexander sujeta ambas cañas de pescar mientras Anthony le enseña a tocar y a cantar Have Yourself a Merry Little Christmas mientras Tatiana cocina una pierna de jamón cocido con azúcar moreno para la cena de Navidad, observándolos desde el interior de la casa flotante, viendo cómo se pelean con los acordes y las notas y las cañas de pescar, padre e hijo muy juntos. Anthony, con cuatro años, sujeta la guitarra en sus bracitos y se apoya en el cuerpo de su padre, de veintiocho años, con un cigarrillo en los labios, mientras ella escucha el regocijo de sus voces, una grave y la otra dulce, que se alzan por encima de los canales, perdiéndose entre las cubiertas…
Here we are as in olden days.
Happy golden days of yore[9]…
Dos
Veloz, el nuevo siglo ha llegado y se ha ido, de un mar a otro y surcando de nuevo las aguas. Tatiana y Alexander han atravesado el viejo mundo, y han atravesado el nuevo mundo también. Han vivido. Sin embargo, los mangos siguen maduros y dulces, los aguacates siguen siendo frescos, al igual que los tomates. Todavía plantan flores en su jardín. Les encanta ir al cine, leer el periódico, leer libros. Una vez al mes van en coche a Yuma a ver a sus hijos y a sus nietos. Harry le enseña a Alexander las últimas armas en las que está trabajando, y eso es lo que más le gusta a Alexander. Una vez al mes van a Sedona y al Gran Cañón. Una vez al mes van a Las Vegas. Les encanta la televisión norteamericana, las comedias sobre todo. Y otras cosas que la suite del piso treinta y seis del hotel Bellagio en Las Vegas les ofrece.
—Tania, rápido, ven a ver lo que hay en la tele.
Ella se acerca.
—Madre mía…
—¡Qué país! Pan… y esto.
En casa se sientan en el sofá hasta bien entrada la noche. El televisor está apagado y él se da cuenta de que ella está casi dormida. Tienen la manta en el regazo. Ella se sienta con la cabeza apoyada en el brazo de él.
—Tatia —la llama—. Tatiana, Tania, Tatiasha…
—¿Mmmm…? —murmura ella con voz adormilada.
—¿Te gustaría vivir en Arizona, Tatia? —le susurra Alexander, mirando al fuego—. ¿La tierra de los escasos manantiales?
Se fuma el último cigarrillo del día fuera del dormitorio, oliendo el aroma de la noche.
Todas las mañanas nadan en su piscina. Una vez, después de nadar cinco largos y cuando ya estaban descansando, jadeando, sujetándose al borde de la piscina, Alexander dijo:
—¿Sabías que cuando el rey David se hizo viejo, sus consejeros le sugirieron que tomase a una joven virgen para calentarse?
Tatiana se ruborizó ante lo inesperado de aquella revelación.
—No, me vas a matar… —dijo Alexander, atrayéndola hacia sí.
—Creo —dijo Tatiana, cerrando los ojos en sus brazos— que el rey David ya se concedió una joven virgen.
—Sí… —Le besó la cara—. Y lleva calentándolo toda la vida…
Alexander no deja de decirle que los victoriosos no ceden nunca las armas, no guardan las espadas, sino que las colocan en su funda y en un paño escarlata dispuestos a usarlas cuando sea necesario. No deja de decirle, ten cuidado conmigo, que ya no tengo ochenta y un años. Y a veces ella le hace caso.
Ella le prepara tortitas azucaradas para desayunar. Cuando está en casa para almorzar, ella le prepara atún con manzanas, por las tardes se echan una larga siesta y luego Tatiana prepara la cena mientras Alexander ve las noticias en la cocina o le lee el periódico en voz alta. Cenan a solas y luego van a dar un paseo por las estribaciones de las montañas antes de la puesta de sol. O a veces bajan a la ciudad a tomar un helado y se pasean por el centro, a veces conducen unos kilómetros al norte hasta Carefree para montar a caballo por las sendas de las montañas plagadas de saguaros y de chumberas. Su vida conoce un breve período de tranquilidad antes del siguiente baby boom. Los nietos traviesos se están haciendo mayores, y cada vez son menos ruidosos, y empiezan a volar del nido.
