Capítulo 15

La reina del lago Ilmen

Cuervos y hermanos

Tatiana remaba a través del lago. No hablaba demasiado con Saika ni con Marina, concentrada como estaba en remar, pero oía vagamente su parloteo. Su abuelo siempre le aconsejaba que se llevase una brújula al bosque, por lo que en ese momento del cuello le colgaba una, aunque en realidad tenía sus dudas acerca de su utilidad. También estaba convencida de que el reloj, que había tomado prestado de Dasha, se atrasaba dos minutos… cada hora. Tatiana no tenía reloj porque no tenía noción del tiempo.

Tatiana sudaba ligeramente, perdida en sus pensamientos, cuando de repente vio una nube negra que se desplazaba a gran velocidad sobre su cabeza. Instintivamente, enarboló el remo en actitud defensiva. La nube estaba formada por cuervos que se abatían en picado, muy cerca de las cabezas de las muchachas. Los pájaros chillaron, batieron las alas frenéticamente y luego se alejaron y dejaron en Tatiana una sensación de perplejidad e inquietud.

—Hummm… —murmuró entre jadeos—. ¿Qué os ha parecido eso?

—¿Es una superstición, Tanechka? —dijo Saika con una enorme sonrisa—. ¿Los pájaros?

—Tania tiene razón, yo tampoco había visto nunca tantos, ni tan cerca —señaló Marina.

—Menos mal que Pasha no está aquí —comentó Tatiana. Miraba aún el cielo, hacia el lugar adonde se habían dirigido los pájaros. Continuó remando y Saika reanudó su conversación con Marina.

—¿Crees que quería irme de Oral? —le estaba diciendo Saika a Marina—. No. En Kazajstán fuimos muy felices. Pero de repente nos vimos obligados a marcharnos. Fue por culpa de esos malnacidos. Una noche intentaron matar a mi padre.

Tatiana aguzó el oído.

—¿Quién? ¿Quién intentó matarlo?

—No lo sé. Yo era muy pequeña. Sólo tenía diez años. Mi hermano me dijo que mi padre estaba haciendo demasiado bien su trabajo, y a los perezosos, los vagos y los haraganes a los que vigilaba no les gustaba. Por eso se presentaron una noche con palos de madera y palas y carbón en sus manos de ladrones.

—¡Qué horror! ¿Y qué pasó?

—¿Cómo que qué pasó? No lo mataron —Saika estaba muy alterada—, pero le abrieron la cabeza y le rompieron tres dientes. Y por poco lo matan.

—¿Y por qué pararon? ¿Lo dieron por muerto? —preguntó Marina.

—No, no estaba tumbado en el suelo. Era fuerte como un toro y luchó como tal. Luego mi hermano salió con una tubería de plomo y lo ayudó. Stefan y yo le gritamos que fuese con cuidado y que no se hiciese daño, pero él no atendía a razones. Blandía esa tubería de plomo como si fuese a matarlos a todos.

—¿Quién blandía la tubería de plomo? —preguntó Tatiana, algo confusa.

—¡Ya te lo he dicho! Mi hermano, Sabir. Le gritábamos que se quitase de en medio, pero él no nos hacía caso. Sí, teníamos otro hermano. Pero ahora está muerto.

La única respuesta de Tatiana consistió en ponerse a remar de nuevo mientras Marina, sin poder captar la mirada indescifrable de Tatiana, continuó la conversación con Saika con la voz entrecortada.

¿Cómo era posible que Saika no les hubiese contado que tenía otro hermano? ¿Y por qué era tan inquietante pensar en ello?

Llegaron a la orilla oriental del lago Ilmen a las once. Las chicas le habían prometido a la tía Rita que cogerían setas y bayas hasta las cuatro y que se dirigirían de vuelta a casa hacia las seis, lo cual les daba aproximadamente cinco horas en el bosque. Tatiana sólo contaba con aquel reloj, y Marina le pidió que se lo enseñara para ver si podía coordinar la hora con la posición del sol. Tatiana trató de enseñarle cómo hacerlo, pero Marina no aprendía demasiado deprisa. Saika había traído una cantimplora de agua y algo de pan y huevos. Acto seguido, Saika le pidió la brújula a Tatiana. ¿Para qué la necesitará?, sintió el impulso de preguntar Tatiana, pero la pregunta habría implicado tener que mirarla a los ojos, y después de la historia que había oído en la barca, Tatiana quería tener el menor contacto visual posible con ella.

¿Por qué nunca había mencionado a Sabir, su otro hermano? ¿Por qué no había ninguna foto suya en la casa, ni una palabra sobre él había salido de los labios de ningún miembro de la familia? El esfuerzo que hacía Tatiana tratando de no pensar en por qué el hermano estaba muerto y por qué la familia nunca lo mencionaba le hacía imposible concentrarse también en la búsqueda de los hongos. «No levantes la mirada —se dijo para sí—, agáchate junto a las hojas, busca las setas, encuéntralas y evita a toda costa la figura oscura que camina detrás de ti». No tardó en conseguirlo, y Saika desapareció de su campo de visión periférica.

Los pensamientos de Tatiana debían de rezumarle por los poros, porque Saika permaneció rezagada unos metros detrás de ella. Marina y ella cuchicheaban en voz baja. «Es mejor así —pensó Tatiana, agachándose a recoger los arándanos—. Pero ¿dónde estarán esas setas?».

En el espeso bosque de confieras reinaba un silencio absoluto. Justo en ese momento se le ocurrió pensar que hacía ya bastante rato que no oía nada de nada. Estaba demasiado concentrada tratando de encontrar setas y no se había dado cuenta hasta entonces. Agachada bajo un roble, junto a dos setas idénticas, trataba de distinguir cuál sería un exquisito manjar y cuál podía ser venenosa.

—Marina, ¿tú qué crees? —preguntó—. ¿Ésta podría ser buena?

Volvió a llamarla por segunda vez y luego levantó la cabeza.

—¡Marina!

No hubo respuesta.

—¡Marina!

En ese momento, Tatiana se levantó y miró a su alrededor. No había ni rastro de ellas, ni siquiera percibía su presencia cerca. ¿Podía haberse alejado Tatiana tanto de ellas? Se volvió hacia un lado, luego hacia el otro. ¿Desde dónde había llegado hasta allí?

—¡Marina!

De repente cayó en la cuenta de que le había dado su brújula a Saika y no le había pedido que se la devolviera, y ésta no se la había devuelto. Sin saber qué hacer a continuación, hizo lo único que podía para demostrarse a sí misma que tenía la situación bajo control: volvió a agacharse en el mismo lugar de antes decidida a determinar si se trataba de un manjar exquisito o de una seta venenosa. Optó por lo primero y cuando fue a cortar el hongo se acordó de otra frase de Saika: «Tanechka, por favor, ¿me dejas tu cuchillo para que pueda cortar esta seta podberyozovik?».

Tatiana le había prestado a Saika su cuchillo y no le había pedido que se lo devolviera, y ésta no se lo había devuelto.

—¡Marina!

Tatiana decidió esperar a que Marina y Saika fueran a buscarla, porque de lo contrario ella las buscaría a ellas y ellas la buscarían a ella y al final se perderían todas.

—¡Marina! —siguió gritando—. ¡Marina!

Sabir

Marina y Saika estaban sentadas en el suelo, ocultas entre los matorrales, detrás de dos rocas inmensas.

—¿Hasta cuándo nos vamos a quedar aquí? —Quiso saber Marina.

—Hasta que venga a buscarnos.

—¡Pero podrían pasar horas! Venga, ¿cuánto tiempo? Sólo cinco minutos más, ¿de acuerdo?

Saika no contestó.

—¿La has visto en la barca? ¿Cómo me juzgaba cuando contaba la historia de mi familia?

Marina se encogió de hombros.

—No creo que estuviera juzgándote. Creo que sólo te escuchaba.

—Se cree que sólo porque no se imagina a sí misma haciendo algo, está mal que lo hagan otros. Bueno, pues odio que me juzguen. ¡Lo odio! —exclamó Saika.

Se suponía que debían esconderse sin hacer ruido. Marina contuvo la respiración.

—Creo que a Tatiana le ha sorprendido que tuvieses otro hermano, eso es todo. Nunca lo habías mencionado. Por eso se ha quedado tan callada.

—Está muerto. No hablamos de los muertos.

—Sí, ya lo sé —dijo Marina despacio—. Pero los muertos también dejan huellas de sí mismos tras de sí, ¿no? La gente que los quiere habla de ellos, los recuerda, cuenta historias sobre ellos. Sus fotografías cuelgan de las paredes… Siguen viviendo.

—Puede que en tu mundo sí, pero mis padres no estaban muy contentos con Sabir. Los defraudó. No iban a colgar fotos suyas de las paredes…

—¿Por qué? ¿Qué hizo?

—¿De verdad quieres saberlo?

Y de repente, Marina dijo:

—Pues no, la verdad es que no…

—No pasa nada, Marina, no te preocupes. No hay ningún secreto entre nosotras, ¿verdad? ¿Qué quieres que te diga? No supe calcular las consecuencias. Mi hermano y yo… jugábamos a unos juegos de niños… que se nos fueron un poco de las manos, por decirlo de alguna manera.

