Capítulo 11

Triste navidad

Felices fiestas

A principios de noviembre de 1957, Alexander estaba examinando una nueva cantera de mármol y granito en el oeste de Yuma cuando se le ocurrió pasarse por el hospital a ver a Tatiana. La recepcionista le dijo que estaba en la cafetería, y a través del cristal Alexander la vio sentada con… ¿quién era ése? El hombre le resultaba vagamente familiar. Era un médico. Normalmente la encontraba almorzando con otras enfermeras, pero esa vez estaba sentada con un médico. Ah, sí, era el doctor Bradley. Alexander lo recordaba vagamente de las fiestas navideñas. Bradley, de pelo castaño claro, parecía estar en forma para ser un médico.

Lo que chocó a Alexander del hecho de que Tania estuviese almorzando con Bradley fue la absoluta naturalidad del cuerpo de ella sentada con él. Estaba relajada, con los codos apoyados sobre la mesa y las piernas cruzadas con total despreocupación. Chupando de la caña de su refresco como una chiquilla, escuchaba animadamente mientras el otro hablaba, también animadamente. Alexander estaba a punto de entrar cuando, de repente, ella echó la cabeza hacia atrás y se rio de algo que había dicho el médico.

Perplejo, Alexander la miró, abriendo los ojos y el plexo solar ante algo que no había esperado ver. Estaba acostumbrado a las miradas que le dedicaban otros hombres a su mujer (aunque puede que la de Bradley fuese un poquitín más entusiasta que las de los demás), pero aquello era completamente nuevo.

Tatiana se rio durante largo rato y con ganas ante la gracia de aquel médico metido a comediante al tiempo que se arreglaba y se ajustaba despreocupadamente el moño.

Alexander no entró. Se quedó parado un momento junto a la puerta y luego dio media vuelta.

—¿No la has encontrado? —le dijo Cassandra.

—No.

Se dirigió a la salida.

—¿Quieres que la llame?

—No. Tengo que volver al trabajo. Pero gracias.

Por la noche, cuando llegó a casa, Alexander permaneció muy callado, observándola. Ella le preparó sopa de albóndigas y fajitas. Anthony tenía entrenamiento de baloncesto.

—Shura, Cassandra me ha dicho que hoy has pasado a verme, ¿es verdad?

—Sí, pero luego me di cuenta de la hora que era. Tuve que irme volando.

—¿Ni siquiera me llamaste para decirme hola?

—Llegaba diez minutos tarde a mi cita de la una y media. —Alexander tomó una cucharada de sopa y sopesó sus palabras—. ¿Dónde has almorzado hoy?

—Huy, ha sido muy rápido, había un montón de trabajo —contestó—. Estuve almorzando con el doctor Bradley, ¿te acuerdas de él?

—Sí.

Alexander no añadió nada más. Lo que le llamó la atención fue que Tatiana tampoco añadió nada más.

—¿Te gustan las fajitas, Shura?

—Sí, Francesca te ha enseñado a prepararlas muy bien.

Después de cenar, Alexander estaba tumbado en el sofá, sin salir a fumar afuera, observándola todavía. Tenía que ir a recoger a Anthony al cabo de un rato.

—¿Estás bien? —le preguntó ella.

—Estoy bien.

Pero Alexander no estaba bien.

¿Acaso sólo eran imaginaciones? ¿Podía estar equivocado? No, veía la felicidad radiante de ella. Eso no era producto de su imaginación.

—Ven aquí —le ordenó, incorporándose. Tatiana estaba secando los platos—. Suelta ese plato y ven.

—Shura… debes ir a por Anthony dentro de quince minutos.

—¿A qué viene tanta protesta? Ven aquí.

Ella fue y se colocó delante de él, con la mirada dulce y cariñosa.

Arrancándole el trapo de las manos, Alexander la acercó y la colocó entre sus piernas, y luego le metió la mano por debajo de la falda de lana para tocarle la porción de piel desnuda por encima de sus medias. El liguero era de raso, y las bragas de malla, de nailon transparente. Le subió el suéter y hundió la boca en la parte superior de su vientre cálido, y empezó a acariciarle en silencio la parte posterior de los muslos, trazando círculos y más círculos con los dedos, con movimiento cada vez más insistente a medida que iba notando cómo se le ruborizaba la piel y le subía la temperatura.

Cuando Tatiana le rodeó la cabeza con las manos y él advirtió que su respiración se tornaba cada vez más jadeante, Alexander la tumbó sobre el sofá y, separándole ligeramente las piernas para poder verla, le acarició los muslos dibujando círculos regulares. Tatiana estaba muy excitada, muy caliente. Él, mientras tanto, le miraba el rostro, el cuello largo, los muslos blancos, las bragas casi inexistentes. Le desabrochó el cierre delantero del sostén y le dejó al descubierto los pechos, que se desparramaron hacia delante, con los pezones erectos y de coral.

—Shura, por favor…

—Muy bien, cariño. —Alexander hundió la cara en los pechos de ella, sin dejar de acariciarla. Siguió un minuto de sonoro estremecimiento, seguido de otro más. Incorporándose, Alexander murmuró—: Mírate. Tienes los pezones tan duros, tan húmedos… Y estás tan caliente… Tengo los dedos tan cerca, acariciándote despacio, una y otra vez… en la costura de tus bragas… Tania, ¿notas mis dedos? —Ella apenas se movía, apenas respiraba—. Puedo retirarte las bragas hacia atrás, así, sólo un poco, apartarlas un centímetro con los dedos…

Ella lanzó un gemido. Él trazó un nuevo círculo con los dedos.

—Vamos, Shura, por favor…

Ella se agarró a sus antebrazos.

—Por favor, ¿qué? Dímelo. Por favor, ¿qué?

—Méteme los dedos, por favor…

—Tatia —susurró él—, ¿los dedos… o los labios?

Tatiana lanzó un sonoro gemido, y cuando lo hizo, Alexander apartó las manos de ella. Tatiana abrió los ojos y luego abrió la boca.

—Oh, Dios santo, Shura… ¿qué…?

—Tengo que irme volando —dijo él, ayudándola a incorporarse, ayudándola a levantarse del sofá—. Tengo que ir a recoger a Anthony. —Ella se dejó caer en los brazos de él—. Mami… tengo que ir a recoger a tu hijo al entrenamiento.

—Oh, Dios… No puedo esperar, Shura —dijo ella, besándolo con avidez—. No puedo esperar ni un segundo más.

Tatiana tuvo que esperar unas cuantas horas, pero esa noche Alexander le hizo el amor como si no fuese miércoles ni tuviesen que volverse a levantar a las cinco. Completamente al mando de la situación, le hizo el amor tan minuciosa, tan implacable, y al final tan desesperadamente, que una vez que hubo terminado, no quedó un rincón, un hueco ni un centímetro del cuerpo de Tatiana que él no hubiese besado, lamido, acariciado, succionado, inundado, apretado y liberado. La devoró por completo. Le hizo el amor hasta dejarla exhausta, hasta dejarla ciega de amor. Hasta que no le quedó ni un solo suplicante e inaudible «Oh, Shura…» en la garganta, ni un solo resquicio de aliento para implorarle clemencia. Tatiana no podía moverse cuando hubo acabado con ella. Él se corrió dentro de ella estando erguido y arrodillado en la cama de ambos, sosteniéndola erguida también a ella, sujetándola por las nalgas. La tenía apretada contra su cuerpo, envolviéndolo y arrebujándolo, con las bocas de ambos embebidas la una de la otra. El orgasmo de él fue tan intenso que estuvo a punto de soltarla y dejarla caer.

A la mañana siguiente, a las cinco y media, Tatiana le preparó panqueques de patata con beicon.

—Conque eso es lo que tengo que hacer para que me prepares panqueques de patata, ¿eh? —exclamó Alexander con la boca llena.

Ella sentía demasiada vergüenza para mirarlo a los ojos. Los dedos le temblaban al tocarlo a él, los labios tiernos y en carne viva le temblaban cuando alzó el rostro para despedirse de él.

—Shura, cariño, ¿qué te ha pasado? —murmuró, ruborizándose, desviando la mirada—. Es un día de trabajo cualquiera.

—Tú, Tania —contestó Alexander—. Me has pasado tú.

Pero aquello no duró. Esa noche sólo fue una noche más en el tiempo. Tatiana no volvió corriendo a casa a la noche siguiente, ni se puso a revolotear alrededor de él, sino que se limitó a hacer lo que hacía siempre, de modo que nada consiguió borrar del cerebro de Alexander la imagen de ella riéndose alegremente de los comentarios del médico comediante.

La risa de Tatiana era el desnudarse de otra mujer.

Alexander hizo lo que siempre hacía cuando cargaba con demasiadas cosas demasiado pesadas para él: del esfuerzo de llevarlas a cuestas, se encerró en sí mismo. Se volvió huraño, siempre estaba de mal humor. Con ella saltaba a la mínima, incapaz de saltar por las cosas que sí tenían importancia. Constantemente mostraba su irritación porque ella llegara tarde, por estar cansada, despistada, por quedarse dormida frente al televisor, por olvidarse de comprar algunas cosas. Iba con su silencio a todas partes y se ocupaba de lo que debía ocuparse: se ponía el traje y acudía a las reuniones con maridos y mujeres, pagaba a sus empleados. Se ponía el mono de trabajo y se ensuciaba las manos cuando era necesario. Jugaba al póquer con Johnny, salía con Shannon, jugaba al baloncesto con Anthony, nadaba en la piscina. Llegaba a casa y recalentaba lo que ella le había dejado preparado cuando no estaba en casa, y se sentaba a la mesa con ella y se comía su comida caliente cuando sí estaba. Y cuando la necesitaba, tomaba de ella cuanto necesitaba.

Alexander quería preguntarle por aquel médico, pero no podía. El hombre que había librado mil batallas contra el mundo no era lo bastante fuerte para preguntar si su esposa sentía algo por otra persona.

Santa Madre, atiende mis plegarias

El día de Acción de Gracias de 1957 pasó sin pena ni gloria. Vikki y Richter se habían separado. Ahora era él quien lo estaba pasando muy mal y ella estaba en Italia con su nuevo «amigo», también italiano. Vikki dijo que iría a visitarlos por Navidad, y en su mundo incomprensible, dijo que Tom Richter iría a verlos con ella.

—Todavía es mi marido —exclamó Vikki, indignada, ante Tatiana—. ¿A qué viene ese asombro?

La tía Esther no se encontraba demasiado bien y se quedó en Barrington. Ella también iba a ir a verlos para Navidad con Rosa. Ahora que ya no había guerra, las obligaciones de Alexander en Yuma se vieron reducidas a una pequeña y esporádica recopilación de informes de inteligencia. El año anterior, en torno a las fechas de la revuelta en Hungría, había habido mucho trabajo, pero ese año ya había cumplido con su deber anual en el mes de julio, cuando había tenido que traducir una tonelada de información. Alexander siempre se aseguraba de haber terminado con sus veinticuatro días de servicio al año para el mes de noviembre, porque nunca había suficientes días entre Acción de Gracias y las fiestas de Navidad para todo lo que Tatiana tenía que hacer.

El viernes por la noche después de Acción de Gracias, Tatiana trabajaba y Anthony y Alexander estaban juntos. Comieron pizza con Coca-Cola, fueron a ver La vuelta al mundo en ochenta días, y regresaban a casa en la camioneta de Alexander. Eran más de las diez.

Aunque puede que Anthony hubiese querido ser como su madre (y sin duda era algo muy bueno a lo que aspirar), lo cierto era que a menudo se mostraba taciturno y reservado con su padre. Esa noche iban el uno junto al otro sin hablar, uno perdido en sus pensamientos y el otro absorto en los suyos.

Tatiana siempre intentaba animar a hablar a su hijo, obligarlo a salir de su ensimismamiento, así que Alexander lo intentó… como ella.

—¿En qué piensas, campeón?

Anthony se encogió de hombros.

—Sólo estaba preguntándome… si tú tuviste una madre.

—¿En eso es en lo que estás pensando? ¿En mi madre? ¿No en las chicas de tu edad?

—Me niego a hablar de eso contigo, papá.

Un sonriente Alexander contestó:

—Pues claro que tuve una madre. Ya sabes que sí. Viste fotos suyas en casa de la tía Esther.

—¿Te acuerdas de ella?

—Sí.

—Mamá dice que no te gusta hablar de ella.

—Y tiene razón. —De entre todas las cosas, de su madre era de lo que menos le gustaba hablar a Alexander, pues Dennis Burck, del Departamento de Estado, seguía siendo una mancha, una espina en su corazón, que le recordaba las cosas que no podía cambiar—. Pero mamá tampoco habla de su familia, ¿no?

—Lo dirás de broma, ¿no? Siempre está hablando de ellos. De lo único que habla es de Luga. He oído esas historias tantas veces que es casi como si fuese mi propia infancia.

Alexander asintió, comprensivo.

—A mamá le encanta hablar de Luga, eso es verdad.

Anthony permaneció con la mirada fija delante, en la carretera.

—También me contó lo de Leningrado.

—Ah, ¿sí?

Se hizo un silencio en el interior de la camioneta.

—Yo no he dicho que fuese fácil que me lo contara. He dicho que me lo contó. —Anthony movió nervioso los dedos—. También me contó lo de su hermano y tú.

—¿Te ha contado eso?

Alexander estuvo a punto de detener el vehículo.

—No he dicho que fuese fácil que me lo contara —repitió Anthony.

Dejaron de hablar y Alexander sintió cómo le empezaba a doler el pecho.

—Yo te lo contaré —dijo Alexander—. ¿Qué quieres saber? —Anthony estaba mirando a su padre.

—¿Tu madre era guapa?

—A mí sí me lo parecía. Era muy italiana. Morena, pelo rizado, alta.

—¿Y tu padre?

—Él no era guapo —respondió Alexander con sequedad—. Descendiente de los primeros colonos, muy de Nueva Inglaterra.

—¿Lo querías?

—Anthony, era mi padre. —Alexander apretó con fuerza el volante, arrugando la frente, mirando a su hijo—. Pues claro que lo quería.

—No, no, papá, me refiero… —Anthony tartamudeó, nervioso—. Lo que quiero decir es si lo querías a pesar de que era comunista.

—Sí, a pesar de que era comunista.

—Pero ¿cómo?

—Era un hombre contagiosamente idealista —respondió Alexander—. Él estaba convencido de que funcionaría; creo que hasta el final no entendió por qué no fue así. En apariencia, parecía muy justo: todos trabajando por el bien común, todos compartiendo el fruto de su trabajo… Sólo que, de repente, no había fruto. Nadie podía entender por qué, y él menos que nadie.

—¿Y tu madre?

—Ella no era una idealista —dijo Alexander—. Ella era una romántica. Lo hizo todo por él, creía en el comunismo por él.

—¿Y tú? ¿Tú estabas del lado de ella o del de él?

—Al principio, del de él… Mi padre tenía un don. Era capaz de convencerte de cualquier cosa. En ese aspecto se parecía un poco a tu madre —dijo Alexander—. Yo quería ser como él, pero cuando alcancé tu edad más o menos, ya no podía hacer la vista gorda ante la realidad tan bien como él. Ni mi madre ni yo podíamos seguir haciendo caso omiso de lo que veíamos a nuestro alrededor. Así que mi padre y yo… bueno, nos enfrentamos.

Alexander y Anthony volvieron a quedarse en silencio, absortos en la carretera nocturna. Bajaban por Shea en dirección a Puma, rodeados únicamente de desierto. Alexander sabía lo que estaba pensando Anthony: que en su casa imperaba una sola ley, y no era la de Anthony. Los enfrentamientos no estaban permitidos en su casa. Al hacer memoria, a Alexander le parecía increíble las cosas con las que Harold Barrington había permitido a su hijo adolescente salirse con la suya.

—Mi padre era un civil, no un soldado, Anthony —dijo Alexander al fin—. Es algo completamente distinto.

—¿He dicho yo algo? —le espetó Anthony—. ¿Y luego los detuvieron?

—Luego los detuvieron.

—Mamá dice que a ti también te detuvieron.

—Hijo, a mí me detuvieron tantas veces que he perdido la cuenta. —Alexander sonrió.

—Me dijo que viste a tu padre en la cárcel antes de su muerte.

—Sí.

Doblaron a la izquierda en Pima. No tardarían en llegar a casa.

—¿Viste a tu madre?

Anthony le dirigió una mirada muy intensa.

—No.

Y entonces llegó. Llegó el momento infernal del cigarrillo consumido, horadándole otro agujero en el alma.

Alexander había salido de casa una mañana para ir a la escuela, y cuando regresó, su madre ya no estaba, su padre ya no estaba, su familia ya no estaba. Nunca volvió a ver ni a hablar con su madre después de esa mañana, cuando se marchó tan despreocupadamente, sin despedirse ni siquiera con un simple «hasta luego».

—Por desgracia, tu madre vuelve a tener razón con respecto a mí —dijo Alexander—. De eso es de lo único de lo que no puedo hablar, de verdad. Pregúntale a ella si quieres. Lo siento, campeón.

Alexander se aferró con las manos al volante. Volvieron a quedarse en un silencio ensimismado.

—¿Y cómo escapaste? —preguntó Anthony.

—¿En qué ocasión?

—Cuando tenías diecisiete años.

—Salté de un tren en marcha en un puente del río Volga.

—¿Un salto de muchos metros?

—De muchísimos metros.

Tres metros hacia lo desconocido.

—¿Y luego conociste a mamá?

Alexander se echó a reír.

—Sí —contestó—. Salté al río, pasaron cosas y más cosas, contraje el tifus, luego vino el ejército, la guerra con Finlandia y luego conocí a mamá.

—El tifus… ¿por eso es por lo que siempre me estás diciendo que me duche?

—Te digo que te duches —repuso Alexander— para que las chicas no salgan huyendo despavoridas cuando seas mayor.

Aunque puede que menos duchas y más huidas no fuesen del todo contraproducentes.

—Papa, por favor —dijo Anthony—, no iremos a tener otra de esas charlas, ¿verdad?

—No, hijo, no.

—Cuéntame cómo la conociste.

Los ojos de Anthony se iluminaron con expectación y volvió todo el cuerpo hacia su padre en el asiento.

—Estaba andando por una calle de Leningrado, haciendo mi ronda —contestó Alexander—, y ella estaba sentada al otro lado de la calle, en un banco, comiendo helado.

—No es así como lo cuenta mamá —le reprochó su hijo—. Ella dice que te subiste al autobús por ella y que la perseguiste prácticamente hasta Finlandia.

—Lo de perseguirla vino después. Primero ella estaba sentada en un banco. —Alexander sonrió—. Disfrutaba de su helado con verdadero deleite.

—¿Y qué más?

—Eso es todo. Cantaba, tarareaba una canción. «Algún día nos encontraremos en Lvov, mi amor y yo…».

Alexander lanzó un suspiro pensando en la melodía distante de aquella canción, que apenas recordaba.

—¿Y qué hiciste?

—Crucé la calle.

Anthony lo miró fijamente.

—Pero ¿por qué?

—Tú has visto a tu madre, Anthony, ¿verdad?

—¿También era así de guapa a los dieciséis?

—Podría decirse así.

Alexander pestañeó para poder borrar la imagen de ella de sus ojos y así ver la carretera.

—Pero había otras chicas guapas en Leningrado, ¿no? Mamá dice que tuviste otras amigas antes que ella.

Alexander se encogió de hombros para transmitir lo que no podía decirle a su hijo: que en aquella época había un desfile incesante de chicas todas las noches, un agradable y variado surtido de chicas, chicas y más chicas… pero que luego apareció su madre.

Anthony se quedó pensativo.

—Una vez te oí decirle a mamá que habías nacido dos veces, una vez en 1919 y otra vez con ella. ¿Fue en esa calle de Leningrado?

—¿Yo he dicho eso? —Alexander no lo recordaba—. ¿Cuándo dije eso?

