Capítulo 13

El Jardín de Verano

Alas rojas

Bobo se alegró mucho al ver a Alexander.

Signor! —exclamó—. ¡Cuánto tiempo sin verlo! ¿Cómo está?

Se estrecharon la mano.

—Ocupado, Bobo, muy, muy ocupado.

—Entonces, ¿marcha bien el negocio?

—Tengo más trabajo del que puedo aceptar. ¿Te has enterado de que nos han invitado al «Parade of Homes»? Es una gran noticia.

—¿Y su bellísima señora? ¿También bien?

—Está espléndida. Espera a verla y verás, Bobo.

—Me muero de ganas. ¿Hoy también trabaja hasta tarde?

—Hoy está de compras hasta tarde. Pero escucha, es un día muy especial. Es nuestro aniversario.

Bobo esbozó una sonrisa radiante… como si fuese su propio aniversario.

Alexander trajo de la camioneta dos ramos enormes de rosas blancas y lirios blancos.

—Bobo, voy a necesitar tu ayuda. Hoy también es el cumpleaños de la señora.

—¿El aniversario y el cumpleaños el mismo día?

Alexander sonrió.

—Le dije que así ella nunca me olvidaría.

—Muy bien pensando, señor. Déjemelo a mí. ¿Le apetece un poco de champán?

—El mejor. Cristal.

—Por supuesto. ¿Y cuándo va a llegar la señora?

—¡Con ella nunca se sabe! —exclamó Alexander—. Llegará tarde hasta a su propio entierro.

Alexander comió algo de pan, bebió un poco de agua y se fumó un cigarrillo. Estaba pensando en llamar a casa cuando oyó las exclamaciones de alegría de Bobo procedentes de la entrada. Tal como Alexander había imaginado, cuando Bobo vio a Tatiana con un vestido de tirantes de color salmón, espléndidamente embarazada, resplandecientemente pecosa, tan veraniega, tan radiante, sonriente, exultante de alegría y ofreciéndole la mano, se echó a llorar. A moco tendido. Las lágrimas le cayeron rodando desde los ojos hasta las manos de ella; luego le rodeó el hombro con el brazo y la condujo alegremente a través del restaurante hasta un expectante Alexander.

Signor! ¡No me había dicho nada! —exclamó Bobo con el rostro húmedo—. ¡Éste es uno de los días más felices de mi vida! ¡Poder ver a la señora encinta al fin!

—Bobo, tanta alegría me desconcierta un poco —comentó Alexander mientras besaba las manos de Tatiana.

—No, ¿por qué?

—De acuerdo, alégrate todo lo que quieras ahora, pero te lo advierto: si cuando nazca el bebé se parece a ti, calvo, arrugado y llorando todo el tiempo, vendré a buscarte, Bobo. —Alexander sonrió y lo señaló con el dedo—. Vendré a buscarte.

Las implicaciones de una incorrección tan deliciosa se convirtieron en los labios de Bobo en carcajadas mortificantes. Al final, se fue para traerles la carta. Tatiana miró risueña a Alexander.

—¿Qué le haces al pobre Bobo? —murmuró.

Alexander le tocó el vientre hinchado con las manos abiertas y se inclinó para besarla.

—Sólo llegas veinte minutos tarde —le dijo, admirando su aspecto y tocándole el suave tejido de color salmón—. Y además, sin reloj. Buen trabajo. ¿Es nuevo ese vestido?

—Para ti. —Lo miró con el gesto iluminado—. ¿Te gusta?

—Me gusta. —La ayudó a sentarse, le colocó bien la silla, se sentó frente a ella y observó sus pecas doradas, sus labios rojos, sus ojos centelleantes y sus abundantes y gloriosos senos. Al cabo de un minuto se levantó y fue a sentarse en la silla al lado de ella—. ¿Tienes hambre? ¿O prefieres que vayamos directamente a casa?

—¿Bromeas? —Se rio ella—. Tengo muchísima hambre.

—Lo que tienes es un aspecto muy apetitoso.

—Ah, ¿sí? —dijo ella, sonriendo complacida—. Shura, me siento enorme.

—Eso es —convino Alexander—. Enormemente apetitosa.

—¡Shura!

—¿Qué? —dijo él al tiempo que le guiñaba un ojo con malicia, con un aire para nada inocente.

