La despedida de soltero
Jeff y Cindy iban a casarse al fin. Jeff tenía treinta y cinco años y había conservado su soltería hasta entonces. Había empezado a trabajar con Steve cuatro años antes, había seguido yendo a Las Vegas con éste, se había comprometido con Cindy, se había hecho el remolón como Steve, y había fijado varias fechas de boda, como Steve, pero ahora realmente iba a dar el gran paso y no iba a posponerlo más. A Amanda le bullía la sangre de indignación. Durante la cena, Tatiana le preguntó a Alexander qué opinaba él de aquella boda. Acababan de terminar de cenar.
—No opino nada. No me meto en sus asuntos. —Carraspeó unos segundos—. Pero el novio y sus amigos van a celebrar una despedida de soltero.
Tatiana se quedó petrificada. Siguió removiendo el té aparentando una naturalidad absoluta.
—He oído hablar de las despedidas de soltero; son como una última juerga antes de casarse, ¿no? Os emborracháis y luego le dais al novio consejos sobre el matrimonio. —Esbozó una sonrisa débil—. Suena divertido.
—Sí, es algo así —dijo Alexander, sin apartar la mirada de ella—. Y algunas veces…
Tatiana se levantó de golpe y empezó a recoger la mesa.
—Algunas veces, los hombres van a sitios donde las mujeres bailan.
Tatiana fue apilando los platos uno a uno.
—¿Te… molesta? —preguntó él.
—¿Que si me molesta? —exclamó ella, incrédula—. No entiendo la pregunta. ¿Van vestidas esas mujeres?
—No del todo.
—Entonces, ahí tienes la respuesta a tu propia pregunta.
—Voy, bebo, me siento con ellos, hablo, unas chicas bailan por allí y luego vuelvo a casa. ¿Qué problema hay? A ti no te molesta que salga a tomar algo. Esto es lo mismo, salir a tomar algo, jugar al billar…
—E ir a ver a mujeres semidesnudas.
—Me merezco un poco de confianza por tu parte. He sido un marido ejemplar.
—Huy, lo siento —dijo Tatiana, sarcástica—, debe de habérseme olvidado; en tu colección de medallas, no me acuerdo… ¿te dieron alguna por ser un marido ejemplar?
—¿A qué viene tanto sarcasmo? Yo no he dicho que mereciera una medalla, he dicho que merezco tu confianza.
—Lo de ser ejemplar no es un favor que me haces, Alexander, sino una condición.
—¿Y cómo quieres que no vaya? —exclamó él en tono suplicante, levantándose—. Tengo que ir. Se trata de Jeff. Tú y yo estamos invitados a la boda. Vamos, ten un poco de sentido común. Seré el hazmerreír de toda la ciudad. Es por Jeff.
—¿Ver a chicas desnudas es un sacrificio que haces por Jeff? —Tatiana levantó la mano para que la dejara hablar—. Escucha, no utilices ese tono de súplica conmigo y no me insultes con tu actitud de que no entiendes a qué viene mi enfado. Puede que no haya tenido tanta experiencia como tú en ese terreno… como si eso fuese posible, por otra parte, pero no soy ninguna idiota.
—No he dicho que fueras…
—Sé lo que pasa en esos sitios. Carolyn me contó que en la despedida de soltero de su prometido, Brian, las chicas no sólo se desnudaron sino que realizaron unos bailes muy personales para los hombres. Cuando Carolyn se enteró, pospuso la boda un año.
—¿Brian? Creía que su marido se llamaba Dan —dijo Alexander.
—Y así es —contestó Tatiana—. He dicho «pospuso» en el sentido más amplio e indefinido de la palabra. Al cabo de un año se casó con Dan, en cuya despedida de soltero no hubo mujeres desnudas.
—Tania —dijo, bajando la voz—, dame un respiro, joder.
—Mujeres desnudas bailando delante de tus narices… muy cerca. ¿Acaso soy demasiado puritana porque no entiendo por qué está bien una cosa así? Explícamelo, entonces. Sólo soy una simple chica de campo, de Luga. Explícamelo despacio y bien clarito para que yo lo entienda.
La expresión de desconcierto de Alexander no se alteró cuando abrió los brazos para acogerla. Tatiana retrocedió hasta el extremo opuesto de la cocina, levantando las manos para detenerlo a él y a ella misma.
—No puedo seguir hablando de esto. Ese maldito Steve… No puedo hablar más de eso.
Alexander arqueó las cejas.
—¿Steve? ¿Qué tiene que ver él con esto?
—Todo, estoy segura. Seguro que ha sido él quien se ha ocupado del entretenimiento. Te tiene tan sorbido el seso que ahora hasta tú piensas que soy demasiado mojigata. Una maldita ironía detrás de otra, ¿no te parece? —Lo fulminó con la mirada—. Siempre me estás diciendo que éste es el mundo moderno, que no estamos en ninguna aldea soviética. Dices que así es como se hacen las cosas en Estados Unidos. Bien, de acuerdo. Que así es como se comportan los hombres aquí. Estupendo. Si a ti te parece bien, a mí con eso me basta, yo no me rijo por nada más que no seas tú. —Tratando por todos los medios de que no se le quebrara la voz, Tatiana añadió—: Y ahora me dices que quieres emborracharte y ver cómo unas mujeres desnudas menean las tetas delante de tus narices. Adelante, haz que a tu mujer le parezca bien eso también.
—¡Es una despedida de soltero!
—¡Son mujeres desnudas!
—Sólo se trata de mirar, es algo del todo inofensivo… —exclamó él, abriendo las manos.
—¡A mujeres desnudas!
Estaban hablando a gritos. Anthony salió del cuarto; su programa de radio había terminado. Miró a su madre, que jadeaba con los labios muy apretados, en un extremo de la encimera de la cocina, y luego a su padre, de pie y tenso en el otro extremo. Volvió a mirarlos, primero a uno y luego al otro, alternativamente, y luego se dio media vuelta y regresó a su habitación.
Se obligaron a sí mismos a dejar de gritar por el bien de su hijo. Alexander se alejó y Tatiana regresó junto al fregadero. Él salió a fumar y luego, al rato, ella lo siguió y permaneció de pie en la terraza frente a él, agarrándose a la barandilla por detrás.
—Shura, te lo voy a explicar de forma muy clara y sencilla —dijo—. Voy a decirte lo que pienso.
—Por favor, hazlo, porque no entiendo nada.
—Eres mi marido —dijo—. Confío en ti ciegamente, creo en ti completamente, pero la sola idea de que vayas a esa maldita fiesta me molesta muchísimo. Creo que no va salir nada bueno de eso. Desconfío de las verdaderas motivaciones de Steve, y el hecho de que te preocupe lo que Steve, Jeff o Bill Balkman puedan pensar de ti si no vas es para mí una decepción. Debería importarte lo que piense yo si vas. —Alexander estaba sentado en el banco, y no levantaba la vista para mirarla—. Te pido por favor que no vayas —dijo Tatiana—. Me parece increíble que creyeras que no iba a importarme.
—Creía que entenderías lo que es —repuso él—, que no es nada.
—El hecho de que vayas a ver mujeres desnudas bailando mientras estás borracho sí es algo, Shura. De eso a las chicas de Las Vegas hay sólo un paso. Es una diferencia de grado, pero es lo mismo.
—Vamos, Tania —protestó él—. Estás…
—¿Exagerando? ¿No estoy siendo comprensiva? ¿Estoy siendo demasiado remilgada? Tienes razón, ojalá pudiera ser más comprensiva, como Amanda, por ejemplo. Ya sé que en momentos como éste a lo mejor desearías estar casado con alguien como ella. Pero no. Aunque he oído que está disponible.
Alexander lanzó un gemido y negó con la cabeza, sin mirarla.
—Voy a decirte algo —continuó Tatiana—. No quería decir nada porque no tenía ninguna intención de ir, pero… a mí también me han invitado a una fiesta.
En ese momento, Alexander sí levantó la cabeza hacia ella.
—Eso es. El sábado por la noche —dijo—. Las chicas también van a celebrar una despedida de soltera. Cindy me ha invitado.
—¿Una despedida de soltera?
—Sí. Nos emperifollamos y salimos. Quieren ir a un sitio que se llama el Golden Corral, ¿lo conoces?
Alexander se levantó de inmediato. Hasta tiró el cigarrillo al suelo.
—Sí, sí que lo conozco —dijo—. Los soldados van ahí a divertirse con las chicas.
—Ah, los soldados… Entonces, ¿es un sitio donde van a buscar «guerra»? Ya, ya me parecía a mí que sería algo así —comentó Tatiana—. Y yo no salgo sin ti de noche. No me voy de copas ni a jugar a las cartas como haces tú, así que cuando Cindy me preguntó si iría, dije que no. Porque creí que no te gustaría que fuese a un sitio como ése.
—Y tenías razón.
—Bien, pues a mí —dijo ella, mirándolo directamente a los ojos— tampoco me gusta que tú vayas a un sitio como ése.
—¡Van todos los hombres! —exclamó—. Es una cosa normal, ¿recuerdas lo que significa «normal»?
—Esta vez no pienso tragar con tu estúpido doble rasero —le respondió Tatiana—. No me lo vendas, ya me lo has vendido muchas veces, gracias. —Hizo una pausa y esperó, y al no recibir ninguna respuesta por parte de él, se cruzó de brazos y añadió—: ¿Sabes qué? Creía que ya no tenías ningún interés por esa clase de cosas, pero tu actitud me demuestra lo contrario. No lo sabía. Todos los días se aprende algo nuevo. Así que ya que no quieres hacer esto por mí y puesto que las reglas de nuestro matrimonio están cambiando, ¿por qué no lo dejamos así y no volvemos a hablar de ello? No quiero ser ninguna aguafiestas: vete a tu maldita fiesta con todas esas mujeres desnudas, que yo me iré al Golden Corral y no se hable más. Y ahora, si me perdonas, tengo que ir a acostar a Anthony.
Se dio media vuelta para marcharse.
Él la alcanzó en dos zancadas y le tapó la boca con la mano.
—Basta ya. Eres imposible, esposa rusa mía —dijo—. Está bien, tú ganas. No iré. —Tatiana deslizó las manos por los brazos de él—. No quiero que te enfades. Creí que no te importaría, ¿en qué diablos estaría pensando? Iré, me tomaré una copa o dos, jugaré al billar y daré unos cuantos consejos al novio sobre el matrimonio, pero no iré a ese club, ¿te parece bien?
Tatiana murmuró su asentimiento. Él la besó en lo alto de la frente y retiró la mano de su cara con un profundo suspiro de alivio.
El viernes por la noche, vestido con pantalones negros, una camisa negra y zapatos negros y relucientes; afeitado, duchado, con el pelo engominado, atractivo, chispeante y sobrio, Alexander se fue a la despedida de soltero a las ocho, diciendo que volvería a casa a la una, que era lo más tarde que había regresado a casa jamás. La besó al despedirse. Olía muy bien y estaba guapísimo. El reloj marcaba la una.
Ataviada con su bata de seda, sin nada debajo, Tatiana esperaba a su marido. Cuando regresaba a casa tarde y un tanto ebrio, le gustaba derramar su aliento impregnado de cerveza sobre el cuerpo de ella, le gustaba tocarla con las manos embriagadas.
Y se hicieron las dos de la madrugada.
Tatiana siguió esperando hasta pasadas las dos y media con creciente ansiedad, pensando que era tiempo más que suficiente para volver a casa desde casi cualquier lugar de Phoenix, pero cuando dieron las tres menos cuarto, de pronto la ansiedad se transformó en auténtico miedo. Nada de bailarinas desnudas: Tatiana sólo se imaginaba las víctimas destrozadas de los accidentes de tráfico a las que veía morir todos los días en urgencias. Alexander estaría borracho y volvería conduciendo a casa muchos kilómetros por la misma carretera por la que circulaban otros tantos juerguistas que también habrían salido ese viernes por la noche. Se paseó sin cesar arriba y abajo por la casa, se puso unos vaqueros y una camisa vieja del ejército de Alexander, se sentó pegada al teléfono y de repente tuvo miedo de que cupiese la posibilidad, la mera posibilidad, de que aquéllos fuesen los únicos años que iban a tener juntos. Todos borrados de un plumazo aquel fatídico viernes por la noche.
Iban pasando los minutos. Consultó el reloj de la cocina: las 2:55. Sólo habían pasado diez minutos desde la última vez que lo había mirado, desde que el ritmo irregular de su corazón había latido con fuerza en su pecho, matando los segundos gota a gota, latido tras latido, sesenta y nueve gotas de la sangre de ella manando en el minuto de una herida abierta e infectada en la espalda de él; ciento cincuenta latidos de su corazón en un minuto de la vida de él. Con el estómago y el corazón encogidos, apagó el aire acondicionado y se puso a pasear arriba y abajo por la casa, salió afuera y estuvo atenta al silencio del aire nocturno con la esperanza de oírlo a él. Estaban a principios de junio. Justo la semana anterior Alexander había cumplido los treinta y tres años. Lo habían celebrado junto a la piscina, en compañía de muchos de los mismos amigos con los que había salido aquella noche.
¿Era aquél el destino de Tatiana… y el de Alexander? ¿Después de todo por lo que habían tenido que pasar, empezando un mes de junio y terminando en otro? Al cabo de tres semanas tenían previsto celebrar su décimo aniversario de bodas. De pronto, Tatiana gritó «¡Alexander!» en el vacío de la noche, pero sólo obtuvo un eco como respuesta, un débil Alexander… Vivían tan lejos de la civilización, en aquel silencio sepulcral en medio de las montañas, que por lo general Tatiana oía el ruido de su camioneta cuando él aún estaba a más de cuatro kilómetros de distancia, en Pima. Veía las luces del vehículo a lo lejos. Otras noches, también se sentaba allí fuera a oír el ruido del motor de su camioneta avanzando por la carretera y doblando a la derecha hacia Jomax. Volvió a consultar el reloj.
Las 2:58. ¿Era posible que sólo hubiesen pasado tres minutos desde la última vez que lo había mirado?
«Oh, Dios mío…», pensó. Se hicieron las tres; luego, las tres y media, las cuatro menos cuarto, las cuatro…
Tatiana llamó a urgencias del Phoenix Memorial y habló con Erin, quien le comentó que no, que no habían traído a Alexander herido ni muerto.
Las 4:47.
Tatiana se tumbó en el suelo, inmóvil.
A las cinco y ocho minutos de la mañana, Tatiana oyó el traqueteo de la camioneta en el camino de entrada a la casa. Se levantó y salió corriendo afuera, y a punto estuvo de ser arrollada por la Chevy, que se estampó contra un montón de carbón que había en la entrada. Tatiana vio de inmediato que Alexander estaba perfectamente… y completamente borracho. Nunca lo había visto tan borracho. Era inútil gritarle en ese momento, pero ¿qué iba a hacer ella con toda su ira? Él la miró con ojos completamente desenfocados y masculló un «Hola, cariño» casi ininteligible.
—Por Dios santo, Alexander —murmuró ella, temblando—. Son las cinco de la mañana…
Cuando salió tambaleándose de la camioneta, se le cayeron las llaves en el suelo de guijarros; se apoyó en ella y Tatiana percibió el fuerte aliento a tabaco y alcohol, pero también a…
El volcán de repugnancia e indignación que sentía en su interior entró en erupción, el volcán de repugnancia que había sentido antes de empezar a pensar que Alexander podía estar muerto: su marido olía a perfume barato.
Tambaleándose de lado a lado, Alexander entró en la casa, se desplomó sobre la cama y se quedó allí inconsciente completamente vestido, con los zapatos, con todo. Tatiana lo desvistió y consiguió meterlo bajo las sábanas. Le registró la ropa, sin saber muy bien qué buscaba, y luego le registró la cartera. Salió de la casa y registró la camioneta de arriba abajo y también la guantera buscando… ¿preservativos tal vez? Era horrible. Nada. Pero el olor a perfume barato seguía allí, y ahora estaba también en la cama de ambos.
Tatiana se tendió a su lado, manteniendo la mano sobre él. Eran casi las siete cuando al fin consiguió conciliar el sueño. Anthony la despertó a las diez, susurrando «mamá, mamá…». Alexander seguía inconsciente.
Tatiana se levantó, se duchó y preparó el desayuno para Anthony. Ella no podía probar bocado. Sonó el teléfono. Era Margaret, una de las últimas personas con las que Tatiana quería hablar.
—¿Cómo está el hombre de la casa esta mañana? —preguntó Margaret alegremente—. ¿Has oído lo que hicieron?
—No. —Tatiana se sentó—. Margaret, ahora no tengo tiempo, de verdad…
—Alquilaron una suite con dos dormitorios en el Westward Ho del centro. He oído que lo pasaron en grande —dijo, riendo—. Que hubo una especie de espectáculo salvaje con un montón de chicas. Deberías preguntarle a Alexander cuando se le pase la cogorza, si es que se le pasa. Bill y Stevie están todavía bastante indispuestos.
Tatiana colgó el teléfono. Era lo único que podía hacer para no sentir arcadas.
Ella y Anthony salieron a comprar. Ni siquiera dejó una nota para Alexander.
Cuando llegaron a casa, hacia las cuatro, Alexander salió a recibirlos a la puerta, con señales de resaca pero prácticamente sobrio del todo.
—Hola —les dijo, y por suerte, antes de que ella pudiese responder, Anthony empezó a hablar con él y lo distrajo.
Tatiana sacó el contenido de las bolsas de la compra mientras Anthony y Alexander las llevaban adentro. Alexander se acercó a ella en la cocina y, dándole un empujoncito con el cuerpo, repitió:
—Hola.
—Hola —contestó ella, y se dirigió a la nevera.
—Dame un beso, Tania —dijo. Ella levantó la cara sin mirarlo. Él la besó y luego dijo—: Mírame.
Ella abrió los ojos y le lanzó una mirada asesina.
—Ah —dijo él—. Estás enfadada.
—Enfadada es poco —repuso, cerrando la nevera de un portazo.
Anthony estaba tirando de la mano de su padre para enseñarle el barco de pesca-destructor-portaaviones que había construido en el cobertizo.
Tatiana se metió en el dormitorio y se preparó para salir. Se puso el vestido nuevo de seda de color violeta que acababa de comprar, con gasa fruncida alrededor de la falda de vuelo y ribetes de terciopelo. Esa noche se había puesto máscara de pestañas negra y lápiz de ojos también negro, colorete y hasta se había pintado los labios. La única vez que se había puesto ese pintalabios para Alexander había sido la noche que se había vestido de enfermera para ocuparse de sus humores malignos. El recuerdo de las noches de viernes que habían pasado juntos le dolió en el alma. Se puso unos pendientes, un collar de perlas y un poco de perfume caro, a fin de contrarrestar el olor del barato, que aún invadía su dormitorio… y hasta su preciosa colcha. Acto seguido, se calzó los zapatos de tacón nuevos de color malva. Estaba acabando de cepillarse el pelo cuando Alexander entró en el dormitorio. Se quedó mirándola un momento, observando sus movimientos frente al tocador. Mirándolo a través del espejo, Tatiana dijo:
—Queda algo del estofado de ayer y hay un montón de pan y mantequilla…
—Ya sé dónde está la comida. —Cerró la puerta de un puntapié. Tatiana sólo oía ese ruido cuando la llevaba al dormitorio para entregarse al amor. Ese sonido también le dolió en el alma—. ¿Adónde vas?
—Esta noche es la despedida de soltera, ¿recuerdas?
Muy despacio, Alexander dijo:
—Me dijiste que no irías.
—Y tú me dijiste —repuso ella— que estarías en casa a la una.
Tatiana se esforzaba al máximo por controlar el tono de voz.
—Me emborraché. Se me olvidó llamar. Los bares cierran a las dos.
—¿Y la suite del Westward Ho? ¿A qué hora cierra?
Hubo un silencio a sus espaldas, y también un suspiro. Tatiana no podía mirar al espejo para verle la cara a él.
—Fue ese maldito Steve —explicó Alexander—. No podía andar y me pidió que lo ayudase a subir la escalera.
—¡Qué bonito! Un ciego ayudando a otro ciego…
—Yo me marché poco después, pero me costó una eternidad volver a casa.
—Ya lo creo. Te pasaste la noche entera actuando como si no tuvieras una casa.
—¿De qué estás hablando?
—¡Alexander! —exclamó ella, volviéndose para mirarlo de frente—. Ya basta.
Él se puso delante de ella.
—¿Acaso me viste anoche?
—No —le espetó Tatiana—, pero te aseguro que a las cinco de la mañana eras un espectáculo digno de ver. ¿Me dejas pasar, por favor?
—Tardé tres horas en llegar a casa desde el centro. Tenía que parar a cada kilómetro y cerrar los ojos. Debí de quedarme dormido en el arcén. No podía conducir, era un peligro para mí mismo y para los demás. Pensé que te gustaría saber que había conducido con precaución.
—Muy bien. ¿Y también te acordaste de ponerte una goma, sólo por precaución?
—¡Por el amor de Dios!
—No grites… Anthony… —masculló ella entre dientes.
—Está en el cobertizo.
—¡A las cinco de la mañana! —gritó ella a pleno pulmón—. ¡Alexander, eso no es llegar tarde a casa, sino temprano! ¿Es que no tienes decencia? ¿Acaso te imaginas todo lo que se me pasaba por la cabeza? Creí que te habrías estrellado con la camioneta… —No iba a llorar. No le daría ese gusto—. Y cuando al final deshonraste esta casa con tu presencia… ¡vienes apestando a perfume por todo el cuerpo!
—¿Perfume? —Parecía perplejo—. Bueno, tú me quitaste la ropa —dijo bien alto—. Me desnudaste. ¿Por qué no me oliste el cuerpo a ver si había utilizado un condón?
Tatiana inspiró hondo, atónita ante la insensibilidad de él. Empezó a temblar sólo de pensar que alguna vez pudiese llegar a decirle a él algo parecido, a preguntarle si la había olido para detectar el olor de la goma del diafragma que se había puesto para acostarse con otro hombre.
—¿Y quién te dice que no lo he hecho? —dijo, tratando de esquivarlo para dirigirse a la puerta, pero Alexander se interpuso en su camino.
