La casa que construyó Balkman
El hombre de la mano rota
Aquello pasaba de castaño oscuro… Tres días a la semana en el hospital, le había dicho a Alexander. Lo que no le había contado es que eran tres turnos de doce horas, de siete a siete. Tenía que salir de casa hacia las seis y no llegaba hasta casi las ocho. Se levantaba a las cinco de la mañana. En Lazarevo no se levantaba para ir a pescar a las cinco de la mañana y ahora a esa hora ya se estaba poniendo el uniforme de enfermera.
Pero al menos, ahora que Tatiana tenía una ocupación de «media jornada» («sólo tres míseros días»), Alexander no tenía que aceptar lo primero que encontraba. Buscó un trabajo más estable entre los constructores de los alrededores de Scottsdale, concentrándose en quienes construían casas por encargo, pues le gustaba la calidad de su trabajo y pagaban mejor. En el fondo, no sabía muy bien qué andaba buscando, lo sabría cuando lo encontrase. A diferencia de la insensata de su esposa, estaba intentando huir de lo que era, no lanzándose de cabeza hacia ello.
Tras recibir media docena de ofertas para trabajar como peón, carpintero y ayudante de electricista, al final consiguió dos ofertas de trabajo que le interesaron: una de G. G. Cain Custom Homes y otra de Balkman Custom Homes.
La primera era una empresa más bien modesta, cinco o seis casas al año, porque eso era lo que le convenía al serio y lacónico G. G., que sólo aspiraba a ganarse la vida, no a levantar un imperio. Sin embargo, no era lo que convenía a Alexander, quien no creía que pudiese ganarse la vida con eso. Además, Tania daría a luz otro hijo y al final tendrían que volver a subsistir con un solo sueldo.
Fue entonces cuando conoció a Bill Balkman. Balkman Custom Homes era una empresa más grande que G. G., construían diez casas al año por encargo, pero también algunas casas prefabricadas de precio medio y viviendas económicas para los estudiantes universitarios de Tempe.
El despacho de Balkman estaba en un flamante y nuevo edificio decorado con estuco y construido sobre unos antiguos terrenos agrícolas en Camelback que había comprado a «un viejo campesino» y que había subdividido en cuarenta parcelas.
—Las casas prefabricadas son las que arrojan un mayor margen de beneficios —le explicó Balkman—. Las construyo por muy poco dinero y las vendo por bastante más.
Buscaba un nuevo capataz porque el anterior había dejado el trabajo de improviso por razones que Balkman no quiso detallar. Lo que sí quiso recalcar, con una enorme sonrisa, era lo idóneo que le parecía Alexander para el puesto.
A Balkman le gustaba reír, hablar, tocar y estrechar la mano. Acogió a Alexander como si fuera el hijo pródigo que regresa al hogar. G. G. había mostrado muchas más reservas. Balkman ofreció a Alexander la promesa de una carrera ascendente y un buen sueldo. Cuando éste le explicó que carecía de experiencia como capataz de obra, Balkman le dio unas palmaditas en la espalda y le dijo:
—¿Dices que has estado en el ejército? Bueno, pues entonces sabrás hacer cualquier cosa.
—Sí, siempre y cuando esté relacionado con dispararle a la gente.
A Balkman le gustó aquella respuesta. Rondaba la cincuentena y lucía un curioso bigote curvo, llevaba un traje bien planchado y era un hombre más bien desenfadado. Rodeó la mesa de su elegante despacho con paredes revestidas de paneles de madera y volvió a estrechar la mano de Alexander.
—Creo que tú y yo nos vamos a llevar muy bien —dijo—. Acompáñame, quiero que conozcas a mi hijo. Él es mi otro capataz de obra. Creo que vais a hacer muy buenas migas.
Cuando se levantaban para salir del despacho, Alexander se fijó en la sucesión de títulos enmarcados y cartas de clientes satisfechos que cubrían las paredes. Junto a ellas había sujeta al panel con una chincheta una gigantesca postal en color de una mujer en topless. «¡Viva Las Vegas!», rezaba la postal.
Alexander no dijo nada cuando su mirada neutra se cruzó con la de Bill.
—A propósito —dijo éste, sonriendo—, se me ha olvidado preguntártelo, ¿estás casado?
—Lo estoy —respondió Alexander.
Balkman volvió a darle unas palmaditas en la espalda.
—Vaya —dijo—, nadie es perfecto. Pero no te preocupes, estamos más que dispuestos a hacer la vista gorda con eso.
—Pues yo no —repuso Alexander.
El constructor se echó a reír.
—Era una broma. Ya te acostumbrarás. Gastamos muchas bromas por aquí.
Caminaron por cuatro manzanas de solares sin asfaltar hasta la obra donde trabajaba su hijo. Balkman le estaba diciendo a Alexander que para ser capataz, había que ser un poco arquitecto, un poco ingeniero, fontanero, electricista, director, asidero emocional y también psicólogo. A continuación, sonrió.
—¿Crees que podrás ser todo eso?
A Alexander no le pareció que pudiese llegar a ser un buen asidero emocional. Tal vez Tatiana debería ser capataz.
—Por supuesto —contestó.
—Y aquí trabajamos mucho, Alexander —dijo Balkman—, pero también nos divertimos mucho.
Alexander convino que tanto el trabajo como la diversión eran ambos muy importantes.
Steve Balkman presentaba un aspecto bastante limpio para ser el responsable de supervisar una obra, como si se pasase el tiempo vigilando a los hombres desde su coche. Steve era joven y tenía un aspecto muy cuidado, impecable. Tenía el pelo en su sitio, estaba recién afeitado, olía a agua de colonia, y llevaba las uñas muy cuidadas, al menos las de la mano izquierda, con la que estrechó la mano de Alexander con movimiento torpe. Su brazo derecho estaba escayolado desde el codo hasta las puntas de los dedos. Aparte de eso, era un joven apuesto, un dandi, todo sonrisas; rezumaba afabilidad y seguridad en sí mismo por los cuatro costados, y mostraba un aire desenvuelto, desenfadado, abierto, como su padre.
—Encantado de conocerte —dijo Steve—. ¿Vas a trabajar con nosotros?
—Todavía no lo sé.
—¿Qué es eso de que todavía no lo sabes? ¡Pues claro que vas a trabajar con nosotros! —retumbó la voz de Balkman al tiempo que le daba una nueva palmadita a Alexander en la espalda—. No aceptaré un no por respuesta. ¿Cuándo puedes empezar? Porque mañana mismo comenzamos a excavar en ese solar y me gustaría que fuese tu bautismo de fuego.
Alexander tomó buena nota de la sucesión de analogías militares.
—Stevie, Alexander estuvo en el ejército, como tú.
Alexander miró detenidamente a Steve.
—Steve estuvo destinado en Inglaterra —le explicó Balkman con orgullo—. Lo hirieron en la pierna, aunque no de gravedad, gracias a Dios, y volvió a casa por eso. Sólo participó en la guerra cuatro meses.
—Papá —dijo Steve—, fui víctima del fuego amigo, detrás de las líneas. A un soldado se le disparó el arma, nunca llegué a entrar en combate. ¿Y tú, Alexander? ¿Participaste en los combates?
—Sí, en algunos —contestó.
—¿Te hirieron?
—Nada grave —mintió, y las propias palabras formaron una conexión eléctrica neurotransmisora que atravesó los millares de sinapsis de su cerebro y le bajó por la columna vertebral como un puñetazo que le perforase de nuevo la herida de la parte baja de la espalda.
Una sola pregunta, un recuerdo inmediato; ¡y aquello era Phoenix!
Balkman sugirió que tal vez Alexander quisiera asistir a algún curso de ingeniería estructural o civil en el Arizona State College de Tempe.
—Un título en arquitectura es muy útil en este negocio. Mi Stevie también está pensando en matricularse, ahora que la guerra ha terminado. ¿No es así, Stevie?
Alexander quiso señalar que ya hacía cuatro años que la guerra había terminado. Stevie contestó con voz cansina:
—Me lo estoy pensando, papá.
—Creo que la universidad es muy buena idea —dijo Alexander, sacando sus cigarrillos. Balkman le ofreció fuego—. Mi padre quería que fuese arquitecto.
—¿Lo ves? —exclamó un exultante Balkman, dirigiéndose a su hijo.
—¿Y dónde está tu padre ahora? —le preguntó Steve.
—Ya no está con nosotros —dijo Alexander, impávido.
—Por cierto —le dijo Balkman a su hijo, en un tono muchísimo menos cordial—, hoy me ha llamado el inspector de obras, furioso porque te ha estado esperando una hora y no te has presentado. Luego ha tenido que marcharse a otra reunión. ¿Dónde te habías metido?
—Estaba allí, papá. Sólo que pensaba que nuestra cita era a las dos y no a la una.
—En la agenda decía claramente la una.
—En la mía decía a las dos. Lo siento, papá. Ya me reuniré con él mañana.
—El problema es que mañana no puede venir. No podrá hasta la semana próxima. Eso retrasará el comienzo de las excavaciones y nos costará doscientos pavos aplacar a los peones y los albañiles que estaban listos para empezar. Han rechazado otro trabajo, y además tendré que dar explicaciones a los dueños de las casas… —Meneó la cabeza—. Bah, no importa. Haré que Alexander se reúna con el inspector de obras. Le asignaré a él este proyecto. Entonces, ¿crees que podrás empezar a trabajar mañana mismo?
Alexander aceptó el trabajo. En su cabeza se agolpaban palabras relacionadas con cursos de ingeniería y arquitectura, responsabilidad, el aprendizaje desde cero del mundillo de la construcción de casas, e imágenes de Bill Balkman dándole palmaditas en la espalda. También se le pasó por la cabeza el pensamiento fugaz de que tal vez debería haberlo consultado primero con Tatiana, pero estaba completamente seguro de que ella aprobaría su decisión.
Steve le sugirió ir a tomar algo rápido, de modo que se fueron a Rocky’s, en la calle Stetson de Scottsdale, se sentaron en la barra y pidieron unas cervezas.
—Debes de haberle caído muy bien a mi padre —comentó Steve—, porque nunca contrata a hombres casados.
Alexander lo miró con perplejidad.
—¿Y a cuántos hombres solteros encuentra después de la guerra? —exclamó él—. Supongo que no a demasiados.
—Bueno, yo estoy soltero —contestó Steve, sonriendo—, y después de la guerra. —Lanzó un suspiro—. Me prometí el año pasado.
Alexander se alegró de que Steve no tuviese el más mínimo interés en hablar de la guerra con él; así le resultaba mucho más fácil no tener que mentir.
—¿Y por qué te comprometiste si ahora suspiras?
Aquello hizo estallar en carcajadas a Steve.
—Lo hice porque lo único que me decía ella era «cuándo, cuándo, cuándo» —explicó—. Así que le di su anillo y ahora con eso está un poco más calladita. No la mantiene callada del todo, pero sí está más calladita. ¿Sabes lo que quiero decir?
Alexander dio un trago a su cerveza y no respondió, sino que tamborileó con los dedos encima de la mesa.
—Sólo tengo veinticuatro años, Alexander —dijo Steve—. Todavía no estoy preparado para sentar la cabeza, ¿sabes? Todavía no me he corrido suficientes juergas. ¿Cuándo te echaron a ti el lazo?
—A los veintitrés.
Steve lanzó un silbido de admiración.
—¿Estabas todavía en el ejército?
—Por supuesto.
—Caramba… Alex… ¿puedo llamarte Alex? La verdad, no sé cómo lo hiciste. ¿Casado a los veintitrés y además en el ejército? ¿Y las juergas de juventud?
—Me las corrí todas antes. —Alexander se echó a reír, alzando las cejas y su jarra de cerveza—. Absolutamente todas…
Y Steve también se echó a reír, entrechocando su vaso con él.
—Bueno, al menos nos entendemos. Joder, las mujeres están en todas partes, ¿sabes? En los restaurantes, en los clubes, en los hospitales… Conocí a una la otra semana en el hospital. Te juro que nunca has visto a una mujer como ella.
—Hablando de hospitales… ¿cómo te hiciste eso en el brazo? —Quiso saber Alexander.
—Bah, fue una estupidez. Perdí el equilibrio en lo alto de una escalera en una de las casas y me caí.
Los zapatos y la ropa de Steve no indicaban que fuese de los que se subían en lo alto de las escaleras de las obras, precisamente. Tal vez por eso mismo se había caído.
—No dejo de repetirle a mi padre que no estoy hecho para este oficio —le confió Steve alegremente—, pero él no quiere oírlo. —Alternaba entre un trago de su cerveza y una calada al cigarrillo—. Y por eso es por lo que me alegro tantísimo de que hayas aparecido tú. La verdad es que me quitas un montón de presión de encima.
