Capítulo 18

Cruce de caminos

La SDI

En marzo de 1985, Anthony tenía noticias demasiado importantes para comunicarlas por teléfono. Tatiana le preguntó si quería que preparara unos blinchiki y él no dijo que no. Volvió a casa el fin de semana, se aseguró de que Pasha no estuviera de guardia, de que su hermano Harry pudiese ir desde el Massachusetts Institute of Technology, MIT, en Boston, y por la noche, cuando todo estaba tranquilo y las luces difuminadas iluminaban la cocina blanca, cuando todos se hubieron reunido con sus tejanos y sus jerséis gastados, se sentaron alrededor de la isla de granito de la cocina, los cinco: Tatiana, Alexander, Anthony, Pasha y Harry. Janie se había ido al cabo San Lucas. Tatiana calentó sus blinchiki y sacó pan y aceite de oliva, vino y queso y tomates. Se sentaron en los taburetes altos y comieron, todos excepto ella, porque cuando sentía ansiedad no podía estarse quieta, así que empezó a pasearse arriba y abajo y a fingir que cuidaba de la tropa.

Una de las veces que pasó por su lado, Alexander la agarró del brazo, se inclinó hacia ella desde el taburete y dijo:

—Siéntate. ¿Es que no lo ves? Hasta que no te calmes, no nos va a contar qué es lo que pasa.

—De verdad, mamá —dijo Anthony—. No voy a volver a ir a la guerra otra vez. Por favor, siéntate. Tengo malas y buenas noticias.

Tatiana se sentó.

—Dame primero las malas —dijo.

Un sonriente Anthony le dio a ella y a Alexander un comunicado de la oficina del secretario de prensa de la Casa Blanca.

—Como ocurre muchas veces en la vida —dijo—, esta noticia es ambas cosas.

Ex capitán de las fuerzas especiales candidato del presidente Reagan a la presidencia del estado mayor conjunto

—¡Presidente del Estado Mayor Conjunto! —exclamaron Tatiana y Alexander al unísono. Se quedaron sin habla un momento. Tatiana permaneció con la boca abierta—. ¿Y cómo puede ser ésa una mala noticia?

Anthony sonrió.

—Sigue leyendo.

El general Anthony Alexander Barrington, oficial de carrera del ejército estadounidense, ha sido designado candidato por el presidente Ronald Reagan para dirigir el Estado Mayor Conjunto de las Fuerzas Armadas de Estados Unidos. Si se le confirma en el puesto, el General Barrington se convertirá en el presidente del Estado Mayor Conjunto más joven al servicio de un presidente de Estados Unidos.

El general Barrington ha desarrollado una larga e ilustre carrera en el ejército estadounidense. Graduado en West Point, prestó servicio durante cuatro extraordinarios años en Vietnam y fue hecho prisionero por los norvietnamitas en 1969, resultando gravemente herido y con la pérdida del brazo izquierdo. Sus heroicos actos en el transcurso de la operación de rescate le valieron la posterior medalla del Congreso y han contribuido a su ascenso fulgurante en el período sucesivo a la guerra de Vietnam.

Anthony Barrington fue ascendido a teniente coronel y fue comandante de Fort Bragg en Carolina del Norte; más tarde fue nombrado comandante de una división de montaña en Fort Drum, en el estado de Nueva York, y hace tres años fue trasladado al Pentágono, donde fue ascendido a General para dirigir el Mando de Operaciones Especiales de Estados Unidos. También ha sido presidente honorario del comité POW/MIA[5], al frente de numerosas iniciativas internacionales para localizar y devolver sanos y salvos a su país a los soldados desaparecidos de la coalición en el sudeste asiático.

