En el corazón de Vietnam
Aykhal
No podía olvidarse del fantasma. Y ahora iban a enviarlo lejos, hasta la perdida Aykhal, donde ella nunca podría encontrarlo. Le dijeron que las reglas que le aplicarían de ahí en adelante eran muy simples. Si lo atrapaban intentando escapar, los guardias que lo capturasen tenían órdenes estrictas de disparar a matar. Habían acabado con él. Y aun así, él seguía sin admitir nada y los miraba a la cara y negaba su nombre. Más allá de los campos, del Volga, los abetos, los Urales. A través de Kazan, del río Kama, y el corazón estuvo a punto de parársele cuando lo cruzaba, al recordar cuando lo había atravesado a nado, mirando hacia atrás para asegurarse de que a Tatiana no se la llevaba la corriente. Nunca la arrastraba, porque ella se defendía en cualquier corriente. A través de los Urales, hacia Sverdlovsk, y después a través de la taiga. Llegaron a la meseta central siberiana y luego a la estepa, y también la atravesaron, y luego alcanzaron la llanura del norte, en la tundra helada, y allí, ante las montañas, ante los ríos Ob y Amur, antes de ir hacia el sur hacia Vladivostok, a China, a Vietnam, al borde de la nada, en medio de una carretera, una pequeña muesca en la tierra helada del valle, estaba Aykhal. Allí habría pasado sus diez años en el exilio después de sus veinticinco años en las prisiones soviéticas.
Y en ese momento iba a ir aún más lejos. Aún más lejos que Aykhal.
Tatiana estaba muy nerviosa justo antes de su marcha, como si Alexander fuese un crío de cinco años en su primer día de escuela.
—Shura, no te olvides de ponerte el casco en todo momento, hasta para bajar al río por un sendero.
»No te olvides de llevar varios cargadores extra. Mira este chaleco de combate, ahí caben más de quinientas balas. Es increíble. Cárgate de munición, pero llévate cargadores de más. No querrás que te falten.
»No te olvides de limpiar el M-16 todos los días. No querrás que se te atasque el rifle.
—Tatia, ésta es la tercera generación de M-16; ya no se atascan. La pólvora ya no se quema tanto, el rifle se limpia solo.
—Cuando te pongas el cinturón portamunición del lanzacohetes, no te lo aprietes demasiado, porque con el roce podría irritarte la piel, y luego viene la infección…
»… Lleva al menos dos bengalas para los helicópteros. ¿Y quizá también una bomba lacrimógena?
—Dios, no había pensado en eso.
—Llévate la Colt, es tu arma de la suerte. Llévatela, y también la Ruger. Ah, y te he preparado personalmente el botiquín de enfermería: montones de vendas, cuatro kits completos de primeros auxilios, dos paquetes de hemostáticos… no, mejor tres. No pesan nada. Le he dicho a Helena, del Phoenix Memorial, que me haga una receta para morfina, penicilina…
Alexander le tapó la boca con la mano.
—Tania —dijo—, ¿quieres ir tú?
Cuando él apartó la mano, ella contestó:
—Sí.
Él la besó.
—Fiambre enlatado. Tres latas. Y lleva la cantimplora siempre llena de agua, por si no consigues plasma. Te ayudará.
—Sí, Tania.
—Y esta cruz, póntela alrededor del cuello. ¿Te acuerdas de la oración del corazón?
—«Señor mío Jesucristo, Hijo de Dios, ten piedad de mí, pecador».
—Bien. Y la alianza de boda. En el dedo. ¿Te acuerdas de la oración del matrimonio?
—Gloria in Excelsis, por favor, por favor… un poco más.
—Muy bien. No te quites nunca el casco, ¿me lo prometes?
—Eso ya me lo has dicho, pero sí, Tania.
—¿Te acuerdas de qué es lo más importante?
—¿Llevar siempre un condón encima? —Tatiana le dio un golpe en el pecho—. Detener la hemorragia —le contestó, abrazándola.
—Sí. Detener la hemorragia. Todo lo demás lo podrán arreglar.
—Sí, Tania.
Cuando Alexander llegó a Saigón en un avión de transporte militar en noviembre de 1969, creyó que estaba soñando la pesadilla del diluvio bíblico. Llovía con tanta fuerza que el avión ni siquiera pudo aterrizar. De hecho, a Alexander empezó a preocuparle la posibilidad de que se quedaran sin combustible, pues estaban dando círculos en el aire sin cesar. Al fin aterrizaron. No había ni rastro de la selva calurosa y húmeda; soplaba el viento, hacía frío y seguía diluviando.
Como el helicóptero no podría aterrizar con aquel viento y aquella lluvia, no podría llegar a Kontum volando. Richter lo llamó y le dijo que se mantuviese a la espera. De modo que se sentó y se puso a fumar junto a la ventana de su habitación de hotel, a contemplar por la ventana la plaza de Saigón y a leer los periódicos norteamericanos. Básicamente se paseaba arriba y abajo por la habitación, que era lo que se le daba mejor.
Mientras tomaba una copa abajo, en el bar del hotel, una demacrada mujer vietnamita, empapada de la cabeza a los pies, se acercó a él y le dijo que le daría gusto por dos dólares norteamericanos. Él rechazó la oferta. Ella le dijo que podía probar gratis, pero que si lo que tocaba le gustaba, entonces tendría que pagar. Él la rechazó. Luego le ofreció hacerle una mamada a cambio de un dólar. Él rehusó de nuevo. La mujer volvió al cabo de unos minutos, le empujó a un crío de unos dos o tres años a la cara y le dijo:
—Mi hijo necesita comida. ¿Por qué no me das piastras por darte gusto? Tengo que dar comida a mi hijo.
Alexander le dio veinte piastras y la despidió. Al cabo de cinco minutos, la mujer ya subía la escalera con un hombre, con el niño de la mano. Alexander pidió otra copa.
Estaba deseando que dejase de llover.
Las noches eran largas, pero los días en que la lluvia no cesaba eran aún más largos. Se paseaba arriba y abajo como si estuviese encerrado en su celda de Voljov, en el infierno, apurando lo poco que le quedaba de vida. Pese a todas sus suposiciones en aquella época, lo cierto es que, asombrosamente, aún le había quedado mucha vida por delante, tiempo para aprender muchas cosas.
Y había aprendido que no podía controlarlo todo, porque de lo contrario, no estaría tamborileando con los dedos sobre el cristal de la ventana, a la espera del desenlace de la vida de su hijo y de la suya propia. Había telegrafiado a Tania para decirle que había llegado sano y salvo. Apoyó la mano en el frío cristal. Abajo, las luces de los bares parpadeaban en la noche húmeda.
¿Para qué has venido?, parecían decirle los cielos con su llanto. Ahí fuera se está muy mal. No te dejaremos pasar.
Tenía demasiado tiempo para pensar en su oscura habitación de hotel. Se preguntaba si Tatiana podría sentirlo a tres continentes de distancia. No había estado en una habitación de hotel él solo… bueno, nunca. Había estado solo en muchos sitios, en celdas frías y húmedas, en trenes, en bosques húmedos… pero no había experimentado el aislamiento de aquel modo desde su reclusión solitaria, incomunicado, en Sachsenhausen. Aquello había sido un instrumento de tortura y castigo. Y no había estado solo, pues la puerta se abrió una rendija, entró un rayo de luz y una sombra pequeña y esbelta se plantó temblorosa delante de él.
Después de eso, vivieron en hoteles, moteles y casas alquiladas y casas flotantes, y en una casa móvil que se conservaba completa como un museo en lo alto de la colina, y ahora vivían en una casa inmaculada de estuco que siempre estaba limpia y fresca, donde su cama era blanca y siempre estaba hecha, y ella siempre se encontraba junto a él. Ella nunca lo dejó, salvo por aquel centenar de noches de viernes… y de algún modo, lograron sobrevivir incluso a eso.
Siguió con la mano pegada al cristal frío y húmedo. Incluso allí, en Saigón, no estaba solo. Siempre contaba con la asombrosa posibilidad del consuelo, aun en Vietnam, aun a veinte mil kilómetros de su hogar.
Alexander telegrafió a Tatiana: «Llueve a cántaros, sigo en Saigón». Pasaron tres días lluviosos más.
Ella le contestó: «Sol y calor en noviembre. Sigo en Phoenix».
Ella volvió a telegrafiarle: «Feliz día de acción de gracias».
Y le telegrafió de nuevo: «Número de diciembre del Ladies Home Journal. Busca: 100 razones para la alegría».
Alexander sonrió. Aquello era a lo que se refería. Tatiana encontraba la forma de reconfortarlo aun a veinte mil kilómetros de distancia. En uno de los quioscos de prensa que abastecían a las tropas estadounidenses, encontró el número de diciembre de la revista Ladies Home Journal, y también el artículo al que se refería Tatiana «100 lugares para hacer el amor», y pasó un día muy feliz, recordando algunos de esos lugares.
El número 16, una tienda de campaña. El número 25, junto a una hoguera. El número 33, en lo alto de una colina. En un área de descanso, en una mesa de picnic, en una hamaca, en un maizal, en un saco de dormir, bajo las estrellas. En una barca en un lago, en una bañera, en un granero, en una camioneta una calurosa noche de verano. En el bosque, en un cobertizo, en el suelo de madera. En el crepúsculo y a mediodía. En la piscina. En una playa casi desierta. En una playa de noche. En un coche en una carretera desierta, en un autocine. En una habitación llena de velas encendidas, en una cama enorme de bronce, en todas las habitaciones de la casa, en una habitación en casa de unos amigos durante una fiesta bulliciosa, y una vez durante una cena tranquila, justo antes de los postres. En un columpio del porche, en los columpios del parque, en la cubierta de una casa flotante, en el corazón del Gran Cañón, en un luminoso e inolvidable Bed and Breakfast, lleno de lilas y de brezos. Y por último pero no por ello menos importante, en lo alto de la lavadora Maytag, durante el centrifugado.
Un día feliz. Y luego empezó a arrancarse los pelos de nuevo.
Richter llamó y Alexander dijo:
—Me importa una mierda si viene un tsunami y se lleva por delante todo Vietnam del Sur. Mañana me subes a ese helicóptero.
Al día siguiente, dejó de llover. El sol brilló como si no hubiese llovido nunca, como si el suelo estuviese mojado únicamente por el rocío de la mañana. Empezó a hacer calor y bochorno. Alexander voló en el helicóptero con dos jóvenes soldados recién salidos de la instrucción básica en Fort Bragg, además de dos proveedores y dos sargentos. Las puertas del Huey permanecieron abiertas durante todo el vuelo de tres horas en dirección norte. Los jóvenes soldados intentaron dar conversación a Alexander, pero éste tenía la mirada concentrada abajo, en el campo cubierto, tratando de hacer lo que hacía Tatiana, tratando de sentir a su hijo bajo el manto espeso de árboles y antiguas pagodas, iglesias en ruinas y restos de palacios franceses católicos, tratando de detectar la señal de humo. La cubierta verde parecía demasiado espesa para poder aterrizar con el aparato, pero luego terminó la selva y el paisaje dio paso a los campos de arroz. Abajo se extendía un claro rectangular trazado por la mano del hombre y rodeado de montañas lejanas. Una base militar de grandes dimensiones se bosquejaba en simetría con la hierba recién cortada del altiplano central: se trataba de la central de mando del MACV-SOG en Kontum. El helicóptero peinó la hierba y levantó una nube de polvo en el momento de tomar tierra.
Richter lo estaba esperando. Alexander no lo había visto desde la graduación de Anthony, cuatro años y medio antes. Ambos iban con la ropa verde de combate, ambos con la insignia de las barras de oficial en los hombros. Ambos llevaban el encanecido pelo corto, con el corte de estilo militar, el de Alexander en su mayor parte negro, y el de Richter en su mayor parte escaso.
—Siento que sea en estas circunstancias —dijo Richter—, pero la verdad es que me alegro de verte. —Se estrecharon las manos con fuerza y sonrieron brevemente. Richter se puso serio—. Vamos, tomemos una copa, algo de comer —dijo—. Tienes que estar agotado.
—Agotado de estar sentado.
—Ya lo sé, y eso no se te da muy bien, ¿a que no, comandante? —Richter meneó la cabeza cuando echaron a andar—. Hay que ver la de equipo que te has traído… Eres un lunático. Ya sabes que aquí puedes contar con lo que quieras. Mira cuántos suministros tenemos. Los equipos de reconocimiento salen armados hasta los dientes.
Alexander asintió con la cabeza.
—No tenía ni idea de que estabais tan bien equipados, pero tengo que hablar contigo y con el teniente de Anthony lo antes posible, Tom.
—Vamos —dijo Richter, con un aire ligeramente resignado. Se dirigieron desde la pista de aterrizaje a la hilera de barracones de oficiales—. El teniente Elkins y el sargento Mercer te están esperando. Se mueren de ganas de conocerte.
La base, con el perímetro rodeado por una valla y una alambrada, estaba muy organizada y era funcional: una pista de aterrizaje, un hospital, una sala de correos, barracones de oficiales, barracones para soldados, cuartel general de mando, numerosos arsenales, un campo de entrenamiento, todo ello en un terreno allanado del tamaño de tres campos de fútbol.
En las acogedoras y espaciosas dependencias de Richter (con un escritorio, sillas, una mesa de reuniones, mapas, libros, un armario lleno de licores… obviamente, su casa), Alexander encontró a dos hombres. El más menudo y achaparrado era el sargento de la unidad de Fuerzas Especiales de Anthony. Se llamaba Charlie Mercer, y aparte de su baja estatura, lo cierto era que transmitía una sensación de terquedad que puede que fuese estoica para él pero que a Alexander se le antojaba puro empecinamiento. Mercer no dijo nada; apenas hablaba.
El otro soldado, un joven esbelto y bien parecido, era Dan Elkins. Alexander sabía de Elkins por las cartas de Anthony. Por alguna razón le parecía increíblemente joven, aún más que su propio hijo. Demasiado joven para estar en el ejército. Tenía el pelo claro muy fino y hacia arriba, y las orejas gruesas y hacia fuera. Mascaba chicle y hacía globos, y se mostró agradable de inmediato.
—¿Cuántos años tiene, teniente? —preguntó Alexander.
—Veintisiete, señor.
Aquel muchacho que parecía demasiado joven para estar en el ejército era mayor que Alexander cuando éste había vuelto a Estados Unidos después de diez años de atroz derramamiento de sangre. Alexander agachó la cabeza.
Elkins lo miraba a los ojos, mientras que Mercer le rehuía la mirada.
—¿Qué le pasa a ese tipo? —preguntó Alexander a Richter en un susurro.
—Eres toda una leyenda por estos pagos, comandante Barrington —dijo Richter, sonriendo y despejando la mesa de papeles para que pudieran sentarse.
—Ah, ¿sí?
Alexander miró fijamente a Elkins y a Mercer, y esta vez ambos le rehuyeron la mirada.
Les trajeron algo de comer y de beber y unos cigarrillos.
—No le importa que el suboficial coma con nosotros, ¿no, señor? —dijo Elkins.
—Pues claro que no.
En Polonia y Bielorrusia sus sargentos siempre comían codo con codo, a su lado con él y el teniente Ouspenski.
Con una sonrisa de oreja a oreja, Elkins explicó:
—Mercer lleva bajo el mando de Anthony desde los días en la división aérea. Anthony fue quien lo recomendó para el SOG. En todos estos años, él… bueno, todos nosotros, hemos oído historias increíbles sobre usted, comandante.
Alexander hizo un ligero saludo con la cabeza y entrechocó su vaso con el tembloroso vaso del sargento.
Elkins sonrió.
—Perdone si estamos un poco… apabullados por conocerlo en persona al fin.
Los hombres lo miraron fijamente.
Mientras fumaba con gran intensidad y sostenía la mirada de Elkins, Alexander dijo:
—¿Queréis saber lo que es estar apabullado? Bueno, ¿qué os parece esto? —Dio un trago a su cerveza—. En la última carta que mandó a casa, Anthony escribió que se había casado con una chica vietnamita. Eso sí que es para apabullarse. ¿Sabe usted algo al respecto, teniente?
Una exclamación de sorpresa genuina salió de la garganta de los tres hombres.
—Hummm —dijo Alexander, dando una calada a su cigarrillo casi con tranquilidad—. Supongo que no.
Richter, siempre el líder, quiso ver las pruebas.
—¡Venga! —exclamó—. Vamos a ver esa carta. No me digas que no has traído contigo la última carta que escribió tu hijo. Vamos a verla, joder. A lo mejor hay algo que no has sabido ver y se te ha olvidado decirme. A lo mejor yo sabré descifrar algo más de información de ella.
—No importa las veces que me la pidas —repuso Alexander, apartándose de Richter y dirigiéndose a Elkins—, porque no tengo esa carta. La tiene la madre de Anthony, y por lo que yo sé, ella no está aquí. Pero sé lo que decía mi hijo en esa carta, y te lo estoy diciendo, se ha casado. ¿Qué pasa? ¿Crees que no sé leer? Decía que se ha casado con una chica a la que conoció el año pasado cerca de Hué, y que la chica se llama Moon Lai.
Fue en ese preciso instante cuando Dan Elkins se cayó de la silla. Acto seguido, se puso como loco. Tuvo que salir del barracón unos minutos para tranquilizarse. Alexander intercambió una mirada con Richter. Mercer no habló; siguió sentado e inmóvil. Le recordaba a alguien, pero Alexander no acertaba a establecer el parecido concreto. Estaba relacionado con niños pequeños.
Cuando Elkins regresó, sólo había logrado tranquilizarse un poco.
—No puede ser —dijo—. Es una maldita mierda, y además es imposible. No me lo puedo creer, me niego a creerlo. Tengo que verlo por escrito. —No dejaba de negar con la cabeza—. Es que no me lo puedo creer.
—¿Qué te dije? —le espetó Richter con calma—. Será mejor que nos enseñes esa carta, comandante.
—Anthony no haría eso —le dijo Elkins a Alexander—. Su hijo no es una mierda, como el resto de nosotros. No hace estupideces.
—Teniente, cálmese —dijo Richter con voz de mando—. ¿Conoce usted a esa tal Moon Lai?
Estaban sentados a la mesa de reuniones de madera, rectangular y enorme, mirándose unos a otros.
—Sí, señor. Oh, sí, señor —dijo Elkins, golpeando con impotencia la superficie de la mesa con los puños—. Ya lo creo que la conozco, joder. Y por eso es por lo que no puedo creerlo. —Los ojos azules de Elkins estaban en llamas—. No es verdad. No puede ser verdad. Mercer, ¿tú puedes creer que sea verdad?
—No lo sé —contestó Mercer—. Yo no la conozco. —Negó con la cabeza—. Pero con el capitán Barrington… cualquier cosa es posible. —El sargento hizo una pausa—. Pero ¿por qué iba a casarse y no decírselo a usted, teniente? —le preguntó a Elkins—. Ustedes eran amigos. Ésa es la parte que no tiene sentido.
Pero Alexander, con la mirada fija en la superficie de la mesa, sabía por qué: una aventura amorosa de cuatro años de duración con la mejor amiga de Tatiana, en su casa, delante de sus narices, y nadie había sospechado nada, ni el marido distanciado, ni la clarividente Tatiana. El muchacho más abierto del mundo también era obviamente el más reservado. Con Anthony, cualquier cosa era posible.
—Comandante, tal vez hay algún error —le dijo Richter a Alexander—. El teniente Elkins dice que es imposible.
—Yo no he dicho que sea imposible, coronel Richter —dijo Elkins—. He dicho que no me lo puedo creer, joder. Que no puede ser.
—Muy bien, Elkins, ¿quién es ella? —le preguntó Alexander.
—¿Quién es ella? Obviamente, ésa es la pregunta del millón. Pero ¡qué cabrón! No decirme nada, ni una sola palabra… ¿cómo se puede ser tan retorcido?
Alexander esperó a que Elkins se serenase un poco.
—Anthony sabía que le habría partido la cara si lo hubiese sabido —dijo Elkins al fin—. No le habría dejado hacerlo, no se lo habría permitido. No quería oírlo. Él es así. Cuando quiere hacer algo, no quiere oír nada más, él es así, el muy cabrón testarudo de West Point.
—Ya basta, teniente —dijo Richter—. El cabrón testarudo de West Point es el hijo de este hombre. Ahora cuéntenos lo que sabe.
Elkins les contó al fin lo que había sucedido el año anterior, el verano de 1968 en Hué. Cuando terminó la ofensiva de Tet y Hué fue destruida, y su población civil aterrorizada y masacrada por el Vietcong, que al final fue expulsado por los norteamericanos, los soldados estadounidenses entraron a hacer limpieza.
—Éramos un equipo asesino de tres hombres, silenciosos y armados —explicó Elkins.
—Una patrulla de seguridad, Elkins —lo corrigió Richter.
—Sí, se me había olvidado. Lo siento, coronel —dijo Elkins, secamente—. Una patrulla de seguridad. No queremos ofender a nadie insinuando que hay una guerra o algo así.
—Teniente.
—Sí, lo siento, coronel. Proseguiré. Bueno, pues estábamos patrullando la zona, cazando… hummm, perdón, buscando miembros del Vietcong; esa era nuestra misión, encontrarlos y… mmm… —Miró a Richter—. ¿Qué, señor? ¿Aprehenderlos?
—Elkins, tres horas en el calabozo si sigue así —lo amenazó Richter—. Continúe.
—Ah, sí, «neutralizarlos», ésa era la palabra delicada que estaba buscando.
—¡Seis horas, joder, Elkins!
—Lo siento, señor. Bueno, éramos Anthony, yo y nuestro otro compañero, el teniente Nils; un buen tipo, de verdad, ya no está con nosotros. Pisó una mina hace dos meses —dijo Elkins, santiguándose—. Anthony se pondría muy triste si lo supiese; estaban muy unidos. —Lanzó un suspiro—. Bueno, el caso es que nos encontramos con un pequeño problema. —Tosió y se frotó las manos—. Estábamos en las afueras de Hué, pasando por una aldea asolada y reducida a cenizas por el Vietcong en su apresurada retirada. Y entre los escombros de aquella aldea, a plena luz del día, encontramos a una chica survietnamita, muy joven, de unos quince años tal vez, no lo sé. Muy joven, muy menuda y completamente desnuda, atada a un árbol. La habían golpeado y era evidente que la habían violado. En cuanto bajamos las armas y nos acercamos a ella, de entre las ruinas, una docena de enemigos abrió fuego y nos hirieron a mí, a Nils y por poco a Anthony. Le hicieron un rasguño en la cabeza y sangraba como un cerdo en el matadero. Respondió abriendo fuego, los obligó a ponerse a cubierto y luego les arrojó una granada de mano. Los dejó tiesos a todos, pero por desgracia, la granada también alcanzó a la muchacha desnuda.
—Teniente, ¿qué tiene que ver eso con…?
—Estoy llegando a ello, señor. Bueno, la chica no estaba muerta. Anthony la desató, la tapó con su guerrera y la estabilizó. Había perdido un ojo y dos dedos. La vendó y le administró morfina. Llamamos a un helicóptero de emergencia, y Anthony no dejaba de preguntarle «¿Dónde está tu casa?». Al principio, la chica no lograba serenarse y gritaba sin parar, pero justo antes de que llegara el helicóptero, nos dijo que trabajaba en Pleiku, que trataba de mantener a su… joder, ni siquiera lo sé, a su madre moribunda o a su hermana enferma. El caso es que el helicóptero nos llevó a todos al hospital de Pleiku. Cuando aterrizamos en la azotea, la chica se colgó del cuello de Anthony e hizo que ambos cayeran al suelo; estaba histérica. Después, se negó a apartarse de su lado. Él se quedó con ella, la ayudó e hizo que le limpiaran sus propias heridas. Nils y yo nos recuperamos por nuestros propios medios, sin asistencia hospitalaria. Ahora me acuerdo de que unos días más tarde, cuando nos dieron un permiso, Ant se fue a algún sitio sin nosotros. No volvimos a verlo hasta que regresamos a la base para nuestra siguiente misión. Eso fue hace un año. No vimos más a esa chica y Anthony no volvió a hablarnos de ella, pero ahora que lo pienso, dejó de frecuentar los clubes con nosotros. Y lo cierto es que le volvían loco las… asiáticas, usted ya me entiende. Llegamos a pasarlo muy, muy bien juntos. —Elkins se interrumpió y miró con solemnidad a Alexander—. Quiero decir, señor, ya sabe, señor… lo normal, nada del otro mundo, señor…
Alexander lo interrumpió.
—Continúe con la historia.
¿Qué les pasaba a los jóvenes, que siempre creían haber inventado ellos el sexo?
—Bueno, pues dejó de venir con nosotros. Cada vez que tenía un par de días de permiso, desaparecía, y sé que en su último permiso, en julio, se fue a Pleiku.
Richter confirmó que en las hojas de registro constaba que Anthony había ido a Pleiku en cada uno de sus seis permisos.
Alexander se quedó pensativo y miró a Elkins, asimilando lo que le acababa de decir, lo que significaba.
—¿Y esa joven es Moon Lai? —dijo acto seguido.
Elkins asintió.
—Esa joven es Moon Lai.
Alexander siguió en silencio, pensando.
—Vamos a buscarla —dijo—. ¿Dónde trabaja en Pleiku?
Elkins miraba fijamente la mesa de madera y no contestó.
—¡Responda al comandante, teniente! —le ordenó Richter con un grito.
Elkins miró a Alexander un momento y luego volvió a bajar la vista, sin decir nada.
—Elkins… —masculló Alexander, incrédulo. Por un momento creyó que él también tendría que salir de allí—. Anthony no… —Apenas podía hablar—. Anthony no se casó con una puta de Pleiku.
—¿Por qué cree que me he puesto a maldecir como un poseso?
—No. —Alexander negaba con la cabeza—. Tiene que tratarse de un error.
—¡Eso es lo que he dicho yo!
Y luego los cuatro permanecieron sentados, inmóviles y atónitos, sobre todo Alexander. Mercer habló al fin.
—Comandante, no se ponga así —dijo—. A lo mejor es una puta que se ha reformado.
—¡Cierra la jodida boca, Mercer! —exclamó Richter.
—¿«A lo mejor»? —repitió Alexander—. ¿Y cuál sería la otra opción? Tom, en su carta, Anthony no sólo decía que se había casado con esa chica, sino que… ¡está embarazada!
Las imprecaciones de los cuatro soldados se oyeron desde varios kilómetros a la redonda.
Pero ¿qué le pasaba a su hijo? Dios, ¿dónde diablos estaba?
—Tiene que haber un error —le dijo Alexander a Elkins.
—¡Eso es lo que he dicho antes, joder! —gritó Elkins.
Richter habló con autoridad.
—Vamos a ver, calmémonos todos un poco. Alexander, la situación es la siguiente…
—¿Tienes que decirme a mí cuál es la situación? —le espetó éste. Le había llegado el turno a él de gritar—. Mi hijo, comandante de un equipo de élite de las Fuerzas Especiales, con una formación impecable y entrenado al más alto nivel, se fue de permiso y aún no ha regresado. No se han encontrado su arma, su mochila ni su equipo. Y ahora acabamos de descubrir que se ha casado y ha dejado embarazada a una chica de vida alegre. Mientras, ha desaparecido de la faz de la Tierra. ¿Me he dejado algo?
Trataba con todas sus fuerzas de pensar con claridad.
Richter sirvió a todos otro vaso de cerveza. Se encendieron un cigarrillo y permanecieron sentados.
—No, me parece que lo has enumerado todo.
—¿Y si su desaparición no tiene nada que ver con Moon Lai? —dijo Elkins, de pronto, con el rostro iluminado—. ¿Y si sólo es una coincidencia?
Los silenciosos soldados seguían fumando con aire escéptico. Alexander continuaba manteniendo una concentración absoluta.
—Elkins, ¿has dicho que la chica era survietnamita?
—Sí, señor —contestó—. ¿Qué otra cosa iba a ser?
—¿Qué otra cosa iba a ser, dices? —exclamó Alexander—. Los tres caísteis en una emboscada del Vietcong, ¿no es así?
Elkins parecía perplejo y preocupado.
—Sí, pero… no entiendo qué quiere decir. ¿Qué es lo que sugiere? La habían violado, comandante. Tendría que haber visto en qué estado se encontraba.
—Elkins —dijo Alexander—, esa chica se vende a los soldados a cambio de dinero. Me imagino perfectamente el estado en que se encontraba. ¿Acaso crees que no está acostumbrada? ¿Acaso crees que nunca había pasado por eso? ¿Por una o dos palizas? Escuchad, ya lo sabía antes de venir aquí: tenemos que encontrar a Moon Lai, y tenemos que encontrarla cuanto antes.