—Bueno, es un placer ser útil —dijo Alexander, estrechando la mano de Steve y levantándose para marcharse.
Se moría de ganas de decírselo a Tatiana.
Esa noche lo celebraron con una cena íntima y una botella de espumoso cuando Anthony se hubo ido a la cama.
—Siento no haberte consultado tu opinión antes —se excusó él—, pero es que parecía el trabajo perfecto. ¿Qué impresión tienes tú?
—¿Yo? ¿Desde treinta kilómetros de distancia? —Sonrieron—. Si tú eres feliz, yo soy feliz, Shura. —Ella estaba recostada en la parte interior del brazo de él, pero lo miraba con aire pensativo—. ¿Cómo dices que se llama la empresa?
—Balkman Custom Homes.
—Balkman… —repitió—. Debe de ser un apellido muy corriente aquí, porque lo he oído antes. Frunció el ceño.
Alexander estaba exultante, loco de contento. Le habló de su idea de ir a clases en la universidad a partir del mes de enero.
—Voy a pedirle a Richter que me ayude a solicitar un préstamo militar para la matrícula. Sí, sí, ya sé que es un préstamo, pero es Richter, es para mis estudios y merece la pena. ¿Tú qué opinas?
—Opino que es maravilloso —contestó Tatiana, besándole la cicatriz del pecho.
—Y cuando sepa ya cómo hacerlo, construiré una casa para ti. —Le puso las palmas de las manos encima—. Con mis propias manos, así que empieza a pensar cómo quieres que sea la casa de tus sueños.
—Todavía estoy pensando cómo quiero que sea el banco de trabajo para pelar patatas que me prometiste —dijo ella, acoplada a él.
A la mañana siguiente, Alexander se fue de casa a las seis y media. Pasó todo el día con Balkman, se reunió con los inspectores de obras y los supervisores municipales, se reunió con los dos arquitectos, los fontaneros, los encargados de poner los cimientos, los lampistas, los carpinteros, los escayolistas, los estuquistas, los pintores y los ebanistas y los encargados de las molduras. Participó en una reunión en el despacho de Balkman con compradores potenciales de las casas, se fumó tres paquetes de cigarrillos, apenas comió y llegó a casa a las nueve de la noche, hambriento y demasiado agotado para hablar.
Sin embargo, una vez en casa se sentó en la silla de la cocina y Tatiana le sirvió un estofado de pollo con salsa de vino y guindilla sobre un lecho de arroz y cebolla, con pan recién hecho; le encendió sus cigarrillos, le sirvió una copa y luego se sentó con él en el sofá y le acarició la cabeza hasta que él se quedó dormido y ella tuvo que despertarlo para que se fuera a la cama.
Tatiana le dijo que los tres días que ella llegaba tarde a casa, Francesca había accedido encantada a llevar a Anthony de vuelta a casa después del colegio a cambio de un poco de dinero y de que Tatiana le diese clases de inglés.
—¿Clases de inglés? ¿Tú? —dijo Alexander—. ¿No te parece una ironía?
—Todo me parece una ironía —contestó Tatiana.
El viernes, Steve le propuso a Alexander salir a tomar una cerveza con Jeff, otro capataz que trabajaba en la construcción de casas de precio medio en Glendale, y Alexander aceptó y no regresó a casa hasta las once. El sábado trabajó de sol a sol, y Balkman le pidió que fuese a trabajar unas horas el domingo, pero Alexander se negó.
—No trabajo los domingos, Bill.
El lunes, Bill le pidió que se quedara hasta tarde para reunirse con unos posibles clientes. El martes tuvo una reunión a primera hora de la mañana, una reunión a la hora del almuerzo y otra a última hora de la tarde. El pintor los dejó plantados tras una disputa sobre la paga, de modo que Alexander tuvo que quedarse a terminar de pintar una de las casas él mismo.
Se iba de casa muy temprano y regresaba muy tarde, estaba exhausto pero se sentía feliz. Además, Steve y Jeff le caían muy bien: después de beberse dos o tres copas, se transformaban en Jerry Lewis y Dean Martin. Balkman enseñaba personalmente a Alexander los secretos del oficio, vistiéndose con el mono de trabajo y acudiendo a la obra en persona. Un día, durante el almuerzo, Balkman mencionó los seminarios de formación donde hablaban de los nuevos materiales de construcción, las innovaciones técnicas en los sistemas de aire acondicionado y la construcción de tejados.
—Unas cuantas veces al año asistimos a este tipo de convenciones para constructores, como ferias de muestras. En Las Vegas. —Balkman hizo una pausa muy elocuente, con una amplia sonrisa en los labios—. Los capataces aprenden muchísimas cosas sobre el oficio y los chicos se divierten un poco después de una dura jornada de trabajo.
—Estoy seguro.
Alexander le devolvió la sonrisa.
—Va a haber una dentro de dos semanas.
Alexander soltó el tenedor.
—Bill, no voy a poder ir.
Balkman asintió con gesto comprensivo.
—Lo sé, a los hombres casados les resulta más difícil marcharse unos días. ¿Tienes que hablarlo antes con tu mujercita? Lo comprendo. Dile que sólo será un fin de semana.
—Sí, Bill. Pero es que dentro de dos semanas tengo que ir a Tucson a pasar el fin de semana. Soy oficial de la reserva del Ejército de Estados Unidos. Les dedico dos días al mes.
Bill también soltó el tenedor de golpe.
—¿Oficial de la reserva? Eso sí que va a ser difícil… ¿Los fines de semana?
—Dos días al mes. Los fines de semana parecía lo más sencillo.
—Los sábados son nuestro día de trabajo más intenso, Alexander, ya lo sabes.
Éste no mencionó que Bill quería que pasase un sábado en Las Vegas.
—Lo sé. Recuperaré las horas más adelante. No quiero decepcionarte, pero tengo la obligación de ir.
—¿Va a ser algo continuo?
Alexander frunció el ceño.
—¿Comparado con qué? ¿Con las continuas convenciones en Las Vegas?
—Pero un nombramiento de oficial en la reserva significa que puedes renunciar después de un tiempo, ¿no es así?
—¿Renunciar?
—Piénsatelo, es lo único que te pido. Vas a ser muy valioso para mi empresa, Alexander. Quiero ofrecerte todas las oportunidades para que triunfes.
Anthony corrió a recibirlo a la puerta. Tatiana se acercó con una sonrisa un tanto forzada y un cucharón de madera en la mano.
—Hola.
—Hola.
La besó.
—Hueles a cerveza —comentó ella.
—He salido a tomar una copa con Stevie —dijo, desplomándose sobre una silla.
—Ah, ¿y qué tal te ha ido? —Se volvió hacia los fogones—. Anthony, hora de irse a la cama, como habíamos dicho.
—Pero ¡mamá…!
—Ahora, Anthony —dijo Alexander.
A regañadientes, el chico se levantó para marcharse. Cuando se alejaba, Alexander lo sujetó por la muñeca.
—Anthony —dijo—, cuando tu madre te diga que hagas algo, lo haces. Nada de ponerse gruñón, ¿lo has entendido?
Cuando el niño se fue de la habitación, Alexander observó a Tatiana, que le daba la espalda, concentrada en los fogones. Estaba preparando enchiladas de pollo con mole y arroz con salsa de cilantro y lima. Tania le enseñaba inglés a Francesca y Francesca le enseñaba a Tatiana los secretos de la cocina mexicana: un buen intercambio.
—¿Estás enfadada porque he salido a tomar una copa? —preguntó al fin—. Sólo intento ser sociable.
Ella se le acercó con un plato rebosante de comida, se inclinó hacia él y lo besó en la frente.
—No estoy enfadada contigo, cariño —dijo—. Aunque no me importaría que alguna vez llamaras para decirme a qué hora vas a volver para así tener la cena preparada cuando llegues.
Le sirvió otra ración de arroz y más pan, le llenó la copa y luego permaneció en silencio junto a él, apretando el cuerpo contra el suyo. La mano de Alexander la rodeó automáticamente y se metió debajo de su falda, para acariciarle las medias de nailon. Siguiendo la costura, se detuvo en la zona de piel desnuda que había justo debajo del liguero. Le encantaba aquella porción de piel.
—Ya sé que últimamente ha sido una locura —dijo él—, pero no va a ser así siempre. No lo permitiré. Ya… ya me encargaré de resolverlo. Pero ¿qué es lo que te pasa, entonces? —Tatiana respondió con un suspiro—. Vaya, los suspiros no presagian nada bueno.
Anthony apareció corriendo para explicarles lo que estaban emitiendo por la radio, y Alexander apartó la mano del cuerpo de Tatiana y dijo:
—Nada de radio. A la cama, Anthony. Ahora mismo.
Pero una vez que Anthony hubo desaparecido de nuevo en su habitación, fue el propio Alexander quien suspiró. Le dijo a Tatiana que volvería enseguida y se fue a la habitación de su hijo, donde el niño se estaba poniendo el pijama en silencio. Alexander lo observó un momento y luego lo ayudó a volver del revés la parte superior, lo llevó al cuarto de baño, lo ayudó a lavarse los dientes y la cara, lo acompañó de nuevo a la cama, lo tapó con las sábanas y se sentó junto a él.
—¿Qué te pasa, campeón? —le espetó—. ¿Va todo bien? ¿En el colegio, bien? ¿Con Sergio? ¿Con mamá? ¿Por qué estás triste?
—Estoy cansado —respondió Anthony mientras se volvía hacia el otro lado, dándole la espalda a su padre—. Mañana tengo que ir al colé.
Alexander apagó la luz, se inclinó sobre la cama y apoyó los brazos a cada lado del cuerpo de su hijo.
—Tu padre está trabajando demasiado —dijo despacio—. Soy consciente de ello. Y ninguno de los tres estamos acostumbrados a eso. —Los dos años anteriores, a lo largo de sus viajes por el país, apenas habían trabajado, lo justo para ir tirando—. Pero ¿te acuerdas de cuando tenías tres años y yo trabajaba en el barco langostero? Me iba de casa a las cuatro de la mañana y volvía a las cinco de la tarde. Eso sí que era un día muy largo…
—No me acuerdo —dijo Anthony—. Pero en ese sitio de los pájaros de cuellos largos y los canales no trabajabas nunca, ni siquiera cogiendo manzanas. Sólo intentábamos pescar ese pez, ¿cómo se llamaba?
—Esturión prehistórico. Aunque no tuvimos mucho éxito, ¿no, Anthony?
—Deberíamos habernos quedado más tiempo —dijo Anthony—. Así seguro que lo habríamos pescado. Mamá decía que el pez había ido nadando todo el camino desde ese río donde os casasteis para que pudieras pescarlo.
—Tu madre es muy graciosa. —Alexander besó la cabeza de su hijo—. Me tocabas unas canciones muy bonitas con la guitarra en ese canal —le susurró—. Este domingo me ayudarás a terminar la terraza de madera de la parte delantera de la casa. Voy a necesitar tu ayuda, ¿de acuerdo?
—De acuerdo, papá.
Y rodeó el cuello de su padre con el brazo.
Después de la cena, durante la que Tatiana permaneció callada, Alexander salió afuera a fumar. Tatiana lo siguió. La imagen de las montañas ensombrecidas resultaba muy relajante bajo la luz de la luna, pero no tan relajante como las manos de Tatiana sobre su cuerpo. Tiró de ella para que se sentara en su regazo, y ella se sentó un momento, apretando su mejilla contra la de él, pero al cabo de unos segundos se levantó, lo cual no resultó tan tranquilizador.
—No querrás que me siente en tu regazo cuando te diga lo que tengo que decirte —dijo, mordisqueándose el labio con nerviosismo.
Alexander la miró fijamente.
—¿Qué estás haciendo? ¿Estás… midiendo tus palabras?
—Sí —dijo—. Me cuesta un poco. Verás… —Lanzó un suspiro—. Ese amigo tuyo, ese Steve Balkman, ¿es un hombre joven? ¿Un muchacho apuesto y un poco arrogante? ¿Lleva el brazo escayolado?
—Sí… ¿Y tú cómo…?
—Lo trajeron a urgencias una noche hace tiempo y yo fui la encargada de escayolarle el brazo cuando llegué al trabajo a la mañana siguiente.
Alexander frunció el ceño.
—¿Y? Se rompió el brazo al caerse de una escalera.
Hubo un silencio.
—No, no fue así —dijo Tatiana—. Se rompió el brazo en una pelea de borrachos.
—¿Qué? —Alexander se puso de mal humor. La expresión de su rostro era malhumorada. Buscaba una reacción que él se negaba a dar—. Muy bien, ¿y qué?
Tatiana retrocedió hacia la baranda.
