Descarriado
Me pongo triste al pensar en ti
El miércoles por la noche después del trabajo, Alexander se encontraba frente a un oscuro bar-restaurante situado al sur de Chandler. Estaba sentado en su camioneta, con el motor todavía en marcha, y las manos, ya sin el vendaje pero aún cubiertas de postillas, apoyadas sobre el volante. Llevaba puesto su mejor traje y había conducido varios kilómetros, lejos de los lugares que habitualmente frecuentaba, para encontrarse con Carmen.
Eran más de las ocho, más tarde de la hora en que se suponía que debía encontrarse con ella; y él, que nunca llegaba tarde a menos que Tatiana le hiciera retrasarse, estaba sentado aún en la camioneta. Lo único que tenía que hacer era apagar el motor y entrar. ¿Cuál era el problema?
Tatiana seguía haciendo que se retrasara.
Le había llevado un tiempo prepararse para esto, para evitar preguntas en caso de que sucediese algún imprevisto, para pensar en las contingencias. «¿Puede Ant ir a casa de Francesca después del colegio? Trabajaré hasta tarde», le había dicho a Tatiana por la mañana. No habían hablado entre ellos excepto para temas relacionados con Anthony. Y aunque Tatiana continuaba sumida en un insoportable silencio, esa mañana, en cambio, le había dicho: «Oh, cuánto lo siento. ¿Tienes otra reunión hasta tarde? No deberías trabajar tanto. ¿Vendrás a comer?».
Alexander le prometió que volvería a comer.
Y ahora se estaba carcomiendo por dentro.
Cuando ambos estaban a punto de salir hacia el trabajo le había dicho: «No sé a qué hora acabaré. La reunión es un poco lejos, al sur de la ciudad». Y Tatiana le había contestado: «No te preocupes. Haz lo que tengas que hacer. Te estaré esperando. ¿Cómo están tus manos? ¿Las notas mejor? ¿Quieres que te las vuelva a vendar?». ¡Todo esto después de cuatro días sin haber hablado apenas!
Así que ahora Alexander estaba aquí parado, a punto «de hacer lo que tenía que hacer». Y no podía salir de la camioneta…
«¿Quieres que te llame?», le preguntó Alexander justo antes de que Tatiana se fuese a trabajar, cuando ya estaba en la puerta con la cofia y el maletín de enfermera en las manos. «Si ves que vas a llegar muy tarde, avísame, —dijo Tatiana—. Si no no hace falta». Pero mientras se lo decía no le había mirado a la cara ni había levantado los ojos del suelo.
El motor continuaba en marcha. El nerviosismo se había apoderado de su interior de una forma tan despiadada que comenzó a golpear el volante en un intento desesperado de conseguir el control sobre sí mismo. Todo saldría bien. Todo iba a salir bien. Tatiana nunca se enteraría de ello. Alexander no había necesitado contarle las mentiras que tenía preparadas sobre Tyrone porque ella no se lo había preguntado, y desde luego él no iba a hacerlo de forma voluntaria. Ninguno de los cuatro días anteriores le había preguntado: «¿Dónde estuviste hasta las seis de la mañana?».
Sin embargo, en su tranquila casa estaban sucediendo cosas que no podía pasar por alto. Tatiana no había cocinado para él desde el viernes, ¡ni había hecho pan fresco! No le había lavado la ropa ni había hecho su lado de la cama; tampoco había recogido las colillas de sus cigarrillos, ni había tirado sus periódicos, ni le había preparado café. Tatiana no había ido al supermercado. Tanto el lunes como el martes, Alexander había tenido que llevar la leche a casa. «No has comprado leche», le dijo el lunes. «Me olvidé», le respondió. El martes ella no dijo nada y él ya no preguntó. Ambos días Tatiana trabajaba, y por la noche, al volver del trabajo, las luces estaban apagadas y las velas no las había encendido. Esas dos noches fue él quien tuvo que encender el árbol de Navidad cuando regresó a casa. Y a pesar de sus cordiales palabras aquel miércoles por la mañana, había un hecho tan crudo y extraño como los japoneses en Normandía: no se habían besado desde el sábado, ni siquiera se habían tocado en la cama desde entonces. Ése era un territorio desconocido en su matrimonio. Desde que estaban juntos, no habían pasado un solo día sin tocarse, de forma tan natural y predecible como la marea, y ahora ellos, que dormían por las noches como si siguieran en el suelo de su tienda, en Luga, ¡no se habían tocado en cuatro días!
¿Qué creía Alexander que le pasaba a Tatiana?
Pero no estaba pensando en ella; Alexander sólo pensaba en él y en las mentiras que le contaría para que nunca llegase a enterarse.
El sedán de Carmen estaba en el aparcamiento. Ella ya se encontraba dentro, esperándolo. Alexander apagó el motor. Tenía que entrar. Se tomarían una copa y puede que luego, tal vez, un rápido bocado, muy rápido. Después… Alexander había traído dinero en metálico para el hotel Westin y condones para él: iba preparado. Se iría con ella, pasaría allí una hora, tal vez dos, se ducharía, se vestiría y se marcharía.
Y ahí era donde estaba el problema, en el momento de ducharse con el jabón de un hotel y despedirse de Carmen para ir a casa, a los brazos de una Tatiana que lo estaría esperando, tal como había dicho. Cuando llegara a casa después de acostarse con otra mujer, ¿tendría que mirar a Tatiana a la cara o podía contar con que ésta no lo mirase a los ojos? ¿No tendría que mirarla a la cara? Ella olería el jabón de hotel. Tendría que ducharse sin jabón. Le olería el pelo húmedo. Lo sabría por la expresión de sus ojos. Lo sabría por su mirada huidiza. Lo sabría al tocarlo. Lo sabría al instante.
Carmen lo estaba esperando. ¿No tendría que haber decidido no seguir adelante con aquello? ¿Antes de arreglarse y meterse unos condones en el bolsillo?
Los condones.
A Alexander el corazón se le cerró en un puño. Hasta ese punto lo tenía meditado, lo tenía preparado, hasta ese punto estaba listo para traicionar a Tatiana. No se trataba de un momento de descontrol absoluto, como el viernes anterior. «Lo siento, yo no quería. Me emborraché y perdí el control. No significa nada, amor mío, mi vida, cariño…».
No. Aquello era una traición premeditada. Aquello era traición a sangre fría. Alexander no estaba borracho, no había perdido el control y había comprado condones de antemano.
Ni siquiera él mismo estaba plenamente convencido de que lo del viernes anterior hubiese sido un momento de descontrol producto del alcohol. Al fin y al cabo, lo cierto era que había seguido bebiendo a solas en el bar, esperando a que apareciese Carmen. ¿Sonaría eso a pérdida de control para Tatiana? Por una parte, Tania, mi camioneta fiel; por la otra, estar sentado en un bar una hora esperando a la chica alegre. Todo estaba compensado, ¿verdad?
La iluminación era tenue en el aparcamiento. Las luces de neón del bar parpadeaban. A través de las ventanas del bar, decoradas con motivos navideños, Alexander veía a gente moverse dentro, parejas charlando.
Ella es tan confiada… y siempre está tan ocupada… Trabaja sesenta horas a la semana, nunca se enterará. Y aunque se entere, me perdonará. Me lo perdona todo. Todo será como antes.
Y sin embargo, su casa no estaba limpia y su ropa no estaba lavada. No había comida en su mesa ni labios en su rostro.
Alexander respiraba agitadamente, tratando de avanzar por su camino de lodo. ¡Cenar con otra mujer! Nunca lo había hecho, ni siquiera en los años anteriores a Tatiana, mientras estuvo en el ejército… sobre todo mientras estuvo en el ejército. Cuando era soldado en la guarnición, invitaba a las chicas a una copa y media hora más tarde, las tenía a todas con las faldas subidas en el parapeto del puente. Ésa era la clase de cortejo que empleaba. Alexander tenía treinta y ocho años y nunca había invitado a cenar a nadie antes de acostarse con ese alguien, salvo a Tatiana.
El solo hecho de imaginarse a sí mismo en esa situación incómoda, en la conversación forzada, en el flirteo fingido, le paralizaba las manos sobre el volante; le sofocaba el deseo de un cuerpo nuevo, su excitación por lo desconocido. Y luego, la vuelta a casa, duchado o acaso sin ducharse… Era inimaginable. Su deseo se sofocaba con una garra de acero.
Y de repente…
Está tendido en el suelo mugriento de paja. Lo han golpeado tantas veces que su cuerpo es una magulladura sanguinolenta. Su aspecto es horrible, repugnante, es un pecador y un paria, profundamente falto de amor. En cualquier instante, de un momento a otro, lo subirán a un tren con los grilletes y lo llevarán a través de la boca de Cerbero hacia el Hades para el resto de su desgraciada vida. Y es en ese preciso instante cuando brilla la luz en el umbral de la puerta de su celda número 7 y, enfrente de él, aparece Tatiana, menuda, resuelta, incrédula, que ha vuelto en su busca. Ha abandonado al niño que más la necesita para ir en busca de la bestia rota que más la necesita. Permanece de pie, enmudecida, delante de él, y no ve la sangre, no ve la mugre, sólo ve al hombre, y entonces Alexander lo sabe: no es un paria, es un hombre amado.
Un perfecto idiota.
Alexander arrancó el motor, dio marcha atrás con la camioneta, salió a toda prisa del aparcamiento y se fue a casa, dejando a Carmen esperándolo en el interior del restaurante. De camino a casa, se acordó justo a tiempo de parar en una gasolinera y tiró a una papelera los condones que había comprado.
Llegó a casa poco después de las nueve y media.
Tras aparcar la camioneta detrás del Thunderbird de Tatiana, Alexander subió con sigilo por la escalera de la terraza y la vio al otro lado de la ventana, cuyas cortinas no estaban echadas. Llevaba el batín corto de seda, y el pelo suelto. Ella no lo había visto todavía, no lo había oído aparcar el coche; debía de tener la música puesta. Estaba sentada a la mesa de la cocina, de espaldas a la puerta, con la cabeza baja y los hombros caídos. Se sujetaba el vientre y estaba llorando.
Había pan recién hecho en la mesa. Una vela estaba prendida. Las luces del árbol de Navidad estaban encendidas, también las lámparas de la mesa, y las luces de las ventanas parpadeaban.
No vio a Anthony por ninguna parte.
Incapaz de seguir mirándola, Alexander inspiró hondo y, con el corazón pesado como una piedra, abrió la puerta. «Por favor, por favor… Que sea capaz de mantener mi semblante firme e indiferente».
Tatiana se secó las lágrimas primero y luego se volvió hacia él.
—Hola —le dijo.
Apretó mucho los labios para que no siguieran temblándole.
—He acabado antes de lo que esperaba —dijo Alexander, quitándose la chaqueta del traje y mirando a su alrededor.
—Ah.
—¿Dónde está Anthony?
—Con Sergio. Le he dejado que se quede allí a dormir.
Alexander frunció el ceño, dándole vueltas a su cerebro atormentado.
—¿Le dejas quedarse a dormir en casa de Sergio un miércoles?
Aquello era algo fuera de lo normal.
—Como recompensa por portarse bien.
El corazón le palpitaba con fuerza en el pecho.
—¿Tienes hambre? —le preguntó ella—. He preparado algo de comer.
Alexander asintió con la cabeza, aturdido.
—Bueno, pues ve a lavarte. He hecho unos… blinchiki. Y sopa con albóndigas. Y pan casero.
Sin lavarse, Alexander se desplomó en la silla. ¿Tatiana había hecho blinchiki? Dio gracias de que ella no estuviera justo a su lado, pues sin duda habría oído los latidos de remordimiento de su negro corazón.
—¿Tú no vas a comer? —le preguntó Alexander.
—No tengo hambre —contestó ella—, pero me sentaré contigo… si tú quieres.
Tatiana le sirvió la comida en el plato, le ofreció una cerveza y le trajo el periódico del día. Sonaba la música navideña, e incluso las velas estaban encendidas.
El cinturón del batín de Tatiana se había soltado. Cuando ésta se levantó para servirle otra cerveza, Alexander acertó a ver un camisón de tirantes de encaje y color marfil, a través del que se le veía el cuerpo, completamente desnudo salvo por el liguero blanco y las medias de encaje. Alexander se sintió morir. Bajó la cabeza, leyó el periódico, comió… y no volvió a levantar la mirada hacia ella. Lo único que se dijeron en el transcurso de la cena fue:
—¿Qué tal están los blinchiki?
—Buenísimos, hacía años que no los comíamos.
Cuando hubo acabado y Tatiana se acercó para retirarle el plato, Alexander soltó el periódico y la detuvo colocándole las manos en la cintura, volviéndola muy despacio hacia él. Le abrió la bata y se la bajó por los hombros.
—Mmm… —murmuró—, ¿camisón nuevo?
—Para ti —dijo ella—. ¿Te gusta?
—Me gusta.
Pero Alexander no podía levantar la vista. Sí logró bajarle el camisón y descubrirle los pechos turgentes y blancos como la leche con las manos cubiertas de heridas. La acarició, la masajeó, le acercó los labios a los pezones y ella empezó a estremecerse y a gemir con el tacto de su boca, temblando arrebatadamente como un violín, viva, suave, perfecta.
—¿Por qué estás tan sensible…? —susurró Alexander, con la mitad desgarrada de su ser emergiendo aún del abismo.
De pronto tuvo miedo, la certeza incluso, de que Tatiana pudiese leerle el pensamiento. Le metió la mano por debajo de la camisola, le acarició las nalgas y, acto seguido, Alexander la soltó y se levantó.
Puede que fuese capaz de ocultarle sus pensamientos, pero lo que no podía ocultar en la cama de ambos era la voraz gravedad del peso de la culpa, que fijaba todos sus órganos al suelo. Sencillamente, no podía hacer el amor esa noche.
—No sé lo que me pasa —dijo.
—¿No? —repuso ella, y se volvió.
Él le ofreció una alternativa.
—Tatia, ¿te acuerdas de nuestro quinto aniversario de bodas? —le susurró, angustiado—. Anthony estaba durmiendo la siesta en la caravana y estábamos en Naples, en una playa desierta del golfo a última hora de la tarde, en una manta encima de la arena blanca. Habíamos estado nadando y tú estabas mojada, y tu piel tenía un gusto salobre. Yo me tumbé de espaldas y tú te arrodillaste encima de mi boca; no podías aguantarte derecha, así que te abalanzaste hacia delante y te quedaste apoyada en los codos y las rodillas. Yo tenía la cabeza hacia atrás, la cara enterrada en tu interior, y te sujetaba las caderas con las manos. Formábamos una línea recta, tú y yo, tú encima de mí. Feliz cumpleaños, feliz aniversario, feliz siesta de Anthony… Todo cayó en el olvido durante esa hora de felicidad de miel en una playa de arena blanca del golfo de México. Por favor, Tatiasha, arrodíllate encima de mí. Échate hacia delante, déjame tocarte. Dame miel, dame felicidad, agárrate al cielo y olvídalo todo.
Tatiana siguió dándole la espalda, inmóvil, como si no lo hubiese oído, como si él no le hubiese susurrado aquellas palabras.
Después de que se quedara dormida, Alexander acomodó el cuerpo de ella en el de él, la alojó en el recodo de su brazo, la acurrucó contra su pecho. La melena rubia le hacía cosquillas en el tórax. Alexander tardó horas en quedarse dormido. ¿Era su imaginación o había en la voz entrecortada de ella durante toda la noche una promesa de futura agonía? Era como si hubiese estado intentando decirle algo todo el tiempo… sin conseguirlo. Desde luego, él no pensaba preguntárselo, pero ¿cómo había pasado de dormir en posición fetal el sábado anterior a prepararle su plato favorito y ofrecerle su cuerpo desnudo aquella noche?
—«Apoya la cabeza dormida, en mi brazo desleal» —recitó de forma inaudible, tratando de recordar a Auden, asfixiándose en la venenosa mezcla de repugnancia hacia sí mismo y de conciencia que le consumía el alma.
Por favor, amor mío, vuelve a casa
A la mañana siguiente, Alexander entró en el despacho a recoger los recados que le habían dejado, a ver sus citas del día y asegurarse de que Linda ya se había encargado del centenar de pagas extras de Navidad. La eficiencia personificada, Linda le explicó que ya lo había hecho hacía semanas, la primera vez que se lo había preguntado.
—¿Anoche te portaste mal y te olvidaste de tu cita? —le dijo ella.
—¿Qué cita?
—¿Qué cita? Tu cita con la señora Rosario, Alexander. La concertaste tú mismo. Estaba en tu agenda.
—Vaya, debí de olvidarme —contestó con cautela—. ¿Por qué lo preguntas?
—Bueno, tampoco estabas en casa —dijo Linda—, porque vino aquí anoche hacia las nueve preguntando por ti.
—¿Quién?
—La señora Rosario.
Alexander se quedó callado.
—Linda, ¿se puede saber qué hacías tú aquí todavía a las nueve?