Ronald Reagan, al anunciar su candidatura, dijo: «El general Barrington combatió por una noble causa por la que estuvo a punto de perder la vida. La guerra que libró en Vietnam no se ha perdido, no empezó en Vietnam ni ha acabado en Vietnam. La guerra continúa. Lo he dicho antes y vuelvo a repetirlo: a menos que tomemos las medidas necesarias, Estados Unidos se encontrará al borde del conflicto atómico. El general Barrington lo entiende. Se ha comprometido de lleno con la lucha por la libertad, y estoy orgulloso de contar con un hombre como él entre mis colaboradores. También aprecio y agradezco contar con su apoyo para una iniciativa de defensa estratégica que estoy seguro de que apuntalará nuestros intentos de traer la paz al mundo. Al igual que a mí, al general Barrington tampoco le parece que tener a la humanidad prisionera de la amenaza de una pesadilla nuclear sea una forma civilizada de vivir. No se me ocurre otro hombre más idóneo para ser el principal consejero militar de este presidente, del secretario de Defensa y del Consejo para la Seguridad Nacional».

Sacaron el champán y las copas de cristal. Tatiana sabía que Alexander guardaba el champán para su aniversario, pero abrió la botella con mucho gusto esa noche, y brindaron y bebieron y felicitaron al hijo y al hermano. Los sentimientos de Tatiana por Anthony no se veían afectados por cosas como el orgullo ante los logros de su hijo. No había logro posible capaz de sumar o restar en el átomo indivisible e irreducible de lo que había sentido desde el momento en que se había inclinado sobre el cuerpo de su marido herido en aquel hospital de Morozovo y le había dicho: «Shura, vamos a tener un hijo. En Estados Unidos». Anthony fue concebido entre las cenizas y bajo las estrellas, en un infausto suelo helado pero en la llama esperanzada de la pasión. Nada de lo que Anthony hiciera con su vida podía evitar que Tatiana siguiese pensando que no había nada que su hijo no pudiese hacer con su vida, pero al mirar al rostro de Alexander, Tatiana sonrió complacida, pues vio cómo una oleada de orgullo se apoderaba de él ante su primogénito.

Sin embargo, el propio Anthony no parecía estar tan entusiasmado con su futuro nombramiento, y dijo que sí, que por supuesto era un honor servir al presidente, y sí, era un logro mayúsculo en su carrera, y sí, las responsabilidades tendrían un peso descomunal… pero aun así, no estaba rebosante de entusiasmo. Con expresión inquieta, se sentó frente a la amplia isla de la cocina. Alexander y Tatiana se sentaron el uno frente al otro; Harry estaba al lado de su padre y Pasha al lado de Tatiana.

—¿Y cuál es la mala noticia, Ant? —preguntó Pasha.

Anthony lanzó un suspiro. Explicó que la semana siguiente tendrían lugar las sesiones a puerta cerrada de las Fuerzas Armadas. Temía que las sesiones supusieran graves problemas para él y arrojasen sombras de duda sobre su expediente y su posible nombramiento.

—No estáis prestando atención —dijo—. ¿Habéis leído el comunicado de prensa? ¿La parte en que el presidente elogia mi apoyo a la SDI? Sí, el sistema estratégico de defensa, oh, claro… —Carraspeó—. ¿No veis ahí un pequeño problema?

—¿No sabes lo que es la SDI? —preguntó Harry.

—Cierra el pico. —Anthony se aclaró la garganta—. Creo que la Iniciativa de Defensa en el Espacio, la SDI, es un montón de mierda.

Se echaron a reír aliviados y expresaron su sorpresa. Desde principios de los ochenta habían hablado largo y tendido sobre las fallidas conversaciones de desarme nuclear con los soviéticos, pero no habían hablado del escudo espacial.

—¿Veis cuál es mi problema? —dijo Anthony—. La prensa y muchos miembros del Congreso desprecian y critican la ridícula idea del presidente, mientras que éste se siente agradecido por mi apoyo, cuando en el fondo de mi corazón estoy de acuerdo con la gente que se burla de su plan. Menudo follón… ¿no os parece? —Sonrió—. Y en cuanto entre en esa sala, como papá bien sabe, me resultará muy difícil ocultar mis verdaderos sentimientos. Estoy firmemente de acuerdo con el presidente en todas sus demás iniciativas, pero me harán dos preguntas sua sponte sobre la SDI y sabrán que «de la abundancia del corazón habla la lengua», ¿verdad, papá?

—Anthony, niégate a responder cualquier pregunta sua sponte, eso es todo —dijo Alexander—. Pero ¿qué diablos te pasa? ¿Es que no sigues la actualidad de lo que ocurre con los soviéticos? ¿Es que no has leído ninguno de mis informes?

