Reyes y héroes
El cielo
Resultó que el cielo era muy ruidoso. Estaba lleno de repiqueteos, de fragor, de estruendo, de estridencia. Todo ello aderezado por un pitido insoportable y persistente junto a su oído. Y cada vez que oía el pitido, el punzón de hielo se clavaba aún más hondo en su corazón. En el cielo reinaba un desagradable olor a medicamentos. ¿Acaso era formaldehído, para sustituir la sangre que había perdido en las venas y conservarlo como espécimen orgánico? ¿Era acaso sangre vieja y putrefacta? ¿Otros fluidos corporales? ¿Era lejía para disimularlo todo? Fuera lo que fuese, era un olor acre y nauseabundo. Siempre se había imaginado el cielo como la aldea de Luga de Tania, donde en la serenidad del alba, al día siguiente, alguien le acariciaría la cabeza mientras él trenzaba el pelo de Tatiana, quien se sentaba entre sus piernas y murmuraba chistes con su voz de arpa. Eso era el cielo para él. Tal vez un poco de comida delante, blinchiki o plátanos al ron. Puede que un aroma favorito o dos, a agua de mar, a nicotina… ¡Ah, sí! Nicotina. Sentado, fumando y contemplando el mar, oyendo el romper de las olas, mientras a sus espaldas, en la casa, el pan caliente subía en el horno. Eso sí que era el cielo. Y luego, puede que otras cosas también, con raíces en lo carnal y pese a ello, elevadas al sublime estado de lo celestial. Eros y Venus todo en uno.
Sin embargo, allí, en aquel cielo, no sólo no había nada de aquello sino que saltaba a la vista que las cosas que había se asemejaban más a una montaña del purgatorio que a una pradera de serenidad. Se oía una cacofonía por todas partes, además de ruidos que le crispaban los nervios: portazos, ventanas que chirriaban, pasos apresurados… Ruidos de cosas que eran arrastradas y que rayaban el suelo de linóleo, de cuñas metálicas que se caían al suelo, de líquidos que se derramaban, de palabras gruesas que lo aderezaban todo, procedentes de gargantas cargadas de irritación y frustración. «¡Mierda! ¿Es que no puedes ver por dónde vas, aunque sólo sea por una vez? ¡Cuántas veces tengo que decírtelo! ¡Mira lo que has hecho! ¿Quién cojones va a limpiar toda esa mierda?». Murciélagos que volaban, chillaban y agitaban las alas.
No podía mover el cuerpo. No podía percibir los sabores. No podía abrir los ojos. Sólo podía oler y oír, y su olfato y su oído le decían que no estaba en los Campos Elíseos. ¿Qué le había pasado? Condenado para el resto de la eternidad a oír a sus vergonzantes compañeros de suplicio discutir por las cuñas de los orines. ¿Era así como lo iban a enterrar, entre reyes y héroes?
—¡Está en coma, le digo! Ya sé que no le gusta lo que le digo y lo siento mucho, pero ¡está en coma! Un estado de inconsciencia profundo y prolongado, similar a la muerte cerebral; un persistente estado vegetativo muy frecuente tras una herida grave como ésta, unida a la hipoxia. ¡En coma! Hacemos todo lo que podemos por él, para que esté cómodo. No sé quién se cree que es usted para decirme que no estamos haciendo lo suficiente.
—¿Lo suficiente? ¡No están haciendo nada! —gritó una voz.
«Ah».
Aquella voz era una voz airada, potente, turbada, pero no era estridente ni cacofónica.
—En primer lugar, no está en coma. Eso ante todo. A lo mejor para usted es más fácil abusar de sus privilegios profesionales mientras finge que se trata de un caso irreversible, pero le digo que no sabe usted con quién está tratando.
—¡Está en coma! Lleva en Saigón una semana bajo mi supervisión. Usted sólo lleva aquí cinco segundos. He visto a millares como él. Hace treinta años que soy enfermera; sus pulsaciones nunca han superado las cuarenta y tiene la presión sanguínea por los suelos.
—Conque tiene las pulsaciones a cuarenta, ¿eh? ¿Ha mirado alguna vez al paciente? ¿Le ha dirigido la mirada aunque sólo sea una vez en todo el día, o en los últimos siete días, ha echado un vistazo al paciente? ¿Las pulsaciones a cuarenta, dice?