—Pues buena suerte. Seguro que será fácil… —dijo Richter, asintiendo con la cabeza—. Muy fácil. Estoy seguro de que en Pleiku no habrá más que un burdel lleno de jóvenes mujeres vietnamitas. No será ningún problema, qué va.
—Sí —dijo Alexander—, pero ¿cuántas putas tuertas con ocho dedos y embarazadas hay en Pleiku?
—¿Y qué vamos a hacer, recorrer todos los prostíbulos hasta dar con ella?
—Si eso es lo que hace falta…
Richter se echó a reír, dio una palmada a Alexander en la espalda y le sirvió otra cerveza.
—Sí, claro, comandante Barrington. ¿Y por qué no le envías un telegrama a tu esposa y le dices que su marido ha atravesado medio mundo para poder ir a casas de putas durante los próximos tres meses? Le diré a Tania que es por una buena causa. Seguro que lo entenderá.
Richter y Elkins se echaron a reír, pero Mercer no se tomó semejante libertad. Desde luego, a Alexander no le hizo gracia.
—En primer lugar, no contamos con tres meses —dijo, apurando la cerveza de un sorbo—. No tenemos ni cinco minutos. Y en segundo lugar —añadió, con el rostro impertérrito—, mi mujer es muy comprensiva cuando se trata de ir a casas de putas por una buena causa. Iremos esta misma noche. ¿A cuánto queda? ¿A cincuenta kilómetros?
—¿Esta noche? —Se sorprendió Richter.
—Por la noche los bares estarán llenos. —Alexander miró a Richter con expresión elocuente—. ¿Qué pasa? ¿Es que acaso no sabes que es la mejor hora?
—Alexander, olvídalo, quédate aquí —dijo Richter, desviando la mirada—. Ya sé lo que opina Tania de mí con respecto a mi propia esposa. Nunca me perdonará por esto.
—Ya basta de cháchara, vámonos. —«Tania perdona cosas peores que esto».
—Va a pensar que te he corrompido. Olvídalo. Preferiría enfrentarme a un escuadrón entero del Vietcong antes que dar mi consentimiento para esto. Tú quédate aquí. Iremos Elkins y yo. Me llevaré a uno de nuestros hombres, Ha Si, para que nos haga de intérprete.
—Tráelo, desde luego. Quiero conocerlo. ¿Qué jeep nos llevamos?
Richter se restregó los ojos.
—Creo que tendríamos que hablar de esto…
—¡Joder, Richter! ¿Siempre tienes que hablar tanto? Es un milagro que tus hombres salgan alguna vez en alguna misión. ¡Vámonos!
Alexander no abandonó las dependencias de Richter, ni siquiera para respirar un poco de aire fresco. Se quedó fumando dentro, sin salir, y por la noche cenaron pho de ternera, fideos finos vietnamitas con caldo de ternera, que Alexander engulló con avidez, sin poder parar de comer. Richter le preguntó si quería descansar, asearse, pero Alexander sólo quería que oscureciera para poder ponerse en marcha. Cuando se hizo de noche, condujeron hasta Pleiku. La carretera no estaba asfaltada, pero al menos era recta. Tardaron una hora.
Como en cualquier ciudad capitalista, los bares de mala muerte, tapaderas para los burdeles más inmundos, estaban todos en una breve franja de calles decrépitas, sucias, malolientes y húmedas del centro, paralelas a un estrecho río lleno de fango cuyo cauce se desbordaba invariablemente tras la lluvia. Los prostíbulos, todos dispuestos en fila, facilitaban enormemente al cliente que acudiese con prisas y en estado de embriaguez la tarea de decidirse. Desde luego, facilitaban enormemente a los cuatro hombres la tarea de buscar a Moon Lai. Alexander deseó haber llevado consigo una foto suya, pero al menos tenía una de Anthony para poder enseñarla. Se dividieron. Elkins y Ha Si, un guerrero montañés, se encargaron de la mitad de los bares, y Alexander y Richter, de la otra mitad. Ha Si les enseñó a decir en vietnamita: «¿Trabaja aquí una chica con ocho dedos?».
Recorrieron un bar tras otro tratando de pasar inadvertidos; se apostaban en las entradas estrechas, tras las cortinas rojas, en pequeñas salas llenas de humo, bebían un poco de cerveza, hablaban con las madames, examinaban rápidamente a las chicas que se sentaban en las sillas esperando a clientes como Richter y Alexander. Había montones de establecimientos en aquellas calles oscuras y sin asfaltar, llenas de barro y mugre por la lluvia. Alexander intentaba limpiarse las botas antes de entrar en los bares, pero era inútil, porque el barro se le solidificaba lentamente, convirtiéndose en cemento en las suelas. Las luces parpadeaban, los hombres reían y se oía el bullicio de una pelea en alguna parte. Alexander y Richter recorrieron siete locales sin suerte.
En el octavo, la madame, una vietnamita ya entrada en años, se golpeó el pecho y exclamó:
—¡Ah, Moon Lai! Dien cai dau! Dien cai dau!
—«Dinki dau» —susurró Richter—. Está diciendo que está loca.
—Dile que eso no nos resulta muy útil —dijo Alexander—. ¿Conoce a la chica?
Al parecer, la mujer conocía bien a la chica.
—¿Dónde está?
No pudieron sacarle esa información. Alexander enseñó a la mujer un fajo de cien dólares. La madame empezó a hablar muy rápido en vietnamita, intercalando algunas palabras en inglés, y cogió el dinero que le ofrecía.
—¡Yo no visto! ¡Ella ido! ¡Yo no visto ella! ¡Ella ido! Ya he dicho: dien cai dau!
—Dile que no le vamos a dar los cien dólares si sólo nos dice que no la ha visto.
Alexander se quedó allí mientras Richter corría a buscar a Elkins y a Ha Si, pues necesitaban a éste para que les hiciese de intérprete.
Cuando Richter se fue, la madame hizo desfilar a sus mejores chicas, las más jóvenes, delante de la mirada curiosa y discreta de Alexander, que permanecía con el cigarrillo en la boca.
—Mientras espera —repetía una y otra vez la madame—. No tarda mucho tiempo. Treinta piastras.
Las chicas, en distintos estados de desnudez y de edades comprendidas en una franja escandalosamente joven a los ojos de Alexander, trataban de atraerlo con precios muy baratos a cambio de unos servicios extremadamente sofisticados.
—¿Por qué coño habéis tardado tanto? —increpó a los tres hombres cuando al fin negaron.
Ha Si habló con la madame. Cuando terminó, Alexander le dio cien dólares norteamericanos a la mujer, que le dedicó una mirada de gratitud inmensa. Los cuatro hombres salieron a respirar aire fresco y se detuvieron junto a la valla de madera del río de lodo.
—No sabe mucho —dijo Ha Si, un montañés diminuto, firme como una roca y con la piel como el cuero liso. Elkins le había dicho a Alexander que siempre lo enviaban a él de avanzadilla en cualquier misión porque Ha Si era indetectable para el enemigo hasta que ya estaba encima de ellos, con la navaja en su cuello—. Ha dicho que Moon Lai trabajó para ella durante dos o tres años.
—¿Dos o tres años? ¿Cuántos años tiene?
—Eso no se pregunta. Nadie diría la verdad de todos modos.
—Podría haber tenido doce o veintidós —dijo Elkins.
Alexander negó con la cabeza.
—No podía tener doce, si trabajó para ella tres años…
Ha Si no dijo nada; se quedó allí, sin pestañear ni inmutarse. Alexander lanzó un gemido.
—Era una chica tranquila —siguió diciendo Ha Si—, siempre hacía lo que le ordenaban, nunca protestaba, nunca se negaba a trabajar, pero sólo tenía unos pocos clientes que repetían con ella. Vivía en la habitación más pequeña y apartada, en el piso de arriba. La madame ha dicho que aun cuando Moon Lai tenía dos ojos y era guapa «los hombres nunca volvían por ella». Excepto uno… y ése era el soldado de la fotografía, que volvió por ella aunque sólo tenía un ojo, y pagó un montón de dinero para que ella pudiese vivir en la habitación y no aceptar a otros clientes. Era muy generoso, ha dicho la madame.
»También ha dicho que a veces Moon Lai desaparecía sin avisar, una o dos semanas. Luego volvía a aparecer, pedía su vieja habitación y trabajaba sin protestar. Por eso la madame ha dicho que está loca. Que va y viene cuando le place. La última vez que la vio fue a principios de primavera. Desde entonces, nada. La madame piensa que a lo mejor está muerta o embarazada y no puede trabajar.
Alexander siguió fumando con aire reflexivo. Richter y Elkins lo miraban, y Ha Si permaneció inmóvil.
—¿De dónde es Moon Lai, Ha Si?
—La madame no estaba segura.
—¿Bromeas? —exclamó Alexander.
—Yo nunca bromeo. —Ha Si miró a Alexander sin inmutarse.
—Es el único dato sin el que no podemos marcharnos de Pleiku. Vuelve ahí dentro inmediatamente, dale otros cien dólares y no vuelvas hasta que la madame esté segura. Vete.
Ha Si levantó las manos despacio.
—Espere —dijo de mala gana, sin coger el dinero que le ofrecía—. La madame ha dicho que oyó a la chica sin dedos hablar de una aldea llamada Kum Kau. La madre y la hermana de Moon Lai vivían en Kum Kau. A lo mejor era ahí adonde iba cada pocos meses.
—Nunca he oído hablar de ese lugar, Kum Kau —comentó Richter con cierto recelo—. Debe de ser una aldea muy pequeña, o está muy lejos de aquí.
Ha Si no dijo nada.
—Esto es una mierda —exclamó Elkins—. ¿Puede haber ido Anthony con ella a esa estúpida aldea? ¿Como marido? ¿Como futuro padre? ¿A conocer a los suegros, tal vez?
—Supongamos que fue —dijo Alexander—. ¿Por qué no volvió?
—A lo mejor lo intentó —dijo Richter—. A lo mejor lo hemos estado buscando en el lugar equivocado. Esa aldea, Kum Kau… ¿dónde está, Ha Si?
Ha Si no contestó, y su expresión ya no era impertérrita. Volvieron a formularle la pregunta, pero seguía sin contestar. Richter levantó la voz en la calle del río.
En voz muy baja, Ha Si contestó:
—No quiere saberlo, coronel Richter.
—¡Es lo único que queremos saber, joder! —gritó Richter—. Es lo único que queríamos averiguar aquí, así que contesta de una puta vez. Es una orden. ¿Dónde está?
—Catorce kilómetros al norte de la zona desmilitarizada —respondió Ha Si.
—¿En Vietnam del Norte? —exclamó Richter, horrorizado.
—¡En Vietnam del Norte! —repitió Alexander con voz sepulcral, derrotado, con el corazón herido de muerte.
Sin volver a dirigirle la palabra a nadie, Alexander apuró el cigarrillo mientras encaminaba sus pasos de nuevo hacia el jeep. Con las armas preparadas, los hombres condujeron en silencio cincuenta kilómetros por la oscuridad de los campos, de vuelta a la base. «¡Está en Vietnam del Norte!», no dejaba de pensar Alexander.
En Kontum, en las dependencias de Richter, éste sacó una botella de whisky, porque la cerveza no era lo bastante fuerte. Ha Si no bebía; permaneció sentado en silencio en una silla, más silencioso incluso que la propia silla. Alexander, que hasta entonces creía haber aprendido a ser sigiloso cuando era necesario, era un torbellino de movimiento comparado con Ha Si. Aun en esos momento, el hombre se mostraba imperturbable. Aunque, bien pensado, ¿por qué no iba a estar imperturbable? Al fin y al cabo, no era su hijo el que había desaparecido en aquel maldito país.
—¿Ves lo que te estaba diciendo antes, Elkins? —dijo Alexander al fin—. Os tendieron una emboscada.
—Con todos los respetos, comandante —replicó Elkins— y perdóneme por decirlo así, pero por supuesto que nos tendieron una emboscada, eso está más claro que el agua; sin embargo ¿qué tiene que ver una emboscada de hace un año y medio con el paradero de Anthony? ¿Y con Moon Lai?
Richter y Alexander intercambiaron una larga mirada impregnada de los vapores del whisky. Richter meneó la cabeza con aire resignado, le sirvió otra copa a Alexander y ambos brindaron.
—No se preocupe, comandante —dijo Richter—. Mañana llamaré a Pinter, el comandante en el territorio del norte. Le pediré que envíe una patrulla de reconocimiento a la zona desmilitarizada, hasta donde estaba la fortaleza de Khe Sanh, y a otro grupo de hombres a la carretera de Ho Chi Minh en Laos, que baja desde Vietnam del Norte y entra en Laos a unos treinta kilómetros al norte de la zona desmilitarizada. A ver si ven algo ahí. Le preguntaré a Pinter si ha oído hablar alguna vez de esa aldea, de Kum Kau.
Alexander torció el gesto y soltó la copa. Dejó los cigarrillos, se levantó de la mesa y lanzó una mirada sombría a Richter.
—Coronel Richter —dijo en voz baja—, ¿podemos hablar a solas un momento?
De mala gana, Richter hizo señas a Ha Si y a Elkins para que los dejaran solos y se volvió hacia Alexander, que seguía de pie dentro del barracón.
—Oye, ya sé lo que me vas a decir…
—No sabes lo que te voy a decir.
—Sí, sí que lo sé. —Richter se desplomó en su silla.
—Tom, ¿de qué coño estás hablando? ¿Pinter, sus patrullas de reconocimiento? Vamos a ver, ¿a quién le va a resultar útil eso?
Alexander empezó a pasearse arriba y abajo por delante de la alargada mesa.
—A ti, Alexander. Los hombres de Pinter conocen esa área palmo a palmo, y ya sabes que los míos no salen del triángulo. —Richter se sirvió otra copa—. ¿Quieres una?
—Tom.
—¡Alexander! —Richter dio un golpe con la copa contra la superficie de la mesa—. Me parece que hay algo en todo este asunto que no acabas de entender…
—¡Tom! —exclamó Alexander, al tiempo que estrellaba el puño en la superficie de la mesa—. ¡Hay algo en todo este asunto que tú no acabas de entender!
Richter se levantó bruscamente.
—¡Escúchame! ¿Sabes que tenemos órdenes directas de no internarnos en Vietnam del Norte? Lo sabes, ¿verdad? ¡Órdenes directas!
—Vamos, vamos. Sé cómo funciona el SOG. Tú les dices a tus hombres adónde tienen que ir y ellos van a donde tú los envías, es así de simple. ¿Me estás diciendo que Elkins no iría? ¿Que Mercer no iría?
—¡Alexander! —Richter bajó la voz hasta hablar en un murmullo furioso—. ¡Has perdido el juicio por completo! ¡No es mi área de operaciones! Yo estoy aquí. Mi área se limita al centro de Vietnam del Sur, a Laos y a Camboya. Aquí.
—Sí, y se supone que no debemos estar ni en Laos, ni en Camboya, ni aquí ni allí. Y se supone que tampoco puedes enviar a nadie a la carretera de Ho Chi Minh. Se supone que tampoco puedes enviar a grupos de hombres a la selva camboyana para interceptar los suministros. Y sin embargo, lo haces.
Los dos hombres se miraron con gesto tenso, con sendos pares de puños apretados con fuerza encima de la mesa.
—¡Catorce kilómetros al norte de la zona desmilitarizada! —exclamó Richter—. ¡No está a ocho kilómetros de Pleiku, ni a diez de Kontum, sino nada menos que a cuatrocientos ochenta kilómetros de aquí, en Vietnam del Norte, donde el propio Abrams, siguiendo órdenes expresas de Johnson, dijo que no podíamos poner el pie para no hacer enfadar a los rusos y provocar un incidente internacional del que no nos libraríamos ninguno!
—No me vengas con ésas, joder.
—Bueno, pues deja que te pregunte, viendo que tienes todas las respuestas —dijo Richter—, ¿qué coño sabes tú de Kum Kau? Supón que desobedecemos las órdenes del comandante del MACV y del presidente de Estados Unidos, tu comandante en jefe también, por cierto, y que enviamos a nuestros chicos allí y descubrimos que es una preciosa aldea donde las mujeres vietnamitas con sombreros de paja se pasean con cubos de arroz en la espalda y tienen hijos. Supón que encontramos a tu hijo en esa aldea, comiendo pho y ayudando en los arrozales. Luego ¿qué? ¿Vamos a traerlo de vuelta para que le hagan un bonito consejo de guerra? Porque ya han pasado cinco meses, y si está rascándose el ombligo en una aldea, no va a volver. ¿Quieres que traigamos a tu hijo para que un tribunal militar lo juzgue por deserción en plena guerra?
—La respuesta es sí —masculló Alexander entre dientes—, porque tú y yo sabemos que no está en Vietnam del Norte rascándose el puto ombligo.
—Muy bien —repuso Richter, también entre dientes—. Segunda pregunta. Así que crees que le tendieron una trampa…
—Y tú también, porque de lo contrario no te habrías puesto así.
—¿Y crees que estará sin vigilancia en alguna aldea llena de civiles?
—Cuando encontremos a Moon Lai, lo sabremos —dijo Alexander—. Cuando la encontremos lo sabremos todo.
—De acuerdo, la encontramos y estaremos en territorio enemigo, y ella nos informará amablemente de que Anthony está a más de mil kilómetros al norte, en el Hanoi Hilton, o en el Programa de Cuba, en uno de los campos de prisioneros de la frontera con China, dirigido en secreto por los cubanos de la caña de azúcar que acuden a Vietnam del Norte haciéndose pasar por diplomáticos y luego organizan y establecen los campos del ejército norvietnamita donde torturan a los norteamericanos. Y luego ¿qué? ¿Caminarás más de mil kilómetros hasta Hanoi?
—Si eso es lo que hace falta… —contestó Alexander.
—¡Santa Madre de Dios! —Richter estaba jadeando—. Muy bien, pues eso me lleva a mi cuarta puñetera pregunta. Estamos en territorio enemigo, nos surge un problema del copón, necesitamos ayuda. ¿De dónde vamos a obtenerla? Normalmente tenemos ocho helicópteros preparados para esa clase de misiones, pero ¿para ésta? Si alguien se entera de que estamos en Vietnam del Norte, vamos a tener muchos más problemas que un muchacho desaparecido.
—¡Y una mierda! —le soltó Alexander—. ¿Y sabes una cosa? Guárdate ese rollo para otro idiota, Richter, porque parece que olvidas con quién estás hablando. Sé perfectamente que el SOG cuenta con sus propios aviones, sus propios helicópteros, sus propios vehículos de emergencia, sus propios hospitales, sus propias armas… Misiones clandestinas, secretas… ¡esto es precisamente lo que hace el SOG! ¡Pero si os encargáis de las operaciones encubiertas de Macvee! Ése es el único propósito del SOG, de lo contrario estarían luchando en combates abiertos con apoyo de la artillería. Serían los marines. ¡No intentes venderme esa mierda! ¿Me oyes? ¡Precisamente a mí!
—¡Siento haberte dado un puto trabajo en la reserva, joder! —gritó Richter.
—Bueno, ahora es demasiado tarde para sentirlo. Ahora tenemos que ir a buscar a Anthony.
—Oh, Dios mío… —Richter dio un respingo—. ¿Por eso es por lo que has venido aquí?
—¿Tú qué coño crees?
—¡Yo no pienso ir a Vietnam del Norte! —gritó Richter.
—Saldremos mañana.
—¡Y una mierda!
—El ejército norvietnamita lleva rompiendo las reglas y desestabilizando a países supuestamente neutrales desde 1954 para transportar a Vietnam del Sur armas de fabricación soviética con las que poder matarte a ti —dijo Alexander—. Ha desestabilizado Laos, Camboya, Tailandia, Papúa-Nueva Guinea. ¿Y ahora te preocupa romper una maldita regla? Llevan quince años armando el paralelo 17 y la zona desmilitarizada con sus supuestas aldeas de campesinos. Lo sabes mejor que yo.
—Es verdad, pero no hablamos de la zona desmilitarizada, hablamos de Vietnam del Norte… ¡y no tenemos ningún tipo de información veraz sobre Ant! ¡No sabemos una puta mierda! ¿Por qué no quieres enviar a una patrulla de reconocimiento antes? Pinter enviará a un equipo de siete hombres desde la base del norte en Da Nang, al menos así averiguaremos lo que necesitamos saber. ¿Y si no está allí? ¿Y si necesitamos a cien hombres para sacarlo? ¿Y si necesitamos sólo a uno, para transportar su cadáver? ¿Se te ha ocurrido pensar en esa posibilidad? Dios no lo quiera, pero ¿y si está muerto?
—Vivo o muerto —dijo Alexander con gesto firme y resuelto—, lo vamos a traer de Vietnam del Norte.
—¿Y si Kum Kau no existe, pero hemos enviado a veinte soldados a territorio enemigo y se los cepillan y no puedo explicar qué coño estaban haciendo allí?
—¿Así que crees que si Pinter envía a sus hombres y se los cepillan te sentirías mejor? No tendrías a Ant, pero veinte de los hombres de Pinter estarían muertos. ¿Eso sería mejor?
Los dos siguieron jadeando, enfrentados, dos hombres de cincuenta años, soldados, guerreros. Los dos a punto de perder los nervios, dos hombres que no se creían capaces de llegar a aquel extremo, pero habían llegado, y había que solucionarlo.
—Sólo piensas en tu hijo, Alexander —dijo Richter—, pero yo tengo que pensar en todo mi regimiento. Soy responsable de un millar de hombres.
—Tom —repuso Alexander—, sabes perfectamente lo que el ejército norcoreano y los putos cubanos les hacen a los soldados norteamericanos.
—Kum Kau está cerca de la zona desmilitarizada. Los cubanos están en Hanoi y cerca de China. No vamos a acercarnos a China, ¿verdad?
—Vietnam del Norte ha violado todas las disposiciones de la Convención de Ginebra que, por cierto, ellos mismos firmaron. Nuestros hombres aparecen en la carretera muertos, ahogados, quemados, mutilados sin posibilidad de que alguien pueda reconocerlos, porque no pueden soltarlos vivos para que no cuenten al mundo cómo trata a sus prisioneros el NVA. ¿Y tú quieres dejar allí a Anthony?
—Pueden soltarlos o no soltarlos —dijo Richter—. Como si al mundo le importara una mierda cómo tratan los norvietnamitas a los prisioneros de guerra. Al mundo sólo le importa lo que los norteamericanos hicieron en My Lai.
—Sí —repuso Alexander—, porque a ellos se los juzga con benevolencia por no tener principios de ninguna clase, mientras que a nosotros se nos juzga con dureza por no saber estar a la altura de los nuestros. Es como tener más consideración con Cartago que con Roma. Ya lo sé, se espera más de Roma. Pero el hecho es que puedes decirme lo que quieras, con Elkins apostado en la puerta, pero sabes perfectamente que de una manera u otra voy a ir a Kum Kau a averiguar qué le ha pasado a mi hijo. No he venido a Vietnam para ir a casas de putas contigo. Estamos hablando de Anthony. ¡De Anthony! —Alexander estuvo a punto de desmoronarse.
—¡Ya sé de quién estamos hablando! —Richter trató por todos los medios de no perder la compostura él también—. He cuidado de él y lo he protegido como he podido desde que llegó aquí. Ha tenido carta blanca para todo. Apenas le hacía preguntas; siempre y cuando cumpliese con su cometido y con su misión, podía hacer lo que quisiese. Lo hice por él porque eso era lo que quería.
—Muy bien —dijo Alexander—, pues esto es lo que quiero yo, para que quede claro. O me ayudas como deberías y debes, o sigues ahí dándome quinientas razones más por las que no puedes hacerlo; pero Anthony no va a quedarse en Vietnam del Norte. —Alexander seguía con los puños clavados en la mesa—. Mi hijo no. Ni un solo día más.
Inspiró hondo sin moverse un centímetro, firme en su decisión.
Con un gruñido, Richter se retiró y retrocedió unos pasos. Alexander no se movió. Sabía por lo que Richter estaba pasando, sólo que no quería oírlo. Y al cabo de cinco minutos y de otro vaso de whisky, Richter inclinó la cabeza.
—Lo que no entiendo es por qué toda tu puta vida tiene que girar alrededor de la misión de Tatiana en Berlín —dijo, en voz mucho más baja—. ¿Por qué no puede girar en torno a algo más?
—Mi vida gira en torno a muchas otras cosas.
—No, no lo creo —dijo Richter—. En absoluto.
Después de dos cigarrillos, Richter se tranquilizó lo suficiente para llamar a Ha Si y a Elkins para que volvieran a entrar. Un adormilado Elkins corrió a despertar a Mercer. Era más de la una de la madrugada. Los cuatro hombres se pusieron en posición de firmes y Richter, con los nervios, se olvidó de darles la orden de descansar.
Mientras daba vueltas alrededor del montañés, perforándolo con la mirada, Richter dijo:
—Ha Si, conoces la zona como la palma de la mano, eso ya lo sé, pero… deja que te haga una pregunta, y quiero que lo pienses muy bien antes de contestar. Esa aldea, Kum Kau, está lejos de aquí, lejos de tu área. Al fin y al cabo, tú eres de Bong Son, y eso no está cerca de aquí. Espera, no me interrumpas. ¿Es posible, sólo posible, que Kum Kau esté más bien al oeste de Vietnam del Norte? ¿Podría estar un kilómetro o dos en el interior del territorio de Laos, en la zona montañosa de Khammouan? A lo mejor has cometido un pequeño error, ¿no? ¿Qué me dices? Piensa antes de contestar.
Ha Si pensó unos minutos antes de contestar.
—Creo —respondió, despacio y en voz baja—, que tal vez tenga razón, coronel. Podría estar justo en territorio de Laos, cerca de la frontera. Esa frontera es un poco difícil, por las montañas, y no conozco esa zona tan bien como ésta. Antes me he precipitado. Gracias por darme la oportunidad de corregirme. Está en Laos.
—Muy bien —dijo Richter—, porque ya sabes, Ha Si, que podemos hacer muchas cosas, pero nunca, por ninguna circunstancia, adentrarnos en Vietnam del Norte. Si Kum Kau está ahí, no lo podemos definir de entrada como el parámetro de nuestra misión, e ir y encontrar a esa tal Moon Lai y tal vez encontrar a nuestro capitán Barrington.
—Sí, señor. Lo entiendo, señor. —Ha Si miró a Alexander—. Definitivamente, está en Laos.
Richter, finalmente, dio la orden de descanso a los hombres. Los cinco se sentaron y se pusieron a fumar, a pensar y a urdir un plan.
—Lo que yo querría, lo que preferiría —dijo Richter— es enviar primero una pequeña unidad de reconocimiento. —Alexander abrió la boca, pero Richter no lo dejó hablar—. Pero hay algo que sé mejor que cualquiera de los presentes en esta mesa —fulminó a Alexander con la mirada—: si detectan a nuestros hombres, estamos perdidos. Si llegamos a efectuar una operación de rescate y evasión en Kum Kau, sólo podremos entrar una vez. No nos esperan, el factor sorpresa será nuestra mejor arma. Por otra parte, si nos metemos en una situación de la que no sabemos salir, estaremos bien jodidos. Sencillamente, no podemos reunir un grupo muy numeroso de hombres porque no podríamos enfrentarnos al enemigo sin pasar desapercibidos. De modo que esto es lo que vamos a hacer: vamos a reunir a un grupo de élite y vamos a salir en misión de reconocimiento ultrasecreta a un destino clasificado en Laos. ¿Me habéis oído? No la llamaremos una misión SLAM, ¿entendido? La llamaremos misión de reconocimiento. Para recabar información, para interrumpir los suministros del enemigo, tal vez.
—Entendido, señor.
—No llevaremos ninguna clase de identificación; ya sabéis lo que eso significa. Si caéis en Vietnam del Norte, nadie encontrará vuestros cuerpos. Os sugiero que llaméis a quien corresponda y escribáis las cartas necesarias antes de salir. Personalmente, y a diferencia de lo que opina el comandante Barrington, nuestro asesor de inteligencia venido directamente de Fort Huachuca en Arizona, yo creo que Kum Kau es sólo una aldea normal.
—Bueno, a diferencia de ustedes, caballeros —intervino Alexander—, no he participado en misiones sobre el terreno desde 1946, y estoy seguro de que muchas cosas han cambiado desde entonces. Y puede que el coronel Richter tenga razón, puesto que cuenta con una gran experiencia en esta área, pero es necesario abordar el asunto como si la aldea fuese un campo enemigo, minado, armado y lleno de trampas. Es necesario que nos llevemos todo lo necesario para alcanzar nuestro objetivo, y aunque estoy seguro de que todos los campesinos vietnamitas son civiles inocentes, sólo por si las moscas, llevémonos munición suficiente para arrasar Hanoi, y no sólo una antorcha para quemar unas cuantas chozas.