Le sirvió un poco de champán y alzaron las copas para brindar por el aniversario de ambos y por el cumpleaños de ella. Salían a menudo ellos dos solos, pero no cuando ella estaba embarazada de casi ocho meses ni la construcción de la casa tan próxima a su fin.

Alexander tenía la silla pegada a la de ella y apretaba sus hombros, enfundados en un elegante traje, contra la piel desnuda de alabastro de ella, rodeando con el brazo el respaldo de la silla de ella mientras acariciaba los bucles de su cada vez más larga melena. Tenía la copa de champán en la otra mano. Ella estaba hablando, moviendo los labios, con los dientes blancos relucientes, pero de su boca no salía ningún sonido, pues en la cabeza de Alexander sólo sonaba una especie de crujido, el crujido del viento, el frufrú de las hojas… y los embates del agua del Neva contra el caparazón de granito…

—Tenías toda la razón, Shura —decía Tatiana—. No sé de dónde sacaba antes el tiempo para trabajar. Hoy he tenido que hacer mil cosas. Pero dime la verdad, ¿cómo esperas que el mes que viene esté ya terminada nuestra casa?

—¿Qué? —Alexander despertó de su ensueño—. No te preocupes —la tranquilizó—, estará terminada.

—El bebé nacerá para agosto, esté la casa terminada o no. —Tatiana sonrió—. Yo cumplo con mi parte.

—Sí —dijo Alexander—. Y yo con la mía. La casa estará terminada. —Inclinó el cuerpo hacia delante—. Aunque es posible que tengas que acostarte con el constructor para agilizar un poco los trámites.

—Vaya… —dijo ella, encogiéndose de hombros—. Bueno, si no me queda más remedio. —Entrecerró los ojos de color aguamarina como si fuera una gata—. ¿Sabes lo que he hecho hoy?

—No, cielo —dijo Alexander, apoyando la mano en los omóplatos desnudos de ella—. ¿Qué has hecho hoy?

—He pasado casi todo el día en la tienda de electrodomésticos.

—Ya —dijo él—. Seguro que te has creído que era tu cumpleaños.

—Bueno… sí. —Se echó a reír—. Hoy es mi cumpleaños.

—Ya lo sé. Tan estresante… pero perfecto, ¿verdad?

—¡Sí! Tantas decisiones… Los fregaderos, los grifos, las neveras, los congeladores, la tostadora… ¡Vamos a tener pan caliente aunque no sea fresco! ¡Y mis dos hornos! Y las bañeras… Espera a ver la que he escogido para nuestro dormitorio. Es una bañera de burbujas de hidromasaje perfecta… —Se interrumpió de pronto, frunciendo un poco el ceño—. Shura, ¿qué estás haciendo? No has escuchado una sola palabra de lo que te he dicho. ¿Por qué me miras así?

—¿Así, cómo? —dijo Alexander con dulzura mientras admiraba cada centímetro de su rostro, por su juventud, su amor, su belleza, sus noches blancas en el Jardín de Verano.

Todo estaba allí, y también todos los años intermedios de Coconut Grove, todos los años intermedios del lupino lila en Deer Isle, en Napa, encendidos por la caldera que bullía en el vientre de ella, calentándola de más y junto con ella, todos los recuerdos de él. El corazón le palpitaba con fuerza, a punto de estallar de felicidad.

—Shura… ¿me estás escuchando? Te hablaba de los hornos…

—Sigue, te escucho. Los hornos. ¿Estaban encendidos? ¿Calientes? ¿Demasiado calientes? Te escucho.

Olía el champán en su aliento al hablar. Olía su perfume a almizcle, el champú de fresa, el leve olor a chocolate, a loción bronceadora de coco. Le habían salido pecas nuevas, justo por encima de las pestañas. Debía de estar pasando mucho tiempo junto a la piscina. Se acercó aún más a su cuello y volvió a inspirar para inhalar el aroma a coco, que siempre lo transportaba al océano veraniego de Miami. Esperaba que Tatiana no se dedicara a dar sus espectaculares saltos desde el trampolín con aquella barriga tan inmensa. Mientras hablaba, se llevaba la mano al vientre y la dejaba reposar allí.

Llegaron los aperitivos.