—En Bethel Island. Yo estaba tumbado durmiendo a su lado y tú le susurrabas cosas al oído.

—¿Te acuerdas de Bethel Island?

Alexander sonrió con una punzada de nostalgia.

—Sí —contestó Anthony, sin sonreír—. Los dos erais tan felices entonces…

Se volvió hacia su ventanilla. Y Alexander dejó de sonreír.

Después de llegar a casa, entró en la habitación de Anthony y se sentó en la cama de éste.

—Escucha —le dijo—, ¿estarás bien si me voy un rato a ver a mamá al hospital?

—¿Por qué, qué pasa?

—Nada.

—Ah.

—Es sólo que… Como eres ya tan mayor, con catorce años y medio…

—Estaré bien, papá. Vete. Déjame la pistola aquí, al lado de mi cama.

Alexander dio un pellizco cariñoso a su hijo.

—No le digas a tu madre que te he enseñado a disparar, o a los dos nos caerá una buena bronca.

—¿No crees que sabe lo que hacemos cuando ella no está?

—Anthony.

—Está bien, de acuerdo.

—Pórtate bien. Llama al hospital si hay algún problema.

Una hora más tarde, Alexander apareció en el mostrador de recepción del servicio de urgencias. El rostro de Erin se iluminó.

—Hola, Alexander —lo saludó—. Una grata sorpresa. Espera, llamaré a Tania al busca. Está en quirófano. Está con una rotura de bazo y un accidente múltiple.

Al cabo de un momento sonó el teléfono.

—Tu marido ha venido a verte —dijo Erin al teléfono. Hizo una pausa con una sonrisa—. Sí, tu marido.

Alexander vio entrar a un anciano en harapos, renqueante, que se detuvo junto a él en la recepción.

—¿Va a venir pronto? —preguntó el hombre, mirando a Erin con expresión expectante.

—Ya te lo he dicho antes, vendrá dentro de cinco minutos, Charlie —respondió la enfermera—. Siéntate.

Alexander miró a Erin con gesto inquisitivo.

—Sin ella —le susurró ésta—, no puede mantenerse sobrio.

Entró una madre con un niño de poco más de nueve años.

—Llevamos tanto rato esperando… —dijo la madre con voz estridente—. Mi hijo la necesita.

—Vendrá dentro de un minuto —dijo Erin, y le susurró a Alexander—: Tendría que decirles que cogieran turno, ¿no te parece?

Alexander pensó en marcharse, pero al cabo de un minuto, a través de las puertas dobles de vaivén apareció Tatiana, cuyos ojos lo miraban a él y sólo a él mientras una sonrisa le iluminaba la cara. Si hubiera llevado sombrero, Alexander se lo habría quitado y lo habría sujetado entre las manos.

—Hola —dijo ella, acercándose.

—Hola.

Apretó el cuerpo contra el de él un instante.

—¿Qué te pasa? ¿Estás bien?

—Ahora sí. —Alexander por poco se estremeció—. ¿Ocupada?

—Hasta arriba de trabajo, como de costumbre. ¿Qué pasa? —Le escudriñó el rostro, apoyando la palma de la mano en su pecho.

—Nada.

—Ah. —Tatiana se calló, se mordió el labio—. Puede que tenga media hora antes de la siguiente sesión en el quirófano. ¿Quieres ir a tomar un café?

«Lo que quiero es pasear ocho kilómetros por los canales contigo, desde la Kirov a la puerta de Quinto Soviet. Quiero subirme al tranvía contigo, al autobús contigo, sentarme en los Jardines Italianos contigo. Eso es lo que quiero. Me tomaré esa taza de café en la cafetería de tu hospital».

Erin se aclaró la garganta y señaló con los ojos los asientos de la sala de espera. Tatiana siguió su mirada.

—¿Quién va primero?

—Tu marido primero… —Erin sonrió—. Y luego Charlie.

—Vuelvo enseguida —le dijo Tatiana a Alexander, y se dirigió a Charlie.

Alexander observó el rostro del anciano, que se dulcificó mientras una sonrisa asomaba a sus labios resecos y llenos de costras. Tatiana se sentó a su lado y lo tomó de la mano.

—Charlie, ¿qué te pasa hoy? —le preguntó solemnemente con su voz cantarina.

—Me muero por una copa, enfermera Tania —respondió, tartamudeando.

—Sí, pero no querrás volver a quedarte inconsciente debajo de un coche, ¿verdad que no? Y ya ves de cuánta gente tengo que ocuparme hoy —dijo Tatiana—. Hagamos una cosa… ¿Has estado yendo a tus reuniones?

Después de pasar cinco minutos más con él, Tatiana se desplazó tres asientos para acudir junto al chico que esperaba pacientemente y la madre que esperaba impacientemente. El niño volvía a sufrir espasmos en las piernas, aquejadas de distrofia muscular. Tatiana le frotó las piernas y habló con él, y Alexander vio el rostro dolorido del chico y el gesto resentido de la madre.

Cuando Tatiana volvió a su lado, Alexander dijo:

—Quedan veinte minutos.

Pero cuando pasaron junto a la sala de visitas número 7 de camino a la cafetería, vieron a una niña dentro llamando a su madre a gritos. Al parecer, la habían encontrado en un piso vacío de Baseline; la madre había desaparecido, y el piso estaba en un estado deplorable. Los servicios sociales y la policía estaban tratando de localizar a algún otro pariente vivo.

—Todos estamos intentando encontrar a nuestra madre —murmuró Alexander antes de que Tatiana entrara en la sala de reconocimiento, sustituyera la bolsa de glucosa intravenosa y se sentara junto a la chiquilla de cuatro años hasta que ésta dejó de llorar.

En la cafetería, pidieron café y se sentaron el uno junto al otro, arrimándose hombro con hombro. Alexander le tomó la mano por debajo de la mesa.

—Conque un accidente múltiple, ¿eh?

—De verdad, eso de beber alcohol y conducir es muy malo. —Tatiana negó con la cabeza—. La gente no conoce las leyes del movimiento. Deberían obligarlos a asistir a clases de física antes de dejarlos poner el pie en un bar o en el interior de un coche.

—Claro que sí, muy bien dicho. —Alexander sonrió—. ¿Y qué leyes del movimiento son ésas?

Le limpió con el pulgar un trozo de no se sabía bien qué de la ceja.

—Que los objetos en movimiento, como por ejemplo, la sangre de las venas, siguen en movimiento aun cuando una fuerza externa los obligue a detenerse de repente. No te creerías el efecto que tiene la desaceleración súbita en las venas.

—Tú y tu física. No estaréis haciendo carreras en el hospital, ¿no?

—Eso lo hicimos ayer —dijo Tatiana, sonriendo levemente—, pero el involuntario conductor de la ambulancia al que le estábamos echando la carrera se enfadó mucho.

—No me extraña.

Alexander la estaba mirando fijamente. Esa noche tenía la cara redonda de luna rusa, con los ojos opacos y la boca pálida, como si hubiese respirado demasiado a través de ella mientras corría del pabellón de enfermos terminales al de enfermos graves. Le ajustó los mechones de pelo suelto bajo la cofia de enfermera.

—¿Qué te pasa, amor mío? —dijo ella con dulzura, colocándole la mano en la cara—. ¿Qué le pasa a mi marido y qué tengo que hacer yo para ponerle remedio?

Alexander bajó la cabeza, pero antes de que pudiera decirle todas las cosas que le pasaban a su marido, siendo una de las más insignificantes el hecho de que ya no podía dormir solo ni una sola noche de viernes más, ni una sola, se oyó una voz masculina a sus espaldas, una voz que dijo:

—¿Tania? —Era el doctor Bradley. Alexander soltó a Tatiana—. Perdón por interrumpir, pero es la hora —dijo Bradley, mirando a Alexander—. Tenemos que entrar en quirófano dentro de tres minutos.

Se levantaron.

—Sí, ahora mismo voy —dijo Tatiana, tomando un último sorbo de café—. Doctor Bradley, ¿se acuerda de Alexander, mi marido?

Alexander estrechó la mano del médico, que fue a esperarla a la puerta. Tatiana dio unas palmaditas a Alexander en el pecho.

—Te veré mañana por la mañana, cariño —se despidió ella, e hizo amago de irse.

Él no se movió ni dijo nada. Ella se detuvo, lo examinó, lo miró de un lado, luego del otro, estudió su expresión. Luego se acercó y levantó la cara hacia él.

Tapando a Tatiana con su cuerpo de modo que quedara oculta a la vista del médico comediante, Alexander se inclinó hacia la cara que le ofrecía y besó sus labios abiertos rosados y pálidos.

—Hasta luego, cariño —dijo él.

Y entonces la vio desaparecer a toda prisa, hablando de cirugía y de suturas. El doctor Bradley le abrió la puerta y la empujó hacia fuera colocándole la mano en la espalda. Alexander tiró de malos modos las tazas de café de ambos a la basura. Antes de marcharse, se sentó en la sala de espera junto a Charlie, que apestaba una barbaridad. Alexander tuvo que desplazarse dos asientos más allá. Charlie se volvió hacia él, desdentado, y asintió con la cabeza y le dijo:

—Eso es. A veces, si espera lo suficiente, ella vuelve a aparecer.

—Ah, ¿sí?

—Si tiene tiempo. A veces me quedo aquí toda la noche. Me quedo dormido, me despierto y ella está sentada a mi lado. Me voy cuando se va ella.

Alexander siguió sentado en la silla otra media hora, mirando a las puertas. Pero Tatiana no reapareció, y él se fue a casa.

Ese sábado por la mañana, mientras él se preparaba para ir a trabajar y ella se preparaba para irse a dormir, Alexander le dijo a Tatiana:

—Tania, ¿el doctor Bradley es el médico responsable de Urgencias?

—Sólo durante el turno de noche.

—¿Sólo trabaja de noche?

—No, pero trabaja en el turno de noche de los viernes. ¿Por qué?

—Por nada —dijo Alexander—. No me vino a la memoria hasta anoche, pero ¿no es David Bradley el mismo doctor que te atendió hace cinco años, cuando Dudley murió?

—¿Cuando Dudley «murió»? Curiosa forma de decirlo —dijo una sonriente Tatiana desde la cama—. Sí, creo que era Bradley, ¿por qué?

—Por nada. —Alexander se quedó pensativo mientras se ajustaba el nudo de la corbata—. ¿Es el mismo que te vio las marcas en la nuca y luego se puso todo rojo como una colegiala?

—Shura, no lo sé —dijo Tatiana—. ¿Cómo te acuerdas de eso?

—No me acordaba, hasta ahora.

—¿Y por qué te acuerdas de eso ahora?

—Por nada.

—Es la tercera vez que dices eso.

—Ah, ¿sí? Tengo que irme. Tengo una reunión a las nueve. No te olvides de que esta tarde tenemos que comprar el árbol de Navidad.

Estaban a finales de noviembre. La época navideña acababa de empezar, pero les gustaba colocar el árbol lo antes posible. ¿Acaso llevaba Bradley enamorado de su mujer cinco años? Alexander no le habría dado más vueltas al asunto, no le habría importado lo más mínimo, de no ser porque le era imposible quitarse de la cabeza la imagen de la risa de ella, cómo había echado la cabeza y el pelo hacia atrás, riéndose con alegría, con ganas, y hasta con aire sugerente.

Winter Wonderland

Dos días después, el lunes, Alexander y Anthony volvían a esperar impacientes el regreso de Tatiana a casa. A Alexander le hervía la sangre. Anthony no quería cenar sin ella, así que Alexander estaba sentado inmóvil en el sofá leyendo el periódico. Las luces en el valle del desierto parpadeaban, y todas y cada una de ellas representaban otro maldito control de carretera en los cincuenta kilómetros que separaban el hospital de la puerta de su casa. Anthony había puesto la mesa, el pan estaba listo, la mantequilla fuera de la nevera, la ternera en vino tinto que Tatiana había preparado, recalentada.

Ésta entró por la puerta a las nueve y media de la noche.

—Siento mucho llegar tan tarde —dijo.

Alexander se levantó del sofá… y no dijo nada. La fulminó con la mirada hasta que vio lo agotada que estaba.

—Iris ha vuelto a llegar tarde —dijo Tatiana, quitándose el abrigo y dejando el maletín en el suelo.

«Sí —pensó Alexander—, pero había una época en que introducías la tarjeta en la máquina de fichar y le dabas al botón a las siete y un minuto sin importarte si Iris llegaba tarde o no».

—Ahora tengo más responsabilidades —añadió ella.

—¿Acaso he dicho algo yo? —le soltó Alexander.

A Tatiana le temblaban las puntas de los dedos, y apenas probó bocado. Había habido un pequeño problema con Anthony en la escuela, pero Alexander no sabía cómo sacarlo a relucir viendo cómo estaba ella.

—Anthony, Shura, de verdad que no deberíais esperarme para cenar —dijo Tatiana—. Es demasiado tarde. Por favor, no me esperéis. Lamento mucho que tengáis que estar esperándome. A partir de ahora, cenad sin mí, por favor.

—¿Quieres que tu familia cene sin ti tres noches a la semana? —inquirió Alexander despacio.

Y, asintiendo enérgicamente con la cabeza, Tatiana contestó:

—Prefiero que comáis sin mí a que comáis tan tarde, la verdad. Es terrible.

—Sí, sí que lo es.

Ella no levantó la mirada.

Como de costumbre, Anthony evitó que la discusión fuera a mayores cambiando de tema. Se aclaró la garganta y dijo:

—Mamá, no te enfades, ¿de acuerdo?

—Vaya, eso sí es una forma directa de confesarme algo —comentó Tatiana, mirando a su hijo—. ¿Qué has hecho?

—La directora quiere hablar contigo mañana por la mañana. —Tatiana lo miró a los ojos.

—Y yo que pensaba irme a comprarte los regalos de Navidad mañana por la mañana a primera hora, Anthony Alexander Barrington.

—Lo siento mucho —se disculpó él, avergonzado—. Me metí en una pelea, mamá.

Tatiana no daba crédito.

—¿Que hiciste qué?

—Estoy bien, gracias —dijo Anthony—, pero el otro chico tiene la nariz rota.

Tatiana lanzó a Alexander una mirada hostil.

—¿Por qué me miras así? —exclamó Alexander—. No he sido yo el que le ha roto la nariz a ese chico.

—¿No se llamará Damien Mesker? —preguntó Tatiana.

—¡Sí! ¿Cómo lo sabes?

—Porque le hemos cosido la nariz en urgencias esta tarde. Anthony, creía que erais amigos.

—Mamá, yo no pretendía romperle la nariz. Es sólo que nos peleamos.

—¿Dónde tienes tú las heridas?

—Bueno… —respondió Anthony—, él no me dio. Fue a pegarme, pero yo esquivé el golpe.

—Ya.

Y Tatiana volvió a fulminar a su marido con la mirada.

—¿Qué pasa? —exclamó él, encogiéndose de hombros—. ¿Quieres que tu hijo se quede ahí quieto como un pasmarote, recibiendo?

—Ha sido culpa mía —se apresuró a decir Anthony—. No te enfades con papá.

—Recoge la mesa, Anthony. —Tatiana se levantó de la mesa—. Alexander, ¿quieres salir afuera a fumar… ahora mismo?

Alexander dio a su hijo un empujón al salir.

—¿Has visto lo que has hecho? —le susurró.

En la terraza, Tatiana le dijo:

—Shura, ¿cómo se te ocurre enseñarle a tu hijo a pelear antes de enseñarle a tener un poco de sentido común? Puede que hoy le haya roto la nariz a alguien, pero sabes mejor que nadie que mañana serán los dientes delanteros. Y ha utilizado una fuerza desproporcionada. El otro chico sólo le había dado un empujón.

—Anthony tiene que aprender a defenderse —dijo Alexander—. Lo de la nariz rota fue un accidente.

—Eres imposible, eso es lo que eres —repuso Tatiana—. Ahora tendré que hablar con la familia del otro chico. Eso significa otra hora, y ya son más de las diez.

—Sí —dijo Alexander, recostándose en el balancín, fumando y mirando hacia el desierto oscuro—. Es muy tarde, ¿verdad?

Tras obligar a Anthony a llamar a Damien para disculparse, Tatiana estuvo mucho rato hablando con la madre del otro chico.

Cuando Alexander entró en el dormitorio, se encontró a Tatiana dormida encima de la colcha con su uniforme. Se sentó al borde de la cama y la observó. En el hervidero del interior de su pecho se removía la espuma de la ternura, mezclada y engullida por la hostilidad. Le tocó la pierna.

—Oh, Dios —murmuró ella, despertándose—. Esta noche estoy muerta.

—Como siempre —repuso Alexander—. Al menos mañana es tu día libre.

Tatiana se desvistió rápidamente, se tambaleó hasta el cuarto de baño, salió de él también tambaleándose, se desplomó sobre la cama con el pelo aún recogido en un moño, y volvió la cara hacia él para que le diera un beso, con los ojos cerrados.

—¿Te doy un masaje? —le susurró Alexander.

Tatiana olía débilmente a aceite de almizcle, que parecía perpetuamente adherido a su piel, a jabón de lilas, a menta en su aliento. Desplazó la mano por la columna vertebral de ella, y ésta murmuró algo, emitió un gemido y se quedó dormida. Alexander se agazapó detrás de ella, al calor de su cuerpo, acariciándola de arriba abajo, acariciando aquellas nalgas suaves y redondas que encajaban en sus manos a la perfección, acariciándole los muslos. Tenía la piel de un recién nacido, o al menos era así como él imaginaba que sería la piel de un recién nacido. Le masajeó aquellos pechos que encajaban en sus manos a la perfección, enroscó los dedos con suavidad alrededor de los pezones, excitándola aun en sueños, y se deslizó por la ladera de su cintura, le acarició el vientre liso y se adentró con los dedos entre el vello claro y fino. Empujó con la mano… pero entonces se detuvo. Recostándose con el cuerpo por encima de ella y sujetándole la cara entre las manos, Alexander le besó la sien y al final, insatisfecho, él también se quedó dormido.

Por la mañana, alargó la mano para buscarla a tientas en la cama, pero ella ya se había levantado: tenía que estar en el despacho de la directora a primera hora de la mañana.

—Tania —le dijo cuando se sentó a la mesa a desayunar—, estaré en casa hacia las doce y media para almorzar. —Arqueó las cejas.

—Ay, Shura —dijo Tatiana, al tiempo que le servía una taza de café y depositaba un cruasán en su plato—. ¿Se… se me ha olvidado decírtelo? —Se rio un poco—. No estaré en casa a mediodía. Después de la reunión con la directora voy a ir a comprar comida, adornos de Navidad y luego… hummm…, tengo que ir unas horas al hospital.

Alexander dejó de beberse el café y dejó de mirarla. Estuvo unos segundos sin decir una sola palabra, y al final soltó:

—Anthony, ¿puedes esperar fuera a tu madre? Saldrá enseguida.

—Mamá, tenemos que irnos. La señora Larkin nos espera.

—Espera fuera a tu madre he dicho.

Después de dirigir una mirada cargada de ansiedad a su madre, Anthony se marchó.

En cuanto se cerró la puerta, Alexander se volvió hacia ella. Seguía sentado a la mesa.

—¿Qué estás haciendo? Dímelo porque no tengo ni idea.

—Cariño —repuso Tatiana con dulzura—, tú estás trabajando de todos modos. ¿Qué importa?

—Joder, importa y mucho, Tatiana —dijo Alexander—. Tú no te pasas el día sentada en el despacho de un arquitecto, en el mío, por ejemplo, respondiendo al teléfono. No me digas que vas a trabajar el único día que tienes libre hasta el fin de semana.

—Bueno, es que no sabía que querías venir a casa a almorzar —respondió ella a modo de disculpa—. Como ya casi nunca vienes a casa a almorzar conmigo…

Se quedaron mirándose un momento.