—Llegaron a urgencias dos hombres, ambos heridos. También vino la policía. Al parecer, ese tal Steve Balkman había hecho unos comentarios de mal gusto sobre la novia del otro hombre. —Hizo una pausa—. El problema era que el otro hombre estaba muy malherido y la familia pensaba denunciarlo. Al final, se presentó William Balkman, tu nuevo jefe, ¿no?; entró, habló con los policías, con la familia del otro hombre, suavizó un poco las cosas y no se presentó ninguna denuncia. —Tatiana inspiró hondo y añadió despacio—: Creo que el hombre malherido era el anterior capataz de Balkman.
Alexander la miró con dureza, hasta que ella apartó la mirada.
—Muy bien —dijo él—. No querías decírmelo y ahora me lo has dicho. Una historia fascinante, gracias por hacérmelo saber… pero ¿y qué? Es normal que no le haya querido decir a su nuevo capataz que participó en una pelea en un bar. Yo tampoco lo haría.
—En una pelea en un bar con su anterior capataz por hacer comentarios soeces.
—Tania —dijo Alexander—, ¿acaso estás preocupada por mí? ¿Porque pueda pasarme algo si voy a tomar una copa con él? Si quieres preocúpate por cualquier otra cosa, pero no te preocupes por eso. —Tatiana deseaba decirle algo más, pero él no quería escucharla. Era evidente que no podía mencionarle Las Vegas ni hablarle sobre su posible renuncia a su puesto de oficial en la reserva—. Estás haciendo una montaña de un grano de arena —dijo, zanjando el asunto.
Más tarde, en la cama, Alexander le dijo:
—¿Es que no lo entiendes? Aquí voy a labrarme una carrera y mi futuro. Voy a ser arquitecto, Tania. Voy a construir casas.
—Ya lo sé. Ese trabajo es perfecto para ti, pero es que hay miles de empresas de cons…
—¡No! —gritó él.
Alexander había gritado. Había levantado la voz; estaba furioso, tan furioso como para gritarle estando ambos desnudos bajo las sábanas, en su cama. No se habían gritado en el dormitorio desde Coconut Grove y ni siquiera entonces había sido… así. Sin saber cómo reaccionar, Tatiana, con labios temblorosos, dijo, en el tono más bajo posible:
—Chsss. Lo siento. No volveremos a mencionarlo.
Le acarició el rostro.
—Este trabajo es perfecto para mí —le espetó él, apartándose de ella—. Y si eres incapaz de entender por qué, no pienso ni quiero explicártelo.
—Amor mío, no tienes que explicarme nada.
—Tienes razón, no tengo por qué hacerlo. Saldremos a cenar con Steve y su prometida para que veas con tus propios ojos que es un buen tipo.
—¿Está prometido?
—¿Se puede saber por qué te sorprendes? —Ella se mordió el labio y no respondió. Alexander respiraba con dificultad—. ¿Qué? —exclamó—. ¿Qué? ¿Qué? ¿Qué? —Se volvió hacia ella con el rostro desencajado—. Dímelo ahora mismo antes de que…
Tatiana abrió la boca para hablar.
—¡No quiero oírlo!
Tatiana cerró la boca.
—¿Qué te pasa? —dijo—. ¿Cómo puedes juzgarlo, si ni siquiera lo conoces?
—Sí que lo conozco —repuso Tatiana—. Le escayolé el brazo, ¿recuerdas? Pero no voy a juzgar a nadie. Tienes razón. Estoy actuando… como una tonta. No hablemos más del tema. Es muy tarde. —Tatiana esbozó una sonrisa forzada y luego le acarició el pecho y la cara—. Está bien… Chsss… Y tienes razón, esto no es el Gulag, no es Katowice.
Cuando Alexander se quedó dormido, Tatiana se puso el batín de seda y fue a sentarse a la mesa de la cocina, enterrando la cara entre las manos. ¿Qué podía hacer? Era evidente que sea lo que fuese lo que Alexander necesitara de ella, no era oír hablar de los Balkman. No le dijo que Steve volvió al hospital tres veces buscándola, volvió incluso a pesar de que ella le dijo que estaba casada, que no estaba interesada en él, que no le gustaba. «Sal conmigo; tú les das mil vueltas a todas las chicas de Las Vegas, y las he visto a todas. Sal conmigo, anda». Y lo decía arqueando las cejas y con un abanico de sonrisas persuasivas y sugerentes. «No te arrepentirás, ya lo verás». Tatiana esperaba que la mirada adusta que le había lanzado lo disuadiera y lo convenciese de que no tenía ninguna oportunidad.
Además, en otra ocasión más reciente, Steve había ingresado de nuevo en el hospital, con el brazo roto y todo, tras otra pelea en un bar. Él y sus amigotes habían obligado a desnudarse a un hombre y luego lo habían molido a patadas y puntapiés. Carolyn Kaminski, la enfermera de guardia que se lo había contado, describió la llegada de Bill Balkman, tras la cual la policía y el hombre que había recibido la paliza una vez más habían renunciado a presentar denuncia y se habían marchado. Tatiana quería contárselo a Alexander, pero él no quería oírlo. «He visto cosas peores en el ejército»: ésa sería su respuesta. Y tal vez tuviese razón. Alexander sabría mejor que ella las cosas que un hombre como Steve podía decirle a una mujer como Tatiana.
Aún seguía sentada a la mesa de la cocina cuando Alexander salió del dormitorio media hora más tarde buscándola.
—Joder —exclamó—, no soporto que te levantes en plena noche a sentarte a la mesa de la cocina como hacías en Bethel Island. Toda mi vida me pasa por delante de los ojos. Ven a la cama.
La enfermera de guardia
A la noche siguiente, una deprimida Tatiana volvió a casa del trabajo a toda prisa. Intentaba por todos los medios llegar antes que Alexander para poder preparar la cena y ordenar las cosas antes de que él regresara a casa hambriento y cansado. Anthony estaba cenando pizza en casa de Sergio porque era el cumpleaños de éste. Tenía que ir a recogerlo a las nueve.
Para su sorpresa, la camioneta de Alexander ya estaba aparcada fuera. Sólo eran las siete y cuarto. Por regla general, los viernes por la noche llegaba a casa más tarde. Tatiana subió los escalones y abrió la puerta. Estaba sentado en el sofá, con la cabeza ladeada. Tatiana apenas se fijó en el ramo de flores que había encima de la mesa.
—¿Shura?
Él contestó con un gemido. Tatiana se precipitó hacia él.
—¿Qué te pasa, amor mío?
Alexander estaba tendido en el sofá en calzoncillos largos, con una toalla húmeda sobre la frente. Tatiana le quitó la toalla. Alexander siguió con los ojos cerrados, con el mismo aire lánguido y apático. Meneó la cabeza de lado a lado.
—No lo sé, estoy enfermo…
—Tesoro, ¿qué tienes?
—Me duele todo el cuerpo. No puedo moverme… —Tatiana arrojó su maletín de enfermera al suelo.
—No, no —dijo él—. Trae el maletín.
Tatiana se acercó con el maletín y se inclinó sobre él en actitud solícita. Se arrodilló en el sofá a su lado y le palpó la cabeza y la cara. Él siguió con los ojos cerrados. Tenía la frente húmeda por la toalla.
—No creo que tengas fiebre…
—Necesito una enfermera… —murmuró.
—Cariño, estoy aquí contigo —contestó ella.
—¿Llevas puesto el uniforme?
—Pues claro. Acabo de llegar a casa del trabajo.
—¿Y llevas el pelo recogido en un moño?
—Por supuesto. Shura, abre los ojos.
—Los zuecos blancos, las medias blancas… ¿lo llevas todo?
—Sí, sí, pero ¿qué haces?
—Necesito una enfermera… —volvió a murmurar. Tatiana no dijo nada.
—Mmm… Veamos… —dijo al fin en tono oficioso—. Parece que está usted gravemente enfermo. Tendré que hacerle un examen completo antes de emitir un diagnóstico.
—Lo que usted crea mejor, enfermera Metanova.
Ella extrajo un estetoscopio del maletín.
—¿Podría quitarse la camiseta? Necesito auscultarle el pecho.
El estetoscopio tenía un tacto deliciosamente frío en su pecho.
Cuando Alexander abrió los ojos, la expresión de ella era solemne. Se había vuelto a poner la cofia de enfermera y desabrochado los botones superiores de su uniforme, dejando al descubierto el principio del escote.
—Tengo que comprobar que no haya humores malignos —continuó Tatiana, quitándole los calzoncillos largos—. Por favor, quédese muy quieto y no se mueva. Esto puede ser muy peligroso, debemos proceder con cautela. —Tatiana se desabrochó el sujetador de apertura delantera y se desabotonó el resto del uniforme, dejándose abrochado únicamente el botón justo debajo de sus pechos, ahora más prietos que nunca y que casi se salían por encima. Estaba semidesnuda ante él, con los pezones erectos de color coral, el vientre níveo y el liguero de color claro, que sujetaba sus medias blancas brillantes. Tatiana se arrodilló en la moqueta entre sus piernas—. Mmm… —murmuró de nuevo, sujetándolo—. Lo que me temía, humores malignos. Pero creo que podremos solucionarlo, capitán Belov.
Después de extraer un poco de aceite mineral de su maletín, se lo extendió por el cuerpo y luego lo frotó sobre él, y se colocó el miembro resbaladizo entre los pechos, deslizándose hacia delante y hacia atrás sobre él.
Alexander no podía soportarlo.
—Creo que lo mío es un caso grave —murmuró entre gemidos, resistiéndose a cerrar los ojos—. Estoy muy, muy enfermo.
Asintiendo con la cabeza con aire sombrío, Tatiana acarició despacio el pene palpitante y henchido, primero hacia arriba y luego hacia abajo con las manos untadas.
—Los humores malignos son enfermedades muy serias, capitán. No hay garantías.
Alexander hundió los dedos en el pelo de ella, y a Tatiana se le cayó la cofia. Él se incorporó a medias en el sofá y se inclinó para besarla.
—Siento lo de ayer, Tatia —susurró—. Lo de esos gritos estúpidos. No quiero que te preocupes. Por favor, confía en mí. Por favor.
—¡Capitán! —dijo ella, tensando los dedos de la caricia espiral que lo tenía sujeto, dejándolo sin habla y sin respiración—. Por favor, no debe usted hablar. Es por su propio bien.
—¿Hay tratamiento para los humores malignos? —preguntó Alexander, desplomándose de nuevo sobre el sofá.
—Bueno, antiguamente, el remedio —contestó Tatiana con calma— consistía en extraerlos mediante la succión.
Pero él no habló en tono calmado cuando dijo:
—Ya. ¿Y cree usted que ese tratamiento funcionaría hoy en día? La medicina moderna parece haber progresado bastante.
—Tiene razón, pero podemos intentarlo. Ahora quédese muy quieto y no se mueva. La boca no conoce límites. Es nuestra única esperanza.
Efectivamente, la boca no conocía límites. Él intentó detenerla al final, porque lo cierto es que deseaba tenerla encima de él con aquel uniforme de enfermera y el enloquecedor liguero abierto, pero ella susurró:
—Capitán, ¿quieres curarte? Pues entonces córrete en mi boca. Como a ti te gusta.
Obviamente, detenerla era por completo imposible.
La reacción de Alexander al uniforme blanco de enfermera de Tatiana y su moño tirante se convirtió en un reflejo tan condicionado que se sorprendió sintiendo una erección en cuanto la veía las mañanas en las que se iba hacia el hospital, durante los mediodías ocasionales en que se veían para almorzar y luego en cuanto veía el uniforme colgado en el armario, planchado y listo para el día siguiente. El punto culminante fue la intensa intumescencia ante el mero hecho de pensar en el uniforme blanco. Al cabo de un tiempo, Tatiana lo declaró enfermo terminal y anunció que no había cura posible para él.
Él se mostró gozosamente de acuerdo con el diagnóstico.
Sin embargo, ella siguió esgrimiendo todas las excusas imaginables ante Alexander para no salir a cenar con Steve y la prometida de éste.
La cena con Steve y su prometida
Alexander llegaba tarde a casa, por lo que iba pisando a fondo el acelerador a la altura de Pima, a sabiendas de que Tatiana estaba en casa con Anthony, esperándolo. Eran las primeras Navidades que pasaban en Arizona. Alexander había colgado las luces navideñas alrededor de la casa y éstas brillaban en multicolor, como una ciudad de ensueño desde la parte inferior de la carretera. Vio su casita iluminada en lo alto de la colina en cuanto dobló a la derecha en Jomax, aún a kilómetro y medio de distancia. La tensión de un día frenético empezó a ceder un poco. Tras aparcar la camioneta, Alexander se demoró en la terraza delantera un momento para poder observar a su mujer a través de la ventana.
