Capítulo 9

El plan quinquenal

El libro de Pushkin

Es agosto de 1952, hace una tarde sofocante y los tres se encuentran en la piscina. Alexander está sentado en el trampolín, balanceando las piernas, mientras Tatiana y Anthony están en el otro extremo, listos para saltar en la parte donde hacen pie. Es su cuarta carrera. «Tania, dale un respiro al chico» dice Alexander. Uno, dos… ¡tres! Se zambullen en el agua. Anthony, que ha estado yendo a clases de natación por cortesía de la tía Esther (¿y qué no es por cortesía de la tía Esther en lo que respecta a Anthony?), se emplea a fondo nadando en estilo crol para no dejarse ganar por su lánguida madre quien, con su biquini a topos negros, se emplea a fondo en estilo… Alexander ni siquiera sabe en qué estilo está nadando. ¿Al estilo manguitos, tal vez? Tatiana se desliza alegremente por el agua, y esta vez Anthony alcanza el pie de su padre medio segundo antes que ella y grita exultante. Tatiana se agarra al otro pie de Alexander. Anthony echa un vistazo al rostro escéptico de su padre y dice:

—¿Qué pasa? Mamá no se ha dejado ganar. La he ganado yo sin trampas ni nada.

—Sí, hijo.

—Vaya… —exclama Anthony—. Pues a ver si tú lo sabes hacer mejor.

—No desafíes a tu padre, Anthony —dice Tatiana—, ya sabes que no le gusta que lo desafíen.

Los ojos le brillan con regocijo.

—Ya te enseñaré yo desafío —dice él.

Tatiana y Alexander están juntos al borde de su piscina de un metro cincuenta de ancho, la mitad del ancho de un río prehistórico. Ella es esbelta y de piel blanca, aunque le han salido pecas con el sol. Él es del color del chocolate, con largas marcas grises. Su cuerpo de hombre es duro y musculoso, y desde luego parece imbatible para una mujercilla menuda que apenas le llega al tatuaje de la hoz y el martillo del brazo.

Uno, dos… ¡tres! Se zambullen en el agua, Alexander y su Tatiana, hombre y mujer, marido y mujer, amantes. Anthony se sienta en el trampolín y se pone a animar a gritos a… ¡su madre! La misma madre a la que hasta hace apenas minutos quería ver derrotada por su padre.

Alexander afloja el ritmo, vuelve la cabeza hacia atrás y dice:

—¿Qué te pasa, renacuaja? Te pesa ese trasero, ¿eh?

Pero ha hablado antes de tiempo, porque ella ya lo ha adelantado, ya está pataleando y salpicándole agua en la cara con cada brazada. Para competir con él no se desliza sobre la superficie, sino que hace uso de todos sus recursos, sea el estilo manguitos o de otra clase. Alexander se abalanza hacia delante y cae sobre ella al llegar a la parte honda, la hunde y luego la levanta, la vuelve hacia él, sin dejar de chorrear agua y exclama:

—¡Tramposa! Así es como ganas también al dominó… ¡haciendo trampas!

Tatiana chilla y él la agarra sin que ella deje de patalear, y entierra la cara en su cuello húmedo y reluciente, y Anthony, ese chiquillo, se lanza desde el trampolín justo encima de su padre y de su madre, y les dice que ya está bien, que lo dejen, y luego arranca a la madre de los brazos de su padre. Y éste lo permite.

Alexander le enseña a Anthony cómo él se agacha en el agua y ella se sube a sus hombros; él se endereza, sujetándola de las manos, y luego la suelta, y ella también se yergue de pie y trata de mantener el equilibrio, sosteniéndose de pie en los hombros de Alexander durante un buen rato hasta que abandona el trapecio del cuerpo de él tirándose de cabeza al agua, hacia delante, con un salto casi perfecto.

—Mamá —dice Anthony, impresionado—, ¿dónde aprendisteis papá y tú a hacer eso?

Y el padre, mirando a la madre en el agua, contesta:

—En Lazarevo.

La madre le enseña a Anthony el salto de las carreras, el salto hacia atrás, el salto inverso, y luego Alexander pone punto final a la clase de saltos con un grito al verla enseñar a Anthony el doble salto hacia atrás, cuando Tatiana se pone de espaldas a la piscina, da un salto hacia atrás en el aire, da una voltereta y por poco se golpea la cabeza contra la tabla del trampolín. Les ordena a los dos que salgan del agua, aunque no sin antes echarse a Tatiana al hombro, sujetarla boca abajo por los pies y saltar con ella a la piscina… en su propia versión del doble salto hacia atrás.

Han comido, él ha fumado, han jugado al baloncesto, ella contra Anthony y luego en un cómico uno contra uno contra Alexander. Vuelven a estar en la piscina, sin saltos esta vez, sin lanzarse, simplemente nadando, y sigue haciendo un calor sofocante a pesar de que empieza a oscurecer. Durante cuarenta días, la temperatura media ha sido de treinta y cinco grados centígrados.

Cuando pasa nadando junto a él, Tatiana le dice:

—Shura, ¿tienes algún plan?

—¿Te refieres a un plan quinquenal? —responde él, sonriendo y flotando de espaldas.

—Me refiero a cuánto tiempo piensas estar sin trabajar.

—¿Sin trabajar? ¿Quién está aquí de brazos cruzados? —exclama Alexander—. Alguien tiene que cuidar del chico, son sus vacaciones de verano. Él y Sergio necesitan a alguien que los vigile, alguien tiene que hacer de sheriff cuando juegan a policías y ladrones, alguien tiene que prepararles el almuerzo cuando están atrapando lagartos, leyendo tebeos y nadando en la piscina todo el día. Me he convertido en un ama de casa moderna. Mi día no está completo si no me seco las manos en un paño de cocina.

—Si es así, no me importa. Quédate en casa el tiempo que quieras —contesta Tatiana amorosamente.