—Esto es absurdo.
—Voy a llegar tarde.
—Me dijiste que no irías.
—¡Y tú me dijiste que no ibas a ver a ninguna mujer! ¡Me dijiste que volverías a casa a la una!
—¡Estuvimos bebiendo! Estaba borracho.
—Me encantan tus excusas. ¿Y por qué no me llamaste?
—Es-ta-ba bo-rra-cho —repitió despacio, como si hablase con un niño.
—Y-yo-me-voy.
Volvió a intentar esquivarlo para marcharse. Él la sujetó del brazo.
—Cariño, lo siento. Te prometo…
—¡Tú y tus estúpidas promesas! —gritó ella, zafándose de él—. ¡Te emborrachas y de repente te importo un comino!
—Eso no es verdad —dijo—, y deja de gritar. Me va a estallar la cabeza.
—¡Qué falta de consideración la mía! Pues no hablemos más de esto. Ya hablaremos mañana, cuando esté menos enfadada y tal vez menos sobria yo también. —Hizo amago de rodearlo, pero él no la dejó y cerró la puerta con el pestillo—. Alexander, déjalo —insistió ella, tratando de apartarlo, pero él siguió sin moverse un centímetro, como si fuera un bloque de cemento.
—Ayer fui por acompañar a un amigo en su despedida de soltero, no porque estuviese enfadado —dijo en voz baja y despacio, pero no de buenas maneras.
—Y yo también voy a ir por acompañar a mi amiga —repuso ella, empujándolo—, no porque esté enfadada. ¿También bailaste con una chica desnuda por tu amigo?
Alexander la agarró de los brazos y la obligó a sentarse en la cama.
—Tú no vas a ninguna parte.
Tatiana se levantó de golpe. Él la sujetó de nuevo y otra vez la obligó a sentarse.
En cuanto la soltó, ella se levantó de nuevo. Volvió a sujetarla de nuevo y la atrajo hacia sí.
—Tania —le dijo en voz baja—, déjalo ya.
Esta vez ella no pudo zafarse.
—Suéltame. No sé de qué te preocupas, me portaré muy bien. Tan bien como tú.
—Joder, Tania… —Sus dedos la sujetaron con más fuerza—. No vas a ir a ninguna parte, así que tranquilízate y así hablaremos de esto como dos adultos.
—Suéltame —repitió ella, jadeando—. No puedes hacer esto.
—¿Que no? —exclamó él—. Trata de impedírmelo, Tania. —Tratando desesperadamente de liberarse de las firmes ataduras de las manos de Alexander, Tatiana forcejeó con él y se quedó sin aliento—. Estás haciendo esto para que me enfade —dijo él—. Y está surtiendo efecto. Considérame enfadado. —Cuanto más forcejeaba ella, más fuerte la sujetaba él. Tatiana se mordió el labio tratando de no gemir de dolor, para no darle a él esa satisfacción. De pronto, Alexander la sujetó contra él con una sola mano, mientras metía la mano que le quedaba libre debajo del vestido de seda y le recorría las medias hasta la línea horizontal de su piel desnuda—. ¿Piensas ir al palacio de las putas vestida así, con un liguero de encaje y medias de costura, con los muslos al descubierto? Conque sí, ¿eh? —exclamó él, con la respiración agitada, tocándole la entrepierna—. ¿Y para qué te molestas en ponerte bragas, Tania?
—¡Alexander! Suéltame.
—Deja de forcejear conmigo y te soltaré.
Era tan inmenso, y su furia tan incontenible, que él también se estaba olvidando de sí mismo, de su fuerza, y estaba a punto de magullarla.
—Suéltame y dejaré de forcejear.
—Tania.
Alexander cerró los garfios de sus dedos alrededor del brazo de ella, y en el muslo. Y Tatiana gritó de dolor.
No había forma humana de salir de aquella habitación a menos que él la dejara marcharse. No podía liberarse de él a menos que Alexander la liberase. Puede que en otro momento ese mismo hecho la hubiese tranquilizado, pero en ese instante sólo conseguía enfurecerla aún más. Tatiana empezó a forcejear con él de nuevo, resistiéndose con su cuerpecillo menudo, retorciéndose para zafarse de aquellos brazos como garras.
—Esta vez no ganarás —dijo él, y ni siquiera jadeaba—, así que déjalo ya.
Para colmo de su humillación, Tatiana estaba a punto de perder el equilibrio con sus tacones y de caerse para atrás en la cama.
—Déjalo tú ahora mismo —murmuró. Incluso las fuerzas para gritarle la estaban abandonando, y sus palabras salieron apenas sin sonido. Le hacía daño con las manos, le hacía daño con la hebilla del cinturón, con sus palabras, y ella ya estaba sufriendo desde el día anterior—. Dime, ¿también le hiciste esto a tu puta desnuda? ¿Y le gustó?
—No tanto como a ti —replicó Alexander, y Tatiana rompió a llorar y luego se puso a chillar.
Anthony llamó a la puerta, gritando a su vez desde el otro lado.
—¡Mamá! ¡Mami! ¡Mamá!
Alexander la empujó a la cama y ella se levantó, corrió al baño y se encerró en él. Alexander abrió la puerta de una patada, ella retrocedió un paso, se tropezó contra la bañera, llorando y diciendo «Para, por favor, para», mientras levantaba las manos para protegerse de él. Alexander le agarró la cara entre las manos, le apretó la boca con fuerza, y masculló:
—Deja de gritar. Tu hijo está fuera. ¿Quieres ir? Pues adelante, vete. Me importa una mierda lo que hagas.
Soltándola con brutalidad, Alexander salió del baño y ella cerró de un portazo la puerta rota. El dormitorio se quedó en silencio, sólo Tatiana lloraba en su interior mientras Anthony lloraba fuera, su llanto infantil retumbando en las paredes.
—Mamá, mamá, por favor…
Al cabo de unos minutos, Tatiana oyó a Alexander abrir el pestillo y la puerta del dormitorio.
—No pasa nada, Anthony —dijo—. Ve afuera un momento. No pasa nada. Deja a papá y a mamá un momento… vete afuera.
Anthony dijo que no.
—¿Qué acabas de decir? ¡Fuera!
Con la cara lavada, los ojos rojos y el rostro aún húmedo, Tatiana salió del cuarto de baño.
—Déjalo en paz, él no ha hecho nada malo.
Le temblaban las manos al pasar junto a Alexander y tocar la cara de Anthony, a quien besó en la cabeza.
—¿Estás bien, mamá? —preguntó, llorando él también.
—Estoy bien, cariño —contestó ella, intentando que no se le quebrase la voz—. No te preocupes por nada. Tu padre cuidará de ti esta noche. Mamá va a salir.
Tatiana salió de la casa, se subió al coche y se marchó.
Alexander y Anthony no hablaron durante la cena, pero mientras recogían la mesa, Alexander dijo:
—Anthony, hijo, a veces los mayores discuten y se pelean, pero no pasa nada. ¿Sergio y tú no os peleáis?
—Tanto no.
—Es que entre los mayores hay más cosas en juego.
—Pero nunca había oído a mamá chillar así. —Se echó a llorar de nuevo.
—Chsss… A veces hasta mamá se enfada.
—Tanto no.
—A veces.
—Así nunca.
—No se enfada así muy a menudo, eso es verdad, pero a veces sí.
—¿Adónde ha ido?
—Ha salido con sus amigas.
—¿Y va a volver?
—¡Pues claro que va a volver! —Alexander respiró hondo y miró a su hijo de hito en hito—. Claro que sí, Anthony. Escucha, todo irá bien. Sólo tenemos que… Oye, ¿te apetece ir al cine?
Ir al cine a solas con su ocupadísimo padre una noche era toda una sorpresa sin precedentes para el chico. Anthony se puso contento de inmediato. Fueron en coche hasta el único cine de Scottsdale para ver El mayor espectáculo del mundo. Alexander se sentó en la butaca sin prestar atención a la película y se puso a fumar. No escuchó ni una sola palabra del guión. No tenía ni idea de lo que sucedía en ella, algo sobre unos trapecistas. En lo único que pensaba era en Tatiana en el Golden Corral, en las imágenes de ella en ese lugar, que lo estaban dejando ciego y sordo. Puede que Tatiana no supiese del todo bien cuál era la verdadera naturaleza del género masculino, pero Alexander lo sabía mejor que nadie.
Tras la película, llevó a Anthony a comer helado a la tienda de refrescos y estuvieron hablando de béisbol, de fútbol y de baloncesto. Hablaron incluso de los bosques de Polonia. Anthony, que había oído parte de la historia de labios de su madre, quería escuchar ahora la versión de su padre.
—Mamá me contó que arrasaste Polonia prácticamente tú solo, sin armas, con un solo tanque, con prisioneros como soldados, con hombres que no habían luchado nunca hasta que tú les enseñaste, y que nunca te quedaste en la retaguardia a pesar de las protestas de tu teniente.
—¿Y le has preguntado alguna vez a tu madre cómo sabe todo eso?
Anthony se encogió de hombros.
—Creo que es mejor no preguntar cómo sabe mamá muchas de las cosas que sabe.
—Tienes toda la razón, hijo, yo también opino lo mismo.
Cuando volvían a la camioneta de la tienda de refrescos, Anthony cogió a Alexander de la mano.
Tatiana todavía no estaba en casa.
Después de acostar a Anthony, Alexander pensó en ir hasta el Golden Corral, pero no podía dejar a su hijo solo en casa. Todo aquello era ridículo: su Tania con un montón de chicas alegres, borrachas, todas bailando, coqueteando… soldados que intentarían llevarse a la cama a su mujer…
Se negó a seguir pensando en todo aquello.
Borrachos que le harían toda clase de proposiciones deshonestas, que le pondrían sus sucias manos encima en un club lleno de humo de cigarrillo… ¿y qué iba a hacer ella para detenerlos, aunque quisiese?
¡Se negaba a seguir pensando en todo aquello!
Alexander se subió a la camioneta, arrancó el motor y luego lo apagó, consciente de que no podía irse. Volvió a entrar en la casa, se paseó arriba y abajo por el salón, se puso a fumar, a beber, a fumar otra vez y consultó el reloj. Eran las once. Se fue al cobertizo y fabricó otro marco para la puerta rota del baño.
Cuando apagó la sierra circular, oyó el ruido del coche de Tatiana en el camino de entrada a la casa. Después de sacudirse como pudo las virutas de madera de encima, regresó a la casa despacio. La puerta del dormitorio, iluminado por una luz tenue, estaba abierta. Tatiana estaba frente al espejo del tocador, quitándose los pendientes. Alexander se detuvo en el umbral y luego entró. Había estado tan tenso que creía que le iba a costar un esfuerzo enorme contener su ira para enfrentarse a ella, pero cuando la vio, toda su furia se esfumó. Lo único que quería era hacer las paces con ella, obtener el consuelo que necesitaba de ella, el alivio que sólo ella podía procurarle. Entró en el dormitorio sin cerrar la puerta y se acercó a ella por detrás. Se quedó en silencio a su espalda, mirándola a través del espejo, a la cara, que en ese momento miraba hacia el suelo. Tatiana trataba de quitarse el collar de perlas, y estaba forcejeando con el cierre. Alexander tomó aire y le apartó el pelo a un lado.
—Trae, deja que te ayude.
Abrió el broche muy despacio y dejó el collar sobre la superficie del tocador.
—¿Cómo está Anthony? —le preguntó ella.
—Está bien.
—¿Le has dado de cenar?
—Sí, le he dado de cenar. Y también lo he llevado al cine.
—Eso está bien. Debe de haberle gustado pasar un poco de tiempo con su padre.
Tatiana no olía ni remotamente a alcohol ni a cigarrillos ni al olor de otras personas. Ni remotamente. Olía al mismo perfume de almizcle que se había puesto antes. No llevaba el vestido arrugado, ni el pelo alborotado, ni la habían tocado ni nadie le había derramado su aliento. Alexander estaba muy cerca de ella, justo detrás, presionándole la espalda con el vientre, la melena con olor a champú de fresa bajo la barbilla de él, el pelo de ella en sus manos.
—¿Me ayudas con el vestido? —preguntó ella en voz baja—. No puedo quitarme los corchetes.
Alexander le desabrochó los cierres y dejó las manos en los brazos desnudos de ella. Inclinando la cabeza hacia abajo, le besó el hombro y ella se apartó.
—No hagas eso, ¿de acuerdo?
—Tania…
—No lo hagas. Basta.
Él la volvió hacia sí, pero ella no levantó la mirada. Tenía el vestido desabrochado, y se le había deslizado hacia abajo. Tatiana dejó que le cayera al suelo y se quedó en ropa interior, vestida únicamente con un corselete de encaje de color púrpura y medias negras. Alexander quiso mencionar la prenda de encaje púrpura que se había comprado para una noche sin él, pero pensó que no era el momento. Ella seguía sin mirarlo. Alexander tomó la cara de ella entre las manos, la levantó hacia él, se inclinó y le besó los reticentes labios. Ella levantó las manos para apartarlo y no le devolvió el beso.
—¿Dónde has estado? —le preguntó.
—He ido al hospital. He estado haciéndole compañía a Erin en la guardia nocturna.
Alexander exhaló un profundo suspiro de alivio. Todavía tenía la cara de ella entre las manos. Apartándose de su boca, de sus ojos, Tatiana siguió apretando el cuerpo contra el de él. Estaban completamente inmóviles en ese momento, completamente serenos, como debían haber estado cuando Anthony estaba al otro lado de la puerta de su habitación. Se miraron en silencio el uno al otro y los ojos de ella se anegaron en lágrimas.
—No, no, vamos… chsss —dijo Alexander. Fue a cerrar la puerta con el pestillo y descolgó el teléfono de su horquilla. Desnudándola a ella por completo y desnudándose también él mismo, la tumbó sobre la cama y la acarició todo lo despacio que le permitieron sus impacientes manos—. Chsss… mira lo caliente y lo suave que estás… Siento mucho haberte hecho daño antes. Te compensaré por ello, te lo juro. —Con un gemido, le acarició levemente los pechos—. No te enfades conmigo, ¿de acuerdo?
—Estoy tan enfadada contigo… ¿cómo no voy a estarlo?
—No lo sé. —La miró a los ojos húmedos, tristes y aún maquillados—. No te enfades. Sabes que no soporto que te enfades conmigo.
La besó en los labios enfurruñados hasta que éstos se abrieron y le devolvieron el beso. La besó hasta que Tatiana se tendió un poco más relajada en la cama, y durante todo ese rato, Alexander le estuvo acariciando con la mano el triángulo de vello que poblaba su entrepierna.
—Shura… no…
—No, ¿qué?
Alexander se zambulló con la boca abierta entre los pechos de ella.
—No quiero que… —gimió ella, tratando de quedarse quieta, de no retorcerse de placer.
—¿No? —Sumergiéndose debajo de su ombligo, Alexander frotó los labios hacia arriba y hacia abajo contra el montículo de seda rubia de ella, hincándole las manos entre los muslos—. Vamos… —le susurró—. Ábrete de piernas para mí… como a mí me gusta. —La acarició delicadamente con las puntas de los dedos—. Dime, cuéntame en un susurro qué puedo hacer para que no te enfades conmigo… —Ella no dijo nada—. Vamos… ¿algo bueno? ¿Algo suave…?
Tatiana contuvo el aliento, sin hablar, pero ahora yacía como a él le gustaba, con las piernas abiertas. La besó.
—Tania… mira, tus labios tan suaves… tus labios perfectos, tan húmedos, tan rosados, tan abiertos… no están enfadados conmigo…
Alexander hablaba en susurros tranquilizadores, deslizando la lengua dentro y fuera de la boca de ella a la vez que deslizaba los dedos dentro y fuera de ella. Tatiana se agarró a las sábanas con todas sus fuerzas, desnuda y abierta bajo las manos de Alexander. De sus años con ella, de los millares de minutos de su vida en común, había pocas cosas que Alexander conociese mejor que la respuesta del cuerpo de ella ante él. De repente, dejó de tocarla, y un «ah» jadeante escapó de la boca de Tatiana.
Alexander esperó unos segundos, y luego reanudó las caricias, incrementando cada vez más la presión, y cuando ella gimió de nuevo con aliento trémulo, él retiró la mano otra vez. Un estremecimiento apenas contenido sacudió las caderas de ella. Cuando Tania era feliz, en aquel preciso instante le suplicaba en dos idiomas que le hiciese todo cuanto quisiese.
Sin embargo, esa noche no. Ella ni siquiera lo tocaba a él. Esa noche, no le imploraba ni le suplicaba ni le hablaba en ningún idioma, sólo mantenía los ojos cerrados, los labios separados, aun cuando su cuerpo arqueado había empezado a temblar.
—Tatia… —murmuró Alexander, mirándola—, por favor, dime, ¿hay algo que pueda hacer para compensarte?
Ella apartó la cara, con un profundo gemido, con la cabeza hacia atrás, el cuello estirado, levantando las caderas hacia él. Su cuerpo restallaba de esplendor, pero ella no suplicaba.
Alexander negó con la cabeza, arrodillándose entre las piernas abiertas de ella. Eran tan tozuda… pero tan rubia y exuberante…
Había tantas cosas que le gustaba hacerle, pero esa noche apenas hubo tiempo para sus debilidades, mientras él le acariciaba los pezones con los dedos, mientras la lamía con delicadeza, pues Tatiana no tardó en emitir un grito, agarrándolo de la cabeza, y se olvidó de toda reticencia, de todo rencor, de toda tozudez. Alexander no se apartó esta vez, sino que mantuvo la boca ardiente adherida a ella, las manos sobre ella, los dedos insistentes sobre ella, y ella no pudo ni quiso dejar de gritar ni de temblar ni de aferrarse a la cabeza de él hasta que éste la sació del todo y entonces y sólo entonces lo soltó ligeramente y se quedó jadeando y marcando con los pies un ritmo desesperado sobre la espalda de él.
«Oh, Shura…», susurró. Aquello era sin duda mejor que «Shura, no lo hagas».
«¿Sí, amor mío?». Encaramándose a ella y arrodillándose encima, Alexander le metió el miembro en la boca hambrienta y jadeante, pero estaba tan excitado que no precisó ni un solo movimiento más, ni una sola caricia de las manos de ella. Sólo necesitaba una cosa.
Levantándose de la cama, tiró de ella hacia delante para que se tumbara delante de él y se inclinó entre sus piernas para besarla. Ella lo buscó con los brazos, acercándolo, atrayéndolo hacia ella, con los ojos y los labios abiertos.
Sujetando con las manos la parte posterior de los muslos de ella, Alexander la embistió una vez, y luego otra, y luego se detuvo. Incorporándose, empujó en un primer momento sólo levemente, superficialmente, y luego se adentró más y más, hasta lo más profundo, hasta lo máximo que creía que ella podía soportar. Tatiana tenía la boca abierta formando un círculo; no podía respirar. «Tania… ¿es demasiado?», le susurró. Ella no podía hablar, ni siquiera para decir que sí. Esperó un momento, le habría gustado oír un sí, esperó, salió de ella completamente y luego volvió a penetrarla, hasta lo más hondo, y Tatiana empezó a emitir gemidos desesperados, asfixiándose de placer. Sujetándola con la máxima firmeza, la penetró unos centímetros para prolongar sus jadeantes espasmos y luego se detuvo un instante, para tomar aliento, para permitirle a ella tomar aliento, para besarla, para lamerle los pechos, para susurrarle cuánto le gustaba así, debajo de él, mientras le sujetaba los muslos abiertos de par en par, penetrándola, mirándola, viéndose él mismo. Reanudó la asimetría de su movimiento irregular mientras seguía hablándole en susurros del deseo que sentía por ella y de su dulzura, hasta que ella gritó, tratando de aferrarse a lo que fuese con los brazos estirados, y volvió a derretirse por dentro, como lava líquida, gimiendo sin cesar… y esta vez sí que fue de veras demasiado para ella. Alexander supo que debía parar… pero no paró. El sonido de los gemidos de Tatiana no tardó en rozar la agonía más que el éxtasis, y entonces empezó a sufrir convulsiones y a gritar.
—Está bien, está bien, chsss… —murmuró él, acariciándola, mirándola mientras yacía jadeando, con los ojos cerrados, los muslos abiertos, todo su cuerpo estremecido por el perpetuo temblor—. Tania, lo eres todo para mí y más —le susurró, acariciándola, tocándola con delicadeza, con las manos, con la boca, hasta que Tatiana se calmó al fin, se tranquilizó y se ablandó.
Cuando Alexander regresó a lo alto de la cama y se encaramó de nuevo sobre ella, sujetándole las piernas hacia arriba con los brazos rígidos, Tatiana empezó a temblar… y a sacudir la cabeza de lado a lado. «Esto es demasiado, por favor, —le susurró ella—. No puedo soportarlo…». Alexander le soltó las piernas… pero no pudo contenerse, pues la voz suplicante de ella esta vez era demasiado para él, así que antes arremetió con dos nuevas embestidas, lentas, profundas y agonizantes, correspondidas con los gritos lentos, profundos y agonizantes de ella. Dejándole las piernas elevadas y sueltas, la tomó como le gustaba a ella, en sus brazos rectos, en lo que ella llamaba su arco de perfección conyugal, encajado en los esbeltos muslos de ella, los labios de Tatiana ávidos de él, las caderas inquietas ávidas de él, agarrándose desesperadamente con los dedos a su pecho, a su cuello y a su cabeza como si quisiese pilotarlo con una sincronía espondaica, con ritmo yámbico. «Vamos, Shura… vamos, Shura… vamos, vamos, vamos». Cuando ella dejó de temblar, él no esperó un solo minuto para reanudar sus embestidas, esta vez como a él le gustaba, colocando las piernas trémulas de ella por encima de sus hombros. Pero ella volvió a estremecerse y a susurrar: «No puedo, no puedo más, es demasiado para mí, por favor, por favor…». Esta vez, Alexander fue implacable, y continuó impertérrito, sin inmutarse, susurrándole: «Sí, pero a mí me gustas tanto así…». Y continuó despacio y a ritmo regular sobre el cuerpo estremecido de ella y sus manos como garras, rodeándola al fin con los brazos, tendiéndose encima de ella, envolviéndola, abrumándola, encerrándola y rodeándola, encerrado y rodeado por ella, abarcándola por completo para que cuando volviese a correrse, fuese como un terremoto en el interior de él. Y durante sus gritos y jadeos apasionados, habiéndose olvidado de sí misma, murmuró sin pensar un «Te quiero».