Había repartido calma y serenidad por toda la casa, y en todas partes reinaba el orden y la limpieza. Tenían libros, revistas y periódicos, y zapatillas y gorras de béisbol, y mantas para el sofá y adornos navideños, pero todo estaba en su sitio, todo rezumaba placidez y comodidad. Las lámparas de la mesa iluminaban tenuemente, el fogón estaba encendido y los copos blancos de nieve, adheridos a las ventanas.
Luego le dirá que de ahora en adelante eche las cortinas, pero esa noche está contento de poder verla sin que ella lo vea a él. Se siente como si estuviera detrás de las lilas en el verano de Lazarevo. Tatiana lleva el pelo recogido en la coronilla y oculta su cuerpo en uno de los suéteres gastados de Alexander del ejército, lo que significa que cuando él se lo ponga, olerá a ella. Tiene que acordarse de decirle que no lo lave. No deja de decirle que es una auténtica chica de Alberto Varga: podía ir envuelta en una alfombra y todavía parecería desnuda. En ese momento está preparando la mantequilla para el pan; ha hecho galletitas de azúcar; se están enfriando en la encimera. Alexander mira entonces a su hijo, que está sentado a la mesa fingiendo hacer los deberes. En realidad, lo que hace Anthony es seguir a su madre con la mirada. Cada vez que ella se mueve, la sigue con su mirada veneradora.
Anthony dice algo y ella se ríe, echando la cabeza hacia atrás, y luego se acerca y lo besa. Alexander ve la cara de su hijo cuando su madre lo besa, y luego la de ella al besarlo a éste.
Abrió la puerta y ambos acudieron a su encuentro. El árbol parpadeaba, la casa olía a pino, el estofado olía a gloria y el pan caliente y las galletas aún mejor.
—¡Papá ha llegado a casa! —dijo Anthony, cogiéndole las llaves.
—Papá ha llegado a casa —repitió Tatiana, levantando la cara hacia él—. Muy tarde.
Alexander la besó en la boca y luego en el cuello. Galletas y almizcle.
—Mmm… qué bien hueles… —susurró. Más tarde, durante la cena, Alexander anunció—: El viernes saldremos a cenar con Steve y su novia.
—No, este viernes no puedo.
—No quiero oírlo. Tania, ¡llevo cuatro meses trabajando para Bill! No lo conoces ni a él ni a Steve.
—Yo no diría que no conozco a Steve —repuso ella con frialdad—. Pero sé qué quieres decir.
—Déjalo ya. Me he quedado sin excusas.
—Pero yo no.
—Creen que eres un producto de mi imaginación.
—Mira —dijo Tatiana en tono alegre—, iremos en Año Nuevo, ¿qué te parece?
—Sí, entonces también. Pero Bill va a dar una fiesta de Navidad la semana que viene.
—Lo siento, pero no podré ir. Vikki y Tom vienen la próxima semana, y la tía Esther y Rosa también. ¿Se te había olvidado? La casa estará llena de gente para las fiestas. Anthony y yo tenemos mucho que hacer para tenerlo todo a punto.
—Oh, no… ¿Tiene que venir Vikki? —protestó Anthony en tono lastimero.
—Sí, Anthony, y más te vale que seas simpático con ella. Vikki te quiere mucho. Te va a comprar una bicicleta.
—La tía Esther ya me ha comprado una bicicleta.
—Bueno, pues entonces tendrás dos, y debes sentirte agradecido.
—Anthony, tendrás que ayudar el sábado —dijo Alexander—, porque resulta que el viernes tu madre está ocupada.
Alexander estaba sentado a la mesa de un pequeño y exclusivo restaurante italo-americano de Scottsdale llamado Bobo’s, en compañía de Steve y Amanda, esperando. Como de costumbre, Tatiana llegaba tarde. Siempre llegaba tarde a todas partes, constantemente. Él no entendía cómo no la echaban del trabajo por su impuntualidad. ¿No le había comprado un reloj hacía tres meses para ayudarla a ser puntual? Salía del hospital a las siete, pero eran ya más de las ocho. Alexander trató de contener su impaciencia. Les trajeron el pan y las cartas. Amanda era una muchacha joven y guapa con el pelo castaño claro, bien peinada y maquillada, con aspecto de tener tendencia a engordar con la edad. Era de conversación afable, y Alexander esperaba que ella y Tania hiciesen buenas migas; todo sería mucho más fácil si los cuatro podían ser amigos.
Siguió charlando con Steve y Amanda, pero al final incluso Steve preguntó:
—¿Crees que todo está en orden?
Mientras asentía, Alexander solicitó la carta de vinos. Bobo, el dueño, se la trajo en persona:
—Signor Alexander, ¿dónde está la signora?
—Ya vuelve a llegar tarde, Bobo.
Alexander siguió fumando sin cesar y tamborileando con los dedos sobre la mesa. Y entonces, antes incluso de levantar la cabeza y verla, supo que había llegado porque hubo un cambio casi imperceptible en el aire del restaurante, como si lo hubiese barrido una brisa suave.
Bobo la acompañó hasta la mesa. Alexander y Steve se pusieron de pie. Tatiana llevaba un vestido entallado de color lavanda con bordados que Alexander nunca le había visto, y el pelo recogido en una trenza de campesina rusa con unos cuantos mechones que le caían a los lados de la cara. Llevaba un poco de máscara de pestañas y brillo de labios de color rosado.
—Gracias, Bobo, por tomarte tantas molestias. —Alexander se dirigió a Steve y Amanda—. Bobo lleva meses enamorado en secreto de mi esposa.
—¿Qué quiere decir con eso de «en secreto», signor? —exclamó Bobo con marcado acento italiano. El propietario del restaurante era calvo como una bola de billar, bajito, de cuello recio y ojos negros de mirada inocente—. Abiertamente, abiertamente enamorado de ella. Signora, si él no la trata bien, ya sabe dónde encontrarme.
—Gracias, Bobo —dijo una resplandeciente Tatiana—. Últimamente se porta fenomenal, pero siempre es conveniente mantenerlo a raya. —El dueño del restaurante se marchó a regañadientes, y Tatiana levantó la cara hacia Alexander—. Hola —dijo con una sonrisa—, lamento llegar tarde.
Él no la besaba en público, y no iba a empezar a hacerlo esa noche.
Tocándole la trenza, Alexander se volvió hacia sus amigos y, sin apartar la mano del hombro de ella, dijo:
—Amanda, Steve, os presento a Tania… mi esposa.
Tras estremecerse ligeramente ante un hombre que había pronunciado las palabras «mi esposa» con tanta felicidad, Amanda estrechó la mano de Tatiana con cortesía. Alexander advirtió que Tatiana no ofrecía la mano a Steve, quien a su vez no la miraba, ligeramente ruborizado. Bueno, lo cierto es que Tatiana tenía un aspecto espectacular. El propio Alexander estaba ruborizándose. Se sentaron a la mesa y Amanda, en un tono sereno y cordial, dijo:
—Tania, me alegro tanto de conocerte por fin. Alexander nos ha hablado tanto de ti…
—¿De veras?
—Ya lo creo. Me parece increíble que lleve tanto tiempo trabajando con mi Stevie y no nos hayamos conocido hasta ahora.
—No, no, si Steve y yo ya nos conocemos —dijo Tatiana sin alterarse—. Yo me encargué de escayolarle el brazo hace unos meses en el Phoenix Memorial.
—¡Stevie! ¡No me lo habías dicho! —exclamó Amanda.
El rostro de Steve permaneció impasible.
—Bueno, pero yo no sabía que era ella, ¿no? —dijo, sirviéndose un poco de vino. Levantando la mirada de la copa sonrió con aire un tanto falso y burlón; luego, encogiéndose de hombros, añadió—: Lo siento, la verdad es que no me acuerdo de que nos hayamos conocido.
—Ah, ¿no? —exclamó Tatiana.
—Tania, ¿te apetece una copa de vino? —le ofreció Alexander con una tranquilidad pasmosa, sin ni siquiera arquear una ceja.
—Sí, gracias, Alexander. Me gusta tomarme una copita de vino de vez en cuando.
Lo dijo tosiendo un poco pero sin sonrojarse. Alexander inclinó ligeramente el cuerpo hacia ella cuando se acercó para brindar.
—¿Qué tal el trabajo? —le preguntó en voz baja.
—Hoy no ha ido del todo mal —le contestó ella, en voz también baja.
—¿Dónde está tu reloj?
—Vaya. —Soltó una risa avergonzada—. Me lo debo de haber dejado en casa.
—Pues en casa no puede serte muy útil, ¿no crees?
Le sirvió un poco más de vino, le ofreció pan y luego le abrió la carta. Ella respondió a todo dándole las gracias cada vez; y él le contestaba «de nada» cada vez. Una pareja muy refinada, como dos personajes de las novelas de Edith Wharton. Alexander sonrió, preguntándose si los modales fin-de-siècle podían ocultar su profunda placidez conyugal.
Cuando levantó la vista para mirar al otro lado de la mesa, Alexander sorprendió a Amanda mirándolo.
—¿Y cuánto tiempo lleváis casados vosotros dos? —preguntó Amanda rápidamente, avergonzada porque la hubiesen sorprendido mirando de aquella manera.
—Siete años —contestó Tatiana.
—Siete años… caramba… —Amanda arqueó las cejas mirando a Alexander—. Lo de la crisis de los siete años no va contigo entonces, ¿no, Alexander?
—No mucho —respondió él.
Tania olía a lila y parecía vestida con las lilas del Campo de Marte, la parte superior de sus pechos asomando por encima de la tela color lavanda del pronunciado escote. Estaba tan exuberante y lozana, tan rubia y radiante, que Alexander no sabía cómo podía alguien hablar de otra cosa cuando su mujer lucía aquel aspecto.
—Tienes el pelo larguísimo, Tania. Nunca había visto una melena tan larga —comentó Amanda, que llevaba el pelo corto, a la moda, como todas las mujeres de su tiempo: corto, rociado con laca, cardado y ahuecado—. ¿Te dejan llevarlo suelto en el hospital?
—No, cuando voy a trabajar me lo recojo en un moño.
—La verdad, creo que deberías cortártelo —le aconsejó Amanda en tono solícito.
—Sí, ya lo sé. Llevo un peinado horriblemente anticuado, pero ¿qué puedo hacer? —Tatiana sonrió—. A mi marido le gusta largo.
Amanda se dirigió a Steve.
—¿Y a ti cómo te gusta, Stevie?
—Como bien sabes, me gusta de cualquier modo, Mand.
Y ambos se echaron a reír. Tatiana miró a Alexander y éste le dio un golpecito en la pierna.
Steve contó un chiste que gustó a todos, Tatiana incluida, y animado por el éxito del primero, siguió contando otro, y otro. Explicó anécdotas de cuando estaba destinado en Inglaterra, de cuando conoció a Amanda en una de sus casas, de la insistencia de su padre para que fuese a la universidad. Era un ser sociable, divertido, sabía bien cómo contar historias. Amanda permanecía atenta a su lado, pendiente de cada una de sus palabras. Luego ésta quiso hacerle algunas preguntas a Tatiana, pero nadie conocía mejor que ella la regla capital sobre los seres humanos: lo que más le gusta a todo el mundo es hablar sobre sí mismo. De manera que después de explicarle someramente a Amanda que había vivido en Nueva York, que ella y Alexander se habían casado y luego él se había ido al frente (nada de lo cual era, en sentido estricto, mentira), Tatiana desvió la conversación de sí misma y Amanda inició su propio relato de cómo había crecido en la tranquila Phoenix cuando todo eran tierras de cultivo y los indios acudían al centro de una ciudad sin asfaltar, a la Indian School Road, los sábados de mercado. Tatiana comentó que ella todavía acudía a ese mercado matinal tan concurrido. Sí, era asombroso la cantidad de gente que vivía en Scottsdale, señaló Amanda. ¿Era posible que Nueva York tuviese más habitantes aún? Le parecía imposible. Nunca había salido de Phoenix y sentía mucha envidia de Steve, que había estado en la lejana Inglaterra y que ahora iba a Las Vegas prácticamente todos los meses.
—Stevie me ha prometido llevarme a Las Vegas con él —dijo, y a continuación ladeó la cabeza con aire lastimero—. Todavía estoy esperando, cariño.
—Muy pronto, cielo, ya lo verás.
—Steve y su padre llevan meses intentando convencer a Alexander de que vaya con ellos a Las Vegas.
—Ah, ¿sí? —exclamó una sorprendida Tatiana.
Alexander intentó cambiar de tema porque Las Vegas era un asunto delicado. Amanda, sin inmutarse, siguió insistiendo y le preguntó a Tatiana si ella había estado alguna vez en Las Vegas, y cuando ésta le respondió que no, de manera cortante, Amanda exclamó:
—¡Eres como yo! ¡Nunca has estado en ningún sitio! —Llegados a ese punto, Alexander se echó a reír, pero por alguna razón, a Amanda su risa no le pareció ni remotamente graciosa—. ¿Se puede saber qué tiene tanta gracia? —exclamó.