—Por favor —dijo Marina—, no me cuentes nada más.

—Fue Stefan quien se enteró; nos sorprendió un día y nos dijo que huyéramos, que nuestro padre nos mataría si llegaba a enterarse. Así que huimos.

—Saika, por favor… no quiero oír ni una palabra más. —Se levantó.

—¡Siéntate, Marina! Supongo que después de escaparnos, papá obligó a Stefan a decirle hacia dónde nos dirigíamos. Y luego partió en nuestra busca. Tras atraparnos en la frontera iraní, nos llevó a Sabir y a mí a las montañas.

—Saika, por favor…

Sin ni siquiera bajar la vista, Saika continuó hablando.

—Nos llevó a las montañas, sacó su rifle, nos puso contra las rocas y nos ordenó que le dijéramos de quién había sido la idea. Yo le dije que de Sabir, porque como era el favorito de papá, no creí que fuese a hacerle daño. Pensé que le daría una paliza, y como Sabir era un chico y estaba acostumbrado a las palizas, me levanté y dije: «Fue idea de Sabir, papá». Mi hermano me miró a los ojos y dijo: «Oh, Saika…». Y papá le apuntó con el rifle y le disparó.

Marina se atragantó entre jadeos.

—Después de dispararle —prosiguió Saika en tono indiferente—, sacó su látigo y me azotó, es verdad, hasta dejarme medio muerta, y luego me cargó en su mula y me trajo a casa. Nos marchamos a Saki dos meses más tarde, cuando se me curó la espalda.

Saika se quedó callada y Marina enmudeció.

—¿Tú qué crees, que mi padre fue demasiado severo conmigo o que no?

Esbozó una mueca.

—No sé por qué me dices esas cosas… —respondió Marina entre gimoteos—. Con razón Tania…

—Tania —dijo Saika— es una bruja. Personalmente —añadió encogiéndose de hombros— creo que mi padre fue demasiado severo conmigo. Todavía no entiendo por qué se puso así. ¿Sabes lo que me dijo antes de azotarme? «Como no pareces estar muy arrepentida, voy a hacer que te arrepientas ahora mismo».

Marina dio un respingo y se tapó la cara con las manos.

—¿Qué hora es?

—Las dos y cuarto.

—¡No puede ser! —exclamó Marina—. ¡Las dos y cuarto! ¡Dame ese reloj!

Efectivamente, el reloj señalaba las dos y cuarto.

—Tenemos que volver, Saika. Se suponía que Tania iba a encontrarnos enseguida. Algo ha salido mal.

—No vamos a volver. Si volvemos, perdemos.

—Se suponía que iba a ser una broma. ¿Qué tiene esto de gracioso? Además, ¿por qué no la hemos oído llamarnos?

—¡Y yo qué sé!

—¿Era fácil encontrar esos guijarros que has puesto en el camino?

—Eso espero.

Pasó otra media hora.

—Es evidente que no viene. Voy a ir a buscarla.

—No, no vas a ir, siéntate —le ordenó Saika sin alterarse.

—Olvídalo, Saika. Ya no tiene gracia.

—Tendrá gracia cuando aparezca.

—¡Pero no aparece! A lo mejor se ha ido por otro lado, a lo mejor no la hemos oído, pero está claro que, después de dos horas, no viene.

—Aparecerá en cualquier momento.

—Bueno, pues quédate tú aquí a esperarla.

Saika se levantó.

—Te he dicho que te sientes, Marina.

Perpleja, Marina miró a Saika fijamente.

—¡No viene!

—¡Marina!

—¡Saika!

Marina no le tenía miedo.

Saika dio un paso al frente y empujó a Marina al suelo. Marina levantó la mirada hacia la presencia imponente de Saika e intentó levantarse. Sin embargo, antes de que pudiese darse media vuelta y echar a correr, Saika, jadeando, metió la mano en la bota, sacó el cuchillo de Tatiana y dijo:

—Vas a hacer lo que yo te diga y te estarás muy quieta y calladita.

Marina se quedó mirando el arma, estupefacta. Pestañeó sin poder dar crédito a sus ojos, pero la hoja del cuchillo relucía con brillo amenazador delante de ella, a un metro escaso de su cara.

—Saika —dijo débilmente—, ya no quiero seguir jugando.

—Marina, ¿crees que tú decides cuándo se acaba el juego? Es como si le estuvieras diciendo «Se acabó» al gato.

—Pero yo no soy el ratón…

—Ah, ¿no?

—No. —Marina frunció el ceño, confusa—. Creía que el ratón era Tania.

—Tú no sabes nada. —Saika negó con la cabeza—. Tania sólo finge ser el ratón, pero en realidad es… olvídalo. No voy a explicarte estas cosas, eres demasiado pequeña.

Marina empezó a temblar.

—Pero es que no viene…

—¿No? —Saika sonrió—. Creo que tienes razón. ¿Y sabes qué? Sí que se está haciendo tarde. Andando, vamos.

—¿Adónde? —susurró Marina.

—A la barca, Marina. ¿Adónde creías?

—¿Sin Tania?

—Bueno, yo no veo a Tania por aquí, ¿la ves tú? Marina dio un respingo.

—¿Quieres volver a la barca sin Tania? ¡¡¡Tania!!!

Saika tapó la boca a Marina sin miramientos y ésta le mordió.

—¡Zorra! ¿Por qué has hecho eso?

Marina la apartó de un empujón y siguió gritando:

—¡Tania! ¡Tania! ¡Tania! ¡Tania!

Saika le dio una bofetada.

—No vuelvas a hacer eso o te cortaré la lengua con el cuchillo de Tatiana, ¿entendido?

Sólo había una cosa de Marina que Saika no sabía y que Marina no estaba dispuesta a compartir con ella en ese preciso instante: le aterrorizaba el bosque. Saika le daba mucho miedo, pero no tanto como la oscuridad impenetrable de la espesura de los árboles. Saika tenía la brújula, el cuchillo, el reloj y las cerillas, de modo que no tenía más remedio que seguir a Saika.

Mientras se mordía el labio para no volver a gritar el nombre de Tania, Marina empezó a seguir despacio a Saika, quien se sacó un puñado de guijarros del bolsillo y los arrojó al suelo.

—No me gusta ir tan cargada. —Sonrió, encogiéndose de hombros—. Pensé que los guijarros le harían el camino de vuelta demasiado fácil.

El segundo mayor lago de Europa

Al principio, Tatiana se preocupó por ellas. A Marina le daba miedo todo; si se perdía se asustaría, sobre todo si caía la noche sobre el bosque.

Empezó a oscurecer. Se dio cuenta demasiado tarde de que le habían gastado una broma pesada. Echó a andar en una dirección, luego en otra, no las oía por ninguna parte. Empezaba a ponerse cada vez más nerviosa. Tenía que sentarse.

Y entonces cayó la noche, y Tatiana se tendió en el suelo en posición fetal, temerosa de hacer un solo movimiento. Oía toda clase de ruidos en el bosque, no veía las estrellas, ni el cielo, nada. ¿Cuándo se darían cuenta la tía Rita y el tío Boris de que habían desaparecido? Sin embargo, no era el miedo a que los animales del boque la devorasen lo que le corroía las entrañas. ¿Era la preocupación que sentía por Marina? No… no exactamente. Pero era algo parecido. Algo relacionado con Marina. Algo relacionado con Saika.

Saika, la chica que había causado problemas entre Dasha y su novio el dentista trayendo a Stefan a casa justo cuando Mark estaba allí, la chica que la había embestido con su bicicleta, la chica que vio a la abuela de Tatiana llevar un saco de azúcar y se lo dijo a su madre, quien se lo dijo a su padre, quien le dijo al sóviet de Luga que Vasili Metanov se había quedado con un saco de azúcar que no tenía ninguna intención de devolver… La chica que hizo algo tan inconfesable con su propio hermano que por poco la mata su propio padre… y ella misma había dicho que el chico había salido aún peor parado, y ese mismo hermano, al que nunca antes había mencionado, estaba muerto. La chica que no tenía miedo de los cuervos ni los serbales, que no presentía los malos augurios, la chica que le había contado a Tatiana historias terribles, la que se había alejado de Marina cuando ésta se estaba ahogando, la que había vuelto a Marina en contra de Tatiana, la chica que no creía en los demonios, ¿podía ella…? ¿Y si…? ¿Y si aquello no era un accidente?

Saika se había llevado su brújula y su cuchillo.

Pero Marina se había llevado su reloj.

¿Podía haber tenido Marina algo que ver con aquello? ¿Podía haberla traicionado Marina? ¿Y si habían echado a correr alegremente por el bosque y habían regresado a la barca y vuelto remando a casa? ¿Podía Marina haber dejado atrás a Tatiana en el bosque del lago Ilmen?

El honor entre ladrones

—Bueno, ¿y ahora qué? —Marina y Saika llevaban caminando lo que parecía una eternidad—. ¿Dónde está el lago, Saika?