—… Y hoy ha llamado el hombre de los armarios para decir que no podría darle una capa de barniz a los que hay junto al horno porque el revestimiento podría quemarse. ¿Qué significa eso? Yo le he dicho que los barnice igualmente, sin consultártelo antes. Y el hombre de los azulejos me ha dicho esta mañana que se le ha roto todo el lote durante el transporte. ¡Todo el lote! Y que si queremos que nos entreguen una nueva remesa de azulejos de travertino antes de agosto, tendremos que pagar un diez por ciento extra. Yo le he dicho que eso te lo tendrá que explicar a ti directamente. Creo que quiere aprovecharse. ¿Shura? ¿Me estás escuchando?

—Sí, te estoy escuchando —replicó él en un tono que denotaba claramente que no lo hacía—. No te preocupes por el hombre de los azulejos: nos entregará todos los azulejos nuevos en diez días y nos hará un descuento sobre el precio. ¿Te acuerdas de cuando cumpliste diecisiete años? —preguntó Alexander con el cuerpo vuelto hacia ella y una copa de champán en la mano.

—Sí —susurró ella.

—Comimos caviar y bombones y bebimos vodka directamente de la botella porque a mí se me habían olvidado los vasos, y luego fuimos a dar un paseo por la orilla del Neva, bañada por el sol. A pesar de que era muy tarde, había muchísima luz. Yo me estiré por completo en el banco, y aun así, no sé cómo, conseguiste no tocarme ni siquiera un centímetro, ni tampoco mirarme. Eras tan increíblemente tímida… Pero con río o sin él, pese al anochecer resplandeciente de Pushkin, a las noches blancas y a una ciudad como nunca antes la habíamos visto… yo no podía apartar mis ojos de ti. —Alexander hizo una pausa—. ¿Por qué lloras?

—¿Por qué hablas de cosas que me hacen llorar?

—Estaba ansioso por besarte. —Alexander le limpió la mejilla, se inclinó hacia ella, a un soplo de su boca, y bajó la voz hasta convertirla en un susurro—. Incluso hoy, cuando me acuerdo, siento esa ansia… en la garganta, en el estómago, en el corazón… No sé cómo conseguí contenerme y no abalanzarme sobre ti allí mismo.

—Ni yo tampoco —dijo Tatiana—. Porque… —bajó su propio tono de voz—, nunca consigues contenerte y no abalanzarte sobre mí cada vez que sientes esa ansia.

—Qué suerte para mí que al fin tu jornada laboral consista únicamente en dejar que tu marido se abalance sobre ti.

—Pues sí que es una suerte, la verdad —susurró Tatiana—, pero para mí, para mí, mi soldado y amante del Jardín de Verano.

Acercaron sus cabezas, inclinadas aún más, y sus labios abiertos se rozaron un instante. Ella se apartó decorosamente y luego Alexander le ofreció una de sus gambas y un sorbo de champán.

—No sé por qué pides prosciutto —dijo Alexander—, si lo único que te comes es lo que está en mi plato.

—Eh, no seas tan tacaño con las gambas… —lo amonestó ella—. ¿Quieres que te cuente la parábola del cóctel de gambas y el matrimonio?

—Si quieres… —dijo Alexander—, pero no esperes que te escuche. Tengo la cabeza en Leningrado.

—Por favor —repuso Tatiana—, no me hagas llorar.

—Cuéntame lo del cóctel de gambas y el matrimonio. ¿Es un chiste?

—Dímelo tú. Cuando un hombre empieza a cortejar a una mujer —empezó a decir Tatiana— pide un cóctel de gambas para él y le ofrece a ella una de las gambas, pero ella es demasiado tímida y recatada para aceptarlo… así que lo rechaza. —Sonrió—. Cuando son una pareja de recién casados, él le ofrece la gamba y ella la acepta encantada, con muchísimo gusto… —Sonrió—. Cuando llevan casados cinco años, él ya no se la ofrece, pero cuando ella le pide una, él sé la da gentilmente. Después de quince años, ella ya no la pide, sino que la coge directamente, y a él le sienta muy mal que ella la coja. ¿Por qué no sé pide un maldito cóctel de gambas para ella sola, si tanto le gustan?, piensa. —Dio un pellizco a Alexander en el brazo—. Después de veinticinco años de matrimonio, él sigue sin ofrecérsela y ella ya ha dejado de cogerla. Después de cincuenta años, él no sólo no le ofrece la gamba, sino que aunque lo hiciera, ella no la aceptaría.