—Nada, perdóname. —Intentó ponerse serio—. Tania, ¿nunca has estado en Suecia? —Su mirada no era seria—. ¿En Finlandia, tal vez?
Ella le dio una patada en la pierna.
—No —contestó.
—¿Y en Rusia?
Volvió a darle otra patada, esta vez más fuerte.
—No —contestó—. ¿Y tú? —Luego volviéndose hacia Amanda, Tatiana dijo—: Antes de venir a Phoenix estuvimos viajando por Estados Unidos, así que en realidad sí que hemos visto algo de Estados Unidos. Y pasamos algún tiempo en Nevada —añadió—, pero decidimos no ir a Las Vegas porque no nos pareció que fuese el lugar más adecuado para criar a nuestro hijito.
—¡En eso tienes toda la razón! —intervino Steve—. En Las Vegas sólo puede haber hombres hechos y derechos.
Amanda se puso a reír a carcajadas.
Tatiana esbozó una sonrisa pálida. Alexander, por su parte, cambió de tema y empezó a hablar de negocios: las casas en construcción, los nuevos diseños arquitectónicos de Phoenix, y luego pasó a hablar de la inminente guerra con Corea. Steve exhibía una absoluta falta de interés en Corea pese a los esfuerzos de Alexander por encauzar la conversación hacia ese tema. Steve no se dejaba encauzar.
—No tengo estómago para la política, amigo mío, ya lo sabes. Sobre todo después de comer. —Se pidió otra cerveza—. Me encantan los chistes. Tengo otro sobre Las Vegas, ¿queréis oírlo?
—Steve, hay señoras delante —trató de disuadirlo Alexander—. Nada de chistes estúpidos de borrachos.
Amanda le dijo a Alexander que no se preocupase, que ya los había oído todos.
—Éste es nuevo —dijo Steve—. Te vas a desternillar de risa. —Dio un sorbo de cerveza—. Un hombre vuelve a su casa y se encuentra a su mujer con la maleta hecha. Ella le dice que se marcha y que se va a Las Vegas porque se ha enterado de que puede ganar cien pavos por noche haciendo lo que le hace gratis a él. El hombre se queda pensando un momento y luego empieza a hacer la maleta él también. La mujer le pregunta adónde va y él le contesta que también se va a Las Vegas. Cuando le pregunta por qué, él le dice: «Porque quiero ver cómo vas a sobrevivir con doscientos pavos al año».
Amanda y Steve se morían de risa. Alexander también se reía, pero a Tatiana no le hizo gracia. Alexander lanzó un leve suspiro, pero por suerte llegó la comida. Le dio a Tatiana parte de su bistec, le robó un poco de lasaña y le sirvió más vino.
De pronto, Amanda anunció:
—Stevie y yo vamos a casarnos en primavera, ¿verdad, Stevie?
—Por supuesto —dijo Steve, rodeando a Amanda con el brazo y dejando caer la mano desde el hombro, hasta que quedó muy cerca de sus senos.
Alexander lanzó una mirada a la boca fruncida de Tatiana.
—Enhorabuena —dijo ésta, en un tono que parecía decir: «No sabes cuánto te compadezco».
—Y cuando nos casemos, no voy a trabajar. ¿A que no, Stevie?
—Pues claro que no, muñeca. Podrás quedarte en casa y comer chocolatinas todo el día en bata y zapatillas.
¿Acaso estaba Amanda intentando dar un empujón a su prometido? Alexander era obtuso para esas cosas, pero la expresión de Tatiana le dio la respuesta, y luego, como para demostrarlo, su mujer preguntó:
—¿Cuánto tiempo lleváis prometidos?
Amanda no respondió, pero Steve dijo:
—Casi cuatro años.
—Ah —repuso Tatiana—, cuatro años. —Sin inflexión.
—¿Y vosotros, cuánto tiempo estuvisteis prometidos? —Quiso saber Amanda.
Tatiana agitó la mano en el aire, como restándole importancia.
—Bah, estábamos en guerra. Las cosas no eran como ahora. Había que hacerlo todo muy rápido.
—¿Todo? —Amanda se rio tontamente—. ¿Cómo de rápido?
Como Tatiana no respondió, Alexander dijo:
—Dos días.
—¡Dos días! —exclamó Amanda, mirando a Alexander antes de quedarse callada.
—Se tenía que ir al frente —se apresuró a explicar Tatiana.
—Obviamente, no había tanta prisa —señaló Amanda—. ¿Y sólo tenéis un niño, Tania? ¿Estáis pensando en tener más?
—Lo estamos pensando.
—¿Lo estáis pensando o estáis haciendo algo al respecto? —preguntó Amanda y, de la risa, Steve se atragantó con la comida. Tatiana, cuya misión consistía en hacerse amiga de Amanda para que los cuatro pudiesen hacer cosas juntos, se comportaba en cambio como el irritable inspector de obras, que obviamente no estaba dispuesto a conceder el certificado de habitabilidad así como así, sin incentivos adicionales. Alexander le tiró con suavidad de la trenza—. Lo siento —dijo Amanda cuando acabó de reír—. Perdona, Tania, espero no ofenderte con mi forma de hablar.
—En absoluto.
—Es lo que ocurre cuando se pasa demasiado tiempo con Stevie y sus amigos, es inevitable. Este hombre va a ser mi ruina —dijo complacida—. Deberías haber oído el chiste que me contó cuando nos conocimos. Aunque es demasiado ordinario para repetirlo en público, ¿no es así, cariño?
—No me acuerdo del chiste, Mand. Seguro que era horrible.
—¿Te acuerdas del chiste de «como una criatura»? —insistió Amanda, y se echó a reír como una posesa, incluso se ruborizó.
—Steve —dijo Tatiana en tono mordaz—. Me encantan los chistes. Vamos, cuéntalo.
No apartó la mirada fría del rostro de Steve. Éste se echó a reír.
—No, es igual —dijo—. No creo que quieras oír ese chiste. Le sacaría los colores hasta a un camionero.
—Y que lo digas —comentó Tatiana.
Frunciendo el ceño, rememorando algo demasiado lejano en el tiempo para poder recordarlo con nitidez, Alexander miró a Tatiana a la cara y luego a Steve, que negaba con la cabeza, sin mirar a Tatiana, mientras examinaba los restos del bistec frío que tenía en el plato. A Alexander se le ocurrió de pronto que Steve, durante toda la cena, apenas se había dirigido a Tatiana, apenas había hablado con ella directamente. De hecho, y a pesar de que se comportaba con toda naturalidad en todos los demás aspectos, actuaba como si ella ni siquiera estuviera sentada a la misma mesa.
—Vamos a invitaros a nuestra boda —continuó diciendo Amanda, ajena a todo—. Enviaremos las invitaciones justo después de Navidad. El banquete será en el Scottsdale Country Club, un sitio muy, pero que muy selecto. Jeff y su prometida, Cindy, también quieren casarse allí pero, entre nosotros, no va a haber ninguna boda: Jeff todavía no está preparado para casarse, sencillamente. Habrá doscientos invitados. Vamos a tirar la casa por la ventana. —Estaba entusiasmada—. Tania, tú seguramente no tuviste una gran boda. Lo digo por lo precipitado que dices que fue todo.
—Tienes razón —contestó Tatiana—. Nuestra boda fue muy sencilla. Sólo nosotros, el cura y la pareja a la que pagamos para que fuesen nuestros testigos.
Amanda miró a Tatiana con expresión incrédula.
—¿Os casasteis y ni siquiera invitasteis a vuestras familias?
Ni Alexander ni Tatiana dijeron nada. Amanda siguió hablando.
—¿Y el banquete? ¿No hubo comida? ¿Ni música? ¿Cómo puede no haber comida ni música en una boda?
Alexander sí respondió entonces.
—Sí hubo música —dijo—. ¡Cómo bailamos la noche de nuestra boda! —Un silencio incómodo se adueñó de la mesa—. Pero no recuerdo si hubo comida. —Hizo una pausa—. ¿Comimos algo, Tania?
Él no la miró.
—Me parece que no, Shura.
Ella tampoco lo miró.
—¿Cómo te acaba de llamar? —preguntó Amanda.
—Es sólo un apodo por el que me llama a veces.
Alexander no soportaba ni un minuto más que Amanda siguiese mirándolos de aquella manera, ni un solo minuto más. Se levantó, hizo levantar también a Tatiana e hizo unas señas a Bobo, quien inmediatamente dio instrucciones a la orquesta para que tocara «Bésame mucho». En la pista de baile, Alexander atrajo a su mujer hacia sí.
—Tania, vamos, son una pareja simpática. Alegra esa cara. No te estás portando muy bien.
—Pero Shura, si tú siempre me dices que me porto muy bien —murmuró mientras se arrimaba a su pecho y le ofrecía la cara, agitando las pestañas.
Alexander entrelazó sus dedos enormes con los de ella, tan pequeños.
—Deja de hacer eso ahora mismo —la reprendió, mirándola con firmeza y apretándole las manos.
—Dime, ¿por qué tu amiguito Steve no quiere casarse con esa pobre chica?
—¿Para qué comprar la vaca —respondió Alexander— cuando puedes tener la leche gratis?
Alexander esperaba que ella se riese, pero al parecer, el chiste no le había hecho gracia. Con expresión muy seria, Tatiana repuso:
—¿Y tú crees que le está dando leche gratis?
—Y queso, y mantequilla también.
Y entonces ella sí se echó a reír.
Bésame, bésame mucho…
—Lo único que quiero ahora mismo —dijo él— es besarte esos pechos. Ahora mismo. Ya.
Como si fuera esta noche la última vez… Ella alzó el rostro hacia él.
—Pues vámonos a casa y podrás besarme en todas partes.
Que tengo miedo a perderte, perderte después…
Cuando volvieron a la mesa, Alexander pidió la cuenta y Tania se excusó para ir al baño. Amanda la acompañó. Ambas apenas se habían alejado un metro cuando Alexander dijo:
—Stevie, pedazo de bruto, ¿le dijiste alguna grosería a mi mujer cuando te estaba escayolando el brazo? Se comporta como si hubieses matado a su perro.
Steve se encogió de hombros.
—Alex, lo siento, amigo mío. Ya sé que ella dice que me lo escayoló, y estoy seguro de que tiene razón, pero te prometo que no me acuerdo de ella.
—No me vengas con tus historias de mierda. Hace cuatro meses me dijiste que habías conocido a alguien en el hospital, ¿te acuerdas? Era ella, ¿verdad?
—No lo creo. —Steve bajó la voz—. Conozco a tantas chicas…
—¿En el hospital? Joder, ¿cuántas veces has ido a ese puñetero hospital?
—Si le dije algo, lo siento. No sabía que era tu mujer, de lo contrario nunca le habría dicho nada, nunca. Eso lo sabes, Alexander. Trae, dame eso; invito yo. Insisto.
El viernes siguiente Alexander estaba de nuevo en Bobo’s, esperándola una vez más, esta vez en compañía de Vikki y Richter. Acababan de llegar en avión; había ido a recogerlos a Sky Harbor, los había llevado a casa para que dejasen el equipaje, había dejado a Anthony en casa de Francesca y en ese momento los tres esperaban a Tatiana. Cuando ésta apareció al fin, sólo cuarenta minutos tarde («¡Ah, conque por Vikki sí eres capaz de llegar casi puntual!»), fue Vikki y no Bobo quien se levantó de un salto y dio un chillido de entusiasmo, arrojándose a los brazos de Tatiana.
Pasaron las siguientes cuatro horas comiendo, bebiendo, fumando, soltando palabrotas, bailando e incluso contando chistes desvergonzados.
Vikki y Richter formaban una pareja muy atractiva: jóvenes y altos, enamorados y llenos de energía y buen humor. Casi toda la conversación, dirigida enteramente por dos soldados, giró en torno al tema de Corea. Ni Vikki ni Tatiana pudieron decir ni una sola palabra.
—En realidad, tú tienes prohibido hablar —le dijo Richter a Vikki—. Sé que lo único que quieres hacer es quejarte de mí, y no pienso dejar que estropees una magnífica velada de conversación entre hombres sobre la guerra.
—Bueno, si no hicieses tantas cosas mal, Tom, no tendría ninguna queja sobre ti.