—¿Y? —repuso él—. Hoy sí quería venir.

—Anthony llegará tarde a la escuela —dijo Tatiana—. Y la directora está esperando.

—¿Por qué vas al hospital? ¿Vas a sustituir a alguien?

—No —dijo ella, carraspeando, y retorciéndose las manos—. Es en el hospital infantil de la Misión de Santa Mónica. No tienen suficiente personal y me han pedido que colabore, sólo para la época navideña. Me pagan el doble por cuatro horas…

—¡Me importa una mierda si te pagan diez mil putos dólares! —gritó Alexander—. ¿Cuántas veces voy a tener que decirlo? ¡No necesitamos el jodido din…! —Se interrumpió de repente, mirándola y frunciendo el ceño—. Pero tú eso ya lo sabes… —añadió despacio—. Déjame hacerte una pregunta: ¿quién se encarga de echar una mano en ese hospital infantil además de ti?

—¿Qué quieres decir?

—Lo que quiero decir es si hay algún médico responsable. ¿O trabajas tú sola?

—Sí, sobre todo me encargo yo. Aunque, cuando necesito más ayuda, a veces el doctor Bradley…

Alexander ya había oído todo cuanto necesitaba oír. Alzó la mano y se levantó de la mesa.

—Yo dirijo esa parte del hospital, Shura, sólo que cuando necesito más ayuda…

—Eres increíble.

—No podemos… No podemos mantener esta conversación ahora —sentenció Tatiana con voz débil—. Anthony está esperando.

—Desde luego —convino Alexander—. Y yo también estoy esperando. ¿Sabes lo que estoy esperando? Espero tener una esposa a tiempo completo algún día. ¿Y sabes cuánto tiempo llevo esperando? Desde 1949. ¿Cuándo crees que voy a tener una esposa a tiempo completo, si es que voy a tenerla algún día?

—No estás siendo justo —murmuró Tatiana, bajando la cabeza para que él no viera las lágrimas en sus ojos.

Pero Alexander las veía; como también veía los ojos de Charlie, y los ojos de Erin, y los del chico, y los de la madre de éste. Y también veía la mano del doctor Bradley, y al pequeño Anthony dando botes de alegría por ella cuando llegaron a bordo del barco que los trajo de Berlín, y veía sus caderas desnudas y levantadas en las manos desplegadas de él, y Alexander bajó sus propios ojos y se alejó de ella.

Alexander alejó su mirada, su cabeza y su corazón de ella.

Barrió la superficie de la mesa con la mano y lanzó de un manotazo la taza de café al suelo, donde se hizo añicos y el líquido se desparramó por todas partes. Recogió su cartera y salió de la casa dando un más que satisfactorio portazo.

Cuando volvió a las seis, Tatiana ya estaba en casa; ésta estaba acogedoramente decorada con los adornos de Navidad, la cena estaba lista y las velas encendidas. Había preparado ternera Stroganoff, uno de sus platos favoritos. Le sirvió la comida, luego la bebida y luego sirvió a Anthony. Se sentaron y repartieron el pan.

—Mamá —dijo Anthony—, ¿cómo has podido colgar todos los adornos tan rápido? La nieve falsa en el alféizar de las ventanas es un detalle especialmente bonito. ¿A que está todo precioso, papá?

—Sí.

Alexander no apartó los ojos del plato.

—¿Cómo está la ternera, Shura?

—Buena.

Siguió sin apartar los ojos del plato.

—¿Cómo te ha ido el día?

—Bien.

Siguió sin apartar los ojos del plato.

—Me encanta la Navidad —dijo Anthony, y empezó a cantar—. ¡Mi época del año favorita! ¿Adornaremos el árbol este fin de semana?

Comieron con su hijo como escudo, hablando con él y a través de él. De postre, les preparó plátanos al ron y helado de vainilla. Una vez hubieron terminado, Tatiana y Anthony recogieron la mesa mientras Alexander desaparecía en el dormitorio. Salió veinte minutos más tarde, vestido con pantalones grises limpios, una camisa blanca y limpia y una corbata gris. Se había duchado y afeitado. Se puso la chaqueta.

Tatiana se secó las manos en el paño de cocina.

—Voy a salir.

—¿Adónde vas?

—A salir.

—¿Un martes?

—Exacto.

Tatiana abrió la boca, pero Anthony estaba en el sofá fingiendo ver la televisión, de modo que se dio media vuelta y le dio la espalda.

Alexander se reunió en Maloney’s con el fogoso y desesperado Johnny, que había salido de caza nocturna. El problema era, tal como le había dicho Johnny, que estaba buscando una «esposa para la semana». No tenía ningún interés en casarse, pero todas las chicas, de las que nunca parecía haber suficientes, no querían otra cosa más que casarse. Hacía ya mucho tiempo que los soldados habían vuelto a casa, y ahora era época de mucha demanda, por desgracia para Johnny, pues sólo había una mujer para cada cinco hombres. La chica no tenía por qué ceder hasta que estuviese segura de que la propuesta de Johnny iba en serio, y éste lo fingía de la mejor manera posible, con su locuacidad, su caída de pestañas y sus distintas tretas, pero el problema era siempre el mismo, y Johnny nunca se cansaba de hablar de él. De modo que aquel martes por la noche, Alexander y él estuvieron hablando de eso sin cesar, y también de las casas, de los trabajadores y de los clientes, y entonces, Johnny dijo:

—¿Va todo bien, amigo mío?

—Sí, bien.

—Tú nunca sales los martes por la noche. ¿La señora Barrington está trabajando o algo así?

—No, no. —Alexander se quedó con la mirada perdida en el fondo del vaso.

—Bueno, pues no mires —dijo Johnny—, pero hay dos muchachitas haciéndole ojitos a alguien que espero ser yo.

Alexander echó un vistazo. Johnny sonrió a las chicas, que le devolvieron la sonrisa y luego dejaron de hacerle caso. Lanzó un suspiro.

—Parece tan fácil… Sonríen. ¿Por qué el resto es tan difícil?

—Porque lo piensas demasiado —contestó Alexander—. La parte más difícil es que se fijen en ti, que te miren. Si te miran desde la mesa de al lado, lo más difícil ya está superado.

—¿Lo más difícil ya está superado?

—Joder, te lo digo yo —le aseguró Alexander—. Llama al camarero y dile que les ponga una ronda de tu parte.

—¿Y luego?

—Ya lo verás.

Johnny hizo lo que le decía Alexander. Al cabo de unos minutos, con las copas en la mano, las dos mujeres se acercaron alegremente hasta donde estaban Johnny y Alexander.

—Gracias por las copas, caballeros —dijeron, todo sonrisas.

—De nada —contestó Johnny, lanzando una mirada aprobadora a Alexander—. Pero no se las deis a éste, no os ha invitado a nada.

—Ah, ¿no? —exclamó una de ellas. Él la miró y luego miró a su cerveza—. Tú eres Alexander Barrington, ¿verdad?

—Sí, soy yo. ¿Quién lo pregunta?

Ella le ofreció la mano.

—Soy Carmen Rosario. ¿No te acuerdas? Mi marido y yo fuimos a verte el mes pasado para hablar de la construcción de una casa en Glendale.

—Ah, sí. —Alexander no se acordaba—. ¿Y qué pasó con ese proyecto?

—Todavía nos lo estamos pensando. En realidad, yo quería concertar una cita para reunirnos de nuevo, quizá para ver alguna de tus casas de muestra. Ahora estamos pensando en construirla en Paradise Valley en lugar de en Glendale. Tenemos un terreno en Chandler que queremos vender para poder construir en algún sitio un poco más céntrico.

—Llama al despacho. —Alexander le dio su tarjeta—. Será un placer reunirme contigo y con…

—Cubert.

—Cubert.

Él y Johnny intercambiaron una mirada. «¿Cubert?».

—Bueno, ¿y dónde están vuestros maridos, chicas? —preguntó Johnny.

Estaba totalmente fuera de control. Dijo lo primero que le vino a la cabeza.

La chica más joven, cuyo nombre era Emily, se rio con timidez y dijo que ella no estaba casada. Carmen dijo que su marido estaba en Las Vegas. Alexander sonrió con amargura ante su vaso de cerveza. ¡Las Vegas! Pero no, por lo visto, Cubert era agente inmobiliario en una empresa y tenía muchos negocios allí.

—También es técnico de urgencias en el Phoenix Memorial Hospital. ¿Y dónde están vuestras esposas, caballeros?

—La de Alexander está en casa, y yo no tengo esposa —contestó Johnny, casi lastimeramente. Había bebido demasiado y no parecía tener dos dedos de frente, porque acto seguido dijo—: Pero estoy buscando una.

Emily se arredró inmediatamente, hasta el punto de retroceder dos pasos. No así Carmen.

—Entonces, ¿sois clientes habituales de este sitio los martes por la noche?

—No, somos clientes fijos los viernes —contestó Johnny.

—Ah, ¿sí? —exclamó Carmen, sonriendo a Alexander. Era una mujer escultural, morena, muy arreglada, peinada, maquillada, bien vestida, de busto generoso y espectacular—. ¿Dónde vivís?

—Yo vivo lejos —respondió Alexander y dejó el vaso vacío de cerveza en la mesa—. Y tengo que irme ya.

Johnny se lo llevó a un lado.

—¡No puedes irte todavía! —le susurró—. Me parece que he dicho algo malo, que he asustado a Emily.

—¿Te parece, dices? —exclamó Alexander—. Eso de decirle que buscas esposa no ha sido lo más inteligente que podrías haber dicho, ¿no te parece? Bueno, ¿qué se le va a hacer? Ya tendrás más suerte la próxima vez. Inténtalo con la otra… parece más simpática. Al fin y al cabo, Cubert está en… ¡Las Vegas!

Se echaron a reír con disimulo.

—Simpática contigo tal vez —dijo Johnny—. Tú la tratas con indiferencia y aun así ella sigue coqueteando contigo, ¿por qué?

—Pues por eso.

Johnny convenció a Alexander para que se quedara a tomar otra copa y todos fueron a sentarse a una mesa a media luz, en una esquina. Carmen se sentó al lado de Alexander. Éste se bebió la cerveza rápidamente, la quinta de la noche. Carmen le proporcionó gustosa muchísima información sobre sí misma. Le hizo preguntas a Alexander sobre la construcción de una casa, sobre el diseño, sobre si era mejor piedra o estucado, tejados planos o a dos aguas. Había oído que los tejados planos suponían un mayor ahorro de energía, ¿era cierto?

—Puede que sea cierto —dijo Alexander—. Pero sólo hay dos clases de tejados planos: los que tienen goteras y los que no tienen goteras… todavía.

¡Cómo se rio Carmen entonces! Echando hacia atrás la melena repeinada como si esta vez Alexander fuese el comediante.

—Eres arquitecto, constructor… Sabes hacer de todo, ¿verdad?

—Y no sabéis ni la mitad, chicas —intervino Johnny, sonriendo—. Cuéntales todas las demás cosas que has sido, Alexander. —Éste se levantó.

—Tengo que irme, de verdad. Gracias por la copa, Johnny. Encantado de conoceros, chicas.

Carmen también se levantó.

—Entonces, te llamo y concertamos una cita, ¿no?

—A mí no —contestó Alexander—. Llama a Linda, es mi secretaria.

—Bueno, ha sido un verdadero placer conocerte, Alexander.

Bamboleando los pechos hacia él y sonriéndole, Carmen le tendió la mano de uñas largas y rojas.

Alexander condujo a casa con cuidado, pues había bebido mucho. En la casa, habían dejado la luz del porche encendida para él. La puerta estaba cerrada con llave. A Tatiana no le gustaba cerrar las puertas cuando él no estaba en casa, decía que le parecía como si estuviera dejándolo en la calle, pero después de lo de Dudley, Alexander la instruyó en la importancia de cerrar echando el cerrojo en ambas puertas a todas horas, y de echar también las cortinas cuando estuviese sola en casa en pleno desierto.

Cuando Alexander entró, ella estaba sentada a la mesa de la cocina, esperándolo, tamborileando con los dedos en la superficie de madera. La casa estaba a oscuras; sólo permanecía encendida la luz de encima del horno. Alexander no dijo nada mientras cerraba la puerta y se quitaba la chaqueta. Cuando fue a servirse algo de agua de la nevera, Tatiana le preguntó:

—¿Por qué sales a tomar copas un martes por la noche?

—¿Por qué no?

—¿Qué estás haciendo, Alexander?

—¿Qué estás haciendo tú, Tatiana?

Le levantó la voz. Era el alcohol. Ella continuó en voz baja:

—¿Por qué te peleas conmigo?

—No me peleo contigo. He entrado por la puerta y no he dicho nada.

—Sé que estás enfadado, pero ¿crees que la forma más razonable de enfrentarnos a esto es dejándome aquí y yéndote a beber a un bar?

—Ah, ¿y eso es lo que estaríamos haciendo si me quedase en casa? —dijo Alexander—. ¿Enfrentarnos a esto?

—¡Dejándome aquí y yéndote a beber un martes!

—¿Y por qué no? Tú me dejas solo sesenta horas a la semana.

—¡Yo trabajo! —le gritó.

Alexander la alcanzó en dos zancadas.

—En primer lugar —dijo—, ¿a ti te parece que estoy de humor para que me griten? ¿Cuántas veces te lo he dicho? A mí no me levantes la puta voz. Y en segundo lugar, no quiero volver a oír hablar de tu trabajo nunca más, ¿me has entendido?

Tatiana levantó los ojos para mirarlo desde la silla y apartó la mano de él de su cara. La bata corta de seda se le estaba aflojando.

—Soldado, ¿qué estás haciendo? —dijo con voz trémula—. Baja ya las armas.

—Tú a mí no me dices que baje las armas —repuso Alexander con voz de acero—. Bajaré las armas cuando me dé la puta gana, visto que tú haces lo que te da la puta gana.

Se dio media vuelta y se dirigió al dormitorio.

Tatiana lo siguió despacio.

—¿No podemos hablar de esto razonablemente…?

—No vamos a hablar de esto en absoluto. —Él estaba en el vestidor—. Dime una cosa, ¿estás tan ausente que no te has dado cuenta de que el tiempo que pasamos juntos cada vez es más insoportable? ¿De que nuestros minutos son cada vez más insoportables?

—Si son cada vez más insoportables es porque tú los haces más insoportables —le espetó Tatiana.

—Ah, soy yo el que los hace más insoportables, ¿verdad?

Alexander se arrancó la corbata.

Tatiana se sentó tensa y nerviosa al borde de la cama. El nudo del cinturón de su bata estaba ya medio deshecho, y Alexander vio un atisbo de sus pechos, su ombligo, su monte dorado, sus caderas blancas…

—Sí —dijo ella—. Sales a beber, vuelves a casa tarde y borracho, comportándote de esta manera. Eso lo hace más insoportable.

Él se desabrochó los gemelos, se quitó la camisa blanca, la camiseta blanca y se quedó delante de ella desnudo de cintura para arriba.

—Bueno, ¿pues sabes una cosa? —dijo Alexander—. Que se acabó lo de comportarme con delicadeza. Se acabó por completo.

—Sólo es el mes de diciembre… —le dijo Tatiana—. Un mes y luego…

—¿Qué te he dicho? —le gritó él—. ¡No quiero que me hables de tu trabajo!

—¡Deja ya de gritar! ¡Dios!

—¿Estás enfadada? ¿Quieres pelear conmigo? —Alexander se dio unos golpes en el pecho—. Vamos, Tania. ¿Quieres pelea? Aquí me tienes.

Ella pestañeó.

—No quiero pelear contigo, ¿de qué estás hablando?

Él se desabrochó el cinturón y lo sacó de las trabillas.

—No puedes estar tan enfadado conmigo por eso, Shura —dijo Tatiana—, por cuatro horas en un hospital infantil. Tiene que ser otra cosa…

Sin dejarla acabar, Alexander levantó la mano e hizo restallar el cinturón. Ella dio un respingo al oír el silbido de la correa en el aire y ver cómo golpeaba la cama con un ruido sordo junto a su muslo desnudo.

—¡Tania! —gritó Alexander, agachándose sobre ella—. Te he dicho que no quiero hablar de eso. ¿Cuál es la parte que no has entendido?

—Pero ¿qué es lo que te pasa? —dijo Tatiana, asustada, casi desplomándose hacia atrás en la cama, pues le flaqueaban los brazos.

—Te he dicho que no me pongas nervioso, ¿verdad?

La bata se le había abierto del todo.

—Sí —contestó ella en un hilo de voz.

—Te he dicho que no me hables de tu puñetero trabajo.

—Sí. —Hablaba en voz cada vez más baja—. Chsss.

—No me vengas con tus «chsss». Eso tú; porque la próxima vez que abras la boca —dijo entre dientes—, te juro que voy a perder los nervios.

Seguía de pie cerniéndose sobre ella, enorme aún en su semidesnudez.

Tatiana intentó levantarse de la cama.

—Perdona —murmuró con voz inaudible—. Tengo que pasar.

Como siempre, la exigua vulnerabilidad de Tatiana, en su desnudez, con los pezones trémulos y erectos apuntándole, sacaba de Alexander lo peor de sí mismo en aquellas condiciones, cuando la cólera se adueñaba de él. La rendición incondicional de ella no sólo no sofocó su furia, sino que logró justo lo contrario: encenderlo aún más, y encender también su concupiscencia. ¿Que le tenía miedo? Pues tenía toda la razón de tenérselo. A veces él era simple y llanamente cruel, y lo sabía, y no le importaba. Incapaz de contenerse, Alexander no la dejó pasar.

Le arrancó la bata, se arrancó la ropa él mismo, y arrancó mantas y sábanas de la cama antes de colocarla de espaldas delante de él, de separarle las piernas y sujetarla con las muñecas por encima de la cabeza. Resistiéndose ligeramente, Tatiana no dijo nada, sólo volvió la cara hacia él, levantó los pechos hacia él.

—Shura… —susurró.

—No me vengas con tus «Shura».

Sujetándola de las piernas, la obligó a tenderse sobre su estómago, presionándola contra la cama, apretándole la parte baja de la espalda, las caderas y los muslos contra la cama.

—Shura… —repitió Tatiana, con la voz amortiguada por las sábanas.

Mientras la inmovilizaba con una sola mano, Alexander le deshizo la trenza con la otra, tirando de las tiras con los dedos, y dejó que el pelo se le desparramase por la espalda.

—¿Estás demasiado cansada esta noche, Tania? ¿Apenas despierta? ¿Quieres ponerte un pijama? ¿Acaso no estás de humor? —le susurró con el aliento en la nuca, deslizándole los dedos entre las piernas y jadeando.

Al cabo de un momento, ella empezó a gemir como respuesta.

—Deja que me dé la vuelta.

—No. —Las palmas planas que le habían estado alisando la espalda le alisaban en ese momento la parte posterior de los muslos—. Quiero hacerlo a mi manera, no a la tuya.

Le separó las piernas y se arrodilló entre ellas, encaramándose sobre el cuerpo tendido boca abajo de ella, agarrándola del pelo, deslizándose en su interior. La sensación era tan placentera que se demoró allí un momento, pero luego se retiró, la abrió un poco más, y la embistió entre las nalgas.

—Oh, Dios mío… espera, Shura, espera… —susurró Tatiana con voz ronca—. Déjame tocarte.

—No —murmuró Alexander mientras se abría paso despacio hacia el interior de ella, despacio y no tan despacio—. Voy a ser yo el que te toque a ti. Quédate muy quieta.

Tatiana se aferró con fuerza a las sábanas, retorciéndolas con las manos, y luego se agarró al borde del colchón, a los barrotes de bronce de la cabecera, que no dejaban de traquetear. Él siguió embistiéndola por detrás.

—Shura… espera… deja… me daré la vuelta y así podrás…

—No.