—¿No sabes que no tengo vida? —contestó—. Me gusta organizarte la tuya. Vino y me preguntó si podía llamar a tu casa. Yo no sabía qué hacer. La verdad es que me preocupé mucho. Pensamos que a lo mejor te había ocurrido algo. Tú nunca te olvidas de tus citas.
—¿Y… —empezó a decir Alexander con dificultad— llamó?
—Sí. Habló con Tania.
—¿La señora Rosario habló con Tatiana?
—Sí. Estaba muy enfadada.
—¿Quién? —preguntó Alexander con voz cansina.
—La clienta, por supuesto —dijo Linda—. Ya sabes que tu mujer es constitucionalmente incapaz de enfadarse contigo.
Con paso vacilante, Alexander salió del despacho y se sentó en la camioneta. En los días anteriores era algo que había hecho con mucha frecuencia, lo de sentarse en su camioneta. No tardaría en convertirse en su hogar.
¡Esa maldita Carmen había llamado a su casa! Bien, pues ésa era precisamente una posibilidad que no había previsto: la mujer casada llamando a su casa, preguntando por él. Ésa era la eventualidad que Alexander no había sabido ver, y eso que se creía preparado para cualquier posible contingencia.
No podía pensar con claridad. Pero ¿por qué no desaparecían sus temores? ¿Por qué no se habían peleado la noche anterior? Estaban solos, tenían toda la noche por delante para discutir. A él se le habría ocurrido alguna excusa que decirle que sonase a verdad. ¿Por qué Tania se había vestido para él con un camisón transparente? ¿A qué venía la comida, las velas? ¿Qué diablos estaba pasando en su casa? Alexander se estaba volviendo loco, ya no sabía qué pensar.
Tenía que ir a comprobar el estado de las obras en tres de sus casas. Los fontaneros iban a ir a una de ellas, en otra iban a levantar los cimientos y el inspector que concedía los certificados de habitabilidad iba a visitar la tercera. Sin embargo, a la hora del almuerzo, Alexander fue al hospital. Aunque sabía que Tatiana nunca se tomaba un descanso lo bastante largo para servirse una taza de café, y mucho menos una pausa para hablar tranquilamente de la llamada de otra mujer a su casa preguntando por él, ¿cómo no iba a ir?
La encontró sentada a solas en la cafetería, bebiendo leche; estaba pálida y triste.
—Hola —dijo, sin apenas mirarlo—. ¿Qué haces aquí?
—Ven afuera un momento —le dijo él.
Cuando salieron a la luz del sol del aparcamiento, Alexander dejó de andar y, apretando los dientes y con la mirada clavada en el suelo, le preguntó:
—¿Por qué no me dijiste que Carmen Rosario te llamó anoche?
—¿Has venido al hospital a preguntarme esto? Ella no me llamó a mí —dijo Tatiana—. Llamó a nuestra casa preguntando por ti. —Se rio levemente—. Preguntó si podía hablar contigo y cuando le dije que no estabas en casa me dijo: «Bueno, ¿y dónde está?» en un tono que, como podrás imaginar, a mí por lo menos me pareció de lo más peculiar. Le dije que te ibas a quedar a trabajar hasta tarde… y ella me dijo que sí, y que era con ella con quien se suponía que ibas a quedar trabajando hasta tarde. La verdad —continuó Tatiana, juntando las manos—, parecía muy, pero que muy enfadada. No supe qué decirle, puesto que no tenía ni idea de dónde estabas, así que me disculpé en tu nombre. Pensé que querrías que hiciera eso, ¿verdad, Alexander? ¿Querías que me disculpara ante Carmen Rosario por ti? —Hizo una pausa—. Le dije que probablemente se te habría olvidado, que siempre tenías mil cosas en la cabeza. Que a veces te pasa eso, que la cabeza te juega malas pasadas, le dije. Que te olvidas de ciertas cosas.
Si Alexander hubiese agachado aún más la cabeza, se la habría golpeado contra el suelo. Retrocedió un paso con piernas temblorosas.
—¿Por qué haces esto? —le preguntó despacio—. ¿Por qué no me contaste esto ayer? ¿Por qué me preparaste esa farsa, cocinando para mí, poniendo música…? ¿Para qué?
No podía mirarla a la cara.
—No entiendo la pregunta —dijo Tatiana. Alexander examinó las rendijas del pavimento—. Tienes cien citas como ésa a lo largo del año —prosiguió—. Me dijiste que ibas a quedarte a trabajar hasta tarde. Me has dicho eso muchas veces, cada vez que te has quedado con algún cliente. Es verdad, no te presentaste a esa cita, pero yo no sé por qué. Podrías estar ocupado con otras cosas, o no tener a mano el número de teléfono de esa mujer. Podrías haberte equivocado de restaurante. Se trata de tu negocio, tú sabrás, yo no me meto en tus asuntos. No me dijiste que era con Carmen con quien ibas a reunirte, pero ¿y qué? Tú no me dices los nombres de los clientes que quieren encargarte la construcción de sus casas. Nuestro matrimonio nunca ha sido así. —Tatiana hizo una pausa. Alexander ni siquiera la oía inspirar y espirar el aire, tan silenciosa era su voz y su respiración—. La mujer con la que ibas a reunirte para hablar sobre la construcción de una casa llamó y dijo que no te habías presentado a la cita. Parecía estar en su perfecto derecho de enfadarse. Tengo la impresión de que a la mayoría de tus clientes tampoco les gustaría nada que los dejases plantados en algún bar restaurante del sur, en Chandler, y que seguramente también llamarían a nuestra casa diciendo: «Bueno, ¿y dónde está?».
No podían continuar aquella conversación en el aparcamiento.
—Tatiana… —repitió—. ¿Por qué no me dijiste esto ayer?
—Pero ¿qué pasa? ¿Por qué te pones así? —dijo Tatiana.
Sólo le temblaban las puntas de los dedos, la única parte del cuerpo que le veía Alexander, aparte de las piernas enfundadas en las medias blancas hasta el dobladillo del uniforme.
—Si pensabas que iba a cenar fuera —dijo Alexander, porque fue lo único, las únicas palabras que se le ocurrieron—, entonces ¿por qué me preparaste la cena?
—¿Cuándo ha rechazado mi marido un buen plato de blinchiki? —dijo Tatiana en voz alta y clara, mirándolo directamente a los ojos—. Aun cuando salga a cenar fuera…
«Oh, Dios…».
—Tania… —dijo Alexander en un hilo de voz. Ella retrocedió unos pasos y dijo:
—Bueno, escucha, si no tienes que decirme nada más, tengo que volver al trabajo.
«Sí, tienes que volver a la raíz del mal». Alexander no lo expresó en voz alta, sólo lo pensó, por si a ella se le ocurría decirle que él era la raíz de todo mal.
—Espera —la detuvo Alexander.
Su cerebro confuso no podía ver a través de la nebulosa de aquel cielo limpio y azul del soleado día de invierno. ¿Debía mentir y decir: «De verdad, te juro que sólo había quedado a tomar una copa con Carmen. De verdad, te juro que sólo íbamos a hablar de la casa… a pesar de los condones en el bolsillo»? ¿Debía decirle acaso: «Casi no hice nada malo el miércoles… aparte de urdir con premeditación mis planes traicioneros y lascivos»? «En contraste con el viernes anterior, tal vez, cuando puede que las cosas sí fuesen mucho más sucias y escabrosas, pero espero que nos olvidemos del viernes para siempre y no lo recordemos nunca jamás. Y ya sé que suena horrible, lo de ir al encuentro con otra mujer para llevarla a un hotel a acostarme con ella, pero el hecho es que no la dejé subir a la camioneta el viernes. Mi camioneta está impecable. ¿Es que no se me concede algo de crédito por eso? ¿No equivale eso al menos a mover mi ficha una casilla hacia delante?».
Alexander era incapaz de moverse una casilla hacia delante, ni de dar un paso hacia delante, ni de pronunciar una sola palabra más. Era incapaz de abrir la boca, de modo que le dijo a Tatiana:
—Espera…
Cuando en realidad quería decir «No sé qué decir…».
—Tengo que irme volando, de verdad —respondió ella—. Pero tú también tienes que volver al trabajo, ¿no? ¿Has vuelto a programar tu cita con la señora Rosario? ¿Te quedarás a «trabajar» hasta tarde esta noche con ella?
—Tania, no —contestó Alexander, con voz de derrota.
—Ah —repuso ella, alejándose.
Si Alexander no hubiese tenido que reunirse con los fontaneros en la casa de River Crossing, cuya fecha de entrega estaba prevista para el día anterior, no se habría bajado de su camioneta. Sin embargo, tenía que reunirse con los fontaneros, y todavía seguía con ellos a última hora de la tarde cuando el sedán de Carmen aparcó en la calzada y ésta se bajó de él, adornada con unos pendientes brillantes, maquillaje también brillante y un suéter blanco y negro tan ceñido como deslumbrante. Don Joly, el electricista la observó desde la ventana y le dedicó un silbido.
—Vaya, vaya, vaya… ¿Qué maravilla tenemos aquí? —exclamó.
Alexander le dio la espalda. Ella entró y lo encontró.
—Hola, Alexander.
—Es mejor que no entres en la casa —le advirtió él, sin mirarla—. La obra no es un lugar seguro. No estoy asegurado contra accidentes de los visitantes sin autorización.
—Hummm… ¿Puedo hablar contigo un momento?
—Como quieras —dijo Alexander de mala gana, sin levantar la vista del marco de la ventana, donde había enrollados tres metros de cable.
Estaba midiendo la distancia entre las tomas de corriente; según la normativa, la separación entre enchufes no podía ser mayor de dos metros, y él temía que el que tenía delante estuviese a más de dos metros del de la izquierda, lo que significaría que habría que rehacerlo, y eso, a su vez, significaría que, como en el dominó, habría que rehacer también todos los del resto de la habitación. Tenía que medirlo todo seiscientas veces en una casa de aquel tamaño, y todo antes de Navidad, la semana siguiente.
—Alexander, ¿puedes mirarme un momento?
Muy despacio, Alexander se incorporó y se volvió para mirarla.
—¿Qué pasa? —dijo—. Estoy ocupado.
—Eso ya lo veo. ¿También estabas ocupado anoche, cuando te estuve esperando sola en ese restaurante, como una tonta?
—Anoche también estaba ocupado.
Todo su cuerpo se rebelaba a gritos contra aquella mujer. No podía creer que estuviese hablando con ella.
—No entiendo nada —dijo Carmen—. Creía que habíamos quedado en vernos. ¿Se te olvidó?
—Eso es —contestó él—. Se me olvidó.
Carmen inspiró con fuerza y siguió hablando.
—No te creo. Lo habíamos planeado. No pudiste olvidarte.
—Pues se me olvidó, Carmen. Se me olvidó completamente.
—¡Intentas humillarme! ¿Por qué?
—¿Por qué? —Alexander tomó aire para tranquilizarse un poco—. ¿Se puede saber por qué llamaste por teléfono a mi mujer?
—¡Yo no llamé a tu mujer! ¡Te estaba llamando a ti!
—¿Llamando a mi puta casa?
Alexander hablaba a gritos. Estaba furioso con ella, y consigo mismo. Don Joly, a través de los tablones de madera del segundo piso, debía de haberlo oído todo… ¿Y cómo no iba a hacerlo? Don Joly y todos sus hombres, escuchando a Alexander pelearse con una mujer que no era su esposa. Aquello era traspasar la frontera hacia otro país, e iba a llegar a oídos de todo el mundo, todo por culpa de su maldita indecencia.
—¡Sí, llamando a tu puta casa! —exclamó Carmen, también a voz en grito.
Alexander ya había tenido suficiente. La asió del codo y la llevó afuera, a la calle.
—Escucha —le dijo—. Yo trabajo aquí. Trabajo. ¿Lo entiendes? También estoy casado. ¿Eso lo entiendes? A diferencia del tuyo, mi matrimonio no es de cartón piedra, sino un matrimonio de verdad. Llamaste a mi casa, donde vivo con mi esposa, ¡para preguntarle por qué no aparecí en nuestra cita! ¿Es que has perdido el juicio?
—No es eso lo que hice —se defendió Carmen—. Fui muy profesional.
—¿Profesional? Gritando por teléfono: «Bueno, ¿y dónde está?». ¿Eso te parece profesional?
—Tu mujer estaba muy tranquila —señaló Carmen—. Mucho más que tú ahora. Pero si no querías que llamase, ¿por qué no apareciste como me habías prometido?
Estaban de pie en la acera en medio de una calle nueva, en medio de una urbanización nueva. Alexander y una mujer… ¡discutiendo!
—Carmen, después del viernes no volví a acordarme —dijo Alexander—. Por eso no fui. Por lo demás, mi prioridad es mi esposa, y en segundo lugar viene todo lo demás.
—Pues no pensabas precisamente en tu esposa el viernes pasado —dijo elevando el tono de voz mientras sacaba ridículamente su generoso pecho—. Entonces estaba muy lejos de tu pensamiento.
—No tanto como a ti te gustaría —replicó Alexander—. Pero ¿se puede saber qué te has creído viniendo aquí a levantarme la voz?
—¡Deja de comportarte como un cretino! —gritó ella—. Yo no soy tu mujer, será mejor que me muestres un poco de respeto.
—¿Quién coño crees que eres? —dijo Alexander acercándose a ella un paso y controlando el tono de voz—. ¿Respeto? ¿Te metes en un coche con un perfecto desconocido y te crees que porque te dejo chuparme la polla dos minutos mereces un poco de respeto?
Carmen dio un respingo.
—¿Que tú me…?
Se puso roja como la grana.
—Ah, ¿no? No sólo fui yo quien te dejó, Carmen, sino que además, ni siquiera me has sacado ni una sola copa gratis, para que te enteres.
—¡Oh! —Estaba ruborizada y respiraba con dificultad—. Tú… tú… ¡te arrepentirás de esto, Alexander!
—Ya me arrepiento más de lo que te imaginas.
—Por culpa de tu conducta deplorable, tu mujer…
—¿Sabes una cosa? —dijo Alexander, interrumpiéndola; se acercó a ella hasta quedar muy cerca, y luego se inclinó sobre su cara—. Antes de que digas otra palabra, esto es lo que vas a hacer: vas a subirte a tu coche y te vas a largar cagando leches de aquí. Salta a la vista que no has leído lo que la prensa publicó sobre mí con suficiente atención, y puede que quieras hacerlo, pero te lo advierto ahora mismo: no me amenaces, no me insultes, no me eches nada en cara, limítate a subirte a tu coche y a largarte ahora mismo, mientras todavía puedes, y no vuelvas a acercarte a mí ni a mis casas.
Carmen abrió la boca, pero Alexander negó con la cabeza y dio medio paso más hacia delante hasta colocarse a escasos centímetros de su cara.
—Ni a mí, ni a mis casas, ni a mi mujer… Nunca, en el resto de tu vida.
La mujer abrió la boca y él volvió a negar con la cabeza.
—No, Carmen, no. Cuando he dicho ni una puta palabra más, significa… ni una puta palabra más. Métete en tu coche y vete.
Hablaba en un tono de voz tan amenazador que al final ella lo obedeció y se calló.
Con las piernas temblorosas y la respiración agitada, que hacía que el pecho le subiera y le bajara frenéticamente con aquel suéter tan ceñido, Carmen logró abrir la portezuela del coche, subirse en él y marcharse.
¡Pelearse con una mujer que no era su esposa! Algo del todo inverosímil, algo del todo escandaloso… y lamentable.
—¿Dónde está mi madre? —dijo Anthony esa noche, a las diez.
Desde luego, era una buena pregunta. ¿Dónde estaba su madre? Cuando Alexander llamó al hospital, Erin le dijo que Tatiana estaba haciendo un turno doble en el hospital.
—¿Que está haciendo qué? —Alexander apoyó la mano en la encimera para no perder el equilibrio—. Erin, déjame hablar con ella.
—No puedo, está con una fractura múltiple, no puede ponerse al teléfono. Ya le diré que te llame cuando salga.
Anthony no creía que su madre pudiera estar trabajando un turno doble. Alexander tampoco podía dar crédito. No sabían qué hacer, aturdidos, sentados a la mesa de la cocina. Antes se habían comido los restos de los blinchiki del día anterior, y Anthony, satisfecho aún, con la boca llena, había dicho:
—Papá, gracias, ¿qué es lo que has hecho bien para que esta noche cenemos blinchiki?
¿Qué era lo que había hecho bien para que tuvieran blinchiki para cenar? Nada. Absolutamente nada.
Pero a las diez y media de la noche, con la comida acabada hacía ya rato, Anthony dijo:
—Pasa algo, ¿verdad? Mamá me envió a casa de Sergio ayer, en mitad de la semana, como si tuviéramos a otro Dudley muerto en el salón de casa.
A Alexander le pareció acertada la asociación de ideas de su hijo.
Un Anthony a todas luces enfadado fue la principal razón por la que Alexander condujo sesenta kilómetros esa noche de jueves para ir a ver a Tatiana. Se sentaron en la sala de espera con dos borrachos, un hombre con una pierna rota, una mujer con una tos persistente y un recién nacido diminuto y con fiebre.