Richter miró de soslayo a Alexander, y todos los demás miraron de soslayo a Richter.
—Haré que un helicóptero nos transporte a Laos —dijo Richter—, buscaré uno de los servicios de emergencia, así nos dejará en la zona, volverá al sur a repostar y esperará nuestra llamada. Hay una base de suministro del SOG justo al sur de la zona desmilitarizada; tendré a nuestros helicópteros de combate esperándonos allí, además de dos Hueys más por si los necesitamos, y una unidad médica. Pero recordad: nuestra misión clasificada está dentro de los parámetros de Laos. Seis putos Cobra no pueden volar a Vietnam del Norte, porque eso ya no se llamaría apoyo al combate: sería una puta invasión. ¿A todo el mundo le ha quedado claro eso?
A todo el mundo le había quedado claro. Mercer estaba pensativo.
—Perdone, señor, pero ha hablado usted de «nuestra» misión. ¿Es que… está pensando en ir usted también?
Alexander se miró las manos para no ver a Richter derrotado ante sus hombres.
—¡A la mierda con todo! —exclamó Richter—. Soy demasiado viejo para esto, pero voy a ir porque soy yo quien se juega el cuello si algo sale mal en Vietnam del Norte. Seremos doce, un equipo de seis nativos de operaciones especiales y nosotros. Le diré a Tojo que venga, eso si antes no le da un ataque al corazón cuando se entere de que yo también voy. Elkins, Mercer, Ha Si, doy por sentado que vosotros os ofrecéis voluntarios para venir, ¿no?
Los tres hombres asintieron y se volvieron para mirar a Alexander.
—¿Qué coño estáis mirando? —exclamó éste—. Sin mí, todavía estaríais follando en Pleiku, comiendo bocadillos de queso y lanzando granadas a los peces del río. Pues claro que yo también voy.
Los hombres permanecieron en silencio.
—Tal vez debería quedarse aquí, comandante —dijo Elkins—. Usted mismo ha dicho que no ha participado en el combate activo desde 1946.
—Y el combate activo con una enfermera de la Cruz Roja no cuenta —añadió Richter mordazmente.
Alexander no dijo nada. Era evidente que Richter sentía la necesidad de decir la última palabra.
—¿Necesita el coronel conseguirle el permiso de seguridad para participar en operaciones de combate activo? —insistió Elkins—. Porque eso podría tardar un mes.
—Para su información, teniente, obtuve el permiso de seguridad del mismísimo comandante de Inteligencia Militar en Fort Huachuca —lo informó Alexander. La conversación se dio por zanjada—. Tom, ¿me acompañas a mi tienda? Necesito dormir. —Los demás hombres se pusieron de pie, saludaron y se marcharon. Alexander se dirigió a Richter—. ¿Crees que mañana ya lo tendrás todo listo? —le preguntó de camino a su barracón.
Richter no lo creía.
—Y no lo llamamos «tienda», sino barracón, Alexander.
—Tienda, barracón… a quién coño le importa. Ya hemos esperado bastante, Tom. Tenemos que salir enseguida.
—Necesitamos un par de días más —respondió Richter—. Tengo que buscar un helicóptero de transporte, preparar las provisiones, las armas… Tú mejor que nadie sabes que hay que prepararse a conciencia. Sólo tendremos una oportunidad.
Alexander estaba de acuerdo en que debían ir bien preparados. Y en que sólo tendrían una única oportunidad.
Cuando se detuvieron delante del barracón de Alexander, Richter se encendió un cigarrillo y dijo:
—Alexander, ¿eres consciente de las pocas posibilidades de éxito que hay?
—Entonces, ¿tú también tienes esperanzas? —Un poco más relajado, Alexander dio unas palmaditas en el brazo a Richter—. Tom —le dijo—. Ya sabes que te equivocas de hombre si lo que quieres es hablar de posibilidades.
—Joder, y que lo digas…
—¿Cuáles eran las posibilidades de que una mujer de un metro cincuenta que nunca en toda su vida había disparado un arma llegase a territorio controlado por los soviéticos sin saber dónde estaba yo, o ni siquiera si estaba allí, o vivo y… me encontrase, vivo?
—Más que las nuestras —dijo Richter.
Alexander negó con la cabeza.
—Una mujer desarmada en un campo del Gulag con centinelas armados con metralletas cada dos palmos —dijo Alexander, casi en tono reverencial—. No eran doce hombres cargados con más munición que la suma del peso de sus cuerpos. Y sí, los norvietnamitas son unos hijos de mala madre, pero los soviéticos tampoco eran hermanitas de la caridad precisamente. Ellos también tenían artillería, y aun así, Tatiana me encontró y me sacó de allí. Así que… que duermas bien.
Pero no podía evitar pensar en lo que Tania le había dicho una vez, que se puede protestar y clamar cuanto queramos, «pero a veces lo que hacemos no es suficiente, por mucho que sea». Él sabía algo de eso. Sin embargo, trató de relegar esos pensamientos al olvido.
Richter lanzó un suspiro, dio una calada al cigarrillo y esbozó una sonrisa.
—Me sorprende que tú y Tania nunca hayáis utilizado vuestra capacidad para ganar contra todo pronóstico.
Era la primera vez desde el 20 de julio de 1969 que Alexander se reía con una carcajada.
—Tom —le dijo, bajando la voz y rodeando a Richter con el brazo un momento—. ¿Quién te dice que no lo hemos hecho? —Alexander sonrió de oreja a oreja—. Vamos a Las Vegas dos veces al año —le confesó alegremente—. Los niños creen que nos vamos de vacaciones a Sedona, pero en cuanto llegamos allí, nos pasamos veinte horas seguidas jugando. Mi mujer es la reina de la ruleta y del blackjack.
Richter se quedó boquiabierto.
—¿Me estás hablando de Tania? —exclamó—. Tania, tu mujer… ¿la reina del blackjack?
Alexander asintió.
—Y Tom, hay que verla para creerlo. Durante los últimos siete años nos regalan la estancia en una suite de lujo en el Flamingo. El hotel le da comida gratis, vales de descuento para compras, da lo mismo… Tania nunca pierde. Si tiene frío, no juega. Fuimos hace un mes para ver si nos animábamos un poco, pero tenía frío, así que dejó de jugar. No dejaban de tocarle reinas de picas y las busting[4], pero eso no es lo habitual. —Se interrumpió y luego bajó la voz—. Los jugadores profesionales no la ven venir. Se sienta en sus mesas, se toma un poco de vino, se viste de rosa, se suelta el pelo, bromea con ellos y entonces bajan la guardia. No tienen la más mínima oportunidad. Es increíble. —Recordó a su esposa con un cariño infinito—. Lo mío es distinto. Yo juego al póquer. Unas veces gano y otras pierdo. Tatiana viene, se coloca detrás de mí y tranquiliza al resto de la mesa mientras yo me pongo nervioso. Se nos da bien, pero a ella le encanta, desde luego.
Richter lo escuchaba con los ojos abiertos como platos y luego se echó a reír.
—Es increíble, joder. Llegas aquí y en diez horas pones mi mundo patas arriba. Yo, un teniente coronel, aceptando órdenes de un puto comandante; Anthony va a tener hijos con una puta; por nuestra cuenta y sin autorización de ninguna clase, estamos a punto de invadir Vietnam del Norte y Tania, precisamente Tania, se vuelve loca por ir a Las Vegas. ¿Hay algo más con lo que quieras sorprenderme?
Alexander aterrizó repentinamente en la realidad y dejó de sonreír.
—No —dijo, dándole una palmadita cuidadosa—. No se me ocurre nada más.
Richter también se puso serio.
—Alexander, hazme un favor. Cuando salgamos en esta misión, no me hables como si fuéramos amigos desde hace veinte años.
Alexander se cuadró para hacerle el saludo oficial y Richter se lo devolvió.
—Buenas noches, coronel Richter —dijo Alexander.
—Buenas noches, comandante Barrington.
Una vez en el interior de su barracón individual, Alexander se desnudó y se desplomó sobre la cama. Se encendió un cigarrillo, lo apuró, se encendió otro y sonrió, con la mirada fija en el techo.
—Ant, ven aquí, quiero que juegues al dominó con tu madre.
—No, ¿por qué? Nunca gano.
Anthony acababa de regresar a casa después de su primer año en West Point. Era junio de 1962.
—Sí, ya lo sé —dijo Alexander—, pero voy a vigilaros mientras jugáis. Tú juegas con tu madre y yo la vigilo y averiguo cómo hace trampas.
—No hagas caso a tu padre, Anthony. Yo no hago trampas al dominó —dijo Tatiana—. Uso mis poderes, que es diferente.
—Tú mezcla las fichas, Tania.
—Sí, mamá, mezcla las fichas.
Había veintiocho fichas de dominó, siete para Anthony, siete para Tatiana y catorce se quedaron apartadas para poder robarlas cuando fuese necesario.
Alexander la observó. Tatiana permanecía impasible, colocaba las fichas y robaba otras, tarareando, mirando a su hijo y a su marido. Las fichas no tardaron en desaparecer, salvo las que conservaban cada uno de los jugadores en sus manos. Cada partida duró de cinco a siete minutos, y todas las ganó Tatiana.
—¿Ya lo has averiguado, papá?
—Todavía no, hijo. Sigue jugando.
Alexander dejó de observar las fichas. No observó lo que sucedía en la mesa, no observó las fichas que se iban robando ni las que se colocaban ni quién ganaba o perdía. Sólo miraba atentamente el rostro despreocupado e imperturbable de Tatiana, y sus ojos limpios y brillantes.
Jugaron una y otra vez. Anthony protestó.
—Papá, hemos jugado trece partidas y las he perdido todas. ¿Podemos parar?
—Pues claro que has perdido, hijo —dijo Alexander despacio—. Sí, ya podéis parar.
Liberado al fin, Anthony se fue corriendo a la cocina, mientras Alexander se encendía un cigarrillo y Tatiana recogía con calma todas las fichas para guardarlas en la caja.
Ella alzó la vista para mirarlo y él le contestó esbozando una sonrisa.
—Tatiana Metanova —dijo—. Durante veinte años he vivido contigo, me he acostado en tu cama y he sido el padre de tus hijos. —Bajó la voz hasta hablar en susurros y se inclinó hacia ella—. ¡Tania! —exclamó, exaltado—. No puedo creer que haya tardado tanto tiempo en descubrirlo, pero… ¡cuentas las fichas!
—¿Qué?
—¡Cuentas las puñeteras fichas!
—No sé de qué estás hablando —repuso ella, sin comprender.
—Cuando ya no quedan más fichas que robar, sabes perfectamente qué fichas le quedan a Anthony. Las cuentas todas, sabes cuáles quedan. ¡Al final de la partida, ya sabes cuál será la jugada de tu oponente antes de que él mismo lo sepa!
—Shura…
La sujetó, la atrajo hacia su regazo y la besó.
—Eres muy buena. Buenísima.
—De verdad, Alexander —repuso ella con calma—, no sé de qué me estás hablando.
Alexander se echó a reír a carcajadas, la soltó, fue al armario de la cocina y sacó una baraja de cartas. Rebuscó un poco más y extrajo otros dos mazos de cartas.
—¿A que no sabes adónde vamos a ir tú y yo el mes que viene para nuestro veinte aniversario de bodas, mi contadora de fichas de dominó? —dijo, al tiempo que se sentaba en la mesa y mezclaba las tres barajas de cartas, con un cigarrillo en la boca.
—Mmm… ¿Al Gran Cañón?
—Viva Las Vegas, cielo.
Y allí, en Kontum, en medio del caos y la guerra, sin saber si su hijo estaba vivo o si podría salvarlo siquiera, Alexander, que solía recordar con dolor sus propias limitaciones humanas, sintió, con una sensación de dicha plena, su capacidad de vencer contra todo pronóstico, una hebra diminuta de consuelo en medio del manto de angustia que le cubría el corazón.
Llegó un paquete para Alexander por correo urgente. Éste se quedó muy sorprendido, pues apenas llevaba dos semanas en el país; ¿quién iba a enviarle ya un paquete? ¿Y por qué? Cuando llegó al barracón del correo, vio una caja pesada y muy larga. Era de su familia. Elkins y Mercer se quedaron aún más sorprendidos cuando trataron de levantarla.
—Un paquete especial de la familia —dijo Mercer—. ¿Qué hay dentro, ladrillos?
Tuvieron que abrirlo en el suelo, sobre el polvo, delante de la sala del correo. La caja pesaba demasiado para moverla. En su interior, Alexander halló una carta muy larga de Tatiana que empezaba así: «Marido mío, padre de unos niños pequeños, uno de tus hijos se ha vuelto loco». Y en el interior de la caja había dieciséis estacas de bambú de las llamadas punji, de metro cincuenta cada una, hechas de madera plana, con una muesca en la punta y afiladas como agujas en ambos extremos para poder clavarlas en la tierra con mayor facilidad. La carta que acompañaba a las estacas, escrita a mano en letra de palo, decía así: «Querido papá: Vas a necesitar estas estacas. Clávalas diagonalmente en un ángulo de 45°. También, mamá dice que tengas cuidado con los osos. Tu hijo, Harry».
—¿Su hijo le ha hecho estas estacas? —exclamó Mercer, sin poder dar crédito.
—¿A que es increíble?
—¿Y su mujer se las ha enviado por correo urgente? —señaló Elkins—. Eso sí que es increíble. Debe de haber hipotecado la casa para hacerlo. No sé quién está más loco, el hijo por hacerlas o su mujer por enviarlas.
—¿Cuántos años tiene el chico? —Quiso saber Mercer.
—Cumplirá diez el día de Año Nuevo.
Harry había nacido el primer día de la nueva década. Mercer y Elkins lanzaron un silbido y se quedaron mirando la caja fijamente.
—Diez años. Caramba, eso sí que tiene mérito. Son casi perfectas —dijo Elkins.
—¡Son perfectas! ¿Qué coño quieres decir con «casi»?
Tatiasha, mi vida:
He recibido las galletas que Janie y tú me mandasteis, los consejos médicos de Gordon Pasha (dile que tú ya me diste cuatro litros de nitrato de plata) y unas estacas afiladas de Harry (estuve a punto de echarme a llorar). Estoy acabando los últimos preparativos, listo para salir. De ti recibí una carta que estoy seguro de que escribiste a altas horas de la noche. Estaba llena de las cosas que una esposa de hace veintisiete años no debería escribirle a su marido ausente y desesperado por estar tan lejos de ella, aunque este marido se alegró muchísimo de leerlas y releerlas y se lo agradece.
Tom Richter vio el paquete que enviaste con las galletas y dijo: «Caramba, amigo mío. Eso es que debes de seguir haciendo algo bien».
Yo le lancé una larga e intensa mirada y le contesté: «Es bueno saber que nada ha cambiado en el ejército en estos veinte años».
Imagínate lo que habría dicho si llega a enterarse de los apasionados sentimientos de los que me hablas en tu carta.
No, no he comido bayas venenosas, ni setas venenosas, ni nada venenoso. El ejército estadounidense da de comer a sus hombres. ¿Sabes lo que contiene una ración de combate? Salchichas con alubias, bistec, galletas saladas, fruta, queso, mantequilla de cacahuete, café, cacao… ¡sacos enteros de azúcar! Para hacer llorar a cualquier muchacha soviética del asedio. Vamos a salir en una pequeña misión de reconocimiento mañana por la mañana, te llamaré cuando regrese. He intentado llamarte hoy, pero había sobrecarga en las líneas. Es increíble. No me extraña que Anthony sólo llamara una vez al año. Pero me habría gustado oír tu voz: ya sabes, una palabra antes de salir a la batalla, esas cosas…
Por cierto, tus galletas han causado auténtico furor entre la tropa.
Dales un abrazo a los niños y no enseñes a Janie a dar el triple salto mortal hacia atrás en la piscina.
¿Te acuerdas de lo que se supone que tienes que hacer ahora? Date un beso en la palma de la mano y apriétatela contra el corazón.
Alexander.
P. D.: Me bajo del barco en Coconut Grove. Son las seis y no estás esperándome en el muelle. Acabo y dirijo mis pasos hacia la casa, suponiendo que estarás ocupada preparando la cena, y entonces os veo a ti y a Anthony, que venís corriendo por el paseo. Él corre y tú lo sigues. Llevas un vestido amarillo. Él se abalanza sobre mí y tú te quedas quieta, tímidamente, y yo te digo: «Venga, renacuaja, enséñame lo que sabes hacer». Y tú te ríes y te subes a mis brazos de un salto. Qué recuerdo tan maravilloso… Te quiero, amor mío.
Trampa mortal en Kum Kau
Dos días después, completamente equipados, Alexander, Tom Richter, Charlie Mercer, Dan Elkins, Ha Si, Tojo y un grupo de seis montañeses bannha, uno de ellos médico, doce soldados de las Fuerzas Especiales en total, partieron en un helicóptero de transporte con una enorme cruz roja en el morro y se dirigieron cuatrocientos ochenta kilómetros al norte, al corazón de la selva de Laos.
Los escoltaban dos helicópteros Cobra de combate de Kontum. Tuvieron que parar a repostar una vez. Llevaban consigo raciones para no deshidratarse, raciones «C» normales, tabletas de calor, agua, plasma y armas para un centenar de hombres.
El punto de inserción estaba a apenas un metro en el interior de la frontera de Laos, a siete kilómetros al oeste de la ubicación en el mapa de Kum Kau. El helicóptero atravesó el paso montañoso a gran altura, porque la semana anterior un Huey que volaba demasiado bajo había sido abatido por un lanzagranadas. El piloto, el copiloto, el artillero y dos de los nativos murieron, así que esta vez Richter ordenó que el helicóptero sobrevolase la capa de nubes para no ser detectado y no correr peligros innecesarios al atravesar el valle.
Los dejaron en Laos sin incidentes y emprendieron la marcha por la jungla de las tierras altas del norte central, a mil metros por encima del nivel del mar y en pleno altiplano del territorio enemigo. A bordo del aparato habían bebido café y habían estado fumando y bromeado, pero allí, en la espesura de la selva, todos se pusieron serios y se volvieron extremadamente silenciosos, sin hablar, con el arma preparada, tratando de no perturbar a los helechos. Richter asignó a Ha Si la avanzadilla, Mercer iba el segundo, Alexander tercero y Elkins el cuarto. Tojo, el montañés que medía más de dos metros de estatura, se quedó en la retaguardia. Al parecer, siempre le asignaban la retaguardia porque era como una muralla de piedra. Delante de Tojo iba Richter, constante y silenciosamente hablando por radio, y delante de Richter iban seis montañeses más.
El rastro que dejaban era perceptible únicamente para ellos, para que luego pudieran volver sobre sus pasos sin problemas. Era muy temprano, una mañana de diciembre seca y un poco fresca. La jungla aparecía exuberantemente verde y espesa. Tras permanecer suspendido en el aire hasta que los hombres hubieron desaparecido, el helicóptero voló treinta kilómetros al sur de la base del SOG, el punto central de espera para la misión. Allí aguardaban seis Cobra y una unidad de emergencia, por si acaso. El piloto le dijo a Richter que no se metiese en problemas hasta como mínimo una hora. Después de repostar, recibió órdenes de aguardar instrucciones.
Los soldados iban vestidos con ropa de camuflaje, incluso los cascos de acero y las botas de lona y nailon ligero. Por encima de la guerrera Alexander llevaba un chaleco de combate lleno hasta los topes con cartuchos de veinte balas. El cinturón portamunición que le colgaba de la cintura iba cargado con granadas de 40 milímetros que cubrían más distancia que las de mano y eran más útiles para el combate cuerpo a cuerpo. También disponía de una bolsa de explosivos con munición variada para sus pistolas y cargadores de recambio para su rifle, y en otra bolsa había guardado tres minas Claymore, además de explosivo y alambre de disparo. Llevaba el M-16 en las manos, y el lanzacohetes preparado debajo del soporte del rifle. También llevaba consigo su Colt M1911 de la suerte, además de la Ruger reglamentaria del calibre 22 con silenciador, un cuchillo Bowie de reconocimiento del SOG y una herramienta de zapa que podía emplearse como arma cortante. La mochila estaba llena hasta los topes de comida y kits de primeros auxilios. Cargaba al menos con cuarenta kilos de munición, armas y provisiones, y tenía cincuenta años. En los montes de Santa Cruz tenía veinticinco años y llevaba veintisiete kilos. Era un problema de física digno de la propia Tania. Y eso que ni siquiera había cogido las pesadas estacas punji de Harry ni la munición adicional, pues de eso se encargaban los montañeses, además de llevar la imponente ametralladora M-60 de diez kilos y sus propios cuarenta kilos de equipo. Sin los montañeses, los sigilosos y extremadamente útiles habitantes de las montañas de Vietnam del Sur que jamás abrían la boca para protestar, entrenados por el SOG para convertirse en eficaces máquinas de matar y que luchaban al lado de los norteamericanos, las misiones de búsqueda y rescate no habrían sido posibles, sencillamente.
Habían pasado veinticinco años desde que Alexander dirigiera el batallón disciplinario compuesto por doscientos hombres para el Ejército Rojo a través de Rusia, Estonia, Bielorrusia y Polonia hasta llegar a Alemania. Por aquel entonces no tenían comida y apenas contaban con armas o munición; de hecho, no sabía por qué su equipo pesaba entonces veintisiete kilos. Sus hombres eran prisioneros políticos, y no comandos de las Fuerzas Especiales; sus hombres no habían sido entrenados para la guerra, muchos de ellos ni siquiera habían usado nunca un rifle. Y pese a todo, de algún modo, habían logrado llegar hasta Alemania.
Y antes de Santa Cruz, Alexander había defendido Leningrado. Durante dos años la había defendido en las calles, en las barricadas y desde el otro lado de los montes Pulkovo y Siniavino, donde los alemanes estaban apostados y bombardeaban la ciudad. Alexander defendió Leningrado en sus ríos y en su lago Ladoga. Atravesó el hielo con tanques, derribó aviones alemanes con misiles tierra-aire y, antes de eso, combatió contra Finlandia en 1940, desnutrido, desnudo, sin provisiones y congelándose, armado apenas con un rifle, sin poder soñar siquiera que un día estaría atravesando la densa selva de Vietnam buscando a su hijo y armado con un arma capaz de disparar ochocientas balas por minuto, a una velocidad de más de noventa metros por segundo. Sí, el rifle M-16 de tercera generación era un arma increíble.
Aunque también le gustaba el Shpagin, el rifle reglamentario del Ejército Rojo para los oficiales. Era una buena arma, y los hombres bajo su mando también eran buenos hombres. Sus sargentos, aun en el batallón disciplinario, habían sido siempre unos luchadores, unos muchachos muy valientes. Y sus amigos… Anatoli Marazov, que había muerto en sus brazos en el hielo del Neva. Ouspenski. Todos habían sido buenos tenientes. Ouspenski salvó el pellejo de Alexander durante muchos años; a pesar de estar traicionándolo al mismo tiempo, protegió ferozmente al hombre que era su garantía de salida.
A excepción de Richter, Alexander no conocía a ninguno de los hombres con los que se acababa de internar en el corazón de la selva… y pensó que ojalá los conociese. Ojalá hubiese oído sus historias antes, antes de llegar a las montañas de Khammouan. En el batallón, conocía la vida de todos sus tenientes y sargentos. Y sin embargo, no tenía ninguna duda acerca de la valía de los hombres que lo acompañaban en ese momento… porque eran los hombres de Anthony. Conocía a su hijo, y no tenía ninguna duda sobre él. Mercer, Ha Si, Elkins… eran el Telikov, Marazov y Ouspenski de Anthony.
Alexander se alegró de haber seguido con el entrenamiento físico y las prácticas de tiro en Yuma y haberse mantenido en forma para participar en el combate activo en cualquier momento. Entrenaba y practicaba hasta cuando se suponía que debía estar traduciendo documentos de inteligencia militar. No quería decírselo a Tatiana, pero lo cierto es que siempre le habían gustado las armas, y los norteamericanos fabricaban las mejores del mundo. Así que iba a Yuma, se ponía los protectores en los oídos, colocaba los silenciadores en las ametralladoras M-4 y se pasaba las tardes disparando, sin perder jamás un ápice de su buena puntería. Luego regresaba a los barracones familiares, se duchaba con agua hirviendo para eliminar los restos de pólvora de su cuerpo y se acostaba junto a Tania. La tocaba con las mismas manos que hasta dos horas antes habían estado cargando granadas de 40 milímetros en el lanzacohetes y apretando el gatillo, y luego, satisfecho en todos los aspectos, regresaba a Scottsdale para ir a trabajar el lunes, y cargaba y golpeaba la madera, levantaba cajas de azulejos y se sentaba en su mesa sonriendo y manejando la pistola de grapas como si llevase toda la vida haciéndolo, pues acababa de disparar un rifle para francotirador en Yuma como si llevara toda la vida haciéndolo. Y puede que fuese ése, su yo auténtico, el que no pudo evitar transmitir a su hijo menor, que sólo quería hacer feliz a su padre. Qué gran chico.
Empezaba a hacer más calor, aunque no era como en el trópico, pues el aire era seco. El grupo de doce hombres atravesó la jungla de bambú y cipreses dorados en fila india, prácticamente pisándole las botas al hombre que iba delante mientras trataban de detectar serpientes, minas, trampas, veneno y estacas punji. Ha Si, capaz de verlo absolutamente todo, despejaba los arbustos, sostenía el mapa, la brújula, el reloj, siempre ojo avizor, con el arma siempre en ristre. Era como si tuviera seis manos.
—Ese hombre es pura dinamita —dijo Alexander acercándose a Mercer.
Éste asintió.
—Corre el rumor —le confió en voz baja— de que antes pertenecía al otro bando. Por eso lo sabe todo, y puede hacerlo todo. Pero no hacemos preguntas. Sólo nos alegramos de que esté en el nuestro.
—Caramba… —exclamó Alexander, maravillado ante la capacidad innata de Ha Si para orientarse en aquellos parajes intransitables.
Tania tendría que haberlo tenido a su lado cuando se perdió en el lago Ilmen, amén de un cuchillo Bowie, una ración «C», la radio VHF de Richter y un mechero Zippo con la inscripción «Y el Señor dijo: “Háganse los soldados”, y los peces surgieron del mar», y no le habría faltado de nada. Alexander sonrió. Pese a todo, Tania había conseguido salir sana y salva, aun sin todo aquello.
Caminaron durante tres horas. Cuando llegaron al sexto kilómetro, Richter llamó por radio y dijo que habían encontrado un pequeño claro en el kilómetro seis, lo bastante grande para aterrizar entre la hierba de la altura de un hombre, y dio al piloto las coordenadas para que si debían salir de allí a toda prisa no tuviesen que recorrer siete kilómetros cuesta arriba y caminar cuatro horas por territorio enemigo para poder ser evacuados.
—Pero asegúrate de llevar las torretas hasta arriba de munición —ordenó Richter al piloto—, porque no quiero aquí a nadie más que tú. Las cosas tendrían que ponerse muy, muy feas para que llame a los Cobra y que estos entren en el Norte.
Llegaron al fin al extremo de la selva, a la cima de una montaña, y salieron a una meseta alargada y estrecha a unos veinte metros por encima de un desfiladero cubierto de vegetación, al fondo del cual, enclavada entre montañas escarpadas y a orillas de un riachuelo de aguas pardas, había una pequeña aldea. Las montañas la rodeaban por todas partes, cubiertas asimismo por hierba salvaje, rocas y abetos bajos. En la ladera de la montaña, frente al grupo de hombres, había una docena de arrozales dispuestos en terrazas.
—¿Eso de ahí es Kum Kau? —dijo Alexander observando la zona atentamente.
—Sí, de acuerdo con mis mapas —contestó Ha Si—. ¿Qué pasa? ¿Es demasiado pequeña?
La aldea era, desde luego, muy pequeña, una sexta parte del tamaño de la base de Kontum. Puede que midiese cincuenta metros en sus lados más largos, y de veinte a veinticinco en los más cortos. Las chozas estaban construidas siguiendo un patrón simétrico, en líneas rectas, como diseñadas por un arquitecto parisino y como si hubiesen aparecido todas a la vez, salvo por la leve curva que seguía el meandro del río. Todo estaba muy tranquilo y no se veía a nadie. Parecía abandonada.
Alexander observó la aldea cinco segundos más antes de retirar los prismáticos.
—Puede que yo sólo me haya entrenado en una pequeña oficina del ejército en Yuma, coronel Richter —dijo—, y no sobre el terreno como usted, pero eso de ahí abajo no es ninguna aldea. Es un señuelo. Es una puta base militar.
