Capítulo 14

El hombre en la Luna

El legado de Harold Barrington, 1965

Tatiana y Alexander están mirando a Anthony. Esa mañana en la cocina están solos los tres, igual que antes, cuando eran sólo tres. Los niños siguen durmiendo. La mañana es el momento del día favorito para Tatiana, en su habitación favorita de la casa. La cocina, tal como la habían soñado, es de un blanco reluciente, con suelos de piedra caliza de color blanco roto, armarios blancos con cristales, electrodomésticos blancos y cortinas amarillo pálido. Además, todas las mañanas el sol se levanta en la cocina y se desplaza por toda la casa, de habitación en habitación. Por las mañanas, se reúnen allí para preparar sus cereales y su café, para comerse los cruasanes y la mermelada que ha hecho ella misma.

Sin embargo, esa mañana temprano, a las siete y media, sólo Anthony está comiendo, sentado en un taburete alto en el mueble isla de la cocina mientras su madre y su padre lo miran con toda su atención, de pie delante de él. Alexander, como un pilar, se limita a mantenerse erguido, mientras que Tatiana se agarra al respaldo del taburete. Casi como si se sintiera ajeno a ellos, Anthony se bebe el café y coge un segundo cruasán.

—Relajaos un poco —dice—. Se me está atragantando la comida.

Ellos no se mueven.

—Mamá, esta mermelada está increíble. ¿De qué es? ¿De arándanos y frambuesas?

«¡Anthony!», quiere gritar Tatiana. Anthony. Se ha quedado sin habla frente a su primogénito. ¡Va a cumplir veintidós años en apenas tres semanas! Tatiana tiene una niña pequeña de veinte meses, que aún va con pañales y a la que sigue dando el pecho, y dos chicos que ya van a primaria. Y hace dos días, Anthony se graduó en la academia de West Point.

Toda la familia voló a la academia para ver cómo arrojaba su gorra blanca al aire. Una frágil Esther acudió con Rosa desde Barrington y lloró durante casi toda la ceremonia. Sam Gulotta y su esposa fueron desde Washington, y también acudieron Tom Richter y Vikki, separados y, aun así, juntos. Richter pronunció el discurso de la ceremonia, vestido de pies a cabeza con el uniforme militar, con las barras y la insignia de teniente coronel, de pie y solemne en el podio, dirigiéndose a quinientos hombres y a las familias de éstos, todo bajo el calor sofocante de junio en los campos, hablando alto y claro a Tatiana y Alexander, hablando a Anthony Barrington.

«Vosotros seguís los pasos de Eisenhower y MacArthur, Patton y Bradley, los comandantes que salvaron a toda una civilización. Los ojos del mundo están puestos en vosotros».

Richter ha estado en el sudeste asiático desde 1959, como oficial de un grupo de asesoramiento militar, entrenando a los vietnamitas del sur para combatir contra el norte, pero ahora es un pez gordo del MACV, el Mando de Asistencia Militar en Vietnam, el cerebro que controla la totalidad del cuerpo que supone la implicación estadounidense en el sudeste de Asia. Rosa se quedó tan impresionada con él que pidió que la sentaran a su lado en la cena. Los chicos exigieron sentarse junto a su hermano el cadete, pero la tía Esther también deseaba lo mismo. Ellos no pensaban ceder, ni la tía Esther tampoco, así que los hermanos acabaron sentados a regañadientes entre sus padres, mientras Anthony permanecía flanqueado por la tía Esther a un lado y por Vikki y Richter al otro.

Tatiana y Alexander alquilaron el salón de la Pool Terrace del opulento y moderno restaurante Four Seasons de Nueva York, donde pasaron una animadísima velada. Hasta la tía Esther estaba animada. A sus ochenta y seis años, medio sorda, sentada muy, muy cerca de Anthony, supuestamente para oírlo mejor, lo único que la buena mujer quería escuchar eran sus historias de cadetes. Anthony intentó hablar con prudencia, tal como su padre le había enseñado. Se había portado bien, dijo; había jugado al fútbol, el ejército de Tierra contra la Marina, y al final había ganado; la primera victoria del ejército de Tierra en seis años. Había jugado al baloncesto en las canchas, un baloncesto que, según le confió a su tía, parecía más bien rugby. Jugaba al tenis, y su entrenador era el teniente Arthur Ashe; Esther preguntó: «¿Quién es Arthur Ashe?» y, antes de que Anthony pudiera responder, ella misma afirmó categóricamente que no estaba interesada ni lo más mínimo en las incursiones atléticas de Anthony (y aquí era donde Tatiana coincidía plenamente con ella), pero sí en cambio, y mucho, en sus escarceos amorosos. Anthony sonrió y no dijo nada, haciéndose el buen chico, pero Richter, siempre dispuesto a armar jaleo, dijo:

—Teniente, ¿por qué no le hablas a tu tía abuela de tus pinitos con las chicas de Chicago?

Y cuando Anthony se negó de forma rotunda, Richter se complació enormemente en deleitar a la tía Esther con la historia de que cuando los novatos de West Point llegaban a Chicago, la esposa del comandante Daley organizaba una cita para todos los cadetes con las muchachas de buena familia del lugar.

—Los cadetes lo pasan estupendamente —comentó Richter con una sonrisa maliciosa.

—Sí, y para los Daley es un quebradero de cabeza —añadió Anthony secamente.

—¡Detalles, Anthony, detalles! —exclamó la tía Esther.

Tatiana sonrió mientras daba de comer unos boniatos a Janie y miró a Alexander, que también sonreía, aunque más tenso, mientras les decía a Pasha y a Harry que se calmasen y que dejasen de tirarse guisantes y bolitas de pan con las pajitas que usaban como cerbatanas. Vikki quería saber si iban a servir más vino, y la tía Esther le preguntó a Anthony si iba a seguir la larga y honorable tradición de los cadetes de West Point y casarse justo después de la graduación en la capilla de la academia; Rosa dijo que sólo si era una capilla católica y Richter añadió que sólo si se casaba con una buena muchacha de Chicago, a lo que Anthony, con cara de póquer, repuso que no había encontrado ninguna. «A pesar de todos tus esfuerzos», saltó Richter, lo que provocó las carcajadas de todos los presentes. Vikki preguntó cuándo demonios iban a traer ese vino. Tatiana advirtió a su hijo: «Harry, si vuelves a tirar una sola bola de pan más a Anthony…», a lo que su hijo respondió: «Mamá, no son bolas de pan, son perdigones». Y Alexander dijo: «Tom, ¿cómo les va a los vietnamitas del sur?, ¿resisten?». Y acto seguido: «Harry, ¿qué te ha dicho tu madre?».

Hablaron de esto y de aquello, de todo salvo de lo único de lo que necesitaban y tenían que hablar: el futuro de Anthony. Ésa era la pregunta acuciante en la mente de todos, y ha sido la única preocupación de Tatiana y Alexander desde agosto de 1964, cuando el Congreso aprobó la resolución del golfo de Tonkin, que autorizaba el uso de la fuerza necesaria para mantener a Vietnam del Sur libre de Vietnam del Norte, al igual que Corea del Sur seguía manteniéndose libre de Corea del Norte. Tom Richter había estado con MacArthur en Bataan y en las densas selvas de Nueva Guinea durante la Segunda Guerra Mundial, había estado con MacArthur en Japón después de la guerra y luego había dirigido a los hombres de MacArthur desde Port Inchon hasta el río Yalu en Corea; y ahora MacArthur había oído el toque de corneta y había cruzado su propio río, y Richter estaba con Westmoreland en Vietnam. No habló demasiado sobre lo que estaba ocurriendo allí, pero Tatiana sabía por Alexander que Richter dirigía unidades de operaciones especiales clandestinas: obviamente, lo de dejar defenderse a los vietnamitas del sur ellos solos con una escasa presencia militar estadounidense no había dado el resultado esperado. No podían resistir. Los estaban aplastando. Los vietnamitas del norte, el Vietcong, las fuerzas de defensa del Vietcong y las fuerzas de defensa secretas del Vietcong estaban mejor preparados. Se necesitaba algo más.

«Creéis que estáis a punto de salir a un mundo muy distinto del mundo al que salieron vuestros padres, pero no es así. Yo me gradué en junio de 1941, y seis meses más tarde, el 7 de diciembre, nuestros oficiales de la Marina vieron algo tan fuera de lugar en sus radares que no le hicieron caso. Debían de ser aviones amigos, dijeron. Al cabo de media hora, casi la práctica totalidad de nuestra flota de la Marina fue destruida. Yo os digo, ante el peligro del comunismo imperial, que nuestra mayor amenaza es la complacencia. Durante la guerra de Secesión, el general Sedgwick, de la Unión, miró hacia un parapeto de las líneas de los confederados y dijo que eran incapaces de acertarle a un elefante desde aquella distancia. Bien, pues ésas fueron sus últimas palabras, porque en ese preciso instante, un soldado avezado y con una gran puntería le quitó la vida. Durante los últimos veinte años, el Este y el Oeste han mantenido enfrentamientos y guerras encubiertas, todo con el telón de fondo de un desastre nuclear.

Muy pronto llegará el día en que habremos de quitarnos las máscaras y dejarnos de guerras fingidas. Ése es el mundo al que estáis a punto de salir, hombres de West Point».

Esa radiante mañana de Arizona, Tatiana y Alexander esperan a que Anthony les cuente cómo pretende salir a ese mundo. Tatiana siente a Alexander tan tenso a sus espaldas que retrocede unos pasos desde el mueble isla de la cocina, le aprieta el brazo, lo mira a su rostro pétreo y le susurra:

—Chsss… —Y a continuación, dice—: Cariño, ¿oyes a Harry en el jardín delantero? ¿Por qué se ha levantado ya?

—Está convencido de que puede atrapar a un monstruo de Gila a primera hora de la mañana —responde Alexander, sin apartar la mirada de Anthony—. Cree que es como pescar. —Aparta el brazo de Tatiana—. Ant, ¿quieres que hablemos más tarde? Tengo que salvar a Harry de sí mismo.

—Si tienes que ir, entonces ve, papá —dice Anthony sin levantar la vista del periódico—. Tengo una recepción en la base aérea de Luke a las diez.

—No tengo que ir, pero en cuanto entren los niños, como tú bien sabes, hablar será tarea imposible —dice Alexander.

Los pequeños hacen mucho ruido, especialmente los niños, como perros salvajes, nunca dejan de moverse. La niña, en comparación, es mucho más tranquila, pero hay que estar vigilándola constantemente de todos modos. Una vez que la despierten, se habrán acabado las conversaciones de adultos hasta que llegue la hora de su siesta.

«¡Anthony! —Piensa Tatiana—. ¿Es que no ves lo que le estás haciendo al corazón de tu padre, al corazón de tu madre? No podemos hablar, tenemos la garganta llena de orgullo, de amor, del miedo que sentimos por ti».

—Pues ya hablaremos más tarde, entonces —dice Anthony con la mirada fija en el periódico—. Acabo de llegar. Es mi primera mañana aquí. Me quedaré dos meses. ¿No podemos relajarnos un poco…?

—Anthony.

Habla Tatiana. Al fin habla. Su nombre es lo único que dice.

Anthony suspira, se limpia la boca, cierra el periódico y luego también se levanta. Así que ahora, Anthony está de pie a un lado del mueble isla, Tatiana y Alexander al otro. Todos están tiesos como palos.

«Estáis a punto de escalar las murallas de la democracia y la libertad. Esperamos ver un mundo transformado por vuestra presencia en él».

Vestido completamente con el uniforme blanco militar, Anthony recoge su gorra blanca de la superficie de granito y se la pone. Es un graduado de West Point, nombrado oficial con el grado de teniente. A cambio de una educación de primera clase en la academia de instrucción militar más prestigiosa de Estados Unidos, Anthony le debe ahora a su gobierno cuatro años más de servicio activo. Él lo sabe. Su padre y su madre también lo saben.

Y la resolución del golfo de Tonkin ha sido aprobada por unanimidad. Las tropas estadounidenses, poco a poco, están llenando los aviones que salen en masa rumbo al sudeste asiático.

Durante los últimos nueve meses Alexander ha hablado con todas las personas a las que conoce en el Departamento de Inteligencia Militar y en la recién creada Agencia de Inteligencia del Departamento de Defensa para tratar de que asignaran a su hijo un puesto acorde con sus cualidades y su valía, con el que cumpliese con su deber en el servicio activo y, lo más importante, que estuviese dentro de la fronteras del país. Al final, cuatro semanas atrás, el director de la Agencia le dijo que contrataría a Anthony para su jefatura especial del Estado Mayor, donde trabajaría directamente para el jefe del departamento encargado de producir información de inteligencia militar extranjera para Estados Unidos. La oferta formal por escrito le había llegado a Anthony hacía dos semanas.

«Deber, honor y patria, ésas son las palabras con las que habréis de caminar. Douglas MacArthur, el liberador de las Filipinas, de Japón, el hombre que en sólo una noche invirtió el curso de la guerra de Corea y salvó a Corea del Sur, el comandante supremo de las Fuerzas Aliadas, apareció ante vosotros hace tres años en esta misma tribuna y os dijo que a lo largo de toda su vida adulta había escuchado la melodía embrujadora de las cornetas, el sonido lejano de los tambores que llamaban al combate, pero que cuando cruzaba el río, su último pensamiento era para el Cuerpo, el Cuerpo y el Cuerpo. Deber, honor y patria. Que ése sea vuestro primer pensamiento así como el último».

Anthony es muy alto, muy fuerte, con el pelo muy negro y los ojos también negros. Es hijo de su padre en todos los aspectos físicos salvo uno: la boca es de su madre. Los hombres no necesitan bocas voluptuosas como la de ella para atraer a las abejas al néctar, pero Anthony la tiene. Es joven, idealista y guapo. Es conmovedor.

Tatiana y Alexander agachan la cabeza. A pesar de que el niño es ahora del tamaño de su colosal marido, su imponente y gigantesco Alexander, a quien Tatiana ve ante sus ojos es a su Anthony de quince meses, a un bebé rollizo y moreno sentado en su piso de Nueva York, comiéndose los cruasanes de ella, las manos regordetas cubiertas de migas y manchadas de mantequilla. Le sonríe con sus cuatro dientes de leche, sentado en el piso solitario de ambos sin su padre, que está en la sangre y el barro del río Vístula con su batallón disciplinario. Tatiana se pregunta qué es lo que ve Alexander.

—Bueno, Anthony, ¿qué has decidido? —dice Alexander.

Anthony sólo mira a su madre, pálida y con gesto expectante.

—Es una oferta estupenda por parte de la DIA, papá —contesta—. Sé que intentas ayudarme, y lo agradezco, pero… no voy a aceptarla.

«En 1903, el secretario de Guerra le dijo a la promoción que se graduaba aquel año en West Point, de la que MacArthur era el primero: “Antes de que abandonéis el ejército, estaréis inmersos en otra guerra. Preparad a vuestro país”. Y eso mismo es lo que os digo yo hoy».