Alexander la miró con perplejidad. Tatiana echó la cabeza hacia atrás y se rio con ojos llameantes de felicidad.

—Es nuestro decimosexto aniversario de bodas —dijo Alexander—; después de diecisiete años juntos, yo te hablo de tu pelo dorado en Leningrado… ¿y tú me cuentas eso?

Riéndose a carcajadas, con una risa que le hacía subir y bajar el escote de su piel marfileña, Tatiana lo atrajo hacia sí para poder restregar los labios contra la piel áspera de su barba de tres días. Llegó su cena, filet mignon, al punto para él, poco hecho para ella.

—Voy a contarte algo aún más chocante —le dijo Tatiana mientras comían—. Vikki se viene a vivir aquí.

—¿Adónde?

—¡Ja, ja, ja! Aquí, a Phoenix.

—Bueno, menos mal… —dijo Alexander—. Por un momento creí que te referías a nuestra casa.

—¿Y convertirla en un pequeño piso comunal? —Tatiana sonrió—. No, está harta de Nueva York, harta de ese Tom Richter amigo tuyo, harta. Dice que va a buscar un trabajo en el Phoenix Memorial, así podré vivir la vida de enfermera a través de ella.

—¿Y necesitas… vivir la vida de enfermera a través de ella? —preguntó Alexander.

—No. Pero será estupendo tener a mi mejor amiga aquí conmigo.

—Sí, pero no se lo digas a Anthony, o se irá y nos dejará para siempre —dijo Alexander—. Ya sabes cómo se pone cuando Vikki anda cerca. —Ambos siguieron bebiendo, comiendo y escuchando las serenatas de la orquesta de música en vivo de Bobo—. Me alegro por ti de que tu Vikki se venga a vivir aquí —dijo Alexander—, pero la mención de esa pesadilla de mi existencia que era el lugar donde trabajabas me recuerda algo más importante. Se suponía que ibas a hablar con tu médico hoy, ¿no?

—Hummm, sí. —Tatiana soltó el tenedor—. Shura, él ya sabe lo que piensas —dijo, acariciándole la manga del traje—, pero ¿qué quieres que haga? Dice que es el protocolo del hospital, que él no puede cambiarlo. Los maridos no pueden entrar en la sala de partos. No está permitido, simplemente.

Alexander soltó el tenedor.

—Tania, ¿es que acaso no me expliqué con suficiente claridad la última vez que fuimos a verlo?

—Sí —contestó ella—, y por eso ya no puedes acompañarme más en las visitas al médico. Te pones hecho una furia con él, pero no es culpa suya. Es sólo el protocolo.

Después de terminarse la comida, Alexander se llenó la copa y luego llenó la de ella también.

—Protocolo, culpa, procedimiento, reglas de hospital… bla, bla, bla. Me traen sin cuidado. ¿Le has dicho que a tu marido le importa un comino el protocolo de su hospital?

—Puede que no con esas palabras —comentó Tatiana—, pero sí le dije…

—Que o me dejan entrar en la sala de partos —dijo Alexander— para ver el nacimiento de mi propio hijo o no tendrás a ese bebé en ese puñetero hospital.

—Sí, algo así le dije, sí.

—Dios, cuánta razón tenía al odiar ese lugar… Aún sigue torturándome.

—Chsss… —Tatiana tomó un sorbo de champán y se volvió hacia él. Puso la mano encima de la de Alexander—. El doctor es un civil, no entiende la mentalidad del combate armado en el bosque, sólo conoce las reglas. Y ahora, calla… —murmuró, rascando ligeramente el dorso de la mano de su marido con las uñas largas de color melocotón—. No te preocupes, ya se me ocurrirá algo. Estoy tramando un plan.

—Oh, no… —exclamó Alexander—. Por favor, no… Otro plan no…

—¡Shura!

Él dejó caer los hombros.

—La verdad, Tatiasha, no sé si podremos sobrevivir a otro de tus planes —dijo—. Ya no tenemos la fuerza que solíamos tener.

