La muchacha del asedio
La enfermera de guardia, la otra cara
Un viernes por la noche de diciembre de 1955, Alexander llegó a casa del trabajo con Anthony y vio que (¡oh, milagro!). Tatiana ya estaba en casa. No sólo estaba en casa sino que llevaba un suéter de algodón ajustado de color crema con una falda de tubo negra. La mesa estaba puesta, las velas encendidas, la música en marcha y el vino servido.
—¿A qué huele aquí; qué es ese olor tan estupendo? —preguntó Alexander al entrar, desconcertado.
—A relleno de puerros con beicon —contestó ella alegremente.
Tatiana se acercó a él y apretó el cuerpo íntimamente contra el suyo para servirle la comida en el plato. Había preparado un asado con patatas al horno y relleno de puerros y beicon crujiente que a Alexander le pareció exquisito.
—¿Qué lleva? —Quiso saber él.
—Puerros y beicon —respondió Tatiana, riendo—. También dados de pan tostado, hecho con estas manitas.
—No esperaba menos.
—Unas cuantas zanahorias, algo de ajo, un poco de mantequilla, caldo de pollo, un poco de leche, todo guisado durante una hora aproximadamente. Me alegro mucho de que te guste, amor mío.
¿Amor mío?
De postre les preparó bollos de crema con salsa de chocolate y té negro ruso. Alexander estaba tan lleno que no podía moverse de la mesa.
—Sea lo que sea lo que hayas hecho, papá, tienes que hacerlo más a menudo. Mamá, esto estaba delicioso.
—Gracias, hijo.
Tatiana y Anthony estaban recogiendo los platos cuando Alexander preguntó:
—¿Y qué es exactamente eso que he hecho que ha sido tan maravilloso?
Y con los platos aún en la mano, Tatiana contestó:
—Tengo que daros una noticia, chicos. A ver si lo adivináis.
Alexander contuvo la respiración. «Por favor —pensó—, por favor… que sea… que sea…».
—¡Me han ascendido!
Alexander soltó el aire.
—¿Qué?
—¡Shura, me han hecho jefe de enfermeras de Urgencias! —Alexander siguió sentado en silencio. Anthony se levantó.
—Eso es estupendo, mamá —dijo, mirando a su padre—. Enhorabuena.
Alexander no dijo nada. Ahora entendía lo del suéter ceñido y el relleno de puerros.
—¿No te alegras por mí? —dijo ella, frunciendo levemente el ceño—. Me han dado un aumento.
—¿Ya has aceptado?
Tatiana tartamudeó al hablar.
—He dicho que tenía que hablarlo con mi marido, pero…
Asintiendo con la cabeza, Alexander la interrumpió.
—Muy bien, pues hablémoslo. —Miró a Anthony—. Pero ahora no, luego.
Anthony apartó la mirada. Más tarde, en la terraza de fuera, mantuvieron esa conversación.
—Cariño, un aumento, ¿a que es maravilloso?
—Sí, fantástico —dijo Alexander, fumando y sin mirarla a la cara—. Siete mil dólares. Tania, nuestros beneficios de la empresa el año pasado, después de pagar todos los gastos y los salarios, fueron de noventa y dos mil dólares. El negocio va viento en popa. Apenas si damos abasto a la demanda que tenemos. Nuestras tierras valen ahora diez mil dólares el acre. Eso son casi un millón de dólares, por si de repente se te han olvidado tus conocimientos de aritmética. Así que me alegro mucho por tu aumento de sueldo, pero… vamos a poner un poco de perspectiva en todo esto. —Alexander hizo una pausa—. Ese aumento, ¿viene acompañado de otro aumento en horas de trabajo?
—Sólo un turno más, cariño.
Alexander esperó a que siguiese hablando.
—Son sólo cuatro días a la semana. Tú trabajas seis días.
—Ya sé cuántos días trabajo, Tatiana —dijo—. ¿Cuándo va a ser ese turno extra?
Tatiana sufrió un ataque de tos y dejó de mirarlo directamente.
—Trabajaría los lunes, miércoles y jueves… y el viernes, de siete a siete, de siete… —Tatiana se interrumpió y añadió en voz muy baja—: El turno de noche.
—No te he oído —dijo Alexander—. ¿Qué has dicho?
—El turno de noche. De las siete de la noche del viernes a las siete de la mañana del sábado. —Debió de ver la expresión del rostro de su marido, porque se apresuró a añadir—: Pero estaré aquí el sábado con Anthony, como siempre. Y ya sé que tienes que ir a Yuma, pero tú y Anthony podéis pasar a recogerme por el hospital el sábado por la mañana y saldremos directamente desde allí. Yo dormiré en la camioneta. Estaré bien, de verdad. Ya verás como encontraremos una solución para todo. Lo siento, pero como jefe de enfermeras del servicio de urgencias tengo que trabajar la noche más agitada de la semana. Es una gran responsabilidad. —Él seguía fumando sin decir nada. Tatiana se acercó a él—. Tendré los martes libres, y los sábados y los domingos. Todas las demás enfermeras tienen que trabajar al menos un día del fin de semana…
—Ya desapareces de esta casa —la interrumpió Alexander—, ya dejas a tu familia catorce horas al día, tres días a la semana. Son cuarenta y dos horas que no pasas en esta casa. El miércoles llegaste casi a las ocho y media.
—Iris llegó tarde —dijo Tatiana a modo de excusa.
—Y ahora quieres desaparecer toda la noche —continuó él—, quieres desaparecer de la casa una noche entera a la semana… Yo no fui ni una sola vez a Las Vegas sin ti. No fui a Washington por Richter. No voy a Yuma ni a cualquier otra parte que me aleje de tu cama una sola noche ocasional… ¿y tú quieres trabajar de noche en ese hospital de mierda, todas las semanas, cincuenta y dos semanas, para siempre?
—Amor mío —dijo Tatiana en tono suplicante—, ¿qué puedo hacer? —Le tocó el brazo y él se apartó de malos modos. Tatiana se levantó para mirarlo de frente—. Ya sé que no te gusta mi trabajo —le dijo—. Nunca te ha gustado, pero esto es lo que hago; esto es lo que soy. Tengo que trabajar…
—Y una mierda. Trabajas porque tú quieres.
—¡Por nosotros!
—No, Tatiana, por ti.
—Bueno, ¿y tú por quién trabajas? ¿No trabajas por ti?