Alexander no le cuenta que tuvo una entrevista de trabajo con G. G. Cain hace dos semanas, que conoció a la esposa de éste, Amoret, y a sus dos hijos ya mayores. En la entrevista, Alexander se lo contó a G. G. absolutamente todo, le habló de la guerra y del Ejército Rojo y de Tatiana. Hablaron de los Balkman. La información publicada en la prensa acerca de Stevie había sido demoledora. Bill Balkman no había tenido más remedio que vender la empresa a un competidor, llevarse a su hijo recién salido del hospital y marcharse de Phoenix, nadie sabía adónde. Amanda había acudido entre lágrimas al Phoenix Memorial y le había contado a Tatiana que Steve, con la mandíbula cubierta de vendas, le había pedido que le devolviese el anillo de compromiso. Tatiana trató de hacer que se sintiese mejor.

—No te preocupes, Mand. Encontrarás a otra persona, ya lo verás.

—Para ti es fácil decir eso, Tania. El año que viene cumpliré los veintiséis. ¿Quién va a querer a una vieja solterona de veintiséis años?

Alexander se lo contó todo a G. G. y luego esperó a que éste lo llamara; quedaron para almorzar y G. G. le dijo que él y su esposa lo habían hablado muy seriamente, pero que al final habían decidido que no podían contratarlo.

—Ojalá hubieses venido a trabajar para mí hace tres años, cuando hablamos por primera vez. Me habrías resultado valiosísimo en la empresa. Pero ahora…

Sí, la investigación había concluido que se trataba de un acto en defensa propia, movido por una provocación extrema y en condiciones… Sí, concluía que había sido un homicidio justificado. Sí, Alexander era capitán del ejército, pero pese a todo era muy mala publicidad. La suya era una empresa familiar, muy pequeña, le explicó G. G., sólo construía cinco casas al año. No había sitio para errores, y aquello podía llegar a ser muy perjudicial para el negocio. Lo sentía. Lo invitó al almuerzo.

Alexander no le cuenta a Tatiana nada de esto. Alexander tiene otro plan. La ve alejarse nadando y la llama.

—Quiero vender la tierra. Quiero irme.

Ella finge no haberlo oído. Vuelve nadando.

—¿Qué has dicho? —pregunta—. No te he oído.

Alexander la atrapa en el otro lado de la piscina. Dios… qué rápida es… Nunca ha visto una nadadora tan resistente. Después de atraparla en sus brazos, de darle una voltereta y de dejarla sin resuello, le dice:

—Si no haces caso de lo que te digo, te la vas a ganar, te lo advierto.

—Si tú no haces caso de lo que yo te digo —replica ella, jadeando—, tú sí que te la vas a ganar. Ya te dije que no vamos a vender esta tierra y no quiero hablar más del asunto.

Le pellizca las costillas y ella se retuerce.

—Sólo te diré dos palabras —dice—: seiscientos mil dólares.

Tatiana forcejea para zafarse de él.

—Mi abuelo, el genio de las matemáticas, me enseñó muy bien a contar, pero hasta nuestro hijo de nueve años sabe que eso son tres palabras… ¡ay!

Y la mete debajo del agua. Cuando está abajo, Tatiana le tira a Alexander de los pelos de las piernas. Él la sube de golpe.

—Podemos ir a Napa Valley y abrir esa bodega que tú querías. —Tatiana sigue chapoteando.

—No, gracias. De hecho, un poco menos de champán estos días me haría mucho bien. Apenas puedo caminar. —Sonríe, sin aliento.

Después de levantarla en el aire, Alexander la arroja hacia la parte honda de la piscina.

—Muy bien, pero ésta es mi última oferta —dice él, jadeando cuando consigue darle alcance de nuevo—. Estoy dispuesto a ir a Nueva York por ti. Podrás recuperar tu estúpido trabajo en el Universidad de Nueva York, estar cerca de Vikki.

Ahora es ella la que se abalanza sobre él e intenta ahogarlo en el agua.

—Serás… —exclama Tatiana, rodeándole el cuello con los brazos y balanceándolo para que pierda el equilibrio—. Eres capaz de decir cualquier cosa, ¿verdad?

—Vikki te necesita —le dice él solemnemente, quitándosela de encima para, acto seguido, escapar de ella—. Está muy mal por haber dejado a Richter en Corea. Por el bien de nuestra patria, espero que sea mejor soldado que marido. Pero ¿qué va a hacer una chica como Vikki sola en Nueva York? Te necesita. Ah, y ¿he mencionado ya los seiscientos mil dólares?

Tatiana sale de la piscina y se queda de pie en el borde de piedra, chorreando agua y jadeando, con los brazos en jarras.

—Déjalo ya. No nos vamos —asegura, tajante.

Tiene una cinturilla de avispa de la cual brotan sus caderas como dos mitades de una deliciosa manzana golden. Tiene el vientre plano reluciente, y los pechos se le hinchan y deshinchan. Él levanta los ojos para mirarla. Es deliciosa.

—En palabras de nuestro gran líder y maestro, el camarada Stalin —dice Alexander—, ¿a qué viene este servil apego a una pequeña porción de tierra?

—Shura, durante tres años han intentado comprárnosla, han intentado arrebatárnosla. No lo han logrado, ¿y me estás diciendo que nos vamos a desprender de ella de todos modos?

—Hummm… ¿Es que no recuerdas lo que pasó —pregunta Alexander— en nuestra casa? En nuestra propia casa, Tania.

—Sí. Todos los días trato de olvidarlo, pero ¿vas a dejar que un loco de Montana nos quite nuestros noventa y siete acres? Tu madre compró esta tierra para ti —dice Tatiana—. Ella guardó el dinero escondido, a espaldas de tu padre, para que algún día pudieras regresar a tu verdadero hogar y construir una nueva vida. Esta tierra estaba en el libro de El jinete de bronce que me diste hace once años, cuando paseábamos por el Jardín de Verano.

—¿Qué es ese Jardín de Verano?

Tatiana no apartó las manos de las caderas.

—¿Has olvidado que no dejé a Dasha quemar ese libro cuando necesitábamos combustible durante el asedio? Ella y yo lo llevamos en el camión por el «Camino de la vida». —Hace una leve pausa bajo el sol implacable de Arizona—. Y luego, yo sola, lo llevé conmigo por media Unión Soviética. Tú viniste a Lazarevo a buscar ese dinero…

—¿Que por eso es por lo que fui yo a Lazarevo…?