Anthony no ha dejado de trabajar, sobre todo ahora que el mundo parece al borde de la catástrofe permanente, cuando hay más que hacer que nunca. Cuando se calme, se jubilará, pero todavía no ha llegado el momento. En Yuma, Anthony júnior consiguió enderezar su vida, madurar, e ingresó en la Officer Cadet School directamente después del instituto, y luego se fue directamente a Irak. Tommy aún vive con Anthony. Ingrid mejoró, pero fue demasiado tarde, porque en los ocho meses de recuperación que permaneció ingresada, Anthony también logró recuperarse y decidió pasar página, y se volvió a enamorar. Se divorció de Ingrid y se casó con Kerri, que lo acompañaba con la guitarra cuando cantaba, y cocinaba todos los días para él, y lo adoraba sin pretensiones ni condiciones, y se quedó embarazada y dio a luz a la rubísima Isabella.
La hija de Anthony, Rebecca, va a tener su primer hijo el mes siguiente. Resultó que lo que Washington sentía por Becks sí era algo más que un flechazo.
¿Era posible que Rebecca fuese a tener un hijo? Porque hacía sólo un suspiro, una enfermera de dieciocho años se acercaba al oído del padre del padre de Rebecca, un soldado herido en un hospital soviético, para decirle: «Sí, Shura. Vamos a tener un hijo».
Y ahora el padre del padre, el viejo guerrero, está sentado en la terraza del crepúsculo del desierto de Sonora, fumando.
Y la enfermera está sentada a su lado tomándose una taza de té. Alexander sujeta con el brazo el respaldo del balancín blanco.
Todavía están a treinta y dos grados, y el sol proyecta su luz anaranjada sobre los saguaros y las artemisas y se refleja en las montañas rocosas.
Alrededor de Tatiana se extienden las tierras que la madre de Alexander compró para ella, las tierras con un precio tan alto y sin precio. A sus espaldas quedan Alemania, Polonia y Rusia. Y a sus espaldas, más allá de los prados y las estepas, queda la gran ciudad antigua de Perm, antes llamada Molotov, y cerca de ésta, a través de un sendero cubierto de barro entre los bosques, un pequeño pueblo de pescadores del que se fueron en 1942 sabiendo que no volverían a verlo nunca más, y no lo han vuelto a ver.
Mucho más al este, y hacia el sur, a través de una selva traicionera, se halla el río Hué, se halla Kum Kau, se halla Vietnam. Nunca miran en esa dirección.
Sí miran hacia las Western Mountains, hacia las McDowell Hills, el amplio valle que se extiende a sus pies y sobre el que el sol se pone cada noche, miran las llanuras por las que han cabalgado y donde vieron florecer los primeros saguaros, cubriéndose de blanco, donde Anthony encontraba serpientes y liebres, y Pasha diseccionaba escorpiones, y Harry cazaba monstruos de Gila con sus estacas punji y Janie metía las manos en los cactus cholla para demostrarle a su padre que era tan dura de pelar como los chicos. No les fue mal a sus hijos, creciendo entre los matorrales del desierto. No les fue nada mal.
—No quiero que esta vida acabe —dijo Alexander—. Ni lo bueno, ni lo malo, ni lo que pasó hace años… nada, no quiero que acabe nunca. —Rodeó a Tatiana con el brazo—. Éste es un lugar fantástico, el crepúsculo sobre este desierto inmenso, dorado y lila, y el millón de luces que parpadean en la tierra fronteriza de mi padre y de mi madre. —Hablaba en tono sereno, en voz baja. Señaló un punto a lo lejos—. ¿Ves nuestro jardín de noventa y siete acres? —dijo en voz baja—. Nuestro propio Jardín de Verano, justo ahí, al lado de esas lilas rusas, donde nuestras lilas de Arizona, el ocotillo, la lavanda y el girasol del desierto, cubren el horizonte. ¿Lo ves?
—Lo veo.
Y también veía las caléndulas.
—¿Ves el Campo de Marte, donde caminé junto a mi novia vestida de blanco, con las sandalias rojas en la mano, cuando éramos niños?
—Lo veo muy bien.
—Pasamos todos nuestros días temiendo que fuese demasiado bueno para ser verdad, Tatiana —dijo Alexander—. Siempre temíamos que lo único que tuviésemos fuesen apenas cinco minutos prestados.
Tatiana le tomó la cara en sus manos.
—Eso es lo que tenemos todos, amor mío —comentó—. Y pasan volando.
—Sí —contestó él, mirándola a ella, al desierto, cubierto de coral y amarillo—. Pero qué cinco minutos han sido…
El libro de amor de Rebecca dedicado a sus abuelos ya está casi terminado, pero hay cosas que Rebecca no sabrá nunca, que no sabe y que no debe saber.