Ella se echó a reír con ganas. Alexander contempló con deleite el escote en picado del vestido de tirantes de su mujer. No entendía cómo sus siempre increíbles pechos podían haber aumentado de tamaño de forma tan sugerente y apetitosa, cómo podían ser aún más turgentes, más cremosos… La totalidad de su cuerpo embarazado, henchido, vibrante, lleno de vida se había vuelto increíblemente sexy. Era como la extravagante Tania del valle de Napa sólo que elevada al cuadrado. Puede que a la triple potencia. Alexander era incapaz de pensar en ella sin avergonzarse de sus propios pensamientos… Días antes había pasado junto a un puesto de fruta y se había sorprendido a sí mismo excitándose inexplicablemente. ¡Por pasar junto a un puesto de fruta! El caso era que había visto la palabra «fresas» en un cartel, y Tatiana se lavaba el pelo con champú de fresa… Dios, la de cosas que le rondaban por su retorcido cerebro los últimos meses…

—Deja ya de reírte —le recriminó—. Déjalo o me agacharé ahora mismo, aquí, delante de todos…

No pudo contenerse, agachó la cabeza y zambulló la boca en el escote suave y henchido de Tatiana.

Ruborizándose, avergonzada pero extremadamente complacida por aquel gesto de espontaneidad en su marido, Tatiana dijo con voz ronca:

—Amor mío, es muy impropio de ti que te excite tanto una mujer embarazada…

Alexander sonrió y la rodeó con el brazo.

—¿Por qué? ¿Acaso crees que hacerle el amor a una mujer embarazada es redundante?

Con las manos apoyadas en el antebrazo de él, ambos se miraron largamente, pestañeando, con ojos brillantes, sin palabras.

—¿Qué? —preguntó ella.

—Nada. —Él le escudriñó la cara—. No puedo quitarte los ojos de encima. —Acercó la cabeza de ella hacia sí y le acarició el abultado vientre, le besó las pecas de la nariz y los labios ligeramente palpitantes—. ¿Y cómo está ese renacuajo nuestro hoy?

—Pues no ha dejado de moverse y dar patadas —contestó ella—. Es un auténtico guerrero, como su padre.

Alexander recordó el momento en que la había ayudado a salir de la bañera la noche anterior, cómo la había observado mientras se secaba y luego, sin poder aguantarlo más, cómo se había arrodillado delante de ella, abarcando con las manos su inmensa y tirante barriga desnuda, aún húmeda, y apretando los labios contra el ombligo.

—Si es un niño —dijo Alexander—, quiero llamarlo Charles Gordon, por el guerrero-santo defensor de Jartum. Para los sudaneses era el rey Gordon, o tal como lo llamaban ellos, el Pasha Gordon. Y podemos llamarlo Pasha.

Tatiana pestañeó, una, dos veces.

—Lo que tú digas, amor mío —dijo.

—Y si es niña, quiero llamarla Janie.

—Lo que tú digas —susurró Tatiana—, amor mío. —Dio un sorbito de champán y depositó la mejilla de obsidiana de él en la palma de su mano—. La noche blanca que te dejé en el Jardín de Verano, volví a casa con alas, surcando un inmenso cielo azul. Me salieron alas rojas, me enamoré de ti esa noche de verano, cuando acababa de cumplir los diecisiete y tú tenías veintidós…

Con todas las flores y los regalos, Alexander llevó a casa a Tatiana en su fiel camioneta Chevy de 1947. Dejaron el coche de ella en el aparcamiento del Bobo’s.

Aquella noche de verano resplandecían cien mil estrellas, el cactus orquídea, o Pluma de Santa Teresa, floreció esa noche, y en el atardecer violáceo cantaron las golondrinas.

La segunda venida

Una sofocante noche de agosto, cuando llevaban dos semanas en su flamante y magnífica casa nueva de adobe y tejas rojas, una casa que olía a madera nueva, pintura fresca y flores recién cortadas, en lo alto de la enorme cama donde ambos habían dormido, amado, peleado y sangrado, sin las mantas pero con sábanas limpias, bajo la luz cerúlea de la noche y una exuberante luna en cuarto creciente, Tatiana estaba a punto de llegar al final. La habían recostado en la parte inferior de la cama; habían retirado las cortinas de las puertas cristaleras que daban a su jardín privado, y la luna se derramaba a través de los cristales, pero por lo demás, ninguna otra luz iluminaba el dormitorio, donde sólo reinaba una tranquilizadora penumbra para Tatiana. Anthony estaba en su cuarto, en el otro lado de la casa.