—Con ese dinero —prosigue ella, impertérrita— me compré el pasaje para ir a Suecia, a Inglaterra y a Estados Unidos. Y ahora, todas las mañanas, cuando sales afuera a fumar y contemplar el valle de Phoenix, tu madre te recuerda lo que pensaba sobre la vida de su único hijo. ¿Es esto lo que quieres vender para comprar una casa flotante en Coconut Grove?

Tras un prolongado silencio, Alexander contesta:

—En honor a la verdad, hay que decir que a mi madre también le encantaban los barcos que flotan.

Tatiana da un salto impresionante desde el borde de la piscina para aterrizar en los brazos de él. Lo envuelve con las piernas y los brazos y, hablando en un tono de voz tan grave como el de él, dice:

—Ya está, ja, ja, ja, y no quiero hablar más del tema.

Alexander se echa a reír y se besan apasionadamente.

—Y ahora, hablando de algo mucho más serio —dice ella—, ¿a qué quieres jugar, capitán? ¿A pillar?

—¿Y a la Taniacita Roja? —responde él, todo dientes.

—Muy bien. —Y hablando ahora en un tono agudo y estridente, sin dejar de pestañear y con cierta osadía, añade—: Huy, capitán, qué brazos tan grandes tienes…

—Son para abrazarte mejor, querida…

Y aprieta su cuerpo mojado contra el de él.

—Huy, capitán, qué manos tan grandes tienes…

—Son para tocarte mejor, querida…

La sujeta del trasero y la atrae hacia sí.

—¡Huy, capitán! ¡Qué…!

Anthony toma carrerilla y salta, lanzándose directamente sobre su madre y su padre. Alexander empuja a su hijo hacia abajo y cuando lo suelta, es Tatiana quien empuja a su hijo debajo del agua, y cuando lo suelta, ambos lo abrazan y le cubren de besos la cara.

—Anthony, ¿quieres jugar a pillar?

—Sí, papá —contesta Anthony—. Y no intentes atrapar sólo a mamá esta vez.

Alexander tiene otro plan. Le da un poco de miedo contárselo a Tatiana porque después de ése, no tiene ninguno más. Sin embargo, en la escritura de propiedad de la tierra constan los nombres de ambos, y para hipotecarla, necesita la firma de ella. Tiene que hablar con ella, pero teme que ella no consienta en firmar. Tatiana detesta los préstamos, tener que pedir dinero o favores. Alexander sabe lo que opina sobre la posibilidad de tocar cualquier porción del terreno: sería incapaz de hipotecar ni siquiera diez acres para construirse la casa de sus sueños.

A Alexander le cuesta dos horas de hablar a trompicones y muchos cigarrillos contarle su idea a Tatiana y, para su sorpresa, cuando acaba, ésta no sólo acepta sino que la aprueba completa y gustosamente. Firman una hipoteca sobre veinte acres de terreno, una quinta parte de sus tierras, por ocho mil dólares. Él alquila un pequeño local en la calle principal de Scottsdale, obtiene los permisos de la autoridad pertinente para construir en distintas parcelas de Scottsdale, se anuncia en el periódico, se inscribe como Barrington Custom Homes y pone en marcha su propia empresa. Eso es lo que Alexander se compra con El jinete de bronce de Pushkin.

Además de su trabajo en el hospital, Tatiana pasa las horas ayudando a su marido en el negocio. Examina los libros de finanzas, la contabilidad, paga las facturas, compra los suministros de oficina, los muebles, los teléfonos, la mesa de arquitecto delineante… Ella y Anthony le ayudan a pintar y a decorar el despacho.

—Y ni rastro de fotografías ofensivas por ninguna parte —señala Tatiana, muy contenta.

—No, las quito antes de que tú entres… —responde Alexander.

El libre mercado

Ambos creían que el negocio tardaría un tiempo en arrancar, y estaban mentalizados para que así fuese. Al principio, Alexander planeaba hacerlo todo él mismo porque sólo tendría dos o tres casas que construir. Seguiría yendo a clases a la universidad para terminar los estudios y mientras tanto harían una selección para contratar y formar al personal adecuado y ajustarse a las exigencias de una pequeña empresa. Ella se encargaría de la contabilidad, y él de todo lo demás.

Sin embargo, lo que ocurrió no entraba en sus planes. Alexander recibió dos llamadas telefónicas la primera semana, diecisiete la segunda y cincuenta y cuatro la tercera.

—¿Es usted el famoso Alexander Barrington, el capitán del ejército que salió en todos los periódicos hace unos meses?

—Sí, soy yo.

Cuando iban a su despacho, las esposas daban un respingo y los maridos, después de hablar unos minutos sobre la construcción de la casa, decían:

—Bueno, cuéntenos lo que sucedió en realidad aquella noche. ¡Menuda historia!

Los ecos sobre la hazaña de Alexander se habían propagado como la pólvora por las ciudades de Phoenix, Tempe y Scottsdale, y en esta última, todos sus habitantes habían oído hablar de él.

«Ése de ahí es Alexander, quien, para proteger a su esposa, se cargó a un hombre y salió airoso del asunto», susurraban todos cuando Alexander, Tatiana y Anthony paseaban por la calle principal. Todos observaban a Tatiana de reojo, pero no había hombre que se atreviera a mirarla abiertamente. Se volvió invisible para casi todos los hombres, y su invisibilidad era inversamente proporcional a la visibilidad de Alexander. Todas las mujeres, ya fuesen solteras, casadas o viudas, del condado de Maricopa se pasaban por su despacho para echar un vistazo al arquitecto, constructor de casas, prisionero de guerra y oficial en la reserva, un hombre que amaba tanto a su esposa que era capaz incluso de matar por ella.

Tras poner un anuncio para contratar personal, Alexander recibió quinientas solicitudes, casi todas de mujeres, e hizo que Tatiana las entrevistara. Decir que las muchachas se llevaban una gran decepción al ver que las entrevistaba la esposa ilesa era quedarse muy corto. Tatiana recomendó a Linda Collier como directora de la oficina, la mujer más eficiente, organizada y vigorosa que pudo encontrar, de cincuenta y tantos años de edad, y puso a Francesca a cargo de la limpieza.