Estaba completamente dentro. Respiró hondo, aún seguía furioso con ella. Tenía el rostro enterrado en su nuca. Olía a vainilla… a azúcar quemado… a crema… a ron…

Desplazó ambas manos hacia arriba para sujetarla por los antebrazos. Se retiró un momento hacia atrás y volvió a arremeter contra ella.

Los barrotes de bronce estuvieron a punto de romperse cuando Tatiana gritó. Él se retiró un momento hacia atrás y volvió a embestirla. Dentro, fuera, dentro, fuera, cada arremetida acentuada por los gritos intermitentes de ella.

Él no dejaba de moverse, ni de susurrarle al oído. Ella jadeaba, sudaba, con el cuello y la cara húmedos de la gran tensión. Apretándole la cara contra las sábanas, lamiéndole los montículos superiores de la espalda, cubriéndola con la totalidad del cuerpo, Alexander le ordenaba:

—No te muevas, Tania.

Pero él sí se movía.

Tenía que parar. Le parecía increíble, pero estaba a punto de correrse, algo inaudito, tan pronto, tras haber ingerido tanto alcohol. Ella siempre era demasiado para él, así, en su agotamiento exquisito, tumbada boca abajo, con la cara entre las sábanas, con la melena rubia desparramada por la espalda, jadeando, sujetándose a la cama. Alexander trató de recuperar el control sobre sí mismo yendo más despacio, respirando con más frecuencia, incorporándose, pero fue inútil. Había acabado.

Alexander se desplomó entre jadeos sobre la espalda de ella mientras Tatiana continuaba respirando agitadamente y gimoteando bajo su cuerpo. Él enterró la cara en su pelo.

A la mañana siguiente, cuando Alexander abrió los ojos, Tatiana ya estaba levantada y se había puesto el uniforme. No hablaron durante varios minutos. Ella no sonreía al mirarlo.

—¿Piensas decirme algún día dónde estuviste anoche —preguntó ella al fin—, o debería dejar de preguntártelo y sacar mis propias conclusiones?

Él se desperezó.

—Estuve tomando una copa con Johnny.

—Ya. Con tu simpático amigo Johnny, el soltero de oro, el que siempre está a la caza de alguna chica, el que bebe hasta caer redondo al suelo. ¿Le estás enseñando algunos secretos que sólo sabes tú?

Alexander se restregó los ojos.

—Hummm… ¿no es un poco pronto para esto?

—Anoche no estabas muy interesado en hablar, que digamos.

Alexander sintió cómo una oleada ardiente le recorría el estómago al acordarse de ella la noche anterior; la recordaba con los cinco sentidos. No era sólo una punzada de deseo, sino un verdadero vendaval de excitación.

Tatiana se fue de la habitación y Alexander se levantó para lavarse. Ella regresó con una taza de café para él.

—No te olvides de la fiesta de esta noche.

—¿Qué fiesta?

Le arrebató el café de las manos.

—La fiesta de Navidad del hospital —contestó Tatiana despacio, arrugando la frente.

—Ah, sí. —Alexander se acordó en ese instante—. No quiero ir.

—Tenemos que ir.

—Puede que no te hayas dado cuenta —repuso Alexander—, pero no estoy de humor para fiestas.

—Cómo no voy a darme cuenta… —Tatiana bajó la mirada—. Pero tenemos que ir de todos modos.

—No.

—Alexander —dijo, mirándolo fijamente—, ¿me estás diciendo que no quieres ir a la fiesta de Navidad de mi hospital, a la que van todos los maridos y las mujeres del personal?

—Por fin veo que me he expresado con claridad.

—Muy bien, como quieras —dijo ella, echando mano de su bolso antes de marcharse—. Pero yo sí voy.

—Muy bien, vete a esa fiesta —dijo Alexander, dirigiéndose a su espalda uniformada—. Haces toda clase de cosas que a mí no me gusta que hagas, ¿por qué no ibas a ir a una fiesta?

Tatiana se detuvo en la puerta del dormitorio. Tras observarlo con recelo, lanzó un suspiro y poco a poco, volvió sobre sus pasos. Alexander se puso de pie delante de ella, furioso y fumando, y encendido como todas las mañanas por el cuerpo de Tatiana. Ella dejó en el suelo su maletín de enfermera.

—Chsss… —dijo ella despacio, volviendo la cara hacia arriba, hacia él, mientras bajaba las manos y lo sujetaba con ellas—. Chsss, vamos… —Empezó a acariciarlo—. Vamos… abandona ya el campo de batalla. Baja las armas, soldado…

Alexander la quería hincada de rodillas ante él, y estuvo a punto de colocar la palma de la mano en la parte posterior de la cabeza de ella. Por una parte, sería una gratificación tan grande… Pero por otra…

—Son más de las seis. Vas a llegar tarde al trabajo. —Haciendo un esfuerzo sobrehumano, Alexander se obligó a sí mismo a apartar las manos de ella de su propio cuerpo—. Ahora, vete.

—Pero vas a venir, ¿verdad? —Tatiana le besó el pecho.

—Bajo protesta.

—Por supuesto.

En cuanto Alexander entró en la sala común de la tercera planta del hospital y echó un vistazo a su mujer, supo que la noche no iba a acabar bien. Tatiana tenía esa asombrosa habilidad, la de llegar a casa siempre muerta de cansancio, pero estar fresca como una rosa en una fiesta del hospital, rodeada por sus amigos, como si no hubiese hecho otra cosa en todo el día que sumergirse en una bañera de agua caliente. Estaba muy lozana y alegre, y cuando Alexander entró, conversaba con un grupo de personas entre las que se hallaba el doctor Bradley, y estaba echando la cabeza para atrás, encantada y feliz.

Debía de ser todo un bromista ese doctor, el ingenio en persona, pensó Alexander al tiempo que se dirigía hacia ella, sintiendo un inquietante martilleo en el corazón. A su mujer le resultaba imposible dejar de reír cuando aquel doctor andaba cerca.

Tatiana llevaba el pelo recogido en una trenza aflojada, y un mechón largo y rizado suelto en la punta que se meneaba graciosamente cada vez que ella reía; los lazos de terciopelo rojo que apenas lograban sujetar la trenza en su sitio también se meneaban y se agitaban con ella. Tenía unos mechones de pelo dorado por la cara. Se había maquillado y tenía brillo rojo en los labios. A juego con la boca, llevaba un espectacular vestido nuevo de color rojo fuego, muy navideño, Alexander supuso que para tratar de alejarse al máximo del blanco de enfermera habitual. El vestido contaba con un corpiño muy ceñido que le resaltaba los pechos y confeccionado en tafetán, tejido que bajaba en zigzag hasta convertirse en una falda de vuelo de tul y capas superpuestas. Debajo llevaba unas enaguas almidonadas que crujían cada vez que ella se movía. Alexander estaba seguro de que no era el único que las oía crujir. El vestido tenía mangas de volantes, como si fuera una bailarina de flamenco, a punto de ponerse a bailar La bruja. El ajustado corpiño hacía que su cintura aún pareciese más diminuta y los pechos más prominentes de lo habitual. Sus zapatos de tacón de diez centímetros eran de raso y sus piernas, enfundadas en medias de nailon con costura detrás, lucían espléndidas.

Toda ella estaba espléndida.

Alexander no comentó nada sobre el vestido arrebatador, ni una sola palabra. Mientras estrechaba las manos de los presentes, Tatiana fue a buscarle una copa y algo de comida. Alexander se sumó a la conversación sobre el futuro de la profesión médica en Estados Unidos. En los hospitales había mucha presión asistencial a causa del espectacular crecimiento demográfico. Los hospitales no daban abasto, las casas de maternidad no daban abasto. Alguien preguntó por qué si la industria de la construcción sí podía asumir la demanda de más casas, no se podían construir más hospitales con pabellones de maternidad más amplios. Alexander dijo que en los ocho años que llevaban en Arizona, se habían construido un millón de casas nuevas, mientras que Phoenix seguía teniendo un único hospital.

—Bueno, pues a lo mejor deberías diseñar y construirnos un nuevo hospital, Alexander —apuntó Carolyn—. Para ayudar con la masificación de los recién nacidos. Y luego tu mujer podría dirigirlo.

—¡Un hospital sólo para Tatiana! —exclamó Bradley con una risotada, mirando a Tatiana—. ¡Menuda idea!

—Sí, pero ¿sabíais —siguió diciendo Carolyn— que cada vez más y más mujeres optan por dar a luz a sus hijos en casa con ayuda de una comadrona? Yo decidí seguir un curso y ahora soy comadrona titulada, para vuestra información. —Sonrió—. Se acabaron las reuniones de Tupperware para mí, Tania —dijo—. Te parecería increíble la cantidad de dinero que llego a ganar en mi tiempo libre. Deberías hacerte comadrona. Serías muy buena, ¿sabes?

—Claro que sí —dijo Bradley—. Tania es muy buena en todo.

Tatiana no supo responder a aquello; Alexander no quiso ni siquiera mirarla y se excusó bruscamente para abandonar la estúpida conversación e irse a buscar otra copa.

—¡Caramba! ¿A quién tenemos aquí? ¡Alexander!

Alexander se volvió. Era la mujer de la noche anterior, Carmen.

—Ah, hola —dijo, despreocupadamente, apartándose un paso y echando un vistazo al otro lado de la habitación. Tatiana parecía ocupada y no miraba en su dirección—. ¿Qué estás haciendo aquí?

—Ya te lo dije: Cubert, mi marido, viene aquí a tomar clases de técnico de urgencias; a eso dedica su tiempo libre. —Chasqueó la lengua—. Claro, como tiene tanto… Pero bueno, lo que es más importante, ¿qué haces tú aquí?

—Mi mujer trabaja aquí.

—¿Que tu mujer trabaja aquí? ¿Cuál de ellas es?

—¿Cuál de ellos es Cubert? —replicó Alexander sin señalar a Tatiana.

—Ése de ahí. —Cubert era un hombrecillo enjuto y nervioso que hacía señas a Carmen desde el otro extremo de la habitación. Ella volvió a chasquear la lengua sin hacerle caso y sacó un cigarrillo—. ¿Tienes fuego?

Alexander encendió su mechero y lo acercó al pitillo de Carmen, quien se aferró a su mano con tanta fuerza que parecía que se hubiese desatado un tornado en la sala común del Phoenix Memorial. Por supuesto, fue en ese preciso instante cuando Alexander levantó la mirada y vio a Tatiana al otro lado de la habitación, mirándolo fijamente con expresión ensombrecida.

—He llamado a tu secretaria —dijo Carmen con una bocanada de humo, sonriendo—, pero me ha dicho que estás ocupado hasta después de Año Nuevo. ¿No podrías hacer algo al respecto?

—Si Linda dice que estoy ocupado, es que estoy ocupado. —Alexander se apartó—. Tengo que irme. Perdona… Carmen, ¿verdad?

Cubert la llamaba cada vez con más insistencia, y una exasperada Carmen se fue hacia él como una exhalación.

Y luego, Alexander se encontró con la sorpresa de que Tatiana no le hablaba. Alexander le preguntó si quería una copa. Ella dijo que no. Le preguntó si quería algo más de comida. Ella dijo que no. Dejó de hacerle preguntas y ella se apartó de su lado y se acercó a Bradley, Carolyn y Erin. Bebió, dijo esto, dijo lo otro, y luego dijo algo y todos estallaron en risas, y Bradley tomó a Tatiana de la mano, hizo una reverencia teatral delante de ella y, acto seguido, le besó la mano.

Lo hizo como una broma, todos sonrieron y siguieron hablando como si nada, es decir, todos salvo Alexander, quien se acercó a Tatiana, la tomó del brazo con cuidado y se la llevó aparte un momento diciendo «perdón».

—Me voy —le dijo.

—Sólo son las once.

—Pues a mí me parece muy tarde, ¿no crees?

Ella no lo miraba.

—Está bien, vete —dijo—. Yo iré un poco más tarde.

—¿Tú no vienes?

—Iré… más tarde.

La mano de Alexander apretó con un poco más de fuerza el volante de la manga de su vestido.

—Está bien. Vete. —Tatiana se zafó de él—. Así todavía tendrás tiempo de hacer tus rondas por los bares. —Tatiana apretó la boca y luego lo miró fijamente—. Cuando hace falta que te quedes en casa a hablar conmigo, sales corriendo a tomar una copa con tus amigotes, los mismos que van como locos detrás de unas faldas. Si tuvieras una pizca de decencia te quedarías con tu esposa media hora más en la fiesta de Navidad del trabajo de ésta. —Mientras sus enaguas almidonadas crujían se volvió para irse, haciendo un pequeño ademán desdeñoso con la mano—. Pero vete de bares, anda, vete, adiós.

Alexander la fulminó con la mirada… Y la melena suelta y rubia de ella levantó un viento huracanado en el interior del corazón de él.

Y Alexander se marchó.

Tendría problemas cuando llegase a casa, Tatiana lo sabía. La luz del porche estaba encendida. Alexander estaba sentado fuera, en la parte de atrás. Bueno, al menos esta vez se pelearían con la ropa puesta. Tatiana se sentía impotente en sus peleas desnuda en el dormitorio. Siempre perdía y tenía que suplicar un acuerdo, ceder a todo, a cualquier cosa, lo que fuese. Ni siquiera era ceder, sino la sumisión absoluta. Como la noche anterior. Ella nunca tenía razón en el dormitorio, motivo por el cual a él le gustaba tanto pelearse allí.

La puerta de la casa no estaba cerrada con llave, porque el hombre de la casa estaba en casa. Tatiana entró, dejó el maletín en la estantería y fue a ver cómo estaba Anthony, que dormía profundamente.

Tras despojarse del abrigo de cachemira y de los zapatos rojos de tacón, Tatiana se preparó una taza de té, pero no podía salir a la parte de atrás. En vez de eso, salió a la terraza delantera de la casa y se tomó el té, tiritando con su vestido navideño.

Alexander estaba en la terraza de la parte de atrás, de espaldas a la casa, y Tatiana estaba en la terraza de la parte delantera, de espaldas a la casa.

Al final, cuando ya hacía rato que había terminado el té, cruzó la casa, abrió la puerta de la parte de atrás y salió al exterior. Sólo una pequeña lucecilla amarilla brillaba encima de la puerta. Alexander estaba fumando, bebiendo cerveza, y no se volvió hacia donde estaba ella. Tatiana pensó en ir a sentarse a la mesa de la esquina, frente al lugar donde estaba él. A Alexander no le gustaba tenerla cerca cuando estaba enfadado, pero ella sabía que necesitaba tenerla cerca cuando estaba enfadado, así que se sentó junto a él en el balancín, sin tocarlo, pero lo bastante cerca para oler el cuero de su chaqueta de aviador de la Segunda Guerra Mundial, y el olor a cigarrillos y a cerveza en su aliento. Estaba muy guapo esa noche, cuando había aparecido en la fiesta, con el pelo negro, corto y engominado, y la cara recién afeitada, el traje oscuro recién planchado, al igual que la camisa blanca. Y ahora llevaba los calzoncillos negros largos que sabía que a ella le gustaban, y la chaqueta de aviador que sabía que a ella le gustaba, las piernas largas extendidas sobre el balancín, y el cuerpo enorme y siniestro esa noche.

—Hace frío aquí fuera, ¿no? —comentó Tatiana—. El desierto en invierno no siempre es un lugar hospitalario.

—Sí, hay hielo por todas partes.

—No, no lo hay, Alexander. —De modo que no iba a andarse por las ramas—. Vamos, ¿qué te ha pasado últimamente?

—A mí no me ha pasado nada últimamente.

—¿Se puede saber de qué conoces a la mujer de Cubert?

—Ella y su marido vinieron a ver unas casas de muestra el mes pasado. Pero ¿qué tiene ella que ver con nada? Tania, las mujeres han estado arreglándose para mí, acercándose a mí, flirteando conmigo, pidiéndome fuego, una casa o un trabajo durante años. Estaban en el barco en Coconut Grove y están aquí en Scottsdale. ¿A quién le importa?

—Shura, ¿en qué nos estamos equivocando? —le susurró Tatiana—. Tú y yo no podemos equivocarnos en nada, ¿qué es lo que estamos haciendo que no va bien?

—Yo te lo diré —respondió Alexander, volviéndose al fin hacia ella—, porque es obvio que no me he expresado con suficiente claridad los últimos ocho años. Lo que no va bien en nuestra casa es —dijo— que antepongas tu trabajo, tu hospital, las otras cosas que haces, a mí, a tu marido, a nuestro matrimonio.

—Alexander, yo no antepongo nada… —dijo ella—. Yo cargo con todo…

—¿Que tú cargas conmigo? ¿Me tomas el pelo, joder?

—Espera, espera, no quería decir eso —se corrigió, abriendo en abanico los dedos de las manos, tratando de apaciguarlo—. Lo que quiero decir es que nunca he dejado de ser lo que siempre he sido para ti. Y como tú bien sabes —dijo, con las mejillas levemente teñidas de rubor—, nunca te he negado nada.

—¡Tania, no estás en casa de sesenta a sesenta y cinco horas a la semana! —exclamó Alexander—. Me niegas esas horas, ¿no te parece? Y las horas que estás en la puñetera casa no sirves de nada a nadie, ¿te enteras? ¿Acaso te has visto últimamente? Estás peor que nunca.

—¿Que no le sirvo de nada a nadie? ¿Estás de broma? —exclamó, y de pronto, dejó caer las manos, sin tanto interés por apaciguarlo a él como por calmarse ella—. ¿De qué es de lo que tienes queja? ¿Acaso no está limpia tu casa? ¿No están tus camisas planchadas? ¿No tienes la cena en la mesa? ¿No está tu pan recién hecho? ¿Alguna vez tienes que moverte para coger tu propio plato, para servirte tu propio café, hacer tu propia cama? Por el amor de Dios, Alexander… —dijo Tatiana—. Soy tu sirvienta tanto en la cocina como en la cama. —Hizo una pausa para que asimilase sus palabras—. ¿Qué es lo que no te hago? ¿Cómo no te sirvo? —Alexander no dijo nada. Lo único que Tatiana oía en el abismo enmudecido eran los gritos de las entrañas de Alexander—. Dios santo, Alexander, ¿qué nos está pasando? —susurró, y volvió a levantar las manos hacia él—. Shura, ángel mío, vamos, mira todo lo que hemos… ya sé que estás triste porque… pero mira el resto de nuestra hermosa vida. Mira a nuestro Anthony, tan perfecto. Lo tenemos a él. Y hemos dejado atrás tantas cosas malas…

—Obviamente, no todas las malas —dijo Alexander.

Apoyó los codos en las rodillas para encenderse otro cigarrillo.

—Sí, sí, todas las malas.

Se apartó de las manos tendidas de ella.

—También hemos dejado atrás Lazarevo, Tania —dijo—. Lazarevo, Deer Isle, Coconut Grove, Napa, Bethel Island. Todo eso lo hemos dejado atrás. Pero ¿sabes lo que no hemos dejado atrás? Leningrado. —Exhaló una bocanada de humo—. Eso no lo hemos dejado atrás.

Tatiana, pese a los grandes esfuerzos que hacía por contenerse, empezó a temblar. Respondiendo únicamente a la parte de su comentario a la que sí podía responder, castañeteándole los dientes y con la cara enterrada en el pecho, dijo:

—Sí, pero todos los días cuando vuelvo a casa, pienso en cuando salía corriendo de la Kirov, buscándote con los ojos. Todas las noches, cuando me estrechas entre tus brazos, es como tener un trozo de Lazarevo… todos los días en Arizona.

¿Y qué fue lo que su amantísimo marido dijo ante aquel comentario?

—Joder, no me vengas con esas historias, Tatiana —dijo—. Francamente, con la cantidad de tiempo que empleo contigo, hasta una silla se correría.

Tatiana se levantó de un salto, dando un respingo, y se volvió para marcharse.

—Eso es, vete —le recriminó él, dando una calada a su cigarrillo—. Ni siquiera puedes terminar, ¿a que no?