—No lo entiendo —murmuró Saika—. La brújula señala al noroeste, que es la dirección en la que deberíamos ir, y estoy segura de que hemos caminado tanto como cuando vinimos, y a pesar de eso, el lago sigue sin aparecer por ninguna parte. No lo entiendo.

Marina se rio en voz baja.

—¿Te estás guiando por la brújula de Tania para sacarnos de aquí? Esa brújula es inútil. No sirve para nada.

—¿Qué quieres decir con eso de que es inútil?

—No sé cómo decírtelo más claramente: no funciona —dijo, con la voz ligeramente trémula—. Y ahora son ya casi las ocho. No tenemos brújula, ni guijarros, ni forma de salir de aquí. Ni comida, ni luz ni cerillas. Ni tampoco a Tania.

Saika apretó los dientes con fuerza y anunció con la voz impregnada de furia:

—Lo ha hecho a propósito.

—¿El qué?

—Me dio la brújula sin decir una sola palabra, a sabiendas de que no funcionaba.

—¡No se lo preguntaste! Le dijiste que te diera la brújula y ella te la dio, eso es todo. ¿Cómo iba ella a saber que pensabas dejarla tirada en el bosque? Tal vez de haberlo sabido se habría quedado con su estúpida brújula rota.

Durante unos minutos, Marina permaneció inmóvil delante de Saika, cansada, hambrienta, sedienta y muerta de miedo ante la perspectiva de pasar la noche en el bosque.

—Me voy a quedar aquí y me pudriré en este bosque.

—Muy bien —dijo Saika, y se dio media vuelta y echó a andar.

Marina se apoyó contra el tronco de un roble, con la esperanza de que la robusta corteza le insuflase un poco de valor.

Al cabo de unos minutos, Saika regresó.

—No seas idiota —dijo—. Ven, dos en el bosque es mejor que una sola.

—¿Qué vas a hacer? ¿Llevarme contigo a rastras? No pienso ir contigo. No sabes adónde vas, y dondequiera que vayas, yo no quiero ir contigo. Adelante, vete. Encuentra el lago y ponte a remar, y luego explícales a mi padre y a mi madre que nos dejaste a mí y a Tania en el bosque.

—Vamos, no seas tonta. No te quedes ahí parada. Caminemos juntas, vamos, movámonos.

—Saika, llevamos horas andando y no hemos encontrado el lago. —Marina se echó a llorar—. No tenemos cerillas. ¿Sabes siquiera cómo encender una hoguera para no helarnos de frío?

—¿Sin cerillas?

«Tatiana sabría», pensó Marina con amargura. Deseó haberse perdido con Tania. Se oían crujidos constantes, ocasionalmente el ululato de un búho y, lo que era aún peor, un inquietante batir de alas en el aire.

Eran murciélagos. Marina sintió un escalofrío.

—¿Y si buscáramos una cueva? —preguntó con aire titubeante.

Si encontraban una cueva se pondrían a cubierto y no tendrían que pasar la noche tendidas entre la húmeda hojarasca. ¿Eran seguras las cuevas para los seres humanos? Marina no lo sabía. Deseó haber leído más libros. Tatiana seguro que lo sabía.

—¿Quieres meterte en una cueva, Marina? ¿Y si hay murciélagos dentro de la cueva? —Saika sonrió—. ¿Roedores voladores?

—Está bien —dijo ésta con la voz apagada—. Me rindo. ¿Adónde vamos? Marca tú el camino.

Hallaron una pequeña abertura en el lecho de roca del sotobosque. Marina parecía muy valiente hablando de cuevas, pero cuando llegó el momento de entrar en la hendidura, se puso muy nerviosa. ¿Era segura la cueva? No lo sabía. ¿Quién vivía en las cuevas? Robinson Crusoe. ¿Alguien más?

—¿Sabes qué? Creo que prefiero quedarme aquí.

—¡Pero si eras tú la que quería encontrar esta maldita cueva!

—Pero ahora no quiero entrar.

—Muy bien, pues quédate ahí fuera tú sola. —Saika se adentró entre los matorrales del sotobosque para acceder a la cueva y Marina aguzó el oído para tratar de captar algún ruido, pero Saika no gritaba—. Aquí se está muy calentito —dijo su voz amortiguada—. Y está todo muy tranquilo y silencioso. Se está muy bien. Ven, anda. Aquí no hay nada.

Marina se desplomó junto a un árbol. Cayó la noche. El bosque quedó sumido en la oscuridad en cuanto el último rayo de luz abandonó el cielo. No veía a Saika, no veía nada. Puede que en el mes de junio amaneciese muy pronto, puede que al cabo de pocas horas Marina ya pudiese volver a ver de nuevo, y entonces se levantarían y encontrarían el lago.

—¿Saika?

—¿Qué?

—¿Dónde estás?

—Estoy intentando dormir un poco.

—¿Y por qué no sales?

—¿Por qué habría de hacerlo? Aquí se está muy calentito y bien.

Marina no sabía cuánto tiempo había pasado. Estaba medio dormida cuando oyó cómo alguien se desplomaba pesadamente junto a ella. Había amanecido. Saika se encontraba a su lado.

—Esto es absurdo —dijo Marina cuando reemprendieron la marcha—. Espera a que les cuente a mis padres lo que has hecho y que ellos se lo cuenten a los tuyos, entonces sí sabrás lo que es bueno.

Saika se echó a reír.

—¿Crees que esto es peor que todo lo que he tenido que soportar en mi vida? ¿Crees que a mi padre le va a importar mucho esta tontería?

Marina sabía que Saika tenía razón.

Pasaron el resto del día tratando de avanzar, de encontrar el camino al lago, sumidas en la desesperación. Marina tenía frío. Estaba sucia, exhausta, muerta de hambre y sed.

—Mis padres se tienen que estar volviendo locos —dijo Marina mientras el cielo volvía a oscurecerse—. Y los de Tania también.

Saika se encogió de hombros y extendió el brazo para recoger un puñado de arándanos.

—¿Cuántas veces has pasado la noche en el bosque?

Marina miró a Saika fríamente.

—Nunca.

—Ah, pues si no están demasiado ocupados tratando de matarse el uno al otro, puede que sí se hayan dado cuenta.

Pero lo dijo con aire escéptico.

—¿Y tú? ¿Tus padres no te estarán buscando?

Saika dejó de comer arándanos un momento.

—¿Y cómo van a saber que he desaparecido? —Fue lo único que comentó.

Inconcebiblemente, pasaron otra noche en el bosque. Hacía ya horas que habían arrojado al suelo todas las setas que habían recogido tan primorosamente a lo largo del primer día. Se oían más ruidos en el bosque la segunda noche, y también estaba más oscuro y era mucho más inquietante, si es que eso era posible.

La tundra y la taiga

La mañana amaneció fría y gris como el metal. Resultó que encontrar el segundo lago más grande de Europa después del lago Ladoga era una tarea harto dificultosa.

No hacía sol. Con él, Tatiana habría podido calcular la hora, habría podido calcular la dirección, habría podido preparar una fogata y asar las setas, y haber entrado en calor. Habría podido enviar señales de humo. El sol lo era todo, absolutamente todo.

Esperó lo que le pareció una eternidad para ver si salía, pero al final decidió que no podía quedarse quieta en el mismo lugar. Hacía ya horas que había dejado de chillar, pues el día anterior se había quedado sin voz. A lo largo del día intentó encontrar algo de agua a medida que avanzaba por el bosque, pero no consiguió hallar ninguna fuente o manantial. En su lugar optó por comer arándanos, que al menos saciaron un poco su sed.

Aflojó el paso hasta que dejó de caminar por completo, incapaz de dar un paso más, temerosa de darlo en la dirección errónea. ¿Qué le había enseñado Blanca Davidovna? Que no importaba lo lejos que se hubiese andado en el camino, si se andaba por el camino equivocado, siempre era mejor dar media vuelta, ir en la otra dirección y volver a empezar, pero esta vez siguiendo la senda correcta. Pero ¿de qué le servían esas palabras en ese momento? Cada sendero parecía el sendero equivocado, cada dirección parecía alejarla aún más del lago. Tatiana siguió comiendo arándanos, los malditos arándanos…

Había leído una vez que la taiga, la zona de bosque principalmente de confieras al este de los montes Urales, tenía cientos de kilómetros de largo, y cuando terminaba, comenzaba la tundra de la meseta central siberiana. Tal vez la taiga del lago Ilmen terminaba allí también, en la tundra siberiana.

Pero ¿quién decía que iba en dirección este? Podía estar caminando hacia el sur, hacia Moscú, o al norte, al mar Báltico. ¿Cómo iba a saberlo? No se dirigía a ninguna parte porque había dejado de caminar. Tras permanecer sentada un rato sobre un árbol caído, sintió frío y, dando un suspiro, echó a andar de nuevo. Si por lo menos lograse encontrar un pequeño riachuelo… Al final éste la conduciría a una masa de agua mayor, puede que a un río, puede que incluso al propio lago. Si llegaba al lago estaba salvada, pero ni siquiera lograba encontrar un simple arroyo… Dos días de arándanos, dos días sin sol.