Después de tomar aire, Anthony deja de mirar a sus padres.

—Voy a ir a Vietnam —anuncia.

«Hoy, en nuestros oídos resuenan las aciagas palabras de Platón: “Sólo los muertos han visto el fin de la guerra”».

Un silencio abrumador se apodera de la atmósfera de la cocina. En algún lugar al otro lado de la casa se oye un portazo. Dos niños están corriendo; no dejan de correr. Tatiana oye el ruido sordo de los pies de sus retoños.

Tatiana no dice nada, ni Alexander tampoco, pero ella lo oye a él resoplar a sus espaldas, preparándose para reaccionar.

—Vamos, no es para tanto —dice Anthony—. Después de sobrevivir al adiestramiento como cadete en los barracones de los animales y a mi sargento de instrucción, el rey de las bestias, ¿de verdad creíais que me iba a quedar sentado detrás de una mesa en la DIA?

Habla con total despreocupación, con indiferencia. Y seguramente es lo que siente: sólo tiene veintiún años. Ellos también tuvieron veintiún años una vez.

—Anthony, no digas tonterías —dice Alexander—. No vas a estar sentado detrás de una mesa. ¡Es inteligencia militar, por el amor de Dios! Se trata de labores de apoyo al combate activo.

—Ése es precisamente el problema, papá: no quiero apoyar al combate. Quiero estar en el combate.

—No seas… —Alexander se interrumpe para bajar la voz—. No seas estúpido, Anthony…

—Escuchad, ya está decidido. He hablado con Tom Richter; es cosa hecha.

—¡Has hablado nada menos que con Richter de esto! —Ya no tiene sentido bajar la voz.

—Va a recomendarme para la segunda división aérea de la compañía A —explica Anthony—. Un turno de servicio con ellos y es posible que más adelante me consiga un puesto en las Fuerzas Especiales con él, para el segundo período de servicio.

—¿El segundo período de servicio? —repite Tatiana con incredulidad.

Nadie se mueve.

—Mamá, papá, sabéis que estamos en guerra, ¿verdad?

Tatiana se desploma en una silla y extiende los brazos sobre la superficie de la mesa de la cocina, con las palmas hacia abajo. Alexander apoya el brazo en su espalda, en su hombro.

—Mamá, vamos… —dice Anthony.

—Demasiado tarde para venirle con consuelos a tu madre —dice Alexander—. Joder, ¿a qué vino tanto teatro, Anthony? ¿Por qué no decírnoslo en la graduación, en el Four Seasons? Obviamente, Richter ya lo sabía… ¿por qué no decírnoslo a nosotros también?

La voz de Alexander expresa su congoja, su consternación, pero coloca las manos firmes sobre Tatiana. Ésta sabe que tiene que levantarse para tranquilizarlo a él, pero no puede tranquilizarse. Necesita sus manos.

—Anthony, por favor… —susurra Tatiana—. No tienes que demostrarle nada a nadie.

Es tan alto, con sus ojos negros chispeantes, su pelo negro y recio, tan imposiblemente rebosante de juventud…

—No estoy demostrándole nada a nadie —dice—. Se trata sólo de mí.

Tatiana y Alexander miran perplejos a su hijo, y éste, incapaz de soportar aquella mirada doblemente agonizante, aparta la suya.

—Me he graduado nada menos que en West Point —trata de explicarse Anthony—. Eisenhower, Grant, Stonewall Jackson, Patton… ¡MacArthur, por el amor de Dios! Me he graduado en la academia que alumbra a auténticos guerreros. ¿Qué queréis que haga? ¿Para qué os creéis que iba a ir a una academia militar?

—Para obtener la mejor educación del mundo —contesta Alexander a la pregunta retórica de su hijo—. Inteligencia militar para la estrategia y la planificación, para la adquisición de armas en el sudeste asiático. Tú hablas ruso con fluidez. Labores de análisis bilingüe de los documentos soviéticos donde se detalla el alcance de su apoyo generalizado al NVA, al Pathet Lao. Trabajarías para el director del mando central de toda la inteligencia militar estadounidense. Es una oportunidad increíble.

—Para eso ya te tienen a ti —replica Anthony—. Acepta el puesto, ya que está vacante. Yo no pienso sentarme a analizar datos.

—Joder, Anthony, eres imposible, ¿lo sabías?

—Chsss… —dice Tatiana, y Alexander aparta las manos de sus hombros.

—No voy a discutir otra vez contigo —dice Anthony a su padre—. No voy a hacerlo. No me voy a pasar los siguientes dos meses en esta casa peleándome contigo. Me iré ahora mismo y volveré a Nueva York si así es como va a ser mi vida aquí durante estos meses.

—¡Anthony! —grita Tatiana.

—¡Pues vete! —grita Alexander—. ¡Vete de una puta vez!

—¡Alexander! —chilla Tatiana—. ¡Dejadlo los dos, por favor! —Están jadeando, los tres—. Esto es una locura —dice—. Anthony, tienes una oportunidad de oro para quedarte en Estados Unidos, ¿por qué no la aprovechas?

—¡Porque no la quiero!

—¿Cómo puedes decir eso cuando sabes lo mucho que se ha esforzado tu padre por ayudarte?

—¿Acaso le pedí que me ayudara? ¿Quién le pidió su ayuda?

—Tiene razón —dice Alexander—. Tiene toda la puñetera razón. Así que vete, Ant. ¿A qué esperas? ¿Quieres que te lleve yo?

—¡Alexander, no! —grita Tatiana, revolviéndose contra él.

—¡Tania, mantente al margen!

Anthony agacha la cabeza.

De pronto, Tatiana mira a Alexander frente a frente, a sus ojos atormentados, y se da cuenta, enmudeciendo al mismo tiempo, de que así es como se han desarrollado muchas de aquellas peleas en los siete años anteriores. Ella apacigua a un hombre, luego al otro, se interpone entre ellos, trata de arreglar las cosas, ninguno de los dos cede, uno discute tozudo; el otro, más tozudo aún. Anthony levanta la voz, Alexander pierde la calma y de repente, Tatiana tiene que revolverse contra su marido, pidiéndole que entre en razón, y de pronto la guerra que hasta entonces era entre padre e hijo, se convierte en una guerra entre marido y mujer. Desde que Anthony tenía catorce años ha sido siempre así.

Alexander tiene razón. Con el rostro y el cuerpo contritos, Tatiana apoya las palmas de las manos en los antebrazos de él. «Perdona», murmura, pero ella no piensa ceder, porque aquella pelea no es como las demás, aquella pelea no es sólo entre padre e hijo, aquella pelea es por la vida de su familia. Es el fuego de artillería en el desierto de Sonora.

Antes de que vuelva a pronunciarse una palabra dura más, dos críos rubios irrumpen como salvajes en la cocina. Gordon Pasha tiene seis años; Harry, cinco. Dan un alegre manotazo a Anthony y luego escapan de su lado y se dirigen corriendo hacia su padre para colgarse cada uno de un brazo. Tatiana se aparta cuando Alexander los levanta en volandas y los sostiene en el aire. Alexander llevó a Pasha colgado encima los primeros dieciséis meses de la vida del chico, primero en el pecho y luego a la espalda. Y luego llevó a Harry. Apenas si se los entregaba a su madre a las horas en que debía darles el pecho. Puede que sean rubios como ella, pero andan dando zancadas y con el mismo aire arrogante que su padre, hablan como él, sujetan sus martillos de plástico y conducen sus camionetas de plástico como él, llevan el pelo corto, golpean con la mano encima de la mesa y a veces, cuando necesitan llamar la atención de su madre, dicen «¡TA-TIA-NA!» con el mismo tono de voz que su padre. Se abalanzan sobre él y juegan con él sin miedo, lo adoran incondicionalmente y sin lastres.

—Anthony —dice Harry—, ¿por qué vuelves a llevar esa ropa de vendedor de helados?

—Me voy a ir a una base aérea una temporadita, campeón.

—¿Puedo ir contigo?

—¿Puedo ir contigo?

Sin contestar a sus hermanos, Anthony se dirige a Alexander, señalando al mayor de los dos:

—Cuando le pones a mi hermano el nombre de Charles Gordon, ¿qué crees que va a ser cuando sea mayor?

—Voy a ser médico, Anthony —responde Pasha—. Para poder curar a la gente como hace mamá. Y mi nombre es Pasha.

Y Harry dice, con los brazos alrededor del cuello de Alexander:

—Y yo voy a fabricar armas como papá, Anthony. Tendrías que ver la lanza con la que he cazado a un lagarto.

Tatiana está a punto de echarse a llorar, recordando a Anthony cazando lagartos en sus tierras vacías cuando tenía cuatro años.

—Eres tonto —dice Pasha, estirando el brazo por delante de Alexander para tirar del pelo a su hermano—. Eres tonto de remate. Papá no fabrica armas, sólo lanzas de madera, pero ésas no cuentan.

—Mamá, tengo hambre —protesta Harry.

—Yo también, mami —dice Pasha.

Desde un lugar lejano de la casa, oyen el reclamo en forma de llanto de una niña pequeña.

—¿Sabes una cosa, Anthony? —dice Alexander en tono vociferante—. No se trata de Pasha, ni siquiera de ti y de mí. Aquí sólo se trata de ti.

—Exactamente —contesta Anthony en el mismo tono.

Pasha y Harry miran con aire sorprendido a su padre, a su hermano, y luego a su madre, quien les murmura: «Bajaos de ahí y marchaos. Ahora mismo».

Un sombrío Alexander, sin soltar todavía a sus dos hijos pequeños, trata de ablandar un poco la voz y dice:

—Chicos, ¿oís llorar a Jane? ¿A que nos está llamando? Id a ver a vuestra hermana, por favor. Yo iré enseguida. La vestiremos y luego mamá nos dará de comer.

Se bajan de su padre y vuelven a dar un manotazo de broma a Anthony antes de irse.

—Ant —dice Harry—, ven a nadar con nosotros. Quiero enseñarte cómo salto.

—Luego, campeón. Y yo te enseñaré cómo salto hacia atrás.

Le alborota el pelo a Harry.

—Anthony —dice Pasha—, me prometiste que jugarías conmigo a la pelota.

—Sí, claro. Cuando vuelva de Luke.

—¿Te crees muy listo haciendo lo que tú quieres? —le recrimina Alexander a Anthony en cuanto los niños se van. Tatiana quiere tocarlo pero no puede—. No hablaste con nosotros antes de aceptar la plaza en West Point, y ya sabes el disgusto que le diste a tu madre…

—Pensé que intentaríais convencerme para que no fuese —replica Anthony—, y tenía razón, ¿verdad? Mirad cómo os habéis puesto ahora…

—¿Y ahora no se te ocurre consultarnos antes de ofrecerte voluntario para entrar en combate? ¡Joder, Anthony! ¿Crees que se trata de hacer simplemente lo contrario de lo que tu madre o yo queramos? Ya no tienes quince años, cuando volvías a casa a las tantas. Ya no se trata de plantarme cara a mí, sino del rumbo irreversible que va a seguir tu vida. —Alexander se para a tomar aire y respira profundamente—. ¿Por qué no piensas primero en ti mismo por una vez en lugar de pensar primero en cómo puedes enfurecerme a mí?

—¡Oh, Dios…! ¡No todo gira en torno a ti! ¡Esto no tiene nada que ver contigo! —grita Anthony.

Tatiana se muerde el labio y cierra los ojos, porque sabe lo que vendrá a continuación.

—No me levantes la puta voz en mi propia casa —le advierte Alexander, dando un paso hacia delante.

Anthony retrocede un paso y no vuelve a pronunciar ni una sola palabra más.

—¿Y por qué te molestas en decírnoslo? —pregunta Alexander—. ¿Por qué no enviarnos una carta desde Kontum y ya está? A que no adivináis dónde estoy… Es lo que estás haciendo ahora de todos modos. ¿Por qué te has molestado en venir? —Alexander extiende el brazo—. Vete, entrena en Yuma. Tu madre te promete que te enviará un paquete con ropa y alimentos. Te mandará uno a Yuma y luego te mandará otro a Saigón. —Se vuelve y toma a Tatiana del brazo—. Vámonos.

Tatiana fulmina a Anthony con la mirada y trata de separarse de los dedos de Alexander.

—Voy enseguida, cariño —dice—. Dame un minuto.

Alexander tira de ella.

—No, Tania, vamos. Se acabó hablar con él. ¿Es que no ves que es inútil?

Ella lo mira y le apoya la mano en el pecho.

—Sólo… un minuto, Shura. Por favor.

Él la suelta, sale de la habitación hecho una furia, y en cuanto desaparece por la puerta, Tatiana se revuelve contra Anthony.

—¿Se puede saber qué te pasa? —exclama con furia.

Se da cuenta de que el hecho de que ella esté enfadada con él es demasiado para su hijo, no puede soportarlo. Es curiosa la facilidad con que soporta la ira de su padre, pero la suya… una sola palabra de enfado, y se queda mudo, inseguro.

—Mamá, este país está en guerra. Ya sé que no lo llaman guerra, sino conflicto, desacuerdo y otras cosas así. Pero es una guerra. Van a reclutarnos en cualquier momento. Si no solicito yo mismo un destino ahora, muy pronto Richter no podrá meterme en la segunda división aérea.

Ella se acerca a él. Le saca una cabeza y media de estatura y es el doble de voluminoso que ella, pero cuando su madre se acerca a él, se desploma en una silla, de forma que ella puede hablarle desde arriba, de pie.

—Anthony, por favor —dice—. No te reclutarán si trabajas para el director de la DIA. Papá te lo ha prometido.

—Mamá, fui a West Point, no a Harvard, ¿lo entiendes? Mi futuro está en el Ejército de Estados Unidos. Iré a donde me necesiten. No me necesitan en Inteligencia, me necesitan en Vietnam.

Su madre le toma las manos y las acerca hacia sí, apoyándose en el borde de la mesa de la cocina.

—Anthony, tú sabes por todo lo que tuvo que pasar tu padre, lo sabes mejor que nadie, ¡tú puedes comprenderlo mejor que nadie! Sabes dónde han estado tu padre y tu madre. En la guerra, Anthony. No leímos sobre la guerra, sino que la vivimos en nuestras propias carnes, y tú también. Sabes que los muchachos jóvenes también mueren en las guerras, ¿verdad? Y ésos son los afortunados, porque los que no tienen tanta suerte, regresan como Nick Moore, ¿te acuerdas de él? Y otros vuelven en un estado intermedio, como tu padre. Te acuerdas de tu padre, ¿no? ¿Es eso lo que quieres?

Sin apartar las manos de ella, Anthony responde:

—En primer lugar, y sobre todo, yo no soy él.

Tatiana lo aparta de ella y retrocede un paso.

—¿Sabes qué? —le dice con frialdad—. Harías bien en aspirar a ser la mitad de hombre que tu padre. ¿Por qué no aprendes a comportarte con nobleza y valor?