—¿Terminar el qué? —Tatiana hablaba alzando la voz—. ¿Me dices esas cosas y quieres que termine? Muy bien, pues terminaré. —Sintió cómo se le iba acalorando el cuello—. ¿Que tú empleas tiempo conmigo? ¿Ayer empleaste tiempo conmigo? Sí, tienes mucha razón, porque eso sí que fue muy satisfactorio y gratificante.

—Sí —respondió Alexander, sin dejar de fumar, mirándola con ojos desafiantes—. Fue ambas cosas.

Tatiana tuvo que retroceder un paso y agarrarse a la barandilla que había a sus espaldas.

—Es tarde —dijo en voz baja, sin apartar los ojos del suelo. Todo aquello era tan inútil…—. Es muy tarde y estoy agotada. Mañana tengo que trabajar. No puedo estar sin dormir y luego pasarme doce horas de pie. Por qué no esperas hasta el fin de semana y entonces podremos hablar un poco más de esto.

Alexander emitió un chasquido de amargura.

—Lo tuyo es increíble. Para demostrarme lo mucho que quieres solucionar nuestros problemas, ¿me dices que espere al fin de semana?

—¿Y qué problemas te gustaría solucionar esta noche? —preguntó Tatiana con voz cansina.

—Ese maldito tono de voz en que me hablas, por ejemplo —le espetó él—. Ahora mismo estás aquí conmigo y mira, ya estás pensando en mañana, en irte volando a tu trabajo, ya te mueres de ganas. Me he convertido en esa cosa molesta de la que tienes que encargarte mientras te mueres de ganas de irte a hacer lo que verdaderamente quieres. Ahora yo soy la Kirov en lugar de Alexander. ¿Dices que te acuerdas de la Kirov? ¿Cuando te pasabas doce horas seguidas trabajando como una mula para poder disfrutar de cinco minutos de felicidad conmigo, y no a la inversa?

—Dios, ¿no puedes, aunque sólo sea por una vez —exclamó Tatiana—, callarte y no decir las cosas más horribles que se te pasan por la cabeza?

—No estoy diciendo todas las cosas horribles que se me pasan por la cabeza.

Se volvió para darle la espalda, para ponerse de cara al desierto. Lo oyó encenderse otro cigarrillo. Permanecieron en silencio unos minutos y luego Alexander habló.

—¿Por quién te pones ese vestido rojo, Tatiana? —preguntó en voz baja, inhalando su nicotina—. Sé que no es por mí.

Eso hizo que ella se volviera de pronto. Él estaba sentado con aire despreocupado, con un pie cruzado por encima de la rodilla, el brazo extendido por el respaldo del balancín, fumando, pero los ojos con los que la miraba eran negros, y en absoluto despreocupados. Tatiana atravesó el entarimado para acercarse a él, con las manos en actitud suplicante. Ya no estaba enfadada con él, y no tenía miedo. No le importaba lo que hiciese. Apartándole el pie de la rodilla, se arrodilló entre las piernas abiertas, y el vuelo de la falda se le hinchó como un globo rojo a la espalda.

—Amor mío —le susurró—, ¿de qué estás hablando?

Mientras levantaba la vista hacia su rostro inquietante, Tatiana deslizó las manos por los músculos de él y las dejó apoyadas en su cuerpo.

Alexander siguió fumando, con el otro brazo en el balancín. Él no la tocó, pero sí le permitió a ella hacerlo.

—¿Qué le ha pasado a mi mujer? —preguntó—. ¿Dónde están sus manos para sanarme?

—Aquí están, mi vida —susurró ella, acariciándolo—. Aquí están.

—¿Por quién te vistes de rojo, Tatiana?

—Por ti, Shura… sólo por ti… ¿Qué es lo que te tiene tan preocupado?

—¿Dónde está ese velo para cubrirte por completo? —Inspiró hondo—. ¿Te vistes para el doctor Bradley?

—¡No!

—¿Acaso crees que estoy ciego? —Ya no había ni un vestigio de calma ni despreocupación en la postura tensa de su cuerpo. Apartó el brazo del balancín—. ¿Que no tengo ni idea de lo que piensa ese médico tan gracioso, el alegre doctor Bradley, cuando te toca la espalda? Cuando te besa la mano, fingiendo que sólo es una broma, ¿crees que no sé lo que piensa? ¿Y cuando se queda cerca de ti, cuando te mira esos labios rojos mientras hablas, cuando le brillan los ojos ante la mera mención de tu nombre? Está loco por ti, ¿te crees que no me doy cuenta? Era yo quien te esperaba horas y horas con la gorra entre las manos, a la salida de la Kirov. ¿Qué pasa? —exclamó Alexander—. ¿Ahora yo ya no te intereso? ¿Ahora es a Bradley a quien quieres poner de rodillas ante ti? —Hizo una pausa—. No hace falta que te vistas de rojo para eso. —Y entonces lo hizo. Se le ensombreció el rostro, la agarró del brazo con el que lo acariciaba y la empujó con tanta fuerza que la derribó al suelo de la terraza—. Bueno, pues anda, vete —dijo Alexander—. Porque, personalmente, estoy roto de estar tanto tiempo de rodillas.

—Ay, Shura… —susurró Tatiana, volviendo a aproximarse a él—. Te lo suplico, por favor, déjalo. Por favor. Te estás volviendo loco por nada.

Volvió a colocarse entre sus piernas, agarrándose a él, aferrándose a su chaqueta de cuero, a su cuello, mirándolo a la cara, a los ojos, atrayéndolo hacia ella, hacia su boca suave y trémula. Se besaron, las manos de ella se entregaron a él, la colilla del cigarrillo en el suelo. Él le sujetaba la cara mientras se inclinaba hacia ella, besándola sin encontrar resistencia; ella delante, de rodillas, con su vestido rojo.

—Ve… Ve a restregarle tu melena en su cara, Tania —le susurró Alexander en la boca—. Como hiciste una vez por mí. A lo mejor él no está contaminado. No como yo. Yo estoy lleno de jodidas cicatrices del derecho y del revés.

—¡Sí! —gritó Tatiana, fuera de sí, apartándose de sus brazos—. ¡Sobre todo en tu maldito corazón! —Empujándolo por el pecho, Tatiana se levantó de un salto. Estaba jadeando—. Yo sé lo que es —dijo—. Esto es absurdo por tu parte, y deliberadamente cruel. Ésta es nuestra vida aquí, nuestra vida real, con cosas que pasan de verdad. Ya sé que no es la Kirov ni Lazarevo. Sea lo que sea. —Se le quebró la voz—. Sea lo que sea. Ya sé que lo quieres recuperar, ¡pero ha desaparecido, Alexander! Ha desaparecido para siempre y nunca lo recuperaremos, no importa lo mucho que lo desees.

Alexander se levantó del balancín.

—¿Crees que es Lazarevo lo que quiero de ti? —dijo, perplejo.

—Sí —respondió Tatiana a gritos, dando un paso hacia atrás—. Quieres recuperar a esa chica. ¡Mírala, qué guapa era, qué joven… y cuánto me quería!

—¡No! —Tatiana vio que se contenía para no dar un paso hacia ella—. No necesito que me quiera una Tatiana de dieciocho años. Eso puedo tenerlo cada minuto del día. —Respiraba con fuerza para no perder el control—. Ni siquiera tengo que cerrar los ojos.

Se interrumpió para respirar con fuerza de nuevo.

«Oh, Shura…».

—No me conformaría con Lazarevo, sino con Napa —dijo—. Me conformaría con nuestros primeros meses aquí, en Scottsdale. Me conformaría con una semana en Coconut Grove, con una hora en Bethel Island. Me conformaría con cualquier cosa menos con lo que recibo de ti últimamente… que es absolutamente nada.

—Oh, Dios, de verdad, te juro que no sé de qué me acusas —le susurró ella, incapaz de mirarlo, cabizbaja en su aflicción.

Tenía las manos apretadas con fuerza contra el pecho, y Alexander apretaba los puños a los lados. Él estaba en un lado de la barandilla de madera, ella al otro, con las macetas de chumberas entre ambos, las manos crispadas, las bocas torcidas.

Un silencio negro como la noche se cernió estrepitosamente sobre ellos.

—Te alegras de que no tengamos otro hijo —escupió Alexander al fin—, porque no quieres tener que dejar tu trabajo.

—¡No me alegro de que no tengamos otro hijo! —exclamó ella, con la voz quebrada—. Pero tienes razón, no quiero dejar mi trabajo. ¿Dejar el trabajo para hacer qué? ¿Pasarme el santo día mirando las paredes? —Juntó las manos con fuerza, tratando de reprimir un grito—. Shura, ya lo hemos hablado otras veces. Cuando me quede… —No pudo continuar.

—Eso es, por favor, no sigas hablando —dijo él, meneando la cabeza—. Las palabras no cuestan nada, pero ¿no te parece irónico —siguió hablando con una voz que era cualquier cosa menos irónica— que concibiéramos a Anthony en Leningrado? Cuando estábamos completamente desesperados, cuando las bombas pasaban silbando por nuestro lado, cuando los dos estábamos a las puertas de la muerte, la asediada Leningrado, muerta de hambre, engendró a nuestro único hijo. Se diría que aquí, en la tierra de la abundancia… —Se le quebró la voz, con la mirada fija en los tablones del suelo, y dio un paso más alejándose de ella—. Tú no quieres oírlo, nunca has querido oírlo, pero te lo diré de todos modos —continuó Alexander—: es porque has puesto ese sitio entre nosotros en nuestra cama, tú, con tus dedos trémulos y tus visiones de la muerte, y lo has puesto entre nosotros y nuestra esperanza de volver a tener otro hijo algún día… ¡sí! ¡No lo niegues con la cabeza!

—¡Lo que dices no es verdad! —gritó Tatiana, luchando contra el impulso de taparse los oídos con las manos.

—¡Sí que lo es, y tú lo sabes! ¡No te queda nada para dedicarlo a un hijo! ¡Nada! ¡Todo lo que tienes se lo das a ese hospital!

—Por favor, calla, por favor… —susurró—. Te lo suplico…

Alexander se calló. Cuando volvió a hablar, cada sonido que emitió estaba impregnado de una angustia venenosa.

—No pienso aceptarlo —dijo—. Sé que quieres que lo acepte, pero no puedo ni quiero. Sé que crees que nos han tocado buenas cartas, pero muy pronto Anthony crecerá y se marchará, y luego ¿qué?

—¡Shura, por favor…!

—¿Es que no ves —dijo Alexander— que a menos que un niño llegue a esta casa, nos quedaremos para siempre en el hielo del lago Ladoga con tu hermana muerta y hundida bajo el árbol, con tu hermano? Estamos contra la pared, con mi madre y mi padre, con los ojos vendados, y yo estoy excavando minas de carbón en Kolima. Ese niño —susurró, retorcido de dolor— es Estados Unidos. El niño es la casa nueva y la nueva vida. El niño es la fuerza que apuntala las estrellas. ¿Es que no lo ves?

Mientras se estremecía de dolor y de pena, Tatiana mantenía las manos agarrotadas en el cuello en actitud de súplica.

Todo cuanto tenía se lo había dado, todo, salvo lo único que él quería desesperadamente. Salvo lo único que necesitaba desesperadamente.

—Nuestro hogar está dividido —dijo Alexander.

Ella negó con la cabeza.

—Por favor, Alexander, no digas eso —murmuró ella—. Dios, por favor…

Alexander hizo un gesto con la mano, como si ondeara la bandera del fin de la competición, y recogió su lata de cerveza y su cenicero.

—No sirve de nada volver a hablar de esto —dijo, pasando junto a Tatiana hacia la casa—. Ya lo hemos hablado hasta el hartazgo.

Éstas fueron las imágenes de su breve e insoportablemente silencioso intercambio amoroso esa noche: Tatiana con las piernas a ambos lados del sillón del dormitorio, las enaguas blancas y la falda roja de vuelo extendida en torno y encima de la cabeza negra, negrísima, de Alexander. Y también ésta: Alexander de pie, sin tocar nada, y Tatiana de rodillas en el suelo delante de él. Y ésta: Tatiana de cuatro patas con su vestido rojo, Alexander detrás de ella. Y finalmente, los rescoldos: él ha vuelto a la parte de atrás y está sentado en la terraza, fumando, y ella está sola en el sillón, con su vestido rojo. El sonido del tiempo, las fracciones de una hora, los cuatro compases de una canción… No hubo susurros, ni suspiros, ni gemidos, ni un solo «Oh, Shura…». Los únicos sonidos enmudecidos que salieron de la garganta de Tatiana eran los mismos que habría emitido si la estuvieran asfixiando.

Y a la mañana siguiente, Tatiana se levantó y se fue volando a trabajar en el Ford Thunderbird descapotable que Alexander le había comprado para que lo amara.

Faith Noël

Tatiana y Bradley estaban almorzando juntos esa tarde, un jueves, sentados el uno frente al otro. Tatiana hablaba todo el rato: del trabajo, de las otras enfermeras, de los pacientes, de la donación de sangre para la Cruz Roja que organizaba todos los años para la ciudad de Phoenix.

—¿Has oído lo de esa mujer que se ha negado a que le practicaran una cesárea para sacarle a sus gemelos? —le preguntó Tatiana.

—No será uno de tus chistes, ¿verdad? —Él sonrió.

—No, no es un chiste —respondió ella muy seria, deseando que lo fuese—. Uno de los niños nació muerto.

Bradley dejó de sonreír y asintió.

—Lo sé. Pero el otro está bien. Ya ha sido adoptado. Pero a veces eso es lo que pasa con los gemelos.

—Sí —dijo Tatiana—. Yo fui una de esas mellizas de bajo peso nacidas sin cesárea. Pero eso fue en una aldea de campesinos soviética. Esto está pasando en tu maternidad, David. La mujer se negó a someterse a la operación porque el médico no le inspiraba confianza.

—Yo no soy responsable de las decisiones que las madres a las que se practica cesárea toman en mi hospital.

—Mmm… —dijo ella—. Querrás decirlas madres anticesárea. ¿Y eres responsable del doctor Culkin?

Bradley puso los ojos en blanco.

—Por desgracia para él, sí. ¿Que no le inspiraba confianza, dijo? ¿El doctor Culkin, el cirujano de pediatría que llega al trabajo bebido? —Tatiana asintió—. Pues puede que esa mujer tuviese razón al expresar sus reservas sobre sus servicios, ¿no te parece? Le podría haber cortado los pulmones por error.

Ambos sonrieron. Ella apartó la mirada.

—Por cierto —dijo Bradley—, ayer estabas muy guapa.

—Gracias. —Ella no lo estaba mirando.

—Eras la mujer más preciosa de la habitación.

—Muy explícito, pero gracias.

De pronto, Bradley extendió la mano y la colocó encima de la de ella. No era la mano donde llevaba la alianza de matrimonio. Ella apartó la mano. Mientras la buscaba de nuevo, el doctor abrió la boca, y ella negó con la cabeza.

—David —dijo ella, en voz muy baja—, no digas nada.

—Tania…

—No, te lo ruego.

—Tania…

—Por favor —dijo ella, bajando la vista.

Él se inclinó hacia ella, cubriendo la mitad de la mesa con el cuerpo.

—¡David! —lo interrumpió Tatiana en voz demasiado alta, y luego añadió en tono de súplica—: Por favor…

—Tania, tengo que decirte…

—Si vuelves a decirme una sola palabra, una sola, no podré volver a almorzar contigo —dijo Tatiana—. No podré volver a hablar contigo ni a trabajar contigo, ¿lo entiendes? —Él se calló, mirándola en silencio—. Si rompes la barrera tácita que hay entre nosotros, dejarás de ser como todos los demás con quienes me siento a almorzar. Hemos sido buenos amigos, eso no es ningún secreto. —Pestañeó—. Ya no podremos seguir engañándonos si abres la boca. Porque entonces ya no podré volver a casa y mirar a mi marido a la cara y decir que tú y yo sólo somos compañeros de trabajo.

—¿Es eso lo que le dices cuando te pregunta?

—Por supuesto.

—¿Y… pregunta?

Tatiana volvió a pestañear, tragándose el nudo que sentía en la garganta.

—Sí, y ni siquiera entonces me cree. Yo no hago nada malo sentándome a almorzar contigo dos veces a la semana, a hablar de toda clase de tonterías, pero sí estaría haciendo algo malo si siguiese sentándome contigo después de oír lo que no se le debe decir a la mujer de otro hombre. —Tatiana vio que Bradley estaba muy alterado—. Lo que no debes decirle —repitió con insistencia— a la mujer de otro hombre.

—Tania, si supieras…

—Ahora lo sé.

—No tienes ni idea.

—Ahora sí.

—No, Tania —dijo Bradley, meneando la cabeza con tristeza—. De verdad que no.

—Éramos amigos —dijo ella débilmente—. Y aún somos amigos.

—¿Sabías lo que sentía yo?

—Estoy casada, David —dijo Tatiana—. Casada en una iglesia, por un juramento ante Dios, comprometida de por vida con otra persona.

Se estremeció al pronunciar aquellas palabras. ¿Su Alexander era ahora otra persona? Tatiana había bajado la cabeza, se sentía enormemente avergonzada. Se sentaba a almorzar con Bradley porque era un hombre tranquilo y no la culpaba de los males insondables que ella no podía arreglar, porque la hacía reír, se sentaba con él porque la hacía un poco feliz. ¿No era eso lo que hacían los amigos? Eso era lo que hacía Vikki.

Pero lo cierto es que Tatiana era perfectamente consciente de los sentimientos de él hacia ella.

—Tania, ¿y si…? —A Bradley se le quebró la voz—. ¿Y si no estuvieras casada?

—Pero lo estoy.

—Pero ¿y si… y si él nunca hubiese regresado de la guerra? ¿Y si siguieses sola, como antes, en Nueva York? Cuando estabais solos tú y Anthony.

—¿Qué es lo que quieres preguntar? —dijo Tatiana en voz baja.

—¿Qué pasaría contigo y conmigo, Tania? —Sus ojos azules eran muy emotivos—. ¿Si no estuvieras casada…?

—Pero lo estoy —susurró.

—Oh, Dios. Entonces, ¿no hay ninguna esperanza para nosotros? ¿Ninguna en absoluto?

Extendiendo el brazo, Tatiana le puso la mano en la cara.

—No, David —contestó—. No en esta vida.

Bradley levantó la vista para mirarla. Por un momento no habló, y ella no apartó la palma de la mano. A continuación, él susurró:

—Gracias. Gracias por darme mi respuesta. —Le besó la mano—. Eres una muy buena esposa —dijo—. Y puede que en otra vida, lo hubiese sabido.

—Tengo que irme, de verdad —dijo Tatiana, levantándose precipitadamente—. Por favor, no vuelvas a mencionar este tema.

Con la máxima serenidad posible, Tatiana salió de la cafetería y dejó al doctor Bradley solo en la mesa.

Jingle Bells

Un día después, el viernes por la noche, Tatiana trabajaba, Anthony se quedó a dormir en casa de Sergio y Alexander estaba en Maloney’s con Shannon, Skip y Johnny. Éste les contaba a todos cómo Emily había salido a cenar con él esa semana, cómo había accedido a ir con él a Scottsdale Commons el domingo, y cómo estaba planeando invitarlo a su casa en Navidad para que conociera a su familia.

—Veréis, el problema es que ella lo considera una especie de noviazgo, cuando un noviazgo es precisamente lo último que necesito. ¿Por qué tengo que emplear tanto tiempo para que haga lo que quiero que haga?

—¿Una semana te parece demasiado tiempo? —Se rio Alexander—. ¡Madre mía! ¿Sabes? Hay sitios para la gente como tú, Johnny. Unos lugares con muy poca luz donde no hace falta cortejo ni noviazgo.

Johnny hizo un ademán desdeñoso. Él era un chico duro, bien vestido, con un coche moderno y una motocicleta.