Tatiana está pensando en los canales Fontanka y Moika, en el puente del Palacio y en otros puentes, en remos y en sandalias, en escayolas y vestidos, en padres y hermanos, una hermana, una madre, un domingo de hace mucho tiempo.
—Mira, Tania, un vestido nuevo.
Papá sacó un paquete envuelto en papel marrón. Tatiana se animó un poco a pesar del brazo escayolado, que le picaba y le dolía.
Se le escapó un respingo y la joven se olvidó de su brazo, de sus problemas y del verano perdido. ¡El vestido! ¡Qué vestido…! Blanco, con rosas carmesíes bordadas aquí y allá. Llevaba tirantes de raso en lugar de mangas, y lazos de raso que se cruzaban en la espalda hasta llegar al vuelo de la falda. El vestido era suave y de buena hechura.
—¡Pero papá…!
—¡Pero papá! —dijo él, imitándola.
—Papá, ¿de dónde lo has sacado?
Tatiana manoseó el vestido de arriba abajo en busca de la etiqueta cosida a la costura. Fabriqué en France.
—¿Lo has comprado… en Francia? —exclamó Tatiana, sin respiración.
Sólo pensaba en la reina Margot y en su amado soldado de triste sino, La Môle, consumidos por la pasión en París.
—No —contestó el padre—. Lo compré en Polonia. Estaba en una ciudad muy pequeñita llamada Swietokrzyskie cuando vi que había un mercadillo dominical. Vendían unas cosas muy bonitas. Vi el vestido y pensé: «A mi Tania le gustará».
—¿Gustarme? Papá, ¡me encanta! Deja que me lo ponga y saldremos a dar un paseo.
—No te irás a poner un vestido así con un brazo roto… —le dijo Dasha.
Tatiana frunció el ceño.
—Pues si no me lo pongo con el brazo roto, ya me dirás cuándo…
—Pues cuando ya no tengas el brazo roto —contestó Dasha.
—Pero necesito ponérmelo para animarme un poco ahora, ¿verdad que sí, papá?
—Tienes razón. —El padre sonrió y asintió—. Dasha, eres una chica demasiado práctica. Deberías haber visto la ciudad en la que lo compré: la ciudad, el vestido, todo para la juventud, para el amor. Te pondrías ese vestido aunque no tuvieras piernas.
—Bueno, pues es perfecto para ella, porque no tiene brazo —refunfuñó Dasha.
—Póntelo, cielo —le dijo el padre a Tatiana—. Póntelo, tesoro. ¿Sabes lo que me dijeron en Polonia? Que tu nombre significa princesa de las hadas. Yo no lo sabía.
—Ni yo tampoco, papá. ¡Qué bonito! ¡Princesa de las hadas!
Empezó a dar vueltas sobre sí misma aferrando el vestido contra sí.
De modo que fue así como Tatiana, por primera vez en su vida, tuvo permiso para tomar prestadas las sandalias rojas de tiras cruzadas de su hermana, que le quedaban demasiado grandes. Se las ató alrededor de los tobillos, se puso el vestido nuevo y salieron de su piso comunal de Quinto Soviet y se fueron a dar un paseo. Lo hacía lo mejor posible, tropezándose de vez en cuando con los adoquines de Leningrado, con la melena dorada y recién cepillada ondeando al viento.
Era una buena forma de describirla: lo hacía lo mejor posible.
Compraron una cerveza y, con los sombreros en la cabeza, con sus zapatos de los domingos, fumando cigarrillos y charlando animadamente, respirando el polvoriento aire veraniego de Leningrado, los Metanov se dirigieron hacia el Castillo de los Ingenieros por el puente de granito de Fontanka y atravesaron las puertas posteriores del Jardín de Verano. Caminaron por los senderos y las fuentes del jardín, a la sombra de los frondosos olmos. Las parejas se abrazaban en los bancos entre las estatuas de mármol de héroes antiguos: cerca de Saturno devorando a sus hijos; cerca de la suerte infausta de Eros y Psique; cerca de Alejandro Magno, el comandante de comandantes de la Antigüedad.
Los Metanov pasaron por las puertas de hierro dorado del Jardín de Verano y se dirigieron a la orilla del Neva, frente a la Fortaleza de San Pedro y San Pablo, y recorrieron el camino serpenteante a lo largo de los parapetos de un río centelleante, más allá del Palacio de Invierno, más allá de la aguja dorada del Almirantazgo, hasta la plaza de la catedral de San Isaac, hasta la estatua del Jinete de Bronce.