Alexander notó cómo una mano pequeña y cálida le tomaba el pulso sujetándolo de la muñeca y luego volvía a dejar su mano en la cama.
—¿Cuándo fue la última vez que lo tocó? Ahora mismo su pulso está en sesenta y dos. Y sin que me haga falta siquiera colocarle el tensiómetro, sólo de verle la piel ya sé que no tiene la tensión a 60/40 como usted ha anotado aquí tan convenientemente, ¡sino a 70/55! Ése no es un paciente comatoso. ¿Ha ido usted a la escuela de enfermería siquiera?
—¡Tengo otros cincuenta hombres de los que ocuparme, no sólo de él! Lo hago lo mejor que puedo. ¿Quién se cree que soy? ¿Quién se cree que es usted?
—No me importa quién sea usted, y usted no quiere saber quién soy yo, se lo aseguro. Lo que importa es que este hombre es comandante del Ejército de Estados Unidos y que está herido de gravedad, y que su obligación es cuidar de él para que logre sobrevivir… ¡Y usted se queda ahí delante mirándome con esa cara de circunstancias y esos ojos insolentes diciéndome que tiene que ir a limpiar el cuarto de baño del segundo piso mientras un ser humano yace en su cama sin que le hagan el drenaje de los pulmones que necesita y con una venda alrededor del tórax que al menos hace doce horas que no le cambia nadie!
—¡Eso no es verdad! ¡No es verdad! ¡La cambiamos cada cuatro horas, cuando le practicamos el drenaje!
—¡Y una mierda! Escuche su respiración: ¿suena ese pulmón como un pulmón recién drenado? ¡Si no puede exhalar! ¿Dónde está el catéter de descompresión? Y en cuanto al vendaje del pecho… No tengo ni que acercarme a oler esa venda para saber que hace doce horas que no la han cambiado ni irrigado. ¡No tengo ni que acercarme para ver que el goteo que le transfunde fluidos en el organismo, fluidos sin los que no puede sobrevivir, se le ha salido de la vena y ahora tiene el brazo del triple de su tamaño normal! ¿Qué pasa, es que no lo ve? —Fue levantando la voz hasta que se convirtió en la voz más potente y sonora de todo el purgatorio—. ¡Deje esas cuñas, enfermera, le tapan la visión! ¡Déjelas y eche un vistazo a su paciente! ¡Huela a su paciente! Tiene una herida de diez centímetros en la pierna que ahora se le ha infectado sólo porque nadie le ha cambiado la venda, y la penicilina que le suministra para tratarlo le está entrando por goteo en la cavidad abierta del brazo en lugar de hacerlo por las venas… ¿Y me dice que se ocupa usted de él? ¿Que lo hace lo mejor que puede? ¡Un hombre sano acabaría en un maldito coma bajo sus cuidados! ¿Dónde está el médico? Quiero verlo enseguida.
—Pero…
—No hay pero que valga, y no quiero volverla a oír, ni una sola palabra más, aunque yo sí le diré algo más: me voy a encargar personalmente de que la echen, aunque sea lo último que haga. No tiene usted preparación para lavar las cuñas de este hospital, conque mucho menos para cuidar de los soldados heridos. Y ahora vaya a buscarme a un médico. Este hombre no se va a quedar bajo lo que usted llama su «supervisión» ni un solo minuto más. ¡Ni un solo segundo más! El NVA se ocuparía mejor de él que usted. ¡Y ahora, largo! ¡Largo, he dicho!
Alguien le estaba levantando el brazo, le estaban quitando la bata, y acto seguido, una aguja fina y larga le atravesó con suavidad y sin dolor el espacio pleural que le rodeaba los pulmones. «Chsss… Amor mío, chsss… Estás bien, te pondrás bien… Ahora, respira. Todo va a salir bien».
«Ah…», pensó Alexander, con la respiración ya más calmada, con el cuerpo completamente relajado, la mente despejada, las manos, los dedos, el corazón reconfortado… con los ojos aún cerrados, y a pesar de que no tenía nicotina, de que no había mar, de que no era Luga ni había blinchiki, ni pan, ni silencio, ni armonía, y que seguía oyendo ruidos estridentes y desagradables, y sin embargo…
El cielo.