—Sí, claro —dice Anthony, asintiendo con la cabeza—. ¿Cómo iba a olvidarme? ¿Cómo estar a semejante altura? —Mira a su madre con ojos acusatorios—. Y desde luego, ha puesto algunos listones muy, muy altos.

—Bueno, seguro que no es por eso por lo que te has alistado para ir a Vietnam, ¿no? —exclama—. ¿Qué quieres demostrar con eso?

—Sé que te resulta muy difícil de creer, mamá —dice Anthony, meneando la cabeza con resignación— pero te juro que esto no tiene nada que ver contigo. Ni con él. —Tatiana se limita a mirarlo con ojos tristes y él, meneando de nuevo la cabeza, insiste—: ¡De verdad que no! ¿Es que no ves que ésta es mi vida? ¿Que quiero vivirla yo?

—¿Qué clase de rebeldía es ésa? —le espeta ella—. ¿Seguir los pasos de tu padre?

—Es evidente que para ti, nadie podrá nunca seguir sus mismos pasos.

—No, así no.

Se aproxima a él, para tocarlo, para abrazarlo; siente una inmensa tristeza por su hijo, pero éste levanta las manos, casi como para protegerse.

—Siempre me ha dicho que debo elegir lo que quiero ser en esta vida. Bien, pues esto es lo que elijo. Esto es lo que quiero.

Anthony pestañea.

—Tu padre —le susurra Tatiana— no quería ir a la guerra. No tuvo elección. ¿Crees que pasó por todas aquellas penalidades, que nos salvó, que se salvó a sí mismo, para que su primogénito pudiese ir a luchar contra el Vietcong?

Está tan enfadada que no puede soportar seguir allí frente a él ni un minuto más; se vuelve para abandonar la cocina. No quiere que Anthony la vea llorar por él.

Sin embargo, Anthony la coge de la mano para impedir que se vaya. La atrae hacia él y la mira con una inmensa pena.

—Lo siento, mamá. No te enfades conmigo, por favor —dice—. West Point fue mi elección, eso es cierto, pero esto no. Ahora tengo que ir. Al igual que él tuvo que hacerlo, ahora tengo que hacerlo yo, es mi deber. No sé por qué papá se empeña en perder el tiempo luchando contra lo inevitable.

«Vuestra misión sigue siendo firme, rotunda, inquebrantable, y consiste en ganar nuestras guerras. Vosotros sois los gladiadores de esta nación en la arena de la batalla».

En algún lugar de la casa, tres niños pequeños están gritando. Ni siquiera el propio Alexander puede conseguir que los dos chicos permanezcan tranquilos mucho rato. En una ocasión, le gritó a Harry con voz atronadora: «¡Cálmate ya!». Y Harry, con la misma voz atronadora, le contestó, vociferando: «¡Me calmaré cuando esté muerto!». Y aunque nunca ha vuelto a levantarle la voz a su padre, tampoco se ha calmado todavía.

Tatiana se inclina hacia Anthony y apoya la mano en su cabeza rapada.

—No te enfades con tu padre, cariño —le susurra mientras le besa el pelo—. Sólo trata de salvar a su hijo de la manera que sea.

Se marcha a toda prisa de la cocina, incapaz de decirle a Anthony por qué su padre siempre lucha contra lo inevitable.

«Que otros se enzarcen en los debates que dividen el pensamiento de los hombres. Vosotros no. Vosotros, soldados de West Point, sed siempre dignos de la larga línea gris que se extiende desde dos siglos antes que vosotros».

Tatiana no puede enseñarle a Anthony el miedo que siente; no ve nada más que bandadas de cuervos volando en círculos sobre las cabezas de los habitantes de su preciosa casa en el desierto.

La larga línea gris

Anthony pasó el verano en casa, jugando a toda clase de juegos salvajes de guerra y en la piscina con sus hermanos, y se marchó a Vietnam en agosto de 1965. Pasha, Harry y Janie lo echaron mucho de menos cuando se fue.

Todos los días, cuando Alexander volvía a casa, lo primero que decía después de besar a Tatiana era: «¿Hay noticias?», en alusión a alguna carta o llamada telefónica. Durante el día, llamaba y decía: «¿Ha venido ya el cartero?».

Y si venía el cartero y traía noticias de La Chu, de Laos, de Dakto o de Quang Tri, Alexander se llevaba su paquete de cigarrillos al jardín que había frente al dormitorio y se sentaba a solas a leer las cartas de su hijo.

Alexander había empezado a encanecer. El feroz sol de Arizona le había curtido el rostro y tenía arrugas en las comisuras de los ojos. Sin embargo contaba con buenos genes de su madre italiana y de la familia de su padre, los primeros colonos. Aunque había ganado un poco de peso, Alexander trabajaba demasiado duro y entrenaba demasiado duro en Yuma para notar los efectos del paso de los años. Siempre erguido, con la espalda ancha, manteniéndose ojo avizor como siempre, paseaba su imponente figura con un aire tácito pero evidente de que era mejor no provocar su ira. Nadie podía tomarlo por otra cosa distinta de un militar.

Como sucediera ya con la guerra de Corea, sus labores de apoyo al combate se incrementaron en número de horas y frecuencia. Pasó a trabajar más de diecisiete días de servicio activo al año en Yuma, que seguía siendo la instalación de puesta a punto y pruebas de armamento más grande del mundo. A finales de los cincuenta y principios de los sesenta, cuando los chicos todavía iban en pañales y Anthony se prestaba a echar una mano, Tatiana seguía acompañando a su marido a Yuma una vez al mes, y colocaban los cochecitos de bebé junto a los de los demás en las puertas de los barracones familiares. Pero cuando los niños empezaron a ser ya demasiado mayores para ir en cochecito, Anthony ingresó en West Point y nació Janie, la inmensa instalación de Yuma se hizo demasiado pequeña para sus dos hijos salvajes y la hermana recién nacida de éstos, que se creía también un cachorro varón. O bien los niños ponían freno a sus impulsos salvajes y empezaban a portarse un poco mejor, o se quedaban en casa con mamá mientras su padre se marchaba solo y se dedicaba a traducir cantidades ingentes de datos que llegaban directamente de los servicios rusos, así como a dirigir las sesiones de instrucción intensiva y las pruebas de armamento.

Al final, los niños pusieron freno a sus impulsos salvajes.

En 1966, tras su traducción ampliamente distribuida de las críticas que los soviéticos vertían sobre la primera generación del M-16 (la versión estadounidense del rifle Kalashnikov), que solía atascarse si no se limpiaba adecuadamente, Alexander fue ascendido finalmente al grado de comandante, tras haber servido durante veinte años como capitán. Richter le telegrafió sus felicitaciones desde Saigón con las palabras: «maldito cabrón insufrible, pero jódete, porque yo sigo siendo teniente coronel».

Y Alexander le contestó, también telegráficamente: «maldito cabrón insufrible. ¿Cuándo vuelve a casa mi hijo?».

Tras un período de doce meses en la segunda división aérea con un brillante expediente, Anthony se enroló para un segundo turno de servicio y pasó a ponerse a las órdenes de Richter, quien dirigía el puesto central de mando de las Fuerzas Especiales en las afueras de Kontum, con el curioso e inofensivo nombre de Grupo de Estudios y Observación o SOG. Anthony se incorporó a una unidad de tierra de operaciones especiales muy poco convencional. Se encargaba de dirigir un equipo de reconocimiento, un grupo denominado Misión de Búsqueda, Localización y Destrucción, SLAM por sus siglas en inglés, y un grupo de las Hatchet Forces: se convirtió en un boina verde. Volvió a enrolarse por un tercer período consecutivo de servicio y vivió un sangriento 1968, la ofensiva del Tet; se enroló por cuarta vez y sobrevivió a los ataques de la primavera de 1969 por parte del Vietcong. Durante una de sus misiones de reconocimiento a principios de junio de 1969, se hizo con unos documentos del Vietcong que demostraban que el enemigo estaba mucho mejor equipado y contaba con muchos más hombres de lo que pensaba el alto mando estadounidense, y que el ejército norvietnamita, el NVA, estaba inflando el número de bajas norteamericanas, asegurando que 45.000 soldados estadounidenses armados habían muerto en la ofensiva de primavera cuando la cifra real era de 1718, frente a 24.361 enemigos muertos. Lo ascendieron a capitán.

A la casa llegaron copias de las siete menciones especiales de Anthony: dos Corazones Púrpura por una herida en el hombro y otra de metralla en la pierna, dos Estrellas de Plata, dos Estrellas de Bronce y la Cruz por Servicios Distinguidos por su heroísmo durante una incursión en Laos con su sección de reconocimiento. Después de que lo ascendieron a capitán, el telegrama de Richter rezaba así: «RTSP: el rango tiene sus privilegios, al menos ahora nuestro muchacho está supervisando grupos de estudios sobre el terreno y no tendiendo emboscadas en la ruta de Ho Chi Minh».

Lo que más sorprendió a Alexander durante todos aquellos años fue que su vida seguía adelante. Sus tres hijos rubios crecían a ojos vistas, Tatiana y él compraban árboles de Navidad, se seguían construyendo casas y contrataba a nuevo personal. Johnny se marchó y se casó… dos veces. Amanda abandonó a Shannon y a sus tres hijos por un albañil temporero de Wyoming y desapareció más allá de las fronteras del estado. Los Barrington se fueron de vacaciones a Coconut Grove, y a Vail, Colorado, para que los niños pudieran ver una cosa llamada «nieve».

Salían con amigos, jugaban a las cartas, iban a bailar, nadaban… Celebraron sus bodas de plata en 1967 con una excursión de siete horas en mula a Phantom Ranch, junto al río Colorado, y lo celebraron con el amor de los años y la experiencia, y con los susurros de él y las lágrimas de ella.

Todas las noches, cuando Alexander volvía a casa, ésta olía a pan recién hecho y a la cena; Tania aparecía vestida elegantemente y sonriendo, y se acercaba a la puerta para recibirlo, para besarlo, con su pelo sagrado cayéndole en cascada sobre los hombros, y él decía: «¡Tania, ya estoy en casa!», y ella se echaba a reír, igual que cuando tenía diecisiete años y vivía en Leningrado, en Quinto Soviet. Ella cuidaba de él, de sus hijos, de su casa, de su vida, igual que había hecho en Coconut Grove, igual que había hecho en Bethel Island.

Ellos vivían… mientras su primogénito estaba en los barrizales de las montañas de Dakto. Vivían mientras él estaba en Camboya y en Khammouan, y obligaba al Vietcong a salir de Khe Sanh. Vivían mientras él combatía a orillas del río en Hué. Vivían y se sentían culpables, y luego enviaban paquetes de ayuda, ropa y alimentos y se sentían mejor, y tenían noticias de él y se sentían mejor aún. Durante esos años, Anthony nunca regresó a su país, ni una sola vez, pero sí llamaba el día de Navidad y hablaba con su madre, y luego, al final, decía en voz baja: «Saluda a papá de mi parte», y papá estaba escuchando por el teléfono supletorio y decía en voz baja: «Estoy aquí, hijo». Y charlaban unos minutos.

—¿Cómo te va por ahí?

—Bien, muy bien. Un montón de prisas y luego largas horas de espera.

—Sí, a veces es así.

—Lo odio.

—Sí, yo también lo odiaba.

—Aquí no hay nada parecido al campo de batalla de Verdún ni a los tanques de Kursk, aquí estamos siempre en la selva. Y siempre esta maldita humedad… Debe de ser como para ti el puente de Santa Cruz, en Swietokrzyskie.

—En Swietokrzyskie hacía un frío de muerte —dice Alexander—. Bueno, vigila tu espalda, no bajes nunca la guardia.

—Lo haré, papá. Lo haré.

Gordon Pasha tenía casi once años; Harry, nueve, y Janie casi seis. Tatiana tenía cuarenta y cinco años y Alexander, cincuenta.

La noche del domingo 20 de julio de 1969, todos se sentaron con los ojos clavados en el televisor. Tatiana pensaba en lo mucho que le habría gustado que su hijo Anthony estuviese allí, con ellos, y Pasha, como si acabara de leerle el pensamiento, dijo:

—A Anthony le encantaría esto.

Y Tatiana le preguntó a Alexander:

—¿Qué hora es ahora en Kontum?

—En Kontum es ya mañana —le contestó Alexander, al tiempo que Neil Armstrong daba un pequeño paso para el hombre y un gran salto para la humanidad, y ponía el pie en la Luna.

Y entonces, sonó el teléfono.

Tatiana y Alexander desviaron la mirada del televisor para mirarse mutuamente. La expresión de sus ojos era sombría; no podía ser alguien que viviese en Estados Unidos, porque todos los estadounidenses estaban pendientes de Neil Armstrong. Tatiana no podía ir a contestar la llamada, de modo que fue Alexander.

Cuando regresó, estaba muy pálido. ¿Qué recordarían sus hijos del 20 de julio de 1969?

Tatiana se levantó con dificultad del sofá y acudió al lado de Alexander, de pie junto al arco de entrada al salón. Abrió la boca para hablar pero no acertaba a pronunciar palabra. «¿Qué? —Quería decir—. ¿Qué es lo que pasa?».

—Anthony ha desaparecido —articuló Alexander en un tono inaudible.

Tatiana tuvo que taparse la cara para que no la vieran sus otros hijos, para que no la viera Alexander, sobre todo. No quería que él la viera así, pues sabía que su absoluta fragilidad asustaría a su marido. Si ella se venía abajo, sin duda él también se desmoronaría, como las chozas de las aldeas que bombardeaba durante la guerra. Pero ¿cómo va a ocultarle que la reina de picas de Pushkin, la que obra con mala voluntad, ha entrado en su casa? Está cegada por los cuervos, tiene sus picos puntiagudos clavados en los ojos. Iba a pedirle que no la tocara, pero él, siempre fiel a sí mismo, no se acercó a ella.

Pasó un terrible cuarto de hora a solas en el dormitorio, puede que veinte minutos, y luego salió abriendo la puerta de golpe.

—¿Qué quieres decir con eso de desaparecido? —dijo Tatiana cuando encontró a Alexander fuera—. ¿Desaparecido dónde?

Alexander, menos capaz que ella de abrir puertas de golpe, se sentó en silencio en la terraza para ver a sus hijos dando saltos en la piscina iluminada. Tenía a Janie delante, y la estaba ayudando a ponerse las gafas de buceo y las aletas. Tatiana se quedó en silencio hasta que él hubo acabado de ayudar a la niña. A nadie le interesaba ya el hombre en la Luna.

Cuando Jane se fue andando con sus aletas para zambullirse en el agua, Alexander se volvió hacia Tatiana.

Tras el éxito de su misión de reconocimiento a principios de ese mismo mes, habían dado a Anthony un permiso de siete días. Se suponía que debía regresar al servicio de nuevo el 18 de julio, pero no lo había hecho.

—A lo mejor se le ha olvidado qué día tenía que volver a presentarse —sugirió Tatiana.

—Sí, a lo mejor.

—¿Lo están buscando?