Volvieron a llamarla al busca, y otra vez más. Tuvieron que esperar otros treinta y cinco minutos para que apareciera a toda prisa por las puertas dobles. El hijo corrió hacia ella. El marido se quedó inmóvil en su asiento, examinándose con aire sombrío las magulladas palmas de las manos.
—¿Qué pasa? ¿Qué ha pasado? —inquirió ella, muy angustiada.
—Nada —dijo Anthony—. Mamá, ¿qué haces aquí? ¿Por qué trabajas un turno doble? Tú nunca trabajas turnos dobles. ¿Y por qué no nos has llamado? Estábamos muy preocupados. ¿Por qué no nos dijiste que ibas a trabajar esta noche? ¿Por qué no vienes a casa?
A Alexander le pareció que su hijo había hecho las preguntas oportunas. Aunque se le habían olvidado las siguientes: «¿Qué es lo que sospechas, para poder negártelo yo inmediatamente y así hacerte sentir mejor y volver a tocarte, y no tener que volver a pensar ni hablar de esto en toda mi vida? ¿Qué es lo que he hecho? ¿Qué mentiras puedo urdir ahora para redimirme? ¿Y cuándo va a venir el equipo de limpieza del forense a retirar el cuerpo de Carmen de nuestra sala de estar, Tatiana?». Ésas eran las preguntas que Alexander creía que debería haber hecho su hijo.
Tatiana se sentó en la silla. Intentaron hablar en voz baja, pues los borrachos estaban pendientes de sus palabras.
—Estoy haciendo un turno doble, hijo mío, eso es todo —contestó Tatiana—. Es Navidad. Andamos escasos de personal y tenemos mucho trabajo. Todo el mundo se pone enfermo o sufre estos días. Todo el mundo —continuó— sufre, sufre mucho.
—Por favor —dijo Anthony—. Ayer me echaste de casa, mamá. ¿Me tomas por un crío? Papá dijo que estaría trabajando y que no volvería a casa. Hoy eres tú la que está trabajando y no va a volver a casa. Lleváis peleándoos desde la semana pasada. ¿Crees que no me doy cuenta de lo que pasa? —Estaba al borde de las lágrimas—. Por favor…
Tatiana le tomó la cara entre las manos. Ya era quince centímetros más alto que ella y pesaba veinte kilos más, y aun así se quedó allí, donde ella lo abrazaba, con la cabeza enterrada en el cuello de su madre como un crío de tres años. Alexander tenía los codos apoyados en las rodillas y la mirada clavada en el suelo, donde le correspondía.
—Mañana hay un concierto de Navidad en mi escuela —dijo Anthony.
Tatiana asintió.
—Ya lo sé. Iré.
—¡Mamá! —exclamó Anthony—. ¿Estás enfadada con papá? Por favor, no te enfades con papá por lo de…
—¡Anthony! —intervino Alexander—. Ni una palabra más.
—Sí, Anthony —convino Tatiana—. Ni una palabra más.
La llamaron al busca. Había llegado otra ambulancia. Intentó despedirse.
—Cariño, lo siento, volveré a casa pronto, pero ahora tengo que irme, de verdad.
La enfermera de cuidados intensivos la llamó, y uno de los borrachos se acercó a ella. Anthony seguía abrazado a su madre. Entraron a un paciente en una camilla, alguien de cuyas heridas manaba mucha sangre. Alexander no podía mirarla; sabía que ella necesitaba su ayuda con Anthony, pero él no pensaba dársela hasta que ella se lo pidiese.
—Anthony —dijo Tatiana—, dile a tu padre que tengo que irme ya.
—Está ahí, mamá —respondió Anthony—. Díselo tú misma.
Alexander se levantó y, en voz baja, muy baja, le dijo:
—Como siempre, te las arreglas perfectamente sin ninguno de nosotros, terribles pecadores, ¿verdad? —Y a continuación, separó a rastras a Anthony de su madre—. Vamos, campeón —le dijo—. Mamá está ocupada. Vámonos a casa. Mira lo que te he comprado hoy. —Sacó una bolsa de M&M de cacahuete—. ¿Los has visto? Son M&M con cacahuete por dentro. ¡Qué país! ¿Quieres uno?
David Bradley abrió de golpe las puertas dobles, vestido con la ropa de cirujano.
—Dios, ¿dónde está? —Entonces la vio—. ¡Tatiana, por favor! —la llamó—. ¡Ahora!
—No te preocupes, hijo —le dijo Tatiana a Anthony—. Tu padre cuidará de ti. Vete a casa.
Ni siquiera dirigió una mirada al padre antes de desaparecer a toda prisa.
A las ocho de la mañana del viernes, Tatiana no estaba en casa. Alexander esperó hasta las nueve. El concierto de Anthony era a las nueve y media. Se fue en coche a la escuela, esperando que, en cualquier momento, el coche de ella apareciera por Jomax. La encontró entre el público del auditorio, lleno hasta los topes, todavía con el uniforme de enfermera, ¡y ni siquiera le había guardado asiento! Alexander tuvo que quedarse de pie en el fondo. La directora salió a escena, el piano emitió unas notas, los niños cantaron, tocó la banda… Él la observó aplaudir entusiasmada a su hijo, levantarse, sacar fotos e incluso hablar con los otros padres sobre lo bien que los niños habían interpretado los villancicos clásicos. Los alumnos volvieron a las aulas y ella se confundió entre la multitud que se dirigía a la salida. Para cuando Alexander le dio alcance al fin, Tatiana ya estaba junto a su Thunderbird. Él le cerró la puerta con fuerza con la mano.
—¡Tania!
—¿Me dejas abrir mi coche, por favor? —dijo ella, cabizbaja.
—No. ¿Podemos hablar como dos adultos?
—¿Hacer qué?
Se acercó a ella.
—¿Qué haces?
—Yo nada; ¿qué haces tú?
Se miraron fijamente un momento, antes de que él desviara la mirada. Ella parecía inmensamente cansada, ni siquiera podía mantenerse derecha.
—¿Has salido de trabajar a las siete? —le preguntó en voz baja, acercándose más aún, queriendo tocarle la mejilla pálida, las cejas rubias.
—Sí.
—¿Y por qué no viniste a casa?
—¿Por qué no viniste tú a casa?
—Sí vine a casa —comentó Alexander, buscando su rostro con los dedos—. Venga, vámonos. Me he tomado la mañana libre en el trabajo.
—Ah, ¿sí? ¡Qué bien! —exclamó Tatiana, apartándose de sus manos—. Sólo una cosa: no quiero hablar contigo.
—Lo sé —dijo Alexander. Ya no se trataba de qué mentira urdir para que ella se la creyera; se estaba convirtiendo en una cuestión de qué parte de la verdad debía contarle para que volviese a creerle algún día—. Ya sé que no quieres, pero tienes que hablar conmigo. —La agarró por el brazo—. Vamos, no hagamos esto en medio del aparcamiento de la escuela, con toda esta gente… —Los demás padres se dirigían a sus coches, charlando animadamente sobre sus planes navideños, sobre los regalos para los niños, el tiempo excelente y los paseos en trineo. Alexander y Tatiana enmudecieron hasta que todos hubieron pasado por su lado—. Ya sé que estás enfadada conmigo…
Tatiana levantó la mano para que no siguiese hablando.
—¿Qué quieres hacer? —exclamó Alexander, abriendo las palmas de las manos—. ¿Seguir así, sin dirigirme la palabra? Al final tendrás que hablarme, ¿no?
—No —contestó Tatiana sin apenas mover la cabeza y abriendo la portezuela del coche—. Estoy harta de hablar.
«¡Cómo puedes estar harta de hablar, si no me has dicho tres palabras seguidas desde el sábado!», quiso gritarle Alexander.
—¿Por qué no nos vamos a casa? —le sugirió con dulzura, tratando de convencerla—. Allí podrás gritar, podrás hacer lo que…
—¿Tengo aspecto de querer o poder gritar, Alexander? —Tatiana se quedó de pie junto a la puerta abierta del coche—. Es más, ¿necesito gritar? —Parecía estar a punto de desplomarse o desmayarse si no se sentaba. Alexander extendió el brazo para ayudarla a no perder el equilibrio, para tocarla, pero ella levantó las manos como si lo que quisiese fuese desaparecer de su vista—. No.
Se apoyó en el coche, se cruzó de brazos y cerró los ojos.
—Abre los ojos —dijo Alexander. Ella los abrió. Eran de color obsidiana, como las aguas del mar Negro—. Tania… —dijo, con la voz a punto de quebrarse—. Por favor, amor mío. Vámonos a casa. Deja que te explique, deja que hable contigo.
Ella negó con la cabeza.
—No —dijo—. Se acabó el hablar. Además, tengo que ir a la misión.
—¿La misión? —repitió él, frunciendo el ceño—. Acabas de trabajar veinticuatro horas seguidas. Tienes que irte a casa y dormir, ¿no crees?
—No. Los niños no saben ni les importa si tengo sueño o no. Los niños me esperan.
—Sí, claro que sí —dijo Alexander, apretando los puños y apartándose al fin de ella. Tatiana siempre sabía decir la palabra justa para hacer que se apartara de ella—. Y tu hijo, tu único hijo, tu verdadero niño, te ha estado esperando horas y horas.
—Y su padre está cuidando de él, ¿no?
—Necesita a su madre.
Ella también apretó los puños con fuerza y dio un paso hacia él. Alexander abrió los brazos.
—Aquí —dijo él—. Aquí me tienes.
—Desde luego —respondió Tatiana. Inspiró hondo y añadió—: Alexander, cuando me pediste que me casara contigo, ¿pensabas que era posible que nuestro matrimonio durase más que un ciclo lunar?
—Eso esperaba.
—No, no creo que lo pensases. Sí, dijiste, sólo íbamos a hacerlo una vez y más valía que lo hiciéramos bien, pero estabas pensando en hacerlo bien durante sólo un mes. Un año entre permiso y permiso, tal vez. Mientras intentabas entrar en Alemania desde Rusia. Yo no digo que no salieses en mi busca, no digo que aquello no fuese real, porque, al fin y al cabo, ¿qué otro motivo tenías por el que vivir? Podías intentar encontrarme, mantenerte con vida por mí, o podías pasarte el resto de tu vida fumando en un campo de cebollas ruso. Así que me escogiste a mí. ¡Qué noble! Pero esto no es Lazarevo, que duró un suspiro, ¿a que no? Esto son días y días, y meses y años y más años, y todos los minutos que hay en medio, solos tú y yo, un hombre y una mujer en un matrimonio.
—Sé muy bien lo que es esto, Tatiana —contestó Alexander, con la voz frágil de ella oprimiéndole el pecho como cemento.
—Ah, ¿sí? Un matrimonio no es tan sencillo como beberse un sorbo de agua. Esto no es fingir que tienes una vida, como en la guerra, ni fingir un matrimonio soviético, los dos contra el NKVD, con supuestas opciones soviéticas. Ésta es la vida norteamericana de verdad, y va en serio. Llena de opciones, llena de libertades, de oportunidades, dinero, conflictos, presiones constantes. Hay sufrimiento… cuando no podemos tener lo que creemos que merecemos, y eso nos atormenta. —Hizo una pausa—. Y hay tentaciones.
—Tania, calla. Aquí en el aparcamiento, no. Quiero ir a casa.
—¿Quieres que tengamos esta conversación en casa? —Volvía a mirarlo con ojos apagados—. ¿En la casa en la que he trabajado tanto para convertirla en tu santuario para el resto de los días de tu vida? ¿En el refugio que construí para ti, donde pudieras tener al fin un poco de paz? —Negó con la cabeza—. No creo que quieras tener esta conversación allí.
—Sí quiero.
—Alexander Barrington —dijo Tatiana—, mi amigo, mi marido, me parece que no has prestado atención. No estoy hablando de amor, no. Richter también cree que ama a Vikki. Vikki cree que ama a todos y cada uno de los hombres con los que ha estado. El amor sí es como beberse un sorbo de agua. Tienes la desfachatez de venir a hablarme de Naples… ¡Hasta dos extraños podrían amarse en Naples, rodeados de arena blanca! —gritó—. Los perros podrían amarse en Napa. Las moscas de la fruta se aparean en Lazarevo. ¡El amor es tan fácil!
Alexander permaneció inmóvil y sin aliento, escuchando cómo ella borraba los colores con los que estaba pintada su vida.
—No estoy hablando de amor —repitió Tatiana.
—Es evidente —repuso él—. ¿Podrías no hablar de amor en otro sitio que no fuese el aparcamiento? ¿Podemos irnos a casa? No hay nadie, Ant está en la escuela.
—No hay paz en esa casa.
—Sí, ya lo sé. Tú te la has llevado contigo. Pero quiero ir allí de todos modos.
Tatiana lo miró con desdén.
—¿Crees que puedes hacer lo que te plazca y luego llevarme a casa como si nada?
—Tania, si dejas que me explique, todo irá bien —le aseguró Alexander—. Yo lo arreglaré todo. Porque no hice nada malo.
—¿No?
—No —contestó, con su rostro valiente e indiferente como una máscara de piedra—. Pero por favor, vámonos a casa para que pueda explicártelo.
Tatiana dio un paso hacia él, con su uniforme blanco, y levantó su cara ansiosa hacia Alexander, lo miró con sus ojos anhelantes, en el aparcamiento soleado de la escuela de Anthony, en medio de la fría mañana de diciembre, y le puso las manos en el pecho.
—Alexander —le susurró—, bésame.
Alexander dio un respingo involuntario.
Tatiana le agarraba la camisa con los puños, cerca del corazón, y lo miraba con ojos anhelantes, heridos y esperanzados, anegados en lágrimas.
—Ya me has oído —le dijo en un hilo de voz—. Mi marido, el padre de mi hijo, mi luz y mi guía, mi vida, mi alma, con tus labios veraces, bésame.
El forense no iba a acudir en un plazo breve de tiempo a recoger los restos de Carmen de las paredes de la casa. Alexander tenía que tomar su decisión allí mismo: o la besaba o se alejaba. Pero fuera cual fuese su opción, estaba acabado…
Porque aquello era un jaque mate.
Alexander retrocedió un paso.
—Tatiana, esto es absurdo. Te lo repito una vez más, vámonos a casa y acabemos esto. Me niego a mantener esta conversación contigo en público.
No podía mirarla.
Tatiana se subió a su Thunderbird y salió derrapando del aparcamiento vacío.
Hace frío fuera, amor
Tatiana no volvió a casa ese viernes. El siguiente miércoles era Navidad, y ya el lunes Vikki, Richter, Esther y Rosa iban a volar todos desde la nevada costa Este para pasar las fiestas con ellos. ¿Qué iban a hacer?
Alexander la llamó a la misión y luego al hospital, pero no se puso al teléfono ni le devolvió la llamada.
—Lo siento, Alexander —le dijeron Erin y luego Cassandra—. Está ocupada, está en quirófano, está en traumatología, un accidente detrás de otro, un infarto detrás de otro… ¡Hasta ha habido un acuchillamiento! No puede ponerse al teléfono.
Él y Anthony no podían quedarse en aquella casa vacía. Salieron a cenar y luego al cine, y vieron La invasión de los ladrones de cuerpos. Apenas hablaron.
Las luces del árbol seguían apagadas, y Alexander se había olvidado de encender las de fuera. Al volver, a las once de la noche; ninguno de los dos vio la casa desde la carretera. Su pequeño faro estaba muerto, tanto por fuera como por dentro.
Alexander volvió a llamarla. Pensó en ir a verla, pero ya habían tenido tres discusiones infructuosas en aparcamientos y salas de espera. Por segunda noche consecutiva, no pudo dormir en la cama de ambos. Fumó hasta casi quedarse ciego por el veneno de la nicotina y permaneció en el sofá hasta el sábado por la mañana.
Después de que la recepcionista de urgencias le dijera que Tatiana había salido del hospital a la siete, Alexander la esperó, pero cuando vio que a las nueve todavía no había llegado a casa, se fue a trabajar y se llevó consigo a Anthony, pues no quería que el muchacho se quedase solo en la casa.
Anthony estaba tan sombrío y callado en el rincón de la zona de recepción, que Alexander apenas pudo atender a sus visitas. «Ve a comprar, Anthony». «Tómate un helado». «Ten, Anthony, cómprate algo». Pero Anthony no se movía.
Esa noche iba a tener lugar la fiesta de Navidad de la Barrington Custom Homes en la nueva y espectacular casa de muestra que acababan de terminar. Alexander y Tatiana eran los anfitriones, al igual que en los seis años anteriores. Había ciento cincuenta invitados y mucho en juego en aquella fiesta, como por ejemplo, la codiciada invitación para construir una casa para la prestigiosa competición de constructores de la «Parade of Homes» de 1959.
A las cuatro de la tarde, Alexander volvió a casa con Anthony para arreglarse para la fiesta. Tatiana no estaba en casa. Aunque sí había estado allí, porque todos los platos que había guardados en la alacenas y los armarios estaban hechos trizas en el suelo de linóleo. Todos los platos sin excepción. Y también las tazas y los cuencos. Dudley, Carmen… su matrimonio hecho pedazos en el suelo de la casa.