Tatiana intentó ver el lado positivo: al menos, no estaba lloviendo.

El honor entre ladrones empieza a flaquear

A la mañana siguiente, llovía.

Al principio, la lluvia fue una bendición. Marina volvió el rostro hacia arriba, abrió la boca, sacó la lengua y dejó que las gotas de agua se le acumularan en la garganta antes de engullirlas. Siguió haciéndolo hasta que vio aplacada su sed y luego miró a Saika, que estaba debajo de un árbol, resguardándose de la lluvia.

—¿Por qué no bebes?

—No tengo sed.

—¿Cómo puedes no tener sed? ¡Hace dos días que no bebemos nada!

—¿Y qué? Los camellos no beben todos los días.

—Sí —dijo Marina con impaciencia—, pero tú no eres un camello.

—No necesito beber todos los días, obsesivamente, como tú —repuso Saika—. Además, los arándanos que me comí ayer llevan agua. Y por último, mírate, estás empapada.

Una vez que Marina se vio calada de agua hasta los huesos, sin posibilidad de secarse ni de obtener calor, sin esperanzas de hallar comida ni de que alguien la rescatara, sintió tal desánimo que dejó de andar y se tumbó entre las hojas húmedas.

—Ya está. Vete tú. Si encuentras el lago y consigues cruzarlo, vuelve a por mí. Intenta recordar dónde estoy, ¿quieres? Igual que te acordaste de donde estaba Tatiana.

—Vamos, vamos —Saika tiró de ella—. Sólo es lluvia, no es el fin del mundo.

—Yo estoy segura de que sí.

Limpiándose la boca constantemente, Saika se sentó en el suelo y se quedó junto a Marina.

—¿Por qué te limpias la boca así?

—¿Así cómo?

—Así. —Marina la imitó—. Todo el rato.

—Es que no quiero beber, eso es todo.

—¿Te da miedo el agua de lluvia?

—¿De qué diablos estás hablando? ¿Miedo? ¿Quién tiene miedo aquí? A diferencia de ti, yo me meto en las cuevas sólita. No tengo miedo. Es sólo que no tengo sed.

«Éste es mi castigo», pensó Marina mientras cerraba los ojos y se apartaba de Saika.

—Mi justo castigo —murmuró— por seguirte.

—¿Y quién te está castigando? —Saika se echó a reír con disimulo.

—Traicioné a la sangre de mi sangre —dijo Marina—. Le mentí, le di la espalda, y ahora quien siembra vientos recoge tempestades. Me lo tengo merecido.

Volvió a anochecer, su tercera noche en la espesura del bosque. La luz había abandonado el mundo de Marina, que ahora consistía únicamente en sombra y oscuridad impenetrable, junto a su corazón, caminando de la mano con ella, y también su guía.

Marina escuchó con atención el resuello de Saika, que contenía la respiración antes de respirar, y luego volvía a contenerla.

—¿Qué haces?

—Nada.

—¿Por qué haces esas tonterías con la respiración?

—No estoy haciendo ninguna tontería. Intento no tragar —contestó Saika.

—¿Y por eso no respiras?

—Sí.

—¿Y por qué intentas no tragar?

—Porque me duele la garganta. Creo que estoy enferma.

—¿Tienes fiebre?

—¿Y cómo voy a saberlo? ¿Quieres tocarme a ver?

Marina no quería.

—¿Por eso no has bebido nada? ¿Por tu garganta?

—Ya te lo he dicho —contestó—. No he bebido porque no tengo sed.

En ese momento Marina se acordó de algo.

—Ya no has vuelto a comer arándanos.

—¿Y qué? Estoy harta de los arándanos.

—No tienes sed ni tienes hambre.

—Creo que estoy enferma, ya te lo he dicho.

—¿Te duele algo más?

—No.

Más tarde, en plena noche, Marina, que se había quedado dormida de lado, se despertó, o mejor dicho fue Saika quien la despertó con sus movimientos nerviosos, tumbada a su lado. Al principio Marina no dijo nada, esperando que Saika se calmase, pero pasaron varios minutos durante los cuales Saika se restregó la espalda contra el suelo y se rascó la cabeza, y se movió a uno y otro lado, y al final Marina ya no pudo soportarlo y se alejó de su lado. Y aunque logró conciliar el sueño de nuevo, fue un sueño inquieto y alterado por la cercanía de un cuerpo que no dejaba de estremecerse y temblar a escasos metros de distancia.

T

Había estado lloviendo todo el día y no había conseguido secarse. «No he dejado suficientes rastros a mis espaldas», se dijo mientras grababa la letra «T» en los árboles. Un símbolo de sí misma, como el tiempo era un símbolo del orden. «T» de Tatiana: que aún caminaba, aún albergaba esperanzas, aún creía, aún estaba viva.

¿Qué debía hacer? ¿Permanecer al raso? ¿Construirse un refugio? No podía hacer una hoguera sin sol y con aquellas ramas, tan húmedas. No había ningún lugar donde lavarse, nada con lo que lavar. ¿Podía hacer jabón con cenizas? ¿Cenizas y qué más? Las cenizas de la hoguera y un poco de… ¿manteca?

«Fabricaré jabón y me limpiaré con las cenizas, y seguiré adelante, seguiré viviendo, viviendo, cubierta de hollín, sucia, desaparecida, una mota en el bosque, y pronto estaré tan perdida que no me encontraré ni yo misma».

Gritó con voz débil: «Dasha, Dasha…». Gritó al cielo. «Tú, el que me has traído hasta aquí, sácame, no busco ningún otro guía».

¿Era eso lo que había querido decir Blanca Davidovna cuando le había dicho a Tatiana que las tres líneas principales de su mano, la del corazón, la cabeza y la vida, todas con un origen común, eran presagio de tragedia? Shavtala también lo había visto. ¿Era eso lo que habían querido decir?

Tatiana no lo creía, no creía que aquello significase que iba a tener una vida corta. Lo que significaban era lucha, sufrimiento, agonía, valores todos que presuponían un solo requisito: la vida.

Blanca no había dicho muerte, había dicho «la corona y la cruz». La corona, lo mejor, y la cruz, lo peor.

Tatiana deseó no haber sabido nada, nada en absoluto, acerca de las líneas de su mano, de los posos de su té, de la línea de Saturno, la línea del destino, bosquejada como profundo dolor en el centro de la palma de su mano.

Empezaba a anochecer de nuevo, la tercera noche.

Sólo una cosa seguía estando clara a medida que iba cayendo el crepúsculo, bajo la lluvia: Saika había abandonado a Tatiana en el bosque a su suerte, deseando su muerte, y Marina, fuese ciega o involuntariamente, la había seguido; Saika era la guía de Marina. No se trataba de un rayo, ni de una inundación, ni de la escarcha o de algún accidente en el hielo del Neva, no; aquello era un acto de destrucción deliberado.

Tatiana había caminado por la espesura del bosque de taiga durante más de dos días tratando de encontrar el camino de vuelta, pero se le habían agotado las fuerzas. La verdad sobre Marina y Saika la había dejado desfallecida.

¿Cuál era la elección de Tatiana? Si sobrevivía y se convertía en una mujer adulta, ¿tendría que vivir en aquel caos azaroso de malicia? ¿No era mejor haber vivido su corta pero dichosa existencia en una vida ordenada y morir que existir en el abismo del otro mundo?

Se abrazó el estómago, replegándose cada vez más sobre sí misma. Luego se levantó y siguió andando por el inextricable bosque.

«No —pensó Tatiana—. Increíblemente, no». Tatiana quería vivir, eso era todo.

«T».

El agujero del suelo

Tatiana había encontrado un pequeño claro al anochecer cuando lo vio. Los bosques se estaban vaciando despacio de luz, se estaban vaciando de color, también, y las hojas verdes y los troncos pardos se teñían de gris. Todo era de un gris oscuro, y el suelo era de un negro pardo, y el pelo de Tatiana también era negro, del barro y la suciedad. Había llegado a un pequeño claro natural en el bosque, y cuando lo rodeaba en busca de algo que comer que no fuesen arándanos, acaso moras u otros frutos del bosque, pisó un montón de hojarasca y ramas que cedió bajo sus pies y se hundió de repente. Sólo su innato sentido del equilibrio impidió que lo pisara con los dos pies. Tatiana se tambaleó, estiró los brazos y no pisó la hojarasca con el otro pie. Tras recobrar el equilibrio, se apartó y examinó el suelo. Las ramas parecían dispuestas siguiendo un curioso patrón que abarcaba una zona de unos tres metros cuadrados. Apartó las ramas con el pie y éstas cedieron un poco. Tatiana las empujó un poco más y cedieron otro poco. Tatiana encontró un palo largo y empujó las ramas y las hojas hasta que cayeron en un agujero muy profundo. Tatiana olisqueó el agujero. Varias veces había encontrado conejos en proceso de descomposición en los bosques, pero aquel agujero no olía a putrefacción. Quienquiera que hubiese excavado el agujero, se había llevado la tierra del interior, ¿por qué? Entonces vio que junto al borde, en lo alto de las ramas, había moras, arándanos y trozos de manzana. Trozos de manzana cortados con cuchillo… ¡Era una trampa!