—Pues claro que lo están buscando, Tatiana.

—¿Cuántos días han pasado?

—Tres.

Con él habían desaparecido todas sus armas y su pase de prensa especial del MACV-SOG, que le permitía transitar sin restricciones por todas las carreteras y ciudades survietnamitas. Lo único que tenía que hacer era enseñar el pase y podía subirse a cualquier avión, a cualquier camión, a cualquier transporte, y hacer que lo llevasen a donde quisiese. Pero no había enseñado el pase, no se había subido a ningún medio de transporte, no lo habían llevado a ninguna parte.

—¿Con quién se fue de permiso?

—Solo. En la hoja de registro consta que se dirigía a Pleiku.

Pleiku era una ciudad a cincuenta kilómetros de la base de Kontum. El teniente Dan Elkins, amigo de Anthony y jefe de reconocimiento, le había dicho a Richter que lo único que le había llamado la atención, posteriormente, era que Anthony hubiese querido irse de permiso solo. Lo había hecho bastante a menudo durante todo el año anterior. Normalmente, Dan y Ant, amigos desde 1966, viajaban juntos para divertirse y se iban al sur, a Vung Tau, de bares, a los clubes de oficiales, a relajarse un poco.

La otra cosa rara, al pensarlo retrospectivamente, era que Anthony no se había enrolado para un nuevo período de servicio. Su año de servicio terminaba en agosto, y todavía no había dicho si iba a renovar su permanencia en el servicio activo. Como si tal vez no fuese a hacerlo.

Tatiana y Alexander permanecían en silencio, con la mirada fija en los chapoteos de sus hijos.

—¿Y qué piensa Richter?

—No lo sé. Yo no soy Richter, ¿no?

—¡Alexander!

—¿Por qué me gritas?

Señaló a los niños y ella bajó la voz.

—¿Por qué estás tan nervioso conmigo? ¿Qué cree Richter que le ha sucedido?

—¡No lo sé!

—¿Por qué me gritas? —Tatiana tomó aire—. ¿Lo han incluido en las listas de desaparecidos en combate?

Alexander se quedó inmóvil y finalmente negó con la cabeza.

—No estaba en combate.

Se quedaron mirando el uno al otro.

—¿Dónde está? —le preguntó Alexander a Tatiana con voz débil—. ¿No tienes tú las respuestas a todas las cosas?

Ella abrió las manos.

—Cariño, vamos a esperar a ver qué pasa. A lo mejor…

—Sí —dijo Alexander, levantándose bruscamente—. A lo mejor.

Ninguno de los dos podía seguir hablando de ello. Dieron gracias a Dios por los tres cachorros que se remojaban en la piscina, dieron gracias a Dios por las necesidades inaplazables e inmediatas de éstos.

Sin embargo, por la noche, cuando los niños ya estaban dormidos, se pusieron a examinar las cartas de Anthony. Se sentaron en el suelo del dormitorio y leyeron y releyeron de forma obsesiva todas y cada una de ellas, tratando de encontrar alguna pista, aunque sólo fuera una sola palabra.

«La situación es mucho peor de lo que imaginábamos […] Los comunistas resisten con mucha fuerza […] Las medidas del Ejército de Estados Unidos no van a detener a los vietnamitas […] Mamá, sólo estoy recabando información de inteligencia, no te preocupes por mí […] La mayoría de los montañeses, los miembros del pueblo Yard a los que entrenamos, no hablan inglés […] Son buena gente, pero no hablan una sola palabra de mi idioma. Todos excepto uno, y siempre estoy con él por eso. Ha Si conoce mi idioma mejor que yo. A papá le caería muy bien, es un guerrero de raza […] Unas tormentas devastadoras […] Lluvias torrenciales […] Un calor húmedo insoportable […] La soledad de la selva […] A veces sueño con lupino en el desierto. Debo estar equivocado, porque nunca lo he visto en Arizona. ¿Dónde estábamos, mamá, para que yo pueda haber visto campos de lupino púrpura?».

Anthony preguntaba por sus hermanos y su hermana y hablaba un poco de sus amigos, de Dan Elkins y Charlie Mercer, y de Tom Richter decía que era un comandante excelente. No hablaba de chicas. Nunca mencionaba a las chicas, ni en sus cartas de Vietnam ni en sus conversaciones telefónicas cuando llamaba desde West Point. No había llevado ninguna a casa desde el baile de graduación del instituto. Tampoco hablaba de sus heridas. No hablaba de las batallas ni de los hombres a los que había perdido o salvado. Esas cosas las sabían por Richter y por las copias de las menciones especiales de Anthony.

Nada de lo que aparecía en las cartas de su hijo llamaba la atención de una entumecida Tatiana.

—Aparecerá de un momento a otro —le dijo a Alexander con frialdad—. Ya lo verás.

Alexander no dijo nada y siguió sujetando las cartas en las manos, con aire sombrío, mudo, pálido. Tatiana lo atrajo hacia sí en el suelo y se sentaron con las cartas de Anthony entre ambos. Le sujetó la cabeza y le susurró:

—Chsss… Tranquilo. Todo saldrá bien. Seguro que hay una explicación muy sencilla.

Estaba tan desolado en sus brazos que Tatiana no dijo nada más para animarlo.

Esperaron a tener noticias. Pasó un día, y luego otro. Los hombres de Richter peinaron los bosques, los senderos y los arrozales que había entre Pleiku y Kontum, registraron las chozas, los ríos, los barrizales en busca de algún rastro de Anthony, o de sus armas, o de su documentación. «Tiene que haber pisado una mina —le dijo Richter a Alexander al fin, en tono resignado—. Deben de haberle tendido una trampa. Le habrán tendido una emboscada. El camino entre Pleiku y Kontum era relativamente seguro y estaba lleno de soldados norteamericanos que lo transitaban, pero a lo mejor se desvió por alguna razón y tal vez…».

Pero sin un resto ni una sola prueba, el mando no podía declarar nada oficialmente.

Tatiana no dejaba de rezar porque no encontrasen ningún «resto» de él.

—No está desaparecido en combate —le dijo a Alexander cuando hubieron pasado otros tres días—. Entonces, ¿cómo lo llaman?

Lo había seguido a su cobertizo y en ese momento estaba a su lado, mirándolo fijamente.

—De ninguna manera. Sólo desaparecido. —Él no levantó la vista de su mesa de trabajo.

—¿Desaparecido? ¿Existe la designación de desaparecido, sin más?

—Sí.

—¿Cuál es el nombre oficial de esa designación? —Hubo una larga pausa.

—Ausente sin permiso.

Tatiana salió del cobertizo tambaleándose y dejó de hacerle preguntas. Los tres días se convirtieron en una semana, y la semana se convirtió en dos semanas.

Tatiana empezó a volver paso a paso sobre las baldosas que componían el camino de su existencia, a examinar cada recuerdo, lamentando alguno, exaltando otros, como si por el hecho de revisar las losas de la memoria pudiese encontrar aquellas que se habían roto y quizá repararlas, o tirarlas y destruirlas por completo, hacer cualquier cosa para que el 20 de julio de 1969 Tom Richter no los hubiese llamado desde Vietnam. Tal vez si hubiese muerto durante el asedio… Si hubiese muerto en el lago Ladoga, en el Volga, de tuberculosis, de su pulmón destrozado… Tal vez si no se hubiese creído las malditas mentiras de Alexander: «Vete, Tatiana. Estoy muerto, Tatiana. Déjame aquí muerto y vete. Ah, y acuérdate de Orbeli». Tal vez si se hubiese quedado en Estocolmo, cuando estaba embarazada de siete meses… ahora sería ciudadana sueca. Anthony sería ciudadano sueco. No había guerra de Vietnam para los suecos. Sabía que no debía pensar así, con aquel nudo en el estómago y el corazón. Tal vez si, tal vez si…

Mientras Tatiana estaba ocupada con los nudos que sentía en el estómago, Alexander se encontraba al teléfono. Hablaba con el comandante en Yuma, con el comandante de Fort Huachuca, con el director de la DIA. Hablaba con el director de la jefatura conjunta del alto mando, hablaba con el presidente de la Escuela Militar de Defensa. Hablaba con Tom Richter casi todos los días. Richter, que dirigía el Control Central de Mando del MACV-SOG en Kontum entrevistó a trescientas personas que conocían a Anthony, que lo habían visto allí, aquí, en todas partes. Tenía a cuatro equipos de reconocimiento buscando a Anthony desde Vang Tau hasta Khe Sanh. Nadie lo había visto.

Parte de la dificultad consistía en que los soldados del SOG participaban en misiones secretas sin ningún tipo de identificación, sin barras ni estrellas, sin uniformes de ninguna clase, y luchaban y caían en el completo anonimato. Sin embargo, Anthony no participaba en ninguna misión secreta en el momento de su desaparición, sino que estaba de permiso oficial. Y ahora, estaba ausente sin permiso.

Alexander se encontraba sentado en el suelo del salón con Janie en el regazo, Harry a un lado y Pasha al otro. Tatiana estaba recostada de lado en el sofá de detrás, acariciando levemente con la mano la parte posterior de la cabeza de Alexander mientras veían Misión: Imposible. Los niños se quedaron embobados mirando hasta el momento de la pausa publicitaria, cuando Janie se puso a hacer el pino, Pasha dobló una de las rodillas de Alexander encima de la otra y empezó a golpearla con un martillo metálico para comprobar el reflejo de la rótula de su padre y Harry se sentó a horcajadas sobre éste para pedirle que le fabricara un temporizador para una bomba de agua.

—¿Que fabrique un temporizador? —exclamó Alexander—. Querrás decir que te ayude a armar un temporizador, ¿no, Harry?

—No, papá, primero quiero fabricar yo las piezas y luego armarlo.

—Mira, papá. Sé hacer el pino. Me enseñó mamá. ¿Cómo lo hago?

—Papá, ¿sientes eso en la rodilla?

—Sí, Pasha, siento los golpes del martillo en la rodilla.

Alexander movió la cabeza hacia arriba y hacia abajo. Tatiana lo observó y luego se inclinó y le besó la frente.

—¿Por qué me besas en la frente? —dijo él—. ¿Acaso estamos en Deer Isle?

La pausa publicitaria había acabado… y entonces sonó el teléfono. En apenas dos segundos, Alexander se quitó de encima a los niños, se separó de los labios de Tatiana y acudió a toda prisa a la galería, junto al receptor, y se puso a hablar en voz baja, despacio, olvidándose de todo.

—No lo entiendo —le dijo Tatiana más tarde, esa misma noche—. ¿Por qué estás hablando con el director de Inteligencia Militar? ¿Cómo va a saber él algo de Anthony?

—Sólo estoy explorando todas las opciones, Tania.

Y Alexander le dio la espalda.

De modo que Tatiana también le dio la espalda, dio la espalda a la fortaleza que ambos se habían construido alrededor, la fortaleza rodeada por un amplio foso, con las puertas levadizas cerradas, donde nadie más que ellos podía entrar. Las cosas que los habían unido, las cosas que los habían mantenido unidos: nadie conocía esas historias, sólo ellos… y Anthony, el niño que había vivido con ellos en Deer Isle, que había tenido que quedarse huérfano un tiempo en Berlín, por ellos. Sus otros hijos, sus otros amigos… ninguno de ellos lo sabía. Nadie conocía esas historias, las historias que habían quedado sepultadas en los abismos del pasado.

Pasaron las semanas.

—Por favor… esperemos a ver qué pasa —insistía Tatiana una y otra vez, repitiendo esas palabras huecas a su marido, cada vez más desanimado y triste. Se paseaba a su alrededor cada noche enfebrecida, sin dejar nunca la mente quieta, ni cuando cocinaba, ni cuando les leía a los niños ni cuando se acostaba en la cama con él. Una parte de ella siempre se estaba moviendo, siempre en danza alrededor de su orgullo—. ¿Por qué no…? No sabemos nada. Vamos a esperar hasta que lo encuentren.

—¿Y dónde van a encontrarlo? —Alexander estaba sentado fuera, en su silla, fumando. No paseaba arriba y abajo.

—Vamos a esperar, ¿de acuerdo? —dijo ella, paseándose arriba y abajo delante de él.

—¿Estás diciendo que esperemos a ver si encuentran alguna parte de su cuerpo? ¿A ver si ha pisado una mina, o si lo alcanzó un RPG-7? —Alexander hablaba en un tono de voz muy alto—. ¿O si lo sorprendió una explosión cuando estaba volviendo a Kontum? ¡Bueno, pues yo no pienso quedarme esperando a ver eso! ¿Es eso lo que esperas tú?

—Déjalo ya —susurró Tatiana. Le temblaba la voz—. Sólo te pido que tengas un poco de fe, soldado. Un poco de fe, eso es todo. —Hablaba retorciéndose las manos. Alexander se calló.

—¿Cómo voy a tener fe —preguntó, al fin, en un susurro—, cuando parece haber tan pocos motivos para tenerla?

Tatiana se habría echado a llorar de no haberlo visto a él tan necesitado de su consuelo. Aquello era lo único que le impedía desmoronarse sobre el suelo de mármol travertino, quedar reducida a cenizas allí mismo.

—A lo mejor tienen razón, a lo mejor se ha ido, está ausente sin permiso…

—Sí, esperemos eso. A lo mejor está ausente sin permiso —dijo Alexander—. A lo mejor es un drogadicto. ¡A lo mejor el opio que es para él su chica se ha apoderado de su mente y ahora está en los Urales con ella!

—¡Preferiría que estuviera ausente sin permiso que muerto!

—Si está ausente sin permiso, le harán un consejo de guerra —dijo Alexander—. Después de treinta días, hay pocas diferencias entre estar ausente sin permiso y la deserción. ¿De verdad quieres que hagan a Anthony un consejo de guerra por deserción en pleno conflicto bélico? No duraría vivo mucho tiempo, Tania.

Y entonces Tatiana dio rienda suelta a sus lágrimas. Ya no habría consuelo para Alexander, quien se levantó de golpe y se metió adentro. Tatiana se quedó a solas en el suelo de travertino.

Pasaron treinta días.

Su vida se detuvo. Contemplaban a Pasha, Harry y Janie reír y jugar, alegres porque eran niños y no podían evitarlo. Reían y sus padres los miraban con la sonrisa congelada en los labios, mientras los pequeños se divertían en la piscina y jugaban a pelearse y veían Misión: Imposible. Los niños hacían todo cuanto podían por levantar el ánimo a sus padres. Pasha no dejaba de hablarles sobre las cosas que había leído, y Janie siempre estaba ayudando a Tatiana a preparar pasteles, tartas de merengue y pastas de hojaldre, las favoritas de su padre. A Harry siempre le parecía que tenía que esforzarse más porque era el tercer hijo varón. («Puede que Anthony fuera el primero —le explicaba su inseparable hermanito Gordon Pasha, el rey de los filósofos, en lugar de los guerreros— pero yo fui el más deseado. Mamá y papá lo intentaron quince años antes de tenerme. Tú Harry, pequeñajo, tú llegaste por casualidad al cabo de siete meses. Tú tenías que haber sido Janie»). Así que Harry siempre se esforzaba mucho más. Hacía las cosas que pensaba que más agradarían a su adusto pero adorado padre. Con madera, piedra, bloques de hielo, ramas, cactus y metal, Harry no hacía más que tallar, labrar, modelar y fabricar armas de todas clases. Hacía pistolas de jabón, fabricaba cuchillos con palos y también tanques grises de papel maché. Tenía docenas de granadas de mano hechas de hielo, perfectas, guardadas en tres congeladores distintos. Una noche lo encontraron delante del vestidor de Alexander poniéndose el cinturón portamunición de éste lleno de granadas de hielo que no dejaban de chorrear agua por la moqueta.