—No pienso pagar por eso, ni hablar. ¿Quién os pensáis que soy?

Shannon, Skip y Alexander intercambiaron una mirada y negaron con la cabeza de hombres casados.

—Johnny, ¿cuánto llevas gastado hasta ahora en cenas, copas y ramos de flores?

Era evidente que Johnny nunca se lo había planteado desde ese punto de vista.

—No es lo mismo —contestó, apurando su copa—. Es la conquista, la caza, lo que es interesante. El proceso «creativo», por llamarlo así.

—Ah, el «proceso creativo» —lo imitó Shannon—. Eres idiota.

Skip y Shannon se pusieron a hablar de sus respectivos bebés, mientras que Alexander y Johnny se pusieron a hablar de Emily y de si valía la pena seguir insistiendo.

—¿No te parece —preguntó Johnny— que es demasiado esfuerzo por una mujer?

Alexander se quedó pensativo.

—Depende de lo que te guste —contestó—. Si te gusta mucho, no es demasiado esfuerzo.

—Bueno, pero ¿cómo lo voy a saber? Todavía no…

—Si te gustase —repuso Alexander—, ningún esfuerzo te parecería demasiado.

—¿Sabes tú algo de eso?

—Yo sé algo de eso —respondió Alexander.

Alguien le puso la mano en el hombro a Alexander por detrás.

—¡Hombre! ¡Hola!

Eran Carmen y Emily. Iban las dos muy peripuestas, con el pelo rociado de laca. Johnny besó la mejilla de Emily con audacia.

—Alexander, tenemos que dejar de encontrarnos así, de verdad —dijo Carmen—. Es la tercera vez en una semana.

Shannon y Skip no tardaron en volverse a casa junto a sus esposas, a quienes sí les importaba a qué hora llegaban.

Emily, Johnny, Carmen y Alexander se fueron a un reservado del rincón y pidieron unas copas. Carmen se sentó junto a Alexander en el asiento. El perfume de ella no le era familiar y sí demasiado fuerte, pero no desagradable. De hecho, ella tampoco era desagradable. Le brillaban los ojos oscuros, y parecía una mujer con mucha iniciativa. Se reía con ganas, era coqueta, seductora, una gran conversadora. No era tímida, no tenía miedo. Durante la conversación, ella movió la pierna y le tocó la suya… y a la una de la madrugada, Alexander no la apartó.

—Bueno, Alexander —dijo Carmen—, ¿me falla la memoria o eres el mismo Alexander Barrington que mató a un hombre que irrumpió en su casa en plena noche hace unos años? Recuerdo haber leído algo en los periódicos sobre eso.

—El mismo que viste y calza, Carmen —señaló Johnny—. Así que ten cuidado y no te asomes a su lado oscuro.

—¡Huy, qué miedo! —chilló Carmen, acercándose dos centímetros más—. Entonces, ¿tienes un lado oscuro?

—Es posible —dijo Alexander.

—¿Cómo de oscuro? —inquirió ella en voz baja.

Alexander podría haberse callado. Desde luego, podría haberse callado, pero era viernes por la noche, tarde, y había estado bebiendo, y la cabeza le daba vueltas, así que lo que dijo en lugar de quedarse callado, fue:

—Muy, muy oscuro, Carmen.

Y Carmen se puso muy roja, y se rio tontamente, y se acercó aún más a él en el asiento.

Le dijo a Alexander que ella y Cubert llevaban casados dos años y querían una casa más grande porque estaban intentando tener un hijo. Lo cierto era, no obstante, que Cubert pasaba mucho tiempo fuera de casa, por negocios, y que ella necesitaba encargarse de supervisar la construcción de la casa para mantenerse ocupada, porque últimamente se «aburría» muchísimo.

Johnny estaba muy ocupado hablando con Emily, así que Alexander dijo en voz baja:

—Con tu marido fuera de casa tanto tiempo, será difícil tener ese hijo.

No quiso añadir que una proximidad abrumadora tampoco era garantía de nada.

Carmen se echó a reír.

—Pues por eso he dicho que lo estamos intentando, sólo intentándolo, no que lo hayamos conseguido. Pero este mes voy con retraso, así que ya veremos.

Parecía ligeramente avergonzada al decirlo.

—¿Y tú quieres… hummm… tener hijos? —Llegó a preguntarle Alexander.

—Sí, sí, tengo muchas ganas —dijo Carmen—. Todas mis amigas están teniendo hijos a los diecinueve, a los veinte… Con veinticuatro empiezo a sentirme muy vieja. —Sonrió y arqueó las cejas—. Pero hago lo que puedo por mantenerme joven. —Le dio un pellizco en el brazo—. ¿Tú tienes hijos?

—Sí —contestó Alexander—. Un chico. Tiene catorce años.

—¡Catorce! —exclamó Carmen—. Prácticamente es un adulto. ¿Se parece a ti?

—Un poco.

—Será un chico afortunado —comentó ella, lanzándole una mirada muy elocuente— si se parece a ti.

Alexander tomó un largo sorbo de su bebida fría y dio una prolongada chupada a su cigarrillo.

—Carmen —dijo—, ¿cómo diablos acabaste con un tipo como Cubert?

Lo que Alexander estaba diciendo en realidad era que pensaba que Cubert era un hombre demasiado paliducho y mortecino para la animosa Carmen, y ella debía de saberlo, porque echó la cabeza para atrás y se rio.

—Vaya, muchas gracias, Alexander. Viniendo de ti, eso es todo un cumplido. Eres un hombre muy reservado.

Él sonrió.

—No soy reservado, soy reflexivo.

—Ah, pero ¿hay alguna diferencia? —Chascó la lengua—. Cubert, aunque no lo parezca, tiene ciertas… dotes que me gustaban mucho cuando éramos novios.

—¿Como por ejemplo?

—¿Te estás poniendo insinuante y travieso, Alexander? ¡Qué maravilla!

—En absoluto. —La miró con rostro serio—. Te estoy haciendo una pregunta educada.

—Bueno, pues en primer lugar, está muy enamorado de mí.

—¿Y en segundo lugar?

—Está muy enamorado de mí. —Cada vez que Carmen se reía, sus pechos se bamboleaban hacia arriba y hacia abajo. Cuanto más bebía Alexander, más se fijaba en sus pechos—. Y dime una cosa —prosiguió Carmen—, ¿cómo consigue un hombre casado quedarse hasta tan tarde en los bares un viernes por la noche? Mi Cubert está fuera, pero ¿dónde está tu mujer?

—Mi mujer también está fuera —contestó Alexander—. Trabaja los viernes por la noche.

Carmen puso los ojos como platos.

—El hecho de que tu mujer trabaje ya me resulta bastante chocante, pero ¿de noche? ¿Y se puede saber por qué diantres hace eso?

—No eres la única que se hace esa pregunta, Carmen.

Ella se rio. Se sentó más cerca de él, riéndose de cualquier estupidez que decía Alexander. Cuando le encendió el cigarrillo, tal como hacen los hombres galantes con las mujeres, ella le sujetó la mano, levantó la mirada hacia él y dijo:

—Gracias.

Y por un momento, sus ojos se encontraron. Y Alexander, retrocediendo de pronto en el tiempo, se encontró mentalmente vestido de uniforme, en Sadko, en una época distinta, en una vida distinta, como un hombre distinto, y le dijo a Carmen:

—¿Habéis venido en un solo coche, chicas?

Aunque en Sadko habría dicho otra cosa. «¿Queréis ir a dar un paseo?», habría dicho. O una vuelta por la orilla del río. O a fumar un cigarrillo en el callejón.

—Sí —contestó Carmen con voz ronca—. Hemos venido en el coche de Emily.

—Tengo que irme a casa, Carmen —dijo Emily—. Mis padres me matarán por llegar tan tarde. Es horrible… ¡pero si casi es la hora de cerrar!

Carmen cogió a Alexander de la mano.

—¿Crees que podrías llevarme para que Emily pueda irse a su casa ahora? Vivo a sólo media hora al sur de aquí, en Chandler.

Alexander miró a Johnny, quien a su vez, lo miraba fijamente con una expresión que decía: «No sé qué coño crees que estás haciendo».

Pero ni siquiera el propio Alexander lo sabía. Aunque lo que sí sabía, incluso a las dos de la madrugada de un viernes por la noche, después de cinco horas bebiendo, era lo siguiente: ninguna mujer que no fuese su esposa podía subirse a su camioneta. Ninguna otra mujer podía sentarse en su camioneta, donde se sentaba Tatiana, donde se sentaba su hijo, la misma camioneta con la que sacaba a pasear a su familia. A pesar de no estar sobrio, a pesar de las provocaciones de una mujer joven y atractiva y con un buen cuerpo, vestida para matar y lista para entrar en acción, aquello era algo que con sus treinta y ocho años, Alexander no podía hacer. Tampoco podía explicárselo a Carmen.

—No puedo llevarte —dijo—. Tengo que irme a casa, mi hijo me está esperando.

—¿Y qué? Seguro que está dormido. Puedes dejarme de camino.

—A mí no me queda de camino —contestó—, pero a Emily sí, y ya se marcha. Será mejor que te vayas con ella.

Carmen se levantó a regañadientes mientras Alexander pagaba y se quedaba rezagado, dejando que los otros tres se preparasen para marcharse.

—¿Es que no vienes?

—Iré dentro de un minuto. Buenas noches.

Carmen envió fuera a Johnny y a Emily, y volvió a sentarse.

—Esperaré contigo a que te termines la copa.

Él se quedó mirándola fijamente, preguntándose si merecía la pena. No parecía una mujer especialmente inteligente, aunque eso tampoco era tan importante.

—Carmen —dijo al fin, cuando pasaron los minutos y ella seguía sin darse por aludida—, vengo a este bar todos los viernes por la noche. Es mi bar de siempre. Aquí la gente me conoce. Vengo con mis amigos, con la gente con quien trabajo. Vengo aquí con mi mujer. ¿Entiendes por qué no puedo marcharme de este bar contigo?

¿Y por qué parecía tan complacida con aquella explicación? Se fue ella sola, y Alexander esperó unos minutos y luego él también se marchó.

Lo estaba esperando en el aparcamiento, y se acercó para despedirse.

—Entonces, ¿vendrás el martes?

—No, no lo creo.

—¿Y el siguiente viernes?

Se encogió de hombros.

—Es posible.

—Pues a lo mejor nos vemos entonces. —Sonrió—. ¿Has cancelado alguna cita en tu agenda para poder reunirnos alguna noche, ir a cenar, hablar de la casa, tal vez?

—Tendré que consultarlo —dijo—, es posible que tenga alguna cancelación.

—Eso espero. —Le plantó un beso lento y húmedo en la mejilla—. Bueno, y ahora, buenas noches.

Le apretó los senos contra la camisa.

Cuando ella se marchó, Alexander se quedó sentado en la camioneta, con las manos en el volante. No se fue a casa, sino que se dirigió al hospital. Avanzó traqueteando, apurando lo que quedaba del embrague, tratando de poner la transmisión en su sitio, y después de aparcar, muy mal, se abrió paso hasta urgencias. No había nadie en el mostrador de recepción, la enfermera de guardia tampoco estaba, nadie salió a recibirlo. Se aproximó tambaleándose a la sala de espera, donde media docena de personas estaban desplomadas como sacos en las sillas. Una de esas personas era Charlie. Alexander se dejó caer a una silla de distancia de él.

—¿Ha asomado ya alguna vez?

—Todavía no —contestó Charlie—. Eso significa que asomará pronto.

Siguieron esperando.

Y Tatiana no tardó en aparecer ante ellos. Menuda, con la cara redonda, llena de pecas, pálida, los labios limpios de carmín, el pelo recogido en un moño dentro de la cofia de enfermera, las piernas enfundadas en las medias blancas, esbeltas y tenues, Tatiana hizo acto de presencia y pese a todo, tenía los labios carnosos y llenos, los pechos turgentes, y Alexander los veía, percibía su calor. Era igual que si la tuviese delante de él desnuda, tumbada ante él desnuda, con tanta claridad veía a través de ella, la veía a toda ella, la oía, la saboreaba…

Con el uniforme blanco rozado tras un turno de ocho horas un viernes por la noche, la frente reluciente de sudor, las pecas mitigadas por el invierno, los ojos verdes de Tatiana miraron a Alexander con desaliento y tristeza. Sentándose entre ambos hombres, los tomó de las manos, la de Alexander en una y la de Charlie en la otra.

—Bueno, Charlie —dijo—. Bueno, Alexander. Ya os he dicho miles de veces que no bebáis tanto, eso no os llevará a nada bueno. Os lleva por muy mal camino. Os lleva directos a la oscuridad. —Los miró alternativamente, mientras ellos permanecían sentados, asintiendo—. Los dos me habéis hecho promesas. Charlie, tú juraste que no beberías este viernes por la noche.

—¿Y qué te prometí yo, Tatiana? —dijo Alexander, arrastrando las palabras.

Ella se volvió hacia él y no dijo nada. Una pequeña lágrima le resbaló por la mejilla. Soltó la mano de Charlie pero siguió sujetando la de Alexander.

—Voy a por unos cafés, y a por un poco de hielo para la cabeza. Esperad aquí.

Como si tuvieran algún otro sitio al que ir…

Regresó con dos cafés. Charlie dijo que quería whisky en el suyo. Alexander dejó el suyo en el suelo y, sujetando la muñeca de Tatiana, la atrajo hacia sí hasta colocarla de pie entre sus piernas abiertas.

—Huéleme el aliento —dijo con voz ronca, echándoselo—. Huele bien, ¿verdad? —La entrelazó entre sus brazos enormes y ebrios—. Cariño, ven a casa conmigo —murmuró—, ven a casa y te daré… —Tuvo la sensatez de bajar el tono de voz hasta hablar en un susurro—… Un poco de ese amor ebrio que a ti tanto te gusta.

Tatiana lo miró desde arriba, le apartó el pelo e, inclinándose, le dio un beso en la frente.

—Ese amor ebrio a veces es demasiado duro para tu esposa —dijo ella en voz baja—. Termina el café, aplícate un poco de hielo en la cabeza, y cuando te hayas despejado un poco, vuelve a casa; Anthony está solo.

—Anthony está con Sergio —repuso Alexander—. Él sí que no está solo.

Tatiana se zafó de él despacio y con suavidad.

—Tengo huesos rotos en el quirófano, una arteria mediana abierta, una perforación de estómago y un corazón inestable. Debo irme. —Cuando se alejaba, Tatiana volvió la cabeza hacia él—. Y la próxima vez que vengas, Alexander —le dijo—, límpiate ese pintalabios de la cara primero.

Adeste Fideles

Al siguiente viernes, en el Maloney’s, Johnny admitió alegre e inesperadamente que ya se había acabado lo de ir detrás de Emily. Al parecer, en la fiesta de Navidad de la semana anterior, el sábado por la noche, Emily, agradablemente borracha y relajada, había accedido gratis a los requerimientos de Johnny en uno de los dormitorios de la planta superior de la casa, y una vez saciada su sed, Johnny había conocido a otra chica en la fiesta y ahora estaba «cortejándola» a ella.

—Entonces, ¿supongo que esta noche Emily no aparecerá por aquí? —preguntó Alexander dando una palmadita a su vaso de cerveza.

Todos convinieron con una alegre carcajada que seguramente no lo haría. A medianoche, Shannon y Skip se marcharon; a la una, se marchó Johnny.

Alexander se bebió dos cervezas más a solas y luego se fue también. Estaba a punto de subirse a la camioneta cuando oyó una voz a sus espaldas:

—¡Alexander!

Era Carmen, que se bajó del sedán aparcado junto a la camioneta. Llevaba una falda de capa, una blusa y una chaqueta, y el pelo cardado, muy arreglado. Se había pintado los labios. Alexander se acordó de cuando se había limpiado el pintalabios de ella de la mejilla la semana anterior, en el hospital. Sintió una punzada no identificable en el estómago.

Pero sólo fue una pequeña punzada.

—Caramba, qué sorpresa… —Sonrió—. ¿Qué haces aquí?

Ella le devolvió la sonrisa, complacida.

—Como estoy segura que sabes, el caradura de tu amigo Johnny no se ha portado muy bien con mi buena amiga Emily, así que ahora ya no podemos venir a este local. Y no tengo ninguna otra amiga soltera con la que salir de bares cuando mi marido se va de viaje. Así que…

—Así que… —La repasó de arriba abajo—. Me gusta tu blusa —dijo.

—¿De verdad? Pues gracias… —Ella también lo miró de arriba abajo—. ¿Ya acabas tu ronda? ¿Tienes que irte corriendo? —Alexander se mordió el labio.

—Porque he traído un poco de vino y cerveza —añadió Carmen rápidamente—. También tengo vasos. Podemos tomar una copa en tu camioneta si quieres. Escuchar un poco de música… —Sonrió.

—¿Sabes qué? —le dijo, acercándose—. Mejor nos la tomamos en tu coche, donde está el vino.

—Sí, claro. ¿No quieres que subamos a tu camioneta? ¿Está muy sucia?

Carmen echó un vistazo dentro. La camioneta estaba impecable. Alexander no le dio explicaciones ni le respondió, pero se quitó la chaqueta de aviador y la dejó en el asiento de su vehículo. No quería olores extraños para los que luego no tuviese una explicación convincente.

Se metieron en el asiento delantero del coche de ella, accionaron el motor y encendieron la radio. Alexander le sirvió una copa de vino y se sirvió una cerveza para él. Hicieron un brindis.

—¿Por qué quieres brindar? —preguntó ella.

—Por los viernes por la noche —respondió él.

—Muy bien —dijo ella, y añadió alegremente—: Es duro, cuando la pareja de uno no está en casa, ¿eh?

—Hummm…

Alexander se encendió un cigarrillo y le encendió uno a ella también.

—Pero ¿sabes qué? —dijo Carmen—. Estoy tan acostumbrada a que Cubert no esté, que cuando sí está aquí, casi no sé qué hacer. Siempre estamos discutiendo, por cualquier tontería. ¿Te pasa lo mismo con tu mujer?

—No.

—Ah, ¿no? ¿Y a ti qué te pasa con ella?

—Carmen, estás metida en el coche conmigo, bebiendo, con el pelo cardado, y te has puesto carmín en los labios. ¿No se te ocurre ningún otro tema de conversación que no sea mi esposa?

—Bueno, dicho así, claro… —Se rio—. ¿De qué te gusta hablar con las chicas?

—No lo sé —respondió Alexander—. No hablo con otras mujeres aparte de con mi esposa. —Carmen se echó a reír. La música seguía sonando.

—Era Winter Wonderland.

—Sí, y ahora suena Santa Baby.

Siguieron sentados en el coche de ella, siguieron fumando, él bebía, ella bebía, y ella se fue entonando cada vez más, y con cada trago de vino, se acercaba más a él en el asiento del coche, tocándole las mangas de la camisa, las perneras de los vaqueros, la mano…

—¿Y… quieres hablar de tu mujer?

—Puedo hacerlo —contestó Alexander—, pero entonces tendré que marcharme.

Lo cierto es que aquella mujer no era demasiado inteligente, pero olía muy bien. Y tenía unas tetas enormes.

—Yo te he hablado de Cubert. Dime al menos con quién compito. ¿Cómo se llama?

¿Que con quién competía? ¿Qué demonios significaba eso? Alexander no contestó.

—Muy bien, de acuerdo. ¿Cuántos años llevabais casados?

—Sigo casado. Quince.

Carmen lanzó un silbido.

—Caramba… —Lo tomó de la mano y suspiró—. Yo sólo llevo dos y ya no estoy segura de si sigo enamorada de Cubert… ¿Sabes a lo que me refiero?

—No, no conozco de nada a Cubert —dijo Alexander.

Carmen le sujetó la mano y se la puso encima de la suya, que era larga, muy larga.

—¿Y tú y tu esposa?