Richter no parecía convencido, y él también recurrió a los prismáticos.
—El ejército norvietnamita construye chozas grises para ocultarse. Ésas de ahí parecen chozas normales de campesinos.
Estaban a tanta altura que podían hablar en voz alta con toda tranquilidad, sin temor a que los oyesen desde abajo. Pese a ello, se apartaron unos pasos del borde de la ladera y se agacharon.
—Es mediodía —señaló Alexander—. ¿Dónde están todos?
—¿Y cómo coño quieres que lo sepa? ¿Durmiendo? ¿Haciéndose una paja?
—Eso es justo lo que quiero decir. Se supone que es una aldea, los arrozales están muy crecidos y esperando. ¿Por qué no hay nadie ocupándose de trabajar los campos? Coronel Richter, en una aldea normal, en pleno día, hay gente fuera de las chozas. Están plantando, lavando, cocinando, cuidando de sus familias… ¿Dónde están todos?
Richter volvió a mirar a través de los prismáticos.
—Ahí. Ahí hay unas mujeres. Están lavando en el barrizal al que llaman río.
Alexander miró en la dirección que le señalaba.
—¿Hay cuarenta cabañas y sólo se ven tres ancianas?
Ha Si, sin prismáticos, anunció en voz baja:
—Coronel Richter, a veinte metros por debajo de nosotros, al pie de la colina del lado sur, una docena de hombres con la cara tapada con pañuelos están tumbados en el suelo, ocultos por el bambú.
Alexander asintió.
—Los centinelas están separados por quince metros, como en el castillo de Colditz, el campo de prisioneros de máxima seguridad que tenían los alemanes. ¿Aún cree que es una aldea de campesinos, coronel?
—Por el lado positivo —le dijo Ha Si en tono conciliador, tratando de aplacar a un malhumorado Richter—, los centinelas están durmiendo.
Alexander lo miró divertido.
—Creía que nunca bromeabas, Ha Si.
Ha Si permaneció impertérrito.
—Y no bromeo, señor. Están durmiendo.
El iris negro de sus ojos brilló por un instante.
Ha Si hablaba un inglés excelente, a diferencia de los demás montañeses, todos excepto Tojo, que al parecer dominaba el inglés además del vietnamita y el japonés, puesto que él mismo era medio japonés. Pero por lo visto, prefería no hablar.
Alexander sospechaba que si bien la aldea dormía durante el día, por la noche aquello se convertía en Las Vegas. Tendrían que esperar a que anocheciese para confirmar sus sospechas. Ha Si estaba de acuerdo con él, porque no daba un paso sin su arma. Fuera como fuese aquella aldea en realidad, aquello era Kum Kau. Tenían que permanecer en aquel lugar el tiempo suficiente para averiguar si Moon Lai estaba allí.
Localizaron un sitio favorable para las labores de vigilancia, encontraron unas rocas y un poco de hierba alta para ponerse a cubierto, montaron el campamento y comieron. No podían fumar, cosa que enloquecía a los doce hombres, pero si había algo que los vietnamitas detectaban mejor que nadie era el olor a tabaco occidental. No se podía dar una calada sin que el viento llevase aquel olor a la nariz del enemigo. Alexander comentó que, de haberlo sabido, tal vez habría reconsiderado su decisión de acompañarlos.
—Creía que nunca bromeaba, señor —dijo Ha Si.
—¿Y quién ha dicho que bromeo?
Alexander no llevaba tanto tiempo sin fumar desde Berlín. No podía hacer nada al respecto. O los cigarrillos o la búsqueda de su hijo.
Era mediodía y hacía demasiado calor. Limpiaron y examinaron a conciencia sus armas y luego se sentaron a esperar inquietos en la hierba amarilla. Era una hierba espesa, que crecía hasta alcanzar los tres metros en algunas partes, con unos bordes tan afilados que hacían prácticamente imposible atravesarla. Richter, que no soportaba estar inactivo, se fue con tres montañeses a vigilar la colina y a ayudar a despejar un camino a través de la hierba hasta la aldea, por si había problemas y tenían que volver a toda prisa. Naturalmente, si ellos podían avanzar por aquel camino, el enemigo también podría perseguirlos. Ha Si y Alexander, que también odiaba permanecer inactivo pero podía hacerlo, plantaron las estacas punji de Harry en el suelo, en medio del camino. A continuación avanzaron con gran sigilo por la hierba casi hasta el lugar donde roncaban los centinelas y colocaron minas Claymore en la porción inferior, extendiendo el delgado alambre de disparo por un perímetro de cincuenta metros.
—Cuando pisen este alambre —susurró Ha Si, agachándose a cinco metros escasos de los hombres dormidos— van a estar comiendo balas de acero para el desayuno en un radio de cien metros. —Casi sonrió—. También colocaremos las minas colina arriba. Si no los pillamos a todos aquí abajo, el alambre diez metros más arriba sí los pillará; luego vendrán las estacas punji y luego colocaremos el resto de las minas en lo alto.
—La verdad es que deberíamos minar todo el perímetro —comentó Alexander, mirando al otro lado de la colina cubierta de hierba y alrededor de la aldea.
—No tenemos suficientes minas.
—Tienes razón. —Alexander se estaba entusiasmando demasiado—. Con una cada cien metros al pie de esta colina bastará. Necesitaremos cinco. Y luego cuatro más, diez metros arriba. Y luego tres más en lo alto de la colina, cerca de nuestro camino. Tenemos suficientes.
—Nos olvidaremos de dónde las hemos colocado —señaló Ha Si.
—Será mejor que no. Alexander le guiñó un ojo.
—No tenemos alambre de disparo suficiente.
—Extiéndelo al máximo, todo lo que puedas.
—Muchas precauciones, ¿no?
—Sí.
Ha Si asintió.
—¿Está preparándose para lo peor, comandante?
—Sí, estoy preparándome para lo peor, Ha Si.
Con sumo cuidado y sigilo, por si la colina ya estaba minada, tardaron dos horas en colocar todas las minas.
Tras marcar meticulosamente la ubicación del alambre de disparo, despejaron un camino separado y secreto a través de la hierba y, satisfechos del trabajo realizado, regresaron al campamento, se sentaron y se tomaron una copa. Pero no se fumaron ningún cigarrillo. Alexander habría dejado la bebida para siempre a cambio de un solo cigarrillo. Había un par de prismáticos enfocando a la aldea en todo momento. Estaba muy tranquila, sólo esporádicamente algunas mujeres, jóvenes y viejas, salían a lavar al río lento y espeso y luego regresaban rápidamente a sus chozas. Ninguna de las mujeres se parecía a la que los soldados estaban buscando, a pesar de que entre ellas había dos tullidas: a cada una le faltaba una pierna. Los guardias de abajo seguían durmiendo plácidamente, con sus Kalashnikov semiautomáticos en la mano y tapándose la cara del sol con sus gorras.
A las tres de la tarde, Ha Si anunció:
—Atención. Comandante Barrington, eche un vistazo. ¿Podría ser ésa?
¿Y el montañés no usaba prismáticos?
Miraron abajo y vieron una pequeña figura blanca salir de una choza en uno de los extremos y caminar hacia ellos, hacia su lado de la montaña. Llevaba un pañuelo blanco y un vestido también blanco. Era menuda y delgada, y era fácil que pasase inadvertida, como una peonía… sólo que estaba embarazada. Fue lo primero que advirtió Alexander, su avanzado estado de gestación. La mujer llevaba un parche en el ojo derecho.
—Hemos dado en el blanco —dijo Elkins.
Desde luego. Alexander no podía apartar la mirada de su abultado vientre. La mujer, que llevaba algo en la mano, se abrió paso por el sendero, pasó por delante de los centinelas, se detuvo un momento como tratando de orientarse y luego desapareció en la última choza de la hilera. Los soldados estadounidenses esperaron; Alexander casi aguantando la respiración.
La mujer reapareció al cabo de veinte minutos, llevando todavía algo en la mano, y volvió sobre sus pasos. A través de los prismáticos, Alexander le vio la mano derecha, a la que le faltaban el dedo medio y el anular. Le pareció que su aspecto era aún más pesado que cuando había entrado en la choza, como si hubiese adquirido de repente una gravidez que no sólo le oprimía el vientre sino también los hombros, aplastándola hacia el suelo, del que no podía apartar la mirada.
—Si no nos damos prisa —dijo Elkins— va a tener el niño delante de nuestras narices.
Alexander la vio caminar por delante de las cuatro hileras de chozas hasta el río y enjuagar allí las cosas que llevaba en la mano. Un crío pequeño de unos dos o tres años se acercó corriendo a ella, que lo ayudó a meterse en el agua y lo salpicó un poco. Se sentaron el uno junto al otro. Estaban solos.
Richter, Elkins, Mercer y Ha Si la observaron en silencio, sentados junto a Alexander.
—Estoy seguro de que no es su hijo —dijo Richter mirando a Alexander con ansiedad—. Seguramente se trata del hijo de su hermana. La hermana está muerta y ahora ella cuida de él.
Nadie dijo nada. Alexander, sobre todo, no dijo nada. Se volvió y se alejó de la aldea, de la chica, les dio la espalda, se apoyó contra una roca y dijo:
—Joder, Richter, si no me fumo un puto cigarrillo me moriré. —Cerró los ojos.
Alexander no se fumó ningún cigarrillo, y las horas fueron pasando hasta que oscureció.
Richter ordenó a algunos de sus hombres que descansasen y asignó a otros las labores de vigilancia. Dos de los montañeses permanecieron despiertos, vigilantes, y todos los demás se durmieron salvo Alexander. El campo se convirtió en un hervidero de actividad: se encendieron las luces, aparecieron hombres que entraban y salían de las chozas; había mucho movimiento, órdenes, organización, ajustes, y hasta los guardias del perímetro se despertaron. Orinaban allí mismo, donde estaban, y algunas de las mujeres, que ahora se contaban por docenas, acudieron a su lado con comida y comieron con ellos. Alexander lo veía todo a través de sus StarLights, las gafas de visión nocturna que aumentaban la luz hasta diez mil veces, pero aun sin ellas, era evidente que en aquel lugar, en Kum Kau, la noche era el día y el día, la noche.
Después de acoplar el silenciador y las gafas a su rifle, Alexander inclinó el cuerpo por encima de las rocas para asomarse a la oscuridad y dirigió la mira hacia los hombres del perímetro. Sujetaba el arma con firmeza.
—¿Qué vas a hacer? —le susurró Richter, que se había despertado para relevar a los centinelas—. ¿Eliminarlos uno a uno? —Se apoyó en las rocas y se frotó los ojos.
—Si usted lo dice, coronel Richter —dijo Alexander—. Nunca desobedezco a mi superior. Uno a uno, mañana, mientras duermen. Tardaré apenas quince segundos. Nadie se dará cuenta.
A las dos de la madrugada, un helicóptero despegó de la parte posterior de la aldea, tras haber permanecido camuflado durante el día, y desapareció entre las nubes nocturnas.
—Vaya, vaya… ¿Qué os parece eso? —exclamó Elkins, que también acababa de despertarse.
Richter les había ordenado a los hombres que descansasen, pero la mayoría de ellos se estaban desperezando, como si tampoco tuviesen que estar durmiendo.
—Ahí abajo tienen un bonito helicóptero soviético Kamov —señaló Alexander, dirigiéndose a Richter—. No sabía que las apacibles aldeas vietnamitas dirigidas por mujeres necesitasen aparatos militares soviéticos, pero claro, ¿qué voy a saber yo? Yo sólo soy de inteligencia, no trabajo sobre el terreno como vosotros, compañeros.
Volvió a enfocar la mira del arma.
Elkins se giró en otra dirección con sus gafas de vista nocturna.
—Miren allí —señaló—. Al fondo del campo, en aquel tejado bajo y rectangular, sólo hay sacos de arena. Durante el día no los había visto, pero ¿qué creen que guardan bajo esos sacos de arena?
Alexander se acordó de la estatua del Jinete de Bronce con los sacos de arena y sonrió para sus adentros.
—Lo mismo que guardamos nosotros bajo los nuestros en Kontum. —La artillería pesada en los arsenales—. Pero lo que es interesante del suyo —dijo Alexander— es lo alargado que es ese tejado lleno de sacos de arena. En Kontum, los nuestros a lo mejor medían cinco metros, mientras que estos miden más de diez. Eso no es un arsenal, es un vertedero de armas.
—¿Qué coño está pasando ahí abajo? —dijo Elkins.
Los hombres permanecieron cuerpo a tierra, con las gafas de visión nocturna puestas. A las cuatro de la mañana regresó el Kamov. Fue Ha Si quien, sin ayuda de gafas de ninguna clase, se agazapó junto a Alexander y a Richter y dijo en voz baja:
—¿Ven lo mismo que yo?
—No, ¿qué es lo que ves tú? —exclamó Richter con impaciencia—. ¿Qué es lo que puedes ver tú, si ni siquiera llevas las gafas? Vete a dormir de una puta vez.
—Las suyas deben de haberse estropeado, señor —dijo Ha Si—. Me refiero a sus gafas, porque acabo de ver a seis hombres del Vietcong, con uniforme y fuertemente armados, bajarse de ese helicóptero.
Richter se alarmó.
—¡Mierda! —exclamó, arrancándose las gafas de la cara—. Estamos bien jodidos.
Alexander permaneció impasible.
—No —dijo con calma—. Tengo unos cuantos cohetes que en tres segundos harán volar por los aires a ese Kamov antes de que les dé tiempo a reaccionar. Entre todos tenemos al menos diez mil balas, además del Chinook, que también está armado hasta las cejas. Supongamos que hay doscientos hombres ahí abajo. Diez mil balas para doscientos Vietcongs. ¿Qué? ¿No es suficiente?
—No —dijo Richter, en el mismo tono tranquilo—. Ni por asomo.
—Además, estamos en lo alto de la colina.
Alexander, que había pasado dos meses enteros al pie del monte de Santa Cruz, sin apenas munición y desde luego, sin ninguna ametralladora M-60 con un alcance de casi cuatro kilómetros, no parecía en absoluto alarmado.
Elkins y Mercer se aproximaron a ellos.
—Coronel, no tengo más remedio que coincidir con el comandante Barrington —dijo Elkins—. Ya sé que le preocupan sus RPG-7, pero nosotros aquí arriba somos doce, cada uno armado con nuestros lanzacohetes de fabricación norteamericana, doscientas cincuenta granadas de 40 milímetros, además de varios explosivos de gran potencia. No sé por qué se preocupa tanto.
—No eres la persona ideal para hablar, Elkins —repuso Richter—. El que no pudo ni intuir que había un problema cuando el Vietcong os tendió aquella emboscada.
—Por cierto, esos hombres no son del Vietcong, sino del Vietminh, del NVA —dijo Ha Si—. El Vietcong no tiene helicópteros Kamov.
Alexander y Richter observaron la aldea.
—¿Sabes dónde viven? —dijo Richter—. Bajo tierra. Viven como ratas, en túneles, en cuevas oscuras. Te apuesto lo que quieras a que esas chozas están casi todas vacías. Esas chozas sí que son señuelos. La mayor parte de su munición, sus hombres y sus mujeres están escondidos bajo tierra.
—Como si ya estuvieran viviendo en la tumba —dijo Alexander.
Richter se quedó en silencio un momento.
—Bueno, ¿y qué planea hacer, comandante Barrington? —preguntó—. ¿Combatir bajo tierra con sólo doce hombres?
—No vamos a combatir bajo tierra —contestó Alexander—. Vamos a capturar a la chica.
—No creerás que Anthony está aquí, ¿verdad? —Alexander se encogió de hombros a modo de respuesta—. ¡Comandante! —exclamó Richter—. Lleva desaparecido casi medio año. Seguramente lo han llevado a Hanoi, a Hoa Loa. —Hizo una pausa—. Por favor, aunque sólo sea por un segundo, piensa en esa posibilidad.
—No quiero pensar en esa posibilidad —dijo Alexander— porque Hoa Loa está demasiado lejos para ir allí andando… al menos hoy. Capturaremos a la chica, y una vez la tengamos, ella nos dirá dónde está Anthony.
En la oscuridad, las figuras humanas de color verde se movían agitando los brazos, como alienígenas, con la sensación acentuada por los ojos verdes.
Ha Si estaba en silencio. A Alexander le pareció que estaba demasiado callado, de hecho, como si tuviera algo que decir pero no quisiera decirlo. Eso le gustó, porque Alexander no quería oírlo. Se volvió hacia Elkins en su lugar.
—Elkins —dijo—, Moon Lai, la tuerta, ¿crees que es prisionera del ejército norvietnamita en ese campo de ahí abajo? ¿Se mueve por allí como si fuera una prisionera?
—No, no creo que sea una prisionera, comandante —contestó Elkins, negando con la cabeza.
—Comandante, si es una de ellos —dijo Ha Si al fin—, no le dirá absolutamente nada. Puede que la capturemos, pero no le arrancaremos una sola palabra. Antes preferirá la muerte.
Todos los hombres lanzaron un gemido de frustración, pues sabían que el montañés tenía razón. Sólo Mercer se quedó en silencio, porque se había dormido allí mismo, y también Tojo, porque nunca decía nada, ni mucho menos lanzaba gemidos.
—Entiendo lo que dice Ha Si —intervino Alexander—, y no es que no esté de acuerdo con él necesariamente, pero tenemos que capturar a la chica. —Hizo una pausa—. Es nuestra mejor baza para averiguar dónde está Anthony. ¿No opinas tú lo mismo, Ha Si?
Ha Si no contestó hasta al cabo de un minuto.
—Creo —dijo al fin— que ya ha decidido capturar a la chica, comandante, y por tanto, vamos a capturarla.
Alexander miró detenidamente al montañés. Quería, necesitaba, mejor dicho, la ayuda de Ha Si. El vietnamita no le defraudó, pues de inmediato dijo a su superior:
—Coronel Richter, sólo vigilan celosamente el perímetro por las noches. —Habían estado observando a los centinelas, despiertos y alertas—. Puede que sólo esperen tener problemas de noche, aunque creo que se supone que tiene que haber hombres de guardia durante el día, pero no los hay. Personalmente, mi opinión es que se han vuelto poco cuidadosos, lo cual nos resulta tremendamente útil a nosotros. Así que creo que deberíamos atacar a plena luz del día.
—¡No me jodas, Ha Si! —exclamó Richter—. ¡No vamos a efectuar una operación de ataque a plena luz del día!
—Pero Ha Si tiene razón —dijo Alexander—. Tenemos que hacerlo.
—Estáis los dos locos —repuso Richter—. Olvidadlo, nuestra misión consistía en ir, rescatar a un hombre y volver sin ser descubiertos, pero ahora los parámetros de nuestra misión han cambiado, puesto que el puto ejército del Vietminh al completo está acuartelado ahí abajo. —Los soldados permanecieron en silencio—. ¡No tenemos hombres suficientes para esto! —masculló Richter—. ¿Es que queréis acabar todos muertos?
—Tendremos que apañárnoslas con lo que tengamos —dijo Alexander, y añadió—: coronel.
—¿Cuántas veces tengo que repetírtelo? ¡Joder! ¡Lo que propones requiere un grupo de cien hombres! ¿Luchar bajo tierra? No sabes dónde te metes. Y tienes que ponerte en lo peor. Tendremos que pedir como mínimo dos, seguramente tres Cobra.
—Los Cobra nos perjudicarán en nuestra misión, coronel —intervino Ha Si, hablando en voz baja y respetuosa—. Los Cobra no sirven para el trabajo clandestino.
—Sí, claro, y nosotros aquí en este llano encendiendo hogueras para llamar la atención, «¡Eh, que estamos aquí, venid por nosotros!». ¿Cómo llamas a eso?
—No hemos hecho ninguna hoguera —repuso Alexander a la defensiva.
Ha Si extendió su pequeña mano.
—Tiene razón, coronel. Ahí abajo parece tener lugar una operación a gran escala, parece una base de operaciones fundamental entre el NVA y el Vietcong. Seguramente utilizan el río para el transporte de armas y suministros, en barcazas. Si tienen prisioneros, seguramente los mantienen encerrados bajo tierra en jaulas de bambú. —Se volvió hacia Alexander y añadió, con la mirada firme—: Los torturan con ratas. Si su hijo está ahí abajo, ¿está preparado para eso, señor?
Pestañeó, con la mirada menos firme.
—No tengo elección, ¿no te parece? —La determinación del propio Alexander empezaba a flaquear—. Deberíamos entrar ahí mañana, a las tres. Cuando Moon Lai se meta en esa choza.
Ha Si no estaba de acuerdo.
—No, las tres es demasiado tarde. Los centinelas habrán descansado durante largo rato, ya estarán despiertos. Tenemos que entrar como máximo una hora después de que se hayan ido a dormir. Entonces estarán todavía semiinconscientes, exhaustos, seguramente borrachos. Y además, tengo algo que los ayudará a dormir aún más plácidamente. —Extrajo su cerbatana, un sencillo tubo de aluminio, y esbozó una sonrisa—. A una velocidad de disparo de trescientos metros por segundo, un pequeño dardo de opio en el cuello. No está mal, ¿no?
—A trescientos metros por segundo —señaló Alexander—, ese opio les atravesará el cuello y les saldrá por el otro extremo. Para eso más vale que les dispares con mi Colt.
Ha Si sonrió.
—Su Colt hace mucho estruendo, señor. Sin hacer ruido, les dispararé en la nuca o en los omóplatos. Dormirán. Pero todavía no tenemos datos suficientes para la incursión. Hoy hemos visto a la chica a las tres de la tarde, pero puede que haga su primera visita a esa choza por la mañana temprano. Tenemos que mantenernos a la espera un día más, para vigilar sus movimientos a primera hora de la mañana, ver cómo funciona todo el campo a lo largo del día. Así sabremos cuándo es el mejor momento para actuar.
Richter los fulminó a ambos con la mirada.
—¿Habéis acabado de una puta vez? No vamos a ir a ninguna parte. ¿Cuántos enemigos creéis que hay ahí abajo? Os garantizo que son muchos más de doce. No, voy a llamar a un grupo de las Hatchet para que nos ayude —dijo—. Eso son treinta y cinco hombres más. Ahora ya me importa una mierda que estemos en Vietnam del Norte —continuó—. Vamos a machacar a esos hijos de puta y a arrasar su aldea de mierda. Para cuando llegue alguien a hacer preguntas, todos estarán carbonizados y nosotros, de vuelta en Kontum. Diremos que nos perdimos, que se nos estropeó la brújula. Que nos equivocamos y, pensando que estábamos todavía en Laos, nos encontramos con la aldea.
Alexander puso la mano sobre el hombro de Richter.
—Coronel —le dijo en tono sereno—, esperemos un día. Un solo día. Su sustituto en el cuartel general de Kontum sabe lo que pasa, le conseguirá un grupo de las Hatchet en tres horas. Pero antes tenemos que ver si Anthony está aquí.
—¡Alexander!
—Esperemos. —Perforó a Richter con su intensa mirada—. Por favor.
Richter masculló que no era japonés y que no le gustaban las misiones kamikaze. ¡Eso sí que hizo hablar a Tojo! Dijo que él sí era japonés pero que a él tampoco le gustaban. Richter se puso en contacto con su piloto en la base del SOG, que estaba durmiendo, para preguntarle de cuánta artillería disponían en el Chinook. Resultó que contaban con armas en abundancia, así que el piloto le había hecho caso. Richter le dijo que volase hasta la posición de inserción en Laos a primera hora de la mañana siguiente y que tres de los montañeses irían a pertrecharse de más munición.
Se quedaron dormidos allí mismo y se despertaron con el rocío de la mañana, dos horas más tarde, cuando apenas acababa de despuntar el alba. Hacía frío en las montañas a esas horas; debían de rondar los cinco grados, según calculó Alexander mientras se envolvía con el cobertor de la trinchera. No había demasiada humedad tropical en los meses de invierno. En la aldea reinaba la calma. Los hombres habían desaparecido y habían aparecido las mujeres, docenas de jóvenes con sus niños pequeños y sus madres ancianas que salían de las chozas y se dirigían entre la bruma hacia el arroyo de fango para lavar su ropa y sus cacharros en el espeso sedimento. Pero ¿dónde cocinaban? ¿Bajo tierra? Puede que el humo de la chimenea subterránea se confundiese con la bruma y pasara desapercibido.
Tras contemplar aquella bucólica escena unos instantes, un derrotado Richter y un sombrío Alexander intercambiaron una desesperanzadora mirada.
—Entonces, coronel Richter, ¿va a enviar ahí abajo a un grupo de las Hatchet? —preguntó Alexander—. ¿Para carbonizar a todas esas mujeres y niños?
Richter escupió en el suelo.
—Esos cabrones se ocultan tras las mujeres y los niños —dijo con impotencia—. Por eso a nosotros nos matan como moscas, y por eso van a ganar esta guerra. Porque a ellos les importan una mierda sus propias mujeres, mientras que a nosotros se supone que sí deben importarnos.
—Sí —dijo Alexander—. Se espera más de Roma. Richter volvió a escupir en el suelo. No iba a haber ningún grupo de las Hatchet.
Mientras las mujeres trabajaban, los guardias del perímetro se habían quedado dormidos entre las cañas de bambú. A las ocho de la mañana, la mujer menuda y morena, vestida de blanco, con el parche en el ojo y aspecto de haber descansado durante la noche, salió de su choza. Alexander la apuntó con los prismáticos como si de la mira de su rifle se tratara. Con la barriga protuberante, avanzó con paso bamboleante por delante de las chozas y de los guardias dormidos llevando en la mano lo que Alexander distinguió claramente como gasas limpias y blancas, y desapareció en el interior de la choza del día anterior. Alexander esperó y, al cabo de veinte minutos, la muchacha reapareció, llevando en la mano vendas sucias esta vez.
Alexander estuvo a punto de soltar los prismáticos al ver aquellas vendas ensangrentadas.
Al regresar junto al arroyo, Moon Lai ayudó a una anciana a llegar hasta la letrina exterior. Puede que se tratase de su madre, puesto que tocaba a la mujer con gran delicadeza, y la anciana a su vez acariciaba la barriga de la joven. A continuación, llevó a dos bebés a una bañera con agua. El niño pequeño del día anterior volvía a acompañarla. El único indicio de actividad en la base a aquellas horas estaba junto al fango turbio del río. Empezó a hacer mucho más calor. Alexander se dirigió a Richter.
—En primer lugar —dijo—, no podré pensar con claridad hasta que me fume un cigarrillo. En segundo lugar —continuó—, puede que la evidencia científica no logre ayudarnos a descubrir cuál es el verdadero propósito de esa chica, pero nuestra segunda observación empírica nos ha dicho algunas cosas más sobre ella. —Hizo una pausa para inhalar el humo de su cigarrillo invisible—. Lo primero que hace Moon Lai al despertarse por las mañanas, antes que ocuparse de las madres, de los bebés, de asearse ella misma, es acudir a esa choza. Y sale de ella veinte minutos más tarde con unas vendas sucias.
—Seguramente no es su hijo, comandante Barrington —dijo Elkins, con el ánimo de reconfortarlo—. Las putas tuertas y con ocho dedos del ejército norvietnamita son muy caprichosas. Podría tratarse de otro soldado herido.
—¡Elkins, joder! —exclamó Richter—. ¿Crees que es momento para bromas?
—No estaba bromeando, señor —repuso Elkins con voz débil.
Pero Alexander no podía evitarlo. Le atormentaba la imagen de aquella mujer embarazada, y le empezaba a fallar el juicio. Cada uno de los actos de la joven, sus movimientos, su postura, la dulce expresión de su rostro —no importaba lo difícil que resultase distinguir todo eso, descifrar todo aquello desde tan lejos y a través de las lentes de aumento de las gafas—: aquella mujer le recordaba a Tatiana. Una Tatiana mutilada, medio ciega y vietnamita. ¿Dónde estaba Anthony? ¿Se habría equivocado en todo Alexander? Estaba cansado y aturdido, y acusaba los efectos de la falta de nicotina en su organismo. No sabía qué pensar. ¿Qué pensaría Tatiana?
Estuvo observando el campo toda la mañana con gesto apesadumbrado, y luego le dijo a Richter que o bien iban a capturar a Moon Lai en ese preciso instante, ni un minuto después, o bien se fumaba un cigarrillo en ese preciso instante, y ni un minuto después. Richter lo miró divertido, y le preguntó cómo se las había apañado en el pasado, cuando estuvo encerrado en prisión, por ejemplo, y durante semanas le negaron los cigarrillos como castigo. Alexander, a quien aquello no le resultaba ni remotamente divertido, le contestó que a menos que Richter quisiese atarle una cuerda de los tobillos y colgarlo boca abajo desnudo durante ocho horas, le dejara fumarse un cigarrillo. Richter sopesó muy seriamente ambas opciones, pero al final dio a Alexander y a Elkins permiso para adentrarse dos kilómetros en el bosque para fumar. Elkins, con el rifle delante, apenas podía seguir el ritmo del comandante. En el corazón de la jungla, Alexander se puso de cuclillas entre la maleza y se fumó con sumo placer dos o tres cigarrillos antes de pronunciar palabra. Le pareció irónico haber podido aguantar nada menos que cuatro años sin estar con ninguna mujer y, sin embargo, no poder pasar ni veinticuatro horas sin nicotina.