Alexander seguía trabajando al menos cinco días al mes en el servicio de inteligencia del ejército. La empresa de construcción funcionaba prácticamente sola, con capataces, contables, dos arquitectos y Tatiana, que se encargaba de supervisar la contabilidad, de modo que Alexander había podido dedicar buena parte de su tiempo al problema nuclear desde el tratado ABM de 1972.

—Pues claro que los he leído —respondió Anthony—, pero aun así no puedo evitar que toda esta historia de la SDI me suene a chiste.

Harry estaba meneando de lado a lado su pelirroja cabeza.

—Anthony, Anthony, Anthony…

—Harry, te lo digo en serio —advirtió a su hermano—: ahora no es el mejor momento para que me cuentes tus estrafalarias teorías sobre aceleradores de partículas y motores rotativos de curvatura cero. En los próximos siete días, necesito saber si puedo o debo ocultar mi verdadera opinión respecto a este asunto.

—Anthony —dijo Harry—, no se trata sólo de motores rotativos. Si los conocieses, no tendrías que ocultar nada. Así que si no quieres el trabajo, dale las gracias al presidente y rechaza el trabajo.

—¡Pero es que se trata precisamente de eso! ¡Sí quiero el trabajo! —exclamó Anthony—. ¿Presidente del Estado Mayor Conjunto? Claro que quiero el puto trabajo… Perdona, mamá. Es sólo que no quiero defender su estúpida guerra de las galaxias. ¿El desarme nuclear? Por supuesto. ¿La reducción de armas convencionales? Sí, sin duda. ¿Contener a los soviéticos allí donde tengan algún reducto de poder? Adelante, soy vuestro hombre. Pero ¿la guerra de las galaxias? No, gracias.

—Anthony —dijo Tatiana—, la próxima vez que vuelvas a arder en deseos de estar de acuerdo con los periodistas, date una vuelta por Vietnam.

—Sí, mamá, tienes razón —repuso Anthony—, Vietnam es un ejemplo muy clarificador. Desequilibrado e irreconciliable con el universo. —Sonrió—. Pero ése es exactamente el problema que tengo con la guerra de las galaxias. Deberíamos estar abordando lo de Vietnam, lo de El Salvador, Nicaragua, Angola… y no jugando con armas de rayos láser en el espacio. No puedo ocultar mi escepticismo. El presidente retirará mi candidatura en cuanto se percate de que soy un fraude, y seré una deshonra para mí mismo y mi familia.

—Estás siendo demasiado duro contigo mismo —intervino Pasha, siempre conciliador.

—Y tú nunca eres suficientemente duro contigo mismo, Pasha —le soltó Harry, nunca conciliador—. Y tú sí que serás una deshonra para tu familia si no aceptas la posibilidad de un arma nuclear disuasoria que no implique la creación de nuevos ICBM y submarinos nucleares por parte de los soviéticos.

—Ant —dijo Pasha—, por esta vez y sin que sirva de precedente, yo escucharía a Harry. Es de lo único que entiende.

—Pasha, muchas gracias por tu voto de confianza —dijo Harry—, pero hay que diseñar un sistema de defensa…

Tatiana y Alexander siguieron casi toda la conversación sin hablar. Mientras sus hijos discutían, ellos escuchaban, bebiéndose tranquilamente el champán y mirándose el uno al otro. Alexander apuró la botella llenando la copa de su mujer y se levantó de la isla de la cocina.

—¿Adónde vas, papá? —dijo Anthony—. Todavía no hemos acabado, ni mucho menos.

—Como si no lo supiera… —repuso Alexander, pero se fue de todos modos.

Tatiana se dirigió a su hijo mayor.

—Anthony, ¿quieres saber lo que opina tu padre de tu candidatura al puesto? Se ha ido a buscar otra botella de champán, lo cual significa que cree en ello. Bueno, ¿quieres fumar? Puedes fumar en la cocina, no me importa. He encendido el extractor.

Anthony se encendió un cigarrillo, complacido. Se las arreglaba perfectamente con un solo brazo, incluso para encenderse los cigarrillos.

—¿Por qué estáis tú y papá tan callados? ¿Es que no estáis de acuerdo conmigo?