—Yo sigo enamorado de mi esposa —contestó Alexander, apartando la mano.

—Entonces, ¿qué haces en mi coche, Alexander?

—Bebiendo —respondió—. Fumando.

Carmen volvió a cogerlo de la mano.

—Tienes unas manos tan grandes… —comentó con voz ronca.

—Bueno —dijo él—, soy un hombre.

Ella lo miró lanzándole una caída de pestañas.

—¿Estás cómodo detrás de ese volante?

Alexander dio unas palmadas al eje del volante.

—Estoy bien. Bonito coche el tuyo. —Era un sedán Ford como el que solía conducir Tania.

—Lo que quiero decir es… ¿no estarías más cómodo en el asiento de atrás?

Alexander no contestó; la sangre masculina hervía en sus venas, la excitación se acumulaba en la parte baja de su vientre. La música seguía sonando, Only You Can Bring Me Cheer esta vez.

Salieron del coche y pasaron al asiento de atrás.

—Se está haciendo muy tarde —comentó Carmen, estirándose. Sonrió—. ¿No te parece?

Se encaramó por el asiento hacia él.

Sin soltar su copa, Alexander se inclinó sobre ella y la besó. Olía a humo, a alcohol, los sabores le resultaban desconocidos; la sensación, extraña, era todo muy ajeno y no del todo agradable, pero tampoco enteramente desagradable después de tanta bebida. Alexander desplazó los labios hasta el cuello de ella, donde el perfume olía mejor, y con la mano libre le desabotonó la blusa. Carmen lo ayudó de buena gana. Su sujetador-corpiño era como una armadura sobre sus pechos. Tenía ocho o diez corchetes y tuvo que quitárselo ella misma, pero una vez liberados, los pechos eran verdaderamente enormes. El rostro de Alexander debió de reflejar su sorpresa.

—Bonitos, ¿eh? —dijo Carmen con orgullo—. Vamos —lo animó—, ponles tus manazas encima.

Alexander depositó con cuidado el vaso en el suelo del coche y empezó a toquetearla. Pensó que no le vendrían mal un par de manos más, para ayudarlo. Carmen le empujó la cabeza hacia abajo, oprimiendo su cara encendida contra sus pechos. Alexander tuvo que apartarse un centímetro y tomar un poco de aire antes de pasar a los pezones. Le costó un poco conseguir que se pusieran duros, y ella no se estremeció con los movimientos de su boca.

—Mmm… —dijo, sujetándole la cabeza a Alexander—. Te gustan, ¿verdad?

—Me gustan. —Sin embargo, lo que más gustaba a Alexander era la respuesta de las mujeres ante él, ya en los tiempos de la guarnición de Leningrado, cuando la cantidad de chicas se asemejaba a un circo de tres pistas, con mujeres de todas las formas y medidas que entraban y salían, y a él le gustaban todas. Aparte de sus preferencias estéticas puramente personales (que resultaba que cumplía única y precisamente la mujer con la que se había casado), sus preferencias sexuales siempre habían estado relacionadas con una sola cosa: la reacción de la chica ante sus acciones—. ¿Y a ti? ¿Te gusta cómo te chupo con la boca?

—Me gusta que te guste —dijo Carmen, colocando la mano sobre los vaqueros de él—. Y veo que sí te gusta…

Con la cara aún enterrada en sus pechos, Alexander la miró.

—¿Adónde quieres ir a parar con esto, Carmen?

—No lo sé. —Sonrió y le dio un pellizco—. ¿Adónde quieres ir tú? ¿Adónde quieres ir a parar?

—Ah, entonces, se trata de eso, ¿eh?

Desplazó la mano por debajo de su combinación, recorriéndole las piernas carnosas.

—Eh —dijo ella, tratando de apartarle la mano—, no pienso ponértelo tan fácil… Quiero que vuelvas la semana que viene a por más. No pienso repetir el error de Emily.

Como si no la hubiese oído, Alexander desplazó la mano por las medias de ella y se topó con la faja braga, que le llegaba a la mitad de los muslos. Su excitación se transformó prácticamente en desolación. No sabía cómo iba a quitarle aquel armatoste dentro del coche; para ello iba a necesitar la navaja del ejército… que estaba en su mesilla de noche. Cuando se acordó de la mesilla de noche, se acordó de la cama, cuando se acordó de la cama, se acordó de Tania comprando las colchas, las almohadas y las sábanas hacía más de ocho años, de cómo hizo la cama y lo llamo alegremente para que se zambullera de cabeza en ella. Alexander apartó las manos de debajo de la falda de Carmen.

Ella volvió a apretarle la cabeza contra los pechos.

—Adelante —murmuró—. Tendrás que conformarte con esto por ahora. Me encanta tu cara enterrada ahí; adelante, regodéate…

Cuando le tocaba los pezones, ella no se movía. Alexander no estaba acostumbrado a aquello y decidió que no estaba poniendo suficiente empeño, así que los restregó, los masajeó, los pellizcó, los succionó, tiró de ellos y los retorció con más fuerza de lo que le parecía imaginable. Carmen siguió sentada, con los ojos cerrados, el cuerpo inmóvil y las manos en la cabeza de él, con aspecto de estar extremadamente satisfecha.

—Mmmm… qué bien… —dijo—. ¿A que es muy bueno?

—Carmen, ¿hay algo que… hummm… algo que quieres que haga por ti?

La mujer abrió los ojos.

—Oh, cielo, ¿qué me ofreces?

—Pues, tengo un poco de todo. ¿Qué quieres?

—La verdad es que me gusta mucho que me toques las tetas. —Le puso las manos encima—. ¿Qué quieres tú? ¿Hay algo que quieres que haga por ti? ¿O te basta con mis tetas?

—Desde luego, son más que suficiente —dijo Alexander—, pero es posible que necesite algo más, un poquito más. —Sonrió.

Carmen lo tocó, acariciándolo y frotándolo, y no tardó en empezar a desabrocharle la hebilla del cinturón, y él no hizo nada por detenerla.

—Quítate esa faja, Carmen —dijo Alexander.

—Ya me he soltado los pechos —repuso ella alegremente—, pero ¿quién dice que voy a quitarme la faja? Hay que ver cómo sois los hombres… No perdéis el tiempo, ¿verdad? —Estaba sonriendo—. Pero me gusta. Tan decidido… siempre sabes lo que quieres.

Alexander no dijo nada. Las manos y la boca en sus pechos se volvían cada vez más insistentes, como la mano de ella en él se volvía cada vez más insistente. Los dos estaban jadeando.

Ella dejó de tocarlo.

—Espera, no quiero meterme en algo que tengamos que interrumpir dentro de una hora.

Alexander hizo una pausa y la miró fijamente, tratando de pensar qué podía decir sin resultar demasiado brusco dadas las circunstancias. ¿Qué se creía aquella mujer que era aquello? Y realmente ¿era ése el mejor momento para señalarle lo que era?

—Hummm… Y entonces… ¿qué sugieres? —preguntó.

—No lo sé. —Sonrió y le desabrochó la bragueta—. ¿Qué sugieres tú? ¿A qué hora vuelve tu mujer a casa?

Carmen acababa de romper la regla número uno, el tabú acerca de hablar de la mujer de un hombre mientras se le saca a éste la herramienta de los vaqueros. Alexander le apartó las manos y dijo:

—¿Sabes qué? Creo que tienes razón. Se está haciendo tarde.

Pero Carmen ya se había hecho a la idea de un Alexander desnudo, y sugirió:

—Bueno, pero espera un segundo. Espera. —Con la respiración agitada, le acarició el miembro y le dijo en voz baja—: ¿Crees que a lo mejor conseguirás cancelar esa cita para quedar conmigo la semana que viene? A lo mejor podemos vernos, ir a cenar, hablar de esa casa… —Lo apretó con fuerza—. Ir a algún sitio más cómodo…

—A lo mejor —dijo Alexander, cerrando los ojos.

Ella siguió acariciándolo.

—¿Qué? ¿Te gusta?

—Mucho.

—Entonces, ¿vendrás la semana que viene?

—Me gustaría venirme ahora.

—Vaya, hay que ver qué gracioso eres… Eres de lo que no hay.

—Ah, ¿sí? —La dejó frotarle otro minuto o dos, y luego le metió la mano en el pelo—. ¿Carmen…? —dijo Alexander, empujándole ligeramente la cabeza hacia abajo.

—Eres de lo que no hay —repitió.

Se acomodó riendo en el asiento, inclinó la cabeza hacia abajo y se introdujo el miembro en la boca. Él se sentó con una copa en la mano y con los ojos cerrados, mientras ella se esforzaba arriba y abajo con él.

Alexander se conocía muy bien a sí mismo: Carmen tendría que tener una boca mágica (y era evidente que no la tenía) para conseguir que se corriera de ese modo después de haber bebido tanto. Consciente de eso dejó que, pese a todo, ella siguiese perseverando para ver si se sorprendía a sí mismo. Le sujetó la cabeza, intentó conseguir que se moviera más rítmicamente y le dijo que apretase un poco más con la boca. Ella intentó hacer lo que le decía, pero no parecía capaz de hacerlo todo a la vez. Al final, Carmen apartó la boca, miró arriba y dijo:

—Estás a punto, lo sé. —Él le lanzó una sonrisa cortés. Ni de lejos—. Porque, te lo advierto, yo no hago nada de eso de… —movió la mano desdeñosamente—… yo no me trago esa cosa. Ya sé que a algunos hombres eso es lo que les gusta.

¿A algunos hombres? Suspirando, bebiéndose su último trago de cerveza, Alexander dejó el vaso.

—Escucha —le dijo—, ahora tengo que irme.

—¿Que tienes que irte? Pero ¿qué dices? Si la tienes… increíblemente dura.

Ella seguía estrujándolo.

Él colocó su mano sobre la de ella.

—Carmen, chsss… —dijo—. Déjalo.

—Pero ¿no necesitas terminar?

—He estado bebiendo —dijo Alexander—. Necesito otra cosa.

—Y tengo otra cosa. —Carmen se incorporó y le mostró los pechos—. Me tumbaré en el asiento, tú te pones encima de mí y la metes entre ellas y haces lo que tengas que hacer. Todo lo fuerte que quieras. De verdad, todo lo fuerte que quieras. Es lo mejor. A todos los chicos les encanta.

Desplazó la mano por sus formidables atributos.

—Conmigo no funcionará después de tanto beber. Pero te lo agradezco.

Carmen sonrió y volvió a sujetarlo en sus manos.

—Entonces, ¿qué es lo que funcionará? Alexander no respondió.

—Está bien —dijo ella, apretándole el miembro—, con tal de sentir esa maravilla dentro de mí, romperé mi propia regla número uno: me quitaré la faja ahora mismo. Sólo me la pongo para asegurarme un poco de protección adicional, supongo que sabes a lo que me refiero. Venga, ayúdame a quitármela. Luego podrás terminar como tú quieres.

Alexander siguió retozando con sus pechos, pero no se había traído nada consigo. Carmen advirtió su vacilación.

—¿Qué pasa? No te preocupes, llevo un pesario.

—Ah, ¿sí? ¿Lleno de acacias?

En los viejos tiempos, eso era lo que usaban las mujeres: anillos de plástico rellenos con flores tropicales. Se quedaban embarazadas de todos modos.

—¿Qué?

Alexander le apartó las manos.

—No. Necesito un condón.

—¿Por qué? Ya te lo he dicho. He tomado precauciones. —Volvió a tocarlo.

—Sí, pero yo no.

—¿Qué quieres decir? Vamos, mírate. Déjame…

—No puedo hacerlo, Carmen.

Se separó de ella en el asiento y se abrochó los pantalones y el cinturón. Ella se pegó a su lado, mirándolo con ojos soñadores.

—¿Y la semana que viene? Podrás traer lo que necesites.

—Sí, la semana que viene traeré lo que necesite.

—Me muero de ganas —dijo ella—. No podré pensar en otra cosa. Mmm… Yo encima de ti, y estas dos preciosidades bamboleándose por tu cara… —Llegó a emitir un gemido de placer al imaginarlo—. ¿A que suena bien?

—Muy bien.

Alexander la ayudó a abrocharse el sujetador en la espalda.

—Entonces, ¿te han gustado? —preguntó Carmen—. A Cubert le vuelven loco.

«No tanto como para quedarse en su casa», pensó Alexander. Una vez estuvo vestida, Alexander la ayudó a salir del asiento trasero y a sentarse tras el volante.

—Por desgracia, el próximo fin de semana está en la ciudad —dijo Carmen—. Pero se va de lunes a jueves. ¿Quieres que quedemos el miércoles por la noche?

Acordaron encontrarse en un restaurante en Chandler, donde vivía ella. El restaurante estaba junto a un Westin Hotel. Él le dijo que no podría quedarse hasta tarde y Carmen le contestó con una sonrisa que no pasaba nada, que entonces tendrían que ponerse manos a la obra enseguida. Le ofreció la cara desde la ventanilla del coche.

—¿Y bien? ¿No me das un beso de buenas noches?

Alexander la besó en la mejilla.

—Te veré el miércoles —dijo ella.

—Hasta el miércoles —contestó él, se metió en su camioneta y se fue.

Eran las cinco y media de la mañana, y por alguna razón, cuando Alexander se aproximaba a Pima temió que Tatiana ya estuviese en casa, que hubiese salido antes del trabajo esa noche precisamente y no lo hubiese encontrado allí. El corazón se le aceleró y empezó a latirle tan violentamente que tuvo que parar a serenarse un poco. Pasaron otros veinte minutos antes de que pudiera volver a ponerse en marcha.

Tatiana no estaba en casa. Y pese a ello, no sintió ninguna sensación de alivio. Ninguno de los movimientos de Alexander auguraba nada bueno. Abrió la puerta principal con aire furtivo. La puerta del dormitorio de Anthony estaba cerrada, y cuando la abrió, vio a su hijo profundamente dormido en la cama. ¿Por qué estaba Anthony en casa? ¡Se suponía que debía estar en casa de Sergio!

Alexander se quitó la ropa, la metió en la lavadora y se dio una larga ducha, con el agua lo más caliente posible, para poder restregarse todo el cuerpo con fuerza. Cuando volvió a oler a él mismo, metió la ropa en la secadora y se fue a la cama. Fuera empezaba a clarear; eran casi las siete.

Acababa de cerrar los ojos cuando sintió la mano de Tatiana en la cara y sus suaves labios en la frente.

—Eh —dijo—. Hola. Despierta, dormilón. Tienes que ir a trabajar. ¿Lo pasaste bien anoche con tus amigos?

Alexander se volvió del otro lado y masculló que no iba a acudir a sus citas de la mañana. Que era como si una apisonadora le hubiese pasado por encima, dijo; no podía abrir los ojos.

—¿A qué hora volviste?

—No lo sé —murmuró—. Hacia las dos o las tres tal vez.

—Tenemos un poco de resaca, ¿eh? —dijo Tatiana, y lo besó en la nuca.

La oyó abrir el agua de la ducha, y eso fue todo cuanto oyó. Pero en la cama, ella se tumbó junto a él, aún ligeramente húmeda. Él se apartó de ella, pero ella apretó los pechos desnudos contra la espalda de él, le acarició los omóplatos, se frotó contra él, murmuró que era estupendo tenerlo a él, tan grande y calentito, junto a ella un sábado por la mañana, lo abrazó y se quedó dormida.

A las once, Alexander sacó a rastras a su arrepentido ser de la cama, volvió a ducharse, se vistió y fue a la cocina. Mientras se preparaba un café y unos bollos, apareció Anthony, que se acababa de levantar, y Tatiana, que había oído sus voces, también salió. Al parecer, Anthony y Sergio se habían peleado, razón por la que Anthony había vuelto a casa.

—Espero que esta vez no hayas roto ninguna nariz, Ant —dijo su madre.

—No, mamá. Serge es mi mejor amigo. Nunca le pegaría. Papá, ¿cómo es que no has ido a trabajar?

Tatiana sonrió soñolienta.

—Papá llegó tarde anoche.

—Y tan tarde… —dijo Anthony.

—Tania —dijo Alexander—, ¿quieres un café?

—Oh, sí, por favor.

—Porque —siguió diciendo Anthony— me levanté a las seis para ir al baño y tu camioneta todavía no estaba fuera.

Alexander estaba de espaldas a Tatiana mientras vertía la leche condensada en el café y removía el azúcar despacio.

—No, seguro que sí que estaba —dijo él.

—Pues entonces no lo entiendo, porque tú no estabas en tu cama.

Y entonces el silencio se apoderó de la casa móvil de tamaño perfecto, se apoderó de su hogar.

Volviéndose, Alexander extendió la mano hacia ella para ofrecerle el café, pero no podía levantar la vista. Tatiana se quedó un momento sujetándose al respaldo de la silla de la cocina, y luego se volvió y, muy despacio, volvió a meterse en el dormitorio sin recoger la taza de café que él le ofrecía.

Alexander se sentó a desayunar con Anthony, pero el bollo se le quedaba atascado en la garganta. Tenía que ir a trabajar, pero ¿cómo iba a entrar en aquel dormitorio a despedirse? ¿Cómo no iba a entrar en aquel dormitorio?

Después de beberse el café, Alexander apretó la boca con fuerza y se acercó al umbral de la puerta abierta de su dormitorio. Tatiana estaba en el baño, con la puerta cerrada.

—Tania —le dijo—, tengo que irme.

Hubo un momento de silencio y luego se oyó la voz casi inaudible de ella.

—Muy bien, hasta luego.

Alexander se marchó. Cuando llegó a casa por la noche, Anthony estaba viendo la televisión a solas y la puerta del dormitorio estaba cerrada. Alexander dejó las llaves en la mesa, se quitó la chaqueta y se sentó junto a Anthony.

—¿Qué está haciendo mamá?

—Ha dicho que no se encontraba bien.

La casa no olía al olor habitual de los sábados, sino a algo recalentado.

—¿Qué pasa, no hay comida?

—Mamá y yo hemos comido sobras. Ha dicho que tú cenarías fuera.

—¿Ha dicho que yo cenaría fuera?

—Sí.

Después de prepararse un plato de pimientos rellenos fríos con pan, Alexander volvió a sentarse en el sofá.

—¿Habéis ido a la tienda? No queda leche.

—No hemos ido. Mamá ha dicho que hoy no íbamos.

—¿Qué estás viendo?

La ley del revólver.

—Hummm… ¿Así que no habéis ido a comprar? ¿Y qué habéis hecho? —El árbol de Navidad estaba en el rincón de la sala de estar, apagado—. ¿Nadie ha encendido el árbol?

Anthony lo miró.

—Pues parece que no.

Alexander fue a encenderlo.

—Entonces, ¿qué habéis hecho? —repitió.

—Hemos estado todo el día en el orfanato de la misión.

—¿Dónde?

—Papá, ¿no te acuerdas? Vamos todas las Navidades. Llevamos la ropa vieja, hacemos manualidades con los niños, mamá les lee cuentos…

—Ah, sí. Y… ¿cómo ha estado hoy tu madre?

—Callada. Creí que había hecho algo malo.

—¿Y lo has hecho?

—Se lo he preguntado a ella y me ha dicho que no.

Alexander se terminó la cena y esperó a que terminase la película.

—Anthony, no deberías haber dicho nada sobre lo tarde que llegué a casa. Le había dicho a tu madre que llegué más pronto porque no quería que se preocupase. Ahora piensa que le he mentido.

—Bueno… —Anthony estaba midiendo sus palabras—, ¿y no lo has hecho?

—Técnicamente sí, pero no quería que se preocupara por nada.

Anthony se quedó callado. Ambos siguieron sentados.

—No parecía enfadada en el sentido de furiosa, si es eso lo que te preocupa, papá —dijo Anthony al fin—. Sino más cansada de lo habitual. Ha dicho que no se encontraba muy bien.