Una trampa para un animal muy grande, un animal que podía caer en el agujero y romperse algo, y luego no sería capaz de salir. Pero ¿cuál? No se le ocurría ninguno. ¿Un ciervo quizá?

Y fue entonces cuando oyó el ruido a su espalda, y el ruido le sorprendió, porque no era un ululato ni un aullido. Era el ruido de una respiración agitada, de alguien que inspiraba el aire y luego lo espiraba lentamente…

De alguien muy grande.

Tatiana se volvió despacio.

A veinte metros de distancia, a la orilla del claro, había un gigantesco oso pardo a cuatro patas. Tenía la cabeza ladeada hacia ella, con unos ojillos que no pestañeaban, intensamente alerta.

Tatiana se quedó paralizada. Nunca había visto un oso, no sabía que hubiese osos en esos bosques. No recordaba si eran carnívoros, si eran pacíficos, si era necesario tomar la iniciativa o era preferible aguardar a su reacción. No lo sabía, pero intuía que un animal tan grande y tan peludo no comería de la palma de su mano, precisamente. Si echaba a correr, ¿la alcanzaría? Un oso no era un tigre. ¿Podía correr un oso siquiera? Parecía torpe y estaba inmóvil, a cuatro patas, esperando, con la cabeza ladeada y los ojillos fijos en ella.

Tatiana sonrió y respiró por su boca aterrorizada mientras el corazón le latía desbocado. El oso también respiraba, lo oía. Tatiana no quería hacer nada que pudiera atemorizarlo, de modo que ahí siguieron los dos, en medio del bosque, Tatiana y un mamífero gigante peludo con cuatro patas. De repente oyó un pequeño ruido a su espalda que la sobresaltó, el chasquido de una rama rota por el peso de un pájaro. El oso parecía olisquearla, porque dio un paso lento hacia delante. Tatiana dio un paso lento hacia atrás. Se hallaba entre el oso y la trampa. ¿Podría saltar por encima de un agujero de tres metros en el suelo? No era muy probable. ¿Y el oso? Seguramente sí.

—Tranquilo, oso —le dijo en voz baja.

El oso dio un resoplido.

—Osito bonito…

El oso siguió resoplando con calma.

—Osito guapo, oso que hibernas, osito bonito, date media vuelta y aléjate de mí y de este hoyo que alguien ha cavado para atraparte. No querrás que los tramperos vengan a recogerte; te matarán seguro. Vete. Sálvate. Aléjate de mí.

Muy despacio, el oso se movió hacia ella. ¿Cómo de rápido podía correr Tatiana?

—Que los tramperos vengan a recogerte…

Esa idea le siguió retumbando en la cabeza: los tramperos podían aparecer en cualquier momento a comprobar si había caído algún oso en el hoyo.

Tatiana tomó una decisión. Bajando las palmas de las manos, le dio la espalda al animal, contuvo la respiración, se agachó y saltó al interior de la trampa para osos como si se acabase de bajar del cerezo de un salto. Era prácticamente la misma distancia: dos metros.

Cayó de lado sobre las ramas espinosas. La caída de la bicicleta había sido mucho peor. Seguía aún tumbada de lado cuando levantó la cabeza y vio la cabeza ensombrecida del oso, que se asomaba para mirarla.

—No, no, no bajes aquí conmigo —le dijo Tatiana—. No saldrás nunca.

El oso no se movió. Tatiana sí lo hizo. Se apoyó sobre el brazo derecho para incorporarse, sujetándose a lo que parecía una placa redonda de metal. Se oyó el sonido metálico de un muelle de acero, y en la irreversible fracción de segundo siguiente, guiada por su instinto, Tatiana pensó en la palabra «trampa» e hizo un movimiento desesperado con el brazo para librarse. Sin embargo, la pesada media luna de acero del cepo describió un semicírculo en dirección descendente y descargó un salvaje golpe sobre el antebrazo de Tatiana; se oyó el insoportable chasquido de un hueso al romperse, el insoportable chasquido de una trampa de hierro al cerrarse, y a continuación le siguió un dolor atroz e inhumano. En una fracción de segundo, sus desgarradores alaridos persiguieron al oso, que se había dado a la fuga, y retumbaron por el bosque hasta que Tatiana perdió el conocimiento.

Tatiana no sabía cuánto tiempo había permanecido inconsciente. Cuando se despertó, el primer sonido que emitió fue un prolongado gemido de dolor. La agonía del brazo no cedía lo más mínimo. La trampa debía de haberle seccionado el brazo en dos. Por suerte para ella, la trampa estaba diseñada para la zarpa de cuarenta centímetros de un animal de dos o tres metros de envergadura, no para incapacitar y retener a una adolescente cuyo antebrazo apenas medía veinticinco centímetros. Desorientada, mareada, gimiendo de dolor, Tatiana sacó su miembro hinchado de la trampa y se desmayó.

Cuando volvió en sí estaba muy oscuro, tanto dentro del hoyo como fuera. El dolor seguía siendo insoportable; ni siquiera podía tocarse la manga de encima del antebrazo. No podía apretar el puño con la mano del brazo herido, ni tampoco levantarlo ni doblarlo ni moverlo. Tatiana nunca se había roto nada, pero estaba segura de que era imposible que le doliese tanto y que no estuviese roto. Buscó a tientas restos de sangre, de huesos. Tatiana se relamió los labios, tenía sed.

Abrió la boca seca muy despacio y movió la garganta para articular sin voz las palabras que antaño había sabido recitar tan bien, las palabras que Osip Mandelstam, el hombre que ya no existía, había escrito: «Te llevaste todos los océanos y todo el espacio. Me diste mi pedazo minúsculo de tierra rodeada de barrotes. ¿Y qué has conseguido con eso? Nada. Me dejaste mis labios, y ellos forman palabras, aun en silencio».

—Éstas son mis palabras en silencio —dijo Tatiana—. Querido Dios: no quiero morir sola en el bosque, en la tierra, como si ya estuviera en la tumba. Muy pronto las hojas, las ramas y el otoño caerán sobre mí, muy pronto vendrá el cazador y trasladará esta trampa a otro sitio, y me cubrirá con tierra fresca, y me enterrará, y ni siquiera tendré que moverme.

»No quiero morir —lloró Tatiana.

»No quiero exhalar mi último aliento en el interior de un hoyo.

»No he vivido —susurró.

»Apenas sé quién soy.

»Soy demasiado joven para que La Môle haya podido cruzarse en mi camino.

»Por favor… no me dejes morir sin llegar a conocer lo que es el amor.

En su desesperación, Tatiana arañó la tierra, en la oscuridad.

—Oh, Dios… Haré cualquier cosa. Lo soportaré todo… pero déjame vivir. Ayúdame… Pasha, Dasha, deda, babushka… Por favor, que alguien me ayude… Señor de la Tierra, ten piedad de mí.

Cayó en un estado de semiinconsciencia, sentada, con el brazo apoyado en el vientre, la cabeza ladeada, la oración del corazón en sus labios, desesperadamente, en el abismo.

Hidrofobia

La mañana del cuarto día en el bosque, Saika y Marina dieron con un riachuelo. Qué dicha.

Marina corrió a meterse en el agua y se puso a beber. Sumergió toda la cara en el agua y bebió hasta reventar. Cuando la sacó, vio a Saika en la orilla mirándola con el rostro macilento y aquellos ojos negros rodeados de sombras tenebrosas. Su rostro permanecía oscuro pese a que el aire era soleado y cálido.

—Saika, mira, agua fresca. Bebe un poco, te encontrarás mejor.

Saika negó con la cabeza. Estaba tiritando.

—¿Qué te pasa?

—Nada. —Se frotó los ojos—. Me duele mucho la cabeza.

—Es por la falta de comida y agua.

—Cállate ya de una vez. No eres mi madre. —Saika no dejaba de estremecerse.

Cuando Marina hubo saciado su sed por completo, las dos jóvenes siguieron caminando por el curso del arroyo. Marina se sentía casi perfectamente. No estaba seca, tenía hambre y frío, y no las habían encontrado. Sin embargo, se sentía esperanzada mientras andaban junto al arroyo. ¿Quién le había explicado que todos los ríos desembocan en el mar? ¿Quién era el que se lo había dicho?

Lo que le preocupaba esa mañana era Saika, que trataba por todos los medios de permanecer alejada del agua, caminando con tiento y despacio por las orillas inclinadas. Aquélla no era la misma Saika que había permanecido sentada horas y horas inmóvil para despistar a Tatiana.

Por el rabillo del ojo, Marina la miraba con cautela, esperando que lo que fuera que preocupaba a Saika se desvaneciera a medida que la mañana se volviera más cálida y brillante y las acercara al lago.