No había ruidos, olores, sabores, sensaciones táctiles, pero finalmente creyó haber recobrado la vista, porque abrió los ojos y delante de él, en una silla, se encontraba Tatiana. Estaba tan pálida que parecía que sus pecas se habían esfumado. No llevaba brillo de labios ni maquillaje, y tenía el pelo recogido hacia atrás. Sus labios eran de un rosa opaco, sus ojos del color de la salvia, gris verdoso. Tenía las manos inertes sobre el regazo. Estaba sentada en silencio y sin decir nada. Sin embargo, Alexander sólo sabía una cosa: la última vez que había abierto los ojos, había visto a Tatiana, y la primera vez que abría los ojos en sabe Dios cuánto tiempo, veía a Tatiana. Estaba sentada a su lado y lo miraba con dulzura. A su alrededor, en lo que parecía una habitación de hospital, vio lilas y verbenas en macetas junto a la ventana. En la mesa de la esquina había un pequeño árbol de Navidad, decorado y con su guirnalda de luces parpadeantes y todo. Y a su lado, en la mesilla, apoyado en un pequeño caballete, había un cuadro muy vívido, no de lilas y verbenas, sino de lilas en primavera, como las que solían crecer en el Campo de Marte frente a los barracones de su guarnición en Leningrado.
Alexander no movió ninguna parte de su cuerpo, no movió la cabeza ni la boca. Intentó mover las yemas de los dedos, los dedos de los pies, la lengua. Algo lento, para saber que seguía aún vivo. Sólo una pequeña señal antes de abrir la boca.
Tenía miedo de moverse porque Tatiana no se movía. Se limitaba a observarlo, sin pestañear siquiera. Entonces se le ocurrió pensar que tal vez en realidad no había llegado a abrir los ojos, que tal vez estaba soñando y seguía con los ojos cerrados. No podía tenerlos abiertos porque Tatiana no mostraba ninguna reacción. Cerró los ojos, y en el instante en que los cerró:
—¡Mamá, mira, papá ha parpadeado!
Abrió los ojos de golpe.
Pasha estaba de pie delante de él, escrutándolo con expresión sombría. Se inclinó y besó la mejilla de Alexander.
—¿Papá? ¿Estás parpadeando?
Una cabeza pelirroja empujó con fuerza y se abrió paso delante de Pasha. Era Harry, con sus ojos verde transparente. A Harry le habían salido más pecas. Se inclinó y lo besó en la boca, en la nariz, en la mejilla…
—Mamá, tienes que volver a afeitarlo, le está saliendo barba. Pero hoy no está tan pálido, ¿no crees?
Otro leve gruñido, otro empujón, otra pequeña cabeza que se abría paso, pero ésta más cerca del suelo, no encima de él sino saltando para verlo mejor, una cabeza rubia y redonda con ojos castaños que decía:
—Papá, mira, me he cortado el pelo para parecerme a ti y a los chicos. A mamá no le gusta, pero ¿y a ti, papi?
Entonces Alexander se movió. Movió las puntas de los dedos, la mano y el brazo, y lo levantó y tocó las tres cabezas que tenía delante. Las palpó con la palma de la mano, les tocó los ojos, la nariz y el pelo, como un oso. Ellos permanecieron inmóviles, con las cabezas ladeadas hacia su mano. Eran unas cabezas cálidas. Limpias. Harry tenía un par de puntos en la mejilla, Pasha llevaba gafas y Janie se había cortado el pelo al rape de verdad. Saltaba a la vista que pasaba demasiado tiempo con sus hermanos, y llevaba un moretón en la sien que lo demostraba.
Alexander abrió la boca, se llevó la lengua al velo del paladar, se aclaró la garganta, se llenó de aire los pulmones (¿o acaso era un solo pulmón? ¿Habría acabado con un solo pulmón como el maldito Ouspenski?), y dijo:
—¿Anthony?
—Estoy aquí, papá.
La voz procedía de su izquierda.