Habían caminado mucho y estaban cansados. Caía la tarde, y las sombras ambarinas empezaban a alargarse. Tatiana seguía con el brazo roto, pero ése era el único vestigio que quedaba de una chica llamada Saika Kantorova. Todo lo demás había quedado relegado al olvido. Nadie de la familia volvió a mencionar jamás ese nombre, ni siquiera de pasada.
Era como si nunca hubiese existido.
Dasha caminaba con su brazo protector ligado al brazo bueno de Tatiana, y Pasha iba al otro lado, chocándose cada dos por tres con la escayola de su hermana, y la madre y el padre iban cogidos del brazo, hablando en tono íntimo, algo insólito. El padre le compró a Tatiana un helado de crème brûlée, crema de caramelo. Se sentaron en un banco y admiraron el tributo en granito a Pedro el Grande, el Jinete de Bronce, iluminado por la luz del Ártico, bañado en el sol septentrional que se refleja en la quietud del Neva.
—Papá, ¿dices que Santa Cruz, en Polonia, es una ciudad bonita? —preguntó Tatiana—. Pero no hay nada comparable a Leningrado en las noches de verano, ¿a que no?
—Nada —convino su padre—. Aquí es donde quiero morir.
—Estamos aquí, disfrutando de un día precioso, y tú vas y te pones a hablar de la muerte —exclamó la madre—. ¿Se puede saber qué te pasa?
—Es tan melancólico, tan ruso… —le susurró Pasha a Tatiana, que se moría de la risa—. Tú no te vas a volver así de sensiblera, ¿a que no?
—Lo intentaré, Pasha.
—Cuando estaba en Santa Cruz —explicó el padre— también era domingo, y por la tarde fui a dar un paseo al río Vístula, a las afueras de la ciudad. No era tan ancho como el Neva, pero era azul y tranquilo, y el puente que llevaba a la ciudad también era de color azul. Las parejas y las familias se paseaban por el puente con sombreros blancos, comiendo helado y sandía, y los niños se reían, y bajo el puente un joven remaba en la barca en compañía de su prometida.
—¿Lo ves, Tania? —dijo Pasha—. En algunas culturas es conveniente e incluso deseable que los hombres remen.
Ella le dio un codazo.
El padre siguió hablando.
—El hombre soltó los remos y los dos se quedaron meciéndose en la barca, simplemente. Ella llevaba un vestido blanco y un sombrero de ala ancha, y en la mano un ramo de lupinos blancos. El sol los iluminaba con su luz. Me detuve en el puente y estuve observándolos durante largo rato. —Lanzó un suspiro—. Me sentí feliz de estar vivo. Ojalá lo hubieses visto, milaya Tania.
—¿Y no te habría gustado que milaya yo también lo hubiese visto, papá? —preguntó Dasha.
—¿Y yo, Georg? ¿No te habría gustado que tu amada esposa lo hubiese visto a la vez que se comía un helado y llevaba un sombrero blanco? —dijo la madre.
En algún lugar, a lo lejos, se oyó la voz de un trovador cantando, derramando su voz de tenor por las aceras, reverberando en el cristal del río iridiscente.
Gori, gori, moya zvezda
Zvezda lyubvi privetnaya
Ti u menya odna zavetnaya
Drugoi ne budet nikogda…
Brilla, brilla, estrella mía,
estrella mía de amor, eternamente,
tú eres la única, la elegida,
no habrá otra para mí…
Apretujada entre su padre y Pasha, Tatiana, con catorce años, lamía el helado en el banco acompañada de su familia, frente al Jinete de Bronce, y veía con toda su alma, sentía con toda su alma el día blanco, las casas de estuco, el sombrero de ala ancha y el joven con remos en las manos y una sonrisa en el rostro, transportando en la barca a su amada del lupino blanco bajo el puente azul que conducía a una pequeña y sosegada ciudad de Polonia llamada Santa Cruz; veía con toda su alma, sentía con toda su alma la vida divina, el amor divino.