Al principio, Tatiana no dijo nada.

—Espera a que vuelva tu padre —le dijo con dulzura—. Él te lo explicará.

Permanecieron en silencio hasta que Alexander regresó, destapó el corcho de la botella y sirvió a todos una copa del mejor champán del mundo. Alzaron sus copas y Alexander dijo:

—Anthony, este brindis es por ti. Todos los caminos escogidos en nuestra vida, tanto los de tu madre, los tuyos y los míos, te han conducido hasta donde estás ahora. Quiero que te estés muy quieto, erguido, y que digas sin la menor vacilación: «Gracias, señor presidente. Será para mí un honor y un privilegio servirle». Y así brindaremos por tu buen juicio, ese que ahora mismo parece brillar por su ausencia.

Anthony dejó la copa intacta en la mesa.

—¿Mi buen juicio brilla por su ausencia? —exclamó, indignado.

—Sí, ya lo creo —dijo Alexander, un poco menos brusco pero igual de franco. Se bebió la copa de un trago—. Con respecto a esto, sí.

—¡Papá! ¡Llevo tres años trabajando con el presidente la ratificación del SALT II!

—Bien, pues entonces no has prestado atención a lo que ha pasado con el SALT II los últimos seis meses —dijo Alexander con calma.

—No lo dirás en serio… —repuso Anthony, bajando ligeramente el tono de voz.

—No los has seguido. Ha habido veinte conversaciones sobre desarme nuclear con la Unión Soviética desde 1946… ¡Veinte, Anthony! Y todas, absolutamente todas, las interrumpió la Unión Soviética, que se negaba a hacer una sola concesión, ni una sola e insignificante reducción en su arsenal nuclear. ¡Lo único que acordamos en el tan alabado ABM es que no fabricaríamos más misiles defensivos para proteger nuestra costa Este de sus malditos misiles ofensivos!

—Eso es verdad, pero gracias a nuestro esfuerzo, el SALT II tiene muchísimas probabilidades de ser aprobado —dijo Anthony.

—Sí, aunque firmarlo no significa una reducción de armamento —intervino Harry—. Pero da igual. Unas de las razones por las que el SALT II tiene muchas posibilidades de ser firmado es porque este presidente ha aprobado el despliegue de los misiles MX y la instalación de los Pershing en Europa para traer a la Unión Soviética a la mesa de negociaciones diciéndole en términos inequívocos que, con él, su arsenal de armas no iba a volar por los aires. Cuatro guerras en este siglo era lo máximo que este presidente estaba dispuesto a permitir.

—Los MX y los Pershing fueron útiles, Harry —apuntó Alexander—. Trajeron a los soviéticos a la mesa de negociaciones, pero la SDI es lo que los obliga a hacer piruetas encima de la mesa.

—Ah, ¿sí? ¿Se puede saber qué tiene que ver la SDI con el SALT? —exclamó Anthony, haciendo un gran esfuerzo por contener el tono de voz.

—¡A eso es a lo que me refiero con lo de que no entiendes lo más importante! —replicó Alexander, sin contenerse en absoluto. Dejó las gafas encima de la mesa y se volvió a mirar a su hijo—. ¿Es que no lo ves? ¡La SDI lo es todo! Y no se trata de lo que piense Harry sobre ella ni de lo que tú o tus amigos los periodistas penséis de ella; ni siquiera de lo que piense el mismísimo presidente. Aquí sólo se trata de una cosa: ¿qué piensan los rusos de la SDI?

—¿Y a quién coño le importa? Perdona mi lenguaje, mamá. —Anthony se disculpó a medias, aunque a Tatiana no le hacían falta sus disculpas después de haber convivido con un soldado cuarenta y cuatro años de su vida.

—Anthony —intervino Tatiana en tono amigable, y Anthony inspiró hondo, bebió un sorbo de su copa y, meneando la cabeza con frustración, se volvió hacia su madre—, no te pongas a la defensiva. No estás escuchando a tu padre. Está diciendo que no importa que tú creas que la SDI no va a servir para nada… No, Harry, déjame terminar —dijo, volviéndose hacia su otro hijo, que ya estaba abriendo la boca para protestar—. Ya sé que tú sí crees que puede servir, pero lo único que digo es que para los propósitos de Anthony, no importa que pueda funcionar. Lo único que importa —siguió diciendo Tatiana— es si los rusos piensan que puede llegar a funcionar. —Miró a Alexander—. Shura, dime, ¿creen los rusos que puede funcionar?