Alexander volvió la cabeza. Anthony, vestido con unos vaqueros y un suéter oscuro, con la cara limpia y afeitada, a salvo y sin magulladuras de ninguna clase, estaba sentado en la silla del otro lado. Alexander parpadeó de alivio y, por una fracción de segundo, pensó: «Por favor, Dios, a lo mejor ha sido todo un sueño, a lo mejor no ha sucedido nada de todo esto. Uno de nuestros sueños, de los que nos han perseguido a Anthony y a mí durante toda nuestra vida, sueños de fugas, grutas y bosques incendiados. Éste ha sido uno más, y ha sido verdaderamente espantoso, pero ahora he abierto los ojos y a lo mejor todo ha pasado y Anthony está bien».
Pero el momento pasó, y el millar de decisiones, el millar de momentos y actos y pasos y hojas desfiló ante sus ojos, empezando por la vida de su padre, con la vida de su madre, con el viaje en tren a través de los Alpes desde París hasta Moscú en diciembre de 1930, con el dinero de su madre bien escondido entre el equipaje de ésta, escondido de Harold, a quien amaba con toda su alma, en quien creía ciegamente, pero aun así… sus diez mil dólares norteamericanos viajaban con ella en secreto, por si acaso, para su único hijo, para su único Alexander, a quien tanto amaba y en quien tantas esperanzas tenía depositadas. Un viaje en tren de París a Moscú, y ahora cuarenta años después, el perfecto hijo de Alexander estaba sentado en una silla, y le faltaba un brazo.
Con los ojos anegados en sentimientos muy vivos, Alexander volvió rápidamente la cabeza porque no podía soportar mirar a Anthony, cuyos ojos también estaban anegados en sentimientos muy vivos.
—Tania —susurró Alexander—. ¿Dónde estás, Tania?
Habían apartado a los niños de la cama, y a pesar de que seguían intentando asomar las cabecitas, los llevaron a los pies del enfermo sin contemplaciones y ahora, delante de él, a la orilla de la cama y a la altura de las costillas, vio que se sentaba Tatiana. Alexander levantó la mano y la apoyó en el regazo de ella. Palpó la tela de su falda, que era muy suave, de algodón o de cachemira. También sintió los muslos debajo de la falda, ah… qué densidad. Avanzó con la palma de la mano por el suéter, que también era de cachemira, y le tanteó los pechos… ah, qué turgencia; y siguió avanzando hasta llegar a la garganta y a la cara. Sí, era Tatiana, no su espectro, sino en carne y hueso, mensurable, su pequeña Newton tenía masa y ocupaba espacio. Materia finita en el espacio infinito. Eso era lo que le proporcionaban las matemáticas, principios que unían los puntos del universo insondable. Por eso Alexander la medía a ella, porque ella era el orden.
Tatiana lo rodeó con los brazos y Alexander pudo oler su aroma a jabón de lilas, a champú de fresa, a café, a almizcle, chocolate, pan, azúcar, caramelo, levadura… aromas tan familiares y tan reconfortantes que eran como un refugio, y sintió también cómo lo apretaba contra su cuello, cómo encajaba su mandíbula entre sus pechos, y su pelo de seda entre los dedos. Estaba vivo. Ella no decía nada, sólo suspiraba con fuerza, las aguas de su propio Estigio revueltas, con el corazón palpitante y ansioso pegado a la mejilla de su marido.
Pero entonces él dijo algo, le susurró unas palabras para confortarla: «Cariño, ¿cómo voy a morir si llevo en mis venas tu sangre inmortal?».
Y mucho más tarde, cuando pensaba que ellos, o tal vez él, se habían ido a dormir a un lugar en el interior de su cerebro donde no podían acceder a él, a oscuras, abrió los ojos y vio que Anthony estaba su lado. Alexander cerró los ojos, pues no quería que su hijo viera todas las cosas que llevaba en su interior, y Anthony se inclinó y apoyó la frente en el tórax vendado de su padre.