«A eso lo llamo yo un susurro», dijo Alexander, acariciándole las cejas con los labios.
«Oh, Shura…». Tatiana yacía inerte debajo de él, llorando suavemente, con el rostro enterrado en su cuello y los brazos y las piernas alrededor de su cuerpo.
«¿Sigues enfadada conmigo?».
«Menos enfadada, amor mío, cariño, —gimió—. Menos enfadada».
Retirándose de ella, Alexander murmuró: «Ponte a cuatro patas, Tania».
Ella obedeció y se puso a cuatro patas. Enterrando la cabeza entre las sábanas y extendiendo los brazos, levantó las caderas hacia él.
«Vamos, Shura, vamos. Venga, vamos…». Todo estaba extendido menos las caderas.
Sujetándole con las manos las nalgas y la parte baja de la espalda, al final Alexander tuvo que cerrar los ojos porque aquello era sencillamente increíble, maravilloso y perfecto… hasta que ella, en su confusión, en su jadeante abandono, intentó apartarse a gatas de él. Un extenuado Alexander se inclinó sobre el cuerpo tembloroso y sin fuerzas de ella, con el pecho sobre su espalda, la cara en su pelo de seda, acariciándole los pechos, hendiendo los dedos duros entre el vello suave de ella, deslizándose despacio hacia dentro y hacia fuera. «Eres lo mejor del mundo, Tatia», le susurró. «Sólo un poco más. Eres tan sexy… tan guapa…».
Exhausto, Alexander terminó encima de ella y en sus brazos, y después de acariciarla para que se calmase mientras ella le imploraba clemencia en dos idiomas al tiempo que su avidez se iba aplacando, se recostó sobre el codo, junto al cuerpo empapado en sudor de ella y le besó la cara, mirándola, contemplándola minutos después del amor, agotada y sin resuello.
—¿Por qué te pones tan histérica? —preguntó él—. Te juro que hay veces que te comportas como si estuvieses casada con otra persona. ¿Qué te pasa? —Tatiana todavía mantenía los ojos cerrados mientras recibía sus besos, acariciándole la nuca. Se desplazó para acomodarse al resguardo de su cuerpo. Él tapó a ambos con la colcha—. Siento muchísimo haber llegado tan tarde a casa —dijo él—. No volveré a llegar tan tarde, no te haré enfadar. Pero ¿qué es lo que te tiene preocupada?
—Me dijiste que no ibas a ir a ver a ninguna chica…
—Vamos —susurró—. Chsss… —Ella endureció el rostro—. Llevé a Steve arriba, a la suite —explicó Alexander, secándose la frente y hablando de mala gana— y me desplomé en una silla. En total debíamos de ser… no sé, unos treinta, había mucho ruido, la música estaba muy alta, y mucho barullo, y yo seguía allí sentado tratando de despejarme un poco cuando trajeron a dos o tres chicas, con sus guardaespaldas y todo. —Tatiana levantó la vista de golpe—. ¿Qué pasa? Tania, tienes que emborracharte así aunque sea una vez en la vida para entender lo que es. En aquella silla no sentía más que la modorra de la borrachera. Ya me viste a las cinco, después de dormir varias horas en el coche. ¿Te imaginas cómo estaba a las dos? Estaba hecho una verdadera piltrafa humana.
Alexander se rio a medias, pero a Tatiana no le hacía gracia.
—¿Qué hacían?
—¿Quiénes?
—Las chicas, Alexander.
—No lo sé.
No quería que Tatiana se enfadara.
—¿Estaban bailando?
—No lo sé. —Hizo una pausa—. Creo que sí. —Estaban desnudas y bailando—. Eres tan buena, Tatiana… —le susurró Alexander—. Eres tan buena… —Le besó los labios—. No pasa nada. Puede que estuviesen bailando, pero no creo que pueda decirse que las estuviera mirando exactamente; estaba completamente ido. Pero no debería haber subido a la suite.
—¿Y cómo llegó hasta ti aquel olor a perfume barato?
—Cuando intentaba levantarme de la silla, una de las chicas se acercó y me dijo algo así como «¿Necesitas ayuda para ponerte tieso, vaquero?». ¡Espera! ¿Adónde vas? Estás en mis brazos, acabo de hacerte el amor, Tatiana. —La retuvo allí—. Tania, acabo de hacerte el amor —le susurró, mirándola a los ojos—. Estás en nuestra cama, éste es el destino final, la última estación, punto, no hay otro lugar adonde ir. —A ella le temblaban los labios—. Deja que acabe de contártelo todo. No quiero que lo sepas por terceros, por Amanda, por ejemplo, que puede haber oído una versión aún más asquerosa de Steve.
—Ah, ¿así que ahora, tu mejor amigo es asqueroso? No puedo seguir escuchando ni un minuto más.
—Sólo un minuto más. Y tú eres mi mejor amiga. Escucha.
—No puedo escucharte, no puedo.
—Se me acercó, me dijo algunas estupideces, y Steve estuvo a mi lado todo ese tiempo. Me levanté, estoy casi seguro que lo hice sin su ayuda, y me fui. —Le acarició la cara angustiada—. Te lo prometo, te lo juro.
—¿Y… la besaste?
Tatiana se echó a llorar.
—¡Tania! —Apretó la cabeza contra sí—. Por Dios santo, claro que no… Se quedó a mi lado, agarrándome de la manga de la camisa. Debía de apestar a perfume para que todavía lo llevase impregnado en mi ropa. Steve pensaba que estaba demasiado borracho para conducir, pero yo no le hice caso y me fui. Puede que tuviera razón, pero yo me fui de todos modos.
—Ese maldito Steve… —Tatiana meneó la cabeza—. ¿Y la chica… estaba desnuda?
La chica apenas llevaba ropa encima.
—Me parece que no. Creo que sólo se desnudan para el baile —dijo Alexander, sin permitir a Tatiana moverse un centímetro. El rostro de ella reflejaba una angustia infinita—. Escucha, esto fue lo que pasó: subí a la suite, me senté en la silla, no me marché inmediatamente. —Deslizaba la mano por los pechos de ella, por su vientre, por sus piernas, tal como sabía que le gustaba a ella; Tatiana era como un gato, le encantaba que la acariciasen, despacio y delicadamente, desde las pantorrillas hasta la cara, hasta el pelo, y luego de nuevo hacia abajo, por todas partes. Si sus palabras no podían tranquilizarla, tal vez sus manos sí lo consiguiesen—. No debería haber subido, ése fue mi error, pero no hice nada malo. —Alexander hizo una pausa—. Te diré algo: ¿recuerdas aquella noche en Leningrado cuando fui borracho a verte al hospital?
—No quiero hablar de eso ahora.
—Pues yo sí. Aquella noche estuve en Sadko, y Marazov iba acompañado de varias mujeres, y una de ellas, muy coqueta, se puso a flirtear conmigo y se sentó en mi regazo. Estaba borracho y era joven y engreído, como bien recuerdas, y apenas te conocía en aquel entonces. Sólo habíamos compartido juntos el paseo en autobús del domingo, los paseos de la Kirov y el ardor de Luga. Y estábamos en un callejón sin salida. Habría sido tan fácil… Podría haberme tirado a esa chica en diez minutos en cualquier parte y luego podría haber ido a verte al hospital y tú nunca te habrías enterado, pero no lo hice… ni siquiera entonces. Fui a verte en plena noche, a pesar de que lo teníamos todo en contra, absolutamente todo, a pesar de Dimitri, a pesar de tu hermana, que creía que me amaba.
—Mi hermana te amaba. Dasha te amaba.
—Sí, ella creía que sí.
—Oh… Ayúdame… —le susurró ella.
—Fui en tu busca porque tú eras la única para mí, la única que yo quería. ¿Recuerdas cómo nos besamos esa noche? —le susurró, agarrándole un pecho—. Te sentaste a horcajadas y semidesnuda encima de mí… tú, a quien no había tocado ningún hombre. ¡Dios mío! Todavía me vuelvo loco ahora recordando en qué estado me pusiste entonces. Sabes lo que significó para mí y sabes lo que significa para mí todavía. ¿Es que no recuerdas nada?
Tatiana se estremecía con sus propios recuerdos.
—Lo recuerdo… pero…
—Mírame, toca mi cuerpo, siénteme, toca mi corazón… Estoy aquí mismo. Soy yo —dijo Alexander—. No me acerqué a una sola puta, ni siquiera cuando creía que no te volvería a ver en la vida y cuando estaba en plena guerra. No debería haber ido al hotel, es cierto, pero la verdad, ¿por qué iba a querer nada con nadie cuando te tengo a ti? ¿Con quién estás hablando? ¿Con quién estás enfadada?
—Ay, Shura… —le susurró, aferrándose a él.
—Tú lo sabes mejor que nadie —dijo Alexander—. Llego a casa todas las noches y me arrodillo ante tu altar. ¿Por qué te preocupas por tonterías?
Y con su voz y sus manos, con sus labios y sus ojos, con sus besos y sus caricias, y con sus mil y una formas de llevarlos a ambos hasta la cima del éxtasis absoluto, Alexander consiguió calmarla y encontró en ella la paz y la felicidad, pues sus promesas eran fuertes pero su amor era más fuerte aún, y cuando envueltos el uno en el otro conciliaron el sueño al fin, ahítos el uno del otro, felices y saciados, creyeron que habían dejado atrás lo peor del mundo de los Balkman.
La boda
La boda de Jeff y Cindy se celebró el siguiente sábado por la tarde, en la First Presbyterian Church, seguida de un banquete en el Scottsdale Country Club, que estaba repleto de lirios blancos y gente elegante vestida con los colores de la primavera.
A un lado del altar, ataviada con su vestido de tafetán color melocotón y escote palabra de honor, Tatiana miró a Alexander, enfundado en su esmoquin de color negro, intentando no recordar su propio altar, su pequeña iglesia rusa, con el sol de Lazarevo que se filtraba por las vidrieras hacía ya casi diez años.
Vio el rostro de él, sus ojos mirándola. En la puerta de la iglesia se había reunido con ella y con sumo cuidado, como para no estropearle los lazos de color melocotón ni los pliegues y los fruncidos de seda, la había levantado en el aire un momento sin decir una sola palabra.
Había buena comida y buena música, las chicas llevaban flores en el pelo, una de ellas atrapó el ramo de novia (no fue Amanda), el bistec estaba delicioso, las gambas más aún, y los discursos fueron largos y divertidos. Cindy era una novia muy guapa, a pesar de llevar el pelo tan corto, y Jeff, con su esmoquin blanco, parecía el muñeco de la tarta nupcial. Diez de ellos compartieron la mesa de los novios, y Steve no dejó de hacer alusiones a la despedida de soltero, y Alexander le seguía la corriente y le reía las gracias. La única que no se reía era Amanda, o mejor dicho, reía sin ganas, y cada vez que lo hacía lanzaba miradas furtivas a Alexander y luego a Tatiana. Después de la mirada furtiva número diecinueve o veinte, Tatiana no tuvo más remedio que darse cuenta.
Empezaron a sonar las primeras notas del vals, para que Jeff y Cindy inauguraran el baile. Tatiana buscó con los ojos a Alexander, pero éste estaba charlando con los invitados que había a tres mesas de distancia y no levantó la mirada hacia ella. Ella reanudó la conversación que había mantenido hasta entonces, pero al cabo de un momento, cuando se volvió, él estaba de pie a su lado y le tendió la mano para que se levantara.
Alexander y Tatiana bailaron al son de su canción de bodas, incapaces esta vez de ocultar su intimidad de las miradas de los extraños, de otros ojos curiosos. Con las manos entrelazadas y los cuerpos muy juntos, bailaron el vals a la orilla del Kama en su claro de Lazarevo bajo la luna carmesí, un oficial con su uniforme del Ejército Rojo, una muchacha campesina con su traje de novia, su vestido blanco con rosas rojas, y cuando Tatiana alzó los ojos chispeantes hacia él, Alexander la miró y le dijo que por ella se subiría en cualquier autobús en cualquier momento. Ella no podía creerlo… Alexander inclinó la cabeza y la besó, profundamente y ante los ojos de todos, mientras seguían danzando el vals de la boda de otros.
Cuando regresaron a la mesa, Tatiana vio la mirada fría y sentenciosa que Amanda le dedicaba a Alexander y la mirada de lástima que le dedicaba a ella.
—¿Por qué me mira así? —le preguntó Tatiana en un susurro—. ¿Qué narices le pasa hoy?
—Tiene que dejar de darle leche a Steve. Dile eso de mi parte.
Tatiana le dio un codazo en las costillas.
Steve y Jeff se estaban emborrachando a ojos vista, a pesar de que todavía no era ni siquiera de noche. Sus comentarios sobre la inminente noche de bodas se fueron volviendo cada vez más groseros. Jeff se desplomó en su silla y dijo:
—Alexander, tú llevas casado una eternidad. ¿Tienes algún consejo para los recién casados?
Otra mirada de Amanda.
—Seguramente es demasiado tarde para consejos, Jeffrey —contestó Alexander—. La noche de bodas es dentro de tres horas.
—Vamos, comparte la sabiduría de tu experiencia. ¿Qué hiciste en tu noche de bodas?
—Beber un poco menos que tú —dijo Alexander, y a Tatiana se le escapó la risa.
—Vamos, amigo mío, no te lo calles. Tania, dime, ¿hay algo que yo deba saber? Desde el punto de vista femenino, quiero decir.
En ese momento, Steve se echó a reír a carcajadas.
—Jeff, ya está bien, amigo —dijo Alexander, levantándose y ayudando a Jeff a incorporarse para apartarlo de la mesa.
—Si yo estuviera en el lugar de Jeff —le susurró Tatiana a Alexander—, pasaría algo más de tiempo haciendo eso que dice Cindy que Jeff no hace casi nunca… pero eso es sólo desde el punto de vista femenino.
Ahora Alexander sí que se echó a reír a carcajadas, y Steve, que debió de pensar que se reía a su costa, fulminó a Tatiana con la mirada.
Ella se levantó para ir al cuarto de baño. Amanda la siguió, y cuando caminaban por el borde de la pista de baile, Tatiana dijo:
—¿Qué te pasa hoy? No pareces muy contenta…
—No, si lo estoy, lo estoy.
—¿Qué pasa? ¿La boda de Cindy te pone triste?
—No, no. Bueno, un poco sí, pero… —Agarró a Tatiana del brazo—. ¿Puedo hablar contigo?
—¿Hablar conmigo en serio?
—Necesito tu consejo.
La última vez, el consejo no había resultado ser muy buena idea. Entraron en una de las pequeñas salas contiguas al salón de banquetes y se sentaron en un sofá.
—¿Qué pasa? —dijo Tatiana.
Amanda parecía muy afligida.
—Tania, no sé qué es lo que se supone que una buena amiga debe hacer. Quería preguntarte… si supieses algo acerca de Steve, algo que crees que yo debería saber, ¿me lo dirías?
Tatiana se puso roja como la grana. «¡Oh, no! Amanda se ha enterado de lo del hospital… Con razón está tan disgustada —pensó—. ¿Y ahora qué hago? Debería habérselo dicho de inmediato, pero ¿cómo…?».
—Escucha, Mand, lo siento mucho… —dijo al fin.
—Lo que quiero saber es ¿le diría una buena amiga a otra algo desagradable, algo doloroso, algo que tal vez podría poner en peligro su amistad? ¿Una buena amiga mantiene la boca cerrada o tiene la obligación de decir lo que sabe? Hablar o callar… ¿qué es lo que debe hacer una buena amiga?
Amanda miró a Tatiana con ojos confusos.
«Pero… ¡tú no eras amiga mía! —se dijo Tatiana—. No es justo, yo no te conocía, y él se disculpó y ahora todo eso es agua pasada que no mueve molino. No debería haber mantenido la boca cerrada».
—Creo que una buena amiga debería hablar, Amanda —dijo Tatiana—. Lo siento, yo…
Amanda agarró a Tatiana de las manos.
—Lo siento mucho, Tania. Yo no quiero contarte esto. No quiero, pero creo que deberías saberlo, eso es todo.
Muy despacio, Tatiana retiró las manos de Amanda y la miró con dureza.
—¿Tú tienes algo que decirme… a mí?
—Es sobre esa maldita despedida de soltero. Ojalá no la hubiesen celebrado…
—Ya sé lo de la despedida de soltero —repuso Tatiana. Amanda le restó importancia a aquello.
—Bah, lo de las chicas… eso no tiene importancia.
—Ah, ¿no? Pues si no es sobre las chicas desnudas sin importancia, ¿de qué se trata?
Amanda bajó la voz.
—Alexander entró en el dormitorio con una de ellas.
Tatiana negó con la cabeza. Amanda negó con la cabeza.
—La borrachera fue más tarde, Tania —dijo—. Eso lo hizo por ti, para que así más tarde la excusa fuese que estaba tan borracho que no sabía lo que se hacía. Por lo visto, estaba bien cuando las chicas entraron. Mucha gente lo vio entrar en el dormitorio, no sólo Stevie. Por favor, no te enfades conmigo, ¿me lo prometes?
—Me parece que es demasiado tarde para promesas —dijo Tatiana, levantándose.
Amanda se tapó la cara. Tatiana, viendo que le flaqueaban las fuerzas, volvió a sentarse. Apartó las manos de Amanda para destaparle la cara.
—Amanda —dijo—, ¿Steve te ha contado esto? —Amanda asintió con la cabeza—. ¿Y se te ha ocurrido pensar que tal vez Steve te ha mentido?
—¿Qué?
—Que te ha mentido, Mand. Que no te ha dicho la verdad, que ha tergiversado los hechos, que te engaña, que te miente.
—¿Y por qué iba Steve a mentir en una cosa así?
—Hay mil razones, ninguna de las cuales puedo entrar a discutir en este momento. ¿Y por qué me cuentas algo así el día de la boda de Cindy? ¿Por qué no has podido esperar al menos hasta el día después?
—¡Tú me has pedido que te lo diga!
Tatiana le dio unas palmaditas.
—Bueno, he caído en la trampa. Pero ahora tengo dos opciones: o creo a mi marido o creo a tu prometido. Mi Alexander o tu Steve. Me perdonarás si elijo creer a mi marido. Y ¿sabes qué? No volvamos a hablar nunca más de esto… nunca más. Si te parece bien.
—Tania, estás ciega, pero al fin y al cabo es cosa tuya. Tú eliges.
—¿Crees que yo estoy ciega? Sólo hay una forma de arreglar este asunto. Podemos traer a Steve y a Alexander aquí, ¿es eso lo que quieres? ¿Cómo crees que acabaría eso?
—Uno de los dos mentiría —señaló Amanda, mordazmente.
—Exacto, pero a diferencia de ti —dijo Tatiana, con toda la mordacidad de la que era capaz—, yo estoy casada con el hombre que duerme a mi lado todas las noches, que se despierta a mi lado todas las mañanas. —Hizo una pausa para que su interlocutora asimilara sus palabras—. ¿Cuántas veces crees que puede él mentirme antes de que yo averigüe la verdad? Sobre todo esa clase de verdad: que entra en una habitación veinte minutos para tirarse a putas sucias que se acuestan con centenares de hombres. ¿Crees que esa verdad es fácil de ocultar?
—Hay hombres a los que se les da muy bien ocultar cómo son en realidad.
—Y hay mujeres a las que se les da muy bien no ver cómo son sus hombres en realidad.
Amanda la miró fijamente.
—¿Acaso estás insinuando algo sobre Steve?
—No, pero si traemos aquí a Alexander y a Stevie, ¿cuántos puntos más crees que pueden coserle a Steve en la cara? ¿Cuántos brazos rotos más? Además, eso estropearía la boda de Cindy. A mí ya me has estropeado el día, pero yo no soy la novia, yo no tengo que recordar este día como el día de mi boda, que por suerte nadie me estropeó con ninguna imbecilidad. —Inspiró hondo—. Así que vamos a fingir que no me has dicho una sola palabra de todo esto.
—Pero ¡es que es verdad, Tania! Ya sé que no quieres creer eso de Alexander…
—¡No! Eres tú la que no quiere creer eso de Steve.
—Dime lo que sabes de Steve.
—En este caso, que es un mentiroso malintencionado. ¿Te basta con eso? El resto es mucho más de lo que tengo la decencia de compartir contigo en este memorable día. Y tú, Amanda, deberías abrir los ojos ante tu vida. Y ahora, si me perdonas…
Tatiana salió de la habitación con sus tacones de color melocotón y su vestido de tafetán.
Amanda regresó a la mesa sin mirar a Alexander, que siguió sentado pacientemente, se bebió su copa de vino y le preguntó al fin a Amanda dónde estaba su mujer. Ésta le contestó que no lo sabía. Alexander esperó un poco más y luego fue a buscarla. Recorrió los pasillos y buscó en todas las habitaciones y las salas. Salió a los jardines, donde los fotógrafos se preparaban para la foto final del novio y la novia. Al doblar la esquina del fondo, la encontró de pie apoyada en el muro, con los brazos a los lados y los puños apretados contra la piedra del muro a sus espaldas. Tenía los ojos cerrados y le costaba mucho trabajo respirar.
—¿Tania? —dijo, con la voz impregnada de preocupación. Ella abrió los ojos y le lanzó una mirada gélida y dura. No habló, ni siquiera cuando él la tocó—. ¿Qué ha pasado?
—¿Qué nos has hecho, Alexander? —repuso ella en voz baja e inerte—. ¿Qué es lo que has dejado entrar en nuestra casa? —No podía apartarse de la pared, le temblaban las rodillas—. Ya no sé qué hacer. Ya no sé cómo ayudarte, cómo evitar sus subterfugios. Creía haberte dado lo que más necesitabas de mí.
—¿De qué diablos estás hablando?
—Pero ¿cuándo vas a darme lo que yo necesito de ti?
—¿De qué estás hablando, Tatiana?