Tanto Alexander como Tatiana, y también G. G. Cain, en su propio detrimento, subestimaron el fenómeno del libre mercado conocido como el «pico temporal de la demanda», provocado por fuerzas que escapaban al control del mercado, como la venta de paraguas en días de lluvia, la venta de madera en época de tornados… o matar a un hombre para salvar el honor de tu mujer en tu propia casa móvil.

Alexander tuvo que contratar a un arquitecto y un capataz de obra inmediatamente. Skip era su arquitecto y Phil su capataz. Skip era un hombre callado y no especialmente simpático, pero Alexander había visto su carpeta de trabajos y eran muy buenos. Phil, que rozaba la cincuentena y era un hombre enjuto y nervudo, siempre enfundado en unos vaqueros y camisas a cuadros, también era parco en palabras, pero tocaba la guitarra, cosa que gustaba a Anthony, llevaba veinte años viviendo con la misma mujer, cosa que gustaba a Tatiana, y sabía mucho de construcción, cosa que sin duda gustaba a Alexander. Éste no habría podido construir más de una casa al año sin la inestimable eficiencia de Phil. Con su recién adquirido puesto de director de proyectos, Phil asumió la responsabilidad de edificar cuatro casas, mientras Alexander se encargaba de un total de dos y se ocupaba del resto del negocio: buscar contratistas, reunirse con los clientes, lo cual le consumía una gran cantidad de tiempo, y ayudar a Skip con el diseño de interiores. Linda le concertaba las citas y Tatiana contaba el dinero.

Los subcontratistas y los proveedores con los que trataba hablaban de sus hijos y sus mujeres, de los cumpleaños y las vacaciones, del dinero que ganaban y que gastaban, de deportes y de política. Era otro mundo, pero aun con monjes como albañiles, con una mano en el rosario y la otra en los azulejos, Tatiana ya nunca iba a la obra, sino que los días que ella estaba libre, Alexander iba a casa a comer. Ahora era el jefe, podía hacer lo que le viniera en gana. Las cosas iban mucho mejor. Estaban en casa, estaban solos, y el almuerzo con frecuencia incluía alguna que otra sesión amorosa para Alexander, tras la cual no quería otra cosa más que echarse una siesta. Volvía al trabajo feliz y contento, como un hombre normal. Una sonrisa le iluminaba siempre el rostro.

Richter llamó el día de Acción de Gracias de 1952 desde Corea, y escuchó en silencio la historia de Dudley de Montana. Cuando Alexander terminó de contársela, le dijo:

—Tom, eso es lo que cualquier hombre haría por su esposa, ¿verdad?

Y Tom Richter, que tardó un momento en contestar, respondió:

—Bueno, creo que eso depende de la esposa.

Luego le pidió a Alexander un pequeño favor. Uno de sus sargentos más jóvenes había resultado herido e iba a volver a casa; era originario de San Diego, pero estaba dispuesto a trabajar en cualquier parte; ¿no tendría Alexander algún trabajo para él en su empresa de construcción? Resultó que Alexander había firmado contratos para construir cuatro casas más, aun a sabiendas de que Phil ya tenía demasiado trabajo. Aceptó gustoso ayudar a su amigo y fue así como conoció a Shannon Clay.

Shannon, de veintidós años recién cumplidos, había entrado en combate en Corea el 9 de mayo de 1952 y fue declarado desaparecido en combate tres días más tarde. La patrulla de reconocimiento a la que pertenecía sufrió una emboscada y perdieron el contacto con el cuartel general, y mientras esperaban la evacuación por helicóptero estalló un tiroteo que acabó con la vida de todos los miembros del equipo de Shannon y lo dejó a él con una bala alojada en la pierna. Estuvo cuatro semanas en territorio enemigo, viviendo en el bosque, antes de ser recogido por otro helicóptero que sobrevolaba la zona. Alexander y Tatiana creían que cualquier hombre capaz de sobrevivir, solo y herido, durante un mes en las montañas de Corea podría hacer bien cualquier cosa que se propusiese. Shannon andaba con una ligera cojera por la bala que todavía tenía alojada en el muslo, pero su expresión era afable, tenía buena presencia, estaba ansioso por complacer y era educadísimo e increíblemente trabajador.

Shannon cayó bien a Alexander al instante, y le cayó aún mejor cuando Tatiana dijo que era un chico maravilloso al volver de tomar una copa con él.

—Pero está muy solo. ¿Conocemos a alguna chica soltera? —dijo ella.

Un sonriente Alexander quiso saber si de veras Tatiana le estaba preguntando si conocía a alguna chica soltera.

—He dicho nosotros, Shura. Si la conocemos nosotros.

Una tarde, mientras Alexander y Shannon estaban en el despacho, Tatiana pasó a saludarlos. Se acababa de tropezar con Amanda en la calle. En cuanto hubo traspasado la puerta del despacho de Alexander, Shannon se levantó de golpe y dijo:

—Tania, ¿es que no me vas a presentar a tu amiga?

Sin disimular su frialdad, Tatiana presentó a un sonriente Shannon a una sonriente Amanda. Dos días después, los cuatro salieron a cenar a Bobo’s. A Amanda le gustó mucho Shannon («¿Cómo no iba a gustarle —dijo Tatiana—, con sus modales tan educados y esos ojos azules e inocentes?»), pero a Shannon le gustó muchísimo Amanda.

—Bueno, ¿y qué te parece nuestro adorable Shannon como novio de Amanda? —le preguntó Tatiana a Alexander esa noche cuando se cepillaban los dientes, antes de irse a la cama.

—Hummm… —contestó él, enjuagándose la boca.

—¿Qué pasa? ¿Tú también tienes tus reservas?

Escupió en el lavabo.

—Yo no, pero creo que Amanda sí. Él parecía prendado de ella, pero ella no estaba tan prendada de él. —Se encogió de hombros—. Mujeres…

Tatiana se examinó la cara en el espejo del baño.

—No sé de qué te sorprendes. Shannon es un chico bueno y decente, y a Amanda le gustan los hombres malos.

—Ah, ¿sí? —Alexander miró a Tatiana de soslayo—. ¿Y qué clase de hombres le gustan a mi mujer?

—A mí me gusta —contestó ella, sonriéndole a través del espejo— el chico más malo de todos.