Alexander y Anthony se miraron consternados, boquiabiertos ante la escena de caos, ante la locura.
—Tania, ¿me perdonarás por ir a la cárcel?
—Sí.
—¿Me perdonarás por morirme?
—Sí.
—¿Me perdonarás…?
—Shura, te lo perdonaré todo.
—Alguien ha estado en casa —señaló Anthony, arrojando la chaqueta al perchero—, pero no creo que fuese mi madre. —Tardaron una hora en recoger los añicos.
Cuando Alexander entró en el dormitorio para cambiarse, emitió un grito ahogado de horror. Encima de la colcha, de la colcha color crema con flores carmesí, desparramados en amargos mechones largos y deshilachados, estaban los restos de la melena rubia de Tatiana. Cortado en trozos, el pelo formaba una maraña enredada, la afilada navaja de hoja de acero de Alexander en el suelo.
Alexander permaneció largo rato sentado en la cama, con las manos apoyadas en las rodillas, mientras en la radio sonaba la Sposa Son Disprezzata de Vivaldi. Estaba sencillamente atónito ante la reacción de la mujer serena que creía conocer tan bien ante la batalla campal que él mismo había traído a su apacible casa. Alexander pensaba que, a lo sumo, sería una refriega con bajas, pero aquello era una guerra declarada. Fida son oltraggiata…
Y en su cabeza, no dejaba de oír la voz suave de Tatiana, dura como la piedra, diciendo: «Alexander Barrington, mi amigo, mi marido, me parece que no has prestado atención».
¡No era posible que aquello estuviese sucediendo!, gritaba el corazón de Alexander. ¡No era posible! La vida real no podía destrozarlos también. Ellos estaban más allá de todo eso, ¿no era así? Eran Alexander y Tatiana, habían atravesado océanos helados, continentes enteros sobre púas oxidadas, los habían marcado por sus pecados, los habían golpeado y habían sangrado hasta quedarse secos para encontrarse el uno al otro de nuevo. Aquello no podía estar sucediendo…
Cuando salió del dormitorio, duchado y vestido, después de haber recogido y guardado en el cajón de su mesilla de noche los quince años del pelo de Tatiana, Alexander le dijo a su hijo:
—Anthony, algo me dice que tu madre no va a venir a nuestra fiesta esta noche. ¿Qué quieres hacer? Yo tengo que ir.
Todo aquello sucedía mientras en la casa no había nada más que comer excepto fiambre enlatado, el regalo norteamericano a la Unión Soviética hambrienta y devastada por la guerra que Tatiana siempre tenía a mano, el fiambre enlatado que Anthony se estaba comiendo en ese momento con un tenedor, directamente de la lata. Hundido en el sofá, Anthony miró a su padre y dijo:
—Nos ha dejado, ¿verdad?
Y se echó a llorar.
Con la garganta atenazada por la emoción, Alexander se sentó junto a su hijo.
—No nos ha dejado —contestó—. No te ha dejado a ti.
«Por favor, que alguien me haga una traqueotomía…».
—¿Y dónde está?
—¿Crees que si lo supiera no estaría allí ahora mismo, con fiesta o sin ella?
—Papá…
—Anthony, lo siento. Tu padre se ha portado mal y mamá está muy enfadada. No te voy a mentir, pero no te preocupes, volverá, ya lo verás.
—¿Como volvió a buscarte a ti?
Alexander hizo un gran esfuerzo por mantener la serenidad.
—Algo así. —Alborotó el pelo de su hijo—. Y ahora, vamos. Habrá comida de verdad en la fiesta.
—El fiambre enlatado es comida de verdad —dijo Anthony, mirando dentro de la lata—. Era el último. Llevo comiéndolo desde la semana pasada. Eso y el pan que hace ella, los restos que hay en la panera.
—Menos mal que podemos comprar más fiambre y más pan —comentó Alexander al tiempo que cerraba con llave.
Esta vez dejó las luces del árbol y la del porche encendidas, por si Tatiana volvía antes que ellos. ¿Qué había pasado el día anterior para provocar la reacción enloquecida que había presenciado en su casa? Anthony tenía razón: la mujer que había hecho trizas su vajilla y se había cortado el pelo a navajazos no podía ser su Tatiana. Tenía que haber pasado algo.
O, mejor dicho, tenía que haber pasado algo más, pero ¿qué?
En la camioneta, Anthony dijo:
—¿Por qué no puedes pedirle perdón a mamá y ya está? Eso es lo que hago yo.
Alexander esbozó una sonrisa débil.
—¿Y por qué le pides tú perdón, Anthony? ¿Es que no sabes que tú nunca haces nada malo a los ojos de tu madre?
—A veces hago cosas que la hacen enfadar —contestó Anthony, encogiéndose de hombros—. Como lo de pelearme con Mesker, por ejemplo. Pero ya sabes cómo es, sólo quiere oírte decir que lo sientes y te perdona.
—Creo que esta vez —repuso Alexander— no bastará con decir «lo siento».
Por supuesto, Tatiana no se presentó en la fiesta. Alexander, furioso, derrotado, escandalizado, exhausto, se estaba volviendo loco. Sin ella a su lado, se paseó por la fiesta bebiendo, haciéndose el sociable, el hospitalario, sí, la casa, sí, la comida, y sí, mi hijo es muy guapo, y el hijo se sentó en el sofá y no probó bocado, y cada cinco minutos alguien le preguntaba: «¿Dónde está Tania?», y mientras tanto, cada cinco minutos, Alexander se metía en un despacho privado y marcaba el número de todos sus conocidos que no estaban en la fiesta. No, le dijeron Carolyn y Cassandra, no sabemos dónde está. No, le dijeron Erin y Helena, no sabemos dónde está. No, le dijo Francesca, pero con una pausa, no sé dónde está. La retuvo un poco más al teléfono por la pausa, pero ella siguió diciendo que no sabía nada. Incluso llamó a Vikki a Nueva York, donde era la una de la mañana. Obviamente, Vikki no estaba de humor, ni tampoco disponía de información.
—¿Has perdido a nuestra Tania? —exclamó Vikki—. No te preocupes, nunca anda demasiado lejos. Intenta encontrarla antes de mi llegada, el lunes.
¿Dónde estaba? Podía estar desplomada en algún sitio, desmayada en la carretera. ¿Cómo podía someter a su hijo a aquello? El niño no había hecho nada, ¿por qué hacerlo sufrir a él?
La fiesta se fue apagando, y hacia las once, todo el mundo se había ido ya. El servicio de catering se encargó de limpiar y Linda ayudó a cerrar. Cuando le dio las buenas noches a Alexander, éste vio en sus ojos un brillo de empatia y lástima.
Él y Anthony no hablaron en el camino de vuelta a casa. Alexander reflexionó sobre lo que podía hacer o decirle si ella estaba en casa (sintiéndose como se sentía, fuera de sus casillas), enfrente de su hijo. De modo que cuando llegaron a la casa y vieron que su coche no estaba allí, Anthony se quedó destrozado, pero Alexander experimentó cierto alivio, pues no quería verla delante de su hijo.
Un apagado y taciturno Anthony encendió el televisor, pero no había nada interesante. Era tarde. Se quedó mirando las barras de colores y los números que parpadeaban en la pantalla. Alexander se sentó en el sofá a su lado, hombro con hombro.
—Anthony, vete a la cama.
—Voy a esperarla despierto.
—Yo la esperaré. Tú vete a la cama.
—Yo también la esperaré.
—No.
Anthony abrió la boca para protestar y Alexander se levantó.
—Vete a la cama, Anthony. Te lo ordeno. —Anthony también se levantó.
—Pues vas a tener que esperarla un buen rato —le dijo sin fuerzas, al pasar por su lado—. Yo sé algo de eso. Además, igual que la otra vez, no va a volver.
Lo que no le dijo, pero sí estaba claro que habría querido decirle, y lo que Alexander oyó y percibió fue: «No va a volver, como la última vez, y es todo por tu culpa… como la última vez».
Después de que Anthony se fuera a la cama, Alexander entró en su habitación, se sentó y le dio unas palmaditas en la espalda, en los hombros y en las piernas. Se inclinó sobre él y tocó el pelo negro del chico, que estaba tumbado boca abajo, sin mirarlo.
—¿Qué hora es? —preguntó Anthony en tono apagado.
—Las doce y media.
Ambos lanzaron un gemido.
—Anthony —dijo Alexander—, ¿quieres que tu madre y tu padre arreglen las cosas? Pues entonces te lo advierto: si tu madre vuelve esta noche, no salgas de tu habitación. Los adultos necesitan solucionar sus problemas a su manera. Tienes que quedarte dentro de tu habitación, taparte la cabeza con una almohada, dormir, hacer lo que tengas que hacer, pero por ninguna circunstancia quiero verte abrir la puerta de tu habitación, ¿entendido?
—¿Por qué? —preguntó Anthony—. Ya no quedan platos por romper.
Alexander presionó los labios contra la cabeza de Anthony.
—Eres un buen chico, campeón —le susurró—. Tú quédate en tu cuarto y no temas.
Alexander llamó al hospital.
—Erin, por favor —dijo, atragantándose con las palabras—. Dime dónde está.
—Alexander, no lo sé. Lo siento. Te lo diría. Te prometo que te lo diría. Te juro por Dios que no lo sé.
Era la una de la madrugada y ella aún no estaba en casa.
Salió afuera y, sumido en la penumbra, guiado sólo por el tacto y la tenue luz amarilla de la terraza, se puso a cortar leña. No tenían chimenea, pero cortaba leña para las chimeneas de las casas que construía, para que resultaran más atractivas en la fase final. Troncos de leña en la chimenea para el día de entrega de llaves, un toque personal de Barrington Custom Homes sin ningún coste extra.
No dejaba de oír la voz de ella en su cabeza.
Alexander, has perdido a todos tus seres queridos, pero a mi no me perderás. Te juro por nuestra alianza de matrimonio y por la virginidad que rompiste que seré tu fiel esposa para toda la eternidad.
Le había dicho aquello una vez, en Lazarevo.
Hacía frío en el desierto en aquella noche de diciembre. Alexander sólo llevaba una camiseta negra del ejército y pantalones holgados, y era justo lo que necesitaba. Trabajando conseguía deshacerse de parte de la furia, de la ansiedad demoledora, del temor devorador.
¿Y si aquélla era una de las cosas que no podían arreglar?
¿Y si no volvía a casa otra vez esa noche?
A Alexander ya no le quedaba ni una gota de cordura, ninguna.
Fue descargando el hacha cada vez más deprisa: quería quedarse exhausto por el ejercicio físico. No se fiaba de sí mismo. Gimiendo en su agonía, descargó el hacha con ruidos sordos hasta que no le quedó oxígeno en los pulmones.
Oyó un ruido. Oh, Dios… ¡los guijarros del camino! Era el coche de ella en la entrada de la casa. Soltó el hacha y echó a correr, rodeó la casa y llegó a la cochera cubierta justo cuando ella se bajaba del vehículo; Tatiana ni siquiera tuvo tiempo de respirar cuando él se abalanzó sobre ella. La sujetó y la zarandeó. Alexander estaba sin resuello, no podía hablar, y ella tampoco habló.
—¿Dónde coño has estado? —exclamó mientras zarandeaba su cuerpo inerte en sus brazos—. ¿Tienes idea de lo preocupado que has tenido a Anthony? Dios mío… ¿no podías haber pensado ni por un segundo, por un maldito segundo, en él al menos? —La zarandeaba, pero cada vez con menos fuerza, y luego la rodeó con las manos y la abrazó. La oprimió contra su pecho—. Dios mío, ¿dónde has estado? —dijo.
Estaba temblando.
—Suéltame —dijo ella, en una voz que él no reconocía—. Quítame tus sucias manos de encima.
Alexander no sólo la soltó, sino que retrocedió tambaleándose.
Con el hielo de Leningrado en los ojos y el asedio reflejado en su cara, con sus ojos amargos y condenatorios clavados en él, Tatiana permaneció inmóvil, de espaldas a su Thunderbird. Llevaba unos pantalones pirata rosa y un suéter corto también de color rosa. Parecía destrozada, como si llevase varios días sin dormir, las ojeras de color morado, la boca cenicienta, los pómulos hundidos… ¡y el pelo! Su pelo… había desaparecido, cortado, pegado a la nuca. Ahora llevaba las puntas rizadas, trasquiladas. Alexander temía que se lo hubiese cortado al cero, al estilo militar, pero simplemente había cambiado de vida y ahora era una mujer distinta. Aquella nueva mujer apenas parecía capaz de mantenerse en pie. Puede que fuesen los zapatos de tacón de aguja de color rosa. Ése fue su siguiente pensamiento después del shock al ver su pelo. Después de haber desaparecido sin dejar rastro durante tres días, volvía a casa a la una y media de la madrugada de un domingo con pantalones pirata de color rosa y tacones de aguja también rosa.
Tatiana permaneció junto al coche. Alexander estaba jadeando a escasos metros de distancia. Hacía frío, pero a él le hervía la sangre.
—¿Dónde coño has estado? —repitió—. Contéstame.
—¿Dónde estuviste tú? —dijo—. ¿Me respondiste tú acaso?
—Tú no me preguntaste absolutamente nada.
—No me hacía falta, ¿no te parece?
Alexander pestañeó y retrocedió un paso.
—Desde el jueves pasado has desaparecido de esta casa —dijo—. ¿Dónde estabas?
—No te debo ninguna explicación —le respondió ella, tratando de que no se le alterara la voz—, así que deja de hablarme como si te la debiera. No te debo nada.
—¿Que tú no me debes nada? —Un estremecimiento le recorrió la cabeza y luego el cuerpo entero, por el esfuerzo de controlar sus emociones—. ¿Con quién estás hablando, Tatiana? —dijo Alexander, con voz sepulcral.
—Contigo, Alexander —dijo Tatiana, su voz acre en los ojos—. Hablo contigo, porque es muy evidente que tú a mí no me debes nada.
Intentó no esquivar su mirada; lo intentó pero no lo consiguió.
—Eso no es verdad.
—¡Cállate! Calla, calla. —Su voz se fue apagando—. No puedo hacer esto —dijo, su voz un susurro apenas, apoyando el peso de su cuerpo contra el coche, con los puños apretados, a los lados—. No sé lo que pasa, no sé lo que nos ha pasado. ¡No entiendo nada! Pero ya no puedo seguir haciendo esto. —Empezó a temblar igual que él—. Tienes que marcharte de esta casa.
—¡¿Qué?!
—Ya me has oído.
—Hace tres días que no apareces por casa —dijo Alexander—. Llegas a la una y media de la madrugada, con unos puñeteros tacones, ¿y me dices a mí que me vaya de casa? ¿Dónde has estado tú?
Fue levantando la voz decibelio a decibelio, dio un paso hacia ella y luego otro más.
—No pienso seguir respondiendo a tus preguntas.
—¡Pero si no has contestado ninguna!
Tatiana se llevó los puños apretados al pecho. Afortunadamente, estaba apoyada contra el coche, porque se estaba cayendo. Sujetándose a la manija de la puerta, bajó las manos y se quitó los zapatos. Ahora sí era pequeña. El corazón de Alexander, incendiado, maltrecho, furioso y en carne viva, se sentía impotente ante ella.
—Ayer, en urgencias… —empezó a decir Tatiana, pero él la interrumpió.
—No —le dijo—. No hasta que me digas dónde has estado esta noche.
—He cenado con David Bradley.
El mundo cedió bajo los pies de Alexander, que perdió el ancla, el rumbo y el norte.
—¿Que has… cenado con David Bradley? —repitió despacio.
—Eso es.
Se quedó mudo.
—Pues ha debido de ser una cena muy larga —acertó a decir al fin.
—Lo ha sido —dijo Tatiana—. Y ahora que ya te he contestado a eso, déjame hablarte de anoche. Anoche, tu amiga Carmen Rosario y su marido ingresaron en el hospital, acompañados por la policía, con heridas de arma blanca. Habían tenido una riña doméstica que se les había ido de las manos. Por lo visto, Cubert acuchilló a Carmen y ésta respondió clavándole un cuchillo a él también. Él tiene una herida en el hombro, nada serio. Conseguimos salvarlo… así que por desgracia para ti, ella no es viuda.
Lo único que acertó a decir Alexander fue:
—Ella no es amiga mía.
—Ah, ¿no?
—No.
Tatiana se sostenía en pie gracias al coche.