—No —contestó Alexander—. Yo trabajo por ti. Trabajo para poder construirte una casa que te complazca. Trabajo muy duro para que tú no tengas que hacerlo, porque tu vida ya ha sido bastante dura. Trabajo para que puedas quedarte embarazada, para que puedas cocinar, ir aquí y allá, recoger a Anthony de la escuela y llevarlo a baloncesto y a clases de guitarra y de ajedrez y dejar que tenga su propio grupo de música rock en nuestro nuevo garaje con Serge y Mary, y para que cultives las flores del desierto en nuestro jardín… Trabajo para que puedas comprarte lo que quieras, todos los zapatos de tacón, y la ropa ajustada y las batidoras de cocina que te dé la gana. Para que puedas celebrar reuniones Tupperware y hornear pasteles y ponerte guantes blancos para ir a almorzar con tus amigas. Para que puedas hacer pan todos los días para tu familia. Para que no tengas otra cosa que hacer más que cocinar y hacerle el amor a tu marido. Trabajo para que puedas tener una vida color de rosa. Desde mi primera langosta en Deer Isle, hasta el último ladrillo de Scottsdale, pasando por cada paseo en barco en Coconut Grove, eso es lo que hago. ¿Qué haces tú, Tatiana?
Profundamente entristecida, dio un paso hacia él y luego se detuvo y abrió las manos con gesto impotente cuando Alexander le volvió la cara.
—Amor mío —le dijo—, por favor… No puedo dejar mi trabajo.
—¿Por qué no? La gente deja su trabajo todos los días.
—Sí, otra gente —dijo ella—. Pero demasiada gente depende de mí, tú lo sabes.
—Sí, y tu marido y tu hijo también dependen de ti, Tania. Los niños que no tienes también dependen de ti.
—Lo siento —le susurró, apretando los puños contra el vientre—. Ya lo sé… pero me quedaré embarazada, ya lo verás, es sólo cuestión de tiempo.
—Hace ya casi diez años que he vuelto —le espetó él—. Y el tiempo sigue pasando, tictac… —Con piernas trémulas, Tatiana se apartó de él. Alexander se levantó de pronto—. Muy bien, voy a decirte lo que pienso. Esto es lo que pienso —dijo con amargura—: déjalo o no lo dejes, acepta o no ese ascenso, pero si aceptas ese turno de noche, y escucha con atención lo que te digo, al final, no sé cómo ni cuándo, pero lo lamentaremos.
Y sin decir una palabra más, entró en la casa.
Más tarde, en la cama, Alexander dejó que le besara las manos. Estaba tumbado de espaldas, y Tatiana se acercó a él reptando desnuda, hasta arrodillarse a su lado. Tomó sus manos entre las de ella y fue besándolas muy despacio, dedo por dedo, nudillo por nudillo, presionándolas contra sus senos temblorosos, pero cuando abrió la boca para hablar, Alexander apartó la mano.
—Sé lo que estás a punto de hacer —dijo—. Lo he visto miles de veces. Adelante, tócame, acaríciame, dime cosas al oído. Dime primero que ya no ves mis cicatrices y luego convénceme. Siempre lo haces, siempre logras convencerme de que sea cual sea el plan que tienes, aunque sea una locura, es siempre lo mejor para ti y para mí —dijo—. Ya se trate de volver a Leningrado en pleno asedio, de escapar a Suecia, a Finlandia, de huir a Berlín, el turno de noche… Ya sé lo que viene a continuación. Adelante, yo me conformaré sin dudarlo. ¿Quieres intentar que me conforme con tu idea de quedarte en Leningrado cuando te digo que para salvar esa cabeza tan dura que tienes no te queda más remedio que volver a Lazarevo? ¿Quieres convencerme de que escapar por territorio enemigo a través de los pantanos helados de Finlandia estando embarazada es la única salida que tenemos? Por favor… ¿Quieres decirme que trabajar todos los viernes por la noche sin dormir conmigo aquí, a mi lado, es lo mejor para nuestra familia? Inténtalo. Sé que al final lo conseguirás. —Miraba fijamente la melena rubia de su cabeza gacha—. Y aunque no lo consigas —siguió diciendo—, sé que al final vas a hacer lo que tú quieras. Yo no quiero que aceptes ese ascenso. Sabes que lo que deberías hacer es renunciar, y no trabajar en el turno de noche. Te estoy diciendo que el camino que estás tomando nos va a llevar a la ruina y a la discordia, y no a una vida feliz y armoniosa. Pero depende de ti, tú decides. Eso te define, como enfermera, como mujer, como esposa: servidumbre fingida. Pero tú a mí no me engañas, ambos sabemos de qué estás hecha por debajo de esa piel de terciopelo: de acero y hierro.
Como Tatiana no dijo nada, Alexander la atrajo hacia sí y la hizo tumbarse sobre su pecho.
—Me diste demasiado margen con Balkman —dijo, besándole la frente—. Mantuviste la boca cerrada demasiado tiempo, pero he aprendido de tu error. Yo no pienso mantener cerrada la mía, te lo digo desde el principio: tu decisión no es acertada. No estás previendo el futuro. Pero tú sabrás lo que haces.
Arrodillándose junto a él, Tatiana lo sujetó con la palma de una mano a la altura de la entrepierna, acariciándolo con suavidad, mientras con la otra mano le daba masajes hacia delante y hacia atrás.
—Sí —dijo él, entrelazando las manos por detrás de la cabeza y cerrando los ojos—. Ya sabes que eso me encanta, tus caricias enloquecedoras. Estoy en tus reconfortantes manos.
Lo besó y le susurró cosas al oído, y le dijo que ya no veía sus cicatrices, y si no logró convencerlo, al menos logró que se olvidase de todo durante las siguientes horas de oscuridad nocturna.
Tatiana aceptó su nuevo puesto y el dinero de Alexander fue al banco. Vivían del sueldo de ella y con eso tenían de sobra. De hecho, no tenían en qué gastarlo. Lo cierto es que Alexander le compró un coche nuevo a Tatiana. Ella quería algo deportivo, así que le compró un Ford Thunderbird rojo que acababa de salir al mercado y que hacía auténtico furor, para que su mujer pudiese sentir el viento en la cara y en su cofia de enfermera cuando salía volando al hospital a trabajar en su turno de noche de los viernes.
Gastaban el dinero en ropa y zapatos. Con su espléndida figura, Tatiana compraba vestidos de diseñador, lo último en pantalones pirata, zapatos de tacón de aguja y ropa interior de seda. Le compraba a Alexander ropa informal, camisas de rayón, calzoncillos largos y jerséis, y trajes que no eran de franela gris sino de lino y algodón, para que cuando saliese sin ella a tomar una copa los viernes por la noche estuviese deslumbrante.
Anthony era el chico mejor vestido de toda la escuela. El más elegante, el más alto, el más fuerte, el más atlético y el más guapo de todo Phoenix. No había nada que Anthony no pudiese hacer. Tras haber aprendido de su propia experiencia, Alexander trató de imprimir en su hijo desquiciantemente bueno y confiado cierto carácter reservado y circunspecto, y lo animó a conservar cierto aire de seguridad en sí mismo cuando de las relaciones con el sexo opuesto se trataba. Sentía bastante ansiedad con respecto al futuro de Anthony, pues el terreno de juego era bastante irregular.