Shannon y Amanda no necesitaron a Tatiana y Alexander después de su primera salida juntos. Se comprometieron dos meses más tarde, en marzo de 1953, en torno a la fecha de la muerte de Stalin (aunque Shannon sostuvo que ambos hechos fueron simultáneos y no consiguientes, a diferencia, por ejemplo, de la detención y la ejecución de Lavrenti Beria), se casaron en junio y el mes de marzo siguiente tuvieron a su primer hijo.

Hijos, hijos, hijos

Amanda no fue la única en dar a luz a un hijo ese mes.

¿Qué demonios estaba pasando en Phoenix? Alexander no podía dar un paso para ir al mercado de la Indian School Road, a buscar comida, a comprar helado o a pasear por el Apache Trail sin ver sillitas, cochecitos de bebé, gemelos y críos pequeños por todas partes. Cuando iba a jugar a la pelota con Anthony a Scottsdale Commons, sólo veía recién nacidos por todas partes, como lirios en un campo en primavera, niños, niñas, vestidos de azul, de rosa, de amarillo o de verde, regordetes, blancos, negros, morenos y de todos los colores. Los barracones para matrimonios de Yuma, donde se hospedaban una vez al mes, estaban a rebosar de cochecitos dispuestos en fila en la puerta. ¿Que iban a ver las ciudades fantasma de las montañas Superstition? Bebés por todas partes. ¿El museo de Pueblo Grande? Retoños por todas partes. ¿Por qué tenían que ir los bebés al Indian Museum? ¿O al monumento nacional del desierto de Sonora? Alexander no podía ver los gigantescos saguaros de la cantidad de bebés que le tapaban la vista. Era el primer tema de conversación de cualquier encuentro, y también el último. ¿Quién volvía a estar embarazada? ¿Quién acababa de tener un niño, quién iba ya por el tercero? ¿Cuándo iban a mudarse a una casa más grande y cuántos hijos más habían planeado tener? Alexander lo convirtió incluso en el lema de la eficacia de su negocio. Les dijo a todos los trabajadores a los que contrataba y a los futuros propietarios de las casas con los que hablaba que su objetivo consistía en construir con el mismo nivel de calidad pero en menos tiempo de lo que una mujer tardaba en crear un ser humano.

Un día, le dijo a la única mujer que no se quedaba embarazada:

—Ya está. A partir de ahora me encargo yo. Es obvio que tengo que tomar cartas en el asunto.

Ella sonrió.

—¿Cartas? Pues entonces a ver si se trata de un pequeño error de procedimiento y nos estamos equivocando en algo…

Se dedicó a la tarea de hacer un hijo de la misma forma que se dedicaba a la tarea de hacer cualquier otra cosa: diligente, incansable y concienzudamente, entregándose en cuerpo y alma. Durante un año se empleó a fondo en esa tarea, y hasta dejó de fumar dentro de la casa, diciendo que la nicotina no era buena para los pulmones antaño tuberculosos de Tatiana.

—Es tu casa —le decía ella—. Fuma donde te dé la gana, y no voy a engendrar al bebé en los pulmones.

Esperaban; Alexander contenía la respiración los días en torno a la fecha en que sabrían si estaba embarazada o no, y cuando pasaba otro mes con una respuesta negativa, Alexander soltaba el aire y seguía trabajando y construyendo otro mes entero. Puede que no hubiese más niños para ellos, pero sí contaban con la posibilidad de remojarse en la piscina… ¡en pleno diciembre! Por las noches se daban un chapuzón en el agua templada de la piscina, bajo las estrellas del desierto. Y otras veces ni siquiera estaba templada, pero ellos se daban un chapuzón igualmente, arrojándose en cueros al agua… ¡y qué agradable era la sensación del agua helada sobre la piel desnuda!

Puede que no hubiese más niños para ellos, pero sí contaban con la voz de Rosemary Clooney «que quería un pedazo de su corazón», y de las Andrew Sisters, que «querían ser amadas», y con la realidad de Alexander haciendo el amor a Tatiana de noche en una de las tumbonas de la piscina mientras él tarareaba canciones de amor y, Tatiana, sujetándole la cabeza, le decía:

—¡Chsss, chssss!

Mientras tarareaba la canción de los barqueros del Volga que también había entonado en su avance por el territorio de Bielorrusia, Alexander construyó un camino de gravilla de entrada a la casa flanqueado por piedras, fabricó una cancha de baloncesto de cemento para él y para Anthony y elaboró una cubierta para proteger los coches del sol.

Pertrechado con la Danza de los marineros rusos que había tarareado cuando se aproximaba al campo de exterminio de Majdanek en Polonia, intentó deshacerse de los cholla. Las púas del cholla penetran y se alojan en cualquier cosa que encuentren cerca: en el cuero, la goma, los guantes, las suelas de las botas de Alexander… penetran para polinizar, y luego brota y germina, imbuido de espíritus malignos, el cholla.

—Papá —dijo Anthony, que estaba ayudándolo—, ahora estás en Estados Unidos y eres un oficial. Aquí cantamos El himno de la batalla de la República cuando conquistamos a los cactus cholla. ¿No te sabes la letra? ¿Quieres que te la enseñe?

Con Varshavianka en los labios, Alexander plantó palmeras y agaves, construyó parterres de albañilería para el jardín de flores de Tatiana (que a ella le parecieron «bonitos y simbólicos») y dispuso un sendero serpenteante de terracota alrededor de las yucas y los palos verde. Después de cenar se paseaban por los caminos que Alexander había abierto entre el exuberante follaje desértico. Los ocotillos, las chumberas, los algarrobos aterciopelados, los lupinos de color púrpura, las amapolas del desierto… todos florecían en su cuidado Jardín de Verano junto a las montañas. Y a sus pies, entre los imponentes saguaros, las luces del valle brillaban y se multiplicaban, las tierras de cultivo habían ido desapareciendo hacía tiempo, las urbanizaciones habían crecido como setas y contaban con alumbrado público, asociaciones vecinales, piscinas, campos de golf, cochecitos de bebé y casas que Alexander construía para las mujeres que se acababan de quedar embarazadas y los ansiosos maridos de éstas.