Richter estaba horrorizado por el hecho de que las tropas estadounidenses acabasen de recibir la orden de retirarse de Corea del Sur, puesto que era evidente que las intenciones del norte comunista consistían en atravesar el paralelo 38. Cinco meses antes, en julio de 1949, un oficial del Departamento de Estado llamado Owen Lattimore había dicho que lo único que cabía hacer era dejar que Corea del Sur cayese, pero sin que pareciera que Estados Unidos había precipitado su caída. Alexander cuestionó la lealtad y las prioridades de Lattimore, y quiso saber qué clase de mensaje transmitían esas declaraciones a Corea del Norte y los soviéticos, quienes se estaban encargando de armar y entrenar a los norcoreanos.
—Yo te diré qué clase de mensaje —dijo Richter—: «Venid cuando queráis y tomad lo que se os antoje. Tomad lo que creáis que es vuestro. Reunificaos, por favor. Nosotros no os detendremos, y lo que es más importante, no queremos deteneros».
Alexander acababa de leer los informes de inteligencia militar del general Charles Willoughby, quien decía que pese a sus reiterados y firmes desmentidos, los norcoreanos ya se estaban concentrando en el paralelo 38.
—¿Nosotros retiramos nuestras tropas y ellos ya están armando la zona desmilitarizada? —exclamó Richter—. ¿Tú no ves un pequeño problema con eso? —Alexander lo veía—. Se preparan para invadir en primavera —prosiguió Richter—. Si llegásemos a Seúl un mes después, no podríamos detenerlos aunque quisiésemos.
—Y si nuestras tropas se están retirando, Tom, ¿entonces no tendremos que ir? —inquirió Vikki con aire expectante, cogiéndolo de la mano.
—Cierra la boca, mujer —dijo Richter, apartando la mano—. Nos vamos a ir a Seúl aunque tú, Willoughby y yo seamos los únicos norteamericanos que queden en la puta península de Corea.
—Joder, pues eso sí que es una buena noticia, teniente-marido —dijo una decepcionada Vikki—. Una buena noticia de mierda.
Tras servirle una copa de vino y encenderle uno de sus cigarrillos, Richter le dijo:
—Deja ya de refunfuñar. —Y acto seguido, volviéndola hacia él, añadió—: Es una orden, Viktoria.
—Es una orden, Viktoria —lo imitó ella.
Y luego se besaron durante cinco largos minutos, con las copas de vino en la mano, allí mismo, en la mesa y bajo la mirada estupefacta de Alexander, quien la desvió pudorosamente hacia Tatiana que, a su vez, no sólo no la desvió pudorosamente sino que además se quedó mirándolos con expresión dulce y conmovida. Tom Richter no requería ningún tipo de aprobación previa por su parte: a Tatiana le había gustado desde el primer momento.
—Richter sería capaz de tirarse a tu Vikki aquí mismo, en la mesa —le susurró Alexander al oído, apretándole la sien con la frente—, y a ti no te importaría lo más mínimo; pero mi pobre amigo Steve, en cambio, cuenta un chiste de mal gusto y no es más que un depravado.
En los postres, Vikki al fin pudo intercalar una protesta entre frase y frase.
—El mes pasado fue nuestro primer aniversario —dijo—, ¿y sabéis lo que me regaló mi adorado maridito? ¡Un robot de cocina! ¡A mí! ¡Un robot de cocina…!
—Era una indirecta, Viktoria.
Vikki puso los ojos en blanco con aire teatral, y Richter hizo lo propio.
Tratando de reprimir una sonrisa, Alexander miró a Tania, que estaba tan concentrada en su tarta de chocolate que apenas prestaba atención. Le chiflaban los electrodomésticos de todas clases; no había abrelatas eléctrico, batidora o cafetera que no despertase en su esposa un entusiasmo salvaje. Contemplaba embobada todos los sábados los escaparates que exhibían esos artículos, se leía los manuales de instrucciones en la tienda y por las noches obsequiaba a Alexander con la recitación de sus atributos técnicos, como si de la poesía de Pushkin se tratara.
—Tania, cariño, mi mejor amiga —dijo Vikki—, por favor, dime que tú también opinas lo mismo. ¿A que un robot de cocina es el regalo menos romántico del mundo?
Tras pensarlo un buen rato, Tatiana exclamó con la boca llena:
—¿Qué clase de robot de cocina?
Para Navidad, Alexander le regaló a Tatiana un robot de cocina, lo último de lo último en su línea, el mejor del mercado. En el interior, Tatiana encontró un collar de oro. Pese a tener invitados en casa y a que Anthony dormía justo fuera, en el sofá, aquella noche de Navidad Tatiana le hizo el amor a Alexander a la luz de las velas y ataviada únicamente con el collar, encaramada y sentada a horcajadas encima de él, con la suave melena de seda ondeando en cascada y los senos oscilando sobre el pecho de su marido.
El albañil
Tatiana iba muy arreglada, con un vaporoso vestido amarillo combinado con una chaqueta corta, el pelo trenzado y la cara lavada. Le había llevado el almuerzo a Alexander, pero éste no aparecía por ninguna parte en la obra; allí sólo estaban los albañiles, muy ocupados con el espacio abierto de la nueva estructura. Tatiana permaneció junto al coche y mientras esperaba, pensó en su querida Vikki, que acababa de marcharse, y en lo incómodo que le hacía sentir a su hijo, Anthony, quien no había sido el mismo durante la semana que Vikki y Tom se habían quedado con ellos. Vikki tampoco pasaba por su mejor momento. Se había casado con Richter tras un tórrido romance el año anterior, pero ahora él estaba a punto de partir hacia Corea y ella no quería irse con él. Pero ¿qué hacía una joven recién casada mientras su marido estaba en la otra punta del mundo? Vikki había visto con sus propios ojos cómo vivía Tatiana sola en Nueva York.
—No quiero vivir como vivía Tania, como una maldita viuda —se quejó Vikki, incluso a Alexander.
—Dime, ¿exactamente… —le preguntó éste a Vikki, quien parecía perpleja por la súbita expresión de satisfacción en el rostro de él—, hasta qué punto era una viuda desconsolada? Y no me ahorres ni un solo detalle.
Tatiana había tenido que acudir al rescate de su amiga, apartarla del buscabroncas de su marido y poner fin a la conversación.
Tatiana vio interrumpidos sus pensamientos por los albañiles, que habían dejado de trabajar y la estaban mirando atentamente. Sintiéndose un poco incómoda, se subió al coche y en cuanto lo hizo…
—Hola, Tania. —Steve Balkman estaba dando unos golpecitos en su ventanilla mientras abría la puerta del sedán—. Alexander no está. Debe de haberse olvidado de que venías.
—No lo creo —dijo Tatiana, bajándose del coche de mala gana.
—Ha tenido que volver al despacho de papá a por unos formularios para los malditos inspectores. Resulta que los que yo tenía no sirven. Volverá pronto.
Tatiana se planteó no esperarlo. Steve se aclaró la garganta.
—Por favor —dijo ella—, cuanto menos digas, mejor.
—Si te ofendí en el hospital aquella vez, lo siento —se disculpó.
—Disculpas aceptadas. —«¿Cuál de las veces?».
—Sabes que nunca te habría dicho nada si hubiese conocido a Alexander.
«Eso díselo al antiguo capataz y a su novia».
—Sólo estaba tonteando contigo. Soy muy feliz con Amanda.
«Un hombre puede ser perfectamente feliz con una mujer, siempre y cuando no la ame», pensó Tatiana, parafraseando al inmortal Oscar Wilde. No dijo nada y retrocedió un paso para alejarse de él. ¿Dónde estaba su marido? No le gustaba el modo en que la miraban los albañiles. Nunca actuarían así si Alexander estuviese ahí.
Steve sonrió.
—Estás muy guapa hoy —dijo, repasándola de arriba abajo—. Ven, te presentaré a la cuadrilla.
Tatiana negó con la cabeza y dijo:
—No soy la reina, Stevie, soy la mujer de Alexander. Hazte a ti mismo un favor y no me presentes a otros hombres.
La sonrisa de Steve permaneció inalterable.
—Vamos, si por aquí somos todos muy campechanos… Créeme, tu marido sabe perfectamente cómo es esto.
—No —repuso Tatiana con frialdad—, no creo que mi marido lo sepa.
Alexander regresó justo a tiempo de ver la sonrisa congelada en el rostro de Steve, por lo que éste y Tatiana no tuvieron ocasión de seguir discutiendo sobre la naturaleza comprensiva de Alexander. Éste le entregó a Steve los formularios y se llevó a Tatiana y el cesto de comida en su camioneta a un solar de construcción cercano, donde almorzaron lejos de las miradas de los otros.
—Vas demasiado guapa y elegante, Tania —dijo—. Yo no necesito que te pongas así por mí, y esos animales mucho menos.
Tatiana no quería decir lo que pensaba en realidad: que no podía arreglarse para él porque la gente con la que trabajaba era incapaz de mostrar un mínimo de respeto. Alexander se inclinó hacia ella.
—Son sólo una panda de imbéciles, no les hagas caso. Tengo que volver. Dame un beso.
Cuando regresaron a la obra, Tatiana tenía el carmín de los labios un poco corrido y el pelo despeinado; él le había metido las manos en el pelo y luego bajo la combinación. Mientras Alexander la acompañaba al coche, se oyó un aullido de lobo. Alexander fulminó con la mirada a la pandilla de albañiles que estaban terminando el almuerzo.
—¿Os habéis vuelto locos o qué?
Todos fingieron no haberlo oído. Tatiana se fue en su coche sin hacer ningún comentario y Alexander, sin decir nada más, siguió su camino. No había avanzado ni un metro cuando el jefe de la cuadrilla le dedicó una sonrisa cómplice.
Pero ¿de dónde sacaba Balkman a aquella panda de energúmenos? Ese hombre debía de ignorar por completo los códigos de conducta de un hombre hecho y derecho. Arqueando las cejas, el albañil miró hacia el camino por donde había desaparecido el sedán y dijo:
—Pero ¡qué pedazo de hembra! Ésa sí que te tiene que poner…
—No lo dirás en serio, supongo —dijo Alexander.
El albañil tampoco tenía el menor sentido de la supervivencia, porque abrió la boca de nuevo para hablar. Alexander lo agarró por las solapas de la camisa y lo arrojó contra el suelo. El hombre dio un resoplido ofendido (era él el ofendido, encima) y anunció que se largaba, y su cuadrilla con él.
Bill Balkman no estaba muy contento.
—Trabajas para mí —le dijo a Alexander—, representas a mi empresa. El hecho de que la gente se marche y nos deje cada dos por tres tiene consecuencias nefastas para nuestro negocio. Además, sabes perfectamente que esos tipos no pretendían hacer daño a nadie. Son sólo fanfarronerías inofensivas de hombres.
—Y una mierda —le espetó Alexander—. Sé cómo funciona el asunto, he estado en el puto ejército, joder, y en ninguna parte he oído a ningún hombre hablar así de la esposa de otro hombre… a menos que quisiera quedarse sin dientes.
—Vamos, hombre, sólo son chiquilladas… Ni a Amanda ni a Margaret les importa…
Margaret era la novia de Bill.
—Tania es mi esposa. El matrimonio para ella es sagrado —replicó Alexander, mordaz. Puede que no lo fuese en la Unión Soviética, donde para ella había sido como su condena a muerte, pero no estaban en la Unión Soviética—. Ella es intocable —sentenció—. Eso está fuera de toda discusión, y Bill, vamos a tener un problema muy grave como tenga que volver a explicarlo… —Alexander fulminó a Balkman con la mirada—, a cualquier otra persona, sea quien sea.
—Tranquilo, tranquilo —se apresuró a decir Balkman—. Tienes razón, por supuesto. Se ha pasado de la raya. Me alegro de que se haya marchado. Además, de todas formas era muy malo, pero, mientras tanto, dime: ¿qué piensas hacer sin albañiles, por muy malos que sean?
Alexander contrató a varios hombres más y se pasó la primavera acarreando pesados bloques de cemento y mezclando la base de argamasa bajo un sol de justicia y colocando luego tejas encima, cosa que había aprendido a hacer gracias a Balkman. Era rápido, diligente y muy trabajador.
—Buen trabajo, Alexander —le dijo Balkman desde abajo, para que Steve lo oyera, y luego le dio un aumento de sueldo.
Y después de levantar toneladas de tejas y de sacos de cemento día tras día, los brazos y los pectorales de Alexander parecían obras esculpidas en mármol por escultores romanos. Tenía un cuerpo imponente.
Ya no le cabía ni una sola de sus camisas ni de sus chaquetas, y tuvo que comprarse un guardarropa nuevo.