—Lo que necesito de ti —prosiguió ella— es que no estés ciego. ¿Puedes hacer eso?
—Sí —dijo él—. Puedo hacer eso. ¿Qué está pasando?
Negando con la cabeza, Tatiana se agarró del brazo de él y se apartó del muro.
—No puedo seguir aquí ni un minuto más. Llama a un taxi y me iré a casa. Tú quédate todo lo que quieras.
—¡No puedes irte en plena boda! ¡Menudo escándalo! Tenemos que quedarnos hasta que corten la tarta.
—Yo no puedo quedarme ni un minuto más. —Tatiana enterró la cara entre las manos, pues no podía mirarlo—. Necesito irme a casa. Diles que no me encuentro bien. Es la pura verdad.
Se negó incluso a entrar a despedirse. Alexander volvió a presentar sus excusas a Jeff y luego se fueron a casa. ¿Qué estaba pasando?
Tatiana no dejaba de decir «Hago todo lo que puedo»; lo repetía como si fuera un mantra, pero no le decía nada a él. Alexander sentía que había cosas que se le escapaban, cosas invisibles, como los hilos de un manto que no sabía que lo estuviese cubriendo.
No, sí lo sabía. Se trataba de su nueva vocación, su nuevo padre, sus nuevos amigos, su nuevo hermano… Él los había elegido. Ellos lo habían elegido a él. Él los había elegido a pesar de las reservas de Tatiana, porque él creía que ella era desconfiada y que sus sospechas eran infundadas. Y lo seguía creyendo. Ya habían pasado varios días desde la boda, y ella seguía sin contarle nada.
Al final, Alexander le preguntó a su espalda estoica y silenciosa:
—¿A quién tratas de proteger?
Y ella le respondió a través de la espalda:
—A ti.
Estaba fregando los platos.
—Vuélvete. —Tatiana se volvió—. ¿Necesito protección?
—No puedo creer que esté diciendo esto pero sí, más que nunca.
—Tania, ¿crees que podrías dejar de hablar en clave? Cuando hables, ¿podrías hablar en inglés o en ruso, pero no en clave, por favor? —Ella no contestó y se volvió de nuevo hacia el fregadero—. Muy bien, ya basta —sentenció él—. No me des la espalda. —Arrancándola del fregadero, la levantó en volandas y la llevó hasta el sofá, donde la tumbó de espaldas. Sentándose a horcajadas sobre ella, le inmovilizó las piernas con las suyas y le sujetó las muñecas por encima de la cabeza. Tatiana tenía la cabeza enterrada en el cojín del sofá—. ¿Piensas contármelo o voy a tener que arrancarte la verdad por la fuerza?
—¡Chsss!
Alexander hundió el mentón en el cuello de ella, en su mejilla, en sus omóplatos. Le hacía cosquillas y le susurraba al oído mientras ella se reía.
—Estoy intentando decidir si debería sacarte la verdad haciéndote el amor hasta que me la digas o no haciéndote el amor hasta que me la digas…
—Una decisión difícil —dijo—, pero si de mi depende, yo voto por lo segundo.
—Creo —le susurró Alexander al oído, apretándole las muñecas con más fuerza— que eso depende de mí, muñeca…
Oyeron un carraspeo a sus espaldas. Se volvieron y vieron a Anthony a los pies del sofá, mirándolos con expresión perpleja.
—¿Qué estáis haciendo? —preguntó despacio.
—Mamá se niega a decirme una cosa, y yo quiero sacársela haciéndole cosquillas.
—Papá quiere sacármela rascándome con la barba —dijo Tatiana, asomando la cabeza de entre el cojín del sofá.
Alexander se levantó, la ayudó a levantarse a ella, se sentaron remilgadamente y miraron a su hijo, quien a su vez los miró con solemnidad hasta que al final dijo:
—Sea lo que sea lo que le estuvieses haciendo, papá, no surtía efecto.
—A mí me lo vas a decir, hijo mío…
En el calor del crepúsculo, junto a las montañas, Alexander fue a sentarse fuera con un cigarrillo, en el balancín que él mismo había fabricado para ellos, y ella salió y se encaramó a su regazo. El sol se estaba poniendo en el valle desértico de los saguaros, y él se puso a columpiar a ambos hacia delante y hacia atrás, mientras ella le daba pellizcos cariñosos y le murmuraba palabras de amor al oído, palabras que le transmitía a través de la piel. Sin embargo, no había nada que ella dijese o hiciese capaz de borrar su imagen con el vestido de tafetán color melocotón, de pie contra el muro, con los puños en la pared de piedra, diciendo: «¿Qué es lo que has dejado entrar en nuestra casa, Alexander?».
¿Qué quería decir eso? ¿Qué era lo que había dejado entrar?
Pero al final, aun el marido más ensimismado y con el cerebro más espeso de todo Scottsdale se figuró que algo no andaba del todo bien cuando Tatiana le trajo el almuerzo un día y, al aparecer Steve con los papeles de la inspección para que Alexander los firmase, Tatiana ni tan sólo lo miró.
—Hola, Tatiana.
Ésta no le devolvió el saludo. Era como si Steve ni siquiera existiese.
Hasta el ciego Alexander se dio cuenta.
—Amanda y yo no os hemos visto mucho últimamente, chicos —dijo Steve—. Deberíamos salir algún día.
—Hemos estado algo ocupados, Stevie —respondió Alexander despacio, mirando a Tatiana, con la cabeza agachada—. Hemos estado en Yuma cuatro días las dos últimas semanas. Por lo del conflicto de Corea.
—Ah, sí. ¿Y qué os parece si salimos este sábado?
—Estamos ocupados.
Tatiana había hablado al fin, con la mirada clavada en el suelo.
—¿Y el siguiente sábado?
—Es nuestro décimo aniversario —dijo ella.
—¿Y el otro fin de semana?
—El cumpleaños de Anthony.
—En fin. Vamos a celebrar una fiesta para el Cuatro de Julio. A eso vendréis, ¿no?
—Cae en viernes; tengo que trabajar. De hecho, tengo que irme ahora mismo.
No llegó a levantar la vista para mirarlo.
Una vez en el coche, Alexander le abrió la puerta y Tatiana se subió al vehículo… sin mirarlo a él tampoco.
—Caramba… —exclamó Alexander, alargando el brazo para tocarla a través de la ventanilla abierta. Le levantó la barbilla con los dedos—. ¿Se puede saber qué pasa?
—Nada. Tienes que volver al trabajo. Mira, ya han llegado los propietarios de la casa. No pasa nada.
—Tania.
—¿Qué quieres? ¿Que la armemos aquí, en tu lugar de trabajo, mientras una pareja de recién casados espera a que les enseñes las paredes enlucidas? Tú tienes trabajo que hacer, y yo me voy a casa a preparar la cena. ¿Qué te apetece? Había pensado en hacer chile con arepas.
—Muy bien, me parece bien —dijo él—. Tania, ¿te dijo algo Steve en la boda?
—No —contestó ella.
—Entonces, ¿qué pasa?
—¿Aquí? ¿En la obra?
—Cuando vuelva a casa.
—Anthony y Sergio van a cenar con nosotros.
—Esta noche en la cama.
—Mañana tengo que levantarme temprano para ir a trabajar.
Abrió la portezuela del coche y la sacó a la fuerza.
—Vamos, cariño, no juegues a esta mierda de juegos conmigo.
—No quieres saberlo, Alexander. Créeme, no has querido la verdad en estos tres años, no la vas a querer ahora.
Frustrado, él la soltó y la dejó marcharse. Era evidente que no era un buen momento, pero más tarde en casa tampoco sería un buen momento: con Anthony y Sergio en la habitación contigua, y la música tranquila y el sonido del agua corriente de los platos y la colada, y las risas de los dos chicos jugando a la pelota fuera y al Monopoly dentro, no había lugar ni espacio para furiosas tormentas, razón por la cual ambos las detestaban. Su tranquila vida funcionaba en escasos decibelios, y en decibelios más altos en su enorme cama a puerta cerrada, con Anthony durmiendo hacía ya rato o en casa de su amigo. Pero ni en la cama, ni juntos en la bañera, ni fuera en la piscina, ni retozando juntos, ni viendo la puesta del sol y fumando, ni durante sus domingos gloriosos, ni durante los momentos más felices, los momentos más cómodos, los momentos más conyugales, era nunca un buen momento para aquella clase de tormentas. Alexander se dio cuenta con amargura de que las palabras más duras que se habían dirigido el uno al otro, las únicas discusiones que habían tenido en los tres años que llevaban en Phoenix, habían sido siempre por algo relacionado con Steve o el padre de éste.
Agotados tras el chile con arepas y un partido de baloncesto, Anthony acompañó a Sergio a su casa y Tatiana y Alexander pudieron disponer de media hora para ellos solos. Él la llevó de la mano afuera, a la terraza, la puso delante de él, se sentó en el balancín, se encendió un cigarrillo y dijo:
—Ahora es el momento.
Tatiana no perdió un segundo, pues tenía mucho que decir.
—Alexander, he guardado silencio estos tres años porque quería darte lo que querías. Sé lo que sientes respecto a Bill. Querías trabajar con él, querías ser amigo de Steve, querías que estuviese callada… de modo que así lo hice. Después de haberte visto tan sumamente infeliz, no quería hacer nada que te disgustase, así que mantuve la boca cerrada… pero ya no puedo seguir callándome. Stevie, y su padre… no son buena gente, Shura. No son buenos como amigos, no son buenos como jefes, y no son buenos como personas. Ésa es la mala noticia. La buena es que lo maravilloso de vivir aquí, en Phoenix, es que ellos no importan lo más mínimo. Siempre hay algún otro lugar al que ir, otra cosa que hacer, algún otro lugar en el que trabajar. Eres libre, y ahora tienes una capacidad y una experiencia inigualables. Carolyn encargó la construcción de su casa a un contratista que se llama G. G. Cain, y dice que es el mejor hombre…
—Tatiana, espera un momento, ¿de qué estás hablando? Conozco a G. G, pero no pienso trabajar para nadie más. No pienso dejar a Bill.
—Shura, tienes que dejarlo. ¿Sabes que Stevie dio una paliza a un hombre hasta dejarlo medio muerto?
Alexander se encogió de hombros.
—¿Y qué tiene eso que ver conmigo? ¿O con Bill?
—Todo. ¿Acaso no sabes que de tal palo tal astilla? ¿Has oído lo que te he dicho? Dio una paliza a un hombre hasta casi matarlo.
—Eso fue hace mucho tiempo. Yo también hice muchas cosas, hace mucho tiempo.
Se le ensombreció el rostro.
—¿Sabes de qué hace mucho tiempo? Del día de tu nacimiento —le espetó Tatiana—. Me refiero a que no naciste ayer, ¿verdad que no?
—Sí, porque tú no sabes cómo son las peleas entre hombres en los bares. Por lo visto el tipo hizo algunos comentarios desagradables sobre Amanda.
—¿Stevie te dice eso y tú te lo crees? Stevie, el hombre que le cuenta a quien quiera saberlo, incluido tú, lo que le hace o le deja de hacer Amanda, ¿de repente sale en defensa del honor de ella? —Tatiana se rio antes de ponerse seria de nuevo—. ¿Stevie, cuyo padre compra la libertad de su hijo con el dinero que gana a costa del sudor de tu frente? —Alexander se restregó los ojos—. Antes de saber que yo era tu mujer, Stevie venía al hospital fingiendo haberse quedado prendado de mí. ¿Quieres saber la clase de cosas que me decía entonces?
—Me las imagino, pero entonces no me conocía.
—Pero sí conocía a Amanda, ¿no? Sí sabía que estaba comprometido, ¿no? ¡Sabía que yo estaba casada!
—De acuerdo, no trata demasiado bien a su chica.
—Pero es que yo no soy su chica, soy tu mujer. Y te estoy diciendo alto y claro que tienes que proteger a tu familia.
—¿De qué mierda estás hablando? —le espetó Alexander, levantando la voz—. ¿Proteger a mi familia? ¿Y eso qué coño significa? Trabajo seis días a la semana por mi familia.
—No critico lo mucho que trabajas, sino para quién trabajas.
—Ya está. Ya he oído bastante.
—No —dijo Tatiana, negando con la cabeza—, me parece que no. —Inspiró profundamente—. ¿Sabes que hasta el día de hoy, Steve sigue haciéndome insinuaciones cuando voy a verte y no estás? «Debes de estar acostumbrada a que los hombres te miren, Tania», me dice con esa voz de adulador. «Hasta Walter comentó lo guapa que estabas el otro día, y eso que siempre había pensado que Walter era marica», me dice. «Me gusta ese vestido. La verdad es que resalta mucho tu figura». Y también: «No vuelvas a llevar ese vestido otra vez delante de Dudley, Tania. Lo vas a volver loco».
—¿Quién coño es Dudley? —dijo Alexander.
—¿Y yo qué sé? —replicó Tatiana—. Le dice a Amanda «Hagamos un trío, Amanda», en lugar de decirle: «¿Por qué no nos casamos en junio, Amanda?». Y tú, mientras ellos intentan comprar tus tierras y quitarte a tu mujer, tú no quieres oír nada ni ver nada para poder continuar fingiendo que la foto de una mujer desnuda en el despacho de Balkman sólo es algo sin importancia, y que los aullidos de lobo, los silbidos y los hombres que lanzan miradas obscenas mientras construyen sus casas ¡también son algo normal!
—¿Quitarme a mi mujer? ¡Sólo son albañiles en los tejados! ¿Qué pasa, es que en Nueva York no silban al ver a una mujer guapa?
—No como aquí. No es ni remotamente comparable… ¿Hasta el extremo de no poder ni ir a almorzar con mi marido? ¿Es que ni siquiera con un marido soldado, un marido guerrero, basta para hacerlos callar? Te piden que vayas con ellos a Las Vegas, te invitan a clubes de striptease y al final se salen con la suya y te llevan a una despedida de soltero. —Tatiana inspiró hondo—. Y ante todo esto, ¿qué haces tú? Sigues negando la evidencia con tu ciega cabeza…
—¡No estoy ciego! Lo sé todo. ¿Por qué crees que no voy a Las Vegas? Sé exactamente lo que pasa, pero sólo son estupideces —dijo—. Soy inmune a las estupideces. Deberías haber oído hablar a los hombres de mi batallón disciplinario. Steve es un monje a su lado.
—¿Tus hombres hablaban sobre mí?
—¡Steve no habla sobre ti conmigo!
—¡Contigo no, pero sí con otros! Ve a preguntarle a Walter qué es lo que Steve dice de mí. Últimamente se siente tan avergonzado que ya ni siquiera me mira, ni siquiera para saludarme.
Tatiana advirtió que aquello había desconcertado a Alexander. Por fin. Había conseguido transmitirle algo. Alexander frunció el ceño.
—Ya está, no vendrás más a ninguna obra —anunció.
Tatiana lo miró, levantando las palmas de las manos. Cuando lo único que vio fue su expresión esquiva, Tatiana se cruzó de brazos.
—¿Y eso te parece normal? ¿Esconder a tu mujer de la gente con la que trabajas, como si siguieras con los soldados que compran o toman a las mujeres a su paso por ciudades extranjeras? ¿Es ésa la solución que propones tú? ¿Vivir como si estuviéramos en un batallón disciplinario? ¿Vivir como si estuviéramos en el Gulag?
—No exageres más. Stevie es buena gente, es amigo mío.
—¿Igual que tu amigo Dimitri? ¿Igual que tu amigo Ouspenski?
—¡No! ¿De verdad estás comparando a Stevie con Dimitri?
—Ni siquiera aquí la gente es así, Shura. No eran así en la isla de Ellis, ni en el Universidad de Nueva York. No son así en el hospital donde trabajo, no son así en el mercado, ni en las gasolineras. Sí, claro, siempre hay quien trata de hacerse el simpático. Pero aquí pasa algo más. ¿Es que no ves que Bill Balkman sólo contrata a esa clase de gente? ¿No ves nada malo en eso?
—¡No!
—Todo tiene que ser siempre sucio y obsceno, no hay nada sagrado. Nada. ¿No crees que al final se te contagiará algo? ¿Acaso no fuiste tú quien me dijo que si se vive como un animal, se acaba soñando como un animal?
—Deja de utilizar mis palabras en mi contra. Eso no es así.
—¿Es eso lo que estás haciendo? ¿Recrear el Ejército Rojo tú solo, en la obra, en compañía de tus obreros?
—¡Tania! —exclamó él—. Será mejor que te calles ahora mismo. No voy a entrar en lo que intentas recrear tú en tu maldita sala de urgencias, así que no empieces una pelea que no puedes terminar y que tampoco puedes ganar. —Levantó la mano antes de que ella pudiese replicar—. Escucha, no quiero dejar mi trabajo —dijo— y no pienso hacerlo. Bill me trata muy bien. Estoy construyendo siete casas y me paga un tres por ciento extra por cada una. ¿Quién más va a hacer algo así por mí?
—Cobra el doble por su comisión como contratista que G. G. Cain, razón por la cual todas tus casas son tan caras y muchas están hechas como si fueran cajas de cartón. ¿Eso te parece normal? ¿Una casa de baja calidad y un treinta por ciento de comisión? Bill debería darte un veinticinco por ciento de su puñetera comisión, y no un tres, sabiendo que de no ser por ti sería incapaz de acabar una casa a tiempo.
—Ah. ¿Resulta que también quieres emular a Milton Friedman?
—¿A quién?
—Balkman está hablando de hacerme socio muy pronto. Si me voy a otra parte, tendré que empezar de cero y no ganaré un solo centavo de nuevo. ¿Es ésa la idea que tienes de un Alexander feliz y contento? Aquí las cosas me van bien, Bill confía en mí y nadie me molesta.
—Pero me molestan a mí.
—¡Pues no vayas! —le soltó Alexander. Bajando la voz, con la respiración agitada, añadió—: He acabado. He acabado de hablar de esto. ¿Hay algo más?
—Sí, lo hay.
—Como no me lo digas exactamente en un jodido segundo…
—Ah. —Tatiana juntó las manos—. Ya. Bueno, en ese caso, te lo diré exactamente en un segundo. Dices que Steve es buena gente. Dices que es tu amigo. Muy bien. Así que cuando tu amiguito Steve de conducta intachable le cuenta a Amanda, que a su vez me cuenta a mí, en la boda de Cindy, que en el Westward Ho, tú… —Tatiana se agarró a la barandilla—. Que tú te metiste en una habitación con una de las chicas…
Alexander se levantó bruscamente, como movido por un resorte. Tatiana se calló. Él ni siquiera pestañeó, pero su rostro sí sufrió una transformación, se desmoronó y se endureció a un tiempo. Algo se hizo pedazos en su interior y luego se cimentó. No dijo nada, sino que siguió mirándola fijamente.
—Shura…
—Tania, necesito un segundo.
—¿Que tú necesitas un segundo? Yo he tenido que sobrevivir guardándome dentro esas palabras desde la semana pasada.
—Y ya sabes cómo lo conseguiste. Lo conseguiste porque sabes que no son ciertas.
Se encendió otro cigarrillo con dedos rígidos.
—Es tu palabra contra la suya, Shura —le susurró—. Era lo único que tenía, tu palabra contra la suya. Y te has pasado los últimos quince minutos diciéndome que es un hombre de fiar, que hay que creer en su palabra. Trabajas con un hombre que dice esas cosas para que lleguen a oídos de tu mujer, para que tu mujer crea que pueden ser ciertas. Eres amigo de alguien que quiere que tu mujer crea que esas palabras son ciertas.
—Déjame solo. —Retrocedió un paso, alejándose de ella—. Necesito… déjame solo.
Se pasó el resto de la tarde fuera, en el cobertizo y nadando en la piscina. Tatiana acostó a Anthony, hizo pan y estuvo hojeando un libro sobre el Gran Cañón que guardaban en la mesita del café. Le preparó un té y se lo llevó acompañado de un bollo recién hecho con mermelada de moras, pero no le habló. No había nada que decir. Ya se lo había dicho todo. Los días de la ignorancia, de la inocencia, como siempre, eran tan cortos, que por eso Tatiana los valoraba y los saboreaba tanto.
No podía dormir sola en la cama sin él, de modo que se quedó dormida en el sofá y se despertó, desnuda y bajo la colcha, sintiendo las manos de él sobre su cuerpo, la figura de Alexander cerniéndose sobre ella, susurrándole palabras de consuelo… y luego se hicieron las cinco y media de la mañana y Tatiana tuvo que marcharse a trabajar. Él se levantó con ella, le preparó el café mientras se vestía y le llevó una taza al dormitorio. Se tocaron levemente. Se besaron levemente. Cuando Tatiana estaba a punto de irse, Alexander, sentado en la cama, dijo:
—¿Qué se supone que tengo que hacer ahora?
—Pasar página y dejarlos atrás, Alexander —contestó ella—. A todos ellos. No vas a cambiarlos. Pasa página y no mires atrás.
Alexander trabajó el viernes y el sábado, y el domingo fueron a misa e hicieron un largo trayecto en coche con Anthony hasta Sedona para dar un paseo por las colinas de Red Rock. Almorzaron en el restaurante mexicano favorito de los tres, hablaron sobre el Gran Cañón y compraron un bonito jarrón. Por la noche, volvieron a casa, metieron a Anthony en la cama y después se bañaron en la piscina e hicieron el amor en la bañera de hidromasaje. En la cama, Alexander le dijo que para él era imposible celebrar el aniversario de ambos estando sin trabajo, y Tatiana le dio la espalda y no le dijo nada. Llegó el lunes y ella se fue al hospital y él acudió al trabajo, como si nada hubiese cambiado.
Sin embargo, a Alexander le pasaba lo mismo que a Tatiana: era incapaz de mirar a Steve a la cara. Toda comunicación entre ambos había cesado salvo por las conversaciones de índole profesional. ¿En qué fase está la casa de los Schreiner? ¿Y la de los Kilmer? ¿En qué fase está…?