Aunque quizá su esperanza había sido prematura. Más que un arroyo, aquello era un cauce pequeño de agua producto de la lluvia. Fluía por la ladera, pero la ladera estaba a punto de terminar y el riachuelo se convertía en un charco. Saika también se iba encharcando; iba tan lenta que Marina, que había estado vadeando el arroyo con los zapatos en la mano, tenía que detenerse de vez en cuando para esperar a que la alcanzara.

Al final Saika se quedó atrás, se detuvo y se recostó contra un árbol.

De repente se desplomó en el suelo. Marina se encaramó a la orilla.

—¿Qué te pasa?

A pesar de los pesares, no podía evitar hacerle esa pregunta, no podía evitar sentir preocupación por ella.

—No puedo andar. Es como si la cabeza estuviese a punto de estallarme.

—Debe de faltar muy poco para el lago. Seguiremos caminando en esta dirección. Vamos, levántate.

—De acuerdo, vamos, ayúdame —dijo Saika con voz débil—. Tú ve delante, encuentra el lago y nuestra barca. Yo iré contigo. Dame la mano, pero… no me dejes, Marina.

—¿Qué estás diciendo? Venga, vamos.

—Dame la mano, Marina —susurró Saika.

Marina se acercó más a ella.

—Pero ¿qué te pasa?

Saika lanzó un grito. El cuerpo se le zarandeó de lado a lado, contorsionándose por todas las articulaciones. Luego, dejó de moverse. Tenía los ojos abiertos y pestañeaba, y parecía tener dificultad para deglutir.

—La garganta —dijo Saika con voz sibilante—. Se me ha dormido. Al principio me dolía, y luego era como si me hubiese atragantado con algo, pero ahora no siento nada. No puedo tragar. Tengo la lengua entumecida. —Le costaba hablar—. Tengo los labios entumecidos, y la cara también se me está entumeciendo. —Su boca sufría espasmos.

—Pero ¿qué te está pasando? —gritó Marina.

Saika estaba pálida. En la comisura de sus labios empezó a formarse una espuma blanca.

—La cueva —susurró.

—¿Qué cueva? —preguntó Marina sin aliento.

—La cueva… debí de quedarme en ella demasiado tiempo…

—¿Qué quieres decir?

—¿Es que no lo ves?

—No, no lo veo. ¿Qué te pasa? ¿Qué tienes?

—Hidrofobia —murmuró Saika, y cerró los ojos—. Vodoboyazn. Miedo al agua. La rabia.

—¡La rabia! —exclamó Marina, horrorizada, y entonces dio un paso tambaleante hacia atrás.

Saika intentó avanzar a gatas hacia Marina.

—Te lo suplico —le susurró con la voz quebrada—, no me dejes. Ayúdame. —Extendió la mano.

—Saika, Dios mío… Volveremos a casa enseguida y haremos que te vea un médico, no te preocupes.

Sin dejar de reptar hacia Marina sobre sus codos, arrastrando las piernas tras de sí, Saika abrió la boca. Parecía llorar en silencio.

—Oh, Marina… ¿Es que no sabes nada? Pregúntale a Tatiana por la rabia. Ella está por aquí, en alguna parte.

—¿Dónde?

—No lo sé. Cerca. —Movió la boca sin articular ningún sonido. ¿Riéndose tal vez? ¿Llorando?

—¡No! No te ha mordido ningún bicho, tú misma lo dijiste. No tocaste ningún murciélago, ¿no? Nada entró volando en esa cueva, tiene que ser otra cosa. Un poco de fiebre. Tenemos que llevarte a casa, tenemos que irnos.

Sin embargo, Marina no se acercó ni un centímetro a Saika, sino que contempló horrorizada y con un dolor inmenso cómo la chica se arrastraba sobre los codos para llegar hasta ella. Marina retrocedió un paso y luego otro.

—Acércate, Marina —dijo Saika, estirando la mano—. Acércate a mí. Déjame…

Marina dio un grito, se tropezó y cayó al suelo. En cuclillas, intentó alejarse de Saika, pero las piernas se le habían entumecido de puro terror. No podía respirar, se estaba asfixiando.

—No quiero estar sola —masculló Saika—. Ven aquí, Marina. Déjame tocarte…

Abrió la boca y le enseñó los dientes.

Un miedo enloquecido se había apoderado de la mirada de Saika. De la boca le chorreaba sangre y espuma blanca, mientras emitía un ruido sibilante y se deslizaba hacia Marina.

Marina empezó a chillar, y siguió chillando y chillando.

Superación

Cuando Tatiana abrió los ojos ya había amanecido, los pájaros cantaban y el cielo era de un azul limpísimo por encima de las copas de los abetos. El brazo le dolía.

Gritó a pleno pulmón para pedir auxilio, pero dejó de hacerlo enseguida, pues no quería malgastar sus escasas fuerzas en esfuerzos inútiles. Lo más importante era salir del hoyo. ¿Y si los cazadores tardaban una semana entera en asomar por allí? No podía esperar. Una vez que hubiese salido de allí, todo sería más fácil, pues el sol había salido por fin. El sol le daba esperanzas, no sólo porque luciese allí en lo alto, sino porque con él tenía más posibilidades, otras cosas se hacían posibles: podía preparar una hoguera, secarse, calentarse… Pero salir era lo primero. En el hoyo del oso había tres raíces que sobresalían por los costados. Tatiana asió una con la mano izquierda y tiró de ella con todas sus fuerzas, para tomar impulso y trepar hasta arriba. El dolor era insoportable. Lo importante era que el brazo roto no se le desencajase, porque el dolor podría volver a hacerle perder la conciencia de nuevo y entonces se caería otra vez al fondo del hoyo y tal vez se rompería algo más, como el cuello, por ejemplo. Tatiana se detuvo a descansar, apoyando la cara en la tierra húmeda de las paredes del hoyo. Se le estaba cansando el brazo bueno, con el que se sujetaba a la raíz. Apoyó las piernas en las raíces de debajo, se agarró a otra raíz un poco más arriba y avanzó otro cuarto de metro más. Otra raíz, y otro cuarto de metro. Volvió a parar para descansar, tocando la roca que sobresalía del pedazo de tierra que había bajo su mejilla. A continuación levantó la cabeza y miró la roca con atención, o mejor dicho, a la sustancia verdosa, aglutinante y vascular que cubría la roca, y sintió una alegría inmensa: ¡estaba cubierta de musgo!

Frotó la mejilla contra la roca y la besó. Luego arrancó a bocados un trozo de musgo y se lo comió. El musgo sólo crecía en las rocas que estaban próximas al agua.

Consiguió avanzar otro cuarto de metro… pero no pudo seguir sujetándose. La raíz cedió, el brazo bueno también cedió, y Tatiana volvió a caer sobre las ramas, en la trampa de acero, en el fondo del hoyo.

Pasaron los minutos, y más y más.

Tatiana recobró la conciencia y volvió a intentarlo, mucho más despacio. Se tomó su tiempo porque sabía precisamente que era de eso de lo que disponía, de tiempo. Fracasar y volver a caer en el hoyo no era una opción. Si volvía a caerse, no se levantaría. El sol brillaba en lo alto, un pálido obelisco encima de su cabeza.

Debían de ser las diez o las once de la mañana. Localizó el sur, localizó el norte y el oeste. Tal vez encontraría el lago después de todo. Sólo había un problema: a Tatiana no le quedaban fuerzas para caminar. Atravesaría el claro, donde los malditos abetos no podrían taparle el sol.

Lo primero que hizo después de salir del hoyo fue entablillarse el brazo con los cordones de sus botas y dos ramas cortas y robustas a modo de tablillas. Sólo se desmayó una vez, y acabó de atarse la tablilla tendida en el suelo. A continuación, recogió algunas ramas húmedas con el brazo izquierdo y, haciendo uso de su lupa para concentrar con ella los rayos del sol, consiguió prender fuego a algunas hojas secas. Tuvo que intentarlo unas cuantas veces más, pero al final encendió una rama pequeña con las hojas en llamas y una vez lo hubo logrado, las demás ramas apenas tardaron unos minutos más en arder. Se sentó al calor del fuego, sin poder moverse. Se tendió de costado junto a la hoguera y cerró los ojos.

En cuanto se tumbó, oyó unos alaridos de terror que le pusieron la carne de gallina. Sin embargo, no tenía la más mínima intención de levantarse ahora que había encontrado un espacio abierto donde lucía el sol y había encendido una hoguera. ¿Adentrarse otra vez en el bosque? Ni hablar. Pero ¿qué podía hacer? Los gritos no cesaban.

Tatiana se levantó de mala gana y se acercó renqueando al borde del claro. ¿De quién eran esos gritos? ¿Podían ser de Marina? Pero Marina estaba en casa, en su cama calentita, bajo las sábanas, ¿no?

—¡Socorro! ¡Auxilio! ¡Dios! ¡Que alguien me ayude! —gritaba una sola voz, que, efectivamente, se parecía mucho a la de Marina.

Tatiana se apoyó en un árbol y al final la llamó:

—Marina. —Su voz era muy ronca. Volvió a llamarla y la otra voz dejó de gritar de repente y enmudeció—. ¿Marina? —dijo Tatiana de nuevo, en voz baja.