—¡Joder, claro que lo creen! —exclamó Alexander, dando un manotazo encima de la superficie de la isla—. Los rusos se han acojonado tantísimo, que sería para morirse de risa si no fuese tan chocante. Anthony, la Unión Soviética se ha plegado a secundar a Estados Unidos con respecto al SALT II. Sólo en las conversaciones preliminares ya han accedido a desmantelar buena parte de su armamento nuclear, requisito al que, como sabes, hace cuarenta años que no accedían. ¡Han acordado retirar sus ICBM de Europa! Joder, eso sí que es asombroso —dijo Alexander, sin disculparse ante nadie por su lenguaje—. Han accedido a casi todas nuestras demandas con respecto a la reducción de su armamento nuclear. ¿Y sabes lo que quieren a cambio? —Alexander hizo una pausa y miró fijamente a su hijo—. Lo único que quieren a cambio es que no sigamos adelante con la SDI. —Alexander se echó a reír—. ¿Qué te parece? Bueno, no se me ocurre ninguna razón más poderosa que ésa para apoyar algo, la verdad.

Tatiana también se echó a reír.

—Sí, papá —intervino Harry—, sólo quiero añadir una cosa…

—Sí, hijo, ya lo sé, ya lo sé —dijo Alexander, rodeando a su hijo con un afectuoso abrazo paternal—. Nuestro físico nuclear residente cree que funcionará. Eso es estupendo, aunque no importa. Los rusos creen que funcionará, y eso es lo único que importa.

Anthony permaneció en silencio. Siguió fumando y apuró su copa. Alexander le sirvió otra. Miró a Pasha y luego a Harry, que le murmuró: «Funcionará». Acto seguido, puso los ojos en blanco y dijo con voz reflexiva:

—Hay algo aquí que no entiendo. —Miró a Alexander—. Dime una cosa; la SDI está diseñada para ser un sistema defensivo, sí, pero he aquí la parte que no entiendo: ¿cómo se supone que el desarrollo de nuestro sistema de defensa nuclear va a provocar el desarme nuclear de los rusos? Vamos a ver, ¿cómo va la SDI a animar a los rusos a desarmarse? Yo diría que tendría que ser justo lo contrario, ¿no? Diseñarán armamento nuevo capaz de penetrar en el escudo, ¿no crees?

Alexander permaneció muy callado. Tatiana permaneció muy callada. Sólo se miraban el uno al otro. Al final, fue Tatiana quien habló:

—No. Sólo intentarán crear su propia SDI, Anthony.

—¿Cómo dices?

—Hijo mío —intervino Alexander—, ¿sabes por qué los rusos están tan desesperados? Porque piensan que no estamos construyendo un sistema de defensa sino un sistema ofensivo, que nos escondemos detrás de términos como desarme, SALT, tratados y acuerdos, igual que ellos se esconden detrás de sus fábricas civiles de acero a la vez que utilizan esas fábricas para producir cien mil tanques con los que invadir Afganistán. Creen que nos vamos a esconder tras el escudo de la SDI y que los vamos a devolver a la Edad de Piedra a base de bombas nucleares en cuanto el sistema esté operativo. Por eso quieren que dejemos de trabajar en él. Si no creyeran que puede llegar a funcionar, no les importaría cuánto dinero invertimos en el proyecto. Sin embargo, perciben nuestra inminente superioridad en los sistemas de armas nucleares, y su orgullo y su instinto de supervivencia no pueden permitir esa superioridad, sencillamente. Como al final de la Segunda Guerra Mundial, cuando mataron a un millón más de sus propios hombres para poder llegar a las fábricas de uranio enriquecido de los alrededores de Berlín días antes de que llegasen los norteamericanos, y luego se dedicaron en cuerpo y alma a un espionaje frenético para poder desarrollar su programa nuclear. —Alexander miró a Anthony entrecerrando los ojos—. Y sabes que yo sé algo de eso, tras haber estado al frente de ese millón de hombres, empujando a mi batallón disciplinario hacia Alemania. —Alexander sirvió a todos los demás el resto del champán—. Los rusos le han pedido a nuestro presidente que detenga el proyecto, y él ha dicho que no. La SDI continuará. Presas del pánico, los rusos están ahora mismo tratando de agotar todos sus recursos para poder crear su propia SDI —hablaba despacio y con calma. Tatiana sabía que quería que Anthony entendiese perfectamente lo que estaba diciendo—. Pero ¿cómo crees que los rusos van a gestionar esto? ¿Dónde van a encontrar el dinero para la SDI?