Alexander no sabía qué hacer. Sólo faltaban cuatro días para su décimo aniversario de bodas. Le compró a Tatiana un anillo muy caro, a pesar de que acababa de gastarse el total de la cuenta de ingresos extraordinarios y parte de sus ahorros en la construcción de la extravagante piscina. No podía quedarse sin trabajo. Decidió que ya encontraría el modo de dejar de pasar tiempo en compañía de Steve sin dejar de trabajar para el padre de éste. También decidió no compartir su plan con Tania, porque algo le decía que no estaría de acuerdo con él.
El día antes de marcharse al Gran Cañón, Alexander conoció a Dudley.
Walter, el carpintero, ya le había hablado a Alexander de Dudley, el trabajador itinerante al que Stevie había contratado unas semanas antes. Era una especie de manitas, dijo Walter, una especie de aprendiz de todo y maestrillo de nada. Walter dijo que era un gandul, un tipo muy raro.
—Se rumorea que es un fugitivo de la justicia. —El carpintero bajó la voz—. Y que en Montana lo buscan por asesinato.
—Ya —repuso Alexander.
Así que en Montana lo buscaban por asesinato.
—Sí, pero Stevie dice que, mirándolo por el lado positivo, trabaja por poco dinero, hace de todo y nunca se queja. —Walter se echó a reír.
Dudley era un hombre alto, tan alto como Alexander. Llevaba botas de vaquero y un sombrero también de vaquero, que se quitaba haciendo una inclinación burlona, y debajo del sombrero llevaba una mata de pelo despeinado rubio ceniza atado en una cola desgreñada. La barba descuidada le cubría casi la totalidad del rostro. Mascaba tabaco y luego lo escupía de malas maneras al suelo, casi a los pies de los demás.
—Vosotros dos seguro que tenéis mucho en común. Dudley también sirvió en Europa, en el frente oriental, ¿a que sí, Dud?
Iba muy desaliñado, algo raro en un soldado, tal como Alexander sabía, pero había soldados de todas clases, y a algunos era imposible domeñarlos. Le estrechó la mano con fuerza y no apartó la mirada.
—Joder, sí —contestó—. En la división 218. Cruzamos el Óder en abril de 1945. —Y acto seguido, escupió en el suelo.
—Alexander estuvo allí, en el Óder. Pero estuvo en el sur, en Polonia, en un campo de prisioneros de allí. Katowice, ¿verdad, Alex?
—¿Katowice? ¿Y cómo coño llegaste tan lejos al este? —preguntó Dudley.
—No hago preguntas cuando estoy en manos de los alemanes —repuso Alexander—. Bueno, tengo que irme. Hasta otra.
—Eh, ¿quieres salir con nosotros esta noche a tomar una copa? —Lo invitó Steve.
—No puedo, mañana nos vamos.
—¿Tú y esa preciosidad? —intervino Dudley, con una sonrisa maliciosa.
Alexander apretó los puños de forma involuntaria. Era demasiada insolencia para una soleada tarde después del trabajo, arrojada como un guante a sus pies.
—¿A qué viene esa sonrisita, Dudley? —dijo Alexander, en un tono de voz tan bajo que resultó casi inaudible hasta para él.
—Ya llevas diez años, ¿eh, Alex? —intervino Steve.
—Conque diez, ¿eh? —dijo Dudley—. ¿Sabes que si fuese una condena de cárcel, ya estarías libre después de ese tiempo? —Él y Steve se echaron a reír, y a continuación, Dudley añadió—: ¿Y cómo te echaron el lazo en el 42, estando encerrado en Katowice y todo eso?
—No estaba en Katowice en el 42 —respondió Alexander—. Pero la 218… ésa era una unidad de infantería, ¿no?
—Exacto.
—¿Y qué eras allí, cabo?
—Sargento primero.
—Conque sargento primero. Ya.
—Pues Alexander era capitán —dijo Steve.
Alexander esbozó una sonrisa glacial.
—Sigo siendo capitán, en este mismo momento —dijo—. Oficial del cuerpo de la reserva, del servicio de apoyo al combate de Yuma. —Dudley no esbozó ninguna sonrisa, ni siquiera una sonrisa glacial. Una vez establecido claramente el rango de ambos, Alexander ya podía relajarse—. Nos vemos el martes. Steve, Dudley.
Se dio media vuelta para marcharse.
—Que lo paséis muy bien los dos —dijo Dudley.
Alexander se detuvo en seco y se volvió muy despacio. Steve dio un codazo a Dudley. Alexander supo que en sólo un momento, todo por cuanto había trabajado se iría al garete. En sólo un momento, ni Tatiana ni Alexander irían a ninguna parte a celebrar su décimo aniversario de bodas porque Alexander tendría que estar contestando a las preguntas de la policía. Fue únicamente por ella, por Tatiana, por lo que hizo rechinar los dientes y recobró el control sobre sí mismo, pero pese a todo, no podía dejar las cosas como estaban.
—Dudley —dijo, acercándose a los dos hombres—, no te había visto en mi vida hasta hace sólo dos minutos, pero te daré un consejo: no hables con ese tono de voz cuando hables de mi mujer. En realidad, ahora que lo pienso, será mejor que no hables de ella en absoluto. ¿Lo has entendido?
Dudley se echó a reír, mascando el tabaco con la boca abierta.
—Eh, tranquilo, hombre, no he dicho nada. ¿Por qué te pones tan nervioso?
—Siempre y cuando te haya quedado claro, no me pondré nervioso.
Pero lo cierto es que estaba nervioso.
Los alemanes en el Gran Cañón.
El viernes por la mañana, muy temprano, dejaron a Anthony con Francesca y recorrieron casi cuatrocientos kilómetros para ir al Gran Cañón, donde realizaron una caminata de seis horas bajo un sol de plomo siguiendo la Bright Angel Trail hacia Redwall y Tonto, hasta el granito de Archean y el agua hirviendo del Colorado. Plantaron la tienda y pasaron el fin de semana en la orilla desierta de otro río de más de mil kilómetros, río que se abría paso a través de unas formaciones de rocas de dos mil millones de años de antigüedad. Aquellos tres días fueron un oasis en medio de la vida de ambos. El propio Alexander intentó por todos los medios olvidar lo que ocurría fuera de aquella tienda.
Estaba prohibido hacer fuego, pero se bañaron y comieron el pan que había hecho Tatiana y el fiambre enlatado, y bebieron vodka directamente de la botella, y también comieron chocolate en tableta. Él le regaló un anillo de oro blanco con diamantes de un quilate y ella le regaló a él un reloj militar del ejército estadounidense, porque el suyo del Ejército Rojo se le había estropeado, y, antes de salir de casa, unas botas de cuero nuevas porque las suyas estaban ya muy gastadas. Cantaron canciones rusas y canciones norteamericanas, jugaron al strip póquer e incluso al dominó. Él se tumbaba en el regazo de ella y ella le contaba chistes: «Un hombre muy enfermo se levanta de su lecho de muerte porque percibe un olor delicioso que viene de la cocina, y descubre que su mujer le ha horneado sus galletas favoritas. Cuando alarga el brazo para coger una, la mujer le da un manotazo y le dice: “¡Quieto! No son para ti. Son para el funeral”». Ella le leyó, como en un soliloquio shakesperiano, el manual entero del prototipo de una televisión en color, y en un tono mucho más alegre, un artículo del Ladies Home Journal: «¿Sois una pareja astral: la chica cáncer rezongona y el jovial chico géminis?». («Con nosotros se han equivocado de medio a medio, ¿verdad, Shura? Es justo al contrario»). Le explicó lo que era un algoritmo (una serie de reglas de lógica para resolver un problema), le preguntó si quería saber lo que era un algoritmo llamado «divide y vencerás», y cuando Alexander contestó: «¡No, por Dios!», ella se inclinó y lo besó como si quisiera resucitar a un muerto.
Tatiana le pidió que le dijese algo no relacionado con la cama que le gustase de ella, y Alexander fingió que no se le ocurría nada. Él le pidió que le dijese algo relacionado con la cama que le gustase de él, y Tatiana fingió que no se le ocurría nada.
Touché, desde luego.
A él le gustaba la forma de reír de ella, dijo, como la música de un coro. A ella le gustaba la forma en que él se movía, le explicó en un ronroneo, como la poesía, por el ritmo y la cadencia… con escalas e intervalos, acordes y cánones, con su propia métrica, con la rima de la pasión, al compás del tango, con pie jónico, en pirriquios y espondeos cuando decidía no ponerse lírico, en anapestos y dáctilos cuando decidía sí hacerlo.
Alexander, fiel a su alma de poeta y, sobre todo, de científico, puso a prueba de inmediato la ley de la física gravitacional: la fuerza de atracción entre dos cuerpos es directamente proporcional al producto de sus masas e inversamente proporcional al cuadrado de la distancia entre ellos. Y luego, tumbada en la oscuridad absoluta, al final de una sesión de amor radiactivo y coriámbico, en su voz de soprano, Tatiana murmuró:
—La verdad, no sé qué crees que vas a aprender de la ciencia clásica.
Él se echó a reír y contestó:
—Que eres la chica más divertida con la que puede casarse un hombre.
A punto de caer dormidos, se encontraban desnudos uno en brazos del otro.
—Shura —susurró ella—, por favor, no te preocupes. Tendremos otro hijo. No hemos tenido suerte, eso es todo. Ya lo conseguiremos. —Carraspeó para aclararse la garganta—. Aunque… ¿no te preguntas a veces que a lo mejor está escrito que tengamos sólo a nuestro Anthony?
—Desde luego, es hombre suficiente para cualquier familia —dijo Alexander—, pero ¿por qué quieres que sea hijo único? Yo fui hijo único.
—Sí, y tú eres hombre suficiente para cualquiera. Le dio un pellizco.
—No, no, estoy seco. Esta noche ya no hay más. Por favor, vuelva usted mañana.
Se echaron a reír al unísono.
—No estoy poniendo ningún medio para evitar tener más hijos, amor mío. Ya sé que mi marido piensa que a veces tengo poderes mágicos, pero en este caso no es así.
Y lo único que dijo Alexander a modo de adormilada respuesta fue:
—¿Sólo a veces? —Ella no dijo nada—. ¿Te acuerdas de Luga? —le susurró—. Antes de besarte por primera vez, ¿recuerdas cómo yacías desnuda entre mis brazos? —Tatiana se echó a llorar—. ¿Acaso podías llegar a imaginar entonces, al borde de nuestro propio Apocalipsis, que llegaríamos a sobrevivir once años, que llegaríamos a recorrer un millón de kilómetros y a estar aquí tumbados en el Gran Cañón, donde nunca es invierno, y tú sigues desnuda en mis brazos, y yo sigo enterrando los labios en tu pelo?
—No. —Tatiana le estaba besando las clavículas desnudas—. Los alemanes no están al otro lado del río, Shura.
—Eso es cierto. Hemos dejado atrás para siempre muchas cosas. —Alexander cerró los ojos en la oscuridad.
—Sí, aunque también nos rodean muchas otras —dijo—. Tenemos que ser fuertes. —Tatiana sintió un escalofrío y susurró—: Cuando te di por muerto, Alexander, creí que nada volvería a tocarme nunca. Pero ahora estás conmigo. Nada puede tocarnos, amor mío.
Durante tres días permanecieron en el espacio eterno, donde no existía nada en el mundo más que ellos.
Y luego volvieron a casa.
El pedrusco que Alexander le había comprado era un diamante de un quilate engastado en cuatro diamantes más pequeños y en oro blanco. Era un anillo formidable, y Tatiana se lo enseñó a todos en el hospital hasta que Carolyn dijo:
—¿Tienes idea de lo que le debe de haber costado ese anillo?
El reloj militar y las botas nuevas que Tatiana le había comprado le habían costado cincuenta y un dólares, y ella creía que había sido un poco irresponsable al gastar tanto dinero. Pero cuando oyó las exclamaciones de admiración durante el almuerzo, fue al joyero y descubrió que estaba valorado en dos mil doscientos dólares. Tatiana rompió a llorar allí mismo, en la joyería.
Una vez de vuelta en casa, le rogó a Alexander que lo devolviera.
—Estamos ahorrando para una casa —dijo Tatiana—. Sobrevivimos el asedio de Leningrado, es posible que dejes tu trabajo… ¡No podemos permitirnos gastar dos mil doscientos dólares en un anillo!
—Es un diamante para ti, en nuestro décimo aniversario de bodas. Y no voy a dejar mi trabajo.
—No necesito diamantes, Shura, tú lo sabes… pero tienes que dejar a Balkman.
—¡No pienso volver a discutirlo! A ver si lo entiendo, ¿de verdad me he casado con una mujer que cree que el pedrusco que le ha regalado su marido es demasiado grande? Es un regalo, Tatiana. Te recordaré otra vez, once años después, que en este país, cuando te dan un regalo, lo abres y das las gracias. Devuelve el puto anillo si quieres, pero entonces no vuelvas a hablar de eso conmigo jamás.
—No te enfades conmigo. ¡No descargues tu tensión conmigo!
—Demasiado tarde.
El oasis había desaparecido, la vida real había vuelto a hacer acto de presencia.
Dudley de Montana
El miércoles, el día después de su vuelta del Gran Cañón, Alexander estaba clavando los tablones del suelo de la casa de los Schreiner, que estaban alabeados y se habían soltado. Tenía la boca llena de clavos y el martillo en la mano. Debía contratar a más hombres para el suelo; ése estaba completamente desnivelado. Los tablones casi siempre acababan combándose antes de la inspección. ¿De dónde sacaba Balkman a aquella gente?
Steve acudió a ver los progresos en la construcción de la casa en compañía de Dudley.
—¿Cómo te han ido las vacaciones? —preguntó—. ¿Adónde fuisteis?
Alexander miró hacia atrás, con la boca llena de clavos.
Dudley estaba mirándole con atención los brazos desnudos. Estaban a más de treinta grados y Alexander sólo llevaba una camiseta de fútbol sin mangas; todos los hombres con los que trabajaba ya hacía tiempo que se habían acostumbrado a ver sus cicatrices y sus tatuajes. Alexander escupió los clavos justo al lado de los pies de Dudley y se levantó sin soltar el martillo.
—Al Gran Cañón —contestó.
Desde luego, no pensaba decirles que había pasado tres días en una tienda con ella. En silencio, miró a Dudley fijamente, quien a su vez le sostuvo la mirada.
—Unos tatuajes muy vistosos, capitán —señaló Dudley en voz baja.
—Steve —dijo Alexander—, ¿me has traído el cristal de la ventana como te pedí?
Después de almorzar, Steve le trajo el cristal para la ventana, pero esta vez no lo acompañaba Dudley.
—¿Vais a venir a nuestra fiesta del Cuatro de Julio?
—No lo sé. Tania trabaja.
Estaba comiéndose el bocadillo y tratando de leer el periódico.
—¿Qué pasa, Alexander?
Pero Alexander sabía lo que Tatiana ya había sabido antes, que una vez dichas las cosas, no se podían borrar como si nunca se hubieran dicho.
—Nada.
Steve insistió.
—¿Qué pasa? Estas últimas semanas has estado muy raro. ¿He hecho algo malo?
—Verás, estoy comiendo. Ahora no quiero hablar de eso.
—¿Es que hay algo de lo que hablar?
—Sí.
—Muy bien, pues en ese caso, hablemos. —Alexander tiró el resto del bocadillo.
—Steve, ¿le dijiste a Amanda que me acosté con una de las chicas que invitaste al Ho?
Steve se rio.
—No, no, lo malinterpretó. ¿Estás así por eso?
—¿Lo malinterpretó?
—Sí, sólo era una broma. Amanda no tiene sentido del humor.
—Pues a Amanda le parecía de lo más serio cuando se lo contó a una Tatiana muy seria.
—Pues lo siento mucho. Era una broma. No era mi intención disgustar a Tania. —Se encogió de hombros—. Pero estoy seguro de que lo tomó por lo que era, seguro que no estuvo disgustada mucho tiempo.
—¿Qué clase de broma de mierda es ésa?
—¿Te acuerdas de aquella putita? ¿La que te dijo que por veinte pavos entraba a la habitación contigo? Y yo te dije que por veinte más seguro que te…
—Stevie, estábamos borrachos, pero eso no es ningún malentendido. Amanda le dijo a Tania que yo entré en esa habitación.
—Pues no debí de explicárselo con suficiente claridad.
—¿Tú crees?
Steve se echó a reír.
—Pero ¿se puede saber por qué te pones así? ¿Quieres que hable con Tania? Tráela. Le diré que sólo fue una broma.
—No. —Alexander arrojó el periódico a la basura y se levantó del tablón de madera donde estaba sentado—. ¿Y sabes qué más te digo, Stevie, amigo mío? Que me importa una mierda que te relaciones con malnacidos y presidiarios, pero será mejor que no me entere de que hablas de mi mujer con alguno de ellos. Si quieres hablar con ellos de mujeres disponibles, háblales de tu novia.
—¿Qué es lo que acabas de decir? —exclamó Steve, frunciendo el ceño—. Me parece que no te he entendido bien.
Alexander dio un paso hacia él.
—Ni se te ocurra hablar con Dudley, ni con cualquier otro, de mi esposa. ¿Entiendes lo que te digo? ¿Me he explicado con suficiente claridad?
—Vamos, Dudley es un buen tipo. —Obviamente, aún no había sido lo bastante claro—. Es un soldado como nosotros —siguió diciendo Steve—. Ha luchado en la guerra, como tú, ha estado con un montón de mujeres… como tú. No sabe distinguir a unas de otras, ni le importa. Ven a tomar una copa con nosotros, ya lo conocerás. Es un tipo muy divertido.
Alexander ya se alejaba cuando contestó:
—No.
«Y nunca jamás volveré a tomar una copa contigo», quiso añadir.
Puede que Steve aún tardase algún tiempo en asimilarlo, pero al final lo asimilaría. Y luego dejaría en paz a Alexander y éste podría conservar su trabajo. O al menos eso era lo que Alexander deseaba.
Esperando a Tatiana. Era como una obra de teatro. Una vez más estaba esperando a Tatiana, esta vez en la fiesta del Cuatro de Julio con barbacoa y fuegos artificiales en casa de Bill Balkman.
Margaret, la novia de Bill, quien intentó besar a Alexander en los labios al saludarlo, le preguntó dónde estaba Tania. Amanda le preguntó dónde estaba Tania. El propio Alexander quería saber dónde estaba Tania. Habían llevado a Anthony a casa de Francesca esa mañana temprano y Alexander la había acompañado al trabajo para que después de la fiesta sólo tuviesen que conducir la camioneta de éste. Cuando la había dejado en la puerta del hospital, ella le había «prometido» con una sonrisa que estaría en casa de Balkman a las ocho «lo más tardar», y en ese momento eran ya las nueve menos cuarto y ella seguía aún sin aparecer. Él bebió un poco, picó algo de comer y se tomó una cerveza. Habían servido la comida en bandejas de aluminio dispuestas en bufé encima de una especie de hornillo para mantenerlas calientes, pero él no quería comer hasta que llegara ella. Alexander estaba impaciente e irritable. Se puso a pasearse arriba y abajo por el jardín trasero y al final entabló una conversación con Jeff acerca de la guerra de Corea.
—¡Alexander! —Era la voz de Margaret, que guiaba a Tatiana por el césped—. ¡Mira quién se ha dignado aparecer por fin! La fiesta casi ha terminado, querida. Ya no queda apenas comida. ¿Lo ves? Si no trabajases, podrías haber comido caliente.
Tatiana saludó a sus amigos.
—Hola —le dijo a Alexander—. Erin no ha podido acabar antes, y ha sido ella quien me ha traído. Siento mucho llegar tarde.
—Siempre estás disculpándote —repuso él, sin rastro de sonrisa en el rostro.
Por supuesto, Tatiana no llevaba reloj. Era como pedirle que llevase un arma.
Llevaba un vestido con falda de vuelo y tirantes gruesos con lazos de raso en los hombros. El vestido era verde claro con estampado de flores amarillas también claras. La falda tenía mucho vuelo; debía de llevar combinación debajo. Lo raro era que no llevaba el pelo recogido: se lo había dejado suelto y la melena le caía en cascada por la espalda. Alexander arrugó la frente.
—Vamos, te serviré una copa —dijo, llevándosela aparte, y cuando estuvieron lo bastante lejos de los demás invitados, le preguntó en voz baja—: ¿Se puede saber por qué te has dejado el pelo suelto?
—Mira y verás. —Volviéndose de espaldas a él, Tatiana se apartó el pelo de la nuca y le enseñó las marcas de su pasión nocturna, que invadían el terreno de la vida diurna: llevaba cuatro o cinco chupetones de color morado en la nuca y en la parte baja del cuello—. No me queda más remedio que dejarme el pelo suelto, ¿no te parece? —Se volvió para mirarlo—. ¿Qué prefieres, que todo el mundo me vea el pelo suelto o que al ver esas marcas todos se imaginen lo que me haces por las noches?
Ruborizándose levemente, bajó la cabeza. Alexander se quedó en silencio, recordando lo que le había hecho la noche anterior. Lanzando un suspiro, le besó las manos.
Margaret asomó de repente junto a ambos.
—No, no, no, nada de acogerse al privilegio conyugal en las fiestas. Podéis hacer eso en casa. —Llevaba una bandeja de verduras—. Tania, no sabes el tesoro que tienes de marido: no ha flirteado con nadie. Se porta muy bien cuando tú no estás.
—Y eso es muy a menudo —le susurró Alexander a Tatiana, de pie unos centímetros detrás de ella. Ésta contuvo la risa.
Margaret tomó a Tatiana de la mano.
—Ven, voy a presentarte a alguien. Tengo una amiga, Joan, que antes también solía trabajar. Quiero que hables con ella de trabajo. Ella consiguió desintoxicarse. Alexander, ahora que tu mujer está aquí ya puedes ir a flirtear. Es de mala educación que marido y mujer hablen todo el rato entre ellos en las fiestas.
Tatiana se fue a charlar con los demás. Alexander también, pero de vez en cuando la buscaba con la mirada. Estuvo hablando con Jeff acerca de la mala temporada de los Red Sox de Boston, y luego se enzarzó en una discusión con Bill Balkman sobre el hecho de que Truman le hubiese dado la patada a Douglas MacArthur, quien había recuperado la totalidad de Corea de manos de los comunistas liderados por los chinos en cuestión de meses, y que había querido llevar a cabo la incursión por el río Yalu hasta la mismísima China en contra de los deseos de Truman, de ahí que lo hubiese puesto de patitas en la calle.