—Por lo visto, Carmen… —Se le quebró la voz—. Lo sé —dijo con su voz fingidamente tranquila—, porque preferí no encargarme de la herida de Carmen; estoy segura de que entenderás lo delicado de la situación… En lugar de eso me encargué de la de Cubert, y él, en el estado emocional en el que se encontraba, me contó más cosas de las que creo que pretendía contarme. Según Cubert, su mujer se ha convertido en una adicta al deseo que los hombres sienten por sus… generosos pechos. —Tatiana hizo una pausa. Alexander retrocedió tres pasos. Le habría gustado retroceder trescientos—. Carmen ya no podía controlar que las tetas no se le salieran de la camiseta desde antes de casarse con él. Habían tenido ese problema desde el principio de su convivencia. Cubert esperaba que, con el matrimonio, ella se calmase, pero no sólo no ha sido así, sino que le ha provocado a él un año de impotencia por ansiedad, y de ahí sus frecuentes viajes de negocios. Sí, estoy de acuerdo contigo, sigue meneando la cabeza de esa manera. Yo también pensé que me estaba contando más cosas de la cuenta. Y no te contaría esto —prosiguió Tatiana— de no ser porque está íntimamente relacionado con el resto de mi historia. Imagínate la sorpresa de Cubert, entonces, cuando al volver ayer de su viaje a Las Vegas, Carmen le informó de que estaba embarazada.
Alexander la escuchaba atentamente con el ceño fruncido, presintiendo que las próximas palabras que pronunciase Tatiana entrañarían aún más problemas para él… como si no tuviera ya suficientes. Levantó la mano.
—Voy a pedirte que lo dejes ahí mismo —le pidió.
Tatiana continuó como si no hubiese dicho nada.
—Cubert y Carmen tuvieron unas palabras al respecto —explicó, en su tono desquiciante y fingidamente contenido—. Cubert, tal como habría hecho cualquier otro marido normal, al ser informado del embarazo de su esposa… naturalmente intentó clavarle un cuchillo en el pecho. —Tatiana hizo una pausa para que sus palabras resultasen aún más impactantes, pensó Alexander, aunque no hacía falta ninguna pausa: todas las cartas estaban ya boca arriba—. Y fue entonces y sólo entonces, cuando la sangre manaba a borbotones de sus glándulas mamarias, cuando Cubert le preguntó a su esposa acerca del verdadero padre de la criatura, puesto que sabía, claro está, que el hijo no podía ser suyo. Y adivina, Alexander —dijo Tatiana, menos contenida, menos fúlgidamente, agarrándose con fuerza a la manija de la portezuela del coche—, ¿qué fue lo que le dijo Carmen a Cubert?
Alexander había enmudecido. Deseaba con toda su alma quedarse sordo. Así que era por eso por lo que todos los platos estaban rotos. Por eso se había cortado el pelo. Ahora lo entendía. Un arrebato de locura, desde luego. Maldita Carmen de mierda… En la guerra, los hombres perdían su vida por menos. Dudley había perdido la vida por amenazar a su familia. ¿Qué se suponía que debía hacer Alexander ahora?
—¿Y por qué no fuiste a la sala de reconocimiento número dos —preguntó al fin— y hablaste con Carmen? Una sola pregunta y habrías sabido que te estaba mintiendo.
—¿Tú crees? —exclamó Tatiana—. Pero después de haber sido acuchillada en el generoso pecho, Carmen se había quedado inconsciente, así que era difícil extraerle cualquier tipo de información… salvo por la muestra de sangre que confirmó su positivo para la prueba de embarazo.
Emitió un sonido que contenía tanta furia y desesperación que el propio Alexander deseó tener algo a lo que agarrarse.
—Tania —le dijo, tomando aire con fuerza, con la máxima fuerza de la que era capaz. No le quedaba más remedio que defenderse, pero sencillamente, le parecía increíble lo que estaba a punto de decirle a su esposa—. El viernes pasado estuve con Carmen, pero no me acosté con ella.
Tatiana se desmoronó.
Alexander permaneció de pie, impotente, y luego intentó acercarse a ella, sujetarla de los brazos. Ella le golpeó, directamente a la barbilla, y se alejó tambaleante del coche, descalza sobre los guijarros del suelo. Con la visión borrosa, él fue tras ella y le dio alcance en la terraza delantera, tratando de sujetarla para calmarla, igual que había hecho tantas veces cuando ella estaba enfadada para hacer que se sintiera mejor.
Esta vez aquello no hizo que se sintiera mejor. Tatiana no dijo «suéltame», eso Alexander habría podido soportarlo, sino «no me toques», y eso no podía soportarlo.
Dejó de tocarla.
—Deja que te cuente lo que sucedió.
—¿Tengo aspecto de querer que me cuentes nada? —le gritó, cojeando de vuelta hasta el coche.
—Si hubieses venido conmigo ayer —dijo Alexander, siguiéndola—, te habría contado lo que había sucedido. Te habría contado la verdad antes de que vieras a ese maldito Cubert de mierda, que no sabe la verdad. ¿Cuántas veces te pedí que volvieras a casa?
Se volvió con furia hacia él.
—¡Llevas toda la semana sin mirarme a la cara con tus ojos mentirosos! ¡Llevas gritándome los últimos siete días! ¡Me voy a volver sorda por culpa de tus gritos! ¿Qué más crees que necesito oír? ¿Los detalles? Anda, sí, por favor… ¡adelante, regodéate con los detalles!
En voz baja, Alexander dijo:
—Amor mío, perdóname.
Estaban a escasos metros de distancia. Él tenía la barbilla hundida en el pecho.
—¿Y qué me dices del miércoles? —le preguntó, y acto seguido, se tapó la cara con las manos.
Alexander apenas podía mirar el contorno de su cuerpo trémulo.
—El miércoles iba a reunirme con ella otra vez, pero sabes que no lo hice. Volví a casa.
—¿Reunirte otra vez con ella para qué? —exclamó Tatiana en sus propias manos—. Díselo a tu mujer, Alexander… ¿reunirte otra vez con ella para qué?
Dando una larga zancada, Alexander se aproximó a ella y la tomó en sus brazos.
—Por favor, Tania —le susurró.
Ella ni siquiera forcejeó con él, sino que se limitó a empujarlo como si la quemara. La emoción contenida había hecho que estallara en cólera, y también la hacía más fuerte, mientras que los remordimientos de él lo hacían más débil y más callado. Para poder sujetarla necesitaba más fuerza de la que tenía y podía reunir, y también para explicar lo que no podía explicar, para decir lo que no podía decir. Perdió el aliento tratando de aplacar la ira de ella. Tatiana seguía sufriendo convulsiones por el esfuerzo de liberarse de su abrazo.
—¡Suéltame! ¡Suéltame!
—¡No! —repuso él, rodeándola y colocándose detrás de ella. Le inmovilizó los antebrazos delante, para impedir que se hiciera daño ella misma o que se lo hiciera a él—. Cálmate o vas a desmayarte. Vamos, sólo un poco de sensatez…
Tatiana sacudió la cabeza de lado a lado, todo su cuerpo un espasmo.
—¡A la mierda tú y tu puñetera sensatez! —exclamó, luchando desesperadamente por zafarse de él.
Era la primera vez en su vida que Alexander oía a Tatiana soltar una imprecación de semejante calibre. La sujetó aún con más fuerza, sin moverse de detrás de ella, y bajó la cara a la altura de su cuello. Tatiana se movía hacia el costado del Thunderbird.
—Tania, estoy intentando con todas mis fuerzas explicarte lo que pasó —le dijo—, pero no me dejas que te diga dos palabras seguidas.
—Sí, sí te escucho —exclamó entre jadeos—. Pero es que no puedo dar crédito a mis puñeteros oídos. ¡Y ahora suéltame te he dicho!
Moviéndose de lado, le golpeó en la mandíbula con la cabeza y se separó de él. Ambos estaban sin resuello. Él trató de recobrar el aliento, pero ella ni siquiera lo intentaba. No podía respirar.
—Tania, por favor… —dijo Alexander, tendiéndole la mano.
Ella se alejó.
—Dime —dijo—, ¿cómo se hace? ¿Te quitas el anillo de casado antes? ¿O durante?
—No me quito ningún anillo —contestó Alexander—. Carmen miente.
—Ah, es ella la que miente, ¿verdad?
—Sí. Y lo sé con certeza porque yo no me acosté con ella. —Dio un paso hacia Tatiana. Ella le lanzó un puñetazo y le dio en plena cara—. ¡Joder, Tania! —gritó, ya sin rastro de remordimientos, sin callarse ya más, mientras el temperamento y la ira se apoderaban de su cuerpo—. ¿Qué estás haciendo? ¡Deja de pelear conmigo!
Tatiana le plantó cara, a menos de un metro de distancia, con la mitad de su tamaño, pecho contra pecho y puño contra puño.
—No te acerques a mí, Alexander —lo amenazó, encendida y furiosa—. No vuelvas a tocarme en la vida.
—¡Deja de decir eso de una puta vez!
—No. —Le dio otro puñetazo tan rápido que Alexander apenas tuvo tiempo de esquivarlo—. Sal de mi casa.
—A la mierda tú —dijo Alexander, sujetándola de los puños—. Ésta también es mi casa. Yo no voy a ninguna parte. —Ella intentó zafarse de nuevo, pero él se lo impidió, apretándole los puños con las manos—. No has vuelto a la una y media de la madrugada para decirme que me vaya. Si no quisieras verme, podrías haberte quedado con tu puñetero doctor, haberte quedado toda la noche con él, y no venirme a mí con estupideces. —Alexander meneó la cabeza de lado a lado y roció a Tatiana con las gotas de sudor del pelo—. No quieres que te lo explique, no quieres que lo hablemos, entonces, ¿para qué has venido, Tatiana? ¿Sólo para decirme que no te toque? —Apretó los puños con furia y luego la apartó de un empujón—. ¡No te estaba tocando cuando no estabas aquí, joder! ¿Por qué no te has quedado donde estabas, eh, Tatiana?
—¡He estado tres días en el hospital, trabajando! —gritó ella, golpeándole con los puños contra las manos levantadas y en actitud defensiva de él—. ¡No me estaba follando a Carmen!
—¡Yo tampoco me estaba follando a Carmen!
—¡Pues ella dice que sí!
—¡Es una puta mentirosa!
—Bueno, tú mejor que nadie deberías saberlo… —repuso Tatiana—. Porque tú sí te la estabas follando.
Alexander la apartó de sí de un empujón. Tenía muchísimo calor, por el intenso esfuerzo de autocontrolarse y controlarla a ella; un sudor frío le cubría la piel y le empapaba la camiseta y el cuerpo. Se alejó unos pasos y ella, sujetándose el vientre, se dobló sobre su estómago, jadeando y tratando de no vomitar. No había alivio ni consuelo, ni para ella ni para él.
—Tatiana, te lo repito otra vez —insistió, respirando agitadamente—. No me acosté con ella.
—Y yo te lo repito otra vez: no creo ni una sola palabra de lo que dices… ¡así que no hables! ¿Está mintiendo, dices? ¿Acaso te acusan muy a menudo de dejar preñadas a mujeres con las que no has tenido nada que ver? Entonces, ¿qué hacías con ella el viernes pasado hasta las seis de la mañana, eh? ¿Tomar una copa? ¿Fumar unos cigarrillos? ¿Pasártela por la piedra de tu mechero? —Tatiana dio rienda suelta a toda su tristeza, aún doblada sobre su estómago, incapaz de mirar hacia arriba ni de erguirse. Como él no dijo nada levantó la mirada—. No eran preguntas retóricas —dijo en tono mordaz—. Espero una respuesta.
—¿Y qué coño quieres que te diga?
—¡Eso es! Dime que te la has estado tirando durante meses. A ella, a cualquiera, a todas, todos los viernes por la noche. Para ti era muy cómodo: Anthony no estaba en casa, yo tampoco… Nunca me habrías contado esto tampoco, sólo que esta vez te han pillado, ¿a que sí?
—¡Ya basta! —Alexander no sabía cómo tranquilizarla, ni sabía cómo tranquilizarse él tampoco—. ¡Esto es de locos! No me he acostado con ella, y tú sabes que miente porque sabes que no puede estar embarazada de mí.
—Yo no sé nada —replicó Tatiana—. Lo único que sé son tus mentiras.
—¡Tú lo sabes perfectamente! —gritó Alexander—. ¡No puedo creer que hasta eso tenga que decírtelo! ¡Joder, Tatiana! ¡Joder!
—¡Eso es! ¡Grítame! ¡Muy bien! —chilló ella, sujetándose al coche y señalando la casa—. Tu hijo está dentro. ¿Qué? ¿Todavía no está lo bastante traumatizado?
—Sí, completamente traumatizado —respondió Alexander, en voz más baja y hablando entre dientes—. ¿Cómo no iba a estarlo? Su madre nunca está en casa. Debe de sentirse otra vez huérfano.
Tatiana dio un respingo y se abalanzó sobre él con toda la violencia de la que era capaz. No había escapatoria de sus brazos enloquecidos, de sus manos enfebrecidas.
—Es increíble —exclamó, presa de la furia y la ira—, dejé a mi hijo para ir en tu busca… No puedo creer que eligiese ir detrás de un malnacido hijo de puta cruel como tú en lugar de quedarme con mi hijo… Ojalá no hubiese ido a buscarte, ojalá, Dios mío… Tú, con tu maldito corazón de hielo, corazón infiel, te estarías pudriendo en Kolima, violando en grupo a los cortadores de leña, a todos los hombres… ¡Ése habría sido tu destino, en lugar de venir aquí a traicionarme!
Alexander la empotró contra el coche y le puso la mano en el cuello, asfixiándola. Un velo rojo le nubló la vista; ya no sentía calor, ahora le salía humo de todos los poros de la piel.
—Oh, Dios mío —exclamó, sujetándola con fuerza—. ¿Es que no vas a parar nunca, joder?
—¿Es que tú no vas a parar nunca, joder? Suéltame —replicó ella con voz entrecortada, ahogándose, tratando de zafarse de sus manos. La soltó y ella se puso a toser—. ¿Por qué sigues aquí? Rápido, vete con tu Carmen. Ella y sus tetas te están esperando.
Presa de un arrebato de locura incontenible, Tatiana se abalanzó sobre él de nuevo, y Alexander no sabía cómo detenerla cuando él mismo estaba al borde del vacío. Apartó la cara ligeramente y levantó un poco las manos. Su única ventaja era su altura, porque Tatiana era imparable. Ésta lo agarró de la camiseta y él se apartó de golpe, de manera que la tela de la camiseta se rompió y se desgarró de arriba abajo. Tatiana le dio un puñetazo en el pecho y luego otro en el estómago. Alexander ya había tenido suficiente.
—Tania —le dijo, sujetándola de los puños—. Ya basta. Para ya.
—¡No!
Alexander le retorció las muñecas cada vez con más fuerza, pero ella no cedía, sino que se quedó inmóvil como una estatua y, sin pestañear, dijo:
—Rómpemelas, adelante. Ya me has roto todo lo demás.
La apartó de sí de un empujón, pero ella no tardó en arremeter otra vez contra él.
—Te lo advierto —dijo Alexander, empujándola de nuevo para mantenerla a una distancia prudente—. Aléjate de mí…
—Aléjate tú de mí —dijo ella, atragantándose con las lágrimas de furia y con las palabras—. Eso es lo que quieres, ¿no? Nada de lo que te he dado ha sido nunca suficiente. Todo lo que teníamos, todo lo que te daba… ¡todo lo que yo te daba no era nunca suficiente! —Quiso pegarle con el puño derecho, pero él paró el golpe y entonces ella le dio con el izquierdo, y él lo encajó porque lo merecía—. No hay esperanza para nosotros —dijo Tatiana—. No pienso seguir viviendo así. Nunca más viviré así. La fidelidad era tu única condición para una vida conmigo, y tú lo sabías cuando fuiste y te follaste a otra mujer, cuando me humillaste y me demostraste exactamente qué es lo que valgo para ti: nada… y lo que vales tú, que tampoco es nada. Así que ahora recoge tus cosas y vete a donde quieras, vete a donde tengas que estar. Que no es conmigo. Ya no me importa lo que hagas.
Alexander tenía que alejarse de ella… pues no era la única a quien la ira nublaba el juicio. Tras haber perdido por completo la razón, Tatiana le decía cosas para hacerle perder por completo la razón a él.
—¡Escúchame! ¿Es que estás sorda, joder? Te lo repetiré por última vez… ¡no me acosté con ella! ¡No me acosté con ella!
—Repítelo todo lo que quieras… pero es su palabra contra la tuya, Alexander —dijo Tatiana, con el rostro desfigurado por la cólera y el cuerpo que no dejaba de temblarle—. Es lo único que tengo, tu palabra contra la de ella. Y ahora ya sabemos lo que vale tu palabra, ¿no crees? Ni siquiera el aliento con el que la pronuncias. Mentiras pecaminosas por tu parte, y ella dice que está embarazada… ¿lo entiendes…? ¡Embarazada, Alexander!
Estaba destrozada, derrotada; no podía continuar.
—Bueno, al menos hay alguien que se puede quedar embarazada… —le espetó Alexander entre dientes, cediendo ante su propia furia, ya salvaje—. Y no le han hecho falta quince años de mierda…
—¡Como si yo fuera a querer quedarme embarazada de un hijo tuyo! —le soltó Tatiana, a gritos—. ¡Antes preferiría colgarme que dar a luz a un hijo tuyo!