—Papá —susurró—, por Dios, deja ya de hacer eso. Llevas haciéndolo semanas, volviendo la cabeza cada vez que me miras. Por favor, basta. Ya estoy bastante herido. Piensa en ti, acuérdate de ti: ¿te habría gustado que mi madre hubiese vuelto la cara para no mirarte a tu regreso de la guerra? Por favor… Me importa una mierda el brazo, de verdad. Yo no soy como Nick Moore, soy como mamá. Me acostumbraré, poco a poco. Sólo me alegro de estar vivo, de estar de vuelta. Creí que mi vida había terminado, no creí que volvería algún día, papá —dijo Anthony, levantando la cabeza—. ¿Por qué estás tan enfadado? Ni siquiera era mi brazo bueno. —Esbozó una sonrisa débil—. A mí nunca me gustó. Ni siquiera podía batear con él, ni escribir. Y desde luego, a diferencia de ti, nunca habría podido disparar a aquel cabrón de Dudley con él. Vamos, papá. Por favor…
—Sí —murmuró Alexander—, pero nunca volverás a tocar la guitarra. —«Y habrá otras cosas que nunca podrás hacer, como jugar al baloncesto, o al béisbol. Sostener a tu hijo recién nacido en las palmas de las manos».
Anthony tragó saliva.
—Ni podré volver a la guerra. —Se quedó callado un instante—. Ya lo sé. Tendré que acostumbrarme. Las cosas son como son. Mamá lo dice, y hay que hacerle caso. También dice que he salvado la vida, y que me las arreglaré. Lo único que queremos es que tú te recuperes —dijo Anthony—. Es lo único que queremos todos.
—Anthony —dijo Alexander, con la mano apoyada en la cabeza gacha de su hijo, con el pecho herido contraído y deshecho—, eres un buen chico.
—Lo he estropeado todo. La fastidié hasta el fondo —dijo Anthony otra noche tal vez, aunque todas las noches y los días se sucedían y permanecían suspendidos como si fueran uno solo—. No hice caso de una sola palabra de lo que me decía mi madre. Todos nuestros secretos fueron a parar directamente a manos del enemigo. Lo siento mucho. Confié en ella ciegamente.
—Has sido así toda la vida. Abierto y confiado.
—No la vi venir. Me enamoré de ella como un tonto. Creí que era Andrómeda, y resultó ser la gorgona Medusa, y no sospeché nada hasta que ya era demasiado tarde. —Le temblaba la voz—. No sé qué es lo que más me asombra: el abismo de su corazón abandonado o mi propia estupidez.
—¿Sabes una cosa, Anthony? —dijo Alexander—. La autoflagelación no es necesaria, ya has sufrido bastante.
Quiso decirle a Anthony que aun en el mundo perverso de Moon Lai, donde el negro era blanco y el blanco era negro, y la condena de veinticinco años a Alexander por rendirse al enemigo y deserción era un «justo castigo», y el corazón de Anthony era el juguete de aquella serpiente, y los hijos no nacidos en el vientre no eran nada ni significaban nada, la gorgona Medusa aún asomaba por la puerta de su celda dos veces al día para cambiarle los vendajes y administrarle opio para paliar su dolor.
—Estoy hecho polvo por lo de Tom Richter —dijo Anthony con la voz rota.
—Sí, hijo mío —repuso Alexander—. Yo también.
Permanecieron en silencio, incapaces de hablar de él. Alexander se volvió del otro lado. Es posible incluso que llorase. Se estaba convirtiendo en un blando en aquella cama de hospital; tenía que levantarse.
Anthony le dijo a Alexander que, en 1966, Richter lo había llamado a sus dependencias en el cuartel general, antes del traslado de Anthony al SOG, y le había dicho que antes de poder ponerlo bajo sus órdenes había algo que necesitaba saber y aclarar. Richter le dijo que llevaba legalmente separado de su esposa desde 1957, de modo que el momento de las recriminaciones ya había pasado hacía tiempo, pero había algo que le preocupaba y que quería que Anthony le contestara. Después de la celebración de su graduación en el Four Seasons, cuando estaban todos en el vestíbulo esperando sus coches, Anthony buscaba su mechero cuando Vikki se acercó a él, encendió el suyo y se lo acercó a éste a la cara. La única razón por la que Richter le mencionaba aquello, dijo, era porque en los diecisiete años que hacía que conocía a su esposa, nunca le había visto encenderle un cigarrillo a nadie.
—Yo le dije —explicó Anthony a su padre— que no tenía ni idea de lo que me estaba hablando, que no recordaba ese detalle en absoluto. Me disculpé por si mi comportamiento le había parecido impropio, y Richter dijo que eso no era lo impropio. Le contesté que no había nada más que hubiese que discutir. Y nunca volvimos a hablar del tema.