La familia de Alexander se paseaba por las calles de la ciudad con aire resplandeciente, impolutos, con estilo. Marido e hijo bronceados, morenos y musculosos, el uno la versión en miniatura del otro, con la ropa perfectamente planchada, sin una sola arruga. Y qué decir de ella… Menuda pero inmensa con sus tacones, todavía llena de pecas, rubia y bien dotada, arrebatadora aún, siempre del brazo de su marido. Las familias con hijos para las que Alexander había construido casas los paraban en la calle principal, cerca de la escuela, estrechaban la mano de él, le ofrecían habanos, una copa, pequeños obsequios, al tiempo que le expresaban lo mucho que les gustaba su nuevo hogar, su admiración por el trabajo que había llevado a cabo en sus casas.
Y una vez, un hombre algo mayor se puso de rodillas, aunque no delante de Alexander, y se echó a llorar y dijo: «Yo la conozco. La reconocería en cualquier sitio. Gracias por salvar a mi hijita».
Habían pasado varios meses desde que Alexander y Tatiana hablaron por última vez de construir la casa. Tal vez varios meses era quedarse muy corto.
Habían pasado varios meses desde que hablaron por última vez de tener otro hijo. Tal vez varios meses era quedarse muy corto.
Estaban muy, pero que muy ocupados.
Alexander no sabía decir cuándo había tenido lugar el cambio, porque todo había sido muy paulatino, como el lento desgaste de la costa, como la suave erosión de las dunas. Pasaban los años sin que nadie se diera cuenta, y de repente, al mirar, las dunas habían desaparecido; pero un día, al asomarse al armario y ver el uniforme blanco de enfermera de ella, Alexander no sólo no sintió el menor vestigio de excitación, sino que percibió claramente en el pecho una mezcla fría de ira y rechazo.
La cocinera rusa
Los viernes por la noche Alexander cuidaba de Anthony, pero el chico se fue haciendo mayor, cada vez era más autosuficiente y a menudo prefería salir con sus amigos. Alexander también empezó a salir con sus amigos, a tomar una copa o a ir a casa de Johnny a jugar al póquer. Joven y soltero, alegre y con grandes niveles de testosterona en el cuerpo, Johnny era su último capataz. El negocio era muy exigente y después de trabajar duro, a Johnny le gustaba relajarse de verdad. Shannon y Skip, que jugaban al póquer con ellos, tenían que estar de vuelta en casa a medianoche, pero Johnny no tenía que estar en ninguna parte a ninguna hora, así que él y Alexander salían con una pandilla de sus antiguos amigos.
Los viernes, Alexander podía volver a casa a medianoche, a las dos, a las tres, y una vez fue a un club de striptease del centro en compañía del bueno de Johnny y su amigo Tyrone y volvió a casa a las cuatro y media (no eran las cinco y ocho minutos pero sí muy tarde), y completamente borracho. En la casa reinaba el silencio. Anthony estaba en casa de Francesca. Nadie sabía a qué hora había vuelto a casa, a nadie le importaba. No pasaba nada. No había una sola voz en el desierto que llorase, que se enfadase, que dijese: «Cariño, ¿sabes qué hora es? ¿Dónde has estado? Por favor, no salgas hasta tan tarde. Te estoy esperando entre las sábanas cálidas de nuestra cama. Te esperé en Coconut Grove, y en Bethel Island, y también te he esperado en esta casa, inclinándome por encima de la mesa con mi bata de seda, deliciosa y sin nada debajo». Pero eso era antes; ahora, lo único que recibía Alexander todos los sábados por la mañana a las ocho era la caricia de la manita de Tatiana en su cabeza, sus labios en la mejilla, murmurándole: «Marido mío, despierta… Son las ocho, tienes que irte a trabajar. Venga, dormilón. ¿Lo pasaste bien anoche con esos amigotes tuyos?».
A principios del verano de 1956, Shannon y Alexander estaban bebiendo a solas en el Maloney’s de Stetson. Skip había discutido con Karen, su mujer, que estaba embarazada, y en ese momento estaban haciendo las paces. Phil nunca iba a tomar una copa sin Sharon y Johnny había salido en busca de nuevas féminas a otros territorios. Alexander y Shannon hablaron de la malísima temporada de los Red Sox, de la bomba de plutonio, de la posibilidad de incluir refugios atómicos en las casas de nueva construcción, y de Israel, Egipto y el conflicto de Suez. Charlaron sobre las elecciones presidenciales y sobre si Adlai Stevenson tenía alguna posibilidad de derrotar a Eisenhower. Hablaron de la guerra civil que se había desatado en Indochina tras la derrota de los franceses… pero Alexander advirtió que a Shannon le preocupaba algo. Cuando al fin le preguntó si todo iba bien, Shannon eludió hablar del asunto, pero al final, hacia la medianoche, cuando tenía que irse a casa, le soltó que, sencillamente, no sabía cómo iba a seguir siendo monógamo el resto de su vida.
—Joder, es que… —dijo Shannon—, no te creerías las excusas tan rocambolescas que llega a darme para que no lo hagamos. Y eso que sólo hace tres años que nos casamos. Alexander, te juro que algunas no las había oído nunca. Dice que después no consigue conciliar el sueño y al día siguiente no rinde en sus tareas diarias, ¿no te parece increíble? «Si me contratas a una asistenta me acostaré contigo», me dice. Y yo le digo: «¿Y por qué no me acuesto con la asistenta y ya está?».
—Bien dicho —comentó Alexander—. Seguro que eso le sentó muy bien.
Shannon continuó hablando muy encendido.
—O me dice: «¿Cómo puedes pensar en el sexo? ¿Es que no has leído lo que está pasando en el canal de Suez?». ¡Alexander! ¿No puedo echar un polvo porque hay conflictos en Oriente Próximo? Si la paz en esa región fuese un criterio para practicar el sexo, ¡se extinguiría la raza humana!
Alexander se echó a reír.
Shannon, que a todas luces necesitaba desahogarse y era incapaz de hacerlo delante de otros hombres, le contó a Alexander en un torrente de palabras que sus relaciones matrimoniales no sólo se habían vuelto más esporádicas, sino que lo que quedaba de ellas era tan rudimentario que casi se asemejaban a una masturbación.
—Me dice: «Mañana tengo que levantarme temprano para cuidar de tus hijos. ¿Puedes acabar cuanto antes, por favor? No te preocupes por mí, preocúpate sólo por ti. Estoy bien, no necesito nada».
—Bueno, pues Amanda es una esposa muy considerada —dijo Alexander—. No sé de qué te quejas.
Shannon le contó que se sentía cada vez más atraído por otras mujeres, que se excitaba al ver a perfectas desconocidas por la calle. No dejaba de tener fantasías con las esposas de otros que venían a las reuniones en su casa, las que acudían a las obras a ver el estado en que se encontraban sus casas. Fantaseaba con las dependientas, con las bibliotecarias, con otras madres con niños pequeños…
—Básicamente, con cualquiera que lleve faldas —dijo Shannon y, acto seguido, se apresuró a añadir—: Pero no con enfermeras, eso no, nunca. Eso me quita las ganas, completamente. Puaj… Para mí son como si fueran hombres.