Su buena amiga, la comadrona titulada Carolyn Kaminski, estaba sentada en un taburete a los pies de la cama, y Alexander, que se suponía que debía estar sentado en su propio taburete junto a la cabeza de Tatiana, no dejaba de levantarse de un salto cada cinco minutos para correr al lado de Carolyn. Habían apagado el aire acondicionado y la temperatura de la habitación era la misma que la del vientre materno. Alexander tenía tanto calor que hubo de disculparse ante Carolyn y despojarse de la camiseta, por lo que en ese momento estaba de pie con el torso desnudo, con sus calzoncillos largos, repitiendo sin cesar: «¿Cuándo, cuándo, cuándo…? Tatiana no va a poder soportarlo mucho más tiempo».

—Puedo soportarlo todo el tiempo que sea necesario, Shura —masculló Tatiana desde la cama.

—Alexander, ve a sentarte con tu mujer y cógela de la mano. Dale algo de beber. Aquí todavía no hay nada que ver, muchacho.

Alexander acudía junto a Tatiana, le daba algo de beber y se sentaba junto a ella unos segundos, nervioso, para acariciarla, para frotarle la mano, sujetársela, limpiarle el sudor, susurrarle cosas al oído, besarla y luego, en cuanto sentía que el vientre se le volvía a poner duro, corría a colocarse a sus pies de nuevo, junto a Carolyn.

—Tania, tu marido es imposible. ¿Siempre es así de imposible?

—Sí —respondió Tatiana, sin aliento—. Siempre es así de imposible.

—Me está agobiando. Me pone nerviosa. Alexander, vete. Déjame sitio, tu mujer te necesita para empujar. Nunca había tenido a ningún marido presente en un parto —dijo Carolyn— y ahora entiendo por qué. Esto es muy estresante; no creo que sea una experiencia apta para hombres. Tania, dile que vaya a sentarse. Alexander, es evidente que no quieres escucharme, pero sí harás lo que te diga tu esposa, ¿verdad?

—Haré lo que me diga mi esposa —corroboró Alexander, sin moverse un ápice de los pies de la cama.

Tatiana sonrió.

—Carolyn, deja que apoye el pie en su mano. Los pies me resbalan por la cama cada vez que empujo. Shura, siéntate en el taburete o como estés más cómodo y aguántame un pie mientras Carolyn me sujeta el otro, ¿de acuerdo?

Alexander hincó una rodilla en el suelo y le sujetó el pie, mientras Carolyn se sentaba en el taburete y le sujetaba el otro. Tatiana sufrió una nueva contracción y se le tensó la barriga, momento en que efectuó un nuevo pujo y Alexander dio un respingo.

—Carolyn… ¡mira! ¿Eso de ahí es la cabeza?

—Sí —dijo Carolyn, y en ese momento, ella también sonrió—. Ya casi estamos. Ésa es la cabeza.

Alexander tuvo treinta segundos para levantarse, inclinarse sobre Tatiana, besar con los labios su cara húmeda y susurrarle:

—Lo estás haciendo fenomenal, mi vida. La cabeza, Tatiasha, ya casi… Oh, Dios… Casi…

—¿Te duele, Tania? —preguntó Carolyn—. Lo estás haciendo muy bien. Alexander, tu mujer es muy valiente, lo está haciendo muy bien.

—Ella siempre lo hace todo muy bien.

—Sí —contestó Tatiana—, al fin y al cabo, mi umbral del dolor está ya en cotas muy altas. Soy capaz de caminar por las ascuas.

La envergadura de los brazos de Alexander era tan amplia que fue capaz de, arrodillado, sujetar la mano de Tatiana con una mano y el pie con la otra. La siguiente vez que empujó fue la peor para ella, puede incluso que llegara a gritar de dolor, pero Alexander apenas podía oír, concentrado únicamente en cómo la cabeza del bebé aparecía a cámara lenta. El cuerpo rígido de Tatiana se relajó unos segundos jadeantes y Alexander, soltándole el pie, estiró el brazo más allá de donde estaba Carolyn para poder tocar con la mano la pegajosa cabeza blanda del tamaño de un pomelo.

—Alexander, no toques —le reconvino Carolyn.

—Carolyn, déjale que lo toque —le dijo Tatiana.

—Alexander, cálmate, ya está —dijo Carolyn—. El bebé habrá salido del todo en unos segundos. Lo lavaré, lo envolveré en una manta y te lo daré para que lo sujetes, pero por favor, por el amor de Dios, déjame que ahora haga mi trabajo. Ve a sentarte al lado de tu mujer.