Cuarenta días.

No podían dormir. Daban vueltas y más vueltas en la cama, y hacían el amor entrecortadamente, rezando por un momento de olvido que nunca llegaba.

—Tengo que saber qué es lo que piensas —dijo Tatiana al fin, después de horas interminables de insomnio una noche imposible—. No quiero saberlo, pero tengo que saberlo porque no puedes llevarlo tú solo. Mírate. Harry te ha hecho hoy una magnífica réplica de una mina Claymore, o al menos espero que fuera una réplica, y ni siquiera has podido darle las gracias. Dímelo y ya está, sácalo fuera. No me digas lo que piensa Richter ni lo que piensa Dan Elkins. Dime lo que piensas tú. Tú eres el único a quien yo escucho.

Tatiana se incorporó en la cama.

Alexander permanecía tumbado de espaldas, con los ojos cerrados.

—Deja de mirarme —dijo—. Estoy agotado.

—Shura, ¿de qué tienes tanto miedo? Dímelo. Mírame.

Sabía que no la miraría porque no quería que ella viera en su interior, al igual que Tatiana le había permitido que le diera la espalda porque ella tampoco quería ver en su interior.

Aquella noche también le dio la espalda, pero ella se encaramó a él para mirarlo de frente, se sentó encima de él y no dejó de provocarlo, de pincharlo y de tocarlo hasta que él no tuviera más remedio que salir de la cama para decírselo. Alexander hizo lo que hacía siempre cuando no podía hablarle sobre cosas imposibles: le hizo el amor.

Acababa de terminar cuando Tatiana dijo:

—Has llamado a todos los militares del servicio de inteligencia que conoces, ¿qué es lo que buscas?

—¡Por Dios Santo! ¡Déjalo ya! —Se puso los calzoncillos largos y salió afuera, al jardín. Ella se echó la bata por encima y lo siguió. Estaban a finales de agosto—. ¿No es obvio? —dijo, sin dejar de fumar y pasear por los estrechos senderos, a través de las flores del desierto.

—¡No!

—Estoy buscando a Ant, Tania.

—¿En el servicio de inteligencia?

Se plantó delante de él. Él alzó los ojos para mirarla.

—Ahora que ha pasado tanto tiempo —dijo un demacrado Alexander— y que sigue sin haber señales de él, creo… —Hizo una pausa—. Creo que puede que hayan hecho prisionero a Anthony.

¡Prisionero! Tatiana le escudriñó el rostro. ¿Por qué había dicho eso en un tono tan desconsolado? ¿Acaso no era mejor eso que la otra alternativa?

—Eso es lo que llevo buscando todo este tiempo —admitió—. Cualquier dato relacionado con información clasificada sobre él en un campo de prisioneros.

Se miraron fijamente, Tatiana con el gesto cada vez más sombrío a medida que iba asimilando la gravedad de lo que su marido le estaba diciendo. No podía tocarlo, sentía todo su miedo desde el otro lado del sendero.

—¿Por qué piensas esas cosas? —dijo, intentando parecer despreocupada—. ¿Es que no tenemos ya bastante? Siempre te digo lo mismo: que esperemos a ver qué pasa. —Le tocó la mano—. Anda, volvámonos a la cama.

—¿Después de martirizarme toda la noche no quieres oírlo? —exclamó Alexander, incrédulo. Tatiana lo soltó y no dijo nada—. Dime, si el ejército norvietnamita lo ha hecho prisionero, ¿crees que el KGB podría estar interesado en el paradero de un soldado estadounidense cuyo nombre es Anthony Alexander Barrington?

—Shura, ¿qué te he dicho? No me cuentes nada más. —Se llevó las manos al corazón.

—Si lo han capturado…

—Por favor, no hables más, te lo suplico…

Tatiana retrocedió unos pasos, pero él fue tras ella y la asió de los brazos, con la mirada llameante.

—En Rumanía —dijo Alexander— cogieron a un hombre de sesenta y ocho años y lo llevaron a Kolima. Lo condenaron a diez años. El hombre había escapado de un colectivo de Kazajstán en 1934. ¡En 1934, Tania! Y era un hombre cualquiera, inofensivo, un hombre que se había subido a un tren y no se había bajado de él.

—¡Por favor, cállate!

Pero Alexander no quería callarse.

—¿Tú qué crees, que los del KGB han cerrado mi abultadísimo expediente o que sigue abierto?

—Lo que piensas es absurdo —dijo Tatiana sin aliento—. Ellos no…

—Anthony realizó tres períodos de servicio en Vietnam sin incidentes y desapareció un mes antes de terminar el cuarto. ¿No crees que se le ha acabado la racha de suerte? ¿No crees que la reina de picas de Pushkin obra con mala voluntad?

—No —contestó ella en un susurro, temblando.

—¿De verdad? ¿Te acuerdas de Dennis Burck, del Departamento de Estado? Él lo sabía todo acerca de mí, de ti, de mis padres… ¡absolutamente todo! Si los norvietnamitas capturaron a Ant, ¿cuántas semanas crees que tardaría un lacayo detrás de un escritorio en relacionar mi expediente en el KGB con su nombre? Nuestro viejo amigo el ciudadano francés Germanovski consiguió pasar once controles de carretera en Bélgica antes de que lo detuviesen. Eso es lo que tardaron en encontrar su nombre en sus archivos. ¿Cuántos controles de carretera más crees que tardarán en descubrir a Anthony Alexander Barrington?

Alexander la soltó, se alejó de ella y luego se puso a mirarse las manos, como esperando encontrar en ellas respuestas distintas a sus preguntas.

Tatiana también se alejó apresuradamente.

—Te preocupas sin necesidad. —Hablaba con un hilo de voz—. Hay millones de soldados y aquello es un caos.

—No como en Bélgica después de una guerra mundial, claro —dijo él.

—Millones de soldados vietnamitas. No buscan soldados norteamericanos que fueron soldados del Ejército Rojo. Además, Anthony tiene veintiséis años y, evidentemente, él no es tú. Estamos en 1969; aunque lo hubiesen… capturado, nadie lo relacionaría con nada. Es mejor que lo hayan hecho prisionero pero que esté vivo, Shura, créeme —dijo Tatiana, apartándose otro paso de él, y luego uno más—. Yo sí sé algo de eso.

—Y yo también —repuso Alexander, apartándose de ella con las heridas y los tatuajes de sus torturas en los campos alemanes y en los campos soviéticos—. Yo también sé algo de eso.

Los días seguían pasando. El rencor se hizo dueño incluso de su cocina blanca e inmaculada, donde no se había pronunciado ni una sola palabra desagradable en once años. En esos momentos estaban sentados en extremos opuestos del bloque de granito negro, sin tocarse, sin hablar. Era de noche y los pequeños, como seguían llamando a sus hijos ya creciditos, estaban durmiendo. Tatiana acababa de preparar la masa para el pan del desayuno del día siguiente. Alexander acababa de cerrarlo todo antes de acostarse. Fingían tomar el té tranquilamente.

—No sé qué es lo que quieres que haga —dijo Alexander al fin—. Dime dónde está e iré a buscarlo.

—Yo no sé dónde está, no soy adivina. Además, ¿de qué estás hablando? No quiero que vayas a ninguna parte. Era antes, ¡antes!, cuando quería que le dijeses que no se fuera.

—Y le dije que no se fuera.

—Tendrías que habérselo impedido.

—¡Es un teniente en el servicio activo! ¿Debería haber llamado a Richter y decirle que papá iba a prohibir a su hijo de veintidós años que fuese a la guerra?

—Deja de burlarte de mí.

—No me burlo de ti, pero de verdad, ¿qué crees que debería haber hecho?

—Más. Menos. Otra cosa.

—¿Y por qué no se me ocurriría?

—¡Ojalá hubiésemos hecho algo antes! —exclamó Tatiana—. Nos lo tomamos con despreocupación, sin darle importancia.

—¿Quién se lo tomó con despreocupación? —repuso Alexander—. ¿Tú? —Negó con la cabeza—. ¿Yo? No. Yo no quería esto para él, y él lo sabía. Podría haber ido a cualquier parte. —Se le quebró la voz—. Podría haber sido lo que él hubiese querido. Fue él quien quiso esto para sí.

—¿Y por qué crees que lo quiso? —le replicó Tatiana en tono mordaz.

Alexander golpeó la superficie de la mesa con las palmas de las manos.

—¿Y qué querías que hiciera al respecto?

—Deberías haberlo convencido para que no se fuese —dijo—. Al final, te habría hecho caso.

—¡A mí nunca me habría hecho caso! Habría hecho justo lo contrario de cualquier cosa que yo le hubiese aconsejado. Por eso intenté mantener la boca cerrada…

—Pues no deberías haberlo intentado con tanto empeño. Ya sabías lo que estaba en juego.

—Tania, ¡este país está en guerra! Y no sólo estamos en guerra, sino que además estamos en guerra para impedir que Vietnam siga el mismo camino que la Unión Soviética, que China, que Corea, que Cuba. ¿Quién sabe mejor que tú y que yo lo que eso significa? ¿Cómo podría habérselo impedido yo?

—Sí, claro, nosotros lo sabemos todo —se burló Tatiana—. Qué listos somos. Y míranos ahora. Deberíamos haber visto esto también, el futuro. Deberíamos haberlo visto.

—¿E impedirlo?

—¡Sí! —gritó—. ¡Sabías a lo que se arriesgaba! ¡Lo sabías!

—Vamos, estás siendo… muy poco razonable —dijo Alexander—. Y ésa es la palabra más agradable que me viene a la cabeza. Tatiana lo miraba con perplejidad.

—No creo que esté siendo poco razonable en absoluto. Tendrías que habérselo impedido.

—¿Cómo? —gritó él.

—A lo mejor si no hubieses vuelto de Berlín con tu uniforme verde militar no se habría quedado tan prendado de él. A lo mejor si hubieses dejado de ponerte la ropa del ejército a la menor ocasión… ¡pero no! ¡A lo mejor si hubieses dejado de darle tu gorra de oficial en Deer Isle, como yo te pedía!

—Bueno, pues entonces a lo mejor tú deberías haber dejado de decirle a la menor ocasión que yo había sido soldado… ¡pero no! —exclamó Alexander—. A lo mejor deberías haberle enseñado menos mis heridas. ¡No era yo el que le enseñaba mi estúpida medalla de héroe de la Unión Soviética cada dos por tres!

—Ah, ¿y qué me dices de enseñarle a cargar un arma con cinco años? —le espetó Tatiana de inmediato—. ¿Y enseñarle a disparar cuando tenía doce? ¿Qué? ¿Acaso crees que no olía el azufre o el nitrato de potasio en tu ropa cuando volvías a casa del trabajo? Cuando le enseñas a tu hijo de doce años a disparar, cuando te llevas a tu hijo de dieciséis años a Yuma a probar lanzamisiles contigo, ¿qué crees que va a hacer con su vida?

—No lo sé, Tania —dijo Alexander restregándose la cara, cerrando los ojos—. ¿Quieres decir que a lo mejor, si tú y yo hubiésemos sido personas completamente distintas, esto no estaría sucediendo?

—Qué ingenioso eres… Bueno, pues míralo ahora, con su uniforme blanco, sus Corazones Púrpura, sus Estrellas de Bronce, sus Estrellas de Plata, con todas sus minas Claymore y sus rifles M-16, y desaparecido. ¿De qué le sirven ahora todas esas medallas, y tu gorra y tu rifle? —gritó Tatiana—. ¡Ha desaparecido!

—¡Ya sé que ha desaparecido!

—¿Dónde está? Llevas veinte años en el servicio de inteligencia, ¿es que no te han servido de nada?

—Sé muy bien las armas que están fabricando los soviéticos, pero no, no me envían informes con la localización de Anthony.

—Muy bonito, Alexander, te lo agradezco —dijo Tatiana, cruzándose de brazos—. Pese a tu sarcasmo, sigues sin saber nada. Deberíamos haber sido más sabios, más listos. Haber tomado mejores decisiones.

—¡Santa madre de Dios! —Alexander se metió los dedos en el pelo—. ¿Es que vamos a analizar todas nuestras decisiones? ¿Y cuánto tiempo atrás nos vamos a remontar? ¿A cada minúscula decisión que hayamos tomado a lo largo de los años? ¿A todo lo que pueda haber contribuido a que Anthony pensase como pensaba cuando decidió ir a West Point de entre seis universidades? ¿Cuando decidió prorrogar su período de servicio por cuarto año consecutivo? ¿De verdad quieres hacer eso?

—No se ha convertido en lo que es por nada —dijo Tatiana—. Y como tú bien sabes, esas decisiones nunca son tan minúsculas. —Le lanzó una mirada muy elocuente—. Y sí, todas lo afectaron.

—¡Sí! —gritó Alexander—. Empezando por la primera.

Se quedaron callados. Tatiana contuvo el aliento y Alexander hizo lo propio.

—No me refiero a la decisión de tenerlo —dijo, sin ni siquiera tratar de bajar la voz—. Él no empezó con él, él empezó con nosotros. Y lo creas o no, lo nuestro empezó antes del momento en que te arrastraste por la nieve y sangraste en un camión de Finlandia a Suecia con él en tu vientre.

—Sí —le espetó ella—. La verdad es que lo nuestro empezó antes de eso, ¿verdad? Pero ¿cuánto tiempo atrás tienes que remontarte para cambiar tu propio destino, Alexander Belov?

—Todo el tiempo, Tatiana Metanova —dijo Alexander, y dio un golpe con los puños en el granito y tiró al suelo las tazas de porcelana antes de salir como un torbellino de furia de la cocina—. Todo el tiempo, hasta el momento en que crucé aquella maldita calle.

No había nada que decir después de eso. Sencillamente, no había nada que decir. Anthony no estaba. Alexander sí había cruzado aquella maldita calle, y ahora su hijo había desaparecido y no se podía hacer nada más que correr a responder al teléfono, jugar con los tres niños pequeños, trabajar, ir a Yuma. Mirarse el uno al otro. Acostarse en la cama junto al otro, dándose la espalda, mirando la pared, tratando de encontrar allí las respuestas, o vientre contra vientre, tratando de encontrar también allí las respuestas.