—Muy bien, sargento. —Con una sonrisa de aprobación, Alexander dio a Shannon una palmadita en la espalda y lo invitó a otra copa—. No sé qué decirte, amigo mío. Estás jodido.
—Y que lo digas. Pero te lo advierto, te vas a quedar sin capataz muy pronto, porque a este paso me van a detener por la clase de pensamientos obscenos tan gráficos que tengo sobre otras mujeres. Todas con esos sostenes acabados en punta y esos suéteres tan ceñidos… con las faldas de vuelo y esas medias con costuras… Me paso el día soñando con ligueros y combinaciones… —Shannon hizo una pausa y bajó la voz—. Hasta con las fajas…
—¡No, por favor! —exclamó Alexander—. ¡Con eso no! Nunca en toda la historia de la moda femenina se había inventado algo peor.
El liguero, con sus medias de nailon, los corpiños de raso, rendijas de muslos, atisbos de bragas y de la promesa de alcanzar el cielo… todo eso estaba en un pedestal real, pero la faja era algo sencillamente horroroso. Tania no tenía ninguna.
—¿De veras te lo parece? —dijo Shannon, restregándose la cara sonrojada—. Pues a mí me parecen de lo más seductoras. ¿Ves ahora la gravedad?
—Lo veo, lo veo. Es muy grave, verdaderamente.
—¿Cómo lo consigues tú, Alexander? ¿Cómo consigues no perder el juicio? Te pasas el día rodeado de un enjambre de mujeres. Siempre las tratas con actitud distante, pero yo las veo intentando coquetear contigo. ¿Es que no te das cuenta? ¿Y no te parecen atractivas?
—Pues claro que me doy cuenta, es inevitable —respondió Alexander—. Pero conmigo no es lo mismo, Shannon. Yo fui muy listo, ¿sabes? Verás, yo ya salí con todas, sin ligueros, antes de casarme. Y ahora que estoy casado, no necesito el sexo.
Esbozó una enorme sonrisa.
La boca ebria de Shannon se abrió en un círculo perfecto de asombro.
—¿Me tomas el pelo?
—Sí —contestó Alexander, con el semblante muy serio, y ambos se echaron a reír y entrechocaron las copas y brindaron.
Shannon dijo que ya no podía seguir haciendo caso omiso de lo aburridas que se habían convertido las sesiones de cama de su matrimonio.
—¿Es así como va a ser siempre? ¿El resto de mis días? ¿Es ése todo el sexo del que voy a disfrutar, una vez por semana y gracias?
—¿Y por qué no pensaste en eso antes de casarte con ella?
—¡Amanda era una diosa del sexo antes de casarme con ella! Primero me atrapó y luego me dijo que se acabó lo que se daba.
—Ya lo creo, amigo mío, ya lo creo…
Steve Balkman ya lo había augurado, eso era cierto, pensó Alexander. Había dicho que Amanda sólo fingía disfrutar del sexo para casarse con él. Y pensar que aquel malnacido tenía razón en todo…
—Alexander… —preguntó Shannon con cuidado—, ¿Tania nunca te ha engatusado a ti con eso?
Alexander lo meditó antes de contestar.
—Todavía no —dijo al fin—. Pero algunas mujeres son un completo misterio. ¿Quién sabe qué vendrá luego?
—¿Ella es un misterio para ti?
—Sí —contestó Alexander—. Un completo misterio.
—¿Y cómo consigues controlar lo otro?
—¿Qué es lo otro?
—Ya sabes… lo de una sola mujer. —Shannon se esforzó por encontrar las palabras adecuadas—. Me refiero a que… ya sé que te gusta el bistec, ¿y a quién no? El solomillo de ternera es exquisito, pero… ¿todas las noches? ¿De vez en cuando no te apetece salir a probar una buena hamburguesa de las de antes?
Alexander frotaba el vaso de cerveza con aire pensativo.
—Creo que el truco está —dijo al final— en casarte con una mujer que sepa cocinar una amplia variedad de opciones del menú para que no tengas que salir a comer fuera. Porque tienes razón. De vez en cuando, lo único que hace falta es un pequeño tentempié norteamericano. Pero a veces quieres una cena rusa completa con postre y todo.
—¡Exacto! —dijo Shannon—. Y yo he estado en vuestra casa. Tania es muy buena cocinera. —Alexander asintió y se encendió un cigarrillo—. Y sabe hacer de todo. Nos preparó fajitas, lasaña y algo de comida rusa… ¡Ah! Esos blinchiki estaban buenísimos…
—Sí, los blinchiki son su especialidad rusa —convino Alexander—. Sólo los prepara en ocasiones especiales. Pero ¿qué me dices de esos increíbles boniatos con ron y malvavisco que preparó para Acción de Gracias? Ah, y no te olvides del plátano macho. Cuando vivíamos en Coconut Grove, todo lo cocinaba con plátano macho. No comí nada más que plátanos todos los días, preparados de todas las formas imaginables, durante meses. —Alexander sonrió y dio una honda calada al cigarrillo—. También hace pasteles.
—Sí, prepara las tartas de vainilla, los merengues de limón y los bollos de crema más deliciosos que he probado en mi vida.
—Shannon, deja ya de pensar en las dotes culinarias de mi mujer.
Se quedaron con la mirada perdida en sus cervezas.
—Creo que tengo hambre —dijo Shannon—. Hemos bebido mucho pero no hemos comido nada. ¿Quieres pedir algo?
Miraron a su alrededor. Sólo había unos cuantos clientes sentados en las sillas, casi todos hombres.
—Esperaré a llegar a casa —contestó Alexander, volviéndose hacia su vaso—. Sé que me ha dejado algo en la parte más fría de la nevera.
Shannon miró fijamente a Alexander.
—Oye, ¿y por qué no le dices que no quieres que trabaje más? Es muy sencillo.
Sin levantar la mirada del vaso, Alexander tardó unos minutos en contestar.
—Shannon —dijo al fin—, el algoritmo tridimensional del divide y vencerás de por qué Tatiana sigue trabajando es demasiado complicado para poder explicártelo después de beberme seis puñeteras cervezas. Dejémoslo.
—Hummm… Sí, creo que será lo mejor —murmuró un aturdido y borracho Shannon.
Ese domingo todos fueron a una barbacoa a su casa; Tatiana sacó una bandeja de comida al patio y preguntó:
—Shannon, ¿qué te apetece? Aquí traigo algo de lomo, pero también hay hamburguesas en la parrilla si te apetecen.
La mirada horrorizada de Shannon fue de Tatiana a Alexander, quien mantuvo la boca cerrada y muy apretada para contener la risa. Ella no movió un solo músculo de la cara.
Alexander la siguió a la barbacoa y le susurró, inclinándose para hablarle al oído:
—Eres muy, muy mala. Nunca volverá a contarme nada.