Tres
En el nuevo milenio, un domingo, Tatiana se sienta en un banco en el centro de Scottsdale, a la sombra de las palmeras, al estilo del Oeste, lleno de galerías de arte, inmaculado, universal, multicultural y a la vez profundamente norteamericano. Han ido de compras, han almorzado, han ido a una librería, a una tienda de antigüedades, a una tienda de cortinas, a una ferretería, a un videoclub. Son las tres o las tres y media de la tarde. Tatiana lleva un sombrero y va vestida toda de blanco para protegerse del sol, pero lo cierto es que adora el sol. Está sudando, jadeando, y le falta el aliento, pero no le importa. Se sienta en el banco pensando que si se queda allí un minuto más se va a achicharrar, como el azúcar quemado. No es la mejor hora para estar en la calle, hace demasiado calor, no hay otro olor más que el aroma del calor, pero eso a ella no le importa. Alexander, a quien el calor no le gusta tanto como a ella, se ha ido a comprar algo para beber.
Tatiana se sienta bajo las palmeras y se come su helado. Es verano, es junio, al día siguiente es su cumpleaños. Bajo el sombrero, entre dientes, tararea una vieja tonada rusa de hace muchísimo tiempo.
Pestañea y levanta la vista de su helado.
Al otro lado de la calle, Alexander sonríe.
Llega un autobús local con destino al centro de Phoenix, y al pasar le tapa a Tatiana. Alexander mueve la cabeza hacia uno y otro lado.
Aquél fue el momento en Leningrado, en una calle desierta, en el que su vida se hizo posible, en el que Alexander se hizo posible. Así, tal como estaba, allí, un joven oficial del Ejército Rojo ocioso, con todos sus días sin futuro y todos sus apetitos sin control ni freno, de patrulla el día que la guerra estalló para Rusia. Se quedó inmóvil con el fusil echado al hombro y posó sobre ella sus ojos impregnados de avidez; ella, que se comía su helado con fruición, radiante, rubia, esplendorosa, arrebatadora, cantando su canción. La miró, con toda su vida desconocida por delante, y he aquí lo que pensó:
«¿Cruzo la calle o no?».
¿Debía seguirla? ¿Debía subirse al autobús tras ella? Qué locura… Rodea el vehículo y le parece que está corriendo. Deja de correr. Camina despacio hacia el banco donde ella está sentada. Se planta delante de ella y ella levanta la vista para mirarlo detenidamente, y sigue levantándola, porque es altísimo.
El pelo de Tatiana es cada vez más blanco. Alexander pestañea y vuelve a ser rubio y largo de nuevo. Se le han borrado todas las arrugas del rostro. Los ojos verdes lanzan chispas, las pecas se multiplican, el dedo del pie de la sandalia roja se balancea hacia arriba y hacia abajo al compás de su pierna, y el tirante de su vestido blanco se le resbala del hombro. Sonriendo, dice:
—Tatiana, como siempre, se te está derritiendo el helado. —Alexander extiende la mano… y le limpia la comisura de los labios y le sube el tirante del vestido—. Hace un calor espantoso —protesta, sentándose en el banco. Luego abre su lata de Coca-Cola y se enciende un cigarrillo—. No me puedo creer que accediera… no, que eligiera venir a vivir aquí. Ahora mismo estaríamos en la bahía de Biscayne. —Niega con la cabeza y se encoge de hombros. Da una larga calada al cigarrillo y mira a Tatiana. Están sentados hombro con hombro—. ¿Y bien? ¿Estás maquinando alguna de tus respuestas ingeniosas para mí?
Tatiana se vuelve hacia él, lo mira y sonríe.
—¿Quieres saber cuál es el final feliz para un ruso? —dice—. Cuando el héroe, al término de su propia historia, descubre al fin la razón de su sufrimiento.
Alexander toma otro sorbo de su Coca-Cola y dice:
—Tus chistes son cada día más malos. —Le da un golpecito con la pierna extendida. Ella lo coge de la mano—. ¿Qué pasa?
—Nada, soldado —dice Tatiana.
Alexander piensa en veleros en mares lejanos, en el desierto de su remota infancia, en el fantasma de la fortuna, en la muchacha del banco. Cuando la vio, vio algo nuevo; lo vio porque quería verlo, porque quería cambiar su vida. Se apartó del bordillo de la acera y se alejó del precipicio.
«Cruza la calle, síguela, y ella dará sentido a tu vida, ella te salvará. Sí, sí, cruza».
—«Algún día nos encontraremos en Lvov, mi amor y yo…» —tararea Tatiana, comiéndose su helado, en nuestro Leningrado, en el junio perfumado de jazmín, cerca de Fontanka, del Neva, del Jardín de Verano, donde seremos jóvenes para siempre.
Fin