—¿Dónde van a encontrar el dinero para la SDI? —repitió Anthony con incredulidad.

—Sí, pregunta a tu madre, la experta en matemáticas, Anthony. ¿Cuál es su opinión? Nos gustaría saberla. —Alexander sonrió a Tatiana—. Díselo a tu hijo, Tatia: para alcanzar una supuesta paridad nuclear ofensiva con Estados Unidos, ¿serían capaces los rusos de llevar a su país a la bancarrota, o harán lo más prudente y no tratarán de llevar a la práctica proyectos científicos descabellados, sino que creerán a nuestro presidente (que ha prometido que una vez que desarrolle la tecnología la compartirá) y desarmarán sus cabezas nucleares y salvarán a su país?

Tatiana sonrió y no dijo nada.

—Tu padre sólo está presentando todos los ángulos, Anthony, todas las acciones, reacciones, pesos, contrapesos, medidas, contramedidas, puntos y contrapuntos. Está equilibrando los platos de la balanza para ti, pero lo que hagas depende por completo de ti.

Anthony lanzó un gemido, su padre se echó a reír y sus hermanos también se echaron a reír.

—Tatiana —dijo Alexander—, no te andes con remilgos. No le digas que la decisión es suya. Responde a mi pregunta y ayuda a tu hijo.

—Creo, y podría equivocarme —dijo Tatiana mientras apoyaba las manos en la superficie de granito del mueble que su marido construyó para ella, para que pudieran sentarse alrededor a discutir de las cosas grandes y pequeñas de la existencia, como en aquella ocasión—, que los rusos llevarán a su país a la bancarrota para poder construir su SDI particular.

Sin dar crédito a lo que estaba oyendo, Anthony sacudía la cabeza de lado a lado. Estuvo un minuto o dos sin decir absolutamente nada.

—Escucha, eres mi madre —dijo al fin—, y perdóname si me muestro escéptico… pero no puedes decirme que la Unión Soviética, uno de los países industrializados con mayores recursos, no va a tener dinero para realizar un poco de investigación y desarrollo. Tienen muchísimo dinero, y si esto es importante para ellos, conseguirán reunir el dinero, igual que lo reunieron para fabricar la bomba atómica en tiempos de papá. Entonces no cayeron en la bancarrota. Sólo harán lo que tengan que hacer; siempre lo han hecho y siempre lo harán. Volverán a reorganizar sus prioridades, diversificarán los recursos, como hacen todos los países, incluido el nuestro, a fin de conseguir sus objetivos.

—Anthony, hijo, harán todo eso y más. —Tatiana miró a Alexander—. Pero ¿sabes? Perestroika, glasnost, solidarnost… todo eso cuesta dinero, y no digo que no tengan el dinero. —Tatiana hizo una pausa—. Lo que digo es que les va a costar un gran esfuerzo reunirlo. —Volvió a hacer otra pausa y añadió—: Desde luego, tendrán que diversificar sus recursos.

El propio Anthony se quedó muy callado.

—¿Qué me estáis diciendo? —dijo al fin—. Para que quede claro. ¿Me estáis diciendo que me juegue mi carrera y mi reputación basándome en el convencimiento de que los rusos van a desmantelar su propio país para desarrollar su SDI? —Miró a su madre, atónito.

—Sólo te lo estamos exponiendo, Ant —dijo Tatiana.

Anthony, exasperado con su madre, se dirigió a su padre.