—¿Qué pasa, padre de Anthony? —dijo Elkins mientras fumaba satisfecho, pero no tan desesperado—. ¿Le preocupa la captura de la chica?
—Sí, pero no es eso en lo que estaba pensando —le respondió Alexander.
Expulsó el humo porque no podía expulsar las palabras.
—¿Le parece increíble que su hijo y mi mejor amigo pueda haberse enamorado de una mujer como ella? —Otro cigarrillo.
—Algo así era lo que estaba pensando.
—Comandante Barrington —dijo Elkins, dándole una palmadita afectuosa en el brazo—. Doy por sentado que no lo sabe, pero enamorarse de una belleza asiática, aunque sea tullida, no es nada extraño, créame. De hecho, para el hombre blanco es muy difícil resistirse a sus encantos. No tenemos armas contra ellas. El hecho de que Anthony se enamorara de ella es bastante secundario ahora mismo; lo que queremos saber es si se enamoró de una Mata Hari. Si atrajo hasta aquí a su nuevo marido, al futuro padre de su hijo, para luego traicionarlo.
Alexander siguió fumando.
—Elkins —dijo—, eso es precisamente lo que pensaba. Pero lo que no entiendo es cómo pudo continuar con ella más allá de la zona desmilitarizada.
Elkins negó con la cabeza.
—Me parece que no lo entiende. Está bien, no tiene por qué. —Hizo una pausa—. Se le olvida cómo me reprendió por no darme cuenta de que ella fue el señuelo que nos hizo caer en aquella emboscada hace dieciocho meses en Hué. Yo no tenía ni idea de a qué se refería. Bueno, ahora lo sé. Si ella formaba parte de esa emboscada, y él no lo vio entonces, antes incluso de enamorarse de ella, es normal que se confiara y la siguiera hasta donde hiciera falta después de enamorarse.
Alexander asintió con la cabeza. Eso era lo que pensaba él también. Pero ¿hasta tan lejos? Lo que le confundía era el perceptible cambio en los movimientos de Mata Hari cuando se dirigía a aquella choza y luego, al salir de ella. A Alexander no le cuadraba lo que había observado en ella en contraste con sus sospechas. Se sentó en el suelo, fumando y pensando, y no le habló a Elkins de sus peores temores con respecto al destino de Anthony en manos del ejército norvietnamita.
Alexander se fumó ocho cigarrillos antes de regresar con paso tambaleante, mucho más lento, y desplomarse junto a Mercer, sintiéndose mareado pero también un poco mejor después de fumar, y mejor aún, sentado junto a los amigos de Anthony, como si por el hecho de estar cerca de ellos pudiese estar un poco más cerca de su hijo. Mercer intercambió una mirada con Elkins y se aclaró la garganta.
—¿Qué pasa, sargento? —dijo Alexander—. No sea tímido. Diga lo que sea, estamos juntos en esto.
Con aire titubeante, Mercer dijo:
—Sólo quería decir, señor, que Anthony siempre nos estaba contando historias sobre usted en la guerra: cómo escapó de Colditz, por ejemplo. Creo que todos los grupos de operaciones sobre el terreno del SOG en los tres controles de mando conocen la historia de su fuga de Colditz.
Alexander esbozó un amago de sonrisa, asintió y se permitió sentirse complacido con aquel muchacho.
—Dígame, señor, ¿es verdad? —preguntó Mercer, con ansia—. ¿De verdad bajó por un muro de piedra de treinta metros en sesenta segundos en plena oscuridad?
Alexander se echó a reír.
—No, creo que los últimos quince metros los bajé cuando ya se habían agotado los sesenta segundos.
—Pero nadie logra escapar de Colditz, o al menos eso es lo que hemos oído.
—Bueno, no, algunos logran escapar. Sólo que luego vuelven a atraparlos. —Alexander hizo una pausa—. Como me atraparon a mí.
Agachó la cabeza y recordó a un pedazo de sí mismo sentado en el suelo helado de febrero con el hermano muerto de Tatiana en brazos, esperando a que los soldados alemanes vinieran a atraparlo. Torció la boca al tiempo que apartaba la mirada de Mercer. No todo eran meras anécdotas e historias.
—Pero ¿y el campo del Gulag? ¿No escaparon usted y su esposa hasta Berlín con un ejército de soldados soviéticos persiguiéndolos?
—Sí —contestó Alexander—. ¿Y saben una cosa, caballeros? Puede que los soviéticos todavía se acuerden de aquello, y puede que ésa sea en realidad la razón por la que estamos aquí. Y ahora, si me disculpan un momento…
Se alejó para ir a sentarse junto a Ha Si, quien, por suerte, no le hizo ninguna pregunta.
Alexander pasó largo rato limpiando e inspeccionando sus armas. El día transcurría muy despacio. Tenían que decidirlo de forma inminente: ¿realizarían la incursión en la aldea a primera hora de la mañana del día siguiente? Ha Si quería esperar otro día. Richter protestó, al igual que Alexander, pero Ha Si sostenía que a menos que tuviesen alguna indicación fehaciente de que Moon Lai seguía un patrón puntual de visitas a la choza, su misión estaría abocada al fracaso, y ya lo tenían casi todo en contra. Richter y Alexander accedieron de mala gana, así que esperaron el resto del largo día y otra noche de actividad frenética en la base durante la que los vietnamitas entraron y salieron del campo de operaciones como si de un mercadillo de fin de semana se tratase, un mercadillo atestado de helicópteros soviéticos que aterrizaban y despegaban cargados de armas y suministros.
Al final la actividad cesó y en la aldea volvió a imperar la calma; puntualmente, a las ocho de la mañana, Moon Lai salió de su choza y encaminó sus pasos hacia su destino habitual. Ha Si, sin mirar más hacia la chica sino sólo a su reloj, anunció que ya estaba satisfecho.
—¿Así que ahora que sabes que la chica sigue una puntualidad alemana ya te sientes mejor? —dijo Alexander, sonriendo.
—No entiendo de qué me habla, comandante Barrington —contestó Ha Si con seriedad—. No conozco a ningún alemán, pero sí, me siento mejor. Mañana por la mañana, entraremos cuando los guardias estén dormidos. Yo los ayudaré a dormir mejor, estarán fuera de combate el resto del día.
—Déjame a mí dispararles, Ha Si —dijo Alexander, enarbolando su rifle—, así estarán fuera de combate más tiempo.
—Como desee, señor. —Ha Si sonrió—. La muchacha entra en la choza y nosotros entramos detrás de ella. Una advertencia: seguramente tendremos que bajar a los túneles, y ahí abajo es preferible no disparar; mejor usar los cuchillos, pero si disparamos, sólo lo haremos con nuestras Ruger con silenciador. Un disparo ahí abajo suena como una explosión.
Richter se negó a dejar que Alexander fuese con Ha Si a capturar a Moon Lai.
—Es una orden. Y es tajante. No. Hay otros nueve hombres más que pueden ir con él. Tú no. Irá uno de los montañeses, son silenciosos como muertos.
Alexander apenas oía a Richter, concentrado como estaba en preparar su munición.
—Coronel —dijo—, yo también soy silencioso como un muerto.
—¡Pero si llevas cinco días paseándote arriba y abajo como un león enjaulado! —exclamó Richter—. No puedes pasar ni cinco minutos sin fumarte un cigarrillo. He dicho que no.
—Y sin embargo —se defendió Alexander—, conseguí sobrevivir seis días con seis hombres en un hoyo. Y meses enteros en el bosque. Y en una celda de aislamiento durante ocho meses. Estaré perfectamente.
—¡De eso hace veinte años! Y mientras tanto, dar un susto de muerte a tu mujercita por Halloween no cuenta como entrenamiento para tus maniobras de reconocimiento.
—¿Anthony te lo ha contado? —exclamó Alexander, indignado.
—No creo que ese chico sepa mantener la boca cerrada con respecto a nada —comentó Richter, mirando a Alexander de un modo que obligó a éste a desviar la mirada.
—Deje que vaya, coronel —intervino Elkins—. Mercer, Tojo y yo lo cubriremos desde la trinchera. Ha Si nos enviará una señal si tiene problemas y necesita ayuda.
—¿De qué coño de trinchera hablas? —preguntó Richter casi a gritos.
—De la trinchera que vamos a cavar en cuanto nos dé permiso, señor.
Richter dio permiso a Elkins y Mercer para cavar una trinchera directamente enfrente de la choza de Moon Lai y luego se llevó a Ha Si a un lado. Richter miró hacia Alexander.
—Prométeme que le cubrirás la espalda —dijo. Hizo una pausa y luego añadió, en voz baja—: Igual que cubrías la espalda de su hijo.
—Así lo haré, coronel —contestó Ha Si—, pero espero hacerlo mejor que con su hijo, porque el chico ha desaparecido.
—¿Has visto cómo está? —dijo Richter—. Sólo piensa en su hijo. Se pondrá temerario, ¿sabes? Llévate a Tojo contigo, él te ayudará.
Ha Si negó con la cabeza y dijo:
—Somos demasiados. Y Tojo es muy ruidoso; es muy bueno combatiendo, pero no queremos ruido. El comandante Barrington es casi tan sigiloso como yo.
Era el mejor cumplido que Ha Si podía dedicarle a alguien.
Esperaron el resto de la noche ocultos entre la hierba y las rocas. Durmieron poco y mal, por los nervios ante el día siguiente y por miedo a que apareciesen serpientes, atraídas por el olor de comida y de humanos. Alexander montó guardia con Ha Si y Elkins y luego acudió a sentarse con Richter. Nadie podía conciliar el sueño, a pesar de que tenían que hacerlo, a pesar de haber recibido órdenes de dormir. Alexander pensó que bastaba su ansiedad contagiosa para mantener despierto a todo Saigón.
—No te preocupes por los hombres, Alexander —dijo Richter—. Preocúpate sólo de ti mismo, ¿me oyes? Quiero que te centres únicamente en ti, que no te arrepientas de nada. Es el equipo de Anthony. Él es su comandante. Entrarán en combate por él, y también los montañeses. —Richter hizo una pausa—. Sobre todo Ha Si. —Cuando Alexander lo miró extrañado, Richter asintió—: Ha Si estaba muy unido a tu Anthony. Me sorprende que el montañés no supiera lo de Moon Lai. —Tras una larga e inquietante pausa, añadió—: Todo este asunto huele muy mal. Lo presiento.
—No deberías preocuparte tanto, Tom.
Alexander ya se preocupaba suficientemente por los doce.
Richter se encogió de hombros.
—No puedo evitarlo. ¿Y si tienen prisioneros a más de los nuestros? ¿Qué hacemos entonces? Juegan con ventaja ahí abajo.
—Son unos estúpidos de mierda —dijo Alexander—. ¿Qué clase de combatiente construye su base en un agujero de un valle rodeado por montañas, donde una fuerza de ataque puede atrincherarse en lo alto y, sin apenas hombres, cargárselos uno por uno? Tom, tú lo sabes mejor que nadie, tú, que prácticamente sin la ayuda de nadie destruiste Corea del Norte hasta que no quedó un solo edificio en pie, que los bombardeaste hasta obligarlos a rendirse… Si hubiéramos invadido Vietnam del Norte como es debido, la guerra habría acabado hace ya mucho tiempo y ahora no estaríamos metidos en este lío.
—Vamos a intentar encontrar a Anthony primero, ¿de acuerdo?
Alexander sonrió mientras chafaba y olía sus cigarrillos.
—Lo único que digo es que quien controla los altiplanos, lo controla todo.
—No te olvides de comunicarte conmigo por radio cada cinco minutos, comandante —dijo Richter—, para informarme de la situación.
—Ni siquiera tengo que llamar a mi mujer cada cinco minutos —dijo Alexander.
—Si las cosas se ponen feas, me llamas por radio de inmediato; no me importa el ruido que haga nuestro helicóptero: vendrá y nos evacuará. Tendrás que subir por la montaña y avanzar sólo un kilómetro hacia el interior, hasta el claro. Tendremos solamente diez minutos, así que habrá que rezar para ser más rápidos que ellos.
—Seremos más rápidos que ellos.
—El caso es, soldado —dijo Richter—, que no puedes correr hacia delante y disparar hacia atrás al mismo tiempo.
—¿Cómo que no?
—Un kilómetro, Alexander. —Alexander miró fijamente a Richter.
—Tom, ¿qué pasa?
Richter negó con la cabeza.
—Ahí abajo tienen montado un tinglado bastante impresionante. Ese lugar está plagado de sapper. —Los sapper, también llamados zapadores, eran comandos de destrucción del ejército norvietnamita—. Vikki ya está furiosa conmigo por haber perdido a Anthony; no dejo de decirle que no lo he hecho a propósito. —Tosió un poco—. Me sentiría mejor si lo encontrásemos, pero si las cosas se ponen muy mal, no sé si podré soportarlo.
—Sí que podrás —dijo Alexander.
Siguieron sentados y, de repente, Richter preguntó:
—Tú viviste así diez años. ¿Echas de menos ese momento de alerta máxima? —Sonrió—. ¿Sigues oyendo el sonido lejano de los tambores que llaman al combate? Nuestro comandante supremo, el general MacArthur, siguió oyéndolos toda su vida.
—Y no sólo él —repuso Alexander, sonriendo ante la expresión avergonzada del rostro de Richter antes de admitir él mismo—: Echo de menos a aquellos hombres, los buenos; las charlas, las bromas… Y desde luego, no me disgustan las armas. —En su rostro también se dibujó una expresión avergonzada—. Pero… en cuanto al resto, no te lo vas a creer, pero no me gusta mojarme, detesto ir sucio, detesto la sangre, detesto perder a mis hombres, y la verdad es que me gusta mucho mi esposa.
Richter asintió, sonriente, y se quedó pensativo.
—Hubo un tiempo en que a mí también me gustaba mi esposa —dijo, e hizo una pausa—. Todavía me gusta un poco. —Alexander no miró a Richter—. No tengo defensa posible, Alexander. Esto de aquí, lo que ves, es mi vida. Hubo un tiempo en que importaba a Vikki, pero lo cierto es que ahora lo que yo haga le da lo mismo. —Lanzó un suspiro—. Y es curioso, pero cuanto más mayor me hago, más deseo que no… que no le diese lo mismo. —Trató de buscar las palabras exactas—. Creo que no me expreso demasiado bien.
—A mí no tienes que darme explicaciones, de verdad. No tienes que decirme nada.
—¡Dios! Cada vez que pienso en ella me acuerdo de la primera vez que la vi, en 1948. Había ido a Washington a veros a vosotros. Iba despeinada y estaba muy angustiada, y corrió junto a Tatiana y Anthony. Llevaba la melena castaña suelta, estaba llorando y abrazaba a vuestro hijo con tanta fuerza que parecía que iba a asfixiarlo, con sus abrazos y sus besos. Creo que fue en ese momento cuando me enamoré de ella, allí mismo, viendo el amor que sentía por vuestro hijo. —Richter lanzó un gemido de angustia—. Era tan… impulsiva, tan italiana… Apassionata. Eso me gustaba. Eso era lo que necesitaba. —Se quedó callado durante largo rato—. Hubo un tiempo en que lo nuestro era muy intenso, pero ahora es todo apariencia —dijo en voz baja—. Yo hago lo que quiero y ella hace lo que quiere. —Agachó la cabeza—. No es un matrimonio de verdad, ¿no te parece?
—No —contestó Alexander—. La verdad es que no.
—Sí —susurró Richter—, pero sé que cuando yo cruce el río, el último aliento que exhalen mis labios no será para el ejército ni para esto.
Alexander agachó la cabeza, con el corazón anegado de confusa compasión.
—¿Todo va bien entre tú y Tania? —preguntó Richter mucho después, mientras la tensión seguía manteniéndolos despiertos a su pesar.
—Sí, amigo mío —contestó Alexander, con la mirada fija en la oscuridad del valle, salpicado por los hombrecillos verdes que, como marcianos, se disponían a invadir la Tierra—. Todo va como siempre.
—Eso es bueno —comentó Richter—. Eso es muy bueno.
Al final se quedaron dormidos, recostados en las rocas, apoyados el uno en el otro.
Y luego, amaneció. A las siete de una mañana inusitadamente cálida y despejada para la época, Ha Si y Alexander, equipados con sus armas y sus cascos, descendieron por la colina en fila india, seguidos de Elkins, Mercer y Tojo. Richter y sus seis montañeses se habían dispersado y escondido en lo alto de la colina, entre las rocas, después de montar su ametralladora M-60 sobre el trípode. Tenían preparados asimismo diez cinturones portamunición de cien proyectiles cada uno, además de dos fusiles extra para cuando el M3 Grease Gun empezase a echar humo por el calor. Pese a todas sus precauciones, los hombres blancos no podían evitarlo: estaban muy nerviosos por participar en una misión de alto riesgo a plena luz del día. Por el lado positivo, hacía una mañana espléndida y la visibilidad era muy buena.
Desde unos metros más arriba, Ha Si lanzó sus dardos con opio uno a uno a la nuca o los hombros de los guardias dormidos. Fue deslizándose entre la hierba para disparar con su cerbatana mientras Alexander, a su espalda, se encargaba de acercarse a los guardias y vaciarles sus AK47, lanzando los cartuchos automáticos a Elkins y Mercer, en la trinchera. Dejaron las armas junto a los centinelas porque no sabían hasta qué punto Moon Lai era una mujer observadora, capaz de darse cuenta de aquellos detalles. Se ocultaron en la trinchera hasta el momento en que la chica hiciese su aparición.
A las ocho en punto, Moon Lai echó a andar despacio por el sendero con vendas limpias en la mano y llegó hasta la última choza, a nueve metros escasos de los soldados. Después de abrir la puerta, la mujer desapareció en el interior, y en cuanto entró, Alexander y Ha Si, con el sigilo propio de los felinos, se aproximaron hasta la choza. Se pusieron de pie, abrieron la puerta de golpe y, en menos de un segundo, ya estaban dentro.
El interior estaba vacío, un espacio cubierto de hierba, de un metro cuadrado tal vez, y sin rastro de Moon Lai. Ha Si señaló con la mano la trampilla secreta del suelo. De no haber sabido que debían buscarla, nunca la habrían advertido. Las chozas eran señuelos, estaban vacías de vida.
Ha Si tiró ligeramente de la trampilla cubierta de hierba para ver hacia dónde se abría. Resultó que carecía de bisagras, por lo que se abría como una simple tapa. La escalera ascendía de espaldas a la pared del fondo de la choza, y fue allí donde Ha Si y Alexander se apostaron para que Moon Lai les diese la espalda al subir.
Transcurrieron veinte exasperantes minutos. En la choza hacía un calor húmedo y pegajoso, y la atmósfera era asfixiante. A pesar de la atención que prestaba Alexander, no se oían ruidos procedentes de abajo.
—¿Eres budista, Ha Si? ¿Animista? —le susurró, sacándose y besando su cruz.
—No —contestó Ha Si, besando su propia cruz—, soy un buen chico católico como usted y su hijo, comandante Barrington.
Los alertó un leve crujido de la escalera. Ambos se agacharon y se prepararon, sin respirar apenas. Una mano pequeña y tullida destapó la trampilla. A la mujer le costaba un gran esfuerzo subir por la escalera con aquella barriga. Subía de espaldas a ellos. Alexander olió el olor a medicina, olió la sal de la sangre y vio las ampollas vacías de opio que la mujer dejó en el suelo junto a las vendas ensangrentadas. Fuera quien fuese la persona de la que cuidaba, no sólo estaba herido sino que padecía grandes dolores.
Alexander y Ha Si esperaron dos segundos más.
La mujer apenas acababa de salir de la trampilla y estaba en cuclillas cuando de pronto Alexander, sin darle ocasión de levantarse ni de verlos por el ángulo de visión de su único ojo, se abalanzó sobre ella y la derribó al suelo, le inmovilizó los brazos y le tapó la boca. Ha Si cerró la trampilla de inmediato para que nadie pudiese oírlos desde abajo. Sujetándola con fuerza, Alexander se acercó al oído de la joven y susurró:
—¿Dónde está Anthony?
La mujer empezó a dar sacudidas forcejeando en su lucha por zafarse de él. Intentó chillar, volver la cabeza, y Alexander tuvo que sujetarla con tanta fuerza que sin duda debió de hacerle daño, pero ella forcejeó de todos modos y pataleó con las piernas hasta que Ha Si se las sujetó, mientras Alexander la mantenía inmóvil colocándole un brazo por encima del pecho y le tapaba la boca con el otro. La joven intentó morderlo y él tuvo que inmovilizarle la mandíbula. Volviéndole la cabeza hacia él para que viera la expresión furiosa de su rostro, le dijo:
—Estate quieta. Deja de resistirte.
Luego le dio un tirón de la cabeza. Como no creía que lo hubiese entendido, volvió a tirarle de la cabeza para disuadirla de que siguiera con sus sacudidas frenéticas. Una venda adherente le cubría un ojo, pero el otro, con el que lo estaba mirando, a escasos centímetros del rostro de Alexander, era negro, redondo y con una expresión de… ¿qué era aquello? Por extraño que pudiera parecerle, no era miedo. Pese a la presión que Alexander ejercía en su cuello, ella no dejaba de tratar de morderlo, de sacudir la cabeza a uno y otro lado, de tratar de zafarse de él.
—Dâu lá Anthony? —le preguntó así en vietnamita, al tiempo que le ataba las piernas con una cuerda—. Où est Anthony? —repitió en francés.
Ella no dejaba de sacudir la cabeza entre las manos de Alexander. ¿Temblaba o trataba de liberarse de él?
—¿Dónde está Anthony? —le preguntó Alexander en inglés—. Gde Anthony? —le susurró en ruso, y entonces ella pestañeó.
¿Pestañeaba al oír ruso?
Alexander no podía destaparle la boca hasta estar seguro de que no se pondría a gritar, porque si gritaba tendrían que matarla y echar a correr, y su operación habría concluido antes de empezar y seguirían sin saber nada de Anthony.
—¿La llevamos a la trinchera? —le preguntó Alexander a Ha Si, jadeando.
Ella gimió y negó furiosamente con la cabeza. Alexander la miró.
—¿Me entiendes?
Ella asintió y lo miró como si lo conociese, con una expresión de familiaridad en su único ojo.
—¿Vas a gritar? —le preguntó.
Ella negó con la cabeza.
—¿Hablas mi idioma?
La muchacha asintió, pero no podía fiarse de ella. ¿Y si gritaba? La joven logró soltarse con una de las manos y cogió con ella la venda ensangrentada que había en el suelo y la ondeó hacia arriba y hacia abajo… como una bandera blanca.
Tras intercambiar una mirada con Alexander, Ha Si extrajo su cuchillo del SOG y lo arrimó al cuello de Moon Lai.
—Escúchame —le dijo—. Te va a destapar la boca, pero si articulas aunque sea un solo sonido más fuerte que un susurro, este cuchillo te rajará la garganta. ¿Lo has entendido?
La joven asintió. Alexander seguía sujetándole con fuerza la cabeza.
—Y antes incluso de que él te raje con el cuchillo —dijo—, yo te romperé el puto cuello. ¿Entendido? —La joven asintió con la cabeza—. ¿Sabes dónde está Anthony? —Moon Lai negó con la cabeza.
—¿Quieres que te llevemos al bosque? —dijo Ha Si—. ¿Quieres que dos hombres te lleven al bosque y te retengan allí hasta que nos digas dónde está? Porque eso es lo que te espera a continuación.
Alexander miró a Ha Si con el ceño fruncido. ¿Realmente eran necesarias aquella clase de amenazas contra una mujer embarazada? Moon Lai advirtió las reticencias de Alexander, pero Ha Si, haciendo caso omiso de él, se mostró implacable.
—Deja de mirarlo a él. Mírame a mí. ¿Dónde está Anthony?
Ella volvió a encogerse de hombros y a forcejear de nuevo. Alexander no apartó la mano de su boca.
—Si no nos lo dices —la amenazó Ha Si—, capturaremos a tu madre. Y también al niño. Asiente con la cabeza si me has entendido.
La chica asintió.
—¿Dónde está? —preguntó Alexander en un tono más suave que el de Ha Si, a pesar de que seguía sin aflojar la presión sobre el frágil cuello de la joven—. ¿Mi hijo está ahí abajo? —le preguntó—. ¿Está en el agujero? —Como la joven no respondió, Alexander le tiró de la cabeza hacia atrás. La mujer dio un respingo en la palma de su mano pero no respondió. ¡Estaba embarazada, por el amor de Dios! Aquello era una locura—. Por favor —le dijo, apartándose de su cuerpo, incorporándose y dejando que se tumbara de lado—. Por favor, no quiero hacerte daño. Sólo quiero a mi hijo. Dime si está ahí abajo, es lo único que quiero.
Alexander decidió arriesgarse y destaparle la boca. La joven permaneció tendida en el suelo, jadeando y sin fuerzas, sin tratar de escapar, sin decir nada, con el ojo negro húmedo y con la misma expresión de familiaridad, pestañeando al mirarlo. Ha Si se apartó unos centímetros, sin alejar el cuchillo de ella, y Alexander se apartó medio metro… para alejarse de aquella barriga jadeante. Deseó poder cerrar los ojos y no tener que mirarla. Su intuición ya no sabía qué pensar ante aquella mujer tan diminuta y en tan avanzando estado de gestación. Todo era demasiado macabro.
—Por favor —dijo—, dime sólo dónde está.
Moon Lai abrió la boca y habló en voz baja, con un inglés titubeante pero excelente.
—¿Sabe? —dijo—. Él me aseguró que usted nunca lo encontraría, pero yo le dije que estaba segura de que encontraría el modo.
En lugar de cerrar los ojos, Alexander los abrió como platos.
—¿Qué? —susurró Alexander.
—No le va servir de nada fingirse sorprendido —repuso ella.
—¿Quién está sorprendido? Entonces… ¿está vivo?
—No lo sé —respondió ella con un hilo de voz—. Estaba medio muerto cuando se lo llevaron de aquí.
¡Se lo habían llevado de allí! Alexander no podía hablar. Sintió deseos de echarse a llorar.
—Llega demasiado tarde. Ahora está cerca de Hanoi —dijo—. No tardarán en trasladarlo a un campo de Castro cerca de China. Y luego a la Unión Soviética.
Gimiendo y resoplando, Alexander se hundió poco a poco en el suelo.
Ella lo miraba sin pestañear. Los tres estaban en el suelo, Moon Lai cerca de la trampilla, semirrecostada. Alexander, consternado y apoyado contra la pared, con las piernas separadas, y Ha Si cerca de la mujer, sujetando aún el afilado cuchillo.
—Sé dónde está. Os llevaré hasta él —dijo—. Venid conmigo. Estaba vivo cuando se lo llevaron de aquí, pero no tenemos mucho tiempo.
Alexander había perdido el habla.
—Eres una jodida mentirosa —la insultó Ha Si—. Entonces, ¿de quién son los vendajes que cambias dos veces al día?
Moon Lai esbozó una débil sonrisa.
—Esto es un campo de tránsito. Hay otros prisioneros de guerra —respondió—. También los ayudo a ellos, igual que lo ayudé a él. Se incorporó y se apartó las briznas de hierba del rostro.
—No muevas las manos en ningún momento —dijo Ha Si, acercándose.
—De acuerdo, de acuerdo.
Moon Lai se las colocó en la barriga y se contrajo como si experimentara dolor. Estaba tratando de controlar la respiración.
Si Alexander no escuchaba sus palabras y la miraba como si fuese muda, veía a una joven muchacha embarazada suplicando compasión de aquellos dos hombres. Puede que estuviese embarazada del hijo de Anthony. Oh, Dios… Si no dirigía la mirada a aquel parche en el ojo, veía a una joven menuda y muy, muy atractiva.
—¿Cuántos años tienes? —preguntó, aturdido.
—Diecisiete.
El corazón le dio un vuelco. Alexander miró a Ha Si en busca de apoyo, pero éste, impasible, con la mirada dura, lo miró y negó con la cabeza, como diciendo: «Ánimo, soldado».
—Tú no tienes diecisiete años —dijo—. A lo mejor tienes ciento diecisiete. No le mientas al comandante. ¿Cuántos años tienes?