Tatiana se agarraba del brazo de Alexander y levantaba la vista para mirarlo cuando éste hablaba de construir casas, de Shannon, de Richter aún en Corea y de los franceses librando batallas mortales en Dien Bien Phu… y a veces Alexander habría jurado que ella no estaba escuchando ni una sola palabra de lo que le decía, que se limitaba a quedarse boquiabierta, sin mover ni siquiera una pestaña, como si… casi como si… como si llevara el uniforme y ella llevase la ropa de la fábrica, y como si él tuviese el rifle colgado del hombro y ella se hubiese soltado el pelo, y como si estuvieran paseando por Leningrado, por las calles y los bulevares, por los canales y las estaciones de ferrocarril en el primer verano de sus vidas, cuando la guerra los unió por vez primera antes de volver a separarlos.

Mientras tanto, el hijo único, el único y estupendo hijo que habían conseguido tener, tocaba la guitarra en la terraza, aprendiendo las canciones mexicanas de Francesca y las rusas de su propia madre. Tatiana se las tarareaba y Anthony rasgueaba el instrumento con la melodía, y ella se echaba a llorar cuando las escuchaba. Y él daba serenatas a su padre y a su madre con Corazón mágico y Noches de Moscú mientras paseaban, fumaban y charlaban en el cálido crepúsculo de la tarde.

Y luego, por la noche… el amor.

Y luego… pasaba otro mes.

Anthony ve a su madre besar a Santa Claus

Tatiana acababa de darse un baño y estaba recostada en la cama, cepillándose el pelo e inclinada hacia delante mientras Alexander desplegaba la versión definitiva del proyecto para su nueva casa. Con el lápiz en ristre, él la condujo por el camino de entrada mientras le enseñaba el plano: primero la elevación, luego el interior de la casa y luego la elevación posterior, y por último el diseño de la cocina.

—Es enorme, como si estuviera en expansión —comentó Tatiana.

—Sí. Nuestra casa de adobe en expansión tiene la forma de una luna creciente de Lazarevo —dijo Alexander—, que se extiende describiendo una curva hacia las canchas de baloncesto y los garajes.

—Me encanta el aspecto que tiene.

—Se entra por unas puertas de oro falso… —Alexander alzó la vista para mirarla, con la esperanza de que aquella referencia le recordase las otras puertas de oro, las puertas de oro de ley que abrían cierto jardín poblado de olmos en cierto río de noches blancas. Por el aspecto ensoñador de Tatiana, echada sobre la cama, se diría que se acordaba. El proyecto como juego amoroso previo. Asintiendo con la cabeza a modo de aprobación tácita para consigo mismo, Alexander continuó—: A través de esas puertas se accede a un patio cuadrado de travertino con palos de fierro alrededor de una fuente circular y luego se sigue hacia el corazón de la casa: la cocina, el pasillo, la sala de estar, el cuarto de juegos, la biblioteca, y el largo y amplio salón comedor junto a la despensa. Está bien, ¿verdad?

—Pero ¿qué tamaño tiene ese salón comedor exactamente?

Lo examinó más de cerca.

—Siete metros por cinco. Con chimenea.

—Eso es muy grande —dijo ella.

—Es que estoy pensando en términos generacionales —repuso él en tono alegre—. Porque dentro de tres generaciones, aquí habrá un montón de niños. Mira, la cocina comunica con el estudio por una galería, con ventanas que van del suelo al techo para plantas, y la pared larga del fondo para fotos y recuerdos. Y allí, a la izquierda, están los dormitorios de los niños. Y aquí, a la derecha, está nuestro apartado dormitorio principal…

—¿Así es como lo llamas? ¿Dormitorio principal?

—Yo no lo llamo así, se llama así. ¿Me estás escuchando o te estás insinuando?

—¿Y por qué no puedo escucharte e insinuarme? Está bien, está bien, te escucho. —Tatiana se puso seria—. ¿Qué es esto?

—Una chimenea que da al dormitorio y también al baño que hay dentro del dormitorio —contestó Alexander—. Y eso de fuera es un jardín privado con vistas a las montañas y, además, al valle. Y voy a construir una valla para que podamos hacer un fuego en privado cuando queramos.

—Me gusta la chimenea en el dormitorio —dijo ella en voz baja mientras seguía cepillándose el pelo, pero ahora más rápido—. Me encantaría tener una aquí.

—Sí, bueno; en las casas móviles no construyen chimeneas —dijo Alexander—. La casa es toda de piedra caliza, de losa y terracota, y con tablones de madera en el suelo. Salvo nuestro dormitorio… donde hay moqueta de un extremo a otro. —Sonrió de oreja a oreja—. ¿Dónde estaba? Ah, sí. Un porche cubierto recorre la totalidad de la curva interna de la parte posterior de la casa. Por aquí hay un patio y un camino que lleva a la piscina.

—Es todo extraordinario —se admiró ella.

—Los baños son blancos —prosiguió él— como a ti te gustan. La cocina es blanca. Pero mira aquí, ¿ves esa isla? Es una de las particularidades más importantes de toda la casa.

—¿Todavía más importante que la chimenea entre la cama y la bañera de hidromasaje?

—Casi —dijo Alexander—. Imagínate esta isla de granito negro, como esquisto de Vishnu, en medio de tu cocina de ensueño, como el corazón de la casa. En esa isla preparas comida y haces la masa del pan. Es ahí donde tus hijos y tu marido se sientan en taburetes con cojines y se comen el pan que tú les haces y el café que tú les preparas y gritan y discuten y leen el periódico y hablan de cómo les ha ido el día. Es el principio, la mitad y el final de todos los días. Suena la música y en tu cocina nunca reina el silencio.

—Aislada y sola en las montañas —murmuró Tatiana.

—Sí —dijo Alexander—. Intimidad para gritar, para llorar, para nadar, para dormir. Intimidad para todo.

—Shura —dijo ella con voz aterciopelada—, es un bonito sueño. Lo veo, lo veo todo. Lo siento en las entrañas. En cuanto me quede embarazada, construiremos nuestra casa.

Señalando la necesidad creciente de intimidad ahora que Anthony se estaba haciendo mayor y que era mucho más consciente de todo cuanto ocurría alrededor en la casa, Alexander, que había pasado nada menos que cuatro años modificando, ajustando y perfeccionando los planos, sugirió con mucho tacto construir la casa de todos modos. Tatiana se negó, también con mucho tacto.