En verano, Tatiana ofreció su primera reunión Tupperware en casa. Lo hizo por su amiga Carolyn Kaminski, que siempre estaba ocupada con otras cosas además de su trabajo como enfermera. Aquel mes le tocaba al Tupperware. Tatiana invitó a unas cuantas enfermeras, a Francesca (quien rehusó la invitación, puesto que acababa de dar a luz), y a regañadientes, a instancias de Alexander, invitó también a Amanda y a Cindy, la novia de Jeff. A pesar de todas las reuniones sociales a las que acudían juntas, todas las cenas, las barbacoas y los ocasionales almuerzos sólo de chicas, los progresos en la amistad entre Tatiana y Amanda eran muy lentos, al igual que los preparativos para la tan cacareada boda, que naturalmente no se celebró en primavera.
El domingo por la tarde un total de doce mujeres asistió a la reunión. Anthony se fue a casa de Sergio, y Alexander prometió quedarse en el cobertizo de las herramientas y no salir hasta que las chicas se fueran.
La reunión fue un éxito. Tatiana había preparado unos pirozhki y bocadillos con pan recién horneado. Bebieron té negro como si fueran rusas. Todas, aprovechando la ocasión, se habían puesto especialmente guapas (la hermosa y alta Carolyn especialmente), ya fuese con el pelo cardado, planchado, recogido hacia atrás o rociado con laca, y todas llevaban faldas de vuelo con combinación, medias enteras, y camisas de cuello alto. Entre todas habrían gastado al menos medio litro de delineador de ojos negro. Tatiana era la única que apenas iba maquillada, con las pecas que los polvos compactos no conseguían disimular. Llevaba el vestido que tanto gustaba a Alexander, sin combinación, un suave vestido de seda salvaje con estampado de flores y pajaritas en las mangas, e iba sin medias (también eso le gustaba a él) y con el pelo recogido en un moño para parecerse al resto de las mujeres.
Estaban a punto de dar por terminada la reunión y las chicas estaban decidiendo qué contenedores de plástico iban a pedir. Charlaban sobre los últimos artículos del Ladies Home Journal («Comidas ultracongeladas que harán las delicias de tu marido», «Dos innovadoras formas de colocar los espejos», «Trucos para conseguir una piel perfecta»), cuando una de las mujeres miró por la ventana y dijo:
—Tania, ¿tienes a los albañiles trabajando en tu casa un domingo? Porque uno de ellos viene para aquí ahora mismo…
Todas las mujeres se asomaron a mirar. Tatiana se mordió el labio. ¡Se suponía que Alexander iba a quedarse en el cobertizo!
—No, si no es ningún albañil —dijo Amanda—. Ése es el marido de Tatiana.
Las enfermeras volvieron la cabeza hacia Tatiana muy despacio. La puerta de atrás de la cocina se abrió y Alexander entró por ella. Llevaba sus vaqueros Lee muy gastados y unas botas marrones enormes de trabajo, con las que debía medir más de un metro noventa y cinco. Estaba sudando a mares, y llevaba los torneados brazos desnudos y morenos cubiertos de suciedad y astillas. Las mangas cortas de su camiseta negra estaban arremangadas hasta la altura de los hombros, y las marcas de las cicatrices grises y los tatuajes azules eran claramente visibles.
—Buenas tardes, señoras —las saludó desde la puerta, sonriéndoles con sus dientes blancos y perfectos rodeados por una barba de dos días. Trajo consigo el calor del exterior y el olor a tabaco y a sudor… y también un súbito desconcierto entre las decorosas mujeres—. Hola, Carolyn, ¿qué tal? Siento interrumpir. Tania, ¿me das mis cigarrillos y algo de beber? Es que se me han acabado.
Tatiana se levantó rápidamente.
—¿Es que no vas a presentarnos? —le dijo Melissa con voz afectada.
—Ah, sí, perdón. Esto… chicas, os quiero presentar a Alexander, mi marido.
Alexander se llevó la mano a un sombrero invisible y ella corrió a traerle lo que había pedido.
—Alexander, ¿por qué no te sientas y te tomas algo con nosotras? —sugirió Carolyn—. Ya casi hemos acabado, ¿a que sí, chicas?
—¡Sí, sí! Además, hace tanto calor ahí fuera… Venga, siéntate por favor. El caso es que ya casi estamos.
Tatiana le trajo al instante la limonada y los cigarrillos y dijo:
—Alexander tiene mucho que hacer en el cobertizo, ¿verdad, cariño?
Y lo empujó hacia la puerta.
—Eh… Sí, el caso es que sí, sí tengo mucho trabajo. Bebió directamente de la jarra y no se detuvo hasta que sólo quedó la mitad del refresco. —Hace muchísimo calor ahí fuera. Bueno, encantado de conocerlas, señoras.
Le arrebató a Tatiana los cigarrillos de la mano, guiñándole un ojo, y desapareció. Cuando la puerta se hubo cerrado, una sonriente Carolyn preguntó:
—Tania, ¿de dónde lo has sacado?
—Me lo encontré suelto por la calle —contestó ella, atareada limpiando la mesa.
—¿Y anduvo suelto mucho tiempo? ¿Cómo es que tiene esas cicatrices y tatuajes?
—¿Cicatrices? Querrás decir cómo es que tiene esos pedazos de brazos… —señaló Melissa.
—Las cicatrices y los tatuajes son de la guerra, los brazos son de la construcción.
Tatiana siguió enfrascada en la tarea de recogerlo todo.
—¿Es obrero de la construcción? Lleva un tatuaje de una cruz. ¿Es religioso?
—Tiene otra, de un martillo o algo así. ¿Eso también es algo de la construcción?
«Oh, qué Dios las bendiga…», pensó Tatiana. Era como si el Telón de Acero no hubiese caído sobre Europa.
—¿Cuándo os casasteis?
—En 1942.
Por suerte, las chicas no señalaron que en el año 1942 en alguna parte estaban en plena guerra. Lo cierto era que el tiempo sí atenuaba muchas cosas.
—Trabaja para mi prometido, Steve, de la Balkman Custom Homes —le explicó Amanda—. Steve y su padre son los dueños de la empresa. Steve y yo vamos a casarnos muy pronto. Él y Alex son muy amigos.
Cindy, con aspecto de duendecilla con su pelo corto y oscuro, dijo:
—También trabaja con mi prometido, Jeff. Nosotros también vamos a casarnos muy pronto.
Las enfermeras escucharon educadamente y luego se dirigieron a Tatiana.
—Bueno, y dinos, ¿qué clase de marido es? —preguntó Melissa—. ¿Es gruñón? ¿Es temperamental? ¿Es muy exigente?
Tatiana hizo lo posible por no apretar con fuerza la boca. Su marido era todo eso y más.
—Es la razón por la que fichas y te vas zumbando con el coche en cuanto acaba tu turno —dijo Carolyn, dando un pellizco a Tatiana.
—Ahora lo entiendo todo —intervino Erin, la recepcionista—. Ni siquiera espera a que llegue la enfermera del siguiente turno. Acaba a las siete en punto y a las siete y un minuto ya está en el coche.
—Chicas, ¿habéis acabado ya? —dijo Tatiana, y Carolyn y Erin se echaron a reír.
Querían saber en qué trabajaba, cuántas horas, si tenía que ir bien vestido al trabajo o si siempre llevaba aquella ropa, si llegaba a casa cansado… Había sido soldado, ¿por cuánto tiempo? ¿Cuál era su rango? ¿Seguía siendo capitán? ¿Cuánto tiempo había estado en el frente? ¿También quería «guerra» en casa? Unas risitas aderezaron la última pregunta.
—Siempre tiene la guerra en la cabeza —contestó Tatiana, muy seria.
Siguieron acribillándola a preguntas otra media hora más, a la mayoría de las cuales no contestó, y luego Tatiana se despidió de las últimas invitadas y fue a la parte posterior de la casa, donde encontró a Alexander sentado en la barandilla, fumando. Se había quitado la camiseta por el calor.
—¿Se puede saber por qué has entrado? Sobre todo así de desaliñado… —dijo Tatiana, subiendo los escalones—. Me prometiste que no vendrías. No han hablado de otra cosa el resto del tiempo.
—¿De verdad? —exclamó él, sonriendo—. ¿Y qué querían saber? —Ella meneó la cabeza con gesto resignado y se rio—. ¿Y tú qué les has dicho? —Alexander sonreía de oreja a oreja—. ¿Les has contado algo suculento?
—Déjalo ya. Ve a asearte. Anthony volverá muy pronto.
—Les habrás dicho al menos —insistió él, bajando la voz— cuánto te gusto cuando voy sudado, ¿no?
Era imposible. Y sin embargo, al verlo sentado en lo alto de la barandilla, con las piernas enfundadas en sus vaqueros favoritos, sus ojos chispeantes del color de la crema de caramelo derritiéndose al mirarla, aquellos espectaculares brazos musculosos y el torso suave, desnudo y reluciente, Tatiana tuvo que sujetarse a la silla de la terraza porque no quería que él viese cómo le temblaban las piernas. Sin embargo, la sonrisa de Alexander era tan radiante que sin duda ya lo había advertido. Dejó su vaso de limonada, apagó el cigarrillo y se bajó de la barandilla de un salto.
Tatiana levantó las palmas de las manos.
—Shura, por favor… —dijo con voz ronca.
—De acuerdo —murmuró él—, como me lo has pedido con tanta dulzura…
La levantó en volandas y la llevó en brazos hasta el cobertizo, cerró la puerta a sus espaldas de una patada y la depositó en el suelo. Allí dentro hacía un calor abrasador. El cobertizo estaba muy ordenado y limpio, pero aún olía a serrín, madera, metal y herramientas eléctricas, engrasadas con aceite. Alexander le bajó un tirante del vestido y luego el otro. Le quitó la prenda, le desabrochó el sostén, le bajó las bragas y la dejó de pie desnuda ante él.
Tatiana quiso evitar que se le acelerara el pulso, desnuda ante la mirada de su hombre; quiso evitar que le temblasen las piernas, que se le endureciesen los pezones… pero no lo consiguió.
—Tania —habló él al fin, despacio, con total tranquilidad, rodeándole la cintura con las manos, atrayéndola hacia sus vaqueros y la hebilla del cinturón que los sujetaba—. Ni siquiera voy a desnudarme, me voy a dejar las botas y los vaqueros puestos, pero tú vas a seguir así, desnuda… —la levantó en el aire y la dejó encima de su banco de trabajo—, en el banco para cortar patatas que he hecho para ti. —De pie entre las piernas de ella, frotó el pecho sudoroso contra los pezones afiladamente erectos de ella. Esta vez Tatiana no contuvo sus aparatosos gemidos; se recostó hacia atrás sobre los brazos temblorosos. Él acomodó la barba áspera en la boca de ella, en su cuello, en sus pechos…—. Tania, te gusta esto, ¿a que sí? —le susurró Alexander, algo más agitado—. ¿Se lo has dicho a tus amigas de la reunión de Tupperware? —Le enroscó los dedos en los pezones, tirando suavemente de ellos—. ¿Se lo has dicho?
Ella gimió en la boca de él como respuesta. Se besaron apasionadamente. Tatiana se abrazó al cuello de él y Alexander se abrazó a la espalda de ella.
—Claro que no se lo has dicho —continuó él, desabrochándose el cinturón y bajándose la cremallera de la bragueta—. Con ellas eres toda remilgos y compostura, mojigata. —La tendió horizontalmente sobre la superficie del banco y tiró de sus caderas hasta colocarlas en el borde. Tatiana se sujetó a la superficie con las manos—. ¿Qué quieres que haga ahora, Tatia? —dijo, de pie encima de ella, agarrándola de las caderas con las manos—. ¿Eh? Dímelo.
Ella ni siquiera consiguió articular un «¡Oh, Shura!».
Se corrió en cuanto él la penetró.
El domingo en la piscina
En verano hace un calor abrasador, de eso no hay la menor duda. Pero durante el invierno, en Scottsdale, mientras intentan llevar una vida normal, se ponen camisas de manga larga y chaquetas ligeras y se sientan fuera a beberse el té y fumar un cigarrillo, contemplando el valle y las montañas y la puesta del sol sobre el desierto. Tras su primera primavera juntos en lo alto de la colina, Alexander dice que tal vez Tatiana tiene razón, que puede que no haya nada más hermoso que el desierto de Sonora cubierto de matorrales, como girasoles en plena floración, con el ocotillo rojo y el cactus saguaro blanco y el palo fierro de color rosa pálido que se refleja en la implacable luz del sol.
Nunca llueve, salvo durante la breve estación del monzón; todos los días hace sol, todas las noches son cálidas y lucen las estrellas. No hay nieve. «Está bien que no haya nieve», se dicen, mirándose de soslayo. La tía Esther pilló un fuerte catarro en la ventisca de 1951 que por poco le cuesta la vida. Tatiana se pregunta si habrá nieve en Corea, donde están Vikki y Richter. Corea del Norte atravesó el paralelo 38 en junio de 1950, tal como Richter había predicho, y rodeó Seúl, en Corea del Sur, en apenas unas semanas; tuvieron que pasar otros dos meses para que las Naciones Unidas hiciesen las cosas como es debido y permitiesen contraatacar a MacArthur.