Tatiana se volvió hacia él y le dio una bandeja con hamburguesas y panecillos tostados.
—Soy muy, muy buena —replicó ella—. Dile a Shannon que cuando tú tienes hambre, yo te doy de comer.
Shannon come al fin
Unos meses después, Amanda llamó a Tatiana al hospital y le preguntó si podía verla. El primer impulso de Tatiana fue decirle que no; tenía demasiado trabajo para quedar y estar de cháchara con ella, y que los cuarenta y cinco minutos libres que tenía a mediodía los reservaba para estar a solas o sentarse con las demás enfermeras o los médicos de guardia. Sin embargo, Amanda parecía tan desesperada por teléfono que Tatiana no pudo negarse. Quedaron en un pequeño restaurante cerca del hospital. Amanda trajo consigo al bebé, que dormía en su cochecito, y dejó al otro pequeño al cuidado de la abuela. Amanda sólo pidió café. Tatiana pidió un bocadillo de beicon, tomate y lechuga y se fijó en los ojos hinchados de su amiga, en el rostro sin maquillar y el pelo despeinado.
—Si te lo cuento, no te lo vas a creer.
—Cuéntamelo.
—Shannon tiene una amante.
Amanda se echó a llorar.
—¡No puede ser! ¡Shannon no!
—Sí. Encontré el recibo de una habitación de hotel en el bolsillo de sus pantalones cuando le hacía la colada. ¡Durante el día, Tatiana! ¿Lo entiendes?
Tatiana guardó silencio.
—¿Le estabas haciendo la colada durante el día?
—¡En horas de trabajo! Se supone que tiene que estar trabajando en la obra, y en vez de eso… ¡mira!
Amanda le enseñó un recibo del Westward Ho.
—Ese hotel es una pesadilla —dijo Tatiana, meneando la cabeza—. ¿Qué te dije? No me gustó desde el principio. Lo acechan espíritus malignos.
—Dirías que un hombre como él habría tenido mucho más cuidado. —Amanda se sorbió la nariz—. Pero creo que quería que yo me enterara, ¿sabes? Quería que yo lo supiera.
Tatiana tomó a Amanda de la mano. Ésta no iba a probar bocado. Tatiana tenía hambre, pero Amanda estaba llorando. A Tatiana le pareció de mal gusto ponerse a hincarle el diente a su bocadillo cuando su amiga estaba pasando por un momento tan malo. No dejaba de murmurar «Mmm…», para consolarla, sin dejar de mirar de reojo el beicon, el tomate y la lechuga en el pan blanco.
—No sé qué hacer —dijo Amanda, secándose las lágrimas—. ¿Qué harías tú?
—¿Qué quiere hacer Shannon? —preguntó una evasiva Tatiana. No creía que Amanda estuviese preparada para oír lo que haría Tatiana—. ¿Qué dijo él cuando le pediste explicaciones?
—¿Sabes lo que dijo? —exclamó Amanda, indignada—. Dijo que si le había echado un vistazo a nuestro matrimonio últimamente. Dijo que entre nosotros lo doy todo por sentado, que ya no hago ningún esfuerzo por seducirlo, que no me arreglo ni me maquillo, y que ya nunca quiero… ya sabes… hacerlo. ¡Y que cuando lo hacemos ya no es como antes!
—¡Dios mío! —dijo Tatiana—. No ha podido decir eso. Bueno, ¿y le dijiste que eso no es verdad?
—¡No! —Amanda se echó a llorar—. ¡Porque es verdad! Ya no me arreglo ni me maquillo. Ya no quiero acostarme con él. Estoy cansada, estoy ocupada, quiero leer un libro, tengo mil cosas en que pensar y no puedo apartarlas de mi cabeza. Pero él quiere sexo a todas horas… ¡Quiere hacerlo todos los fines de semana! ¡Todos sin excepción! Por el amor de Dios, yo no soy ninguna puta, Tatiana. No puedo hacerlo todos los fines de semana. Ahora tengo responsabilidades, soy madre, soy esposa… Tengo que llevar una casa, tengo que limpiarla. Tengo dos hijos que criar. Le dije que estaba siendo muy poco razonable y muy exigente, y él me contestó que era culpa mía que haya acabado yendo al Ho porque me meto en la cama con el pijama, ¿no es increíble?
—Es increíble —dijo Tatiana—. ¿Te acuestas con el pijama?
—Necesito que me lo digas. Tú y Alexander… El vuestro es un matrimonio perfecto. ¿Está siendo Shannon poco razonable?
Tania carraspeó.
—Escucha, ya te lo he dicho otras veces: todas las relaciones son diferentes. Lo que es bueno para una pareja puede no serlo para otra. Tienes que encontrar tu propia manera de hacer las cosas, un lugar en el que te sientas cómoda.
—Shannon dice que el sexo forma parte del acuerdo del matrimonio. ¡Dice que es mi obligación como su mujer! ¿No te parece ridículo? —Tatiana no respondió—. ¿Tania?
Ésta desvió un poco el tema.
—Ahora estás enfadada. Piénsalo con calma, decide qué es lo que estás dispuesta a hacer y tómalo como punto de partida. —Hizo una pausa—. Pero Amanda, Shannon tiene razón. El cuánto, el cuándo y el cómo es lo que tienes que acabar de decidir y pactar, pero no hay ninguna duda de que el matrimonio debe proporcionar lo único que no proporciona ninguna otra clase de relación.
—¿Eso crees? —Amanda frunció el ceño con expresión escéptica.
—Es indiscutible.
—Ya. Pero… ¡cada maldita semana!
—Como ya he dicho, sois vosotros quienes decidís lo que es razonable.
—Pero ¿tú qué crees? ¿Es razonable que sea tan exigente?
—La verdad es que no lo sé, Amanda, cielo —dijo Tatiana—. Y no te engañes, mi matrimonio no es perfecto. Es como es; como la vida misma. Sí, es cierto, he tenido suerte, pero también ha habido momentos de mucha amargura. —Apartó la vista un momento—. Pero nos entendemos en muchos aspectos.
—¿Una vez a la semana es demasiado?
Tatiana eludió su mirada y su respuesta.
—No sé qué decirte. Evidentemente, para ti lo es. —¡Una vez a la semana! Oía la voz de Alexander en su cabeza: «¡Pijama en la cama, una sola vez a la semana!». ¿Qué hombre sería capaz de aguantar eso?—. Pero también es evidente que no lo es para Shannon.
Tatiana y Amanda se quedaron en silencio unos minutos.
—¿Qué hago, Tania? —preguntó Amanda en voz baja—. No quiero que mi matrimonio fracase. He querido casarme tanto tiempo…
—¿Sabes qué? Deja que hable con… vayamos pasito a pasito.
—¿Qué crees tú que debería hacer?
—Yo no me pondría el pijama para meterme en la cama con él, Amanda.
Conversación de bautizo
Shannon no abandonó a Amanda. Consiguieron solucionarlo de algún modo: ella se puso un camisón en lugar de un pijama, se quedó embarazada enseguida y tuvieron otro hijo.