—¿Y quién se va a encargar de los tablones del suelo, de elegir las molduras, el color de la pintura y los pomos de las puertas? Eso es un trabajo a jornada completa. Amanda puede hacerlo, pero ella no trabaja. Yo ya tengo bastante con la casa y el trabajo.

Alexander permaneció callado durante lo que le pareció una hora, examinando los planos extendidos sobre la colcha de color crema y carmesí.

—Pues no trabajes tanto —dijo al fin, mirándola a los ojos. Desde la otra punta de la cama, Tatiana le dedicó una mirada amorosa y benévola.

—Shura, en cuanto me quede embarazada dejaré de trabajar. Construiremos nuestra casa. ¿A qué vienen tantas prisas? —Sonrió—. Por ahora tenemos todo lo que necesitamos —susurró—. Y tenemos muchísima intimidad. —Tatiana soltó el cepillo, se quitó la bata y se echó sobre la cama, justo encima de los planos de la casa. Echando la cabeza hacia atrás y estirando los brazos, murmuró—: Aquí, en tu cama, de espaldas, tienes a una mujer tumbada y desnuda con el pelo suelto, como a ti te gusta, como tú quieres… ¿Qué dices a eso…?

—Hummm, pero no arrugues los planos, por favor…

Pasó otro año. Pagaron las letras del préstamo hipotecario sobre la tierra, aumentaron los sueldos de todos sus trabajadores, contrataron a más empleados y, en Navidades, recibieron la visita de la tía Esther y de Rosa, y de una desgraciada Vikki y un hosco Richter, que acababa de regresar de Corea. Repartieron regalos de Navidad carísimos y dieron grandes fiestas; los domingos celebraban unas barbacoas estupendas, salían a cenar todos los sábados y realizaban largos viajes los domingos que pasaban juntos, atravesando Arizona de punta a punta y haciendo recorridos a caballo por las montañas.

Hicieron reformas en la cocina y compraron electrodomésticos nuevos. Alexander acabó los estudios y obtuvo el título de arquitecto. En invierno de 1954 empezaron a ver la televisión. Tatiana dejó que Alexander no reparase en gastos y le permitió comprarle uno de los nuevos aparatos en color, en el que vieron The Singing Cowboy y Death Valley Days, I Love Lucy y The Honeymooners. A veces, cuando veían la televisión, Alexander se recostaba en el regazo de ella, como si estuviesen delante del fuego en Lazarevo. Y a veces Tatiana se echaba en el regazo de él. Y otras veces… tal como diría Marlene Dietrich, «eran más dulces sus besos que el vino».

En las Navidades de 1955, se les olvidó echar el pestillo a la puerta de su dormitorio y Anthony la abrió de improviso una noche, cuando ya era muy tarde. Puede que entrase porque había sufrido una pesadilla, o porque los villancicos sonaban demasiado altos en la radio del dormitorio de sus padres, pero el caso es que mientras en las ondas hercianas se oía He visto a mamá besando a Santa Claus, Anthony, de doce años de edad, vio a su madre, desnuda, debajo de su padre erguido, también desnudo; vio unas piernas flexionadas y unas manos blancas sujetándose con fuerza a unos poderosos brazos, y vio unos movimientos indescriptibles, y oyó a su madre emitir unos ruidos como si le estuviesen haciendo daño pero que a la vez no eran ruidos de dolor. Él también hizo ruido y Alexander, sin ni siquiera volverse, dejó de moverse, se tendió encima de Tatiana para taparla y dijo:

—Anthony…

El chico desapareció al instante, se esfumó, y dejó la puerta abierta de par en par.

Intentaron imaginarse qué habría visto él. Intentaron sentirse agradecidos por las otras cosas, completamente inexplicables, que podía haber visto y que, por suerte, no había llegado a ver.

—¿Podemos construir una casa nueva ahora? —exclamó Alexander.

—¿Por qué? —repuso Tatiana—. Puedes dejar la puerta abierta, sin pestillo, en una casa nueva igual que en nuestra casa móvil. Pero ahora será mejor que vayas a hablar con tu hijo, Shura.

—Ah, conque resulta que ahora, de repente, es una casa móvil y no un remolque… ¿Y qué se supone que tengo que decirle?

—No lo sé, Alexander Barrington, pero vas a tener que pensar en algo, ¿o quieres que sea yo quien hable con él como tu madre hablaba contigo?

—Está bien, vamos a retroceder un pequeño paso hacia la realidad del mundo —repuso Alexander—. Mi familia y yo vivíamos en un piso comunal donde nuestro vecino de la habitación contigua se pasaba el día trayéndose a las putas que encontraba en la estación de tren. Mi madre tenía una responsabilidad: trataba de protegerme contándome historias horribles de enfermedades venéreas. Yo no necesito proteger a mi hijo de eso; creo que lo que ha visto esta noche lo mantendrá alejado del sexo para el resto de su vida.

Al día siguiente, Anthony fue directo a encerrarse a su habitación en lugar de sentarse a la mesa de la cocina para hacer sus deberes y hablar con Alexander. Tatiana llegó a casa y cenaron. Incapaz de mirar a su madre a la cara, Anthony se escabulló a su cuarto inmediatamente después de recoger la mesa. Ni siquiera quiso jugar al baloncesto, a pesar del ofrecimiento de Tatiana de darle una ventaja de diez puntos.

—¿Ha estado así todo el día? —preguntó ella.

—Pues sí —respondió Alexander—. Tampoco ha querido hablar conmigo a la hora del desayuno. Y estoy empezando a entender cada vez más a mi padre, la insistencia de mi madre que siempre le decía: «Ve a hablar con él, ve a hablar con él». En aquella época me parecía lo más gracioso del mundo. ¿Por qué será que ahora ya no me lo parece?

Tatiana lo llevó a empujones hasta la puerta del cuarto de Anthony.

—Pues a mí sí me parece lo más gracioso del mundo. Ve a hablar con él, ve a hablar con él…

Alexander no quería dar su brazo a torcer.

—Ahora que lo pienso… En realidad, a mí no me hacía ninguna falta hablar con mis padres, ¿por qué lo necesita Anthony?