Caminaban con los dientes siempre apretados y daban portazos en las narices de su vida. Las semanas se convirtieron en meses, y al igual que los días, la larga línea gris se hacía más larga y más gris con cada día que pasaba.

Cada jornada era como otro latigazo en la espalda de Alexander, como volver a agachar la cabeza para una Tatiana que cuidaba de sus hijos, de la casa y dirigía la sección de la Cruz Roja de Phoenix, sin apenas dirigir la mirada a Alexander. El desierto de Sonora con la mirada baja, con el miedo en las entrañas, con cada pensamiento un nuevo golpe de martillo en el corazón, cada recuerdo una nueva hoz en la espalda, hasta que ya apenas quedó nada bajo el tejido cicatricial, ni Alexander ni Tatiana.

Sólo el niño metiéndose en su cama a las tres de la mañana, atormentado por las pesadillas en las que su madre lo abandonaba para ir en busca de su padre, sabiendo que tal vez no regresaría jamás, y en sus pesadillas nunca regresaba.

Sólo la madre del niño, una muchacha de dieciséis años con su familia en la pequeña habitación de Quinto Soviet, con los pies en la pared, la mañana en que estalló la guerra para la Rusia soviética, el 22 de junio de 1941, escuchando la voz de su abuelo, de su amado deda, diciéndole: «Tanechka, ¿en qué estás pensando? Tania, la vida que conoces se acabó. Escucha lo que digo. A partir de hoy, nada será como habías imaginado».

Cuánta razón tenía… Y luego, dos horas más tarde, Tatiana estaba sentada en un banco comiendo helado, con su vestido blanco y sus sandalias rojas, el pelo alborotado cayéndole en la cara.

Leningrado sigue instalado aún con ellos, lo ven por todas partes. La desaparición de Anthony es la lucha continua y eterna de ambos contra su propio destino.

Su niño adorado, con el cuerpecillo moreno de Coconut Grove, caminando por la línea, detrás de su madre, separando las manos, riéndose, tratando de mantener el equilibrio, imitándola a ella. Se columpia arriba y abajo como un mono, en las barras, como ella. Sentado en los hombros de su padre, dándole golpecitos en la cabeza esquilada y llena de cicatrices, diciéndole «¡Más rápido!», y Alexander, que nada sabe de bebés, ni de niños, ni de chicos, corre más rápido, tratando de olvidar que es el hijo de Harold Barrington mientras intenta convertirse en el padre de Anthony Barrington.

Y Harold Barrington diciéndole a un joven Alexander: «Si nos trasladamos a la Unión Soviética es para que llegues a ser el hombre que debes ser».

Y así lo hizo.

Y Alexander Barrington diciéndole a un joven Anthony: «Tú y sólo tú decidirás la clase de hombre que quieres ser».

Y así lo hizo.

Los pecados, las cicatrices, los deseos, los anhelos, los sueños de los padres… todo eso depositado en ese niño pequeño de Bethel Island que aprende a pescar, sentándose pacientemente a esperar el esturión prehistórico que no aparece. Y ese niño ahora ya no está. Ha desaparecido.

«Dios mío… —pensaba Tatiana—. Por esto es por lo que tuvieron que pasar mi madre y mi padre cuando Pasha desapareció. ¡Qué poco entendía yo el mundo entonces!».

Tatiana y Alexander se perdieron por el camino. Cuando Anthony desapareció, todos desaparecieron, todos se perdieron en los bosques de las atroces posibilidades de lo que podía haberle ocurrido.

Una noche, Alexander volvió a casa tarde del trabajo y se encontró a Tatiana tumbada en posición fetal en el dormitorio, encima de la cama, mientras los pequeños jugaban solos en el cuarto de juegos.

—Vamos, Tania —le dijo en voz baja, dándole la mano—. Todavía tenemos otros tres hijos. Ellos tampoco saben cómo encontrar el camino. Tienes que ayudarlos. Sin ti, no tienen nada.

—No dejo de esperar a la siguiente fase —susurró Tatiana, tratando de levantarse con dificultad—. ¿Qué será? ¿Cuándo llegará?

—No lo desees tanto, amor mío —dijo Alexander—. No tardará en llegar.

Llegó con una visita de Vikki.

Mucha gente llamó para expresar su solidaridad, su apoyo. Mucha gente llamó para darles consejo, consuelo. Francesca preparó la cena para Alexander y los niños durante semanas enteras. Shannon, Phil, Skip y Linda, todos ellos se encargaron del negocio de Alexander. Después de que Amanda lo abandonó, Shannon creyó que nunca reharía su vida, pero no tardó en conocer a una mujer llamada Sheila, también con dos hijos, a quien había abandonado su marido. Se fue a vivir con él, juntaron ambas familias y recibieron los parabienes y la entusiasta aprobación de Tatiana, para quien Sheila era casi como Francesca, así que ahora Sheila ayudaba a Tatiana a recoger a los niños de la escuela y los llevaba a las clases extraescolares de danza, o a baloncesto, o se los llevaba a su casa a jugar. Todo el mundo se mostraba muy solícito con ellos, todos los ayudaban.

Vikki no hizo nada de eso.

Ordo Amoris

Vikki llevaba varios meses sin dar señales de vida, pues había estado viajando por Europa. Había despegado del aeropuerto Leonardo da Vinci de Roma y aterrizado en el Sky Harbor de Phoenix vía el JFK de Nueva York. Vikki alquiló un coche, se dirigió hacia el norte en Pima y giró a la derecha en Jomax. Pasó como una exhalación por las puertas pintadas de oro, atravesó el enorme patio cuadrado de piedra lleno de senderos, árboles y fuentes, se desplomó en una silla de la cocina blanca, dejó caer los brazos, dejó caer la cabeza y se echó a llorar a lágrima viva.

Alexander, enfundado aún en su traje pues acababa de llegar a casa del trabajo, y Tatiana, ataviada con un moderno vestido de seda a cuadros muy corto (la moda al fin le había dado la razón con su melena larga y limpia), se quedaron observando el llanto inexplicable de Vikki, mirándola primero a ella y luego mirándose el uno al otro con tanta aprensión que Tatiana fue incapaz de acudir al lado de su mejor amiga para abrazarla. Fue Alexander quien dio una palmadita a Vikki en la espalda, le sirvió una taza de café y un cigarrillo, y permaneció a su lado hasta que el episodio de llanto ensordecedor fue remitiendo hasta cesar por completo. Vikki se tranquilizó lo bastante para hablar. Dijo que había llamado a Tom para desearle feliz cumpleaños y se había enterado entonces. Con una voz estridente, una y otra vez, no dejó de repetir que su marido ayudaría a Anthony, que encontraría a Anthony…

—Tom lo está intentando, Vikki —dijo Alexander con calma—. Hace todo lo que puede.

—Tom pertenece al servicio secreto, Alexander, él lo sabe todo.

—Bueno, esto no lo sabe.

—Tienen a muchos hombres rastreando esa selva. Si hay alguien que pueda encontrar a Anthony, ése es Tom.

—Supongo. Él y sus hombres llevan buscándolo cuatro meses. ¡Cuatro meses!

Era la hora de la cena. Los niños entraron como un vendaval y se abalanzaron encima de la tía Vikki, que se tranquilizó y hasta sonrió. Tatiana les dio de cenar a todos y Alexander sirvió vino a espuertas. Cuando los niños se fueron a dormir, los adultos se quedaron discutiendo las posibilidades.

Un hecho seguía siendo irrefutable: cuando desapareció, Anthony no estaba de servicio; estaba de permiso. Y a menos que se tratase de alguna trampa o hubiese decidido ausentarse sin permiso, los hombres no desaparecían así como así estando de permiso en una ciudad segura, llena de soldados estadounidenses, a cincuenta kilómetros de distancia siguiendo una carretera recta.

Parecía que Vikki tenía algo que decir al respecto. De hecho, parecía tener algo que decir con respecto a muchas cosas, pero sin mirar a Tatiana, no dijo nada, y ellos, sin mirarla a ella, no le preguntaron nada.

No hablaron entre ellos mientras se preparaban para meterse en la cama. Tatiana se puso a leer y Alexander salió a fumar al jardín el último cigarrillo de la noche. Una vez en la cama, siguieron en silencio. Con la boca prieta, Tatiana le decía a Alexander más cosas de las que éste quería saber. Él se deslizó hacia ella y le dio un golpecito con la cabeza en el brazo.

—Chsss. Estoy intentando leer.

Se inclinó hacia él y le besó el pelo. Pero no lo miró. Alexander se frotó la barbilla con aire pensativo, sin apartarse de su lado. La reacción de Vikki ante la desaparición de Anthony no había sido como la reacción de Francesca, y ésta se había pasado quince años dando de comer a Anthony y llevándolo en coche a todas partes y vigilándolo mientras jugaba con Sergio… que también se había alistado para combatir en el sudeste asiático, hasta que descubrió que tenía un linfoma y no pudo ir (ya estaba en fase de remisión y, lo que era aún más importante, en su casa).

Alexander dio un nuevo golpecito con la cabeza contra el brazo de Tatiana.

—Estoy… intentando… leer.

Alexander bajó la sábana que la cubría, le cogió el pezón entre los dedos y acurrucó la cara entre sus pechos. Tatiana dejó su libro.

Después de hacerle el amor, después del último «Oh, Shura…», después de apagar las luces, Tatiana dijo en voz queda, con la parte baja y hueca de la garganta:

—Es porque Vikki no tiene hijos propios. Por eso está tan afectada. Piensa en cuánto tiempo atrás se remonta la relación entre ella y Anthony. Lo ha conocido toda su vida, desde el momento en que nació, en Ellis.

—Lo sé —dijo Alexander, acariciándole la espalda.

No podía mantener aquella conversación con Tania. No sabía si podía mantenerla con Vikki.

Alexander esperó hasta estar seguro de que Tatiana dormía; ella seguía durmiendo siempre acurrucada en su brazo, ya fuese de cara a él, como vestigio de su tienda de Luga de hacía tantos años, o de espaldas, como vestigio de sus camas gemelas en Deer Isle, hacía tantos años. Se desprendió de ella con sigilo, se puso los calzoncillos largos y salió afuera.

Alexander encontró a Vikki en el patio cubierto de la parte de atrás, fumando. Vikki Sabatella Richter, de casi cuarenta y siete años de edad, seguía siendo lo que siempre había sido: una mujer muy atractiva, espectacular. Morena, bronceada, delgada, con el pelo largo, el cuello esbelto y largos brazos, las piernas también largas, esbeltas y bien proporcionadas, que esa noche estaban cruzadas y desnudas. Tenía los tobillos afilados y las uñas de los pies pintadas de rojo al igual que las de las manos. Llevaba montones de maquillaje, montones de joyas, olía a perfume caro y a óperas y a noches fuera hasta altas horas de la madrugada. Era la amiga de ojos y pelo oscuros, busto generoso y sensacional que resultaba demasiado atractiva para ser amiga de la mayoría de las mujeres. La mayoría de las mujeres siempre quedaban bajo la alargada sombra de Vikki.

Alexander la conocía desde hacía casi un cuarto de siglo. Eran viejos amigos, pero en ese momento, por primera vez, Alexander la miró como nunca antes la había mirado, la miró como un hombre mira a una mujer. Y esa mujer estaba sentada en el porche de su casa, sumida y hundida en su copa y en su cigarrillo, y llevaba el pelo despeinado y el maquillaje de los ojos corrido. Para el hombre que había en él, aquella mujer deslumbrante parecía estar rompiéndose por dentro, con el corazón hecho pedazos.

—Qué bien se está aquí, Alexander… —dijo con su voz cargada de humo. Incluso su tristeza estaba impregnada de alcohol y de demasiados cigarrillos nocturnos—. Este sitio siempre me ha encantado. La verdad es que es mágico.

—Sí, se está muy bien.

Alexander se encendió su propio cigarrillo nocturno. Siguieron fumando y escuchando el fragor del viento. Siempre había luces encendidas en el valle, titilantes, como si todas las noches fuese Navidad.

Se respiraba una inmensa paz en aquella casa grande, en el desierto pardo y azulado, en el silencio de las montañas místicas.

—¿Estás preocupado? —preguntó Vikki—. ¿No puedes dormir? No me extraña. Tengo algo que puede ayudarte, si quieres. Yo tampoco puedo dormir cuando estoy muy nerviosa. Me he tomado una antes. Me queda media hora o menos.

—No, no necesito nada —dijo Alexander—. Nosotros ya llevamos meses así. Esto sólo es reciente para ti.

Vikki se quedó en silencio y luego rompió a llorar de nuevo, sollozando como si le estuvieran rajando el corazón. Alexander quiso tranquilizarla, pero le falló la voz.

—¿Qué pasa, Vikki? —susurró.

—Ay, Alexander… —exclamó.

¿Ay, Alexander?

Pasaron varios minutos y, tras inspirar aire profundamente, Alexander habló.

—Vikki —dijo—, hablo con tu marido tres veces por semana para saber si tiene alguna noticia de Ant. Necesito que me digas… —Alexander volvió a inspirar profundamente—; ¿sospecha algo Richter que tal vez le impida ayudarme completa y absolutamente, de todo corazón?

Con un hilo de voz, Vikki susurró:

—No. Nada.

—Antes has dicho que tu marido lo sabe todo.

—Esto no.

Pasaron varios minutos de sollozos y lágrimas.

—Lo siento mucho, Alexander. Estoy tan avergonzada que no puedo mirarte a la cara. Por favor, no me odies.

—Vikki, el día en que te juzgue será un día muy triste para mí a las puertas del infierno.

Intentó no mostrarle su disgusto, su desaprobación.

—¿Crees que Tania ha visto a través de mí?

—Ésa sí sería una buena juez para ti. Pero creo que en este caso, no lo ha visto.

Siguieron sentados. Llorando de nuevo, Vikki dijo:

—Durante años supe fingir tan bien…

—Desde luego. —Alexander negó con la cabeza, consternado—. Los dos supisteis fingir muy bien. ¿Cómo diablos lo conseguisteis?

Cuando Vikki enmudeció, Alexander, angustiado por su silencio, se volvió hacia ella para mirarla, pero se angustió aún más al ver a Vikki sentada rodeándose el cuerpo con sus largos brazos, meciéndose hacia delante y hacia atrás. Alexander conocía muy bien aquella postura de angustia. Se volvió completamente para mirarla.

—Muy bien, tranquilízate. —Hizo una pausa y le dio unas leves palmaditas—. Vikki, ¿en qué estabas pensando? No entiendo cómo tú, precisamente, pudiste dejar que sucediera.

Vikki recobró la serenidad y escogió sus palabras con sumo cuidado.

—No dejé que sucediera. Luché contra él desde que cumplió los diecisiete años.

—¿Diecisiete? Dios mío, Vikki…

—No aceptaba un no por respuesta. Se lo dije desde el principio. Ant, ¿en qué diablos estás pensando? ¿Es que has perdido la cabeza por completo? Y él me decía: «sí».

Alexander cerró los ojos. ¡Diecisiete años! Vikki dejó de hablar.