Se oyó un sollozo ahogado, y unos pasos que hacían crujir las ramas y corrían a toda velocidad por el bosque. Ya no se oían gritos, sólo se percibía el miedo y el alivio en los gimoteos y los pasos de otra persona.

Una forma se materializó entre los árboles, una forma que se parecía a Marina, sólo que aquel rostro demacrado y asustado, aquel cuerpo tembloroso y húmedo, negro por el barro, no podía ser… pero sí, sí era Marina.

Cuando Marina vio a Tatiana de pie al borde del bosque, apoyada contra un árbol, perdió el control por completo. Estaba tan sumamente alterada que Tatiana pensó que iba a abalanzarse encima de ella. Tuvo que protegerse de la infeliz mugrienta que se hincó de rodillas en el suelo ante ella, sollozando amargamente. Marina extendió los brazos hacia Tatiana, quien se volvió de lado para protegerse el brazo herido, sin dar ningún paso en dirección a su prima.

—Ah, eres tú —se limitó a decir Tatiana—. Me sorprende que sigas aquí todavía.

—¡Ay, Tania! —Marina seguía llorando amargamente—. Tania, lo siento tanto… Pero no tienes ni idea de lo que me ha pasado.

—Y francamente, no me importa —le soltó Tatiana, apretándose el brazo roto contra el pecho.

Dio media vuelta y echó a andar hacia la hoguera.

Marina la siguió, cojeando.

—No estamos lejos, Tanechka —le susurró—. No podemos quedarnos aquí, tenemos que huir.

—¿Huir de qué?

—¡De ella! —exclamó Marina, estremeciéndose y mirando a su alrededor—. Por favor, tenemos que correr lo más rápido posible.

Con calma y muy despacio, Tatiana se sentó delante del fuego, arrojó unas cuantas ramas más a la fogata, algo de musgo y unas pocas bayas. Quería que el humo fuese lo más negro y acre posible, y que se elevase muchos metros hacia el cielo, y que emitiese un olor que pudiera detectarse en varios kilómetros a la redonda.

—Pues vete. ¿Por qué no corres? Pero rápido, Marina. Muy rápido. —Hizo una pausa—. Como el otro día.

—¡Tania! ¡Por favor! Lo siento mucho. ¡Tania, por Dios! Ya sé que estás enfadada, sé que estás furiosa, y tienes todo el derecho a estarlo, pero ahora mismo, por favor, tenemos que salir de aquí. Nos encontrará, vendrá por nosotras…

—Pues que venga. —Tatiana ni siquiera dirigió la vista hacia el bosque.

—Tiene la rabia, Tania… —susurró Marina con repugnancia.

Tatiana miró a su prima muy fijamente, un poco más inquieta.

—Ah —fue lo único que acertó a decir.

Marina se levantó de golpe.

—¿Y bien? ¿Vienes o no?

—Supongo que la respuesta es no.

—¡Tania!

—Cállate ya —dijo Tatiana, mirando únicamente al fuego. No miraba a Marina—. Déjalo ya. Siéntate o vete. Corre o siéntate, pero cállate ya de una vez. Deja ya de hablar y mírame. ¿Es que no ves lo que me ha pasado? ¿Es que no ves cómo estoy?

—Encontramos un arroyo, Tanechka —le explicó Marina—. Encontramos un arroyo no muy lejos de aquí, en el bosque. Nos conducirá hasta el lago, tal como tú dijiste.

—¿Que yo dije eso? —Tatiana se encogió de hombros—. No voy a volver al bosque. ¿Y dices que ella está cerca de ese arroyo? —Levantó la cabeza para mirar a su prima y ambas se miraron fijamente—. No pienso volver a ese bosque, Marina —murmuró Tatiana.

Marina empezó a tener arcadas, a tener arcadas y a llorar.

—Lo siento, Tania. Se suponía que iba a ser una broma. Se suponía que tú ibas a venir a buscarnos y que nos encontrarías.

—Conque sí, ¿eh? Bueno, pues ojalá alguien me hubiese dicho qué era exactamente lo que se suponía que tenía que hacer.

Temblando, balbuceando, Marina le contó todo a Tatiana. No le ocultó absolutamente nada, le habló de su propia complicidad y de cuándo se había dado cuenta de la verdadera naturaleza de Saika. Le habló de Sabir y de Murak, y de los días en el bosque y de la bestia infectada y reptante que trataba de atraparla.

Ligeramente temblorosa pero asombrosamente tranquila, Tatiana dijo «Bueno, bueno» al final de la historia de Marina, y luego no añadió nada más.

—¿Entiendes ahora por qué tenemos que huir?

—No. —Tatiana lanzó un suspiro—. No te preocupes más por Saika. Preocúpate sólo de que te encuentren.

—¡Ya he encontrado el camino! —gritó Marina—. ¡Pero no vamos a salir del bosque si seguimos sentadas junto al fuego!

—Pues vete, entonces —dijo Tatiana—. Llevas tres días caminando por el bosque y no has encontrado nada ni nadie que te ayude. Yo he caminado tres días por el bosque y ¿de qué me ha servido? Pero ahora tenemos una hoguera y el humo se está elevando por encima de los árboles. Si alguien nos está buscando, acudirán en esta dirección. Y si no, pues entonces… Yo prefiero quedarme aquí a esperar. No tengo la fortaleza que tenía cuando todo esto empezó. Pero por favor, tú vete si quieres, no dejes que yo te lo impida. —Tatiana fulminó a su prima con la mirada—. Tú haz lo que quieras… como siempre.

Como si Marina pudiese alejarse aunque sólo fuese un metro de Tatiana…

—¿Y por qué crees que Saika no va a venir hasta aquí? —Quiso saber Marina, jadeando.

—Porque tiene parálisis de la médula espinal —contestó Tatiana—. Tal vez quiera hacerlo, pero no podrá, eso es todo.

—¿Y eso tiene… —Marina hizo una pausa— cura?

—No.

—Entonces, ¿qué le va a pasar ahora?

—Saika —dijo Tatiana— va a morir en el bosque. Seguramente a estas alturas ya estará muerta. Igual que podríamos estarlo nosotras.

Marina se tumbó en el suelo delante de Tatiana, junto al fuego.

—Ya no estoy sola —murmuró, cerrando los ojos—. Ahora ya no me importa lo que me pase, no estoy sola.

Siguieron la una junto a la otra. Tatiana no la tocó.

—¿Estás muy enfadada conmigo? —susurró Marina.

—Más de lo que puedo expresar en palabras.

—Lo siento. Perdóname. —Pero a Marina se le estaban cerrando los ojos—. ¿Qué hora es?

Tatiana levantó la vista hacia el cielo.

—La una tal vez. La una y media.

Ese pálido sol amarillo… Tatiana quería una vida donde el sol la bañase con sus rayos trescientos días al año, y no los míseros sesenta y cinco de aquellas latitudes septentrionales. Cuando volvió a mirar a su prima, ésta estaba dormida.

Marina durmió mientras Tatiana permanecía en vela bajo el sol, avivando el fuego y mirando cómo roncaba Marina, como si estuviera en casa, en la cama más cómoda del mundo.

Justo cuando las primeras horas del atardecer se cernían sobre los árboles, oyó unas voces procedentes de las entrañas del bosque llamando su nombre.

—¡Tatiana… Tatiana…!

No era una sola voz, sino un coro de voces, masculinas, femeninas, jóvenes y viejas.

Se levantó como pudo y Marina se despertó y se puso en pie de golpe.

—Taaania… Taaania…

—¡Oh, Dios mío! —exclamó Marina—. ¡Tenías razón! ¡Te han encontrado!

Tania no tenía fuerzas para levantarse y echar a correr, ni siquiera para gritar, y Marina, que sí tenía fuerzas, no lo hizo, sino que tomó a Tatiana de la mano buena, haciendo caso omiso de su estremecimiento, y dijo:

—Tanechka, te lo suplico —le susurró. El pánico se había apoderado de su voz—. Por favor, no se lo digas, por favor… Sólo era una broma pesada que salió mal, muy mal. He aprendido la lección. Yo casi muero también. No haré nada parecido nunca más, pero por favor, no se lo digas…

—No te preocupes. Esto quedará entre nosotras, prima Marina —dijo Tatiana sin transmitir ninguna emoción y apartando la mano—. Será nuestro pequeño secreto.

Marina echó a correr en ese instante, gritando:

—¡Socorro! ¡Auxilio! ¡Aquí! ¡Aquí!

Dasha llegó corriendo y atravesó el claro llorando, mientras gritaba el nombre de Tatiana. Pasha iba junto a ella, babushka detrás, y luego deda, y luego… ¡su madre! Eso sí que era una sorpresa. ¡Mamá! Y todos gimoteaban: «Oh, Tania, Tania…».

El tío Boris también iba con ellos; buscaba a Marina, su única hija. Parecía muy enfadado.

—¿A quién hay que gritarle, eh? —exclamó, abrazando a su hija—. ¿Quién es la responsable de esto?