—No, no, estoy de acuerdo con Truman —dijo Balkman—. La moderación es la clave. Truman dijo: «No perdamos los nervios, no hagamos nada». MacArthur se pasó de la raya. Estoy de acuerdo con el presidente.
—¿Y no crees que MacArthur tenía razón cuando dijo que en este caso la moderación era como aconsejar a un hombre cuya familia está a punto de morir asesinada que no emprenda ninguna acción precipitada por miedo a desatar la ira de los asesinos? —dijo Alexander.
Balkman se echó a reír y dio unas palmaditas a Alexander en la espalda.
—Alexander, eres muy ingenioso. Escucha, cambiando de tema, ¿te ha contado ya Steve la fabulosa noticia?
—¿Qué noticia?
Balkman esbozó una sonrisa radiante.
—Hemos firmado el contrato para la casa de los Hayes.
Alexander se puso muy contento. Dee y Mike Hayes habían adquirido tres acres de tierra junto a un lago artificial recién hecho en Scottsdale, al norte de Dynamite, y habían pasado meses en busca de contratista para su casa. Era una excelente noticia para la empresa y aquello les garantizaría una gran publicidad, pues la casa iba a ser fotografiada para el periódico Phoenix Sun y la revista Modern House. Brindaron por su éxito.
—Empezaremos dentro de tres semanas. Alex, quiero que seas el capataz de toda la operación, como dicen en el ejército.
—Bueno, en el ejército no usan la palabra «capataz» —dijo Alexander.
—Je, je. Tendrás toda la ayuda que té haga falta. Mike Hayes me ha dicho que necesita la casa para principios de primavera, así que vamos a tener que empezar cuanto antes. Jeff y Steve están hasta arriba de trabajo, pero tú vas a acabar la casa de los Schreiner antes de lo previsto. —Dio una palmadita afectuosa a Alexander—. Me han dicho que has puesto unos tablones nuevos en el suelo tú mismo para poder acabarla antes. Cobraremos un suplemento adicional por la finalización antes del plazo, ¿sabes? Tú te llevarás la mitad de cinco mil dólares.
—Gracias, Bill.
Se estrecharon la mano.
—Que Steve te preste a Dudley unos días —dijo Balkman—. Ese tipo trabaja muy duro. Te ayudará. ¿Lo has conocido ya?
—Sí.
Los dedos de Alexander se tensaron alrededor del vaso de cerveza.
—Veo que también ha conocido a Tania. —Balkman sonrió—. Lleva flirteando con tu mujer la última media hora.
La sonrisa de Alexander se esfumó de su rostro. Tatiana estaba andando hacia él, con una bandeja en las manos. A su lado iba Dudley, tambaleándose hacia ambos lados por culpa de la barra libre de alcohol.
Con la mano le tocaba la espalda… ¡e incluso el pelo!
—Dudley, veo que ya has conocido a nuestra Tania —dijo Balkman, estrechando la mano del hombre—. Alexander, Dudley es otro hombre capaz de hacer cualquier cosa. Eres un buen trabajador, Dud, me alegro mucho de tenerte con nosotros. ¿Qué te parece la fiesta?
Tatiana acudió al lado de Alexander, sin mirarlo a la cara.
—¿Estás bien? —le preguntó él en voz baja.
—Estupendamente —contestó ella—. Lleva siguiéndome como un perro los últimos cuarenta minutos. ¿Qué? ¿No te has dado cuenta? Ah, claro, ya no te das cuenta de nada.
Antes de que Alexander pudiera reaccionar y defender sus dotes como observador, ella se alejó de él, que, tras tomar aire profundamente, la siguió. Fueron a buscar una copa, lejos de los oídos ajenos.
—Tania, no quiero que hables con él. Ni que te acerques a él. Es un tipo peligroso, ¿no lo ves?
—¿Quién? ¿Dudley? Vamos… Si es inofensivo… —Dijo aquello con la voz impregnada de sarcasmo—. Todos los hombres son así. No te preocupes, es buena gente.
Alexander no estaba de humor para sarcasmos.
—Perdóname —dijo— por no querer tener esta discusión contigo en medio de una fiesta en casa de mi jefe.
—Y yo no quiero hablar de esto ni un minuto más —repuso ella—. Ya has dejado bien claro que no piensas atender a razones. Ah, y respecto a lo otro, intentaré no hablar con Dudley, aunque es muy insistente. Pero ¿y qué? Los hombres son así, ¿no? Me han dicho —continuó Tatiana, mirándolo fijamente—, que en el ejército es mucho peor.
—¡Tania!
—¿Sí?
Con la espalda rígida, Alexander se abrió una cerveza y luego le sirvió a ella un poco de vino. Ambos permanecieron allí de pie bebiendo y sin hablarse. Balkman se acercó a ellos.
—Tania, ¿te ha contado Alexander la gran noticia?
—No —contestó ella secamente.
El propio Balkman le habló del proyecto de la casa de los Hayes y sobre sus planes para Alexander el año siguiente. Tatiana se limitó a escuchar sus palabras sin inmutarse, como una piedra, y luego dijo:
—Es estupendo.
Sin embargo, no mostró sinceridad ni tampoco esbozó ninguna sonrisa falsa.
—¿Qué ocurre? —dijo Balkman—. ¿Va todo bien? ¿Otro día duro en el trabajo?
—Todo va perfectamente —soltó ella, en una voz que parecía querer decir: «¿No ves que todo va mal, idiota?»—. ¿Me disculpáis?
La falda del vestido describió una ondulación en el aire al alejarse.
Alexander se disculpó también y corrió tras ella.
—¿Se puede saber qué haces comportándote así delante de mi jefe? —dijo—. Si quieres una pelea, peleémonos en casa y nos pelearemos de verdad, pero no me ladres para luego darme la espalda ni contestes con arrogancia a mi jefe cuando te hable.
Estaban al otro lado del césped del jardín, en tensión, junto a las azaleas.
—Alexander —dijo Tatiana—, no pienso seguir fingiendo.
—De eso ni hablar —repuso él—. Vas a fingir cortesía en esta casa.
—¡Como cuando él fue cortés conmigo en mi propia casa, diciéndote que me pusieras en mi lugar!
—Por el modo en que te comportas —le espetó él— es evidente que no sabes cuál es tu lugar.
Ella se volvió bruscamente para alejarse de él, y Alexander hizo un gran esfuerzo por contenerse y no agarrarla del brazo. Interponiéndose en su camino, masculló, apretando con fuerza los dientes:
—Deja ya de comportarte así. Ahora mismo. ¿Me oyes?
—No quiero estar aquí.
—Eso es evidente, pero no me des la espalda y te largues. —No la agarró del brazo, sino que la tomó del brazo y, como lo llevaba desnudo, no se lo apretó con fuerza sino que sólo se lo rodeó con las manos—. Y ahora, vamos a sentarnos. Los fuegos artificiales no tardarán en empezar, y luego nos iremos.
—Huy, sí, por favor… Vamos a sentarnos con tu amigo Stevie. A lo mejor podemos hablar con él de los servicios que ofrecen en el Westward Ho. Me han dicho que es un hotel muy bueno. Muy complaciente con la clientela.
Era lo único que podía hacer para no arrancarle el brazo, acercarse a sentarse en un corro de sillas al lado del césped junto a Jeff y Cindy, Steve y Amanda.
Cindy y Jeff llevaban un mes casados. Ella le estaba contando a Amanda y a Tatiana cómo había sido su primer mes de matrimonio. Alexander dirigió los ojos involuntariamente hacia Tatiana, sentada a su derecha. Diez años antes, ellos también habían vivido su primer mes de casados, pero allí, bajo el cielo ensombrecido de Phoenix, casi lo habían olvidado. Sin embargo, en ese momento, ella volvió el rostro hacia él, y Alexander vio que no lo había olvidado. Bastó una mirada, un pestañeo, un simple asentimiento con la cabeza como brindis a las eternas montañas de los Urales y al eterno fluir del Kama.
—Tenemos que daros una noticia —dijo Cindy—. Jeff no quiere que diga nada todavía, pero vosotros sois mis mejores amigos. Tengo que decíroslo. —Jeff puso los ojos en blanco—. ¡Vamos a tener un niño! —exclamó.
Hubo exclamaciones de júbilo y felicitaciones. Los hombres dieron la enhorabuena a Jeff estrechándole la mano y las mujeres abrazaron a Cindy. Nadie podía creerlo.
—¿Ya? —exclamó Amanda.
—Bien hecho, machote —dijo Steve—. ¡Buen trabajo! ¡Y rápido!
—¿Para qué esperar? Si tienes que hacer algo, más vale hacerlo cuanto antes.
Alexander tuvo mucho cuidado de no mirar a Tatiana mientras ambos guardaban las apariencias y esbozaban una sonrisa perfecta para Jeff y Cindy.
De repente apareció Dudley, los vio y se acercó una silla al lado de Tatiana. Todos dejaron de hablar de niños. Completamente beodo, Dudley le preguntó a Tatiana si quería otra copa de vino, viendo que la tenía vacía. La llamó Tania. A continuación, dijo que había conocido a algunos soldados rusos cuando había estado en Europa, y que había oído que a las chicas rusas que se llamaban Tania a veces las llamaban Tanechka.
—¿A ti alguien te llama Tanechka, como si fueras una chica rusa? —Se rio Dudley, con la boca torcida en una sonrisa sórdida.
—Tania no es rusa, Dudley —dijo Amanda—. Es de Nueva York.
—Mirad ese pelo —replicó Dudley—. Ese pelo no es de Nueva York. Ese pelo es de campesina rusa. —Se rio y arqueó las pobladas cejas—. De antes de la emancipación de los siervos —añadió en tono elocuente.
Alexander se levantó, ayudó a una pálida Tatiana a levantarse de la silla y le cambió el sitio.
—Así que tú y Amanda no hablabais de mí —dijo, sentándose junto a Dudley sin mirarlo. Pero de repente, la conversación tomó otros derroteros.
—Vi tus tatuajes el otro día, cuando estabas clavando los tablones —le dijo Dudley a Alexander—. Tienes alguno muy curioso, como ese de la hoz y el martillo en el brazo.
—Sí, ¿qué le pasa?
—¿Dónde te lo hiciste?
—En Katowice.
—¿Voluntariamente o a la fuerza?
—A la fuerza.
—¿Y cómo consiguieron mantenerte quieto para hacértelo? Yo habría luchado hasta caer muerto antes que dejarme tatuar esa mierda en el brazo.
Tatiana extendió el brazo y apoyó la mano en la pierna de Alexander, su forma particular de mostrarle su apoyo… y también a modo de advertencia. Él hizo caso omiso y se volvió para fulminar a Dudley con la mirada en silencio, dándole la espalda a ella.
—Tú llevas tatuajes desde el cuello hasta los pies —dijo Alexander—. El otro día, en la obra, vi que llevabas en el antebrazo un tatuaje de un dragón haciéndole cosas incalificables a una damisela en apuros. Llevas tatuajes de cuchillos clavados en el corazón de la gente, decapitaciones, destripamientos… ¿Todo eso es mejor que una hoz y un martillo?
—¿Que si es mejor que la marca de los rojos? ¿Dónde vives? ¡Pues claro que sí! —exclamó Dudley—. Y yo me los hice voluntariamente, sin que tuvieran que atarme a ninguna silla. Fue elección mía.
—¿Y te los hicieron en chirona?
—Sí, ¿y qué?
—Ah, ¿la cárcel también fue elección tuya? —Los demás invitados desviaron una mirada incómoda hacia el césped.
—La cárcel no fue elección mía, no —contestó Dudley despacio—. Pero dime, ¿esa águila de las Schutzstaffel en el otro brazo sí fue por tu propia elección? ¿Una hoz y un martillo en un brazo y una esvástica en el otro? ¿De dónde coño has salido, tío?
—Dud, venga, hay señoras delante —dijo Jeff.
Dudley ni siquiera se inmutó.
—Los nazis no marcaban a los prisioneros de guerra con águilas de las SS. ¿Sabéis quiénes lo hacían?
—Yo sí sé quiénes lo hacían —comentó Alexander con rostro sombrío.
—Los rojos. En Alemania, cuando entraban en los campos de prisioneros nazis. Lo sé porque estuvimos en uno de ellos viendo a los guardias soviéticos con uno de sus propios prisioneros. Lo hicieron como señal de respeto después de que el hombre no confesase pese a las torturas brutales. Le dieron una paliza, lo torturaron, le hicieron el tatuaje y luego le dispararon de todos modos.
A sus espaldas, Tatiana emitió un gemido de dolor.
—¿Y a qué viene todo eso? —dijo Alexander, extendiendo el brazo hacia atrás, hacia ella, para tocarla, para decirle: «No pasa nada. Estoy aquí. No fue a mí a quien dispararon».
—Todo esto viene… —dijo Dudley demasiado alto— a que puede que ahora estés en la reserva, pero tú no estuviste con nuestro ejército durante la guerra. —Alexander no respondió—. ¿Por quién luchabas?
—Contra Hitler. ¿Contra quién luchabas tú?
—Tú y yo no luchábamos en el mismo bando, amigo, lo sé. Nadie lleva los tatuajes que llevas tú. El águila de las SS es una insignia de honor para los nazis, un signo de respeto absoluto… Serían capaces de cortarse la polla antes que marcar con ella a un prisionero de guerra norteamericano, ni siquiera en un puto agujero como Katowice. No, a ti te capturaron demasiado al este para haber luchado en nuestro bando. Los norteamericanos nunca llegaron a donde llegaste tú.
—Dudley, ¿se puede saber qué diablos estás diciendo? —preguntó Steve, levantándose de la silla y acercándose a él.
—Este hombre es un impostor —afirmó Dudley—. Se esconde aquí. Este hombre estuvo en el Ejército Rojo. Los alemanes marcaban a los oficiales soviéticos con la hoz y el martillo… antes de ejecutarlos. Los soviéticos marcaban a los prisioneros soviéticos que habían caído en manos de los alemanes con las águilas de las SS… antes de ejecutarlos.
Se produjo un tenso silencio entre los presentes. Todos miraron a Alexander, quien no decía nada, con la boca cerrada con fuerza y la mirada sombría. Tatiana le apretó la pierna y ambos intercambiaron una mirada.
—¿Te parece que nos vayamos ahora? —sugirió ella en voz baja.
—No, no, no seas boba, quedaos a los fuegos artificiales —se apresuró a decir Amanda.
Las mujeres se mostraban nerviosas.
—Estoy seguro de que Dudley está confundido —dijo Jeff—. Debe de tratarse de algún error. —Arqueando las cejas, miró a Cindy y añadió—: Cindy, ¿sabes qué? Es el momento ideal para bailar.
Todos se levantaron salvo Tatiana y Alexander. Incluso Dudley consiguió despegarse a trompicones de la silla.
—Qué gran idea —dijo, pasando por delante de Alexander en dirección a Tatiana—. ¿Quieres bailar, Tanechka?
Alexander se levantó bruscamente y propinó un empujón a Dudley, que perdió el equilibrio y cayó al suelo.
—Dudley —dijo Alexander, tras levantar a Tatiana de la silla y apartarla a un lado—, si estás en lo cierto con respecto a mí, entonces también debes de imaginarte lo que te haré si le tocas un pelo.
Antes de que Dudley, que ya volvía a estar en pie, pudiese abrir la boca, Jeff y Steve ya se habían interpuesto entre ambos.
—Venga, venga, chicos, dejadlo —dijo Jeff alejando a Alexander mientras Steve se encargaba de apartar a Dudley.
—Alex, ¿qué te pasa? Es una fiesta. En casa de mi padre, nada menos. Dud, olvídalo, ven conmigo. Venga, te presentaré a Theo. Vamos, te va a caer muy bien.
Y acto seguido lanzó una mirada muy elocuente a Alexander, para que éste se tranquilizase, como diciendo: «¿No ves que está como una cuba?». Steve se llevó a Dudley de allí, y Amanda estaba a punto de llevarse también a Tatiana, pero ésta corrió al lado de Alexander, le puso la mano en el pecho y dijo:
—¿Quieres que vayamos a casa? Podemos irnos ahora mismo.
Jeff trató de disuadirlos.
—Está borracho. No es nada. Alexander, olvídate de él. No vale la pena, hombre.
Tatiana permaneció inmóvil. Se apretó contra él y levantó la mirada. Alexander le retiró el pelo de la cara, le acarició la mejilla un momento y luego se separó de ella.
—Está bien, nos quedaremos a ver los fuegos artificiales. Mira, Margaret te está buscando otra vez. Ve con ella. Pero no olvides lo que te he dicho.
Después de lanzarle una mirada inquieta, Tatiana se fue, acompañada de Margaret y de Amanda, y Alexander se quedó con Jeff. Balkman acudió junto a ellos y empezaron a charlar sobre la fecha del comienzo de las obras de construcción de la casa de los Hayes, sobre a quiénes habría que untar para que los inspectores diesen el visto bueno al solar en dos semanas y no en dos meses. De repente, Alexander dejó de prestarles atención. Balkman tenía un jardín de césped muy espacioso, con una piscina, un cenador y árboles y arbustos muy bien cuidados. Al otro lado del césped, entre los arbustos, Alexander vislumbró una camisa a cuadros y una cola de caballo. Detrás de los vaqueros del hombre, Alexander distinguió el estampado de flores del vestido de Tatiana.
Con la mirada desenfocada por un momento, Alexander apenas tuvo tiempo de disculparse antes de echar a andar dando grandes zancadas. Tatiana estaba pegada a la valla de madera, encogida, y el otro hombre se cernía sobre ella. Alexander ni siquiera miró a Dudley cuando se interpuso entre ambos para separarlos, pues tenía los ojos fijos en la expresión sobrecogida de Tatiana. La apartó de la valla y no fue hasta entonces cuando se volvió para encararse con Dudley. A su espalda, Tatiana le tiraba de la camisa.
—Acabas de meter la pata hasta el fondo —le dijo Alexander a Dudley muy despacio—. ¿Qué coño haces? Te he dicho que te largues, que te des media vuelta y te mantengas lejos de mi mujer.
—¿Qué mierda de problema tienes? Éste es un país libre, no como ese país de rojos de donde eres tú. Y tu mujer, para tu información, estaba hablando conmigo. ¿A que sí, Tania?
Tatiana, con los labios tensos y muy pálida, tomó a Alexander de la mano y dijo:
—Vamos, Shura. Los fuegos artificiales van a empezar.
Pero Alexander no podía irse así como así, no podía darle la espalda. Estaba oscuro. Todo fue muy confuso. Se encontraban en el borde del césped, un poco apartados del resto de los invitados. La primera tanda de fuegos artificiales atravesó silbando el cielo e hizo explosión. Entre los silbidos de los cohetes, Alexander oyó la voz de Dudley.
—No me has contestado —dijo Dudley—. Te he preguntado qué mierda de problema tienes.
—¿Qué mierda de problema tienes tú? —replicó Alexander, encarándose con él—. Tania, ve y espérame allí, al otro lado del jardín.
Tatiana le apretó la mano.
—No, por favor, Shura… Vamos —dijo, tratando de llevárselo de allí—. Vámonos a casa.
Pero Alexander no se movió ni un milímetro. Él y Dudley estaban cara a cara, mirándose fijamente.
—Tú has tenido un problema conmigo desde el principio —dijo Dudley, y escupió un trozo negro de tabaco mascado.
—Y tú te has pasado de la puta raya desde el principio.
—Ah, ¿sí? —dijo Dudley—. ¿Por qué no vamos afuera y solucionamos esto?
—Ya estamos fuera, imbécil.
—¡Shura, por favor!
Tatiana se interpuso entre ellos y cogió a Alexander de las dos manos.
—¡Tania! —Alexander se soltó de las manos de ella con brusquedad sin apartar la mirada de Dudley ni un segundo—. Te he dicho que me esperes al otro lado del jardín.
—Vámonos a casa, amor mío —le imploró ella, aún delante de él, mirándolo a la cara, tratando de sujetarlo todavía—. Por favor…
—Sí, vámonos a casa, amor mío —la imitó Dudley—. Por favor… Y me pondré de rodillas y te chuparé la polla.
—¡Shura, no!
Alexander apartó a Tatiana de en medio con una sola mano y con la otra dio un puñetazo tan brutal y tan rápido a Dudley en la cara que de no haber sido porque éste cayó de espaldas al suelo inmediatamente, nadie se habría percatado de que había pasado algo entre ellos. Los fuegos artificiales siguieron estallando en el cielo mientras los presentes aplaudían y lanzaban vítores. Se oía música; Harry James y su orquesta empezaban a ver la luz al fin.
Sin embargo, lo cierto es que Dudley cayó de espaldas al suelo en la esquina del jardín, en la oscuridad, entre las zarzas. Tatiana, sin poder eludir su condición de enfermera, lo examinó. El hombre sangraba profusamente por la boca y tenía los dientes delanteros colgando de las raíces ensangrentadas. Alexander, un hombre que había sido entrenado metódicamente y luego había recibido su bautismo de fuego en los feroces combates cuerpo a cuerpo en las aldeas de Bielorrusia, un hombre que había peleado con los alemanes con navajas y bayonetas y que los había dejado sin sentido dándoles puñetazos mortales en la nariz, pensó que Dudley había caído con suma facilidad. Sin jadear siquiera, cogió a Tatiana de la mano y dijo:
—Ahora ya podemos irnos.
No movió ni un solo músculo de la cara. Tatiana, sin habla, lo miró fijamente.
Alexander atravesó el césped del jardín en dirección a la puerta trasera. Margaret y Bill estaban en el patio viendo el espectáculo de fuegos de artificio. Alexander, sin detenerse apenas, se acercó a Balkman y, dirigiéndose a la cara inicialmente sonriente y luego demudada del hombre, anunció:
—Ya está. Estoy hasta los huevos de ti y tu puta empresa. Me largo… para siempre. No me pagues la última semana, no me des ni un centavo del dinero que me debes. He acabado contigo. No vuelvas a llamarme nunca.