Alexander le golpeó la cara con tanta fuerza que Tatiana se tambaleó a un lado y luego cayó redonda al suelo.
Cegado por la ira, se cernió sobre ella. Su garganta emitía sonidos guturales, mientras ella se tapaba la cara con los brazos.
—Has traspasado todos los límites, todas las fronteras de la decencia —le dijo Alexander mientras la levantaba del suelo de golpe—. Me parece increíble que puedas odiarme tanto.
Cuando la apartó de sí de otro empujón, Tatiana no pudo recobrar el equilibrio y volvió a caerse sobre los guijarros, agitando la cabeza de lado a lado y mascullando algo entre dientes mientras trataba de levantarse, de escaparse a rastras. Pero Alexander había perdido el juicio. Aulló y gruñó en su rabia desvalida, fue corriendo hacia ella, se inclinó sobre su cuerpo, volvió a golpearla contra el suelo y levantó la mano muy arriba para…
Y por detrás apareció Anthony, quien se abalanzó sobre su padre y lo derribó al suelo.
—¡No toques a mi madre! —gritó.
Alexander apartó a su hijo a un lado. En ese instante, recordó por una fracción de segundo la pelea mantenida con su propio padre, igual que ésa, también por su madre, igual que ésa, veinticinco años atrás, en Leningrado, a las puertas de la muerte, sin saberlo. Sólo había una diferencia: Alexander no era Harold Barrington.
—Anthony —dijo, sujetando al chico y casi levantándolo en el aire mientras lo llevaba a empellones hacia la casa—, ¿qué coño estás haciendo? ¿Qué te he dicho?
Anthony se zafó de Alexander.
—No te atrevas a hacerle daño a mi madre —dijo, apretando los puños con fuerza.
—Joder, ¡por el amor de Dios! —gritó Alexander—. ¿Cuántas veces tengo que decírtelo? ¿Es que no podemos tener ni un minuto de intimidad? ¡Ni un puto minuto! ¡Te dije que te quedaras dentro! ¡Vete! —Agarró con fuerza a su hijo y lo obligó a cruzar la puerta y a avanzar por el pasillo hasta conducirlo a su cuarto, donde le dio un empujón para sentarlo en la cama y le espetó—: ¿Con quién crees que estás hablando? ¡Quédate en tu puta habitación!
—No le hagas daño a mi madre —susurró Anthony, llorando a la espalda de su padre—. Por favor…
De algún modo, Alexander consiguió no salir a la puerta principal de la casa de nuevo para ir en busca de Tatiana. Ciego de ira aún, se abrió paso hasta la parte de atrás y dio un portazo furioso y jadeante.
Tatiana logró ponerse en pie y, sujetándose a la barandilla, encaminó sus pasos tambaleantes hacia el cuarto de baño. Quería ir a consolar a su hijo, pero no quería que éste la viera así. Estuvo sola varios minutos, durante largo rato, tratando de recomponerse y recobrar la calma. Alexander la había golpeado con mucha fuerza. Se limpió la sangre que le manaba de la boca lo mejor que pudo, y vio que desde la sien hasta la mandíbula no había nada, ni el ojo, ni la nariz, ni la boca, que hubiese salido indemne. Los oídos le producían unos zumbidos insoportables en la cabeza, y sentía palpitaciones en todo el cuerpo.
Al final, fue a ver a su hijo. Tatiana sabía perfectamente la conflictiva lealtad doble que éste sentía hacia sus padres. Los sucesos de aquella noche estaban desgarrando a Anthony por dentro, era imposible consolarlo. Tatiana lo escuchaba, asintiendo con la cabeza, y le dijo, que ya lo sabía, que sí, que era así y de este otro modo…
—Eres un niño. Deja que los adultos intenten resolver sus problemas a su manera. Papá ya te lo había dicho… ¿por qué lo has desobedecido? Te había dicho que te quedaras en tu habitación.
—Mamá, no vuelvas a acercarte a él. Mantente alejada de él. Déjalo en paz. Por el amor de Dios… mató a un hombre de un tiro…
—Anthony, tu padre ha matado a más de un hombre de un tiro. Cada una de las marcas que lleva en el cuerpo no es nada comparada con todo lo que ha visto y hecho en su corta vida, en los ríos, en los lagos, casa por casa, puerta por puerta, y sí, cuerpo a cuerpo. Ya sabes cómo es tu padre, te lo he contado muchas veces. Él nos salvó a ti y a mí, nosotros lo dejamos atrás y estuvo a punto de caer destrozado en el abismo. Esto es lo que queda de él.
—Deja ya de defenderlo con toda clase de excusas.
—¿No quieres que lo defienda con excusas? —preguntó con un hilo de voz.
—Ya no lo sé —susurró Anthony.
«Yo tampoco, hijo —pensó Tatiana—. Yo tampoco». Acarició la cara de su hijo. No estaba al frente de la situación, sólo hacía lo que podía por el chico.
—Tu padre ha vivido una vida atroz. Lo hace lo mejor que puede. No lo estoy defendiendo con excusas, te estoy diciendo una vez más que no te metas en nuestros problemas. —Anthony le dio la espalda, con los hombros temblorosos—. Toda tu vida, Anthony, desde que eras muy pequeñito, has intentado mediar en nuestras discusiones de adultos, en nuestras peleas, como si fuera tu responsabilidad moderarnos. Bueno, pues no lo es. Es nuestra responsabilidad.
—Mamá, ¿estás… muy enfadada con él?
—No pienso hablar de eso contigo. Eres muy joven. Cuando tenía catorce años tampoco comprendía nada, pero créeme, algún día lo entenderás. —Tragó saliva—. El poder que tienes sobre alguien que te ama por encima de todas las cosas —le explicó Tatiana— es mayor que cualquier otro poder que puedas llegar a tener. —Combatió las lágrimas para poder continuar—. Sabes, lo has sabido toda tu vida, que tu padre ejerce ese poder sobre mí. —Bajó la cabeza—. Pero sí, Anthony, sí, cariño. Estoy muy enfadada con él.
Anthony siguió llorando. Del exterior llegaba el estruendo de multitud de objetos al romperse, al estrellarse contra el suelo. Esos ruidos atravesaban el corazón de Tatiana.
Dejó a su hijo y se dirigió con paso tambaleante al encuentro con el padre. Alexander estaba haciendo pedazos la mesa de la terraza. Sujetándose a la barandilla, Tatiana observó en silencio los vaivenes del hacha. Alexander no paró hasta dejar la mesa reducida a astillas.
—Alexander…
—No te acerques.
Alexander avanzó por la terraza, cogió el balancín de madera que había fabricado con sus propias manos, lo levantó en el aire y lo arrojó contra el suelo, donde se estrelló con gran estrépito. Saltó por encima de la barandilla, recogió el hacha del suelo y destrozó con ella el balancín donde se habían sentado y mecido todas las noches; el hacha cortaba el aire nocturno como una guadaña, partiendo en dos para siempre la historia de su vida en común.
Luego, Alexander se dirigió hacia ella, resoplando y jadeando.
Al ver sus ojos salvajes, Tatiana retrocedió unos pasos, pero se tropezó con sus propios pies torpes y se resbaló en el suelo de la terraza.
—¡Alexander, déjalo ya! —gritó, con las manos arriba—. No puedo terminar esto contigo en el estado en que estás.
—Conque quieres terminar esto conmigo, ¿eh? —dijo él—. Conque ésas tenemos, ¿eh? Muy bien, pues adelante, soy tu hombre. Vamos a terminar lo que hemos empezado. —Se dirigió hacia ella con la camiseta negra hecha jirones, los pantalones mugrientos, los puños apretados y los brazos levantados—. Aquí me tienes. Adelante, Tatiana. Levántate y terminemos de una puta vez.
—¡Por favor! Me estás asustando, Alexander… —Le costaba mucho esfuerzo hablar con la mandíbula dolorida. Estaba en el suelo de la terraza, temblando, protegiéndose la cara con las manos—. Por favor… contrólate.
—Te lo he dicho una y otra vez: déjalo antes de que sea demasiado tarde… —le dijo él, cerniéndose sobre ella con aire amenazador, implacable—. ¿Es que me has hecho caso? ¡Joder, no! Y créeme, me estoy conteniendo, me estoy controlando. Y ahora, levántate. —Dio un paso amenazador hacia ella, con las botas a la altura de los pies descalzos de ella—. Levántate, he dicho.
—De acuerdo, de acuerdo, pero… —Alexander necesitaba que ella se levantase, y ella así lo hizo, no sin dificultad, agarrándose a la barandilla hasta lograr ponerse en pie. Se levantó, minúscula, aterrorizada y temblando delante del colosal cuerpo en movimiento, jadeante, de Alexander, e hizo lo único que hacía cuando no sabía cómo arreglar las cosas pero quería calmarlas, aliviarlas, volver a llevar las cosas imposibles a un cauce posible: separó los brazos y abrió las manos—. Aquí me tienes, Shura —susurró Tatiana, con la cara levantada hacia él, las palmas de las manos levantadas hacia él—. Aquí estoy, ¿de acuerdo? Ya no estoy gritando.
—Sí, eres un dechado de virtudes… —ironizó Alexander, desviando la mirada de su cara—. Eres la viva imagen de la calma y el sosiego… —Pero lo cierto es que retrocedió, primero un paso y después dos, hasta sujetarse a la barandilla con las manos—. ¿Por qué estás aquí? —le preguntó—. Es imposible que puedas tener algo más que decirme; ya me lo has dicho todo, hasta la última puta palabra que se te ha pasado por la cabeza. Espero que estés orgullosa. Espero que estés satisfecha contigo misma.
Tatiana no sabía qué decir. «Todo lo que te he dicho… ya sabes que no te lo decía en serio, que no te lo decía de corazón —le susurró con voz inaudible, moviendo sólo los labios—. Sólo estoy destrozada de dolor…». —Él no la oyó. Ella no podía hablar y mantenerse en pie al mismo tiempo, pues sólo tenía fuerzas para hacer lo uno o lo otro. Esperando que Alexander no se enfadara de nuevo, le susurró—: «Chsss, chsss…» —al tiempo que volvía a deslizarse hacia el suelo. Alexander dio un resoplido, tratando de recobrar el aliento, mientras ella trataba a su vez de recobrar la voz.
Al final lo logró.
—Ésta es tu casa —le dijo Tatiana—. No volveré a decirte que te marches de tu casa. No rompas los muebles que fabricaste con tus propias manos. —Era demasiado tarde para eso. Todas las piezas de madera del mobiliario que había hecho él mismo estaban hechas pedazos, salvo una silla solitaria en una esquina—. Me iré yo —le dijo—. Cogeré a Anthony y nos marcharemos. Luego ya pensaré qué haremos.
Torció el gesto y bajó la cabeza.
Alexander también torció el gesto, y también bajó la cabeza. Sujetó la barandilla con ambas manos.
—Ya veo. O sea, que no habías acabado de vomitar del todo. Todavía te quedaba algo de veneno dentro. —Asintió con la cabeza—. El tuyo es un pozo sin fondo, ¿no? —Hizo una pausa—. Y ahora ¿qué? ¿Me vas a decir que coges a Anthony y os vais a casa de tu puto doctor hasta que decidas qué hacer después?
Con ojos líquidos como dos lagunas de desolación, Alexander la miró como si esperara una respuesta, pero ella permaneció en silencio. De su boca no salió ni un solo sonido.
Después de un breve resoplido de incredulidad, Alexander exclamó:
—¿Y a qué esperas, eh? ¿O es que quieres que te ayude a hacer las maletas? —Le temblaba la voz—. ¿O te ayudo antes a levantarte del suelo?
Tatiana quería levantarse por sí misma, sin suplicarle su ayuda con la mirada, pero no podía. No sabía qué hacer. No podía levantarse sin la ayuda de Alexander. Y fue entonces cuando supo que estaba perdida. Fue entonces cuando supo que, frente a él, era del todo impotente, que estaba completamente a su merced, que no contaba ya ni siquiera con su propia ira como arma. Era igual que estar desnuda. Permaneció sentada contando los latidos de su corazón.
—Te dejaba los viernes y me iba, depositando en ti toda mi confianza y todo mi amor —dijo Tatiana al fin, rota por dentro—, confiando en que sabrías encontrar el camino aun cuando no me tuvieses a tu lado cada minuto, guiando tus pasos.
—Y conocía el puto camino —dijo Alexander—. Estaba borracho como una cuba la noche que encontré mi camino hacia tu hospital, hacia ti, porque necesitaba que me salvases, y ¿qué fue lo que hiciste? —Hizo su voz más aguda para imitar la de ella—: «Tengo que irme, Shura. Tengo que atender a otras personas con verdaderas necesidades, Shura. ¿No puedes ser un poco más comprensivo, Shura? Estoy trabajando, trabajando, trabajando, así que vete a la puta mierda, Shura».
Tatiana se alegró de estar ya en el suelo, para no poder caer aún más abajo, con la cabeza gacha, la mandíbula inerte y el labio partido, chorreando sangre.
—¿Fue ése el viernes que apareciste con la cara llena de pintalabios? —le preguntó—. ¿Es ése el viernes del que hablas? ¿No te bastó con que te lo mencionara? ¿Es que querías, además, que también te lo limpiara?
Alexander se alejó de ella hasta el otro extremo de la terraza y se sentó en la silla solitaria. Tatiana oyó el chasquido del mechero una, dos veces, mientras él trataba en vano de encenderse un cigarrillo. Al final, percibió el olor a nicotina quemada. No lo miraba, pero lo oía inhalar el humo, retenerlo y luego exhalarlo, una y otra vez. Cuando se hubo fumado uno, se encendió otro inmediatamente.
—¿Qué creías que pasaría? —preguntó Tatiana—. ¿Creías que no me enteraría?
Al principio, Alexander no respondió.
—Obviamente —dijo al fin—. Eso era lo que creía, y lo que quería, y lo que esperaba. Que tú nunca llegases a enterarte.
—¿Creías que podrías ocultármelo? ¿Guardarlo en secreto? —exclamó ella—. De todos los secretos que podrías guardar, ¿creías que podrías ocultarme éste precisamente? Tú, con tus ojos limpios, que lo único que tenías que hacer era mirarme con ellos después de caer atrapado en una mentira piadosa, mirarme con ellos y decirme: «Es que no quería que te preocupases, perdona». Eso era lo único que habrías tenido que hacer al pasarme aquella taza de café el sábado… sólo mirarme a los ojos y mentirme. —Negando con la cabeza, Tatiana se miró las palmas de las manos—. Y que cuando me tocaras no hubieses temblado, y que cuando les pedí a tus labios que me besaran, me hubieses besado en lugar de apartarte. ¿Crees que puedes amarme y traicionarme? ¿Crees que puedes besarme y traicionarme? —susurró Tatiana—. No podías hace un día, pero eso era lo único que habrías tenido que hacer… entonces podrías haber guardado tu secreto.
Alexander siguió fumando y no dijo nada.
—También habría ayudado que tus amantes no llamaran a mi casa.
Alexander siguió fumando y no dijo nada.
—Decir que eras transparente sería quedarme corta ante lo que me estabas diciendo, de cien maneras distintas, que no te traías nada bueno entre manos. —Tatiana ni siquiera quería sentir la sombra de su presencia a cuatro metros de distancia—. Así que te lo preguntaré de otro modo: ¿qué creías que iba a suceder cuando me enterara?
Alexander apuró el cigarrillo antes de darle una respuesta.
—Creía que en el fondo te daría lo mismo —dijo—. Sé que puede que antes, hace mucho tiempo, te hubiese importado, pero creía que ahora continuarías con tu trabajo, que tanto te absorbe, con tus almuerzos secretos… fingiéndote casta y pura. Creía que tal vez tendríamos una discusión y que luego me darías una palmadita en la espalda y un beso cariñoso en la frente, pero que en el fondo de tu corazón, te importaría un comino.
Tatiana se puso de rodillas.
—Oh, Alexander —susurró. No podía hablar—. ¿Qué es lo que he podido hacerte para que puedas decirme una cosa así…?
Logró arrancar esas palabras de su garganta y de su pecho.
Alexander emitió un sonido desesperado que le salió de la boca llena de humo.
—No puedo soportarlo más —dijo Tatiana, sujetándose el vientre—. No puedo soportarlo. Ven aquí. —Extendió los brazos—. Pégame hasta dejarme inconsciente y entonces no me importará. —Una asfixiada Tatiana palpó a tientas la superficie de la terraza bajo sus rodillas. Él y su Carmen eran como púas de cholla en sus ojos. No veía lo que tenía delante. Abrió las manos—. Oh, Dios mío, pero ¿quién me va a ayudar a mí? —susurró con la voz agarrotada.
Tenía que abandonar inmediatamente la terraza, de inmediato, o iba a perder el poco sentido que le quedaba. «Por favor, ayúdame. Por favor. Necesito una pizca de orgullo para poder levantarme. Aunque sólo sea un gramo de orgullo».