Sin embargo, la familia de Tatiana estaba tan trastornada al ver el estado en que se encontraba su pequeña que se olvidó de pedir cuentas o buscar culpables. El brazo roto los dejó horrorizados. Cuando Tatiana les dijo que había saltado al interior de una trampa para osos, por la reacción emocional de su familia era como si todos se hubiesen metido en la trampa con ella.

—¿Que hiciste qué? —exclamó Marina, atónita.

Pasha apartó la mirada de Tatiana y la dirigió hacia su prima.

—¿Qué quieres decir con eso? —le espetó, con recelo—. ¿Dónde diablos estabas tú para no saberlo?

Dasha también miró a Marina con decepción, casi como si todos supieran que había pasado algo terrible que Tatiana no quería revelar.

—¿Y por qué hiciste semejante tontería, saltar dentro de una trampa para osos? —preguntó su madre.

—Para escapar del oso —contestó Tatiana en voz baja.

Su madre por poco se desmaya.

Deda dijo que ya bastaba de cháchara, que evidentemente Tatiana no estaba en condiciones de contestar preguntas e intentó arrebatarles a Tatiana de sus manos ansiosas, pero no lo consiguió, porque nadie quería soltarla. Le dio una cantimplora llena de agua. Dasha le sujetó la cantimplora en la boca y Tatiana bebió con avidez, dando unos tragos enormes que hacían que el agua le cayera a chorros por la barbilla y el cuello. Deda le preguntó si quería pan, porque le había traído algo, y ella lo aceptó agradecida. ¿Quería té? Deda había traído un termo lleno de té. ¿Un poco de jamón enlatado? El abuelo sacó un abrelatas. «¿Jamón enlatado?». Toda la familia masculló un gruñido de repugnancia, incluso Tatiana, que negó con la cabeza. La sola idea de comer jamón enlatado… Deda guardó la lata. Tatiana no quería nada. Lo tenía todo.

El lago tenía que estar a dos kilómetros al norte. Deda llevaba una buena brújula y habían despejado un sendero por el que el tío Boris llevaba en brazos a Tatiana. Mientras caminaban, éste les contó a las chicas lo que había pasado.

La mañana siguiente a su desaparición, al ver que no regresaban, el tío Boris telegrafió a Luga y a Leningrado para informar a los Metanov. La familia llevaba días buscando a las chicas, en dos barcas, remando a través del lago desde primera hora de la mañana y hasta última hora de la noche. Habían encontrado las ramas de Tatiana, las inscripciones de ésta con su inicial en los árboles, pero no habían podido encontrar a las chicas. Había sido gracias al fuego que al fin habían logrado dar con ellas.

—En cuanto nos despertamos esta mañana y vimos que hacía sol —explicó deda—, les dije a todos que te encontraríamos, porque sabía que con él encenderías una hoguera.

Hallaron a las chicas a casi trece kilómetros al sudoeste de su barca.

Al final, alguien se acordó de preguntar por Saika. Marina no dijo nada y se limitó a negar con la cabeza.

—Ella y Marina se alejaron de donde estaba yo —dijo Tatiana, e hizo una pausa—. Nos perdimos. Estábamos completamente perdidas, ¿verdad, Marina?

—Sí, Tania —contestó su prima antes de bajar la mirada.

—Si Saika sigue en el bosque, deberíamos ir a buscarla —sugirió deda.

—¡No! —exclamó Marina—. Se metió en una cueva de noche y allí cogió la rabia.

—¿Que se metió en una cueva de noche? —repitió deda; hasta él parecía escandalizado—. ¿Quién en su sano juicio se mete en una cueva de noche?

Tatiana habló en voz baja, en brazos del tío Boris.

—Allí estaba más calentita, se sentía como en casa, no le gustaba estar fuera, al raso. Entró y asustó a los murciélagos, que salieron volando. No oyó ningún batir de alas y creyó estar a salvo. Se le olvidó, o puede que no lo supiera, puede que no leyese lo suficiente, que el virus de la rabia, en un espacio reducido, limitado y con numerosos focos de infección, también viaja por las partículas salivales del aire. Evidentemente, a ella también la infectó.

—Qué pesadilla… —exclamó deda—. ¿Qué van a pensar sus padres? Bueno, no es asunto nuestro. Como siempre digo, cíñete a tus asuntos y deja los de los demás en paz. ¿Qué va a pensar tu padre? Ése sí que es asunto nuestro. Volverá la semana que viene. —Chascó la lengua con desaprobación—. Tenemos que llevaros a las dos de vuelta a Leningrado. Tania, tienes que ir al hospital inmediatamente.

—Estoy bien, deda. —Sonrió. «Ahora estoy bien».

—Tú no te metiste en ninguna cueva, ¿no, Tania?

—Yo no me metí en ninguna cueva, querido deda.

El abuelo le besó la cabeza mientras ella seguía en brazos del tío Boris.

—Sé que tu padre va a traerte algo muy bonito cuando vuelva de Polonia —le susurró—. Y eso hará que te encuentres mucho mejor, Tanechka.

—Ya me encuentro mucho mejor.

Subieron a las chicas en la barca; Pasha se encargó de los remos y dijo, con indisimulada alegría:

—Yo voy a atravesar el lago Ilmen remando, ja, ja, Tanechka. Así que gano yo.

Alexander se echó a reír. Levantó la mano, acarició la cara de Tatiana y luego la atrajo hacia sí para besarla.

—Lo cuentas como si fuera un chiste, Tanechka, pero sé que eso es precisamente lo que más te duele de todo el triste episodio.

Tatiana esbozó una débil sonrisa.

—Claro, porque era un impertinente. Le dije: «Ése es el único modo que hay de que me ganes, Pasha, porque tengo el brazo literalmente roto».

—Muy propio de ti decirle algo así. ¿Y los Kantorov?

—Cuando se enteraron de que Saika había cogido la rabia, se marcharon sin decir nada a nadie, sin decir adiós. Simplemente, hicieron las maletas y desaparecieron. Cuando volví a Luga al cabo de unas semanas, ya se habían ido. A lo mejor fueron a buscarla, no lo sé.

Alexander se quedó pensativo, contemplando el desierto, el cielo, las estrellas, la historia.

—Si Anthony oyera una palabra de tu historia del lago Ilmen, extraería de ella dos conclusiones: una, no hables de tus secretos con tus enemigos. Y dos, ten fe y mantente con vida el tiempo suficiente hasta que alguien te encuentre.

Tatiana añadió en voz baja:

—Mi propio marido aprendió muy bien esa última lección.

—Como sabes, necesito a mi guía mística para las dos cosas —dijo, estrechando su cuerpo y apartándola después de su regazo.

Se desperezó y extrajo su paquete de cigarrillos. Tatiana también se levantó y se desperezó, cogió el mechero Zippo de Alexander y se lo encendió. Mientras inclinaba la cabeza para inhalar el humo, él le tomó la mano y ambos se miraron.

Regresaron a la cama y se desnudaron. Ella le suplicó que no se sostuviese sobre los brazos, sino que echase todo su peso sobre ella, para poder notar todo su cuerpo, todos sus huesos, las heridas y las marcas de su vida en ella, sus poderosos brazos, su pecho liso, los estragos de la guerra, todo él encima de ella.

—Tania —dijo Alexander cuando estuvo en sus brazos, hablándole en susurros—. Tengo que ir a Vietnam a encontrarlo. Anthony no podrá salir de ésta él solo. Como tampoco pude yo, ¿es que no lo ves?

Ella no dijo nada.

—Le ha pasado algo. Tú lo sabes. Lo sabes.

Ella no dijo nada.

—Para mí esto es una muerte lenta. —La miró y añadió con el semblante ensombrecido de dolor—: Sí, ya lo sé, tú lo hiciste. En Morozovo te dejé marchar porque creía que tú podías soportarlo todo. Y tenía razón. Pero yo no puedo soportar esto. Yo no soy tan fuerte como tú. De una manera u otra… —lanzó un suspiro entrecortado—, tengo que traerlo de vuelta.

Ella no dijo nada.

—Ya sé que es Vietnam, ya sé que no es un fin de semana en Yuma. Te prometí que nunca volvería a entrar en combate activo. Pero te juro que volveré.

Ella no dijo nada.

—Tengo otros tres hijos. Volveré —dijo Alexander. Apenas le quedaba voz para seguir hablando—. No podemos dejar a nuestro muchacho en los bosques, Tania —dijo—. Mira lo que nos ha pasado a nosotros. No podemos seguir viviendo así.

—Shura, no quiero que te vayas —le susurró.

—Lo sé. ¿Ni siquiera por nuestro hijo?

—No quiero que te vayas —repitió—. Es lo único que sé.

Quiso decir algo más… pero no lo hizo. Si le hablaba de sus temores inconfesables, ya no le estaría dejando obrar con libre voluntad. Lo atrajo aún más hacia sí, pero él ya estaba lo más cerca de ella humanamente posible. Dos cuencos de metal encajados el uno en el otro.

Ordo amoris, Alexander.

Ordo amoris, Tatiana.