—Papá, voy a ser el principal asesor del presidente de Estados Unidos en materia militar. Va a necesitar de mí que esté completamente convencido si voy a aconsejarle desarrollar la SDI sin mayor dilación. Ya sabes lo que opino al respecto. ¿Crees que es viable para los rusos tratar de crear su propio sistema de defensa? Y si lo es, ¿tiene razón mamá? ¿Importará acaso a largo plazo?

—Ésas son unas muy buenas preguntas, hijo mío —le dijo Alexander—. Trataré de ser más directo que tu madre. Ha estado mareando la perdiz demasiado tiempo. Tania, tienes que aprender a ser más directa con tus hijos y tu marido para que te entendamos. —Sonrió a su esposa y volvió a dirigirse a su hijo—. Vamos a ver, sí, creo que los rusos tratarán de llevar a la práctica ese descabellado sistema de defensa. ¡Harry, por favor! —exclamó—. Lo que quiero decir es ese sólido, útil y fabuloso sistema. ¿Es viable para ellos? ¿Viable? Eso no lo sé. Seguramente no. Ya han apurado al máximo con la guerra de Afganistán, en la que llevan combatiendo inútilmente seis años. No sólo han apurado al máximo, sino que han pedido dinero prestado al Banco Mundial para financiarse su pequeña guerra. Deben más dinero al Banco Mundial que otros 172 países… y eso que sólo hay 175 países… —Todos se echaron a reír—. Además de la guerra de Afganistán —prosiguió alegremente Alexander, tomando un sorbo de champán y encendiéndose un cigarrillo—, están subsidiando muy generosamente a todos sus satélites orientales: Alemania del Este, Polonia, Checoslovaquia, Hungría, Bulgaria… Y además, están financiando un ejército activo de un millón de hombres a lo largo y ancho de Europa Oriental. Están pagando el muro checo y a sus guardias, están pagando el muro de Berlín y a sus guardias. Están pagando a los guardias que vigilan la celda de Lech Walesa, a los guardias para mantener a los polacos alejados de las iglesias. ¿Es viable para ellos redistribuir sus recursos y dejar de financiar todo eso, Ant? ¿Dejar de financiar el muro de Berlín para financiar la SDI? —Alexander se encogió de hombros y sonrió—. Puede que sí, puede que sea de ahí de donde deben redistribuir sus recursos. Si no pueden defenderlo, el muro se viene abajo, Walesa queda libre y los católicos irán a misa en Cracovia. A los rusos les cuesta Dios y ayuda mantener a Cristo alejado de los polacos comunistas. —Se rio de su propio juego de palabras—. Pero también financian cada nueva rebelión que surge en África y Sudamérica, y dan subsidios a Cuba y a Vietnam. Y apoyan las insurgencias de Angola, Etiopía, Nicaragua, El Salvador, Granada… Sembrar el caos en todo el mundo no resulta barato, ¿sabes? —Alexander miró a Tatiana con los ojos empañados, recordando acaso el caos en un universo donde todo era uno, donde todo iba bien, todo era armonía, y luego siguió hablando—. En 1979, los soviéticos financiaron la invasión vietnamita de Camboya y los ayudaron a repeler la invasión china. El mismo año se prepararon para invadir Afganistán. Siguen financiando y armando al ejército vietnamita, uno de los mayores del mundo. ¿Por qué lo hacen? ¿Y para qué necesita Vietnam un ejército como ése todavía? Laos, Camboya, Vietnam… son todos uno. —En ese momento sonrió a Tatiana—. La Unión Soviética no produce nada de valor, salvo oro y petróleo, y con la máquina del Gulag en pleno proceso de desmantelamiento, la mano de obra, por barata que sea, ya no sale gratis. Los presos criminales por sí solos no bastan para apuntalar la economía planificada del Estado soviético. Así que, Anthony Barrington, hijo mío, tu tercera pregunta es: a pesar de que ya tienen invertido hasta el último rublo en todos los frentes que tienen abiertos, ¿quieres saber si creo que los rusos se van a gastar cientos de millones de rublos que no tienen en la cosa más estúpida de la que hayas oído hablar en tu vida? —Alexander se echó a reír—. Pues claro, digo yo. ¡Tienen que hacerlo!