Tatiana, Alexander y Anthony fueron invitados al bautizo en junio de 1957. Para su disgusto, pusieron a Anthony a cargo de siete niños menores de cinco años. Su padre le aconsejó que fuese muy estricto.
Amanda le preguntó a Alexander si quería sostener en brazos a su niña recién nacida, a la que acababan de bautizar. Él rehusó delicadamente.
—No tengas miedo —dijo Amanda—, no va a romperse.
Mientras tocaba la cabeza del bebé, Alexander rehusó otra vez.
Tatiana corrió a su lado, lo apartó de allí y desvió su atención hacia alguna insignificancia del bufé. Amanda no podía saber que el marido de Tatiana no había sostenido un bebé en brazos en toda su vida.
Después de cenar, los adultos estaban sentados en el salón de Shannon tomando café y pasteles cuando la mujer de Skip, Karen, dijo:
—¿Sabéis que aparte de nuestra Tania, no conozco a ninguna otra mujer que trabaje fuera de casa?
Las mujeres de la mesa la secundaron con un coro de murmullos. Los hombres miraron primero a Alexander y luego a sus tenedores sucios. Tatiana miró a Alexander, sentado frente a ella, y éste le respondió con una mirada muy elocuente, como diciendo: «¿Qué? ¿Te atreves con ésta?».
«Muy bien, Shura —pensó ella—. Me atrevo con ésta».
—Verás, Karen —empezó a decir, soltando el tenedor y juntando las manos—, me consta que no soy la única enfermera del hospital. Hay otras 194 enfermeras, todas mujeres. Y las maestras de Anthony, todas mujeres. Las bibliotecarias, mujeres. Ah, y esas dependientas tan esbeltas que te venden cosméticos en Macy’s, mujeres también. Puede que no conozcas a ninguna mujer que trabaje fuera de casa porque están demasiado ocupadas trabajando.
Se oyó el ruido tintineante de las tazas, seguido de un embarazoso silencio. Todos fingían estar absortos en la tarea de comerse su porción de pastel… incluido Alexander.
—Sí, pero ¿cuántas de ellas están casadas como tú?
—Nadie está casada como yo —contestó Tatiana, con la mirada clavada en su marido—. Es cierto, la mayoría de ellas son viudas o solteras. Algunas son mayores, otras más jóvenes. Pero Karen, siguen siendo mujeres.
—Sí, ya lo sé, ya lo sé, pero yo nunca querría ser enfermera, me parece un trabajo desagradable —señaló Karen, con evidente disgusto tanto en la voz como en el rostro—. ¿Eres enfermera de planta o enfermera recepcionista?
—Soy enfermera de cuidados intensivos. Yo me encargo de los enfermos cuyo estado es más crítico.
Alexander no levantó la vista, sino que juntó las manos. «¿Verdad, Shura? —Quiso decir Tatiana—. Te acuerdas, ¿no? De cuando era enfermera en cuidados intensivos y corrí hacia el hielo del río Neva en plena batalla de Leningrado para traer tu cuerpo de vuelta a la orilla… ¿Y luego? ¿Cuando me convertí en tu enfermera en cuidados intensivos?».
—Debes de ver cosas espantosas —dijo Karen.
—A lo largo de mi vida —contestó Tatiana— he visto muchas cosas que preferiría no haber visto.
Se miró las manos, aún entrelazadas encima de la mesa.
—¿Y cuántas horas trabajas?
—Cincuenta.
—¡Cincuenta! —Ninguno de los presentes podía dar crédito a sus oídos—. No entiendo cómo te queda tiempo para todo el resto del trabajo —comentó Karen—. ¿Quién cocina en tu casa?
—Yo.
—¿Quién limpia?
—Yo.
—¿Y la colada?
—También yo.
Las mujeres emitieron un silbido de admiración y luego se produjo un silencio. Y en ese momento, Amanda dijo:
—Sí, pero ¿quién tiene los hijos, Tania?
Tatiana no dijo nada. Miró a Alexander, que seguía con la mirada fija en sus manos, también inmóviles.
Fue Anthony quien irrumpió en la sala y con voz rotunda y airada, replicó:
—¡Dejad a mi madre en paz! Trabaja mucho más duro que cualquiera de vosotros… en todos los terrenos. Mientras vosotras os vais a vuestros malditos almuerzos, ella cura a personas enfermas y moribundas. Eso es lo que hace mientras vosotras os tomáis vuestros refrescos con hielo y os dedicáis a juzgarla. Eso es lo que es, enfermera de cuidados intensivos y madre.
Tatiana señaló a Anthony.
—Amanda, ése es mi hijo. Te acuerdas de él, ¿verdad?
Anthony arremetió contra su padre.
—Y si no hubiese sido enfermera de la Cruz Roja, tú… —dijo, temblando, señalando con el dedo a Alexander—, tú ya sabes dónde estarías ahora mismo.
—¡Anthony! Ya es suficiente —lo frenó Tatiana.
—¡No, no es suficiente!
Alexander se levantó de la mesa y lanzó a Anthony una mirada tan dura y fulminante que el chico enmudeció y se fue corriendo de la habitación. Tatiana se disculpó y poco después se marcharon.
En la camioneta lograron permanecer en silencio, pero una vez en casa, Anthony no se calló. Acababan de entrar por la puerta y aún estaban en el espacio abierto, delante de la cocina, donde había muerto Dudley cuando Anthony, tratando de hablar en voz baja, dijo:
—Papá, es que sencillamente no entiendo cómo has podido quedarte ahí quieto, sentado, sin decir nada.
—¡Anthony! —gritó Tatiana—. ¡Ve a tu habitación!
—¡No! —le contestó Anthony, también gritando.
Alexander dio una bofetada a Anthony en la boca con la palma de la mano.
—Ni se te ocurra volver a levantarle la voz a tu madre —le dijo—, nunca más.
—¿Y por qué no? ¡Tú lo haces!
Interponiéndose entre ambos, Tatiana sujetó a Alexander de los brazos y dijo, en voz muy baja:
—No. Dejadlo ahora mismo.
—¿Me estás diciendo que lo deje? —exclamó Alexander—. ¿Tú lo estás escuchando?
Y de pronto, detrás de ella, un envalentonado Anthony dijo:
—Todo es culpa tuya, mamá. Es porque todo lo que él hace te parece bien… ¡absolutamente todo! Él te grita, y a ti te parece bien. No dice una sola palabra cuando la gente te ataca… ¡y eso también te parece bien!
—¡Anthony! —gritó Alexander.
Tatiana le clavó las uñas en los brazos, consciente de que no podría apartarla sin tener que hacerle daño, y esperaba que se contuviese delante de su hijo.
Y así fue. La tensión en el cuerpo de Alexander fue cediendo ligeramente, él levantó los brazos y los apartó de la figura de ella, la sujetó por los hombros, la miró a la cara y le dijo con calma:
—Dice esas cosas porque tú se lo permites. Le has permitido salirse con la suya en todo durante toda su vida. Yo no voy a permitírselo. Y ahora, suéltame.