—Veintiséis —dijo—. Nací en 1943, como su hijo.
Alexander se quedó estupefacto; parecía una niña.
—¿Hay guardias ahí abajo? —le preguntó, frunciendo el ceño ante sus mentiras.
—Muchos. Custodian a los prisioneros. Pero ¿qué más da? Anthony no está ahí abajo.
—¿Guardias armados?
—Fuertemente armados.
Permanecieron en silencio.
—En Hué les tendisteis una emboscada a la patrulla de norteamericanos —dijo Alexander—. Le preparaste una emboscada a mi hijo.
—Yo sólo era el cebo —explicó ella, encogiéndose de hombros—. Normalmente los matábamos en el acto, ahí mismo, pero no a su hijo. Su hijo es un guerrero. Por él estoy medio ciega.
—Ya —dijo Ha Si—, pero en el país de los ciegos, el tuerto es el rey.
—Tus insultos a mi país me resultan indiferentes —dijo Moon Lai sin mirarlo. Hablaba en un tono de voz suave, sosegado. Su actitud era servil—. También es tu país, montañés. —No dirigió la mirada a Ha Si ni una sola vez, sólo miraba a Alexander con su único ojo—. En Hué, Anthony creyó que me estaba salvando. Era tan noble, tan honesto… Un blanco fácil, su hijo —dijo con dulzura—. El más fácil. Sólo unos días más y le hice perder completamente la cabeza. —Su ojo lanzó una señal de aprobación a Alexander—. Pero la verdad, tengo que decirle que no lo educó muy bien: es demasiado confiado. Aunque también es cierto que seguramente ésa es la única razón por la que sigue aún con vida. Porque pensaba matarlo como hago con todos, matarlo con opio, con víboras venenosas. —Tenía una voz dulce, melodiosa—. Pero el hecho es que empezó a contarme unas historias tan interesantes sobre su vida… que esperé para escucharlas todas. Al principio me contaba muy poco, pero luego, cuando nos casamos, me lo contó absolutamente todo. Yo sólo era una fulana vietnamita a la que había salvado, una simple campesina que necesitaba desesperadamente su protección. —El ojo le brillaba y emitía destellos al hablar de él—. Me contó tantas cosas, pensando que yo a duras penas lo entendía… Yo me sentaba y lo escuchaba. Me habló de su madre, la fugitiva soviética, y de su padre, el norteamericano que había ido a la Unión Soviética, que había servido en el Ejército Rojo, que había escapado dos veces, que había matado a carceleros soviéticos y a hombres del NKVD, que había escapado de una prisión soviética de máxima seguridad y que ahora formaba parte de los servicios de inteligencia estadounidenses. —Moon Lai parecía recordar todo aquello con ternura—. Sus descripciones eran tan exhaustivas, con tal lujo de detalles, que apenas si nos hizo falta echar un vistazo a su expediente, comandante, para confirmar sus historias.
—Oh, Dios santo… ¿Quién eres tú? —susurró Alexander con manos temblorosas.
—Soy su esposa —dijo Moon Lai con su voz más agradable—. Soy su esposa embarazada y fui su enfermera.
Alexander se alegró de estar sentado. Hubo un tiempo en que él también se había entregado por completo, en cuerpo y alma, del mismo modo, con la misma imprudencia, a una muchacha soviética menuda, dulce y muy joven a la que apenas conocía, sentada en un banco bajo los olmos estivales de los jardines italianos de Leningrado. Pálido y tembloroso, mirando a la chica, Alexander preguntó:
—¿Cómo conseguiste que viniese contigo hasta aquí?
Trataba de atisbar algo en ella, algún leve y trémulo indicio que respondiese a una sola pregunta: ¿dónde estaba Anthony?
Moon Lai se encogió de hombros.
—Me acompañó casi todo el camino por voluntad propia. Cuando empezó a sospechar algo, unos kilómetros al sur de la zona desmilitarizada, lo ayudé a dormir un poco y cuando despertó, ya estaba aquí. Ni siquiera tuvimos que pelear.
Alexander enmudeció, estupefacto al imaginarse a su hijo despertándose allí dentro.
Moon Lai continuó hablando en un susurro:
—Pero una vez aquí, de repente hicieron falta grandes dosis de persuasión para que Anthony siguiera hablando… Fue cuando empezaron todos nuestros problemas con él, porque cuando habló, nos contó las mentiras más inimaginables acerca de las posiciones del ejército estadounidense. Por su culpa enviamos a los nuestros a misiones descabelladas que nos costaron enormes pérdidas; no hacíamos más que caer en trampas y emboscadas. E intentó una y otra vez acabar con la vida de nuestros guardias, cosa que consiguió en tres ocasiones, ¡dos de ellas con las manos atadas! Se convirtió en un prisionero muy peligroso, y por eso tuvimos que incapacitarlo y transferirlo.
«¿Incapacitarlo?», masculló Alexander para sus adentros.
—Cada palabra que sale de tu boca es una puñetera mentira —exclamó Ha Si—. Anthony está ahí abajo ahora.
—No, no está —dijo Moon Lai sin alterarse—. Pero sí hay cincuenta centinelas con los prisioneros. ¿Queréis enfrentaros vosotros dos solos a todos, en la oscuridad de los túneles? Por favor… adelante.
—¿Cincuenta guardias? —exclamó Ha Si—. ¿Cuántos prisioneros tenéis ahí abajo?
Sin responder a la pregunta, Moon Lai se dirigió a Alexander:
—Dígale a su montañés que aparte de mí su cuchillo, comandante. Soy su nuera. Este niño podría ser su nieto. Quiero que aparte el cuchillo de mi cuello ahora mismo.
Tras un momento de tensión, Alexander hizo señas a Ha Si para que lo apartara y éste, con una gran reticencia, retiró al fin el arma y se puso detrás de Moon Lai.
—¿Es… el hijo de Anthony? —preguntó Alexander con voz entrecortada.
El único ojo de la mujer fijó su mirada en los dos de Alexander, formando un triángulo de ojos oscuros, imperturbables e insondables.
—Comandante, ¿qué me está preguntando? Ha venido a Vietnam, ha abandonado a su familia y puesto su propia vida en peligro de muerte, todo para volver a ver a su hijo. Estoy a punto de ayudarlo a conseguirlo, si se muestra razonable, ¿y usted se sienta ahí y me pregunta por… —se señaló la enorme barriga—… esto? ¿Qué importa eso?
Alexander dejó de mirarla con ojos imperturbables.
—¿Que qué importa eso? —Lanzó un suspiro—. Pues claro que importa, joder. Importa mucho. No me vengas con evasivas, no me mientas. ¿Es que no puedes responder sin ambages a una sola pregunta? Es una pregunta muy sencilla, sí o no: ¿es hijo suyo?
La mujer agachó la cabeza como si se dispusiera a rezar.
—Alexander Barrington —dijo Moon Lai, levantando la cabeza y mirándolo fijamente—, ¿en qué cree usted? ¿Es que acaso no sabe, usted precisamente, que su nuevo país está en guerra con su antiguo país? Está usted en plena guerra, una guerra muy cruenta, ¿no debería importarle eso más que cualquier otra cosa en el mundo, a usted precisamente? ¿A quién le importan los niños? ¿Qué cree que está pasando aquí? ¿Sabe acaso que su país también está en guerra con mi país? ¡Estamos luchando por la mismísima alma de Vietnam! Vietnam será sólo uno, la República Comunista de Vietnam. No hay nada que ustedes los norteamericanos, o esos zoquetes a los que llaman sus aliados survietnamitas, puedan hacer para cambiar eso. No descansaremos hasta echarlos de aquí. El sudeste de Asia: Laos, Camboya, Vietnam… no son asunto suyo, son asunto nuestro. Y en vez de dejarnos en paz, vienen aquí y fingen que luchan. —Se echó a reír—. ¿A esto lo llaman luchar? Nosotros lo llamamos perder.
—No estamos perdiendo —dijo Alexander—. No hemos perdido ni una maldita batalla contra vosotros desde que empezó esta puta guerra.
—Pierden de todos modos. ¿Y sabe por qué? Porque malgastan el tiempo lanzando bombas desde el aire, saliendo en misiones de reconocimiento como éstas y follándose a las putas.
—¿Como tú?
—Pero ¿sabe quién está luchando? —prosiguió Moon Lai—. Nosotros. Los soviéticos nos entrenan, nos forman, nos educan y nos arman. Nos enseñan su idioma, comandante: ruso, inglés y el idioma de la guerra… que es el único que ustedes entienden. Luchamos con las antiguas armas de ellos y las que ustedes dejan atrás. Luchamos sin botas, sin cascos y sin raciones de combate. ¿Que nos queman con napalm? Pues nos ponemos un vendaje y seguimos adelante. ¿Que destruyen nuestros cultivos con el Agente Azul? Comemos hierba y seguimos adelante. No nos importan sus bombas ni sus agentes químicos, no nos importa morir. Porque luchamos por nuestra vida, por la esencia misma de nuestra existencia… al igual que el Ejército Rojo luchó contra Hitler. La victoria era la única opción. Así fue como lucharon los norteamericanos en la Segunda Guerra Mundial, y los primeros meses en Corea. Pero aquí, en Vietnam, lo que hacen es fingir que luchan, por eso que nunca ganarán, pese a contar con el ejército mejor preparado, mejor armado y más disciplinado del mundo. Porque no están dispuestos a sacrificar ni siquiera a cincuenta mil de sus hombres para derrotar el comunismo en Indochina, mientras que nosotros sacrificaremos hasta el último hombre para derrotarlos a ustedes. ¡Sacrificaremos a millones de nuestros hombres, a decenas de millones, y no a unos míseros cincuenta mil! Ningún precio es demasiado alto, ningún sacrificio es demasiado grande. Creemos en esta guerra, a diferencia de ustedes. Ni siquiera usted mismo cree en ella, ni su país, ni los jefes que se han quedado en casa. Sus políticos y sus periodistas, desde luego, no creen en ella. —Moon Lai esbozó una sonrisa cálida—. De hecho, nos ahorran muchísimo trabajo, desestabilizando la voluntad del enemigo norteamericano. Y en cuanto se vayan, los survietnamitas, pese a todo el entrenamiento que les han proporcionado, no durarán ni una semana.
Hablaba con tanta dulzura… la voz melodiosa, tierna, no se alzaba jamás por encima de un murmullo, las palabras fluían como mariposas de su boca. Sonreía incluso. Pero las palabras que había pronunciado… Sin saber muy bien por qué, Alexander se acordó de un poema. Cuando hablaba, la voz que empleaba era tan suave… ¿Cómo decía el poema? Era de John Dryden… «Como copos de nieve emplumada, se derretía al abandonar su boca». Pero las frases que pronunciaba aquella boca eran absurdas, Alexander quiso decirle que no entendía una sola palabra, que le hablase en su idioma.
Pero sí las entendía.
Era prisionero de su voz y de su inmenso vientre. Se parecía a Tania cuando estaba embarazada de ocho meses, cuando no podía levantarse del sofá ni de la cama sin la ayuda de Alexander, cuando no podía volverse sin salir rodando, cuando siempre la seguía con las manos extendidas, por si se tropezaba o titubeaba de repente.
Alexander titubeó. En respuesta a lo que acababa de oír, lo único que se le ocurrió decir fue:
—Los survietnamitas también creen en su guerra, ¿no?
—No. Son débiles y se dejan llevar del hocico por ustedes. Vietnam será sólo uno pese a ellos y pese a los mercenarios que envían ustedes para ayudarlos.
—Mi hijo no es un puto mercenario.
—Su hijo no lo era, no —dijo Moon Lai, serena e inmóvil—. Su hijo era uno entre un millón. —Hizo una pausa y pestañeó—. Pero ¿sabe una cosa? Él tampoco creía en esta guerra. Sí, él creía que sí. Hasta que me conoció, creía que sí. Y cuando se casó conmigo, seguía creyendo que sí. ¡Pero nunca me preguntó siquiera si era survietnamita! Se casó conmigo de inmediato en cuanto le dije que estaba embarazada, y nunca me preguntó siquiera si el hijo era suyo.
Alexander, con los puños apretados con fuerza, sin una gota de compasión en el cuerpo por aquella mujer, dijo:
—Sí, porque mi hijo creía en ti.
—Sólo superficialmente —respondió Moon Lai—. Cuando abrió los ojos aquí, en Kum Kau, y vio dónde estaba y preguntó a gritos por mí, cuando me trajeron ante él, embarazada y atada, y le dijeron que hablase, él habló, sí, pero ¿sabe lo que dijo? «Me importa una mierda lo que le hagáis a ella», dijo su hijo. «Y ese niño no es mío. Dicen que una esposa es para un solo hombre, pero a veces es para dos hombres, y a veces para tres. Y mi esposa se ha follado a todos los soldados norteamericanos que hay de aquí a Saigón, tirada de espaldas para tenderles una emboscada con su coño como me la tendió a mí. Para el caso, es lo mismo que follarse a una cuchilla de afeitar. Matadla delante de mí, no me importa». —Moon Lai hizo una mueca despreocupada al tiempo que un leve temblor se apoderaba de su rostro—. Huelga decir, por supuesto, que no me mataron. Pero ya ve lo que quiero decir: su hijo no creía en mí.
—¿Creer en ti? Pero ¿de qué coño estás hablando? ¡Creer en ti! —exclamó Alexander, agradecido al menos de que en ese terrible momento Anthony hubiese visto la verdad al fin, Anthony, quien había creído durante tanto tiempo que todo el mundo era bueno—. Mi hijo descubrió al fin que había encontrado algo más miserable que una puta de dos dólares —dijo—, y quería que tú lo supieras.
—Sí, eso es verdad —dijo ella—. Así que el amor no es completamente ciego, ¿no le parece? —La sonrisa desapareció de su rostro—. De manera que debería estarnos agradecido, porque fue aquí, en Kum Kau, donde su hijo averiguó al fin en qué creía él. No era en la guerra contra el comunismo, y desde luego, no era en mí. Hasta que él mismo descubrió en qué creía, no pudimos hacer ningún progreso con él. Nada de lo que dijésemos podía convencerlo para que confiara en nosotros. Lo amenazamos con un traslado al campo castrista. Trajimos a nuestros mejores hombres para interrogarlo, utilizamos nuestros métodos más drásticos… —Alexander se estremeció una y otra vez—. Pero no había nada capaz de hacerlo hablar. Nos insultó en inglés, en ruso, en español… hasta en nuestro propio idioma. Nos dijo que lo matásemos. Lo sumergimos en agua, lo dejamos sin agua. Lo golpeamos, lo dejamos morir de hambre, lo quemamos. Le echamos las ratas, le hicimos… otras cosas. Y entonces yo venía y cuidaba de él. —Hablaba con voz tranquilizadora—. Cuidaba de él tan intensamente… Yo era su única amiga, y su esposa, además, y él estaba encadenado y desnudo y no tenía escapatoria. Tenía que dejarme tocarlo. Menudo castigo debió de ser eso para él, menuda tortura… —Sus manos se habían puesto un poco más tensas, ya no descansaban tan lánguidamente sobre su barriga—. Está retrocediendo, comandante, ¿por qué? —Moon Lai relajó las manos—. Al final, ideamos una forma para obligarlo a hablar. Fingimos que nos rendíamos y le dijimos que ya lo habíamos mantenido oculto suficiente tiempo, que ya no nos resultaba de ninguna utilidad. Que íbamos a notificar a su gobierno que estaba vivo y era prisionero del ejército norvietnamita. A lo mejor querrían negociar a cambio de que les entregásemos a Anthony Barrington. Alexander palideció.
Moon Lai sonrió. Tenía unos dientes resplandecientes.
—Exacto. —Asintió—. Es usted muy bueno, comandante. Usted sí sabe ver las cosas. Le dijimos: tus padres se alegrarán mucho de saber que estás vivo, que eres un prisionero de guerra en Vietnam del Norte, pero Anthony no parecía opinar lo mismo, en absoluto. Dijo que nos lo contaría todo con tal de evitar que su nombre apareciese en las listas de prisioneros de guerra y que usted averiguase que lo habían hecho prisionero. ¡Cuánta información clasificada nos proporcionó entonces! Al fin y al cabo —le dijo Moon Lai, mirando directamente a Alexander—, él sabe que usted es un traidor y desertor muy buscado y que mató a sesenta y ocho de nuestros hombres para escapar de su merecido castigo.
«¿Nuestros hombres?», pensó Alexander.
—Así que, comandante —dijo Moon Lai—, ¿va usted a acompañarme? Porque su hijo lo espera. ¿Ha venido también su esposa con usted, tal vez? —Esperó su respuesta, y cuando Alexander no le contestó, Moon Lai susurró—: Qué lástima.
—¿Quién eres tú? —susurró Alexander de forma inaudible, tratando de contener un grito ahogado.
Con la voz rota finalmente, quebrada por la emoción, Moon Lai dijo:
—Quiero que sepa que no pude evitarlo. Me enamoré de él. Yo lo amaba. —Su ojo se anegó en lágrimas, y una de ellas le rodó por la mejilla—. Era tan… honesto. Pero me pregunta usted quién soy. Su hijo me enseñó lo siguiente: hazte a ti misma estas tres preguntas, Moon Lai, y sabrás quién eres. ¿En qué crees? ¿En qué depositas tus esperanzas? Pero lo que es más importante, ¿qué es lo que amas? Y se lo diré. Soy una comunista vietnamita. Eso es en lo que creo, eso en lo que tengo depositadas mis esperanzas y eso es lo que amo.
Y antes de terminar de hablar, antes de que Alexander tuviese tiempo de moverse, de respirar siquiera, una hoz brillante destelló en la pequeña mano de Moon Lai, una hoja afilada que trazó una curva hacia delante en el aire y se clavó con virulencia en la parte interior del muslo de Alexander. Acto seguido, Moon Lai fue directa a la arteria femoral. Él se apartó con un reflejo de medio centímetro y de medio segundo, y la joven falló por muy poco, pero era veloz como un rayo, y al cabo de un instante, sin perder el equilibrio, extrajo el arma dispuesta a clavarla en el rostro de Ha Si, que avanzaba en su dirección. Sin embargo, Alexander le sujetó la muñeca y Ha Si empuñó su cuchillo. Moon Lai abrió la boca para gritar, pero Ha Si le tiró de la cabeza hacia atrás y la degolló con un corte limpio y certero. La tiró al suelo, lejos de ellos, y oyendo los últimos estertores de la joven a sus espaldas, soltó el cuchillo y sujetó la pierna de Alexander.
Ambos trataron de taponar el río de sangre, intentando cubrir la profunda herida. Con una mano, Ha Si extrajo un hemostático de su bolsa de primeros auxilios. Era indoloro, estéril y funcionaba absorbiendo físicamente el líquido de la sangre. Alexander se lo apretó contra la herida; Ha Si sacó una ampolla de nitrato de plata de la bolsa, roció la pierna con una cantidad considerable y extrajo un kit de emergencia. Colocó la venda de primeros auxilios encima del hemostático, la fijó con cinta adhesiva y tiró de las cuerdas. Envolvió la segunda venda dando dos vueltas alrededor de la pierna. Todo eso no le llevó más de treinta segundos.
—No sé cómo no he ido con más cuidado —se lamentó Alexander.
—Ha ido con mucho cuidado —dijo Ha Si, echando más nitrato de plata sobre las vendas—. Su hijo se enamoró y no vio la hoz hasta que era demasiado tarde.
—Has envuelto esa gasa como un torniquete —dijo Alexander.
—Hay que detener la hemorragia, comandante —repuso Ha Si en voz baja.
—Puede que la hemorragia se detenga, pero perderé la puta pierna.
Alexander aflojó el vendaje.
—Pero conservará la vida —dijo Ha Si.
—Necesito mi pierna —dijo Alexander—. Mi hijo está ahí abajo y tenemos que sacarlo inmediatamente, antes de que se den cuenta de que ella ha desaparecido. Y cuidado con el nitrato.
Esperaron unos minutos para ver si dejaba de sangrar.
—¿Cómo sabe que está ahí abajo? —preguntó Ha Si—. Yo sólo la estaba engañando para hacer que hablase. —Hizo una pausa—. Pero ya se lo dije: antes muerta que revelar lo que sabía.
—Pues lo reveló —dijo Alexander, sujetándose la pierna con las manos rojas y pegajosas—. Ella tampoco ha podido evitar ser lo que es. Anthony está ahí abajo. —Dejó de hablar, miró detrás de Ha Si, inspiró hondo, se miró la pierna para mantener la calma y se miró la herida profusamente sangrante de la pierna para reunir las fuerzas necesarias para decirle las palabras siguientes al montañés—. Ha Si —dijo Alexander, con la cabeza agachada—, ¿podrías… girarla para que no la viera? ¿Podrías ponerla de espaldas a mí? Por favor.
No levantó la vista mientras el montañés se arrastraba por la hierba del suelo, pero oyó cómo movía el cuerpo embarazado de Moon Lai. Respiró hondo.
—No pasa nada, comandante —dijo Ha Si—. ¿Quiere un poco de morfina?
—A la mierda la morfina. Entonces no podré levantarme.
—¿Es que cree que se va a levantar ahora?
—Tú detén la hemorragia, ¿quieres?
La habitación, donde hasta entonces hacía tanto calor, estaba ahora más fría, y el aire era húmedo, impregnado con unas partículas rojas que flotaban en el aire; la choza empezó a oler a óxido, como pequeños fragmentos metálicos magnéticos, como si estuvieran sentados en una fundición de sangre. Era asfixiante. Respiraban cuatro cuartos del hierro de Moon Lai, y algunos cuartos del de Alexander. Apretaron en silencio las vendas, la ropa, las manos y los pedazos de nitrato de plata contra el muslo pegajoso, esperando que pasasen los segundos.
—Se le ha olvidado que no hay civiles en el otro bando —dijo Ha Si—. Todos son combatientes enemigos. Es la guerra, y se le ha olvidado a pesar de que las palabras atroces de Moon Lai se lo recordaban a cada momento. Su embarazo era un arma muy poderosa contra usted. Ella sabía que Anthony tenía que haberlo aprendido en alguna parte. Lo cierto es que no ha ido con cuidado.
—Te equivocas —dijo Alexander—. O, mejor dicho, tienes razón, no escuchaba lo que me decía. Me importaban una mierda sus principios o sus creencias o lo que coño estuviera contándome. Y he oído tantas barbaridades en mi vida que, francamente, me resbalan. La escuchaba únicamente para averiguar una cosa y sólo una: si tenía razón respecto a lo que había observado en ella, cada vez que entraba en esta choza y salía de ella con plomo en los hombros. Ese plomo era amor. Cada vez que bajaba a ese túnel, Moon Lai se quedaba destrozada al verlo a él. —Las ampollas de opio le decían a Alexander más cosas de las que quería saber—. Una vez que supe que ella lo amaba, entendí que no habría dejado que se lo llevasen al Programa de Cuba. Supe que mi hijo está ahí abajo.
—Sí, pero una vez que supo que estaba ahí abajo, ella tenía que matarlo —dijo Ha Si—. Sacrificó su propia vida, la vida de su hijo, para matarlo a usted.
—Pero ¿me ha matado acaso?
—No puedo darle puntos —anunció Ha Si—. La herida es demasiado profunda. Necesita…
—Ha Si —dijo Alexander—. Ya sé lo que necesito, necesito rescatar a mi hijo. Y ahora, haz que deje de sangrarme la pierna de una puta vez y pongámonos en marcha.
Ha Si apretó la herida con más fuerza. Los minutos seguían pasando. Se hacían eternos.
—Ha tenido suerte —comentó Ha Si—. Le ha sacado el cuchillo demasiado rápido para tratar de matarme a mí. Mire, la sangre ya se está espesando. Esperemos cinco minutos más.
Dio a Alexander un poco de agua. Tras bebérsela de un trago, Alexander dijo:
—No tenemos cinco minutos. No tenemos ni cinco segundos. Vámonos.
Se levantó y se cayó. No podía sostenerse de pie en la pierna herida.
—Joder, estamos bien jodidos —exclamó Ha Si—. Hay que sacarlo de aquí cuanto antes.
—No. —Alexander encendió la radio—. Viper, viper —susurró en el transmisor VHF—. Intervenid.
Al cabo de unos instantes se oyó la voz cargada de ansiedad de Richter.
—¿Qué ha pasado?
—Necesitamos apoyo, ahora mismo —dijo Alexander—. Mercer, Elkins y Tojo, envíalos ahora mismo. Silencio absoluto. Ya. —Ha Si seguía mirando con preocupación a Alexander mientras éste apuraba el agua—. Estaré bien —le dijo.
—¿Vamos a bajar por esa escalera nada menos que cinco de nosotros? ¿De uno en uno?
—Bueno, ya la has oído. Algo de lo que ha salido de su boca tiene que ser verdad, ¿no crees? Ha dicho que hay muchos guardias. Ha dicho que hay otros prisioneros de guerra. ¿Quién va a ayudarlos? ¿Quién va a ayudar a Anthony? Necesitamos a Tojo.
—Si esa mujer estaba diciendo la verdad, no somos suficientes. Si estaba mintiendo, seremos demasiados.
Alexander miró fijamente al montañés.
—Ha Si —le dijo—, tú levantas la trampilla, te metes en el interior, nosotros vamos detrás de ti, encontramos a Anthony y salimos. —Se sujetó la pierna con firmeza—. Lo más probable es que los guardias estén durmiendo. Aquí el día es la noche, ¿no te has dado cuenta? También para las ratas subterráneas.
Ha Si abrió la boca para hablar, pero Alexander se lo impidió.
—Ha Si, éste no es el mejor momento para discutir.
Meneando la cabeza con gesto resignado, el montañés levantó una mano dócil.
—Sí, comandante. Pero cada vez que mueva la pierna, se reabrirá la herida. Es lo único que pienso decir.
—Tengo que rescatar a mi hijo. Eso lo entiendes, ¿verdad?
—Lo entiendo —contestó Ha Si, al tiempo que extraía sus cuchillos, su Ruger y sus gafas StarLight—. El Vietminh mató a mi hijo durante la reforma agraria de 1959. Tenía veinte años… y estaba en su bando. Él también era un vietminh. —Hizo una pausa, su mirada negra más negra que nunca—. Igual que yo.
Alexander y Ha Si se miraron el uno al otro durante un momento interminable y luego Alexander cerró los ojos y se desplomó contra la pared de la choza.
—¿Tenía ella razón, Ha Si, amigo vietminh? —susurró—. ¿Creemos en las cosas erróneas para vencer esta guerra?
—Ella tenía razón, comandante Barrington —contestó Ha Si—. Creemos en cosas distintas.
Al cabo de unos segundos, Elkins, Mercer y Tojo aparecieron en el interior de la choza.
—¡Joder! —exclamó Elkins al ver a Alexander, y lo cierto es que era una imagen bastante impactante, con la pierna derecha empapada en sangre desde la bota hasta el muslo, las manos pegajosas y sanguinolentas y el resto del cuerpo salpicado también de sangre. Entonces Elkins vio a la mujer muerta—. Por favor, por favor, no me diga que ésa era nuestra chica. —Alexander le confirmó que, efectivamente, era ella—. ¿Y nuestro chico? ¿Está ahí abajo?
La voz de Elkins estaba impregnada de una gran emoción.
—Eso esperamos: nuestro chico, otros prisioneros de guerra, puede que sus centinelas. Y ahora, atención todos —dijo Alexander—, quiero el máximo sigilo, sólo las Ruger, cuerpo a cuerpo, pero nada de ruido.
—De acuerdo —dijo Mercer—, pero tenemos que darnos prisa. Necesita plasma, comandante.
Alexander bebió otra dosis de agua.
—Estoy bien —les aseguró, y haciendo un gran esfuerzo, se levantó del suelo.
El hecho de perder sangre se parecía en cierto modo a permanecer bajo el hielo demasiado tiempo… y Alexander ya tenía mucha experiencia en ambos casos. Poco a poco se iba perdiendo la capacidad de distinguir aquello que era esencial.
Volvieron a ponerse en contacto con Richter a través del transmisor. Alexander le contó lo que estaba ocurriendo y Tom, suplicándole que se dieran la máxima prisa posible, respondió:
—El Chinook ya está en Laos, a sólo siete kilómetros de aquí. En cuanto estéis listos para salir, llamadme. Estará a un kilómetro de distancia en treinta y siete segundos.
—Atención todos —intervino Ha Si—. Silencio. Voy a abrir la trampilla y a bajar.
Pero nadie se movió. A Alexander le costaba mucho mantenerse de pie, pues la sangre le manaba de la herida sin cesar. La roció con más nitrato de plata y la envolvió con otra venda.
Los cuatro soldados lo miraban con aprensión.
—¿Cómo se encuentra? —preguntó Elkins.