—Pero ¿dónde está el resto? —dijo Alexander, con la mano apoyada en la cabeza del niño, moviéndose hacia el centro en lugar de hacia un lado.

—Ten paciencia, Alexander, el resto vendrá a continuación. Ve a sentarte, te digo.

Una jadeante Tatiana no dijo nada, con los ojos entreabiertos. Le hizo señas a Alexander para que se acercara, pero éste, sin ceder un milímetro de su recién adquirida posición, se incorporó apoyándose en un brazo, se inclinó completamente encima del cuerpo de Tatiana, con la otra mano aún encima de la cabeza del bebé y la besó. Tenía muchísimo calor y estaba exhausto, casi tanto como ella. Cuando se incorporó, se negó a moverse de su lugar junto a Carolyn, y ésta no dejaba de decirle que se apartara, que se alejase aunque sólo fuese medio metro, que se colocase al lado de la cama.

—¡Tania! —exclamó—. Tu marido no me deja hacer mi trabajo.

Los ojos intensos de Alexander sólo miraban a Tatiana, quien sonrió y dijo:

—Carolyn, ¿es que no lo ves? Te está apartando a ti.

—Ya me doy cuenta. Pues dile que deje de hacerlo.

—Déjalo, Carolyn —murmuró Tatiana—. Déjalo. Enséñale a sacar a ese bebé.

—¡Tania, no!

—¿De qué tienes miedo? Míralo. Deja que saque a ese bebé.

—Gracias, Tatiana.

Y así, Alexander se puso de rodillas entre las piernas de su mujer mientras Carolyn se inclinaba ansiosa a su lado, con las manos junto a las de él. El orden del universo, tal como lo sentía Alexander, había vuelto a imponerse.

El vientre de Tatiana se tensó de nuevo, ésta empujó otra vez, un suave pujo resbaladizo, y el recién nacido de piel color púrpura salió deslizándose, boca abajo, moviendo frenéticamente las manitas en busca de su padre.

—¡Es un niño, Tania! —exclamó Alexander con un hilo emocionado de voz, sin entregar a su hijo a nadie ni acercarlo a su madre.

—Sujétalo así, justo así, no te muevas —le daba instrucciones Carolyn mientras limpiaba la boca del niño y Alexander oía al fin el primer sonido en toda la noche.

—Búa… búa… búa…

Una mezcla entre un gorjeo y un aullido, y con su primer llanto, su piel se volvió rosada en lugar de púrpura.

Alexander dejó que colocaran al niño boca abajo sobre el vientre de su madre, con la mano encima de él y de ella, y una vez que Carolyn cortó el cordón, tomó en brazos a su hijo de piel viscosa y cálida y, sujetándolo en las palmas de sus manos, lo acercó al rostro de Tatiana, al tiempo que susurraba:

—Tania, nuestro hijo… Mira qué pequeño es.

Alexander apretó la frente sudorosa contra el rostro sudoroso de ella.

—Mira cómo se mueve, cómo se retuerce, cómo grita… ¿Qué, campeón? ¿A que has estado encerrado demasiado tiempo?

Sujetaba a su hijo con las manos completamente abiertas.

—Oh, Dios mío… ¿cómo puede ser tan increíblemente pequeñito? Es más pequeño que mis manos…

—Sí, amor mío —dijo Tatiana, con una mano en su marido y la otra en su hijo—. Pero, la verdad sea dicha, tú tienes unas manos muy grandes…

Alexander se levantó y se acercó a las puertas cristaleras para poder ver mejor a su hijo bajo la luz de la luna.

—Charles Gordon, Pasha —susurró—. Pasha.

El niño dejó de retorcerse, de moverse y de llorar, relajó todos sus miembros y permaneció completamente inmóvil, resbaladizo y diminuto, en las palmas abiertas de las manos de Alexander, pestañeando, despejándose los ojos, pestañeando y despejándose los ojos de nuevo, tratando de enfocarlos sobre el rostro de su padre, tan cerca del suyo.

—Tania —susurró Alexander mientras apretaba a su hijo completamente húmedo contra el pecho desnudo, contra su corazón—. Mira, Tania, mira, qué pequeñito… qué maravilloso… qué niño tan precioso…