Padre e hijo, con la cabeza gacha, se quedaron mirando en direcciones opuestas, y Alexander quiso decir que a veces hasta los malos maridos se percataban de algunas cosas, y entonces, como eran grandes hombres, hacían las cosas como es debido. A veces pasaba lo imposible y un cigarrillo encendido prendía la chispa cuando no debería haberlo hecho (una mujer rebelde en Nueva York, un soldado rebelde en Leningrado), y luego quiso preguntarle si Vikki iba a seguir encendiéndole los cigarrillos… pero no lo hizo.
Alexander cerró los ojos mientras Tatiana lo curaba y lo atendía, lo envolvía en vendas y más vendas, lo lavaba, lo abrazaba y le daba de comer de su propia mano, y el peso de su corazón se iba aliviando gracias a sus cuidados constantes y al constante metrónomo de los rumores sinfónicos de su familia.
—Amor mío —dijo Tatiana mientras le tocaba los pies para ver si los tenía fríos y lo tapaba con las mantas—, ¿sabes lo que fabricó tu hijo pequeño para el proyecto de ciencias de este año? Una réplica de la bomba atómica. Al menos espero que fuese una réplica.
—Sí lo era, mamá —le aseguró Harry—. Papá, les he enseñado a todos cómo funciona, desde la división del átomo hasta el lanzamiento del misil. Mi diseño era tan bueno que ha ganado el concurso estatal de Arizona.
—Sí, hijo —dijo Tatiana—. Enhorabuena, pero luego la directora llamó a tu madre y junto al psicólogo del colegio me preguntaron si tenía algún inconveniente en que sometieran a mi hijo a un período de observación…, ¿o era de vigilancia?
Alexander se echó a reír, aunque le dolía el pecho cada vez que respiraba.
—El proyecto de ciencias… —repitió despacio—. Pero no estamos en enero todavía, ¿verdad que no?
—Sí —contestó Tatiana, apretándole los pies. Alexander alargó el brazo.
—Harry, hijo, ven aquí. ¿Me he perdido tu décimo cumpleaños?
—Sí, papá… ¡pero ahora tienes tres cicatrices más! —exclamó Harry con alegría—. ¡Y una de ellas es en el pecho! Eso es genial. Mis amigos no se lo creen, les he dicho que te dispararon un tiro al corazón y que has sobrevivido. Soy el chico más popular de todo el colegio. Creo que tu fama supera a la del mismísimo Pasha.
—Tonterías —dijo Pasha con calma—. No necesito la aprobación de las masas para sentirme bien conmigo mismo. —Tomó la otra mano de su padre—. Papá, para el proyecto de ciencias yo hice una réplica de un pulmón humano sometido a un neumotórax por tensión.
—Sí, pero tú no ganaste ningún premio —terció Harry.
Pasha no le hizo caso.
—Y ahora que tienes uno de tus dos pulmones afectado por el neumotórax, ¿podrías plantearte al menos dejar de envenenar el otro con toda esa nicotina?
—Pasha, deja a tu padre en paz con sus pequeños placeres —intervino su madre.
Alexander tomó a su hijo del brazo.
—Pasha, la nicotina no es tan mala para los pulmones, hijo. ¿Sabes lo que es malo para los pulmones? El envenenamiento masivo con plomo por fuego de ametralladora.
Con la mano aún en la de Alexander, Pasha se dirigió a su hermano mayor.
—Anthony, ¿te pica el muñón? He leído en uno de mis libros de ciencias que puedes seguir notando el brazo que te falta durante años porque las terminaciones nerviosas seccionadas lo sienten.
—Gracias por la información, Pash. ¿Cuántos años más, crees tú? —Anthony miró con ojos divertidos a su hermano.
—Pasha —dijo Alexander—, ¿se puede saber qué has estado leyendo? ¿Qué diablos es un neumotórax por tensión?
—La presencia de aire en el espacio pleural provocada por un traumatismo —contestó Pasha, satisfecho—. Es muy grave. Cuando te transportaban en el helicóptero tuvieron que hacerte una descompresión de emergencia pinchándote directamente pero, en el hospital, mamá consiguió que te colocaran un tubo de plástico en el pecho a través de una incisión debajo del brazo, y ese tubo te expandió el pulmón y fue drenando el aire acumulado en la pleura hasta que el agujero del pulmón se curó.