—Estupendamente —contestó Alexander, al tiempo que se colocaba las gafas de visión nocturna—. Dejad ya de preocuparos por mí y callaos de una puta vez. Vamos, andando.
Llevaba consigo sus armas. Miró por última vez a Moon Lai y preguntó si alguien podía taparla con algo… para que Anthony no la viera si lo sacaban por aquella trampilla.
Tojo sacó la cubierta de la trinchera de su bolsa y la echó por encima del cuerpo de la joven.
Todos se acercaron al borde de la trampilla.
—¿Listos? —preguntó Alexander—. Y daos prisa. Si encontráis a alguno de los nuestros, levantadlos, sacadlos y decidles que corran montaña arriba. Cuidado con el alambre de disparo. Adelante.
Ha Si abrió la trampilla e intentó oír algún sonido procedente de abajo. No se oía nada. Tomó aire, asintió con la cabeza a Alexander, se agachó y bajó de un salto de tres metros hasta el suelo; ni siquiera le hizo falta la escalera.
Alexander permaneció alerta con los cinco sentidos, con el corazón acelerado y conteniendo la respiración, mientras Ha Si se zambullía en la oscuridad. No se oyeron disparos, pero sí dos silbidos del silenciador, el sonido de la hoja de un cuchillo al desgarrar la carne humana y un jadeo. Alexander bajó a continuación con el cuchillo en la boca, apoyando el peso de su cuerpo en los brazos para no sobrecargar la pierna en el momento de meterse en la trampilla y bajando el resto de un salto, y acto seguido, sujetó con las manos el cuchillo y la Ruger. Sus gafas StarLight tardaron unos segundos en acostumbrarse a la oscuridad. Mercer, Elkins y Tojo bajaron después de él. Antes de que los ojos de Alexander se acostumbrasen del todo a la penumbra, una figura verde con una bayoneta se abalanzó sobre él desde un lateral; apenas tuvo tiempo de levantar el cuchillo para repeler el ataque, pero lo levantó. Su oponente era más menudo y más débil, ni siquiera hubo un verdadero enfrentamiento a pesar de la bayoneta: el hombre cayó al suelo al instante. Acto seguido, Elkins y Mercer aparecieron delante de Alexander y Tojo se materializó a sus espaldas. ¿Dónde estaba Ha Si? Se encontraban en una despejada área rectangular de la que salían cuatro pasillos. En el suelo había briznas de paja húmeda, y un líquido viscoso se acumulaba en charcos en los rincones.
Avanzaban a paso lento y vacilante. Al fin encontraron a Ha Si en el interior de uno de los pasillos, forcejeando con un guardia robusto que intentaba estrangularlo. De modo que había algún guardia despierto. Elkins apartó al guardia y Mercer le disparó, pero Ha Si tenía razón, el ruido del silenciador de la Ruger era demasiado fuerte para la cueva.
—No disparéis a nadie… si podéis evitarlo —susurró Alexander—. Limitaos a encontrar a Anthony.
En ese momento iban todos en grupo, con Ha Si a la cabeza. Reinaba un silencio absoluto, pero Alexander pensó que tal vez era un silencio falso. Se oía el goteo constante de líquido en alguna parte. Avanzaron por uno de los pasillos sin linternas de ninguna clase, sólo con sus gafas de visión nocturna, las pistolas del calibre 22 listas para disparar, los cuchillos en la mano, los cinco susurrando: «Anthony, Anthony…». Era su única cantinela en aquella madriguera estrecha y putrefacta de las entrañas de la tierra. Era la única cantinela de Alexander, «Anthony, Anthony…».
Oyeron un gemido.
—¿Ant, eres tú?
Otro gemido.
—¿Anthony? ¿Anthony?
Encontraron a cinco soldados estadounidenses sin vigilancia, apiñados en el suelo de una jaula de bambú cerrada. Cinco soldados, era un milagro… Los hombres estaban empapados en sangre y habían recibido una paliza. Ha Si rompió el cerrojo de la jaula y se precipitaron hacia los prisioneros. «Anthony, Anthony…».
Ninguno de ellos era Anthony. Elkins y Mercer los ayudaron a ponerse de pie. Uno de ellos estaba muerto. ¿Debían dejarlo allí? Era el Anthony de otros padres, de modo que Alexander decidió que no lo dejaran.
—Rápido, levantad a los demás y salid.
¿Cuál de ellos se sentía todavía lo bastante fuerte para cargar con un muerto? Uno de los soldados se ofreció voluntario, llorando.
—Tojo, condúcelos a la escalera y ayúdalos a subir —ordenó Alexander—; si pueden sujetar un rifle, dales un rifle, y vuelve de inmediato. Pero no llames a Richter todavía… no hasta que… —Les preguntó a los prisioneros—: ¿Anthony, Anthony?
Pero los soldados no sabían nada. Tres de ellos, incluido el muerto, habían sido capturados sólo dos días atrás. Los otros llevaban allí una semana. Por su aspecto, parecía como si ni siquiera fuesen capaces de recitar su nombre y rango ante sus captores.
—No los vigilaba nadie —señaló Ha Si—. Esa maldita Moon Lai… Una mentira tras otra. Los hombres que me atacaron estaban durmiendo al pie de la escalera. Por lo visto, sólo había ésos. No tienen previsto que alguien venga a causarles problemas.
—No bajes la guardia, Ha Si. Los sapper están durmiendo, pero si los despertamos, ya podemos despedirnos de este mundo.
«Anthony, Anthony…».
Ha Si continuó hacia delante, se deslizó en uno de los pasillos y desapareció en la oscuridad. Alexander procuró no quedarse a la zaga, pero tenía que caminar muy encorvado a través del túnel y moverse mucho más despacio. El pasillo terminaba unos doce metros más adelante. Alexander distinguió a cuatro guardias recostados en la pared frente a una pequeña jaula de bambú. Estaban profundamente dormidos. Alexander y Ha Si avanzaron un paso con sumo sigilo, luego otro, pero hasta la paja húmeda crujía, era imposible hacer menos ruido. Uno de los hombres abrió los ojos y, con maniobra experta, echó mano de su arma al instante. Ha Si, también con maniobra experta, hundió el cuchillo en la garganta del hombre en plena oscuridad. Los otros tres ya se habían puesto de pie. Un disparo con la cerbatana de Ha Si, certero y silencioso, dos disparos con la Ruger de Alexander, certeros pero no tan silenciosos. Se acercaron y Ha Si extrajo su cuchillo. La víctima de la cerbatana asió la pierna herida de Alexander y tiró de ella hacia delante. El estadounidense forcejeó con él, rasgando la oscuridad con su cuchillo una y otra vez, como un rayo. Al final, Alexander se encargó de rematarlo mientras Ha Si abría el cerrojo de la jaula.
Abrió la puerta de bambú, se plantó en la puerta como un poste… pero no entró. Alexander intentó pasar por delante del montañés.
—¡Apártate, Ha Si!
Retrocediendo un paso, y hablando en un murmullo entrecortado y jadeante, Ha Si le dijo a Alexander:
—Voy a llamar a Richter y a decirle que hemos encontrado al capitán Barrington. Volveré enseguida con Tojo para ayudarlo. Intente a ver si puede levantarlo.
No volvió a mirar a Alexander mientras se precipitaba hacia fuera.
Ladeando la cabeza para no chocar contra el techo bajo, Alexander entró en la jaula. Distinguió a Anthony, tumbado de costado sobre la paja ennegrecida y sanguinolenta. Alexander se dio cuenta de inmediato de que algo iba mal, pero ¿qué?
—¿Anthony?
Se arrodilló junto a él. Parecía inconsciente… ¡pero estaba vivo! Iba semidesnudo, con unos pantalones de pijama de prisionero y una vieja camiseta del Vietcong echada sobre el torso. Alexander se quitó las gafas de visión nocturna y retiró la camiseta que cubría a Anthony.
Entonces lo vio: a Anthony le faltaba el brazo izquierdo. Se lo habían cortado a escasos centímetros del hombro y en esos momentos lo llevaba vendado de forma muy precaria con gasas limpias… pues Moon Lai acababa de estar allí. Alexander reprimió un respingo, volvió a Anthony de espaldas y en la penumbra le vio el otro brazo, la parte interna del codo y del antebrazo de un negro sólido por las marcas de las agujas. Si Moon Lai lo mantenía con vida era únicamente gracias a la penicilina y el opio. Estaba mugriento y tenía el resto del cuerpo lleno de heridas brutales.
Alexander apartó la mirada; no podía soportarlo. Cuando volvió a mirarlo, estaba cegado.
—Ant… —susurró, con las manos en el pecho de su hijo—. Ant… —Lo zarandeó.
Anthony abrió los ojos y miró con expresión inerte y ausente la cara de su padre, y éste se vio a sí mismo, un cuarto de siglo antes, tendido en su propio lecho de paja mugrienta, con el cuerpo empapado en sangre y sin esperanza, esperando a los guardias, los trenes y las cadenas para que se lo llevaran, habiendo rechazado todo alimento en su desesperación durante cuatro días. Y luego se recordó a sí mismo abriendo los ojos y viendo a su padre, Harold Barrington, inclinado sobre él y susurrándole: «No seas orgulloso, Alexander. Acepta algo de pan». Y él le había dicho a su padre: «No sientas lástima por mí, papá, porque ésta es la vida que he querido para mí».
Y el fantasma de su padre muerto, junto a él, con la voz casi inaudible en el fragor de los latidos de su desconsolado corazón, le susurró: «No, Alexander. Ésta es la vida que yo he querido para ti».
Y en ese momento, Alexander, y no un fantasma, estaba arrodillado junto a su propio hijo, de la misma edad, sobre la misma paja, a las puertas de la misma muerte, con la misma desesperanza, a la espera de las mismas personas, y le dijo, con la voz casi inaudible en el fragor de los latidos de su desconsolado corazón:
—Anthony, estoy aquí. Todo va a salir bien. Yo te ayudaré. Pero tienes que levantarte, porque tenemos que irnos de aquí ahora mismo si queremos conseguirlo.
Anthony pestañeó. Tenía los ojos vidriosos y empañados. Estaba completamente drogado. Y sin embargo, Alexander rozó el cielo cuando lo oyó decir:
—¿Papá?
—Levántate, Anthony. —Anthony empezó a temblar.
—Oh, Dios mío… Estoy sufriendo alucinaciones otra vez. Por favor, vete. Sé que no eres tú. Dios, ¿qué me está pasando?
—No es ninguna alucinación. Levántate.
Alexander estaba temblando. Anthony tenía grilletes en las piernas, y su único brazo estaba atado con una cuerda a una anilla en la pared. Alexander cortó la cuerda y Anthony, tendido de costado, alargó el brazo y tocó la cara de carne y hueso de su padre. Lanzó un gemido.
—Oh, Dios… No, papá. No… No lo entiendes. Tienes que salir de aquí.
—Sí lo entiendo, vamos a salir los dos de aquí.
Alexander buscaba a tientas la llave de los grilletes en la anilla de las llaves, pero sin suerte. Volvió junto a la cabeza de Anthony, inclinó el cuerpo sobre él y lo rodeó con los brazos, dejando marcas de sangre.
—No puedo moverme —dijo Anthony—. Mira lo que me han hecho.
¿Qué diría Tania?
—Anthony, Anthony… —susurró Alexander, apretando la cara contra la cabeza de Anthony, levantándolo de la paja para ayudarlo a incorporarse—. ¿Me oyes, hijo? Tú eres mi vida, y la vida de tu madre. Siempre serás para mí ese crío de tres años que jugaba en el patio de atrás, que se cortaba el pelo para parecerse a mí, que andaba como yo, que caminaba como yo, el que se sentaba en mi regazo, el que me traía mariquitas, el que me traía felicidad, el que me mantenía con vida… Eso es lo que veo cuando te miro. ¿Te acuerdas de cuando pescábamos juntos, Anthony, cuando eras pequeño? No te imaginas cuánta felicidad me procuraste entonces. Durante toda tu vida has hecho que me sienta orgulloso de ti. Y ahora vamos, campeón. Tienes que levantarte y venir conmigo. Ya lo verás, lo conseguirás… tú puedes. Todo irá bien, pero tienes que levantarte, hijo. Vamos, levántate, Anthony.
El chico no se movió.
Miró a su padre, con sus ojos sangrantes impregnados de confusión y de dolor, y luego apartó la mirada.
—Mi madre no puede verme así —susurró.
—Tu madre —repuso Alexander— me vio a mí así en Sachsenhausen. Tu madre envolvió el cadáver de su hermana en una sábana y la enterró con sus propias manos en un agujero en el hielo. Tu madre estará bien, te lo prometo. Y ahora, levántate. —Alexander besó a su hijo—. No te preocupes por nada, sólo levántate. —Cuando vio que Anthony no se movía, añadió—: ¿Sabes quién más ha venido a buscarte? Tom Richter. —Al oír aquel nombre, Anthony volvió la cabeza al instante. En sus ojos brilló un leve destello de arrepentimiento y entusiasmo, mezclados a partes iguales. Alexander, sin tiempo que perder, asintió—. Sí, eso es, Tom Richter. Es la primera vez que se adentra en la jungla desde 1962, y está aquí… por ti. Elkins está aquí. Charlie Mercer está aquí. Ha Si está aquí. Y Tojo, que te va a llevar a cuestas.
Anthony dijo algo en un susurro.
—Hijo, no te oigo.
Alexander se inclinó un poco más.
Sin decir una palabra, Anthony extrajo la Ruger de la funda delantera de Alexander, y sin mover los hombros ni las piernas ni enderezar el cuerpo tumbado, ladeó el arma con una mano, apuntó y abrió fuego dos veces, disparando detrás de su padre. En la puerta de la jaula de bambú se oyó el ruido sordo de un hombre al desplomarse sobre el suelo. Alexander se volvió a mirar.
—Habrá más de donde ha venido ése —dijo Anthony con la voz entrecortada, devolviendo la pistola a su padre—. Necesitaré otra arma, una que pueda disparar desde la altura de la cadera y a la que pueda cambiar el cartucho yo mismo… con una sola mano.
—¿Qué me dices de la M-60 con cinturón portamunición de cien proyectiles? —dijo Alexander como si tal cosa, incorporando a Anthony hasta colocarlo en posición semisentada.
—Perfecto.
Anthony casi sonrió.
En ese momento regresó Ha Si, apartando de en medio de un puntapié al guardia muerto. Elkins y Mercer iban detrás de él.
—¡Dios Santo, Anthony! —exclamó Elkins, y apartó la mirada—. Qué te han hecho esos hijos de puta…
Tojo regresó. Los prisioneros estadounidenses estaban fuera, enfilando ya el sendero de vuelta a la cima de la colina. Alexander le pidió ayuda a Ha Si con los grilletes, y el montañés encontró la llave al instante y liberó a Anthony.
—Elkins, date la vuelta y mírame. Serás capullo… —dijo Anthony, tratando de ponerse en pie—. ¿Qué coño haces aquí, eh? ¿Mercer Mayer, eres tú?
¡De eso le sonaba su cara! Mercer Mayer era autor de libros para niños. Anthony tenía razón, Mercer tenía varios rasgos físicos en común con el personaje de Little Critter: bajo y rechoncho, y muy testarudo.
Mercer no podía mirar a Anthony.
—Soy yo, capitán —dijo, y sus lágrimas aterrizaron en la paja del suelo.
Anthony logró ponerse en pie con ayuda y se apoyó en la pared, flanqueado por Alexander y Ha Si. Alexander advirtió que Elkins y Mercer estaban tan afectados por el terrible estado en que se encontraba Anthony que les estaba costando cumplir con su cometido.
—Soldados, vamos —dijo—. Alegrad esas caras. Lo hemos encontrado.
—Exacto —repitió Anthony—. Alegrad esa puta cara. Y que alguien me deje unos pantalones para no tener que seguir llevando este pijama de mierda.
Alexander llevaba unos pantalones de combate de recambio en la mochila. Tojo llevaba un chaleco de combate extra en la suya e inmediatamente empezó a quitarse sus propias botas mientras Alexander ayudaba a Anthony a quitarse los pantalones que le habían dado los norvietnamitas. Antes de colocarle la guerrera, Ha Si le envolvió el muñón con una venda limpia y la sujetó con fuerza en diagonal sobre el hombro opuesto.
Anthony permaneció desnudo contra la pared, pestañeando y asimilando poco a poco todo cuanto había a su alrededor.
—Tojo, amigo mío —dijo—, muchas gracias por las botas, pero ¿qué vas a llevar tú en los pies? Papá… Oh, Dios mío, papá… ¿qué te ha pasado en la pierna? Estás…
—No te preocupes por eso ahora —le dijo Alexander, al tiempo que le ponía la guerrera—. Me recuperaré.
Sostuvo a su hijo mientras Mercer y Elkins trataban con dificultad de ponerle los pantalones y las botas en las piernas hinchadas y poco dispuestas a cooperar de Anthony. Éste no dejaba de gemir de dolor y de resbalarse hacia el suelo. Ha Si lo sujetaba, Alexander lo sujetaba, cinco hombres hechos y derechos sujetando al hijo, al comandante.
—¿Te duele, compañero? —le susurró Elkins.
—No siento nada —replicó Anthony con la voz hueca.
Se puso derecho, pero no por sí solo. Ha Si dijo que ojalá tuviese una inyección de Dexedrine, pero en lugar de eso le dieron pan, le dieron agua de beber, abrieron una ración de combate y le dieron un poco de mantequilla de cacahuete, una galleta. Él masticó con desgana, bebió con avidez y luego se tambaleó.
—¿Qué? ¿Qué? ¿Qué necesitas, hijo? —repetía Alexander una y otra vez.
El único brazo de Anthony rodeaba el hombro de su padre.
—Un puto cigarrillo.
—Dios, tú y yo, los dos. Larguémonos de aquí cuanto antes para poder fumarnos uno.
La voz sosegada de Ha Si les repetía una y otra vez que tenían que salir de allí de inmediato, pero antes de marcharse, Anthony ordenó a Elkins y a Mercer que colocasen dos minas Claymore en el pasillo principal, el que llevaba a las habitaciones donde dormían los guardias. Así, cuando saliesen uno detrás de otro, les explicó Anthony, la cueva se partiría en dos, como si se estuviesen abriendo las mismísimas fauces de la Tierra. Colocaron las Claymore y extendieron el alambre de disparo en todas direcciones. A continuación, Anthony ordenó que plantasen sendas bombas lacrimógenas («para asfixiarlos») delante de las minas, y cuando se dio por satisfecho, anunció que se iban, pero no podía caminar.
—¿Es que no te has puesto de pie en todo este tiempo? —le preguntó Alexander.
—Sí, claro que me he puesto de pie —dijo Anthony con odio furibundo—. Me atan una vez al día y me cuelgan de una cuerda mientras ella viene y me limpia y… atiende a mis necesidades. Se encarga personalmente de devolverme la salud. —Hablaba con la voz teñida de negra ironía—. ¿La habéis… visto?
Alexander intercambió una mirada con Ha Si, y a pesar de que no quería mentirle a su hijo, también sabía que no tenían tiempo para mantener aquella conversación.
—Sí, sí que la hemos visto, Ant.
Anthony estaba muy desorientado. Preguntó qué fecha era, y aún se desorientó más cuando se lo dijeron, pues trató de calcular cuántos meses había pasado en cautividad.
—Mi año de servicio terminaba en agosto —murmuró—. Iba a regresar a casa… con ella. —Había algo más que le estaba costando mucho esfuerzo calcular. Algo que no conseguía expresar—. No podemos estar a principios de diciembre. —Hizo una pausa, tratando de encontrar las palabras que necesitaba—. Ella… tenía que dar a luz a principios de diciembre…
—Vamos, Ant —dijo Alexander, empujándolo hacia delante, sosteniéndolo—. No hay tiempo para chácharas. Vámonos.
—¿En qué mes estamos? Decidme la verdad.
—Cuando lleguemos al helicóptero. Ya hablaremos entonces.
Tojo llevó a Anthony a la escalera, pero ¿cómo iban a subirlo tirando únicamente de un brazo? Iba a tener que tomar impulso él mismo de algún modo. Tojo estaba detrás de él, sujetándolo, pero era Anthony quien tenía que agarrarse a los peldaños. Trató de hacerlo, pero no podía. Se le resbalaba la mano y se caía hacia atrás, y sólo lo frenaba Tojo. Alexander se puso delante de su hijo, lo puso derecho, tomó su cabeza entre las manos y, mirándolo directamente a la cara, dijo:
—Anthony, tu madre con catorce años consiguió salir trepando de una maldita trampa para osos sin escalera y con un brazo roto. Y sin ningún Tojo que la sujetase por abajo. Así que haz el puto favor de agarrarte a esos peldaños con un solo brazo, ¿entendido?
—Entendido.
Alexander besó la frente de su hijo y lo empujó hacia delante.
Antes de trepar por la escalera, Anthony ordenó a Ha Si que colocase dos granadas más entre la paja del suelo bajo la escalera y otra bomba lacrimógena junto a ella.
—Para asfixiarlos vivos —dijo Anthony—, mientras la explosión los despedaza.
Habían pasado cincuenta y cinco minutos desde que Moon Lai había salido por la trampilla. Alexander estaba muy tenso, pero al menos todos se encontraban ya en la superficie. Anthony se agarró a cada doloroso peldaño con la fuerza suficiente para que Tojo pudiera empujarlo hacia arriba, y luego Elkins tiró de él desde arriba hasta ayudarlo a trepar del todo.
Y ahí estaba Moon Lai, debajo de la cubierta para la trinchera de Tojo.
Rápidamente, los cinco hombres se interpusieron entre Anthony y el cadáver de la joven para que no la viera, dirigiéndolo hacia la puerta, pero el hedor de la sangre en descomposición en el calor húmedo era insoportable, y era imposible no detectar la figura de un cuerpo debajo de la cubierta, por pequeño que fuera. Anthony fulminó con la mirada a los hombres que le impedían el paso y dijo:
—Puede que no pueda dar órdenes a mi padre, pero vosotros sois distintos. Apartaos de ahí de una puta vez. Y no es una sugerencia.
De mala gana, los hombres se quitaron de en medio. Anthony levantó la cubierta y permaneció de pie inmóvil, contemplando el cuerpo sin vida de Moon Lai. Le temblaron las piernas.
Se volvió hacia su padre y lo miró con el gesto impenetrable en su rostro lleno de moretones. Sólo le temblaron los labios. Miró a Alexander, miró la pierna empapada en sangre de su padre, trató de serenarse, tragó saliva y dijo, con la mayor calma posible:
—Era una puta y un demonio. Tergiversaba toda la verdad, todo aquello en lo que creo, todo lo que le decía en medio de los sufrimientos más atroces. No merece un solo pensamiento más. —No hizo referencia a su embarazo. No había nada más que decir, por parte de nadie. Anthony se dirigió entonces a Ha Si—: Bueno, avanzadilla —dijo con toda naturalidad—, no te quedes ahí de pie como un pasmarote mirándome con esos ojos mudos. Dime, ¿es seguro salir ahora?
Ha Si asomó la cabeza afuera.
—Todo despejado, capitán —contestó.
Anthony le pidió la Colt a Alexander, y éste se la dio.
—Ha Si, deja que Tojo vaya delante. Tojo, tu única misión consiste en subir ladera arriba, un kilómetro, y meter a Anthony en el pájaro de la libertad que nos llevará a casa. ¿Lo has entendido?
—Sí, señor.
—Tojo, eres un gigante entre hombres —dijo Anthony.
—Capitán Barrington, el hecho es que sí soy un gigante entre hombres —subrayó Tojo.
Alexander llamó a Richter, le dijo que tenían a Anthony, que estaban listos para salir y que llamase al helicóptero.
Uno, dos, tres. Contaron a la vez para llamarlo.
Ha Si dio un paso hacia el exterior, seguido de Anthony, Tojo y Alexander. Éste vio de inmediato a dos mujeres a unos treinta metros de distancia, dirigiéndose hacia la choza. Las mujeres los vieron y se pusieron a chillar y a correr en dirección a los guardias inconscientes. Debían de haber acudido a ver por qué Moon Lai tardaba tanto, porque en tres días, nadie aparte de Moon Lai y los centinelas se acercaba por aquella parte de la aldea durante las horas diurnas.
Ha Si sacó su arma, pero antes de que pudiera disparar, a su espalda, Anthony abrió fuego sin dudarlo con la Cok. El ruido fue ensordecedor. Las mujeres cayeron al suelo y dejaron de gritar, pero habían hecho ruido, y los dos disparos, aún más. Pasaron varios segundos de silencio y luego, el estruendo de una sirena se apoderó del campo, con el mismo sonido de las sirenas que anunciaban los bombardeos durante el asedio de Leningrado. Tal vez estaban reutilizando los mismos cacharros, pensó Alexander. Lo cierto es que sonaba asombrosamente igual que las sirenas de Leningrado.
Lo bueno de Tojo era que en los cinco segundos que pasaron desde la apertura de la puerta de la choza al sonido de la sirena, ya había avanzado diez metros colina arriba con el metro ochenta y cinco de Anthony a cuestas. Y más les valía, porque no tenían un segundo que perder.
—¡Cuidado con el alambre de disparo! —gritó Alexander a sus espaldas.
Éste, Elkins, Mercer y Ha Si seguían a Tojo por la angosta senda, con los tallos de hierba gigante ocultándoles la cabeza. Ha Si iba en ese momento en la retaguardia, una posición que, a juicio de Alexander, no era las más acertada para él. Corrían tan rápido como podían, pero se trataba nada menos que de casi doscientos metros cuesta arriba, abriéndose paso entre la hierba salvaje, la ladera de rocas y el terreno accidentado, y Tojo no podía avanzar más rápido con el peso de un soldado herido a la espalda, de modo que el resto de la columna no tenía más remedio que seguirle el paso, con Alexander que no cesaba de repetirle: «Vamos, Tojo. Más rápido, más rápido», a pesar de que de la herida de su propia pierna le manaba sangre. Pero conocía la regla de oro de la guerra: cualquier cosa que se para es un blanco fácil. Y cuando se corre montaña arriba con el enemigo pisándote los talones, el blanco lo es por la espalda. Se oían ya los disparos de los fusiles.
—Directo al helicóptero, Tojo —gritó Alexander—. Es una orden. No te detengas por nada.
—Sí, señor —contestó Tojo entre jadeos.
Cuando ya habían cubierto la mitad del camino, casi cerca de quinientos metros, Ha Si miró hacia atrás. Alexander lo oyó decir, con una agitación nada propia de él:
—No, mierda…
Ésas fueron sus últimas palabras; una bala le alcanzó la espalda y cayó al suelo. Mercer lo asió, se lo echó al hombro y fue una suerte que lo hiciese, porque otro proyectil atravesó el cuerpo del montañés. Alexander se volvió para mirar y con una agitación muy propia de él exclamó:
—¡No, mierda!
A pesar de que la hierba de la jungla le obstaculizaba considerablemente la visión, vio al menos cien soldados del NVA vestidos aún con un paradójico pijama, con los Kalashnikov en la mano, saliendo en tropel de las chozas de la aldea y de varias madrigueras en el suelo, corriendo, trepando ya por la ladera de la montaña, haciendo caso omiso de la hierba afilada y de la regla de la formación en fila india. Una caótica horda de vietnamitas atravesó la hierba sin importarle si ésta les atravesaba la piel. Corrían sin botas ni cascos, apuntándoles con los rifles y disparando.
Alexander envió a todos los hombres de su equipo colina arriba y él se encargó de cubrir la retaguardia. Contó hasta tres y por fin estalló. Por fin, un soldado descalzo del ejército norvietnamita pisó el alambre de una Claymore. Se oyó una fuerte explosión y gritos generalizados. Alguien más pisó otra mina, y luego otra, y se oyeron más explosiones y más gritos. Con aquello consiguieron retrasar un poco al enemigo. Alexander dio alcance a Mercer, que ascendía por la ladera con gran dificultad, con Ha Si a la espalda. Alexander ordenó a Mercer que dejase de correr; con el lanzagranadas incorporado a su M-16 disparó tres cohetes que, trazando una curva en el aire, hicieron explosión entre la masa confusa de hombres de abajo, maniobra que consiguió frenar su avance y ponerlos furiosos. Relevó a Mercer de la tarea de llevar a Ha Si y se lo echó al hombro él mismo, y acto seguido echó a correr colina arriba.