Anthony estaba de pie, jadeando.
—¿Qué diablos te pasa? —dijo Alexander, dirigiéndose a su hijo—. ¿Cuántas veces te tiene que decir tu madre que no te metas en nuestros asuntos? ¿Quieres tentar tu suerte conmigo? Muy bien, enfádate conmigo, pero ¿en qué diablos estás pensando, para hablarle de esa manera a tu propia madre?
Con lágrimas de orgullo zahiriéndole el rostro, Anthony, en un tono de voz mucho más calmado, contestó:
—Ah, ahora lo entiendo… ¡es de mí de quien tiene que defenderse mi madre!
Esta vez Tatiana ya no sujetó a Alexander, sino que fue ella misma quien arremetió contra su hijo.
—Tu padre tiene razón, esta vez te has pasado de la raya —dijo mientras lo empujaba pasillo abajo en dirección a su cuarto, mascullando—: ¡Déjalo ya! —Antes de cerrar la puerta de un portazo.
Anthony no oyó discutir a sus padres. Estaba seguro de que oiría voces, gritos, pero no oyó nada. Media hora más tarde salió de su habitación en silencio. La puerta del dormitorio de ambos estaba abierta. Entreabrió con sigilo la puerta de la parte de atrás de la casa y atisbo a su padre sentado en el balancín de la terraza. Su madre estaba sentada en el regazo de Alexander, abrazada a éste. Los rostros de ambos estaban muy juntos. Se estaban meciendo en el balancín. Anthony carraspeó. Su padre interrumpió el balanceo; su madre, de espaldas a Anthony, se arregló la blusa. El chico empezó a decir que necesitaba que firmasen una autorización para una excursión de la escuela.
—Tu madre irá enseguida. Vete.
Alexander ni siquiera volvió la cabeza para hablar, y Anthony se fue adentro.
Al cabo de un rato, se abrió la puerta de su habitación. Esperaba y deseaba que apareciese su madre, pero fue su padre quien entró. Éste firmó la autorización y luego se sentó en el borde de la cama. Anthony torció el gesto. No podía hablar con él. Apenas podía hablar de ello con su madre, pero al menos con ella podía llorar, podía gritarle, decirle cosas crueles. Era libre de decir cuanto quisiese con ella, pero con su padre… sabía que era imposible. Pese a todo, Anthony estaba muy enfadado; seguía furioso.
—¿Qué te pasa? —dijo Alexander—. Adelante, di lo que piensas.
Tratando de que no le temblara la voz, él contestó:
—No entiendo cómo no saliste en su defensa, papá. Se estaban portando mal con ella. ¿No se supone que Amanda es amiga suya?
—Es una mala amiga —contestó Alexander—. Mamá nunca espera gran cosa de Amanda, y ésta siempre está a la altura de sus expectativas. —Se quedó en silencio un momento—. Pero Anthony, ya sabes que nuestra vida no es ningún desfile ante los conocidos en la mesa del postre. Lo sabes de sobra. Eres mi hijo, pero tienes catorce años. Ni mamá ni yo tenemos catorce años, y estamos pasando por cosas de adultos que no estamos dispuestos a explicar a nadie, ni a los conocidos ni a ti. —Alexander se acercó a su hijo y añadió en voz baja—: Pero sabes que cuando tu madre necesita que la defiendan de veras, yo soy su hombre.
Anthony levantó la vista para mirarlo.
—Creía que esta noche era una de esas ocasiones.
Alexander apartó un mechón de la frente de Anthony.
—No —dijo—. Esta noche, mamá leona se las ha arreglado bastante bien ella sólita. Y ahora, deja ya de alterarte tanto. Eres un hombre, y el hijo de un soldado. Controla tus emociones, campeón.
Sin embargo, luego su madre acudió a su lado y él cerró los ojos, entregándose a ella mientras ésta se arrodillaba junto a su cama, le sujetaba la cabeza y le susurraba palabras que apenas oía ni necesitaba hacerlo. «Eres un buen chico, Anthony. Siempre has sido un chico maravilloso, encantador y protector». Se echó a llorar en brazos de su madre y a ella le pareció bien.
Una vez fuera, Tatiana volvió a encaramarse al regazo de Alexander, arrancándole a besos la congoja que le pesaba en el corazón. Él siguió sentado y acurrucado contra el cuerpo de ella, fumando e inhalando el aire de la noche.
—Dime una cosa —dijo al fin, tratando de que no se le alterase la voz, de que no se le quebrase—, ¿puedes explicarme, de forma que yo lo entienda, por qué tú y yo, de entre todos los seres de este mundo, después de todas las veces que hemos hecho el amor, no podemos concebir un hijo?
Tatiana profirió un gemido y desvió la mirada de él, dirigiéndola muy lejos, encogiendo el cuerpo, arrebujándose en sí misma.
—Shura, amor mío… —Su voz era de derrota—. Lo siento mucho. Algo no debe de acabar de funcionar del todo bien.
—Eso está claro —contestó Alexander; luego desvió la mirada y la dirigió muy lejos.
Tatiana miró fijamente a Alexander después de que éste pronunciase esas palabras. Y a continuación se levantó de su regazo.
El baby boom de la Unión Soviética
Era otro viernes por la noche.
En esta ocasión no tocaba partida de póquer, ni salir a tomar una copa con los amigos, ni ir al centro con Tyrone y Johnny. Alexander se quedó en casa con Anthony. Jugaron al baloncesto, comieron un estofado que Tatiana les había dejado preparado, fueron al cine, tomaron helado, volvieron a casa y jugaron al dominó para poder ganarle a ella la siguiente vez. Anthony dormía hacía rato.
Eran las tres de la mañana. Alexander estaba sentado en calzoncillos en el sofá del salón a oscuras, las largas piernas estiradas hasta casi tocar el televisor, la cabeza reclinada hacia atrás, los brazos colgando a los lados, un cigarrillo a medias entre los dedos, los ojos abiertos, mirando al techo.
No concebían ningún otro hijo porque ninguno de los dos estaba allí. Alexander Belov no estaba en Estados Unidos, estaba pudriéndose donde nadie tenía hijos después de la guerra que había acabado con la vida de cincuenta millones de personas.
En Estados Unidos nacieron dos millones de niños en 1946, tres millones en 1947 y 1948 y cuatro millones al año de 1948 a 1956. Una mujer se quedaba embarazada sólo con estornudar… pero no la mujer soviética de Alexander, porque el marido de ésta era un soviético, y estaba talando árboles en Siberia, adonde lo enviaron a él y a otros dos millones de repatriados tras ser entregados a los rusos por los aliados. Los soldados que no murieron en la guerra fueron enviados a Kolima, a Perm-35, a Aijal, a Archangelsk. ¿Quién si no iba a reconstruir la Unión Soviética?