Alexander miró a su mujer y a su hijo meneando la cabeza y sonrió.
—¿Así que ése era mi problema? ¿Un agujerito en el pulmón?
—No, papá —contestó Pasha con aire solemne—. Tus problemas se derivaban básicamente de la pérdida masiva de sangre sistémica y pulmonar.
—¡Pasha! —exclamó Tatiana—. Ya está, les prohíbo terminantemente a los niños hablar hasta que te den el alta dentro de unas semanas. Hasta entonces, que se estén sentaditos y calladitos. Pasha, no. —Tatiana lo apartó a rastras del lado de Alexander y lo amenazó con un dedo admonitorio. Con once años, Pasha ya era cinco centímetros más alto que su madre—. No quiero oírte hablar más. Ni una sola palabra.
—¡Papá! —exclamó Janie, dando botes—. He aprendido a hacer pipí de pie, como los chicos. ¿Estás orgulloso de mí?
—Mucho, pero ya tengo tres chicos, Janie. Necesito una chica.
—Anthony —dijo Janie, apartando a Harry del regazo de su hermano mayor y encaramándose ella después, al tiempo que besaba a Anthony con entusiasmo en la mejilla—. La tía Vikki estaba llorando en la terraza el otro día y le pregunté por qué lloraba y ella me dijo que porque ha muerto su marido y yo le dije que lo sentía por ella pero que me alegraba por mamá porque papá no ha muerto. Pero luego me puse a llorar por tu brazo, porque mamá está muy triste por eso, y ¿sabes lo que me dijo la tía Vikki? Me dijo que no llorase, porque aunque te hayan cortado las cuerdas de la guitarra, no se han llevado tu aliento, y tus labios componen palabras aun en silencio, y todavía puedes cantar… en cinco idiomas, y dijo que ella se conformaba con eso.
—Conque eso te dijo la tía Vikki, ¿eh? —dijo Anthony.
En un silencioso vórtice triangular de miradas entrecruzadas, Alexander, Tatiana y Anthony vieron desfilar ante sus ojos todos los años de su vida envueltos en notas musicales, Bethel, en Scottsdale, Luga, en Leningrado, Moscú… con la mirada clavada en el fascinante suelo de linóleo, esperando encontrar consuelo allí.
—Tatiana —dijo Alexander de repente—, ¿estoy de vuelta en casa?
—Pues claro, amor mío.
Abrió los ojos. Su mujer y sus hijos estaban sentados a su alrededor. Anthony estaba en su silla.
—¿Estoy de vuelta en Phoenix?
—Pues claro, cariño. Estás en casa.
Alexander la miró, la miró muy fijamente, con una mirada extraña.
—Tatiana —dijo—. Oh, Dios mío… Por favor, delante de mis hijos… ¡Dime, júrame que no me has ingresado en la raíz de todo mal, que no me has metido en el Hades, que no estoy en el maldito Phoenix Infernal Hospital!
No obtuvo respuesta.
—¡Por el amor de Dios! ¡Por lo que más quieras! Saca a mis hijos de aquí antes de que su padre empiece a gritar cosas que no deberían oír los oídos de ningún niño. ¡Ta-TIA-na!