—¡Alexander! ¡Espera! ¿Qué ha pasado? —Balkman echó a correr tras él—. ¡Alexander! ¡Por favor, espera! ¡Steve! ¿Qué coño ha pasado?
Alexander caminaba a paso ligero, arrastrando a Tatiana consigo; ella tenía que correr para seguir su ritmo. Una vez fuera, en el camino de entrada a la casa, Steve los interceptó, rodeando la casa para cerrarles el paso; jadeaba, tenía el rostro encendido y los puños apretados.
—¡Cómo te atreves! ¡Cómo te atreves… después de todo lo que hemos hecho por ti!
Alexander echó la cabeza hacia atrás, pero a Steve le dio tiempo de propinarle un fuerte golpe en la barbilla que lo obligó a retroceder y le hizo chocar contra el cuerpo de Tatiana, quien perdió el equilibrio y cayó al suelo.
Alexander, sin incorporarse, dio un puñetazo a Steve que le destrozó la mandíbula. Steve se dobló sobre su estómago y Alexander volvió a arremeter contra él, esta vez con más fuerza. Lo habría golpeado una tercera vez, pero Steve se desmoronó y cayó sobre el pavimento de piedra.
—A ver cómo te las apañas ahora con tu miserable vida, saco de mierda —le dijo Alexander, propinándole una fuerte patada antes de volverse hacia una aterrorizada Tatiana para ayudarla a levantarse del suelo.
En cuestión de minutos, ya estaban en la carretera de camino a casa. Permanecieron en silencio varios kilómetros.
—¿Estás bien? —le preguntó Tatiana.
—Estoy bien. Alexander se secó la boca.
—Podrías haberte roto los nudillos.
—Están perfectamente.
Apretó y aflojó los puños. Ella lo miraba fijamente.
—Shura…
—Tania —dijo él, con calma—, no quiero que digas nada, ni una puñetera palabra, ¿de acuerdo? Quédate… ahí sentada sin decir nada.
Ella se calló de inmediato. Al cabo de unos minutos, Alexander detuvo la camioneta en una calle vacía al lado de la carretera. A lo lejos se oía el ruido cada vez más quedo de los fuegos artificiales. En el interior de la camioneta, Alexander sujetaba el volante con manos temblorosas.
—Amor mío… —dijo ella con dulzura.
—Joder, he sido un maldito idiota. Ni siquiera sé qué hacer ahora.
—Por favor, Shura, todo irá bien. ¿Quieres que conduzca yo?
Alexander enterró la cabeza en el volante. Tatiana se acercó a él y se sentó a su lado en el asiento delantero. Cuando él levantó la vista, ella sacó un pañuelo y le limpió el labio. Él le apartó la mano y no tardó en poner de nuevo el coche en marcha.
—¿Y tú? ¿Estás bien? —le preguntó a Tatiana—. Ese cabrón me golpeó sabiendo que tú estabas detrás de mí, sabiendo que podía hacerte daño. Ni siquiera tuve ocasión de apartarte de en medio.
—¿Y te extraña que no se haya comportado como un caballero? —exclamó Tatiana.
—¿No me has oído cuando te he dicho que te estés calladita?
Ella volvió a hablar al cabo de un rato.
—Dudley me ha preguntado si había oído los rumores que circulaban sobre él, que se había «cargado» a un tipo en Montana. Yo le he dicho que él había estado en la guerra, así que debía de haber visto muchos muertos, y me ha contestado: «La guerra no es real. Montana… eso sí que es real».
—Yo he visto Montana —repuso Alexander, con las manos apretadas en torno al volante—. No me parece tan real.
Tatiana no podía dormir. Él sí dormía. Descifró las manecillas del reloj: las dos menos diez. La casa estaba en silencio, y también el exterior, la negra noche de las montañas. Nada se movía, salvo la ansiedad de Tatiana, que corría desbocada por su pecho. No había forma de que lograra conciliar el sueño. Estaba inquieta y ansiosa.
Alargó la mano en silencio por encima del cuerpo de él y volvió a colocar el teléfono en su horquilla. Él siempre lo descolgaba por las noches, antes de hacerle el amor.
Anthony estaba durmiendo en casa de Sergio. Tatiana deseó que estuviese durmiendo allí con ellos, para poder ir a su habitación a comprobar cómo estaba y así sentir un poco de alivio, pero en vez de eso, colocó la mano en el pecho de Alexander para escuchar los latidos de su corazón. Toda su vida adulta la había pasado así, escuchando el latir del corazón de Alexander. ¿Qué le decía en ese momento? Era un latido rítmico, apagado, lento. Tatiana rozó con los labios la barba de él, lo besó con ternura, desplazó la mano hacia abajo y lo acarició. Él estaba profundamente dormido, pero a veces, si percibía la presencia de ella aun en sueños, se volvía hacia su lado y la rodeaba con el brazo. Esa noche no se despertó, ni siquiera a medias, y continuó durmiendo de espaldas a ella. Tenía el labio hinchado. La mano derecha también estaba hinchada, aunque le había aplicado hielo y luego un vendaje. Había tenido que vendársela casi a la fuerza, pues Alexander detestaba que lo mimase por sus heridas. Le gustaba que lo mimase por otras razones, como cuando lo bañaba, le daba de comer, se abalanzaba sobre él o lo besaba, le gustaban toda esa clase de mimos, pero no soportaba que lo compadeciese y lo mimase cuando había sufrido una herida. Era como si se acordase de cuando estaba incapacitado en Morozovo, impotente en una cama de hospital durante dos largos meses, hasta que lo arrestaron y ella se fue.
Tania no dejaba de dar vueltas en la cama. Al final se levantó, se puso el camisón color crema y se dirigió al salón. Se sirvió un vaso de agua, se sentó en un taburete cerca de la encimera de la cocina y no se movió, tratando de no respirar siquiera. El aire acondicionado estaba apagado, no se oía ni un solo ruido, y fue en ese momento cuando, a las dos y media de la madrugada, a Tatiana le pareció oír el ruido lejano de un motor. Abrió la puerta de la casa unos centímetros y aguzó el oído, pero no oyó nada. Fuera todo estaba como boca de lobo, pues esa noche no había luna. Tras cerrar con llave y cerrojo la puerta principal, fue de puntillas a cerrar la puerta del dormitorio para no molestar a Alexander y luego, desde la cocina, telefoneó al hospital.
Erin, la recepcionista del turno de noche y amiga suya, respondió al teléfono, y las primeras palabras que salieron de su boca fueron:
—¡Tania! ¿Se puede saber por qué tenías el teléfono descolgado? ¡Llevo llamándote toda la noche!
—¿Por qué? ¿Qué pasa? —preguntó Tatiana en voz baja.
—Han vuelto a traer a Steve Balkman con otro tipo. Balkman sigue inconsciente, pero el otro era como una bestia salvaje; han tenido que reducirlo con tranquilizantes. Estaba ebrio y sangraba abundantemente. No dejaba de gritar y de proferir unas amenazas horribles, y antes de que le inyectasen los tranquilizantes se ha puesto a gritar el nombre de tu marido, entre insultos, maldiciéndolo. ¿Tú sabes algo de todo esto?
—Sí. ¿Está ahí el sargento Miller?
—Ha salido a tomarse un descanso. ¿Quién diablos es ese hombre? ¿Y tú de qué lo conoces? ¡Llevamos tres horas intentando hablar contigo!
—Déjame hablar con el sargento Miller. Tiene que detener a ese hombre.
—¡Tania! ¡No puede detenerlo! ¡Ya se ha ido!
—¿Qué?
—¡Sí, eso es lo que estoy tratando de decirte! A la una y media salió hecho una furia de aquí, sin que lo viera un médico, sin recibir el alta, sin nada. Se arrancó el goteo, se puso la ropa y se largó.
Tatiana habló con un hilo de voz cuando dijo:
—Erin, dile a Miller que envíe un coche patrulla a mi casa cuanto antes.
—Pero ¿qué está…?
Tatiana colgó el teléfono, pero en ese momento el corazón le latía con tanta fuerza que llenaba el silencio, el de dentro y el de fuera. ¿Era el motor de un coche lo que había oído? ¿O era el pánico, un delirio?
Estaba de pie junto a la cocina. En la sala de estar, las cortinas no estaban echadas. No las echaban nunca, pues nunca había nadie fuera. ¿Soplaba el viento? No lo sabía con certeza, pero las sombras negras y azules no dejaban de proyectar su alargada forma a través de los ventanales. No oía ningún ruido fuera, pero estaba paralizada por un miedo ensordecedor por dentro. Tenía que cruzar el salón para entrar en el dormitorio y despertar a Alexander, pero no podía moverse: eso significaba atravesar la casa, pasar frente a dos ventanas cuyas cortinas no estaban echadas, pasar frente a dos puertas…
Seguía en la cocina cuando la sombra de su ventana se alzó en la oscuridad y adquirió la forma de un hombre que subía muy despacio los escalones de la terraza delantera. Tatiana siempre dejaba esa ventana abierta para poder ver a Alexander subir los escalones a la casa. Aquello no era el viento…
Tatiana se movió, se alejó tres pasos de la cocina, pasó por delante de la puerta principal, y antes de que tuviera tiempo de dar otro paso, la puerta se abrió de golpe con un fuerte chasquido, y antes de que tuviera tiempo de gritar, Dudley, con la boca llena de agujeros negros y los ojos inyectados en furia negra, se plantó delante de ella. La agarró por la boca y el cuello para que no pudiera articular ningún ruido y le retorció la cabeza hacia atrás con tanta fuerza que Tatiana creyó que le iba a romper el cuello. El hombre llevaba una pistola en la mano… ¡Y ella, solícitamente, había cerrado la puerta del dormitorio para dejar dormir a Alexander!
Sin embargo, la puerta… ¡la puerta principal! El estrépito al abrirse había sido tan fuerte que tal vez él lo había oído… Y lo había oído: la puerta del dormitorio se abrió lentamente y Alexander apareció desnudo en el umbral. Dudley le señaló a Tatiana.
—Aquí me tienes, hijo de puta —dijo Dudley, con un leve ceceo por los huecos de los incisivos que le faltaban—. Y aquí la tienes a ella. Vamos a acabar esto en tu casa. —Sujetaba a Tatiana por el cuello y apuntaba con la pistola a Alexander—. Maldito rojo de mierda… No te muevas. ¿Crees que puedes romperme la cara y largarte así como así? No, tú no sabes lo que es un soldado, y yo he venido aquí a tu casa, a recordártelo. —Dudley desplazó hacia abajo la mano por el cuello de Tatiana hasta cubrirle un pecho. Ésta dio un respingo y miró con ojos suplicantes a Alexander, quien permanecía inmóvil como una estatua, sin pestañear, sin respirar, mirando sólo a Dudley—. Stevie me ha dicho que ésta no ha probado más polla que la tuya —dijo Dudley—. Caramba, dijimos, cómo debiste de disfrutar de la pequeña y dulce zorra… Bueno, pues ¿sabes qué? Que ha llegado la hora de averiguar si todavía es tan dulce. —Se relamió los labios—. Voy a averiguarlo ahora mismo, delante de tus narices, y luego si quieres te dejo las sobras. Ahora, apártate de la puerta —Dudley le apuntó directamente con la pistola—, pero muy despacio.
Alexander hizo lo que le decía, se apartó de la puerta muy despacio, y sin mover ninguna otra parte de su cuerpo y sin dejar pasar una sola fracción de segundo más, levantó el brazo izquierdo que había estado ocultando detrás del marco de la puerta, apuntó con la Colt M1911 directamente a la cara de Tatiana y disparó.
El impacto reverberante y sordo de la bala del calibre cuarenta y cinco al recorrer una distancia de seis metros a una velocidad de doscientos cincuenta metros por segundo y destrozar un cráneo fue tan fuerte y espectacular, que pareció que Alexander le hubiese disparado a Tatiana. La cabeza de Dudley explotó a diez centímetros escasos de la cara de ella y, con éste aún abrazado a su cuerpo, ambos cayeron hacia atrás: él se golpeó contra la pared que tenía a la espalda y rebotó hacia delante hasta caer al suelo y desplomarse encima de Tatiana. Ella no veía nada, ni siquiera sabía si estaba chillando, llorando o muriéndose. El brazo de Dudley aún le rodeaba la garganta.
Alexander tiró de ella para sacarla de debajo del cuerpo inerte y luego la levantó. Fue entonces cuando Tatiana oyó al fin sus propios gritos, y empezó a golpearlo a él, a forcejear con él, a tratar de escapar de él. Él no dijo ni hizo nada salvo sujetarla y abrazarla, la apretó contra su pecho mientras ella gritaba y temblaba aterrorizada. El corazón de Alexander estaba a escasos centímetros de ella, a través del esternón, y palpitaba con un ritmo regular, con latidos fuertes, y él decía: «Chsss…», y su corazón también le decía lo mismo, que se tranquilizase, que ya había pasado todo. Sin embargo, ella no podía calmarse. Creía que había sufrido un disparo; tenía la piel helada, y su propio corazón le latía a doscientas pulsaciones por segundo. Alexander la ayudó a sentarse, la sujetó con firmeza por los hombros, la estrechó con fuerza entre sus brazos y al final, le tapó la boca con la mano.
—Chsss… —dijo—. Cálmate. —No apartó la mano de ella mientras exhalaba dióxido de carbono—. Chsss, chsss… —no dejaba de repetir Alexander. Luego, apartó la mano, le abrió la boca e insufló aire en ella—. ¿Sientes mi aliento tranquilo? Ahora tranquilízate, todo irá bien. Tranquila…
Tatiana lo miró con expresión horrorizada.
—¿Me… me has disparado? —murmuró.
Él meció la cabeza de ella, meció todo su cuerpo, la meció a ella.
—No, no. Estás bien. Chsss…
Siguió sujetándola mientras ella seguía temblando. Seguían en el sofá cuando las luces de los coches de policía en el exterior de la casa empezaron a parpadear. El camisón de seda que llevaba Tatiana estaba empapado de sangre y él aún iba desnudo. Los agentes de la policía irrumpieron en la casa a través de la puerta abierta. Alexander dejó a Tatiana en el sofá y fue a ponerse unos vaqueros y una camiseta, y a traerle a ella un albornoz de algodón. De pronto, ella se acordó de la sangre que le manchaba el cuerpo y se levantó corriendo para ir a limpiarse, pero la policía se lo impidió, y Alexander también.
Tatiana conocía a dos de los agentes; uno de ellos era Miller. Llegaron más policías, seguidos de un periodista del Phoenix Sun. Lo obligaron a salir de allí, pero no antes de que sacara algunas fotografías.
La policía empezó a hacer preguntas, y se llevaron a Alexander al dormitorio para interrogarlo allí. Cuando él se levantó para irse, ella se echó a llorar. Él volvió a sentarse y ella lo sujetó con fuerza.
—No te vayas, por favor… No te vayas…
—Sólo voy a ir al dormitorio, Tatiasha. Sólo voy al dormitorio…
Sentada, cubierta de sangre, Tatiana habló con la policía, cabizbaja, mientras en el dormitorio, lejos de ella, Alexander, con la cabeza bien alta, de pie, hablaba con la policía.
¿Por qué estaba usted levantada?, le preguntaron. ¿Por qué llamó al hospital? ¿Por qué estaba en la cocina? ¿Por qué no corrió al dormitorio? ¿Lo oyó subir por la escalera? ¿Por qué vino aquí? ¿Es cierto que él y su marido tuvieron una pelea? Tenemos una denuncia por una agresión, dos agresiones, en realidad. Ese hombre quería presentar cargos contra su marido. ¿Qué pasó? Ese hombre estaba muy malherido. El otro hombre también está muy malherido. En ese momento intervino el sargento Miller. Ese otro hombre es Steve Balkman, dijo el sargento. Todos los demás policías asintieron. Otra vez no…, dijo alguien. ¿Estaban borrachos? ¿Estaba su marido borracho? ¿Por qué se pelearon? ¿Hubo dos peleas o todo fue en la misma pelea? Alexander destrozó la cara a un hombre y le rompió los dientes a otro, ¿por qué? ¿Es cierto que ya había habido algún otro enfrentamiento? El padre, Bill Balkman, un miembro muy conocido de esta comunidad, afirma que no sabe lo que sucedió, que para él fue una sorpresa absoluta. Dijo que sólo había sido una pelea de chiquillos. Los chicos son todos así, dijo. Les dijo a todos que se tranquilizasen, que su hijo se pondría bien. Que todo iría bien. Y si embargo, había un hombre muerto en el suelo de la casa de Tatiana.
¿Desde dónde disparó su marido? No sabía que Dudley iba armado, ¿cómo sabía que debía llevar un arma consigo hasta la puerta? ¿Por qué disparó contra él? ¿Habría podido intentar que el hombre la soltase sin emplear la violencia con un arma de fuego? ¿Fue un allanamiento de morada? ¿Un intento de agresión, un intento de violación, un intento de asesinato? ¿Fue un uso excesivo de la fuerza por parte de su marido golpear a otro hombre en una fiesta simplemente por formular un comentario grosero acerca de usted? ¿Y fue una reacción desproporcionada de Dudley frente a la reacción desproporcionada de Alexander? ¿Y qué era lo que había hecho Steve Balkman esta vez?
Llegaron dos periodistas más del Phoenix Sun, que permanecieron en el salón con sus libretas de notas y los fogonazos del flash de sus cámaras, anotándolo todo, registrándolo para los diarios de la mañana. ¿La había tocado? ¿La había herido? ¿Le había causado lesiones? ¿Era ésa su sangre?
¿La había herido? Nadie sabía decirlo con seguridad, ni siquiera la propia Tatiana. Sólo Alexander dijo que no, que no estaba herida, sólo en estado de shock. Estaban preocupados por ella, de modo que llamaron a un médico. El sargento Miller dijo que quería que Tatiana fuese al hospital, pero ella se negó. Alexander creía que debía ir, pero ella se negó. Que estaba bien, dijo, que era enfermera, que sabía de eso.
Pasaron las horas. Alexander seguía en el dormitorio con la policía. Ella lo veía de soslayo, paseándose arriba y abajo por la habitación, fumando, sentándose en la cama. Luego, cerraron la puerta y ella se echó a llorar de nuevo. El cuerpo de Dudley permanecía inerte en el suelo, detrás del sofá ensangrentado donde ella se encontraba sentada.
Alexander salió por fin del dormitorio. Ella se agarró a él desesperadamente y enterró la cara en su pecho. Él no dejaba de repetir «chsss, chsss». La abrazaba con fuerza. De pronto, la presencia de él la aterrorizó. Se echó a llorar otra vez y lo apartó de sí de un empujón. Los policías, los enfermeros del equipo de emergencia y los periodistas permanecían en silencio observando la escena, mientras Alexander, apretando la cabeza ensangrentada de ella contra él, trataba de calmarla. «Tania —susurraba una y otra vez—, chsss… chsss… Vamos…».
—Puede que necesite una inyección —dijo Alexander al fin, y acudió a echar mano de su maletín de enfermera—. Está muy nerviosa.
—Estoy bien —dijo ella, pero no podía dejar de temblar.
Miró a Alexander, que se encontraba de pie, fumando. Se le veía tranquilo. No estaba nervioso, no le temblaban las manos, sus movimientos eran normales. Mantenía el control sobre sí mismo. De pronto lo recordó en las inmediaciones de Berlín, en lo alto de la colina, cargado de ametralladoras, granadas, pistolas semiautomáticas, armas automáticas, solo en la trinchera, derribando sistemáticamente al batallón de soldados que trataban de avanzar a rastras, de correr hacia ellos, de subir la cuesta de la colina para matarlo a él, para matarla a ella.
—Un hombre ha subido la cuesta de esa colina para hacer daño a mi esposa —dijo Alexander a la policía, sin atisbo de emoción en la voz, con un cigarrillo en la boca—. Miren esa puerta. El cerrojo de la puerta principal está roto; una de las bisagras, desencajada.
La policía iba a comprobar los rumores de la supuesta huida de la prisión de Montana, iban a interrogar a Bill Balkman sobre la contratación de un hombre sospechoso de ser un fugitivo de la justicia, un asesino. Era un delito federal contratar a un hombre sospechoso de haber cometido un crimen.
¿Cómo sabía Dudley dónde vivía Alexander? ¿Quién podría haberle dado la dirección de Alexander? Y si había sido Steve Balkman, ¿no habría tenido que dársela antes de la fiesta, puesto que después estaba inconsciente? ¿Por qué iba Steve a hacer eso, darle a Dudley la dirección de Alexander?
—Ese Steve Balkman… —comentó Miller, moviendo la cabeza—. Siempre creando problemas; le encantan los problemas, y siempre ha sido un problema. Bueno, pues se acabó —dijo—. Esta vez no vamos a archivarlo, no importa lo que haga su padre.
Eran las seis de la mañana y al otro lado de las montañas empezaba a clarear con una luz acerada. Alguien trajo café y algunos bollos. Alexander le dio una taza a Tatiana e intentó hacer que comiera algo.
Un hombre en estado de embriaguez y muy beligerante había muerto en plena noche después de entrar por la fuerza en una casa móvil en las colinas de McDowell, a un kilómetro y medio de distancia del Boulevard Pima, en medio de la nada. Ésos eran los hechos indiscutibles. Ni Alexander ni Tatiana hablaron a la policía de los tres años de hechos discutibles. Ni de la vida entera de hechos discutibles.
Se hizo de día, vinieron más agentes de policía, se sacaron más fotografías. A las ocho de la mañana, Alexander llamó a Francesca y le pidió que se quedase con Anthony el resto del día. Tatiana siguió sentada en el sofá. En algún momento se reclinó hacia atrás, cerró los ojos y creyó desvanecerse. Cuando volvió a abrirlos, estaba acurrucada en el brazo de Alexander, y el cadáver de Dudley seguía detrás de ella. La tiza contrastaba con el blanco y negro del suelo de linóleo de su casa. Bajo la luz implacable del día, la sangre se estaba secando y adquiriendo un tono pardusco, y se veían esquirlas de hueso en la alfombra del salón, en el pasillo, frente al cuarto de Anthony, en las superficies de las mesas, en la puerta, en las paredes… Tatiana miró hacia atrás una sola vez; todavía tenía todo el cuerpo impregnado con la sangre de Dudley. No se podía hacer nada al respecto hasta que se marchase la policía. El teléfono no dejaba de sonar.