De modo que mientras en la década posterior a la guerra Inglaterra, Francia, Alemania, Japón, Italia, Austria y, sobre todo, Estados Unidos experimentaron una explosión demográfica inaudita en la historia, la Unión Soviética sufrió un retroceso en su número de habitantes. ¿Cómo era posible? ¿Dónde estaban los hombres?
Pues bien, los jóvenes, los viejos, los sanos y los enfermos estaban en Magadan. El veinticinco por ciento de todos los hombres soviéticos capaces de trabajar estaban en los campos. Los lisiados estaban muertos. A diferencia de Estados Unidos, donde los veteranos sin brazos podían regresar a casa y seguir engendrando hijos, la mayoría de los soviéticos mancos estaban bajo tierra, porque no había habido suficiente penicilina para salvarlos.
Para aumentar la tasa de natalidad, el gobierno soviético concedía unas amnistías periódicas a los prisioneros varones del Gulag. Cuando eso no fue suficiente, abolió el aborto. En la Rusia soviética nunca había habido ninguna otra forma de anticoncepción para las mujeres, y sin la posibilidad de abortar todas las tardes de tres a cinco en cualquier hospital de cualquier ciudad, sin duda se produciría un baby boom. Pero éste no se produjo. De modo que se retiraron los preservativos de la cadena de producción. En el mercado negro, los condones alcanzaron precios exorbitantes. Se podía ir a la cárcel tanto por venderlos como por comprarlos. Cuando eso tampoco fue suficiente, el gobierno prácticamente abolió el matrimonio. Era evidente que la unión de un hombre y una mujer no funcionaba en la Unión Soviética. No quedaban suficientes hombres para un matrimonio cristiano.
A las mujeres casadas —el paradero de cuyos maridos era, por decirlo de algún modo, desconocido— se les concedía el divorcio inmediato, sin hacer preguntas, para que no tuvieran que perder un valioso tiempo buscando a sus cónyuges desaparecidos. Las mujeres empezaron a divorciarse con una facilidad pasmosa y luego recibían pagas extra, aumentos de sueldo, premios, medallas, vacaciones y dinero en metálico por quedarse embarazadas de quien fuese. La prueba de paternidad no era en absoluto necesaria. El matrimonio no era esencial… y tampoco se fomentaba. No sólo no se fomentaba, sino que ni siquiera era posible. Las parejas de casados no tenían lugar donde vivir. Las mujeres vivían apiñadas en pisos comunales que antes habían sido ocupados por hombres. Un prisionero del Gulag que hubiese recibido una amnistía, entre trece mujeres desesperadas, y de repente se abría una posibilidad para la repoblación. Una vez que había acabado con su cometido, el hombre podía irse a vivir al siguiente piso comunal. Parecía un sistema absolutamente infalible, pues ambos sexos obtenían exactamente lo que querían: los hombres libertad sexual absoluta y las mujeres estabilidad económica.
Y sin embargo, a pesar de tan tentadores paquetes de medidas para estimular la procreación, diez años después de la guerra, ¡el crecimiento demográfico seguía siendo cero! Peor que cero: había menos habitantes en Rusia en 1955 que en 1945. El número de muertes superaba al de nacimientos. ¿Por qué? No se había abolido el sexo, ¿dónde diablos estaban los niños?
Era culpa de las mujeres. Sí, practicaban el sexo, claro, pero no eran idiotas. Trabajaban todo el día, vivían en cuchitriles con otras mujeres, y las que tenían la desgracia de quedarse encinta acudían a un médico y pagaban sumas extraordinarias de dinero para abortar de forma clandestina. Cuando se descubría, tanto las mujeres como los médicos eran condenados a diez años de trabajos forzados. Para salvar el pellejo, los médicos se negaban a practicar abortos, y en su desesperación, las mujeres empezaron a abortar por su cuenta y riesgo. Las tasas de mortandad femenina se dispararon. En el último trimestre del embarazo, a los cinco, seis y siete meses, las comadronas atendían los partos y practicaban los abortos allí mismo, en los pisos comunales, y arrojaban los fetos a la basura comunal.
El gobierno soviético proclamó solemnemente que la población se había estancado por la elevada tasa de mortalidad infantil.
Las mujeres se morían, los bebés se morían, y mientras tanto, los hombres moribundos estaban donde estaba Nikolai Ouspenski en ese momento, donde debería haber estado Alexander, a cinco mil kilómetros a través de la tundra, fuera en los bosques de sol a sol, construyendo fuertes y vallas, talando los abetos. Era allí donde estaba el espíritu de Alexander, pero su cuerpo fuerte y sano estaba en Arizona, construyendo una casa por cada una de las casas que había destruido cuando era comandante, comandante de un batallón disciplinario, el líder de una banda de desalmados que reducían a cenizas las ciudades que aniquilaban, que quemaban los puentes, las cabañas y los mercados. Se acabaron las manzanas y las coles, los relojes y los prostíbulos. Alexander tenía por delante una vida entera de aldeas que reconstruir. Y junto a Ouspenski, tenía por delante una vida entera de vallas que levantar, vallas para que los hombres no pudiesen llegar hasta las mujeres prisioneras (condenadas a diez años por abortos ilegales), que se ponían a cuatro patas y se levantaban las faldas, ofreciéndose a través de la alambrada herrumbrosa.
En Estados Unidos, Alexander trabajaba por su cuenta construyendo casas para que los hombres norteamericanos pudiesen vivir en ellas con sus mujeres norteamericanas y tener los hijos que él no podía tener con la muchachita obrera de fábrica soviética que tenía por esposa y que seguía levantándose todas las mañanas cuando aún estaba oscuro en invierno para procurarle a su familia el pan de cada día, el pan de cartón para que pudieran sobrevivir. Dasha, el padre, la madre, Marina y babushka dormían mientras las bombas caían sobre la muchacha demacrada del vestido blanco en su camino a través de las calles nevadas y vacías donde los muertos yacían envueltos en sábanas. Alexander advirtió a Tatiana de que sólo caminase por el lado izquierdo de las calles y que esperara a que acabase el bombardeo para seguir, y Tatiana le hizo caso, aguardando con impaciencia en los portales de las casas con el abrigo y el gorro, para luego, encarando los azotes del viento, adentrarse en el vientre de la ventisca y dirigirse a la tienda… Todo eso había acabado.
Sin embargo, ella seguía aguardando a que acabase el bombardeo, tuberculosa, muerta de hambre, retorciendo su cuerpo exhausto como un sarmiento del que nada podía brotar. Alexander podía pasarse una vida entera levantando casas de ladrillo, pero daba lo mismo las horas que Tatiana emplease en el hospital Phoenix Memorial: nunca podría salvar la vida de su abuelo, su madre, su padre, su hermana, su hermano… ¿Quién podía engendrar hijos en la estepa yerma del vientre soviético de Tatiana cuando estaba sembrada con la estéril simiente soviética de Alexander?