—No tengas miedo de mí —dijo Alexander con un suspiro amargo, mientras apretaba las manos de Vikki—. Yo no soy Tania. También fui un muchacho joven y adolescente, y sigo siendo un hombre. Como hombre, lo entiendo. Como adolescente que fui, lo entiendo. Sólo… cuéntame qué pasó.

—Durante un año entero estuve rechazándolo, luchando contra él, eso fue lo que pasó. —Vikki hablaba en un tono de voz tan bajo que era como si no quisiera que la oyeran ni las propias montañas—. Al principio estaba escandalizada, como tú. Cuando me di cuenta de que iba completamente en serio, traté de disuadirlo, de convencerlo de que se olvidara de mí. Ni siquiera sabía por qué tenía que darle razones: eran tantas y tan insalvables… Desde luego, no hace falta que te las diga a ti ni a la mujer que va a sentir que he cometido un pecado imperdonable. Sin embargo, Anthony no atendía a razones, no entendía nada, no le importaba nada. Decir que se mostraba inflexible y completamente indiferente a todos y cada uno de mis argumentos sería quedarme muy corta. Era implacable.

—Chsss —le dijo Alexander—. Habla más bajo y más despacio, Vikki.

—Me rendí justo después de su graduación en el instituto, el verano antes de que se fuera a West Point. Tú le compraste su camioneta y una guitarra nueva ese año, ¿te acuerdas? Le encantaba su camioneta y tocaba muy bien la guitarra. Cantaba una canción muy buena, el Rock de la cárcel al estilo de Anthony. Me cantaba canciones en inglés, ruso, español… ¡y hasta en mi italiano! —Con las lágrimas rodándole por las mejillas, Vikki entonó para Alexander las canciones que Anthony cantaba para ella—. Me cantaba Cupido, Cupido, prego, y Tus ojos oscuros era su especialidad: «Ochi chernye, ochi strastnye, ochi zhguchie, i prekrasnye…». —Se le quebró la voz—. Era un auténtico políglota… —Se le quebró la voz de nuevo y luego dijo, asintiendo—: Sí, tu hijo contaba con un auténtico arsenal. Y durante un año entero estuvo trayéndome todas sus armas… Era inofensivo, decía. Se iba a ir al cabo de unos meses. Ya no era un niño, tenía casi dieciocho años, como si ése fuese el único problema, ¡y ahora éramos dos adultos! Sabíamos lo que queríamos, un fin de semana largo en el Biltmore para calmar su ansia y saciar mi curiosidad. Yo le dije que para eso no le hacía falta un fin de semana entero y él me contestó que sí… que sí. —Negó con la cabeza—. Fuego auténtico, de verdad —susurró—. Era imposible negarse, imposible resistirse. Así que…

Alexander recordó a Anthony ese verano antes de marcharse a West Point, sentado a solas en la terraza, rasgueando la guitarra, desnudo en el calor sofocante de Arizona, cantando Ochi Chernye una y otra vez. Alexander y Tatiana se habían dicho en voz baja el uno al otro que aquella vez la chica debía de ser algo especial.

Esa noche, Alexander meneó la cabeza con incredulidad.

—Dejaste de resistirte —le dijo a Vikki al tiempo que se encendía otro cigarrillo—. Puedes saltarte esa parte.

Vikki asintió.

—Dejé de resistirme. Hasta la reina Victoria habría dejado de resistirse. —Buscando el alivio en los recuerdos viscerales, se rodeó el torso con los brazos y dobló el cuerpo sobre sus piernas cruzadas—. ¿Quieres oír qué pasó con lo nuestro después de eso?

Alexander se estremeció.

—No. Ya conozco el resto.

—¿De verdad?

Pero Vikki no lo dijo en tono sorprendido, sino escéptico, dudando de que de veras lo supiese.

Alexander repitió que así era.

—Hace muchos años —dijo—, cuando era aún más joven que Anthony, me encontré en una situación similar con una de las amigas de mi madre, que tenía la misma edad que debías de tener tú: unos treinta y nueve. Yo acababa de cumplir los dieciséis. Fue mi primera experiencia con una mujer, y fue estupenda, pero una vez la hube probado, lo que quería era probarlo con todas las chicas. Huelga decir que lo nuestro sólo duró un verano.

Vikki se examinó las manos.

—Bueno, pues yo no fui la primera para Anthony.

Ninguno de los dos sabía qué decir.

Alexander la miró un momento, como si cayera en la cuenta de algo.

—Vikki, te viniste a vivir aquí en 1958 y luego te fuiste de repente a Nueva York en 1961. Ese mismo mes de agosto, si no recuerdo mal. Cuando Anthony se fue a West Point.

—Sí.

—Tú no… no te irías a Nueva York… por él, ¿verdad?

—Creía que ya conocías el resto.

—Obviamente, menos de lo que yo creía.

—¡Alexander! —le susurró Vikki—. Nadie podía tocar a ese chico sin caer irremediablemente bajo su embrujo, y mucho menos una mujer de treinta y ocho años que ya había recorrido medio mundo, que creía haberlo visto, haberlo vivido y haberlo amado todo. Me hizo perder el juicio. —Vikki sintió cómo su cuerpo se estremecía—. No se ganó mi corazón, me lo robó. —Agachó la cabeza—. Pero tenía dieciocho años.

—No estás respondiendo a mi pregunta, Vikki.

—Sí lo estoy —dijo—. Sí estoy respondiendo a tu pregunta.

Alexander negó con la cabeza. A su propia Svetlana también le había roto el corazón, pero ella no había sido tan valiente. Había querido algo más de él que él no tenía ni podía darle. Cuando él la dejó, ella no había insistido. No se podía ni imaginar cómo su propio hijo había tratado a la mujer que tenía delante. No sabía qué preguntarle a continuación.

—¿Y… volviste a verlo?

—Sí —contestó—. Cuando le daban un fin de semana de permiso, venía a Nueva York y se quedaba conmigo.

—¿Hasta cuándo?

—Hasta que se fue a Vietnam —contestó Vikki. Eso fue lo que lo dejó boquiabierto.

—¿Seguisteis viéndoos durante cuatro años nada menos? —exclamó Alexander, perplejo.

—Sí. Así que no lo sabías todo, ¿verdad? Nuestro pequeño fin de semana en el Biltmore duró un poco más de lo que esperábamos. No sé cómo consiguió ocultároslo a ti y a Tania. A Tania sobre todo.

Alexander preguntó, pues era su deber:

—¿Y Anthony no lo terminó?

—No lo terminó —dijo Vikki, con la voz rota, con la serenidad rota— porque yo actuaba como si no hubiese nada que terminar. Yo era una mujer libre y despreocupada. Cuando él quería que nos viésemos, nos veíamos. Cuando no quería, no nos veíamos. No había presión por parte de ninguno de los dos. Nada de promesas, ni una sola exigencia para el día de mañana. Lo nuestro se basaba en pasarlo bien. Desde el principio hasta el fin, sólo pasarlo bien.

La silla de Alexander ya no estaba mirando hacia Vikki; él desde luego, no la miraba. Tenía los codos apoyados en las rodillas y la cabeza gacha. El cigarrillo le colgaba de la boca.

—No intentaré mentirte —dijo Vikki—. Lo pasamos de maravilla: Nueva York en los sesenta para un jovencito y su cicerone. Nueva York es una ciudad para todos los gustos y placeres, para toda clase de amantes. Incluso los amantes abocados al amor imposible como nosotros. Y no me engañé a mí misma ni por un minuto, Alexander —dijo—. Nadie mejor que yo sabía que lo nuestro era imposible. ¡Soy veinte años mayor que él! —gritó—. Cuando él tuviese cuarenta, aún un hombre joven, ¡yo tendría sesenta! Cuando él tuviese tu edad, aún fuerte y viril, ¡yo tendría setenta! ¡Pero si soy mayor que su madre, por el amor de Dios! Su madre y yo… No puedo mirarla a la cara. Esto es vergonzoso. Es humillante para mí estar explicándotelo.

—No hace falta que me expliques nada más.

—No quería que él pensara que cualquier cosa que hiciese podría hacerme daño —siguió diciendo Vikki—. Sé el miedo que le da eso a un chico que acaba de empezar a vivir. Era lo último que necesitaba, así que fingí que me daba lo mismo que siguiese viviendo su vida joven y despreocupada, la vida que necesitaba vivir y la que se merecía vivir, sabiendo que al final encontraría a alguien con quien casarse, alguien con quien tener hijos. No podía tener eso conmigo.

—Al fin y al cabo —dijo Alexander—, tú ya estás casada.

—Exacto. Con su comandante, además. —No miró a Alexander al decir aquello.

—¿Qué quería Anthony, Vikki? —dijo Alexander en voz baja.

—¿Tú qué crees, Alexander? —contestó Vikki—. Él quería lo que tú tienes, lo que has tenido toda tu vida. —Parecía estar en un trance de agonía—. Él no podía tener eso conmigo. Yo soy muchas cosas, pero sé cuáles son mis limitaciones, y él también. —Le temblaban las manos—. Y… la farsa de mi matrimonio me da un aire permanente de respetabilidad para no tener ese tipo de complicaciones en mi vida. Es mucho más sencillo así. Sin tener que dar nunca explicaciones por las carencias que pueda haber por mi parte. La vida para los fines de semana en el Biltmore es lo único que Vikki puede ofrecer.

Alexander la escuchaba y en el fondo deseaba no tener que hacerlo.

—Respóndeme —insistió—, ¿qué quería Anthony?

—Pues verás —dijo Vikki con fingido desdén—, ya sabes cómo son los jóvenes. Él quería pasarlo bien, quería divertirse al máximo, sus fines de semana en el Biltmore, sus paseos por el Hudson… Sí, claro, decía que me quería a mí. Quería a todas las chicas. Lo quería todo. ¿Y por qué no? Lo tenía todo. —Se echó a llorar—. Absolutamente todo. —Alexander examinó todas y cada una de las losas del suelo del patio—. Estaba segura de que terminaría conmigo después de un mes, después de seis meses, un año a lo sumo. Pero no, siempre volvía a mí —dijo Vikki, secándose las lágrimas—. Hasta que se graduó… Y entonces, sin ni siquiera mirar atrás, se fue a Vietnam. Le dije: «Menos mal que sólo estábamos pasándolo bien, así te será más fácil marcharte. Gracias por haber pasado tantos buenos ratos conmigo. Gracias por los valses bajo la luz de la luna que tú y yo nunca hemos bailado, gracias por las promesas que nunca nos hicimos, por el sol que nunca llegó a brillar encima de nuestras cabezas. ¿No te alegras de no estar rompiéndome el corazón? ¿No te alegras, ahora que te vas, de no estar enamorado de mí?». —Vikki enterró el rostro en las manos.

Alexander se sentó con ella un rato, pero lo cierto era que no había nada más que decir. Cuando se levantó, le dijo:

—Vikki, a lo mejor tendrías que ir con un poco más de cuidado. Se puede perdonar que unos padres puedan haber estado ciegos, pero créeme si te digo que algo así es muy difícil de ocultar a los ojos de un marido.

Vikki hizo un ademán desdeñoso con la mano.

—Alexander, tú mejor que nadie sabes que, a diferencia de ti, Tom ha sido un marido pésimo. Un buen hombre, pero un mal marido.

—Hasta los maridos pésimos saben ver esa clase de cosas.

—Sí, bueno, pero cuando el marido lleva en Vietnam desde 1959, cuando vuelve a casa sólo un par de veces al año, y cuando pertenece al maldito Ejército de Estados Unidos desde 1941, yo sé que es incapaz de ver nada. Hace dos años que no veo a Tom. Llevaba seis meses sin hablar con él. De no haber sido su cumpleaños, no lo habría llamado y, desde luego, él no me llamó para decirme lo de Anthony. ¿Por qué iba a hacerlo? Yo no me preocuparía por eso. Él no sabe nada. —Hizo una pausa—. ¿Vas a decírselo a Tania?

—No lo sé —contestó Alexander—. No quiero decírselo, la verdad, pero durante veintiocho años se me ha dado muy mal ocultarle cosas a mi mujer. —Vikki desvió la mirada y Alexander la imitó, y se puso a recoger los vasos y a tirar las colillas—. ¿Crees que ahora es el momento de intentarlo?

Le dio las buenas noches a Vikki y, a paso sigiloso, con la respiración tranquila, volvió a la cama, tratando de escuchar la respiración de Tatiana.

—Estoy despierta —dijo ella.

Él lanzó un suspiro.

—Pues claro, cómo no…

Se volvió hacia él y permanecieron tumbados en silencio, con los brazos entrelazados.

—¿Has ido a hablar con ella?

Alexander asintió con la cabeza y escudriñó el rostro de ella, tratando de descifrar su expresión.

—¿Sabe dónde está Anthony?

—No. —Alexander la atrajo hacia sí—. No se lo he preguntado.

Tatiana apoyó el oído en el pecho de él y escuchó atentamente los latidos de su corazón.

—¿Le has preguntado… te ha dicho cosas que preferirías no haber oído?

—Me ha dicho cosas que preferiría no haber oído.

Alexander le contó a Tatiana lo de Vikki y Anthony. Cuando hubo acabado, Tatiana se quedó en silencio, y cuando habló, lo hizo muy despacio.

—De repente, parece mucho más sencillo de entender que Dasha no viera lo que pasaba justo delante de sus narices, ¿no crees? Ellos no se escondían… ni nosotros tampoco. Lo dejaban a la vista de todo el mundo, para que lo viésemos… y ahora lo veo en todas partes. —Se tapó la cara con las manos un momento—. Mi amiga Vikki siempre ha sido una chica muy apasionada —dijo luego—. Cuando la conocí, estaba llorando porque su primer marido iba a regresar del frente y ella no sabía cómo decírselo a su amante, a quien ni siquiera le había dicho que tenía un marido. Le fue infiel a su primer marido, le fue infiel al último, y le ha sido infiel a todos los novios que ha tenido entre uno y otro. Se enamoró de Richter, siempre había querido enamorarse de un héroe de guerra, y se casó con él en contra de lo que dictaba el sentido común y el buen juicio. Desde luego, a él tampoco le ha ido nada bien a su lado, y no voy a especular sobre cuál de los dos tiene la culpa, pero mi teoría es —dijo Tatiana— que eligió casarse con él precisamente porque sabía que con Richter ella siempre sería la amante y no la esposa. El papel le va a la perfección. —Tatiana hizo una pausa—. Y éste es mi pequeño consuelo para nosotros: Vikki ha tenido affaires amorosos en África, en Europa, en Asia y en Australia. Ha recorrido el mundo entero y se ha divertido con todos. —Tatiana pestañeó con tristeza—. Y no ha sido hasta que ha llorado en la mesa de mi cocina hoy cuando he sabido que de todas las aventuras y los caprichos que han pasado por su vida, Anthony es el único chico a quien no va a poder olvidar.

Se quedaron en la cama mirándose el uno al otro. Tatiana asintió en silencio y acogió en la parte cóncava de sus manos el rostro de Alexander.