—Tania, —dijo Alexander a su espalda—. Sé de tu entrega con los moribundos y los afligidos. —Gimió—. Ahora soy uno de ellos. Yo también me estoy muriendo.
—No puedo ayudarte, Alexander, —dijo Tatiana—. Ni siquiera puedo ayudarme a mí misma. —Seguía de rodillas llorando con las manos en la cara—. Me diste la espalda a pesar de todo. Está bien, yo también voy a darte la espalda, a pesar de todas las cosas que sabes he hecho por ti. Ya está. Son mis últimas palabras. —A tientas por la terraza, se arrastró entrando en la casa, lejos de él, lejos del único amor que había conocido en su vida.
Lo oyó levantarse y venir a buscarla. Levantó la cara. Alexander se quedó de pie, inmóvil ante ella, y luego cayó de rodillas.
—Tania, —dijo con voz rota—. Mírame. Yo no soy el borracho de la sala de espera de urgencias. Soy tu marido. Ten piedad de mí, también. —Tuvo que hacer una pausa—. Desde que estoy a tu lado todos los días te busco esperando tu cariño, —continuó Alexander— y cuando me lo das tengo energía suficiente para aguantar durante unas horas hasta que vuelvo a necesitar de tu proximidad. No puedo vivir sin ti. —Sus manos estaban en tensión, sus palabras apenas perceptibles—. No puedo vivir sin ti, y tú lo sabes.
Tatiana no podía apartarse de él, ambos inundados de miedo y tristeza.
—Por favor, créeme, —dijo—. Yo no tuve relaciones sexuales con ella. Todas las cosas que crees que olvidé, las recordé el miércoles. No estoy libre de culpa. —Bajó la cabeza derrotado—. Estás cegada y no puedes pensar con frialdad, lo sé, pero párate a pensar un segundo y serás capaz de ver más allá de sus mentiras.
—Ni siquiera puedo ver a través de las tuyas, —dijo Tatiana—. Y a ella no la conozco en absoluto.
Alexander alzó la cabeza para mirarla a la cara. Su ojos mostraban tristeza y angustia.
—Tú sabes que no puedo haberla dejado embarazada, —dijo—. Sabes que ella está mintiendo, al menos en eso, ¿no? Después de lo que yo había visto en Moscú, después de lo que me enseñó mi madre, y durante todos mis años como soldado en el cuartel, piensa por favor: ¿qué te dije siempre sobre mí y las mujeres con las que había estado? ¿Alguna vez lo hice a pelo con alguien? ¿Alguna vez, una sola vez en mi puta vida?
—Sí, —dijo ella con voz débil—. Conmigo.
—Sí, —dijo hundido Alexander—. Sólo contigo. —Dejó caer los hombros—. Porque tú eres sagrada. —Se miró las manos—. Y has sido una bendición para mí.
Tatiana apretó los brazos contra su estómago, doblándose sobre ellos. No podía hablar, no podía encontrar su voz. Cuando levantó la vista hacia él, lo encontró inclinado hacia adelante, el brillo cobrizo de su mirada se escapaba de sus ojos.
—Shura, —susurró—. Voy a tener un bebé.
Transcurrió tanto tiempo en silencio que creyó que Alexander no la había oído.
—¿Qué?, —dijo horrorizado.
—Voy a tener un bebé, —musitó ella mientras sus hombros y sus hinchados labios le temblaban.
Alexander, en cuclillas, se tambaleó. Todo quedó en un silencio sólo roto por el llanto sordo de ella y los terribles sonidos que salían de la garganta de él.
—Oh Dios mío, —susurró, presionando la espalda contra la pared como un animal herido—. ¿Cuándo ibas a habérmelo dicho? Dios, por favor, por favor no lo digas.
—El miércoles del blinchiki, —susurró Tatiana—. El día que te fuiste para acostarte con otra mujer.
Alexander gimió como si lo estuvieran desollando. Se giró y se quedó mirando fijamente la pared de la habitación. Su cuerpo no paraba de estremecerse.
Pasó el tiempo, y Alexander continuaba sin decir nada. Tenía la cabeza entre las rodillas.
Y Tatiana continuaba sin decir nada. Tenía la cabeza entre las rodillas.
De hecho ahora se sentía como si lo hubiese dicho todo.
Llevaba sintiéndose mal desde hacía semanas, y había estado vomitando desde el sábado. Atribuyó el malestar a todas las cosas que estaban sucediendo en su casa, cosas que se sentía incapaz de afrontar. Casi deseaba que su marido pudiese mirarla a la cara y mentirle, como lo hizo en la Unión Soviética cuando había tenido que salvarle la vida a ella, mirándola a la cara y mintiéndole, para que Tatiana no tuviese que vivir con la repugnante verdad… y así su vida se salvaría. Había tenido la primera falta, pero con el estrés de las semanas anteriores nadie se había dado cuenta, ni él, y ni siquiera ella. La noche del martes anterior se estaba dando un baño en la bañera cuando se pasó una manopla enjabonada por los pezones y dio un aullido de dolor tan agudo que Alexander se acercó corriendo desde el comedor, llamó a la puerta y le preguntó si estaba bien.
Así que el miércoles, Tatiana fue y se hizo un análisis de sangre. Después de hacerse la prueba, salió temprano del trabajo, compró algo de comida y compró algo bonito de ropa para él. Llegó a casa, preparó un poco de pan y se puso a cocinar. Alexander iba a trabajar hasta tarde, pero era incapaz de resistirse a unos blinchiki, fuera cual fuese la hora a la que llegase a casa. Entraría y sabría de inmediato que ella tenía algo que decirle, porque así era como le decía siempre las cosas que eran demasiado importantes para ponerse ropa normal, para la comida normal. Encendió las velas y puso música. Tatiana pensó que después de que le dijera a Alexander lo único que éste había querido oír cada mes en los diez años anteriores, de algún modo conseguirían solucionar lo que fuese que hubiese pasado la noche del viernes anterior, por terrible que fuese. Pensó que, de algún modo, conseguirían superarlo. A lo mejor él podría fingir que estaba diciendo la verdad y ella podría fingir que lo creía.
Pero entonces, a las nueve en punto de la noche, sonó el teléfono, y era Carmen; Carmen, diciendo: «Bueno, ¿y dónde está?», en un tono de voz que no le estaba permitido utilizar a ninguna mujer respecto al marido de otra. Fue entonces cuando Tatiana se dio cuenta de que tal vez no conseguirían superarlo.
Y al cabo de media hora, el marido de otra entró por la puerta. Alexander parecía tan culpable, tan arrepentido, tan amenazado y tan desconcertado, que no sólo no pudo mirar a Tatiana, no sólo no pudo besarla, ni hablarle, ni hacerle el amor… ni siquiera pudo ver más allá de los blinchiki ni del camisón transparente de ella, no pudo descifrar su verdadero significado: «Shura, tengo una noticia fantástica que darte. Siéntate, porque no te lo vas a creer». Y fue entonces cuando supo lo cegadoras que debían de haber sido las horribles visiones negras que habían visto sus ojos.
Tatiana levantó la cabeza y vio a Alexander delante de ella, con los ojos llenos de horribles visiones negras. Ni siquiera lo había oído acercarse. El mismo soldado sigiloso de siempre.
—Vamos —dijo él en voz baja, inclinándose hacia ella y tomando su cuerpecillo menudo en sus brazos.
La llevó al interior de la casa, y después de dejarla al lado del fregadero de la cocina, rompió en éste cinco bandejas de cubitos de hielo y volvió a llenarlas de agua fría. Tatiana creyó que iba a decirle que sumergiera la cabeza en él, y estaba a punto de protestar sin fuerzas, impotente, cuando fue Alexander quien metió su propia cabeza en el hielo.
Después de observarlo durante cinco segundos, era a ella a quien le dolía la cabeza.
—Alexander —le susurró—. Alexander… —Apoyó la mano en su espalda. Él seguía con la cabeza sumergida. ¿Cuánto tiempo llevaba? Preocupada, tiró de los jirones de su camiseta e intentó sacarlo, pero él siguió como si fuera una estatua de piedra, agarrándose con las manos al borde de porcelana, con el cuerpo hacia delante y la cabeza completamente sumergida en el agua helada—. Alexander, por favor —le susurró. Dios, qué bien se le daba aquello… Había conseguido que fuese ella quien le suplicase ahora. Tiró de él con más fuerza—. Venga, por favor.
Debió de pasar aún un minuto largo, puede que dos, hasta que al final levantó la cabeza, jadeando para recobrar el aliento.
—Me arde la cara —fue lo único que dijo, santiguándose.
Jadeante aún, sin secarse, puso algo de hielo en un paño de cocina impregnado de agua helada y asió a Tatiana de los hombros. Después de llevarla hasta el sofá, ambos se sentaron y la acomodó en el ángulo de su brazo, sujetándole el paño húmedo contra la cara, mirándola y pestañeando con sus ojos hinchados a apenas centímetros de distancia, húmedos, helados, inflamados, anegados en silencioso remordimiento. Apoyando la cabeza hacia atrás, en el hombro de él, Tatiana cerró los ojos. No tardó en sentir la cara entumecida, aunque no tenía entumecido el corazón. A lo mejor también podía sumergirlo en hielo dos, tres años, y cuando lo sacase al exterior, ya se sentiría como nueva.
—Se te ha bajado un poco la hinchazón —comentó Alexander—. Ya sé que duele. Con hielo o sin él, mañana te saldrá un buen moretón. Lo siento.
—¿Esto es lo que sientes?
En la cama de ambos, Tatiana no podía dejar de llorar y le dio la espalda a Alexander, acurrucada en posición fetal. Pero estaba desnuda. Y él también estaba desnudo. Alexander había retirado las colchas de la cama y habían quedado destapados. Él estaba tumbado de espaldas, tapándose la cara con ambas manos. Ella no dejaba de enjugarse las lágrimas de su mejilla intacta, pues la sal le escocía en el labio. Estaban a oscuras.
De la garganta de él salió un sonido atroz.
—No tienes ningún derecho a decirme las cosas terribles que me has dicho, ningún derecho a provocarme intencionada y deliberadamente cuando sabes que estoy al borde del puto abismo. ¿Cómo has podido no tener el más mínimo resquicio de sentido común para protegerte, sobre todo sabiendo que estás…?
Alexander no pudo continuar.
—¿Tú, precisamente tú, no puedes entender que ante una cosa así haya perdido el juicio por completo? ¿Que esté completamente desquiciada por algo así?
Alexander respiraba con dificultad.
—Te juro que no entiendo qué es lo que te pasa —dijo—. ¿Me dices que recoja mis cosas, que me marche de nuestra casa, sabiendo que vas a tener un hijo?
—¿Y acaso te sorprende? ¿Es que no has visto lo que ha estado sucediendo en nuestra casa?
—Deja de hablarme así en nuestra cama, Tatiana. He izado la bandera blanca —dijo Alexander—. Ya no me quedan fuerzas.
—Yo también he izado mi bandera blanca, Shura —repuso ella—. ¿Sabes cuándo lo hice? El 22 de junio de 1941.
Siguieron yaciendo inmóviles. Él trató de encontrar las palabras que buscaba.
—¿Te… acostaste con ese hombre?
Tatiana se hizo un ovillo sobre sí misma, apretando la cara contra la almohada.
—No puedo hablar contigo —contestó, con la voz apagada—. Cené con él en un lugar público. A diferencia de ti, yo nunca olvido lo que soy. Me parece increíble que tengas la poca vergüenza de preguntar por él.
Alexander quiso preguntar algo más, pero se le quebró la voz. Tatiana sabía que había cosas para las que a su marido, el guerrero, no le quedaban fuerzas, y aquélla era una de ellas. Había cosas que Alexander no podía preguntar, pero antes muerta que permitirle que volviera todo aquello en su contra. Muerta. Esta vez no pensaba ayudarlo, ni con una sola palabra.
Tatiana quiso preguntarle por Carmen, pero también ella sentía mucho miedo. Sabía que él le mentiría para salvarse ambos… sobre todo ahora. La miraría a la cara, y con su voz de terciopelo y sus ojos de terciopelo, le mentiría, y ella nunca sabría la verdad, y nunca lo entendería, y tendría que acarrear con las mentiras además de la traición a cuestas durante el resto de su vida, y nunca más sabría lo que valía la palabra de Alexander.
No podía hacer preguntas.
Y sin embargo, no podía dejar de hacer preguntas.
Sintió cómo él se acercaba a ella por detrás. Sintió su aliento cálido y herido cuando le apretó la cara contra la nuca, contra los vestigios de su pelo.
—Tatia, no me acosté con ella —dijo—. Por favor, créeme. —¿Mentira? ¿Verdad?—. Mírame —le susurró.
—Soy tu única esposa —dijo ella, sin volverse.
—Por favor, mírame, mi única esposa.
—Salvo esto, todo lo que tú haces me parece bien —dijo Tatiana, y se echó a llorar—. Nuestro hijo tiene razón. Cualquier cosa que tú hagas, a mí siempre me parece bien. Todos los días beso el suelo que tú pisas, Alexander —murmuró—. Desde el principio ha sido así. Así que si me levantas la voz o la mano, yo inclino la cabeza y lo acepto. Y si me necesitas, como sea, cuando sea y donde sea, yo te entrego mi cuerpo y lo acepto. Has gobernado sobre mí con tu cetro. Y si cierras a cal y canto tu corazón y no dejas que yo lo abra, camino a tu lado subiendo y bajando las colinas de Stonington, camino a tu lado por todo Estados Unidos, esperando a que vuelvas a amarme. Y cuando apuntas con tu arma, con tu pistola del calibre 45, y me disparas a la cara… Ahora eso también me atormenta todas las noches sin falta cuando cierro los ojos, eso, y Leningrado, y Estocolmo y Berlín. Y digo: éstas son las cartas que me han tocado en suerte. Digo lo que digo siempre a todo: ésta es mi cruz. —La voz ya rota de Tatiana volvió a quebrarse, y luego se quebró de nuevo un poco más—. Y a cambio de eso… te tengo a ti.
Alexander se acercó aún más a ella, para encajarse en su cuerpo como en una media luna. Enterró la cara en su pelo y luego deslizó la mano por su cadera y luego por encima de su vientre. Le temblaba el cuerpo.
—Por favor, mírame…
—No —contestó Tatiana—. ¿Es que no ves el miedo que tengo de mirarte? Te hice una promesa en aquella iglesia de Lazarevo. Te di mi mano y te prometí que, me trates como me trates, me hagas lo que me hagas, mi lealtad para contigo sería inquebrantable, que siempre caminaría a tu lado, que siempre estaría a tu lado. —Le obligó a que se volviera hacia él. Tatiana cerró los ojos anegados en lágrimas para no ver los ojos anegados en mentiras de él—. Te seguí miles y miles de kilómetros hasta el frente —continuó, con la voz rota—. Te habría seguido hasta el infierno. Y así lo hice.
»Habría vivido el resto de mis días contigo en una habitación de Quinto Soviet, preparándote kasha y sorteando al loco de Slavin para ir corriendo a buscar tu pan de cada día. —Subió y bajó los hombros—. Durante toda mi vida, sólo he hecho que darte cosas buenas, sólo he hecho que portarme bien contigo, ¿por qué me hieres entonces de esa manera?
Alexander la rodeó con los brazos temblorosos.
—Por favor… —susurró Alexander, desmoronándose con la voz y el cuerpo—. No puedo soportarlo. Me siento morir viéndote así… por favor…
Respiraba con dificultad, cada resuello entrecortado y jadeante.
Siguieron así, tumbados, sin hablar, hasta que él se hubo tranquilizado un poco y ella también se hubo tranquilizado un poco, oliendo el olor familiar de él, abrazada por él.
—Chsss… —le susurró Alexander para calmarla—. Chsss… Vamos, no llores. Por favor. Por favor… —Se desplazó para encaramarse a su almohada, rozándole con los labios la zona donde él mismo le había pegado antes, acariciándole el pelo con las manos—. Tania, mi vida, no me acosté con ella —dijo—. Abre los ojos y mira lo que soy. Mira en mi interior. No me acosté con ella.
Ella lo miró en la oscuridad, escrutando su rostro con intensidad.
—Lo haces a propósito —dijo al cabo de un minuto—. Serías capaz de decir cualquier cosa, todo lo que yo quiero oír, porque sabes lo desesperada que estoy por creerte. Serías capaz de poner en tus ojos cualquier cosa, cualquier emoción, porque sabes lo desesperada que estoy por que me miren con sinceridad.
—Mis ojos son sinceros.
Deslizó la mano por el cuerpo de ella, desde la coronilla de su pelo, bajando por su espalda, despacio, con suavidad, hasta llegar a las pantorrillas… y arriba de nuevo. Tatiana cerró los ojos involuntariamente. Las manos de Alexander también serían capaces de mentir, con tal de salvarlos a ambos.
—Tengo que trabajar hasta tarde, Tania, me dijiste. Tengo una reunión, Tania. Derramé la cerveza sobre los vaqueros, Tania. Me serviste todas tus mentiras como los platos de un bufé de Navidad. ¿Por qué ibas a mentirme de aquella manera si no…? —Apretó los párpados para tratar de no echarse a llorar de nuevo—. No, no quiero saberlo.