Incapaz de ir al dormitorio, Alexander le dijo al chico si quería ir al cine. Anthony se levantó de golpe, ambos se pusieron las chaquetas y salieron. Vieron El ataque de los monstruos cangrejo y La momia azteca, y cuando volvieron a casa, la puerta seguía cerrada.

Alexander no podía mirarla a la cara. No sabía cómo se iba a meter en la cama con ella. Cuando Anthony se acostó, Alexander se bebió tres vasos de vodka, se fumó medio paquete de cigarrillos y pensó en todas las cosas que podía decirle cuando inevitablemente le preguntase por qué le había mentido. Decidió que le echaría la culpa de todo a Johnny y sus partidas de póquer.

«Póquer con Johnny hasta las seis de la mañana, hasta muy tarde, no quería decírtelo cuando estaba medio muerto, en la cama, no quería que te enfadaras por nada. Lo siento, lo siento, pensaba decírtelo… póquer con Johnny, hasta las seis de la mañana…».

¿Iban a ver pronto a Johnny? Tendría que avisarle de aquello. Fortalecido de ese modo por sus mentiras poéticas y su prosaico vodka, Alexander abrió la puerta del dormitorio. Tatiana dormía en posición fetal encima de la colcha. La habitación estaba a oscuras. Alexander la tapó con una de las mantas del sofá y se metió en la cama. Se quedó inconsciente en segundos, después de haber pasado la noche anterior sin dormir apenas.

Por la mañana, cuando al fin se despertó, oyó los ruidos que hacían ella y Anthony preparando el desayuno en la cocina.

—Buenos días, papá —dijo Anthony cuando Alexander salió—. Hoy es el día de las galletas.

También se había olvidado de eso: cinco amigas de Tatiana del hospital iban a ir a hornear galletas para la Misión de Santa Mónica. Por la noche irían a la fiesta de Navidad de Shannon y Amanda; ¿estaría Johnny allí?

—No tardarán en llegar —anunció Tatiana, sin dirigirse directamente a él. Lo cierto es que iba casi desnudo; sólo llevaba sus calzoncillos ceñidos, similares a los que usaba en el Ejército Rojo. Los usaba porque a Tatiana le gustaba el aspecto que tenía con ellos, pero tal vez no aquel día, porque estaba de espaldas a él. Cuando se volvía para irse, oyó la voz de ella—: He encontrado tu ropa en la secadora —dijo Tatiana—. No sabía que supieras utilizar la lavadora y la secadora. Imagina mi sorpresa. Te la he doblado y te la he dejado en tu armario.

Poco a poco, Alexander se volvió hacia ella, que estaba frente a los fogones.

—Me la manché toda de cerveza —dijo, a modo de excusa barata.

«Póquer con Johnny hasta las seis de la mañana, hasta muy tarde, no quería decírtelo cuando estaba medio muerto, en la cama, no quería que te enfadaras por nada. Lo siento, lo siento, pensaba decírtelo… póquer con Johnny, hasta las seis de la mañana…».

Ella no le sirvió ningún café y él tuvo que servirse su taza, pero como había preparado huevos con beicon para ella y para Anthony, sí le sirvió unos cuantos a él y le puso el plato delante. No se hablaron, ni siquiera a través de Anthony. Alexander era incapaz de hablarle de naderías cuando había una bomba encima de su mesa a punto de estallar.

A mediodía llegaron las amigas de Tatiana y empezaron a elaborar las galletas, a comer, a reír y a leer libros de recetas. Los villancicos navideños seguían sonando y el ambiente era muy distendido. Anthony las ayudó un buen rato, Alexander desapareció en el cobertizo y luego él y Anthony salieron a practicar unos tiros a la canasta. Era un domingo de diciembre de Arizona y la temperatura era muy agradable, dieciséis grados.

Tatia, ¿te gustaría vivir en Arizona, la tierra de los escasos manantiales?

Alexander estaba fuera, recogiendo la pelota de entre los arbustos, y se descuidó un momento, se descuidó porque estaba consumido por lo imposible y tratando de no pensar en lo imposible, y no prestó atención, porque no vio los dos fragmentos de cholla que se habían desprendido del resto de la planta y que se acercaban rodando a la canasta. El cholla, al germinar, crece saltando y agarrándose a lo que tenga más cerca. Alexander estaba cerca. Recogió la pelota y el cholla se adhirió a sus palmas al instante. Centenares de púas finas como agujas le penetraron en la piel, la perforaron, la rompieron y se incrustaron en ella, escarbando en ella como animales malignos. Las palmas empezaron a hinchársele de inmediato. Se había acabado el partido de pelota.

Anthony corrió a la casa.

—¡Mamá! ¡Mamá! ¡Mira lo que ha hecho papá, mamá!

Tatiana llevaba las manos llenas de harina.

—¿Qué ha hecho ahora? —le dijo a Anthony, volviéndose para mirarlos.

—No es nada —dijo Alexander.

—Alexander, te sangran las manos. —Se pusieron de pie.

—Sólo ha sido un poco de cholla —repuso él—. No hay de qué preocuparse.

Las mujeres, todas enfermeras, dieron un respingo, se pusieron muy nerviosas y empezaron a moverse de acá para allá. Espoleadas por la ansiedad, empezaron a dar toda clase de consejos en una voz aguda y estridente.

—¡No, no, el cholla no!

—Las púas se caerán dentro de siete o diez días.

—¡Pero le provocarán una infección!

—¡Sí, pero es imposible extraérselas!

—¡Eso le arrancaría la piel a tiras!

—El cholla es como el alambre de espino. —Todas se lamentaron, y Tatiana fue la única que permaneció en silencio.

—Bueno, ¿y qué quieres hacer? —le dijo, mirándolo a la cara por primera vez ese domingo. Tenía los ojos del color verdemar del océano, y la mirada glacial—. ¿Quieres que te deje las púas? Se infectarán, pero se caerán dentro de una semana. O puedo sacártelas. Te dolerá y te arrancaré la piel de las palmas, pero al menos estarán fuera.

Anthony le estaba dando unas palmaditas en la espalda.

—Estás entre la espada y la pared —dijo—. Tal como tú dices, estás bien…

—¡Anthony!

—¿Qué?

Anthony era todo inocencia.

—Arráncamelas —le dijo Alexander a Tatiana.

Se sentó a la mesa y Tatiana extrajo su aguja anestésica, pero Alexander la rechazó. La anestesia que necesitaba no era para las palmas de sus manos.

—Si quieres que te haga esto —dijo ella—, deja que te duerma las manos.

—Tania —replicó Alexander—, me abriste un boquete en el hombro, una herida de metralla, sin anestesia. Estaré bien.

Sin más discusión, Tatiana guardó la aguja y empezó a colocarse los guantes quirúrgicos.

—De acuerdo, de acuerdo. —Alexander lanzó un suspiro—. Duérmeme las manos.

—Mamá —dijo Anthony—, ¿cómo es que te pones guantes? —Se rio—. ¿Tienes miedo de que papá te infecte?

Tatiana hizo una pausa un poco larga antes de contestar:

—Las púas se clavan en la piel. Necesitaré dos pares de guantes para protegerme, y aun así todavía no será suficiente.

Alexander fijó la mirada en sus manos ensangrentadas y entumecidas. Anthony se puso al lado de su padre y colocó el brazo sobre su hombro como muestra de apoyo. Cinco mujeres se dispusieron a observar todo el proceso, por encima del hombro de Alexander, por encima del de Tatiana, mientras ésta, con unas pinzas quirúrgicas, arrancaba las púas de cholla, como alambre de espino, de las palmas vueltas de él, dejando heridas supurantes.

Anthony, sin tan siquiera pestañear y sin apartar la mano del hombro de su padre, les dijo a las mujeres:

—¿Sabéis lo que dice mi padre del cholla?

—¡Anthony!

—¿Qué pasa? No, no, ésta es la versión más suave. —Anthony sonrió—. La primera vez que llegamos aquí, papá no sabía lo que era el cholla, pero lo aprendió enseguida, aunque nunca se había lastimado tanto como ahora. Así que empezó a decir: «Sé que no existe el infierno porque todos dicen que hace mucho calor en él. Bueno, pues que no me vengan con el calor porque yo soporto el calor todos los días. Ahora bien, si me dijeran que en el infierno hay chollas, entonces sí que los creería». ¿A que sí, papá?

—Bueno —contestó Alexander—, no lo llaman el cactus del infierno porque sí.

—Mamá dice —explicó Anthony, sonriéndole a su madre—, que el cholla está poseído por espíritus malignos.

—Bueno, cariño, no lo llaman el cactus del infierno porque sí —dijo Tatiana.

Las mujeres chasqueaban la lengua mientras Tatiana seguía arrancando las púas de las palmas de Alexander. En un momento dado tuvo que parar a taponar la copiosa hemorragia de sangre presionándole una gasa en las manos antes de continuar. Permanecieron sentados ese minuto, él mirándole la cabeza rubia trenzada y ella mirando la palma que sujetaba entre sus manos.

—Yo no podría, me resultaría imposible estar tan tranquila —dijo Carolyn, con un chasquido de admiración—. Si fuera mi Dan estaría hecha un manojo de nervios. Tania, ¿cómo consigues conservar la calma con tu propio marido?

Tatiana tenía la cabeza inclinada.

—No lo sé, Carolyn —dijo, sin ni siquiera levantar la vista—. La verdad es que no lo sé.

Alexander se estremeció.

—Papá, tienes las manos dormidas —señaló Anthony—. ¿Por qué te has estremecido? Mamá, a lo mejor deberías ponerle otra inyección.

—Tu padre necesita un trago de whisky, eso es lo que necesita —le dijo Carolyn, yendo a por la botella del armario—. Tania, ¿crees que si tuviera las manos más pequeñas no se le habrían clavado tantas púas?

—El cholla es el cholla —contestó Tatiana, apartando su mirada glacial de Alexander—. ¿Qué sabe el cholla de manos? —Una vez hubo acabado, le desinfectó las heridas con tintura de yodo, las cauterizó con nitrato de plata, las vendó con firmeza y dijo—: Ah, y de nada, por cierto.

Y Alexander volvió a estremecerse.

«Póquer con Johnny hasta las seis de la mañana, hasta muy tarde, no quería decírtelo cuando estaba medio muerto, en la cama, no quería que te enfadaras por nada. Lo siento, lo siento, pensaba decírtelo… póquer con Johnny, hasta las seis de la mañana…».

Deck the halls with boughs of holly[2].

Está tan guapa que a él le duele el corazón. Tiene la piel de porcelana, y para que haga juego con ella, se ha puesto una falda de tubo de color marfil, medias también de color marfil, y un suéter ajustado de cachemira del mismo color y de escote cuadrado. Es una auténtica entusiasta de los suéteres. Lleva el pelo rubio sujeto con alfileres pero suelto, de oro y fino. Debe de ser la única mujer de Estados Unidos con el pelo largo, sin cardar, sin rizos y sin laca. Huele a almizcle, a canela y a azúcar quemado, de las galletas que ha estado horneando, y lleva brillo en los labios.

Tis the season to be jolly[3].

Alexander se imagina la piel cremosa de marfil que hay encima de las medias de encaje. Esa noche, a pesar de que no se han hablado, a pesar de los pesares, cuando se detienen ante un semáforo, le desliza la mano vendada por debajo de la falda y la desplaza hasta colocarla debajo del liguero, para tocarle la adorada rendija desnuda de muslo con las puntas de los dedos. Tiene la piel fría. Están en la camioneta. Ella y Anthony comparten el asiento del pasajero. Tatiana iba a subirse después de Anthony, pero éste le ha dicho que no, que él no se subía en ningún vehículo antes que su madre, de modo que, «adelante, mamá, tú primero, como siempre». Así que ahora Tatiana está al lado de Alexander, inmóvil como un témpano de hielo. Tantos sentimientos golpean el pecho de Alexander, tantos remordimientos, que no tiene más remedio que apartar la mano.

Sigue conduciendo en silencio.

—¿Qué aspecto tengo? —pregunta ella.

Van de camino a la fiesta de Shannon y Amanda. Hay montones de fiestas en esas fechas, fiestas navideñas y alegres, una detrás de otra.

Alexander se pregunta si estará allí Johnny, lo necesita para hacerlo cómplice de su perfidia. No ha podido localizarlo por teléfono durante el día. Se pregunta si ganará puntos por haber mantenido limpia la camioneta. «Escucha, no dejé que se subiera una furcia a mi camioneta, en la que llevo a mi familia en noches como ésta; eso es bueno, ¿verdad? ¿Que haya guardado fidelidad con la camioneta? Porque eso es lo que quieres, que guarde fidelidad».

—Buen aspecto —acierta a contestar al fin, con las manos como garras alrededor del volante.

—No hagas caso a papá —dice Anthony—. Él nunca sabe lo que hay que decir. Vas a ser la mamá más guapa de toda la fiesta.

—Gracias, hijo.

—Anthony, voy a contarte algo —anuncia Alexander—. En 1941, cuando conocí a tu madre, acababa de cumplir los diecisiete años y trabajaba en la fábrica Kirov, la mayor instalación de fabricación de armamento de toda la Unión Soviética. ¿Sabes lo que llevaba? Una rebeca raída y marrón que era de su abuela. Estaba destrozada, llena de remiendos, y era dos tallas mayor que la suya. En el mes de junio, a pesar del calor, se ponía la falda negra de su hermana, mucho mayor que ella, de lana áspera. La falda le llegaba a las espinillas. Los leotardos negros de algodón, que también le iban demasiado grandes, le hacían bolsas alrededor de las botas marrones de trabajo. Llevaba las manos llenas de mugre negra, que nunca conseguía quitarse ni a tiros. Olía a gasolina y a nitrocelulosa porque había estado fabricando bombas y lanzallamas todo el día. Y aun así, yo iba cada día a recogerla y acompañarla a casa.

Anthony se echa a reír.

—En fin, que estabas loco por mamá entonces, y no creo que quieras que lleve leotardos negros con arrugas en los tobillos ni que huela a nitrocelulosa ahora, ¿verdad que no, papá?

—Lo que digo es que no importa, hijo.

Tatiana se abrazó a sí misma con fuerza y fijó la mirada delante. Anthony miró a su madre de repente, luego miró a su padre… y apartó la mirada. Todos se quedaron en silencio. Alexander pisó a fondo el acelerador. ¿Qué otra cosa podía hacer?

Una vez en casa de Shannon y Amanda, Tatiana se fue directamente con las mujeres a echar una mano en la cocina y empezó a sacar bandejas de comida, copas de vino y aperitivos. Hubo exclamaciones de asombro y admiración ante el relato de la hazaña de cierta esposa estoica que había arrancado púas de cholla de las manos de su marido.

—¿Y te han quedado destrozadas? —exclamó Shannon—. ¿Completamente destrozadas? Johnny, ven aquí a ver qué se ha hecho nuestro Alexander. ¡Madre mía, no va a poder sujetar un vaso de cerveza en varias semanas!

—Anda ya… —exclamó Johnny, bebiendo y sonriendo—. Ya será menos… ¿Ni siquiera un vaso de cerveza? ¿Y qué va a hacer los viernes por la noche?

Alexander, que precisamente sostenía un vaso de cerveza en ese momento, no dijo nada. Johnny se dirigió entonces a Tatiana.

—Hummm… Hola, señora Barrington. ¿Cómo está usted? —dijo con absoluta solemnidad—. Si me lo permite, esta noche está especialmente deslumbrante.

Johnny siempre hablaba con insulso acartonamiento cada vez que se dirigía a Tatiana. En cierta ocasión le había dicho a Alexander que ella lo aterrorizaba porque a pesar de todas las cosas amables, corteses y bonitas que intentaba decirle, de algún modo ella siempre parecía ver a través de él, siempre parecía descubrir al perfecto idiota que se ocultaba en su interior.

Alexander se había echado a reír.

—Ella no te considera un idiota —le había dicho—. No te habría contratado si ella pensase eso de ti. Sólo cree que eres un juerguista.

—Sí —había contestado Johnny—, juerguista en el sentido de idiota.

Así que esa noche, después de que le hubiese dedicado aquel cumplido, ella lo miró con asombrosa indiferencia y dijo:

—Gracias, Johnny. ¿Acabasteis muy tarde el viernes?

—No, señora, no demasiado tarde —contestó Johnny, mirando asustado a Alexander, como presintiendo ya que una vez más le había vuelto a tender una trampa y que lo iba a poner en evidencia como al perfecto idiota que era, sin saber que no era a él a quien Tatiana estaba tendiendo una trampa.

Y bueno, ahí acababa su coartada. Y era una lástima, porque la poesía del póquer era poesía de la buena, y la habría sabido recitar muy bien. Y ella le habría creído. Le habría creído porque quería creerle.

Le tocaba a Alexander mover ficha de nuevo.

Su siguiente ficha era Tyrone, el amigo verdaderamente juerguista de Johnny. Alexander diría que había ido con Tyrone a un club de striptease del centro. Que lo sentía mucho, muchísimo. No habría poesía esta vez. El club de striptease y Tyrone eran más que suficiente.

Tatiana no bailó con Alexander, no habló con él, no lo miró.

Él la observó desde cierta distancia. Cuando no estaba poniendo una cara sonriente para la alegre galería navideña, Anthony tenía razón, había algo extraño en su comportamiento. No parecía la misma de siempre.

La música estaba muy alta, Elvis Presley sonaba en la radio exhortando a los oyentes a que lo quisieran con ternura.

Nat King Cole interpretó algunas canciones de Navidad, cantó Unforgettable y luego Auld Lang Syne.

Nat King Cole interpretó Nature Boy.

Alexander estaba de pie en un rincón del salón, charlando con un grupo de amigos. Tatiana, con Anthony a su lado, estaba cerca de él.

—Eh, escucha, papá —lo llamó Anthony de repente—. Vuestra canción favorita.

Delante de ellos había una zona despejada del salón donde las parejas bailaban muy juntas. Las luces del árbol parpadeaban y las velas de Navidad ardían. Y Nat King Cole hablaba de amar y ser amado.

Alexander se dirigió hacia ella y le dijo:

—Vámonos a casa.

Le sostuvo el abrigo delante de Shannon y Amanda, quien le preguntó si todo iba bien, y Shannon lanzó a Alexander una mirada tensa.

—Todo va de maravilla —contestó Tatiana a sus anfitriones, sin el menor atisbo de sonrisa.

De camino a casa, fue Anthony quien rompió el silencio punzante empezando a cantar un villancico. Alexander inclinó el cuerpo hacia delante y lanzó a su hijo una mirada de soslayo, como diciéndole que dejase de cantar inmediatamente, y Anthony así lo hizo.

Alexander se quedó fuera, leyendo el periódico y fumando, tanto tiempo que se quedó dormido en el balancín. Se despertó congelado y con el cuerpo agarrotado, se metió en la cama y se tumbó junto a Tatiana. Recordó los tiempos en Lazarevo, cuando se tumbaban el uno al lado del otro frente al fuego, bajo las estrellas, buscando a Perseo en el firmamento. La familia de ella ya no estaba, la de él tampoco, y quince años y medio después, como en un milagro, como en un sueño, yacían tumbados el uno junto al otro en el hogar que habían formado ambos después de todo por lo que habían pasado, mientras ella dormía en camisón, seguramente con ropa interior y sujetador debajo, seguramente con un casco de acero y un chaleco antibalas incluso, y él no podía acercarse a ella unos centímetros para averiguarlo, pensando en todas las mentiras posibles para el viernes anterior y en todas las mentiras posibles para el siguiente miércoles.

Póquer con Johnny

hasta las seis de la mañana,

hasta muy tarde,

no quería decírtelo

cuando estaba medio muerto,

en la cama,

no quería que te enfadaras por nada.

Lo siento, lo siento,

pensaba decírtelo…

Me manché la ropa con cerveza,

el cholla no sabe nada.

Lo siento, lo siento,

pero Carmen me espera

en el Westin.

Póquer con Johnny

hasta las seis de la mañana.