—Porque sí. Déjate ya de excusas. Siempre me estás diciendo que eres tú el que se ocupa de él, pues anda, ve y ocúpate de él.

A regañadientes, Alexander llamó a la puerta. Después de entrar, se sentó en la cama junto a un callado Anthony y, tras respirar hondo, preguntó:

—¿Hay algo de lo que quieras hablar conmigo, campeón?

—¡No! —exclamó Anthony.

—Mmm… ¿Estás seguro?

Le dio unas palmaditas en la pierna para animarlo a que hablase. Sin embargo, Anthony no decía nada.

Alexander le habló de todos modos. Le explicó que los adultos, de vez en cuando, querían tener un hijo. Que los hombres tenían esto… y las mujeres aquello… Y que para crear un hijo tenía que haber una especie de acoplamiento, algo así como la ensambladura de mortaja y espiga en dos trozos de madera. Para llevar a cabo el acoplamiento con éxito, era necesario el movimiento (y era ahí donde fallaba la analogía de la ensambladura de mortaja y espiga, pero por suerte Anthony no hizo preguntas), y probablemente era ese movimiento lo que había asustado a Anthony, pero en realidad no había nada de que asustarse, sólo era la esencia del plan para la supervivencia de la especie humana.

Como recompensa a los encomiables esfuerzos de su padre, Anthony lo miró como si le acabasen de decir que sus padres se bebían la sangre helada de los vampiros todas las noches antes de acostarse.

—Que estabais haciendo… ¿qué? —Y luego, tras una pausa considerablemente larga, añadió—: ¿Mamá y tú estabais intentando… tener un hijo?

—Hummm… sí.

—¿Y tuvisteis que hacer eso antes, para tenerme a mí?

—Hummm… sí.

—¿Y es eso lo que tienen que hacer todos los adultos para tener un hijo?

—Sí.

—La mamá de Sergio tiene tres hijos. ¿Significa eso que sus padres tuvieron que hacer eso… tres veces nada menos?

Alexander se mordió el labio.

—Sí, hijo, sí —contestó.

—Papá —dijo Anthony—, no creo que mamá quiera tener más hijos. ¿Es que no la oíste?

—Hijo mío…

—¿No oías los ruidos que…? Papá, por favor…

Alexander se levantó.

—Bueno, pues muy bien. Me alegro de que hayamos tenido esta charla.

—Pues yo no.

Cuando salió de la habitación, Tatiana lo esperaba sentada a la mesa.

—¿Cómo ha ido?

—Ha sido —dijo Alexander— bastante parecida a la conversación que mi padre tuvo conmigo.

Tatiana se echó a reír.

—Más vale que haya sido mucho mejor que aquélla, porque la conversación con tu padre no fue muy eficaz que digamos.

—Tu hijo está leyendo cómics de la Mujer Maravilla, Tania —dijo Alexander—. No sé lo eficaz que puede llegar a ser nada de lo que yo diga en breve.

—¿La Mujer Maravilla?

—¿Has visto a la Mujer Maravilla? —Alexander negó con la cabeza y fue a por sus cigarrillos—. No importa. Pronto lo tendrá todo muy claro. Entonces, ¿me das luz verde para construir la casa o no?

—No, Shura. La próxima vez echa el pestillo de la puerta y ya está.

De modo que todavía no construyeron la casa. Anthony siguió leyendo la Mujer Maravilla, la voz le cambió y empezó a poner barricadas en la puerta de su habitación por las noches mientras, al otro lado de la casa móvil, al otro lado de la cocina y de la sala de estar, tras una puerta cerrada con pestillo, la canción de He visto a mamá besando a Santa Claus sonaba sin cesar.

Aunque de vez en cuando, Alexander habría jurado oír a Rosemary Clooney cantándole que su madre tenía razón, que la noche tenía alma de blues.

Tatiana y Alexander estaban sentados junto a la piscina. Sonaba la música del transistor, él fumaba, ella iba dando sorbos a su taza de té, y las luces tenues y amarillas que bordeaban la piscina estaban encendidas. Habían estado charlando tranquilamente. De noche, en el desierto, rara vez sopla el viento, y en ese momento tampoco lo hacía. En la radio sonó una de las tonadas favoritas de Alexander, una balada lenta y triste, y él se levantó y dio un paso hacia ella. Tatiana levantó la vista y lo miró con aire titubeante, y luego soltó la taza de té. Él la ayudó a levantarse y luego la atrajo hacia sí. Le rodeó la espalda con el brazo, ambos entrelazaron las manos y en el borde de piedra de la piscina se pusieron a bañar al son del Nature Boy de Nat King Cole. Tatiana apretó su cuerpo contra el de él mientras se deslizaban trazando lentos bucles, dibujando pequeños círculos junto a las ondas azules de su piscina iluminada bajo las estrellas del cielo meridional de diciembre. Tatiana apoyó la cabeza en el pecho de Alexander mientras éste y Nat King Cole le cantaban sobre «el mágico día en que se cruzó en su camino», y cuando Alexander alzó los ojos, se vio a sí mismo, un chico de catorce años, embargado de vergüenza adolescente, de pie y viendo a su propio padre bailar pegado a su madre cerca de una hamaca en Krasnaia Poliana, veinte años antes, en 1935… al principio del fin. Aquélla había sido la última vez que vio a sus padres rozándose suavemente, rozándose enamorados, y cuando Alexander pestañeó y la imagen de sí mismo se desvaneció, vio a su propio hijo, Anthony, de pie en la terraza de madera de la casa, embargado de vergüenza adolescente viendo a su propio padre bailar pegado a su madre.

¿Acaso por última vez…?

Daba lo mismo lo juntos que bailasen Alexander y Tatiana, y lo cierto es que bailaban muy, muy juntos, pero seguía sin producirse el milagro de un hijo, y el tictac implacable del reloj se oía cada vez con más fuerza en todas las estancias de la casa, en los planos del proyecto de una mansión extendidos sobre la mesa. Convivía con ellos, el elefante blanco el doble de grande que la casa donde vivían, el elefante blanco que estudiaba con ellos los planos de su futura mansión y susurraba «¿para qué necesitamos un castillo hecho a medida con patios, fuentes, salones comedores, cuartos de juego y seis dormitorios si no va a haber más hijos?».