Las bombas habían frenado a los norvietnamitas… pero no los habían detenido. Como tampoco las minas. Alexander miraba hacia atrás constantemente. Gritándose unos a otros, los hombres del ejército norvietnamita avanzaron otros diez metros cuesta arriba. Alexander, con el cuerpo de Ha Si a cuestas, oyó el estruendo de la segunda andanada de minas. Algunos hombres lograron escapar de las minas y echaron a correr en paralelo a Alexander, por la senda que habían marcado como señuelo… hasta caer derechos en las estacas punji de Harry. Los hombres gritaron y dejaron de correr. Harry se habría sentido orgulloso. Alexander abrió fuego directamente desde el costado, disparando a través de la profusa vegetación.
Había logrado cubrir tres cuartas partes del camino. Tojo ya estaba casi en la cima. Mercer, que en esos momentos iba el último, corría, se detenía, se volvía, disparaba en ráfagas cortas y luego se volvía y echaba a correr otra vez. Elkins, delante, vaciaba sus cartuchos, recargaba el arma y seguía corriendo. Tojo llegó a la cima, gracias a Dios, pero en lugar de avanzar hacia la jungla, tal como le había ordenado, dejó a Anthony en el suelo.
Cuarenta y cinco metros más abajo, Alexander gritó:
—¡Sigue! ¿Qué coño te he dicho? ¡Sigue!
Pero Tojo no siguió, sino que cogió el rifle que llevaba a la espalda y abrió fuego a discreción.
Alexander se volvió para ver por qué el montañés había decidido desobedecer una orden directa. Una pequeña punzada de pánico le atenazó el estómago, se abrió un hueco y se instaló en él: eran los sapper. Corrían, se agachaban y se arrastraban por entre la hierba, sobre su estómago, en oleadas. Sobre su estómago tropezaron con las minas Claymore y estallaron en pedazos, pero el resto, pese a las heridas y los gemidos, siguieron avanzando, acechándolos. Y cada vez había más, docenas, centenares de ellos que surgían de las entrañas de la tierra como áspides, serpenteando y deslizándose montaña arriba.
Después de dejar a Ha Si en el suelo, Alexander se dio media vuelta, se puso en línea recta con Elkins, Mercer y Tojo y todos abrieron fuego sobre las figuras oscuras de abajo. Richter y los seis montañeses seguían apostados en uno de los laterales, ladera arriba, en una situación inmejorable para disparar. Habían infligido mucho daño con sus granadas y su M-60, que más que una ametralladora parecía un dragón que escupía fuego y balas.
Y sin embargo, pese a todo, una parte de los hombres del ejército norvietnamita había logrado ganar terreno y cubrir una cuarta parte de la ladera, y Alexander vio el brillo de sus cabezas negras y desprotegidas relucir por entre la hierba amarilla. Ordenó a sus hombres que se pusiesen a cubierto, y él mismo halló una roca y una porción de vegetación detrás de la que ocultarse, ajustó el fusil en semiautomático y empezó a disparar a los sapper en ráfagas cortas, eliminándolos uno a uno, sin desperdiciar munición. Eran muy oscuros y se movían muy despacio por la hierba clara, pensando que ésta los ocultaba, pensando que Alexander no podía verlos, y luego echaban a correr, pensando que el norteamericano no podría acertar a un blanco en movimiento.
Se equivocaban de medio a medio.
Cuarenta segundos para apuntar y disparar veinte proyectiles, tres para recargar… y vuelta a empezar. Lo hizo cinco veces. Quizá se cobró la vida de un centenar de hombres después de tanto esfuerzo. Tojo, Mercer y Elkins estaban tan desesperados como Alexander por tratar de frenar el avance de los sapper. Mercer también los eliminaba uno a uno, mientras que Elkins disparaba el automático sobre los hombres que se dispersaban y Tojo lanzaba cohetes directamente a las chozas de la aldea. Aquello no iba a ser una fuga y rescate tranquilos, desde luego; Kum Kau ardía durante una batalla agria y negra por el orden del universo. Quizá se cobraron la vida de un centenar de hombres cada uno a cambio de tanto esfuerzo.
Richter y sus seis montañeses se estaban dispersando. Desde la trinchera dos montañeses abatían a los sapper que trataban de avanzar con granadas, mientras que los demás los aniquilaban con ráfagas de los M-16. Uno de los montañeses estaba al frente de la M-60, que según los cálculos de Alexander no tardaría en agotar los mil doscientos proyectiles capaces de perforar una armadura. Quizá se cobraron la vida de mil doscientos norvietnamitas a cambio de tanto esfuerzo… o al menos, eso esperaba Alexander, porque la M-60 se quedó sin munición y el fuego rápido cesó de inmediato. Al cabo de un momento, se reanudó el fuego selectivo de los M-16.
Los sapper no eran tan selectivos: tenían sus AK47 en automático y se limitaban a destrozar la hierba a golpe de machete a medida que iba ascendiendo por la ladera.
—¿Dónde está Anthony? —gritó Alexander sin mirar atrás, a la selva—. Tojo, ¡que alguien lo saque de aquí de una puta vez! ¡Evacuadlo!
Nadie lo oyó.
Richter lo llamó por radio.
—El helicóptero está listo. Abandonad vuestra posición y retiraos. Corred hacia el aparato inmediatamente. La transmisión se cortó.
Pero ése era el problema: Alexander no podía correr al aparato en esos momentos. Él y sus hombres no podían correr ni un metro y medio por la selva, y mucho menos un kilómetro, porque apenas cesase el fuego, los sapper acelerarían su avance, empezarían a abrir fuego y les dispararían por la espalda. Los malditos soldados del NVA no se estaban batiendo en retirada, sino que subían en estampida por aquella colina, y aunque caían víctimas de las minas, de los cohetes, de las balas, cada vez aparecían más y más. Como en una pesadilla, surgían en tropel de las entrañas de la tierra, algo que Alexander no había visto en su vida. Eran como la maldita Hidra de Lerna, pensó, al tiempo que colocaba un proyectil de gran alcance en el cargador de su lanzamisiles y apretaba el gatillo. Los mataban y les seguían saliendo cabezas.
Los hombres de Alexander no podían escapar, pero tampoco podían quedarse donde estaban, porque su posición en lo alto de la colina iba a ser indefendible al cabo de cinco minutos escasos. Alexander se quedaría sin munición antes de que desapareciesen todos los norvietnamitas, eso estaba muy claro. Antes de ser derrotados por tres batallones de hombres descalzos en pijama con Kalashnikov en la mano, los hombres de Alexander tenían que adentrarse un kilómetro en la selva, porque independientemente de lo que sucediese al final, una cosa era segura: Anthony tenía que subir a ese helicóptero.
Alexander tiró una bomba de humo para crear más confusión unos metros más abajo, más caos denso y asfixiante, y acto seguido, abandonó su posición y se internó en la jungla, donde encontró a Anthony con Ha Si a sus pies.
—¿Cómo está? —preguntó entre jadeos.
—No muy bien —fue la respuesta de Anthony.
Alexander encendió la radio para pedir la ayuda de uno de los montañeses de Richter, pero Anthony se lo impidió.
—Échamelo a la espalda, papá —dijo, levantándose despacio y colocándose la Colt en el bolsillo del pantalón—. No puedo hacer nada más, deja que resulte de un poco de utilidad al menos. Tú necesitas a los montañeses para otras cosas. Échamelo a la espalda y empújame en la dirección de la senda que lleva al helicóptero. ¿A qué distancia está?
—A un kilómetro, pero por favor, date mucha prisa, ¿me oyes? —dijo Alexander, al tiempo que colocaba a Ha Si encima de los hombros de Anthony, quien echó a caminar con el paso tambaleante de un borracho, sujetando la cabeza inerte de Ha Si con su única mano.
Al borde de la colina, la situación se había vuelto aún más desesperada. Los sapper se habían dispersado de tal manera por la ladera de la montaña que Alexander se dio cuenta de que lo que querían era rodearlos; sus hombres se iban a quedar sin munición de un momento a otro y aún seguirían estando a un kilómetro del helicóptero. Alguien dijo, o puede que gritara: «Se acabó. Retirada. Retirada».
Richter llamó a Alexander por radio.
—A la mierda todo —dijo—. He llamado a los Cobra y al escuadrón de caza Bright Light. Informe crítico de la situación: no vamos a lograr salir de aquí nosotros solos. Mira en qué situación estamos, joder. Esto es fuego en la pradera.
Había tres situaciones de emergencia: crítica, de equipo y fuego en la pradera, cuando se enfrentaban a una fuerza numéricamente superior, rodeados por el enemigo y a punto de sucumbir.
—¿Cuánto falta para que lleguen los Bright Light?
—Treinta minutos —contestó Richter.
—¡Richter! —gritó Alexander—. ¡No nos queda ni tres putos minutos!
A un sapper se le ocurrió traer un RPG-7. Alexander lo vio. Tojo también lo vio y gritó:
—¡Mierda! ¡Lo tengo!
Y derribó al hombre, pero no antes de que un proyectil saliese, surcase el aire, aterrizase a pocos metros debajo del parapeto rocoso de Richter y estallase hacia arriba con un humo gris nauseabundo.
La radio se apagó. Durante cinco segundos, mientras Alexander corría al lado de Richter, no se oyó ningún sonido.
Richter estaba tirado en el suelo.
Tres de los seis montañeses estaban tirados en el suelo. Tojo se hincó de rodillas en el suelo y se echó a llorar.
—¿Es grave, es grave? —No dejaba de repetirle a Alexander—. Mucho, Tojo —contestó Alexander.
Richter tenía la pierna y el costado heridos, y un boquete en el cuello del tamaño de un pomelo. Por un momento, Alexander se quedó sin habla. Sostuvo a Richter en sus brazos y le hizo la señal de la cruz en la frente. De forma inaudible, Alexander susurró lo de siempre en las mismas circunstancias: «Señor mío Jesucristo, misericordioso, Señor de la Tierra, acoge en tu seno a este hombre para que encuentre la salvación después de tanto sufrimiento, como Tú nos has enseñado en Tu infinita compasión».
Tenían que irse, y tenían que hacerlo inmediatamente.
—Tojo —le dijo Alexander al gigante anegado en lágrimas—, tenemos que irnos de aquí cuanto antes o estaremos bien jodidos. Nos van a rodear en la selva y nos van a cortar la retirada. Yo iré por Mercer y Elkins. Di a tus montañeses que recojan a sus muertos y ordena a los que puedan que disparen en la retaguardia. Y ahora, recoge a tu comandante y vámonos.
Su mano seguía sobre la cabeza de Richter.
—Todo irá bien, Tom —dijo—. Aguanta, compañero. —Apretó los labios contra la frente sanguinolenta de Richter y susurró—: Aguanta, amigo mío.
«Porque hay muchas habitaciones en la casa del Padre y te está preparando una para ti».
A continuación, Alexander se levantó de un salto y echó a correr mientras Tojo, sin dejar de llorar, recogía a Richter del suelo.
Los montañeses recogieron a sus muertos. Mercer había recibido el impacto de una bala en la pierna y avanzaba por la senda cojeando, seguido de Elkins, que lo cubría. Alexander cubría a Tojo a medida que iban avanzando por la jungla en fila de uno.
Tojo, cargado con Richter a la espalda, avanzaba por la senda el primero y a gran velocidad, pero para Alexander, nunca un solo kilómetro se le había hecho tan eterno. En ese momento les seguían menos sapper a través de la maleza porque los habían atrapado otras tres minas plantadas en lo alto de la colina. Los que habían conseguido sortearlas se dispersaron, tratando de rodear a los estadounidenses, mientras más norvietnamitas aparecían desde abajo, sólo que más despacio… aunque no lo suficiente. El enemigo se ocultaba tras las plantas, y el último montañés de Alexander continuaba recibiendo el impacto de los disparos, una vez en el brazo, otra en el muslo, y cayendo al suelo. Alexander tenía que volver atrás constantemente para ayudarlo a levantarse, para empujarlo hacia delante. Poco a poco, Alexander se iba quedando cada vez más rezagado con su montañés, cuyo brazo y ambas piernas sangraban ya profusamente pero que, pese a ello, lograba de algún modo ponerse en pie, correr y descerrajar una andanada de disparos. Cuando el montañés ya no pudo seguir a pie ni disparar más, Alexander lo llevó a través del bambú, pero no podía seguir así, tenía que proteger a sus hombres. Le dijo al montañés que avanzase reptando hasta el claro como pudiese. Alexander pasó a ser el único artillero que quedaba en la retaguardia, cubriendo a sus hombres heridos mientras avanzaban metro a metro hacia el helicóptero.
Pero ¿dónde estaba el maldito helicóptero?
Un disparo volvió a alcanzar a Mercer, que se levantó de nuevo y aminoró el paso, pero no dejó de disparar. Aquel Mercer Mayer era muy bueno: tozudo, estoico, decidido, bueno… Anthony tenía razón: aun estando herido, Mercer veía al enemigo en el bambú amarillento, lo veía y lo aniquilaba. Elkins también, pero luego una bala le acertó en el hombro y ya no pudo seguir sujetando en rifle con las dos manos, por lo que su puntería ya no fue tan precisa. Alexander le gritó que se limitase a lanzar los misiles a todo arbusto viviente y que se olvidase de los disparos con el rifle, y el soldado así lo hizo.
Alexander corría cuando podía, se escondía entre las cañas de bambú cuando no podía y avanzaba andando, a veces de espaldas y otras veces de cara, el resto del tiempo, abriendo fuego en todas direcciones, tratando de rebajar la masa espesa de vegetación tras la que se ocultaban los sapper. Extendió un alambre de disparo tras él como si de una cola se tratase y colocó rápidamente una de las minas Claymore que le quedaban. Cuando los soldados del NVA se acercasen lo suficiente para que pudiese verlos a través del follaje, arrojaría una bomba de mano a la maleza. Arrojó tres bombas de mano, dos de sus granadas, incendió el bosque con su fusil… y pese a todo los sapper seguían saliendo como setas, en grupos reducidos, se ocultaban, corrían, disparaban y se acercaban.
Alexander creyó oír el ruido de las palas del rotor y de la turbina del helicóptero, aunque puede que sólo fuese producto de su imaginación, de las ganas de que el aparato estuviese allí. Miró a través de la espesura del bosque, y ¡sí! Efectivamente, el Chinook estaba allí, a cincuenta metros escasos de los gruesos troncos.
Alexander llamó a gritos a Tojo, a quien apenas veía.
—Tojo, ¿quién está en el helicóptero?
Oyó la voz de Tojo justo a su lado al tiempo que asía y levantaba del suelo al montañés malherido.
—Ya han subido casi todos, señor. Yo lo llevaré, si no no lo conseguirá. Usted también, vamos, comandante. Corra delante de mí.
—No. —Elkins no había subido al aparato todavía, ni Mercer tampoco—. Ve tú, Tojo —dijo Alexander—. Súbelo a él y luego vuelve a buscar a esos dos. Vete, he dicho.
Tojo echó a correr.
Cuarenta metros.
Elkins y Mercer se estaban ayudando mutuamente, sangrando, ocultos por los árboles, con las piernas flaqueantes pero sin dejar de disparar. Habían avanzado cinco metros camuflados cuando Tojo regresó del helicóptero.
—¡Tojo! —lo llamó Alexander—. ¿Mi hijo está dentro, entonces?
Sonó una voz justo a su lado.
—No, papá —dijo Anthony—. Tu hijo no está dentro. Tenía el M-16 en la cadera derecha y lo sujetaba con su único brazo.
—¡Anthony! —gritó Alexander lanzando una mirada asesina, primero a Tojo y luego a su hijo—. ¿Es que estás loco, joder? ¡Súbete a ese helicóptero!
—Subiré cuando subas tú —dijo Anthony—. Así que vámonos. Y no metas a Tojo en esto, él no me da órdenes a mí, yo se las doy a él.
Pero no había forma humana de que Alexander pudiese subirse a ese helicóptero mientras cuatro de sus hombres, su propio hijo incluido, estuviesen aún a veinte metros de la salvación. El resto de los norvietnamitas tomaron rápidamente posiciones tratando de aproximarse al claro. El Chinook, armado y dotado de tripulación, no podía abrir fuego de artillería a discreción en un área en que los soldados norteamericanos combatían tan próximos al enemigo, el mismo enemigo que de un momento a otro transformaría la zona de aterrizaje en una zona de aterrizaje muy caliente, una zona de aterrizaje roja, donde la evacuación se iba a convertir en una misión mucho más difícil, si no del todo imposible. Y cuando el NVA se acercase lo suficiente para dispararle un misil al Chinook, nadie podría salir de allí. Alexander dejó de avanzar y vació el cargador hacia atrás para dar una oportunidad a Tojo, Mercer, Elkins y, sobre todo, a su hijo de subirse al helicóptero. Se apartó de la senda, se escondió en los cipreses y disparó en automático sin dar un solo paso en dirección al helicóptero.
Mercer y Elkins llegaron al fin a la orilla del claro; renquearon lentamente hacia el aparato, tratando de permanecer junto a la vegetación y no salir a campo abierto. Tojo, que perdía sangre de la herida del cuello, estaba avanzando, pero los tres seguían expuestos al fuego.
Una bala alcanzó a Mercer Mayer de nuevo. Cayó al suelo y esta vez no se levantó. Tojo regresó a recogerlo.
Anthony permanecía de pie oculto entre los árboles, con el hombro pegado al de su padre, disparando su rifle desde la altura de la cadera. Cuando se le acabó la munición, arrojó el cartucho vacío al suelo, puso el arma del revés con la boca, apoyándola en el muñón vendado, y extendió la mano derecha hacia su padre.
—Cargador, papá —dijo a Alexander, y éste le pasó otro cartucho con veinte proyectiles.
Anthony lo insertó, bajó el seguro, volvió a apoyar el fusil contra la cadera y reanudó los disparos. Alexander había cargado las balas trazadoras con sumo cuidado y plena conciencia cerca del fondo del cargador, con dos proyectiles que indicaban cuándo estaba a punto de acabarse la munición.
—Cargador. Cargador, papá. Cargador.
—¡Anthony! —gritó Alexander—. ¡Por favor! ¡Súbete al puto helicóptero!
—Cargador. —Anthony ni siquiera respondió a su padre.
—¿Están ya a bordo? —le preguntó Alexander.
Anthony le tapaba la vista. Éste miró hacia el helicóptero.
—Elkins ha subido. Tojo ya casi ha subido con Mayer —dijo.
Estaban a diez metros del claro y seguía habiendo docenas de norvietnamitas entre los helechos gigantes, tratando de abatirlos con sus disparos.
—Hijos de perra —dijo Anthony—. Cargador, papá. —Permanecieron en el bambú hombro con hombro.
—¿Es como en los montes de Santa Cruz? —Quiso saber Anthony.
—No —contestó Alexander. En Santa Cruz no había bambú, ni tampoco estaba su hijo.
—Ha Si no lo ha conseguido. —Anthony emitió un leve gemido de dolor—. Cargador, papá.
¿Cuántos quedaban? Dios, ¿cuántos había? Alexander arrojó una granada a los arbustos. Ya no veía a quién disparaba y apenas oía nada tampoco. Durante toda su vida, en combates como aquél, su instinto se aguzaba con la adrenalina que se acumulaba en sus venas: lo veía, lo olía y lo oía todo con una agudeza dolorosamente acrecentada, pero tenía que admitir que el ruido ensordecedor de varios millares de balas de fuego sostenido y de las palas del rotor del helicóptero estaba menguando sus habilidades.
Oculto entre los arbustos, un sapper arrojó un cohete RPG-7 justo al claro. El misil estalló a quince metros del helicóptero, que se elevó en el aire un minuto antes de volver a posarse en la hierba llameante. El Chinook abrió fuego brevemente, pero los sapper estaban escondidos en lo más hondo del bambú, era imposible verlos, era imposible darles de pleno. Tenían dos o tres posiciones, puede que cuatro. El artillero del Chinook que había tras las armas montadas creía que estaba disparando a sus propios hombres y se vio obligado a parar.
—Papá, cohete a la una en punto para el cabrón del RPG-7 —dijo Anthony.
Alexander cargó un proyectil de 40 milímetros y disparó a la una en punto.
Anthony permaneció en silencio.
—Inténtalo otra vez. A la una en punto, no a las dos y cuarto. Alexander cargó otro y disparó.
—Era el último —señaló, al tiempo que se palpaba el chaleco y el cinturón portamunición.
—Era lo único que necesitaba ese hijo de puta. Un disparo perfecto. Cargador, papá.
Arrojó al suelo el cartucho vacío, insertó el nuevo y siguió disparando.
La respuesta del enemigo era cada vez más débil, ¿o acaso le fallaba el oído a Alexander? No, no estaba sordo, porque oía a su hijo alto y claro.
—Mierda. Cargador, papá.
Pronto no habría más cartuchos. Richter tenía razón: no había suficiente con decenas de miles de balas. Moon Lai tenía razón: ellos estaban dispuestos a perder a todos sus hombres, hasta el último, mientras que Alexander no estaba dispuesto a perder ni siquiera uno.
Tenía que resistir el tiempo suficiente para que Anthony se subiera al helicóptero. Alexander agarró a su hijo y lo apartó de los árboles, y lo empujó hacia el pequeño claro, cubriéndolo, mientras él seguía caminando hacia atrás, disparando a la vegetación selvática en ráfagas de tres andanadas de disparos. «Tomad eso, cabrones. Y esto». Otras tres ráfagas.
—¡Anthony! —gritó desesperado para que lo oyera a pesar del ruido de las palas del rotor y del rifle—. ¡Por favor! ¿Quieres subirte al puto helicóptero de una vez? Corre, yo te cubriré. Corre. Voy justo detrás de ti.
—Sí, pero ¿quién te cubrirá a ti?
—El artillero. Tojo, desde el helicóptero. Venga, Anthony, vete.
Empujó a su hijo con el cuerpo, sin dejar de disparar. Al final, a regañadientes, Anthony se dirigió al aparato.
¿Cuánto duró el minuto de locura de Alexander? ¿El fuego a discreción a la máxima intensidad, a la máxima velocidad? ¿Cuántos cartuchos había vaciado, cuántas granadas? ¿Cuántas balas le quedaban hasta gastarlas todas? «Ve, Anthony, ve, hijo mío».
De repente, Alexander dejó de correr, así, sin más. Se quedó de pie inmóvil, disparando, y al cabo de un segundo, sin ni siquiera pestañear, ya estaba en el suelo. Se preguntó si se habría desmayado, si habría perdido el conocimiento un momento, a lo mejor se había quedado sin fuerzas, se había tumbado en el suelo y no se acordaba de nada. No sabía lo que había pasado. «Qué diablos…», dijo, e intentó ponerse de pie. Apenas podía incorporarse. Sintió cómo algo se le agolpaba en la garganta y cuando bajó la cabeza, se puso a vomitar. La sangre del vómito le impregnó el chaleco de combate, y al cabo de un instante vio que le resultaba muy difícil respirar. Se abrió el chaleco y la guerrera desgarrándolos, y vio que le salía sangre de un agujero en el pecho. Alexander abrió la boca, pero no podía respirar, se estaba ahogando. Tenía la boca y la nariz llenas de sangre, que trataba incesantemente de expulsar mediante accesos de tos para así despejar las vías respiratorias. Se echó la mano hacia atrás para tocarse la espalda, y vio que se le quedaban en la mano trozos de ropa mezclados con sangre y esquirlas de hueso. La maldita bala le había atravesado el cuerpo. Aquello lo superaba por completo, se le nubló la vista, no sabía dónde estaba su hijo, si estaba bien, si había logrado subir a bordo del helicóptero, dónde estaba él, dónde estaban los sapper… No sabía nada. No podía encontrar su kit de emergencia, no podía respirar y estaba perdiendo sangre a marchas forzadas, joder.
Y le entró el pánico.
Y fue en ese momento, cuando el miedo y la ansiedad se apoderaron de él, cuando oyó a sus espaldas una voz cálida y familiar, una voz, no una cara… y en cuanto la oyó, dijo con calma, con su propia voz, casi gritando: «Ni hablar, Tatiana. Ni hablar, joder. Vete de aquí…». Y empezó a palpar a tientas el suelo tratando desesperadamente de encontrar su mochila, mientras la voz implacable a sus espaldas le echaba su aliento al oído y le susurraba: «Alexander, cálmate, tranquilízate y abre los ojos. Cálmate y abre los ojos y verás».
Fue retrocediendo de cuclillas con la esperanza de toparse con un árbol y tuvo la suerte de tropezarse con su mochila. Metió la mano en su interior de inmediato, extrajo el kit de primeros auxilios y con una sola mano consiguió colocarse la barra de presión contra el tórax y tirar del cordoncillo que la apretaba automáticamente. Aquellos kits estaban diseñados para que el propio herido pudiese accionarlos con una sola mano, ése era su propósito en el campo de batalla. La barra de presión era mejor que nada. Recostó la espalda contra un árbol, tratando de recobrar la respiración. De repente empezó a ver algo otra vez: la expresión desesperada del rostro de Anthony. «Me han dado, hijo, pero no pasa nada», quiso decir Alexander. «Por favor… súbete al maldito helicóptero…».
Ahora ya sabía qué era lo más importante: subir al helicóptero. Todo lo demás era accesorio.
Con una sola mano, Anthony estaba atando un plástico impermeable alrededor del pecho y la espalda de su padre, envolviéndolo en gasa, gritándole algo, sujetándolo. Alexander creyó ver a Anthony mascullándole: «Cierra los ojos, papá, voy a soltar una bomba lacrimógena». Anthony cubrió la nariz y la boca de su padre con una gasa húmeda, se oyó un ruido sibilante y de pronto Alexander fue incapaz de seguir respirando, al igual que era incapaz de ver a Anthony, rodeado por el asfixiante gas lacrimógeno de carbón fósil.
Anthony lo levantó del suelo. ¿Cómo pudo hacerlo, con una sola mano y en su estado? Lo levantó… y echó a correr con él a cuestas a través del humo. Conque ahora sí podía correr… Cien kilos a la espalda y ahora sí que corría.
¿Aquel rumor cada vez más débil procedía de las palas del rotor? ¿Y el viento? ¿Y de una súbita ráfaga de disparos? Ahora que ya no quedaba nadie en la selva más que los sapper, pues Alexander era el último de los norteamericanos en tierra, la M-60 del helicóptero disparaba con una rabia furibunda. Y luego, por fin, el muchacho subió a bordo.
Alexander vio el interior gris del aparato, vio la cara de Anthony encima de él, como si tuviera la cabeza apoyada en el regazo de su hijo, y a pesar de que no podía respirar, lo cierto es que casi respiraba por fin… porque su hijo estaba sano y salvo en el helicóptero.
Y el aparato se alzó, rasgando el aire con sus alas rotatorias, viró un momento hacia el suelo, viró otra vez hacia el sol radiante.
Alexander deseó no estar tumbado, pero era evidente que no podía estar sentado, o de lo contrario Anthony ya lo habría incorporado. Anthony sabía cuánto detestaba su padre estar tumbado. Lo rodeaban unos rostros graves y tensos, Tojo, Elkins, un médico. Lo volvieron del otro lado, le colocaron algo, le hicieron algo, y luego volvieron a tumbarlo de espaldas, con la guerrera arrancada. Parecía haber mucho jaleo a su alrededor.
Sin embargo, Anthony estaba justo encima de él. Sentía tanto alivio al ver la cara de su hijo, aunque estuviese herido… Pero cuando volvió la cabeza de nuevo y abrió los ojos, ya no veía a Anthony.
Alexander veía a Tatiana. Se miraron el uno al otro, y su mirada contenía cada océano, cada río, cada minuto que habían caminado juntos. Él no dijo nada, ni ella tampoco. Se arrodilló junto a él, le apoyó las manos en el cuerpo, en el pecho, en el corazón, en los pulmones capaces de absorber aire pero incapaces de sacarlo, en su herida abierta… Tenía los ojos clavados en él, y en aquellos ojos estaba hasta el último instante, el último fragmento de tiempo que habían vivido desde el 22 de junio de 1941, el día que empezó la guerra para la Unión Soviética. Sus ojos estaban inundados con todos los sentimientos que sentía por él. Sus ojos estaban inundados de verdad.
Alexander no quería verla, tanto era así, que volvió la cara hacia el otro lado, y entonces oyó su voz: «Shura —dijo Tatiana—, tienes hijos pequeños. Tienes una niña muy pequeña. Y yo todavía soy muy joven, todavía tengo toda la vida por delante. No puedo vivir otra mitad de mi vida en esta tierra sin mi alma. Por favor, no me dejes, Shura».
Alexander oía otras cosas, otras voces. Tenía los brazos levantados y una especie de agujas afiladas le atravesaban el antebrazo, algo le penetraba en el torrente sanguíneo. Una cosa alargada le atravesó el costado; era como si le estuviesen perforando de la costilla al corazón con un punzón de hielo. No veía nada, ni siquiera a Tatiana. No podía abrir ni cerrar los ojos. Se habían quedado inmóviles.