—Yo quiero contártelo.
—¿Qué voy a hacer? No puedo permitir que se mencione su nombre en nuestra cama, pero tampoco sé qué hacer con el agujero negro donde se ha sumido mi fe en ti.
Alexander volvió a estrecharla entre sus brazos.
—Ten fe —le dijo—. Yo lo arreglaré.
Tatiana trató de inspirar algo de aire.
—¿La… tocaste?
Él dejó de acariciarla al instante.
—Tatiana, por favor, perdóname —le suplicó Alexander, desconsolado—. Sí, lo hice. —Tras ver cómo se estremecía el cuerpo de Tatiana, Alexander no permitió que volviera a darle la espalda—. Mírame, estoy aquí —le susurró, con la cara desolada por la vergüenza—. No me des la espalda. Soy tuyo, sólo tuyo. Te pertenezco. He cometido un terrible error, amor mío.
Pasaron varias horas en la oscuridad. Pasaron torrentes de palabras espeluznantes y vendavales de confesiones desoladoras. Salió todo, todo en su cama, todo dicho y sentido.
Tatiana observó el rostro de Alexander mientras éste le hablaba, lo observó para tratar de ver en él reflejada la verdad, para encontrarle un sentido a todo aquello. Lo escuchó, tocándolo cada vez que le hacía las mismas preguntas una y otra vez; apoyando la mejilla en su pecho cuando él le hablaba, para oír su voz a través de su corazón; colocando la boca contra su boca, inhalando la verdad en el aliento que le brotaba de las entrañas. ¿Mentira? ¿Verdad?
Pero la verdad era implacable. Completamente despreocupado, sin calcular las consecuencias, planeó, habló, compartió mesa, pagó unas copas y flirteó con otra mujer, completamente consciente, completamente receptivo, una semana y luego otra, como si no fuera un hombre casado. Permaneció a la espera y se subió a un coche con otra mujer, acordándose de quitarse la chaqueta, pero sin quitarse la alianza. Qué extraño el modo de establecer las líneas que separaban el bien del mal en su cabeza… Y por si aquello fuera poco, por si no hubiese ido ya suficientemente lejos, cuatro días después, tras contarle toda clase de mentiras flagrantes, siendo plenamente consciente de sus actos y con el consentimiento expreso de su mente, compró condones para llevarse a otra mujer a la cama mientras la suya lo esperaba en casa para comunicarle que iban a tener el hijo que tan desesperadamente habían deseado. Alexander besó a otra mujer. Tocó a otra mujer. Y esa mujer lo tocó a él. Sencillamente, Tatiana carecía de un escudo lo bastante duro para protegerse de aquellas palabras, para soportar aquellas palabras.
Permaneció petrificada y en silencio, aturdida e inmóvil, observándolo en la oscuridad, preguntándose si realmente era posible arreglar aquello, y si lo era, por qué a ella le parecía imposible, mientras Alexander se arrodillaba a los pies de la cama y le besaba los pies, y le susurraba «por favor, Tania, por favor, perdóname…».
Ella le contestó con un «sí, pero… cómo pudiste dejarla entrar en nuestra vida, Shura. Cómo pudiste dejarla entrar…».
Él volvió la cara y le dio la espalda, su espalda llena de marcas. Ella se aproximó a él y le tocó las heridas, los tatuajes, la hoz y el martillo, las águilas de las SS, acercó la cara a la parte baja de su espalda, donde se le había desgarrado el riñón, y vio una imagen muy vívida del cuerpo gris de Alexander tendido en el hielo carmesí, sabiendo que si ella no hacía algo inmediatamente, él moriría sin remedio. Esa noche, Tatiana quería que todas sus cicatrices, sus tatuajes, su cuerpo y su alma le dijesen qué era lo que debía hacer, cómo arreglarlo…
Intentó arreglarlo tocándolo. Le acarició los músculos agarrotados de los brazos, de los hombros, le besó el abdomen, aunque era difícil besarlo con el labio hinchado, pero sí podía tocarlo. Intentó desplazarse un poco más abajo, por la línea de su vello negro, pero no podía, después de lo que le había contado.
«Por favor, Tania, por favor, perdóname. Y tócame».
Al cabo de un rato, Tatiana volvió a intentarlo. Tomó su miembro en sus manos trémulas. Era tan familiar, tan sincero… Tatiana conocía tan bien a Alexander… lo que le gustaba, lo que le encantaba, lo que necesitaba… Ella era como sus propias manos, en cualquier momento y en cualquier lugar sabía cómo darle placer de mil formas distintas, y esa noche, cuando respondió a sus tristes y activas manos, ella acercó la boca hinchada para introducirse en ella el miembro hinchado de él… pero dolía demasiado. Apoyó la cara húmeda contra él y le restregó la sal de sus lágrimas, con manos desfallecidas, con el cuerpo desfallecido. «Cómo pudiste dejar que te tocara…».
«Lo siento mucho, Tania, lo siento tanto…».
—Supongo que hasta lo nuestro puede acabarse.
—Lo nuestro no puede acabarse —repuso él—. No podemos dejar que esa maldita Carmen acabe con lo nuestro. Ella no significa nada. No significó nada. No fue nada.
—Alexander, tú y yo hemos pasado por cosas demasiado fuertes para permitir que algo tan aparentemente insignificante se cuele en nuestra cama, en eso tienes razón. No se parece en nada a todas las demás desgracias que hemos tenido que soportar. No es la muerte. No son nuestras familias perdidas, ni tu cuerpo apaleado y maltrecho. No es el hambre, ni Leningrado. No es la guerra, ni la vida en la Unión Soviética. —Hizo una pausa—. Pero sabes lo que es, ¿verdad, Shura?
Él tenía la cabeza agachada. No la miró.
—Lo siento, Tania. Por favor…
—Soy tu única familia. La única lealtad que debes en este mundo me la debes a mí. El hecho de que me vendas a mí a cambio de un trozo de carne, ni siquiera por amor, eso no puede no significar nada, ¿no te parece? Y mientras tanto, yo estoy esposada a ti, sí, encadenada. —Se echó a llorar de nuevo—. Soy yo la que cuida de todas tus heridas abiertas. Soy yo la que va en el tren de Kolima contigo, soy yo quien está en la mugre del Gulag contigo. A mí me azotan contigo y me queman contigo, como del mismo plato contigo, y cuando te mueras, seré yo quien arroje el casco encima de tu rifle en la tumba del cementerio.
—Oh, Dios mío… Tania, por favor… —Estaba sentado a horcajadas encima de ella, rodeándola con los brazos. Le temblaban los hombros—. Por favor, perdóname.
Tatiana volvió la cabeza, cerró los ojos e intentó borrar el regusto amargo de su boca.
Él le separó las manos y le enterró la cara entre los pechos. Le besaba los pechos entre susurros, pero ella no oía nada, porque estaba llorando. Él le susurraba verdades inaudibles en la boca, le besaba los labios malheridos, le besaba los pechos, abarcándolos con la palma cóncava de la mano, acariciándolos, susurrándole de nuevo… le besó los doloridos pezones, tan sensibles al tacto ahora, hasta que ella le suplicó que no siguiera, que no continuara, y él le susurró que sólo un poco más, besándole con los labios húmedos y contritos los pezones húmedos y vulnerables. «Oh, Shura…».
Cuando Tatiana logró incorporarse en la cama, lo intentó de nuevo. Sentándose junto a él, volvió a tomar su miembro entre las manos, acariciándolo, y cuando las suaves caricias lo transformaron en un pene erecto, acercó a él sus labios ensangrentados y lo besó de arriba abajo, desde la ingle hasta el glande, apoyado en el hueco de la palma de la mano, lo besó y empezó a frotarlo lentamente, con suavidad, y directamente entre sus labios, y también entre sus lágrimas.
—Eres tan hermoso… —le susurró, llorando—. Sin haber conocido nunca a otro más que tú, siempre lo he sabido.
—Y yo, que sí he conocido… —dijo él—. Yo he acudido a ti conocedor de las maneras del mundo. Tú eres más de lo que pueda llegar a merecer en esta vida. Tenía tanto miedo de que ya no me quisieses como antes… Me aterrorizaba pensar que pudieses sentir algo por otro. Siempre estabas trabajando, y yo estaba abrumado por nuestra otra lucha… —se le quebró la voz—, y no pensé en lo que hacía. Pero eso sólo son palabras, no es nada más. Lo siento mucho.
Le suplicaba, le imploraba, le prometía, se arrepentía.
Ella lo escuchó y asintió. Eran sólo palabras. ¿Cómo iba a confiar en sus promesas? Él no podía explicarse, ella no lo podía entender. Intentó arreglarlo dejando que la tocara.
Con su mano diminuta, Tatiana cogió las manos grandes de él, zaheridas y en carne viva por el cholla, y se las llevó a los pechos.
—Tienes las manos más fuertes del mundo —le susurró. Él las apartó. Con su esbelta mano, Tatiana cogió los dedos largos y recios de él, tensos y temblorosos, y se los puso entre los muslos. Él los apartó—. Mírame —le susurró ella, llorando, tumbada de espaldas, abriendo las piernas—. Estoy indefensa ante ti. Por favor, tócame. Estoy como a ti te gusta, Alexander. Como a ti te encanta.
Alexander le besó el montículo de vello dorado, apretando las palmas de la mano contra su cuerpo, cubriéndola, pero luego negó con la cabeza y se apartó.
—Por favor, tócame —insistió ella—. ¿Por qué no quieres tocarme?
—¿Es que no entiendes para qué acudo a ti? —dijo Alexander—. No podré entrar en comunión contigo hasta que me perdones. —Tenía razón.
Alexander apoyó su frente contra la frente de ella, la cara húmeda y áspera contra la cara de ella. Apretó los labios contra el corazón de ella, y el pelo negro y húmedo le hizo cosquillas en la clavícula. «Por favor, perdóname». De oro blanco es el color del pelo de mi verdadero amor.
Tanto amor, y aun así, no era suficiente. El llanto de Tatiana era pura desesperación.
—¿Cómo voy a perdonarte? —dijo—. Esto es lo único que no sé cómo perdonar.
—Maldita sea… —exclamó Alexander, cayendo de espaldas—. Me dejé cegar por la estupidez un pequeño instante de nuestra vida, un segundo de la eternidad en que vivimos tú y yo, y tropecé. La fastidié del todo. Estoy enfermo, y completamente equivocado. He caído muy bajo, y me doy asco. Te prometo que haré todo cuanto esté en mi mano para remediarlo, para ponerle arreglo. —Inspiró hondo—. Pero… ¿qué quieres decir cuando dices que no sabes cómo perdonarme?
Tatiana habló con el hilo de voz más fino del mundo.
—Alexander Barrington —dijo—, dime, ¿sabrías tú cómo perdonarme a mí?
Ambos sabían la inconcebible respuesta a esa pregunta inconcebible.
La respuesta era no.
La miró fijamente en silencio y luego se tapó la cara con el brazo.
—Bueno, ¿y qué vamos a hacer tú y yo, Tatiana? —preguntó con desesperación en la voz—. No podemos vivir como hemos estado viviendo.
Ella hizo amago de hablar para presentarle una serie de opciones, pero fue entonces cuando él le separó las piernas y se encaramó a ella para aliviar a su cuerpo trémulo de la insoportable angustia de aquella terrible noche interminable.
—Escúchame —le dijo Alexander, sujetándole la cabeza entre las manos—. Si entiendes lo que te voy a decir ahora, todo lo demás será más fácil. Tú y yo sólo tenemos una vida, no hay otra opción. Hace mucho tiempo, fuimos juntos a la guerra, fuimos juntos a una trinchera, pasamos juntos por el asedio de Leningrado. Recuérdate a ti misma por todo lo que hemos pasado. ¿Acaso pensábamos que llegaríamos a disfrutar de algo parecido a Lazarevo? ¿Y que después de Lazarevo, vendría Napa, o Bethel Island… o esto? Sé que a veces las cosas que acarreamos se hacen demasiado pesadas para nosotros. Estamos agotados, pero no nos queda más remedio que resignarnos y seguir adelante. A veces, vuelvo de la guerra y estoy muerto, y a veces oigo tu voz y no le hago caso, y a veces pasa lo imposible, no sé cómo y no sé por qué. No tengo defensa posible —dijo—, ya sé que quieres una, pero no tengo ninguna excusa. No tengo ni una sola justificación. Ésta, la única vez en mi vida en la que necesito algo más que un simple «lo siento», no puedo ofrecerte más que mi más profundo y sincero arrepentimiento. No pido justicia por tu parte —dijo Alexander—, quiero clemencia. —Lanzó un gemido—. He cometido un terrible error, y te suplico que me perdones, Tatiana. Te pido de rodillas —dijo con el último brote de aliento— que me perdones. Pero no hay ninguna otra vida para ti y para mí, Tatiana. No hay ningún otro búnker, ni maletas, ni posibilidad de marcharse, no hay ninguna otra esposa. No hay ni habrá nunca nada más que tú y yo. —Le retuvo las manos a los lados, con el cuerpo encima del de ella, cubriéndola, con la cara encima de la de ella, su cuerpecillo minúsculo debajo de él, mirándolo bajo la luna negra—. ¿De veras crees que iba a permitir que me abandonaras? —le susurró—. ¿Es que no te acuerdas de lo que te dije en Berlín, cuando estábamos perdidos en el bosque, luchando para rebelarnos contra nuestro destino?
—Sí —le contestó Tatiana, rodeándole el cuello con las manos, cerrando los ojos—. Dijiste que ya me habías dejado marchar una vez, que viviríamos juntos o moriríamos juntos.
—Eso es —dijo Alexander—. Y esta vez, viviremos juntos.
Las lágrimas resbalaron por las mejillas de Tatiana.
Él se inclinó y le besó las lágrimas. «Milaya, rodnaya moya, kolybel i mogila moya… zhena moya luybimaya, zhizn moya, lyubov moya… prosti menya. Prosti menya, Tania… prosti menya i pomilui…» le susurró en el rostro partido, en la boca partida.
—¿Qué? No te oigo. ¿Qué estás diciendo?
—Canto en dos lenguas a nuestro matrimonio. —Postrado, se arrodilló entre las piernas de ella—. Amor mío, Tatiasha, mi vida entera —entonó Alexander, traduciendo sus palabras, apoyando la frente contra el corazón de ella—. Mi principio y mi fin, mi amada esposa, mi vida, mi amor… perdóname. Por favor, Tania, perdóname y ten piedad de mí. Por favor, perdóname.
Se tumbó a su lado, abriéndose paso a tientas hasta pasarle la mano por detrás de la cabeza mientras la acariciaba con la derecha. Le besó todo el cuerpo, desde lo alto del pelo corto hasta las puntas de los pies, y en todos los rincones. La tocó con el roce suave de los dedos, la sujetó con sus enormes manos. Y fue entonces, cuando sintió la boca cálida y arrepentida de él en todo su cuerpo, cuando Tatiana, gimiendo desesperadamente, exquisitamente excitada pese a todo su dolor, dijo:
—Te perdonaré.
—Dirías cualquier cosa en este instante, ¿no?
—Sí, ahora mismo, cualquier cosa. —Tatiana se incorporó, enroscó todo su cuerpo en el de él, sujetó la cabeza negra y triste de Alexander, y lloró—. Alexander, me has roto el corazón. Pero por haberme llevado a tu espalda, por tirar de mi trineo de muerte, por darme tu último pedazo de pan, por el cuerpo que te destrozaste por mí, por el hijo que me has dado, por los veintinueve días que vivimos en el paraíso, por todas nuestras arenas blancas de Naples y nuestros vinos de Napa, por todos los días que has sido mi primer y mi último aliento, por Orbeli… Te perdonaré.
Y entonces, al fin, Alexander penetró en ella. Hubo comunión. «Oh, Shura…».
«Oh, Tania…».
Y eso fue todo.
Después, permanecieron acurrucados el uno en el otro, con los cuerpos entrelazados, pecho con pecho, vientre con vientre, unidos aún, fundidos en uno aún, soldados el uno al otro, sin apenas rozarse con la boca, sin apenas respirar, hombro con hombro, alma con alma. Ella lo rodeó con los brazos y él la rodeó a ella con los suyos. Cerraron los ojos. No habían dormido en tres días y ya despuntaba el alba aquel domingo por la mañana. Ella le besó el cuello palpitante y le tocó la espalda húmeda. Alexander sostuvo con sus manos malheridas el rostro malherido de ella y dijo con la voz quebrada:
—Oh, Dios misericordioso… ¿De veras vamos a tener… un hijo?
—Sí, Shura, sí, amor mío, sí. De veras vamos a tener un hijo.
Aquella noche fue la primera vez para muchas cosas. Alexander hizo algo que no había hecho desde 1943, cuando descubrió de quién era la sangre que fluía por sus venas vacías.
Alexander se echó a llorar.
Tatiana dejó su trabajo en el Phoenix Memorial Hospital.