El hijo y el padre
El presidente de Estados Unidos, en nombre del Congreso, se complace en conceder la medalla de Honor
A:
Capitán Anthony Alexander Barrington
13 de marzo de 1970
Quinto grupo de las Fuerzas Especiales
1.er MACV/SOG de las Fuerzas Especiales, República de Vietnam
Ingresó en el servicio en West Point, Nueva York
Nacido el 30 de junio de 1943 en Ellis Island, Nueva York
Mención:
El capitán Anthony Alexander Barrington, del Mando de Asistencia Militar en Vietnam, Grupo de Estudios y Observación, era jefe de batallón de una unidad de reconocimiento de largo alcance encargada de la ejecución de operaciones encubiertas en Laos y Camboya. El 8 de julio de 1969 desapareció cuando regresaba al servicio activo. Fue hallado por un equipo de búsqueda y rescate de las Fuerzas Especiales formado por doce hombres en un campo de prisioneros, base militar y campo de entrenamiento del NVA oculto en una supuesta aldea de campesinos norvietnamitas llamada Kum Kau, a escasa distancia de la frontera con Laos. El equipo rescató al capitán Barrington y a otros cinco prisioneros. Tras haber sido torturado, golpeado y herido, tras haber perdido el brazo izquierdo durante su cautiverio y a pesar de sus graves heridas, disparó contra el enemigo en un intenso fuego cruzado mientras lo perseguían durante un kilómetro y medio y rodeado por tres lados. El equipo escapó por la pronunciada cuesta de la ladera de una montaña hacia los bosques, tratando de abrirse paso en territorio enemigo hasta alcanzar al helicóptero que habría de evacuarlos. Pese a sufrir grandes pérdidas, infligieron graves daños al enemigo y mataron a numerosos miembros del NVA. Separándose de sus propios compañeros, el capitán Barrington se enfrentó a los perseguidores con la intención de permitir que los otros heridos alcanzasen el helicóptero. A pesar de su estado, llevó a dos hombres heridos a cuestas, uno a uno, hasta el punto de rescate. Uno de los hombres era el soldado montañés condecorado de las Fuerzas Especiales Ha Si Chuyk, y el otro, el comandante Anthony Alexander Barrington, el padre del capitán Barrington. Sus acciones valerosas e intrépidas le han valido el mayor honor que el Ejército de Estados Unidos puede otorgar.
Comandante Anthony Alexander Barrington
13 de marzo de 1970
Quinto grupo asesor de adiestramiento del ejército estadounidense, Fuerzas Especiales MACV/SOG de las Fuerzas Especiales, República de Vietnam
Ingresó en el servicio en Fort Meade, Maryland
Nacido el 29 de mayo de 1919 en Barrington, Massachusetts
Mención:
El comandante Anthony Alexander Barrington, del cuerpo de la reserva oficial del ejército estadounidense, llegó a Vietnam en noviembre de 1969 para buscar a su hijo, desaparecido y presumiblemente muerto. Encabezó un equipo de las Fuerzas Especiales, altamente especializado, hasta Kum Kau, en Vietnam del Norte. A pesar de que el comandante Barrington ya había resultado herido de gravedad en el combate cuerpo a cuerpo con el enemigo, encontró y rescató a su hijo, el capitán Anthony Alexander Barrington, y a otros cinco soldados estadounidenses que habían sido capturados por el ejército norvietnamita. Mientras el comandante Barrington y sus hombres huían a través de la selva en dirección al punto de rescate, se encontraron bajo un intenso fuego enemigo. Al mando del comandante Barrington, once militares de las Fuerzas Especiales lucharon en clara inferioridad numérica contra una división de 550 soldados norvietnamitas. Durante el enfrentamiento, seis de sus hombres fueron asesinados y cinco resultaron heridos de gravedad. Entre los muertos se encuentran el teniente coronel Thomas Richter, comandante del cuartel general del MACV-SOG de Kontum, y el sargento Charles Mercer, además de cuatro guerrilleros indígenas que habían combatido en el bando estadounidense desde 1964. A pesar de una intensa hemorragia, el comandante Barrington llevó a tres de sus hombres heridos a través del fuego enemigo, y luego permaneció en la retaguardia sin dejar de disparar para que sus hombres pudieran llegar al punto de rescate. El comandante Barrington y su hijo se separaron del grupo y siguieron disparando, provocando la dispersión de las fuerzas del NVA con el lanzamiento de granadas y el disparo de ametralladora el tiempo suficiente para que sus compañeros alcanzaran el helicóptero sanos y salvos. Esta acción heroica permitió traer a casa a diecisiete heridos y muertos. El comandante Barrington todavía estaba respondiendo al enemigo cuando el proyectil de un Kalashnikov AK47 lo hirió casi de muerte. Su extraordinaria capacidad de liderazgo, su valor sin límites, su negativa a dejar atrás a los muertos y su preocupación por sus compañeros salvaron la vida de algunos de sus hombres. Unida a un absoluto desinterés por su seguridad personal, la prodigiosa valentía demostrada por el comandante Barrington, además de su extraordinario sentido del deber, siguen las nobles tradiciones del servicio militar y reflejan el honor que le honra a él, a su unidad y al ejército estadounidense.