La policía preguntó a Alexander si conocía a los familiares de Dudley. ¿A quién debían notificar su muerte? Alexander y Tatiana se intercambiaron una mirada incrédula. ¿De verdad les estaban preguntando por la familia de Dudley?
Al final llegó un médico para examinar a Tatiana. Estaba bien, dijo ella misma, temblando; no le hacía falta ningún médico. Alexander le llevó una manta y la tapó con ella. Con suma delicadeza, el médico retiró la manta y le quitó el albornoz. Le preguntó si había sufrido una agresión, si la había golpeado, herido o penetrado. Ella vio a Alexander mirándola desde el otro extremo de la habitación, con el camisón semitransparente manchado de sangre. Él se acercó y volvió a ponerle el albornoz. El médico volvió a quitárselo y le examinó los brazos, las piernas y el cuello enrojecido, por donde Dudley la había agarrado. Después de retirarle el pelo hacia atrás, el médico advirtió las marcas de succión en la nuca y la parte lateral del cuello. Cuando le preguntó por esas marcas, ella no contestó. En circunstancias normales se habría ruborizado, pero no esa mañana.
—¿Ha sufrido heridas? —le preguntó.
—No.
—¿Qué son esas marcas?
Ella no contestó, sino que se limitó a levantar la cabeza y mirarlo a los ojos, y esta vez fue el médico quien se ruborizó intensamente.
—Está llena de sangre y tiene algunos moretones. Es difícil saber qué heridas son consecuencia de este incidente en particular, discúlpeme.
—Soy enfermera en el Phoenix Memorial Hospital —dijo—. Sé reconocer una herida.
El médico era David Bradley, y ella no lo conocía. Formaba parte del personal del servicio de Urgencias, pero trabajaba en el turno de noche y ella en el de día. Después de verle las marcas de la nuca, fue incapaz de mirarla a los ojos. Ella cerró los suyos de todos modos.
Se hicieron las diez, las once de la mañana. Al final llegó el forense y declaró a Dudley… ¡muerto! «¿Qué haríamos sin los forenses?», ironizó Alexander en voz baja, dirigiéndose a Tatiana.
Los ayudantes del forense examinaron el cuerpo para determinar la causa de la muerte. Un disparo en la cabeza, dijo Alexander sin alterarse.
«Un disparo en la cabeza» fue la causa que anotaron en el informe.
¿Quién era Alexander, preguntó la policía, un hombre capaz de disparar a otro en la cabeza cuando su propia esposa estaba a escasos centímetros de distancia? ¿Quién es usted? Dijeron algo sobre una acción imprudente. ¿No podía haber esperado hasta que se apartase un poco de su esposa para dispararle?
No creía que pudiese haberlo hecho, no. Por enésima vez repitió que si se hubiese alejado por completo de la puerta, habría tenido que soltar su arma y no habría tenido otra oportunidad de disparar, y su esposa habría sufrido una agresión sexual delante de él, y luego él los habría matado a ambos. Con gesto impaciente, señaló la pistola cargada de Dudley y les recordó que eran policías. Ellos le recordaron a él que él no era policía. Él les contestó que sin duda debían de saber que se trataba de una decisión inmediata en una batalla a vida o muerte, que se trataba de la vida de ellos o la de él, y que ésa había sido la única opción posible. Que no habría habido un después.
Ellos le replicaron que aquello no era una guerra, pero Alexander no estaba de acuerdo. Dijo que sí lo era, que un hombre había subido aquella colina hasta su casa con la intención de matarlo a él y hacer daño a su esposa. Aquel hombre había traído la guerra a su casa, y ahora yacía muerto. Ésos eran los hechos, y eran indiscutibles. Sólo el grado de violencia empleada, y la decisión inmediata de Alexander, y la cara rota de Steve Balkman eran discutibles.
La policía examinó la Colt y las balas. ¿Siempre guardaba un arma cargada en casa? Sí, todas las armas estaban siempre cargadas, respondió Alexander. Vivían solos en medio de las montañas, tenía que estar preparado para cualquier eventualidad. Examinaron las armas que guardaba en el dormitorio: dos modelos de carabina M-l y una metralleta M4 en un armario cerrado con llave con la munición. Guardaba la Walther alemana, la Colt Commando, la M1911 y una Ruger del calibre veintidós con sus cargadores de munición adicional, además de todos sus cuchillos, en la mesita de noche, que cerraba con llave durante el día y dejaba abierta por la noche. Le preguntaron por qué había escogido la M1911 de entre todas sus armas; se suponía que la Ruger era de mayor precisión. Alexander contestó que había elegido el arma capaz de infligir mayores daños. Dijo que había escogido la M1911, la más potente de todas las pistolas, porque sabía que sólo tendría una oportunidad de matar a Dudley.
¿Quién diablos era él?, preguntó la policía. ¿Dónde había aprendido a disparar? ¿Había recibido entrenamiento profesional?
Alexander miró a Tatiana, que permanecía sentada, muda. Sí, contestó. Había recibido entrenamiento profesional, era capitán del cuerpo de reservistas del ejército estadounidense. Era curiosa la forma en que una sola frase podía cambiar las cosas. A partir de ese momento, miraron a Alexander de otro modo, lo trataron de otro modo. Capitán del ejército estadounidense. ¿Había combatido en la Segunda Guerra Mundial? Sí, dijo. Había combatido en la Segunda Guerra Mundial.
Y nadie le hizo más preguntas después de eso.
A mediodía apareció el personal del hospital con una bolsa para cadáveres, pero la policía les dijo que no tocasen nada, que aquélla era la escena del crimen. El lunes, un equipo de limpieza acudiría a la casa para retirarlo todo y limpiar los despojos de muerte, pero hasta el lunes, el capitán y su esposa e hijo tendrían que alojarse en otro lugar.
El sargento Miller dijo que se abriría una investigación oficial para esclarecer la muerte, pero en privado, el sargento les confió a Tatiana y Alexander que no sabía cómo el hijo de Balkman había sobrevivido tanto tiempo sin que nadie lo hubiese quitado ya de en medio, que corrían rumores de que la herida en el brazo mientras estaba destinado en Inglaterra no había sido por culpa del fuego amigo, precisamente.
Todo el mundo se fue y los dos se quedaron solos, al fin. Alexander cerró la puerta detrás de Miller y fue a sentarse junto a ella en el sofá. Ella alzó los ojos y ambos se quedaron mirándose largo rato. Bueno, puede que él la mirase largo rato: ella lo fulminaba con la mirada.
—¿Tú llamas a esto normal, Alexander? —le espetó Tatiana.
Sin decir una sola palabra, Alexander se levantó y se fue al dormitorio. Ella oyó el ruido de la ducha en el baño contiguo.
—Vamos —dijo él, al salir, pero ella no podía andar, no podía moverse; tomándola en sus brazos, la llevó adentro.
—No puedo sostenerme de pie —reconoció ella—. Deja que me dé un baño.
—No —contestó él—. No puedo permitir que te sientes rodeada de su sucia sangre. Quédate de pie cinco minutos y cuando estés limpia, te daré un baño.
Alexander le quitó el albornoz y el camisón sanguinolento y arrojó las dos prendas a la basura. La sujetó de la mano para que entrase en la bañera y, acto seguido, se quitó la ropa y se metió en la ducha con ella. El agua estaba ardiendo, pero pese a ello Tatiana siguió tiritando incontrolablemente mientras él le lavaba con cuidado la sangre seca de la cara, del cuello y del pelo. Le lavó el pelo con champú dos veces, y hasta tres. Poco a poco, pedazo a pedazo, Alexander fue quitando a Dudley del pelo de Tatiana. Cuando ésta vio las esquirlas de hueso que le estaba arrancando, empezó a hundirse en la bañera y, resbaladiza y aterrada, no pudo seguir sosteniéndose en pie, por mucho que él se lo implorase. Agachándose a su lado, Alexander siguió limpiándole el pelo.
—Es inútil —dijo ella, extendiendo el brazo para abrir el armario que había junto al lavabo, buscando las tijeras—. Ya no puedo tocarlo. Ni puedo permitir que tú lo toques.
—No —replicó él, deteniéndola y quitándole las tijeras—. Ya te cortaste el pelo una vez, pero ahora estoy aquí contigo. Te lo limpiaré. Si te lo cortas, sólo conseguirás castigarme a mí. —Ella lo miró con dureza—. Ah, ¿es eso lo que quieres? —dijo él, y le devolvió las tijeras.
Sin embargo, Tatiana no se cortó el pelo. Se inclinó sobre el borde de la bañera y vomitó en la taza.
Él esperó, cabizbajo. Se limpió con la manopla enjabonada y luego, en silencio, le lavó la cara a ella y le frotó todo el cuerpo, sosteniéndola en pie con un brazo mojado.
—¿Cuántas veces en mi vida vas a tener que limpiarme la sangre del cuerpo? —inquirió ella, demasiado débil para sostenerse en pie.
—Según mis cuentas, hasta ahora sólo han sido dos veces —respondió Alexander—. Y las dos veces, ninguna ha sido tu propia sangre, así que podemos dar gracias por haber tenido tanta suerte.
—Al menos esta vez no tengo la pierna rota, ni las costillas.
Sin embargo, toda aquella violencia en su casa, en su hogar…
Los alemanes cruzando con sus tanques el río Luga, las formaciones de aviones de su Luftwaffe que arrojaban una lluvia de panfletos de advertencia antes de las ráfagas de las ametralladoras, puntualmente de nueve a once. «Rendíos o moriréis», decían.
Alexander no le habló durante todo el baño que vino después y que había preparado para ella, no le habló mientras la secaba con la toalla y la dejaba en la cama, la tapaba, le traía café y le sujetaba la cabeza mientras bebía de la taza. Le preguntó si necesitaba algo más, porque él tenía que salir a poner en orden sus pensamientos. Ella le suplicó que no se fuese y cerró los ojos. Cuando volvió a abrirlos, él estaba sentado observándola desde el sillón, con todas sus armas, incluidos los rifles automáticos, entre las piernas.
—¿Por qué saliste de la habitación? ¿Qué oíste? —le preguntó Tatiana.
—El chasquido de la puerta. Primero echo mano de mi arma y luego abro los ojos.
—La Colt ha resultado ser muy útil. —Lo miró fijamente—. Primero con los alemanes, luego los rusos, con Karolich… y ahora hasta en Estados Unidos estamos recreando nuestra vieja vida. Por lo visto, somos incapaces de librarnos de ella.
—No estamos recreando nuestra vieja vida. De vez en cuando, no podemos ocultar quiénes somos, simplemente. Él es la escoria que siempre hay en todas partes, incluso en Estados Unidos. ¿Sabes lo que de veras ha resultado ser muy útil? Mi puesto como reservista en el ejército. Richter dijo que nunca se sabía cuándo podía resultar útil, y ha demostrado tener mucha razón. —Alexander hizo una pausa—. ¿Por qué te levantaste tú? ¿Qué fuiste a hacer ahí fuera?
—No podía dormir.
—¿Por qué?
—Presentía algo. Tenía miedo.
—¿Y por qué no me despertaste?
—¿Por qué iba a hacerlo?
—Porque presentías algo, porque tenías miedo.
—Mis sentimientos y mis miedos te han importado una mierda estos últimos tres años —le espetó ella—. ¿Y ahora de repente tengo que despertarte en plena noche para contártelos?
Alexander se levantó del sillón como movido por un resorte.
—Por favor, por favor, no te vayas… —dijo ella—. No quería decir eso…
Él se fue de todos modos. Tatiana oyó abrirse la puerta del patio trasero y luego cerrarse. Quiso levantarse, correr hacia él, pero estaba destrozada. Se durmió.
El teléfono no dejaba de sonar, ¿o acaso lo estaba soñando? No dejaba de oír la voz de Alexander. ¿Eso también era en sueños? Por alguna razón, empezó a temer haberse quedado sola otra vez, sin él, y empezó a gimotear en sueños, a llamarlo a gritos.
—Alexander, por favor, ayúdame, por favor… Alexander…
No podía despertar por sus propios medios, fueron las manos de él las que la despertaron, sujetándola con firmeza, levantándola para que se sentase.
Se miraron el uno al otro.
—Tenemos que irnos de aquí —dijo él.
—Tenemos que ir a buscar a Anthony. —Tatiana se echó a llorar—. ¡Dios mío…! ¿Y si llega a estar aquí con nosotros…?
—Pero no estaba. Y Francesca ha dicho que se quedará con él hasta el domingo.
—Quedémonos aquí. No quiero salir de mi cama.
—No puedo estar en esta casa, con su sangre y sus sesos por todas partes.
Aún entre sollozos, Tatiana extendió los brazos hacia él y Alexander se metió en la cama con ella. Ella se acurrucó contra su cuerpo.
—¿Cómo lo haces? —le susurró—. ¿Cómo consigues mantener la calma, estar tan sereno con toda esta locura?
—Bueno, alguien tiene que conservar la calma, Tatiana.
Le acarició la espalda.
—Pero es casi como si estuvieras más tranquilo que nunca. ¿Siempre has sido así?
—Supongo.
—¿Eras así en la guerra? ¿En Finlandia? ¿En el Neva, con tu barco? ¿Cruzando los ríos de Polonia? ¿En todas tus batallas? ¿Desde el principio? —Lo miró a los ojos color de bronce.
—Supongo —contestó él.
—Quiero ser como tú —dijo, y le acarició la cara—. Es el secreto de la supervivencia. Fue así como lo conseguiste, así es como seguiste con vida. Tú nunca pierdes los nervios.
—Obviamente —repuso Alexander—, a veces pierdo los nervios.
Se vistieron y se fueron de la casa. Las vísceras de Dudley seguían esparcidas por sus paredes. Tatiana se echó a temblar de nuevo, angustiada, al pasar por la vieja y destartalada camioneta aparcada a un kilómetro y medio de la casa, en el arcén de la carretera.
—¿A qué hotel vamos? —le preguntó Alexander, en tono sombrío pero sin rastro de angustia.
—Me da igual. Siempre que no sea el Ho —dijo ella, sin mirarlo.
Fueron al Arizona Biltmore Resort, diseñado por otro de los hijos adoptivos de Phoenix, el arquitecto Frank Lloyd Wright. Se hospedaron en una de las suites y estaban metidos dentro de la bañera cuando llegó el servicio de habitaciones con la comida. La habían pedido ellos; Alexander fue abrir la puerta, pero no probaron bocado. Sin secarse del todo, se metieron dentro de la cama de sábanas recién almidonadas y se durmieron agotados hasta el domingo por la mañana.
Cuando fueron a recoger a Anthony, le dijeron que un ladrón había entrado en la casa, que había habido un problema, y que no podían regresar hasta al cabo de unos días. Reservaron dos lujosos días más en el Biltmore, almorzaron a cuerpo de rey y se bañaron en la piscina del hotel. El lunes por la mañana, la oficina del forense envió a un equipo de limpieza a la casa y el martes por la mañana, los tres regresaron y fue como si Dudley nunca hubiera existido.
Cambiaron la alfombra, el suelo de linóleo. Alexander fabricó dos armarios nuevos para la cocina. Pintaron la casa y compraron otro sofá.
Sin embargo, Alexander volvió a sumirse en un estado de ensimismamiento y tristeza. Para él, la casa había quedado marcada para siempre, Arizona había quedado marcada para siempre. Le dijo a Tatiana que si el resultado de la investigación era bueno, venderían las tierras y se irían. Él había tomado su decisión, había elegido a Bill Balkman, y eso era lo que había sucedido.
—Y ¿sabes una cosa, Tania? —le dijo—. Todo empezó con esa foto de la chica semidesnuda colgada en la pared de su despacho. —Tatiana guardó silencio—. No sabía decir exactamente qué tenía de malo aquella foto, pero ahora lo sé. Era una prueba para cualquiera que entraba en aquel despacho, para cualquier albañil, cualquier carpintero, cualquier fontanero… cualquiera al que Balkman quisiera contratar. Todos tenían que franquear esa puerta de la chica en topless. Hacían algún comentario al respecto, esbozaban una sonrisa cómplice, intercambiaban una mirada que le decía a Bill que eran de la misma cuerda. No es ninguna coincidencia que todos los trabajadores a los que contrataba se comportasen exactamente del mismo modo: estaban cortados por el mismo patrón. Los contrataba basándose en su reacción ante esa foto. Así es como conseguía cribarlos. Ahora lo sé.
—¿Y qué es lo que hizo mi marido para que Bill Balkman pensara que él era de su misma calaña? —Quiso saber ella en voz baja.
Alexander lanzó un suspiro.
—No hice nada. No dije nada. Y fue así como supo que yo no haría ni diría nada. Y tenía razón. Yo estaba más que dispuesto a hacer la vista gorda, a pasar muchas cosas por alto.
Tatiana no estaba de acuerdo. Dijo que tal vez lo que quería Balkman era que Alexander le transmitiese a su hijo parte de su forma de ser. Puede que un mejor ejemplo que él mismo fuese lo que Balkman quería para su hijo Stevie.
Alexander guardó silencio.
Tatiana no podía conciliar el sueño en su propia casa sin tomar tranquilizantes, no podía dormirse sin la P-38 a su lado en la cama.
Aun con los tranquilizantes y con la Walther, Tatiana se despertaba todas las noches sudando a mares, gritando, viendo ante sus propios ojos una imagen que era incapaz de borrar de su mente, ni siquiera a plena luz del día: la de su marido, su Alexander, de pie e inmóvil, como un caballero vestido de negro, mirándola directamente, con su mirada fija en ella, apuntando con un arma del calibre cuarenta y cinco a su propia cara… y disparando. El sonido ensordecedor de ese disparo reverberaba en todos los rincones del corazón de Tatiana.
Necesitó casi la botella entera de champán para dejar que él la tocara de nuevo. Tras un doloroso y abrumador encuentro, se quedó tendida en los brazos de él, sintiéndose mareada y atontada por el alcohol.
—Tatiasha —le susurró él—, ¿sabes que de no ser por las mujeres como tú, que aman a sus hombres por encima de todo, los soldados que vuelven de la guerra serían todos como Dudley? Despojos de la sociedad, enfermos, hombres completamente solos, incapaces de relacionarse con otros seres humanos, que odian lo que conocen y desean al mismo tiempo aquello que odian.
—¿Te refieres —preguntó ella, mirándolo a la cara— a como eras tú cuando regresaste?
—Sí —respondió Alexander, cerrando los ojos—. A eso me refiero.
Tatiana se echó a llorar en sus brazos.
—Y sigues siendo así, llevas la guerra contigo dondequiera que vas.
—Sí, finjo ser un hombre civilizado. ¿Qué me dijiste aquella vez en Berlín, bajo el tilo? «Vive como si tuvieras fe, y la fe te será dada». Bueno, pues eso es lo que intento.
—¿Cómo pudiste dispararle estando yo a apenas centímetros de él? Y le disparaste con la mano izquierda, además. ¡Dios! Tú eres diestro, tienes puntería únicamente con la mano derecha, soldado. Ni siquiera sabes disparar con la izquierda.
—Mmm…
—¿Y si hubieras fallado?
—Pero no fallé.
—Te lo estoy preguntando: ¿y si hubieras fallado?
—Había mucho en juego, puse todo mi empeño en no fallar. Pero Tania, tú te casaste conmigo, sabías en lo que te metías. ¿Quién mejor que tú sabe lo que soy yo? —De repente, la soltó y se apartó de ella.
—¿Qué? —exclamó ella, buscándolo—. ¿Qué pasa?
Él apartó la mano de ella.
—No me hables más. Te oigo alto y claro a través de los poros de tu piel. Te muestras muy hostil. Sé lo que estás pensando.
—No, no lo sabes. ¿Qué estoy pensando?
—Que porque había olvidado lo que eres tú, mira lo que he dejado entrar en nuestra casa —respondió Alexander fríamente—. ¿No fue eso lo que me dijiste?
En la cama de ambos, bajo su colcha blanca, Tatiana atrajo a Alexander hacia ella, lo abrazó con fuerza y lo aplastó contra su corazón, contra sus pechos.
—No es eso lo que estoy pensando, amor mío —dijo—. ¿Cuándo he esperado yo que seas perfecto? Tú recoges tus propios pedazos del suelo y haces cuanto puedes. Arreglas lo que puedes arreglar y sigues adelante, esperando haber aprendido algo. La lucha no termina sólo porque ya conozcas el camino. Eso es sólo el principio.
—Entonces, ¿qué es lo que estás pensando, si no es eso? ¿En lo que dijo Dudley? —Alexander sintió un escalofrío y se le agarrotaron los puños—. ¿En las amenazas que profirió?
Ella negó con la cabeza.
—Chsss… No, no. Decía las cosas que sabía que te harían más daño porque te estaba declarando la guerra. Estaba arremetiendo contra lo que para ti es más sagrado y degradándolo para envilecerte a ti, y a nosotros. Yo sé algo de eso… y tú también. Steve lleva haciendo eso los últimos tres años. —Hizo una pausa—. Pero no estoy pensando en eso. Estoy pensando en mí, y no en ti, por esta vez —dijo Tatiana—. Y en lo que Blanca Davidovna me dijo una vez. Ojalá no me lo hubiese dicho nunca, ojalá nunca hubiese tenido que oírlo. La salvé de la casa en llamas y así es como me lo agradeció. Me dijo: «Dios tiene un plan para cada uno de nosotros, y en el tuyo aparece tanto la corona como la cruz, Tatiana».
—Sí —dijo Alexander—. Y mi padre me dijo: «He aquí el plan que tengo para ti, hijo. Te llevo a la Unión Soviética porque quiero convertirte en el hombre que estás destinado a ser». Así que todo cuanto tú y yo hemos estado haciendo hasta ahora, Tatiana, cada vez que ha habido una cruz demasiado pesada que llevar, ha sido rebelarnos contra nuestro destino. Y créeme, todavía no hemos terminado, porque pese a todos los esfuerzos de Dudley, nuestra vida no ha terminado todavía.