—Conozco muy bien el efecto hechizante de esas canciones de amor —le susurró.

Él se acercó a ella y le pasó el brazo por debajo del cuello, para poder sentir sus grandes y cálidos pechos contra su pecho desnudo, para obtener de ella consuelo, compasión.

A la mañana siguiente, durante el desayuno, lo primero que les dijo una Vikki demacrada y con el rostro surcado de lágrimas después de que los niños se hubieron ido a la escuela fue:

—Alexander, ¿se lo has dicho?

Alexander y Tatiana intercambiaron una mirada.

—Se lo he dicho —contestó él.

Vikki asintió.

—Bueno, pues ahora hay algo que debo deciros a vosotros dos que no sé cómo decirle a Tom. Como podéis imaginar, hay razones por las que podría no ser tan comprensivo como tú, Alexander.

—Yo tampoco soy tan comprensiva como Alexander —intervino Tatiana con aire sombrío.

—Ya sé que no —dijo Vikki—. Porque tú no eres una pecadora. Lo siento. Es inexcusable y no sé qué decirte. Nos pasaremos la próxima década tratando de arreglar esto y de entenderlo, y sé que lo solucionaremos… porque tú has perdonado cosas peores que ésta. —Los tres agacharon la cabeza y fijaron la mirada en sus cafés—. Pero ahora mismo —continuó Vikki—, tenemos que encontrarlo.

Todos estaban de acuerdo. Tenían que encontrar a su chico.

Vikki extrajo una carta del bolsillo.

—Hace cuatro meses recibí esta carta de Anthony. En parte por eso me he estado escondiendo en Europa. No pensaba compartirla con nadie, y no quiero compartirla con vosotros ahora. Va a ser duro para vosotros escuchar su contenido y duro para mí leerlo. Si encuentran a Anthony algún día, también será duro para él saber que vosotros conocéis la existencia de esta carta. Y mi marido, que tanto quiere a Anthony, no puede, por ningún concepto, llegar a enterarse algún día de lo que dice. Por desgracia, ahora que Anthony ha desaparecido, hay algunas cosas en esta carta que debéis saber. —La desdobló con las manos temblorosas—. Yo voy a llorar. ¿Podéis leerla vosotros?

—No, no podemos leerla nosotros —dijo Tatiana, aferrándose al antebrazo de Alexander—. Lee tu carta, Vikki.

Vikki se estremeció cuando empezó a leer el contenido de la carta, se estremeció como si acabaran de golpearla… ya desde la primera palabra.

¡Gelsomina!

Con la esperanza de calmar la inquietud que sin duda sientes por mí, inquietud que sé que sientes desde hace años, te escribo ahora estas líneas. Vietnam no es el lugar más adecuado para hacer un examen profundo de conciencia (¿lo es Italia?), lo cual es perfecto para mí, porque como tú bien sabes, no me gusta preocuparme por esa clase de cosas, y aquí, ¿quién tiene tiempo para eso? Me gusta beber, fumar y divertirme con las chicas, como dices tú. Así que yo fui el primer sorprendido cuando estando en el norte, en Hué, encontré de forma completamente inesperada lo que había estado buscando toda mi vida. Y ahora tú eres la primera y la única que lo sabe: me he casado. Mi esposa vietnamita habla un poco de inglés, lo cual está muy bien porque yo no hablo vietnamita. Es joven, es un cisne blanco con su bicicleta y estamos esperando un hijo.

Vikki había dejado de leer. Tatiana y Alexander tuvieron que dejar de escuchar. Mientras Vikki trataba de serenarse, Alexander observó a una intensa Tatiana con expresión de concentración absoluta. Vio por su semblante inmóvil, por sus labios separados que apenan respiraban y su mirada fija, que pese al dolor, esperaba ansiosa que Vikki continuase. Ésta, serenándose apenas un poco, con la voz ya rota adelantándose a las líneas que, obviamente, se sabía ya de memoria, reanudó la lectura de la carta:

Creí que seguramente querrías saberlo; siempre te ha preocupado tanto mi vida y mis decisiones, dónde estaba y adónde iba, qué estaba y qué no estaba haciendo… Yo siempre te decía que ya tenía una madre, pero tú no te conformabas con el papel que te había tocado interpretar. Tú querías asumir aún más funciones. Por todo eso es por lo que te cuento lo que me ha pasado aquí, tan lejos de ti…

Han pasado cuatro años desde la última vez que toqué la guitarra para ti, desde que te canté Malagueña salerosa… Quizás, quizás, quizás piensas en mí cuando en la radio suena The Rain, The Park & Other Things, Traces, Grazing in the Grass y Jean.

Tuvimos nuestros años felices, tú y yo, pero ahora todo ha terminado, Baby Blue. Tú eras pura vida y yo fui un tonto, tan joven… ebrio con los paseos por Central Park bajo la enorme luna amarilla y los palos verde al otro lado de nuestras ventanas empañadas del Biltmore. Siempre estabas diciendo que no teníamos futuro… y tenías razón. Yo había estado soñando con La luna che non c’e. ¿Te acuerdas de cuando hablábamos de San Agustín? ¿De aquello que él llamaba Ordo amoris, el orden en el amor? Decía que la virtud verdadera y el amor verdadero por los seres humanos se definían asignando a cada objeto el grado preciso de amor que le era propio, que merecía.

Tú y yo siempre estábamos un poco descompensados en ese sentido. Tengo suerte de haber encontrado ese equilibrio junto a Moon Lai. Ahora tengo lo que tú siempre habías querido para mí, lo que siempre decías que yo mismo quería en realidad: casarme, tener un hijo y experimentar el amor verdadero.

Sin embargo, sigo estando en el corazón de las tinieblas, mi período de servicio no acaba hasta agosto y sólo por si ésta es la última carta que te escribo, quiero que sepas que hubo un tiempo en que creía que lo que sentía por ti era real, pese a lo imperfecto que fuese. Hubo un tiempo en que creía que lo que sentía por ti era Amor, con mayúsculas: Vy sgubili menya, ochi chernye. Ahora te estoy muy agradecido porque tú siempre supieses la diferencia, por haber sido mucho más sabia. Gracias por abrirme los ojos ante la ficción que fue lo nuestro, y que tanto se asemejaba a la verdad.

Ti amavo e tremo.

Anthony.

Ni Vikki, ni Tatiana ni Alexander fueron capaces de levantar la mirada. Vikki lloraba mientras besaba la carta de Anthony y la estrechaba contra su pecho. Tatiana estaba tan cabizbaja que parecía haberse quedado dormida. Y Alexander, con la mirada ensombrecida por las imposibles variaciones de cuanto había oído, estaba tratando de darle sentido a lo que no lo tenía. Cuando Tatiana levantó los ojos para mirarlo, los suyos ya no eran de cristal, sino chernye con stradania, empañados por el sufrimiento.

Tuvo todavía que vivir toda una jornada de trabajo y una tarde entera junto a sus hijos, pero por la noche, en el jardín privado de la parte posterior de la casa, Alexander, junto a Tatiana, se puso a pasear arriba y abajo como un león enjaulado. Ambos trataban desesperadamente de hacer encajar las piezas de un puzzle que no podían entender.

¡Anthony se había casado! Se había casado con una joven vietnamita embarazada y luego había desaparecido. ¿Podría haber enloquecido hasta el extremo de huir a los Urales con su esposa embarazada y haber abandonado a sus hombres, a su comandante, su deber, su código de honor militar y hasta su país?

¿Podía Anthony haber traicionado a Estados Unidos por una chica vietnamita llamada Moon Lai?

—No —dijo categóricamente la feroz madre de Anthony, una vehemente Panthera leo—. Durante toda su vida, ese niño sólo ha tenido un ejemplo de cómo ser un hombre, y ése ha sido el tuyo. Es tu hijo, Alexander —dijo Tatiana—. No nos quedamos en Lazarevo en 1942, no nos quedamos en Bethel Island en 1948, cuando en ambas ocasiones teníamos tanto que perder. Anthony no ha huido a los Urales con ella. Le ha pasado otra cosa.

Ambos agacharon la cabeza, desolados. Eso era lo que Alexander temía. Anthony era un graduado de West Point, capitán de las Fuerzas Especiales en el MACV-SOG, la élite de la élite. El SOG funcionaba de forma separada de las operaciones rutinarias, además de hacerlo en secreto, tanto en el ámbito de mando como de reconocimiento de amplio alcance, y rendía cuentas directamente a las más altas instancias. El SOG era sublime. Había 500.000 soldados en el sudeste de Asia, de los cuales 2000 eran de operaciones especiales, de los cuales Anthony era uno de los 200 soldados de asalto de infantería. Aquel hombre de West Point, aquel soldado, su hijo, no podía haberse ido sin permiso. Era sencillamente imposible.

—Tú a veces llamas Gelsomina a Vikki —dijo Alexander, con la esperanza de que Tatiana no advirtiese el tono de renuncia en su voz.

—Su abuela Isabella, que era una santa y se encargó de criarla, la llamaba así. Significa «jazmín» —dijo Tatiana—. Sólo la gente que la quiere la llama así. Pero ¿qué te pasa en la voz?

—Oh, Dios mío… —exclamó Alexander que, desconcertado, la miró a la cara—. Entonces, ¿por qué iba a casarse Anthony con otra?

—Porque Vikki está casada con Tom Richter —le contestó Tatiana—. Y porque Anthony sabe cuál es su sitio. Pero hace mucho tiempo, tu única palabra para mí fue «Orbeli». Te pedí que no me dejaras sin una palabra y no lo hiciste, me diste «Orbeli». «Moon Lai» es la palabra que nos ha dejado Anthony. A través de kilómetros y kilómetros, para otra mujer, es tan indescifrable como Orbeli, igual de exasperante, igual de absurda… y tan cargada de sentido como Orbeli. Es imperdonable, igual que lo que tú me hiciste a mí, puesto que tú sabías que yo no sabía lo que significaba Orbeli, porque no sabía el nombre del director del Hermitage. Ese maldito director con sus cajas de obras de arte.

—Sí —dijo Alexander—. El arte era la única pasión de Orbeli. Lo mandó muy lejos para salvarlo.

—Todo eso está muy bien —dijo Tatiana—. Sólo que no eran precisamente las coordenadas de tu ubicación en el campo especial número siete de Sachsenhausen. —Esbozó una leve sonrisa—. Bueno, pues Moon Lai es la voz que emite Anthony desde la selva. Moon Lai es el Orbeli de Anthony.

Alexander no podía parar de fumar en el jardín de piedra.

—¿Y qué piensas hacer con esa palabra tan críptica? —preguntó—. La única persona que puede ayudarnos es el marido de una mujer que recibió una carta de nuestro hijo que ese marido nunca podrá leer. —Hizo una pausa—. Si le digo a Richter lo que sabemos, no nos ayudará, sino que irá, encontrará a Anthony y lo matará con sus propias manos.

—Bueno, evidentemente, no hace falta que le digas todo lo que sabes —dijo Tatiana, y a continuación, añadió—: ¿Por qué me miras con esos ojos escépticos y tristes? ¿De repente has perdido tu capacidad para decir lo que tengas que decir, sea lo que sea? Esto es por tu hijo. Llama a Richter, pon tu rostro valiente e indiferente y miente con toda tu alma.

Alexander había dejado de pasearse arriba y abajo y la miraba fijamente. Ella negó con la cabeza, apartó la mirada, volvió a negar con la cabeza enérgicamente y dijo:

—No. De ninguna manera. Por ninguna circunstancia. No.

Se acercó a él y él se acercó a ella. Se fundieron en un abrazo. Ella seguía siendo tan menuda como siempre en sus brazos, igual de esbelta, acurrucada contra su pecho, bajo su barbilla, los brazos de Alexander engulléndola aún.

—Oh, Tatia…

—Oh, Shura…

Estaban en su jardín nocturno y privado. Era octubre de 1969 y había empezado a refrescar. Alexander preparó una hoguera en una cerca de piedra y cuando el fuego estuvo lo bastante vivo, se desnudaron y él la tumbó delante de él sobre una manta gruesa. Contaban con las barricadas de los macizos de flores, la hoguera y un muro bajo de adobe. Aquél era su Lazarevo privado bajo el firmamento de las estrellas de Perseo en Arizona. Hicieron el amor, y en tándem y al unísono emplearon sus labios con el otro, y luego Alexander se recostó en el muro bajo de adobe, con las piernas hacia arriba, y Tatiana se sentó en su regazo, con las piernas también hacia arriba, rodeándole el cuello con los brazos, con el ombligo desnudo contra el ombligo desnudo de él, corazón con corazón, boca con boca. Él la sostuvo encima todo el tiempo, con las manos en sus caderas, en su espalda, en su pelo…

Después, él se puso los pantalones del ejército y ella la camiseta del ejército de él. Tatiana se sentó frente al fuego y él se tumbó y apoyó la cabeza en el regazo de ella. Permanecieron inmóviles, sin hablar, mientras el fuego se consumía en el pequeño jardín.

—Cariño, por favor… —dijo Alexander—, ¿por qué me están cayendo tus lágrimas en la cara?

Ella le acarició la frente, los ojos y la barba.

—Oh, Dios mío… —repuso Tatiana—. Porque me doy cuenta de lo que has estado pensando, y no es lo que he estado pensando yo. Tú quieres ir a Vietnam a buscarlo. Por favor, no. No lo hagas. No podré soportarlo, Shura. No podré seguir viviendo si tú también desapareces. No puedo. —Un llanto quedo siguió a sus palabras—. ¡Ojalá hubiese muerto en los bosques del lago Ilmen! Debería haber muerto. Nadie creía que hubiera logrado sobrevivir. ¡Si hubiese muerto, nada de esto estaría sucediendo!

—Tania —dijo Alexander con amargura—, llevas treinta años contándole la historia del lago Ilmen a tu marido y a tu familia… para darnos fuerza, para darnos esperanzas, para darnos fe. Las dos lecciones más importantes que Anthony aprenderá en toda su vida están en esa historia. ¿Y ahora me dices que la lección de vida que contiene es que tú deberías haber muerto?

—¿Crees que Anthony se acuerda de mi historia en los bosques del lago Ilmen?

—¿Cómo iba a olvidarla? No puede olvidarla. —Levantó la mano para enjugar las lágrimas de su esposa—. Ayúdame. «Oh, da de beber a aquel que está presto a perecer» —le susurró—. Cuéntamela a mí.

Tatiana se inclinó, acercó la cara húmeda a él, los labios húmedos a los suyos, y lo besó, sujetándole la cabeza entre los pechos.

Cantar de los cantares, el cual es nuestro —le susurró—. «Que me bese con los besos de su boca, porque mejores son sus amores que el vino…».

Se incorporó. Él se encendió un cigarrillo sin apartar los ojos de ella; vio cómo ella movía los labios, cómo le brillaban los ojos; inhaló nicotina, y a través de su aliento dulce, la oyó hablar en murmullos de cuervos y hermanos.