Alexander y Tatiana recorren los trescientos veinte kilómetros de ida y vuelta a Tucson al menos un fin de semana al mes para realizar los informes de inteligencia en Fort Huachuca. Ella y Anthony hacen un poco de turismo mientras Alexander examina montones de datos clasificados en ruso, de máximo secreto, sobre armas y satélites espaciales y europeos, y actividades espaciales y mundiales. También lee muchos de los informes del general Willoughby. Durante el transcurso de la guerra, se reabre la estación de pruebas de armamento de Yuma y Alexander es destinado allí, donde a fin de cumplir con sus diecisiete días al año adicionales de servicio activo, examina y entrena a otros jóvenes reservistas en el uso de nuevas armas de combate: munición, artillería, vehículos blindados… Yuma es más grande que toda Rhode Island. Es un campo de prueba para armas de las cuatro secciones del departamento militar estadounidense, y las órdenes de servicio para Alexander empiezan a llegar sólo a Yuma. Tania ya no está tan contenta. Tucson es muy hermosa y está llena de historia y de misiones católicas que ella y su hijo pueden visitar a su antojo, mientras que Yuma está en medio de la nada, y no hay nada allí salvo Alexander. Protesta sólo un poco, aunque al final siempre lo acompaña. Anthony nunca protesta, pues es su momento favorito del mes, porque de vez en cuando, si su padre no está ocupado o nervioso, se lleva a Anthony a dar una vuelta en un jeep blindado de la Segunda Guerra Mundial.
En casa, Tatiana siempre está cocinando. Gracias a Francesca, ahora sabe cómo preparar tacos y enchiladas, burritos y tostadas, fajitas y potentes margaritas. Más raramente elabora platos de la cocina rusa: pirozhki, blinchiki, sopa de pollo, ensalada Olivier. Le gustaría poder preparar borsch, pero ésta lleva col. Toda la comida rusa les afecta, como la lengua rusa. Siguen hablando ruso en la cena, para que Anthony lo practique, pero ahora son estadounidenses; se han acostumbrado tanto a hablar en inglés delante de otras personas que a veces incluso lo hablan en la cama. Al fin y al cabo, todo lo que Alexander le susurra al oído al calor de la noche siempre ha sido en inglés.
Sin embargo, Tatiana oye a Alexander tararear canciones de guerra soviéticas mientras hace pequeñas chapuzas en la casa. Las tararea en voz baja para que ella no lo oiga, pero lo oye. Cuando las oye, Tatiana le habla en ruso, y como si fuera una especie de acuerdo tácito, él le contesta en ruso. Pero el ruso les hace daño a ambos. Él intenta dejar de tararear, ambos bajan la cabeza y continúan con su vida como si nada, salvo por los vestigios del pasado que no pueden quemar.
Tatiana fabrica la masa para el pan los días que no trabaja, para que siempre haya suficiente; lo único que tiene que hacer Alexander es meterla en el horno. «Hasta tú puedes encender un horno, ¿no, comandante de batallón?». Es imposible convencerla para que deje de hacer pan, por lo que él ha dejado de intentarlo y ahora la ayuda, viendo que así ella acaba antes. Mientras amasan, charlan tranquilamente. Hablan de trabajo (del de Alexander, no del de ella), ella le cuenta chistes, hablan de los domingos (siempre pasan juntos los domingos), de la escuela de Anthony, de cómo le va a éste, qué hace, sus nuevos amigos. Hablan de las clases de arquitectura de Alexander, de la cantidad de trabajo que tiene, de si necesita una titulación, de si merece la pena continuar con los estudios, pues parece demasiado, con el trabajo, la universidad, el trabajo como reservista… En una ocasión, Alexander le pregunta si cree que debería renunciar a la reserva cuando termine su período de servicio y ella lo mira con expresión disgustada y le dice que no es al servicio a lo que debería renunciar. Él no vuelve a sacar el tema.
A veces intentan limar sus pequeñas diferencias: que él trabaje tanto y hasta tan tarde; que salga con Steve, cosa que Tatiana aborrece… Alexander no quiere oír nada de todo eso. Dice que acepta que haya gente que no le caiga bien a ella, que eso a él le es indiferente, pero a causa de la muda antipatía de Tatiana hacia la gente con la que él trabaja, ciertas cosas que deberían ser sencillas son ligeramente más difíciles: reuniones sociales, fiestas, días en las ferias locales, cenas de trabajo, encuentros en los solares de construcción. Tras la desaprobación grave e indisimulada de Tatiana, se esconde la imposibilidad de ambos de hablar con los compañeros del trabajo de él o las enfermeras amigas del hospital de ella acerca de las cosas que los han llevado hasta allí: noviazgos, compromisos matrimoniales, familias en las bodas… Cosas que para el resto del mundo son algo completamente natural. Ni siquiera admiten ante el otro que les cuesta un poco navegar por las aguas de los tests de las revistas, que el resto de las personas que los rodean parecen surcar con tanta facilidad. Hacen todo lo que pueden: asisten a fiestas, se mezclan con los demás, y luego vuelven a casa y cocinan y limpian y juegan con Anthony y construyen cosas, y hacen caramelo (con el azúcar quemado de ella y la leche condensada de él) y de vez en cuando hasta juegan al escondite entre los saguaros.
Bill Balkman adora a Alexander, y éste lo sabe y lo necesita, y Bill es la principal razón por la que Tatiana dice muchas menos cosas de las que desearía decir sobre las langostas caníbales con las que su perfecto marido comparte jaula. Alexander nunca está en casa por la adoración que Bill siente por él. Está al frente de casi todos los aspectos relacionados con el proceso de construcción de las casas, desde la creación de los cimientos hasta el paisajismo de los jardines. Es tan competente y tan rápido que Bill empieza a dar a Alexander pequeñas recompensas por las casas construidas antes del plazo previsto. Mientras Alexander está encantado con las recompensas, Tatiana quiere poner énfasis en lo pequeñas que son… pero por supuesto, no lo hace.
Alexander y Tatiana hablan de Truman, de McCarthy, de Sam Gulotta, que sólo piensa en su prejubilación, de Corea y Richter, de los combates de los franceses en Indochina contra las guerrillas estalinistas, y de cómo el sudeste asiático será probablemente el siguiente destino del recorrido militar de Richter por la vida. Hablan de muchas cosas.
De lo que no hablan nunca es de la vida que aparece en las revistas femeninas: de madres y padres, hermanos y hermanas; de los ríos en los que nadaron, los ríos que cruzaron luchando, de su reguero de sangre que atraviesa continentes. Hermanas con manos cálidas, abuelos tendidos en hamacas… Tilos desnudos de hojas en Alemania… Y lagos helados con agujeros en el hielo.
A principios de la primavera de 1952, Alexander le dijo a Tatiana:
—¿Por qué no construimos una piscina?
Ella contestó que no.
—Podemos ir a las piscinas públicas.
—Sí, claro, como si fueras a dejar que las madres y los críos pequeños me vean el cuerpo. Quiero una piscina para poder nadar cuando yo quiera. Desnudo, contigo.
—¿Cuánto costaría?
—Tres mil dólares.
—¡Es demasiado! Nuestro remolque entero ya cuesta eso.
—No es un remolque, es una casa móvil, ¿cuántas veces tengo que decírtelo?
—¡Pero si estamos ahorrando para una casa!
Era el momento de encenderse otro cigarrillo y mirarla fijamente un segundo.
—Tania —dijo él—, construiremos una piscina.
Aquello era más que una piscina. Con tres metros y medio de ancho y quince de largo, la piscina estaba equipada con un trampolín y una bañera de hidromasaje al aire libre sobre una plataforma elevada. Tardaron siete semanas en construirla, y hubo uno o dos gastos imprevistos, como el largo y tortuoso reborde de piedra, la verja de hierro forjado, la decoración con paisaje desértico y las luces decorativas, además de la instalación necesaria para mantenerla a veintiséis grados todo el año. El total ascendió a más de seis mil dólares. Alexander se limitó a pagar el excedente sacándolo de la cuenta donde ingresaba las pagas extraordinarias de Bill y no se lo dijo a Tatiana.
Una tarde de domingo, a principios de mayo, Bill Balkman, su novia Margaret, Steve y Amanda acudieron a una fiesta en la piscina de su casa. Como de costumbre, hacía un sol radiante; estaban a veintiocho grados, un día precioso. Tatiana se había comprado un biquini amarillo a topos, pero Alexander la repasó de arriba abajo y le prohibió que se lo pusiera.
En cualquier caso, Steve tuvo cuidado de no mirarla. Llevaba un corte en la mejilla con tres puntos negros. No había acudido al Phoenix Memorial Hospital, y puesto que se trataba del único hospital de la ciudad, Tatiana se preguntó adónde llevaría ahora Bill Balkman a su hijo para que lo cosieran sin que Tatiana se enterara. Inusitadamente callado, Steve no dio explicaciones y nadie le preguntó por la herida. No se tiró al agua, apenas comió, no contó ningún chiste, casi no habló con su padre y éste no le dirigió la palabra. Sin embargo, su padre sí que habló con Alexander… sin parar.
—Un sitio precioso, Alexander —comentó Balkman cuando se sentaron en el patio después de remojarse en la piscina—. Pero no lo entiendo, ¿por qué no te construyes una casa de verdad? He oído que conoces a un buen constructor. —Se rio—. ¿Por qué vivir en una cabaña?
Alexander evitó la mirada de Tatiana, pues detestaba que otros viesen lo que había en su interior: una pequeña cabaña en los bosques de pinos a orillas del río, donde los esturiones recién desovados remontaban la corriente de camino a su nueva vida en el mar Caspio. O bien… emboscadas entre los árboles, las armas que lo rodean, esperar al alba a que el enemigo aparezca desde abajo. Todo eso estaba en su lacónica respuesta a Bill.
—Con esto nos sobra.
Tomando el sol con un bañador de satén marrón de una pieza, estilo Marilyn Monroe, Amanda dijo:
—Tania, el bañador que llevas está muy pasado de moda. Alexander, deberías comprarle a tu esposa un biquini nuevo para celebrar esa piscina vuestra y para presumir de figura.
—¿Tú crees? —exclamó Alexander, mirando a Tatiana.
—Pero nadas muy bien… —continuó Amanda, mirando a Tatiana con expresión de perplejidad—. Ese salto desde el trampolín ha sido espectacular, ¡y esa voltereta al saltar! ¿Dónde has aprendido a tirarte así al agua? Creía que habías crecido en Nueva York.
—Bueno, no sé, lo he aprendido aquí y allí, Mand.
Sobre todo allí.
—Tania, ¿nos traes un poco más de ensaladilla de patata, por favor? —intervino Alexander, tratando de desviar un poco la atención.
Cuando Tatiana regresó, Balkman estaba diciendo:
—Alexander, un chico estupendo, tu hijo.
Anthony estaba presumiendo en el agua.
—Gracias, Bill.
A Tatiana le parecía fascinante que Bill apenas se dirigiera a ella.
—¡Anthony! —lo llamó Balkman—. Ven un segundo.
Anthony salió de la piscina, alto, delgado, moreno, chorreando, y acudió tímidamente junto a Balkman.
—Eres un buen nadador —dijo éste.
—Gracias. Mi padre me enseñó.
—¿Cuántos años tienes?
—Cumpliré nueve el treinta de junio.
—Vas a ser tan alto como tu padre.
Tatiana observó a Alexander, que estaba sentado, fumando, admirando a su hijo con mirada serena.
—¿Y qué quieres ser cuando seas mayor? —preguntó Balkman—. Mi hijo, Stevie, ese de ahí, es constructor como yo. ¿Qué te parece? ¿Quieres venir a construir casas conmigo y tu padre?
—Tal vez —dijo Anthony, tan diplomáticamente como sus padres. Tatiana sonrió ante la habilidad de su hijo—. Pero mi padre ha sido muchas cosas. Antes era langostero. Hacía vino. Y conducía barcos. Yo conducía barcos con él. Él también era pescador. Sabe hacer toda clase de muebles. ¿Cómo se llaman quienes hacen muebles?
—Ebanistas —respondió Tatiana, adorando a su hijo con la mirada.
—Sí. Ah, y también es capitán del Ejército de Estados Unidos, y fue —siguió explicando Anthony—, soldado en la Segunda Guerra Mundial. Subía por los montes transportando… ¿cuántos kilos, mamá? Se me ha olvidado. Unos setenta y cinco.
—Treinta, Anthony —lo corrigió Tatiana, que miró a Alexander, quien, a su vez, la miraba con expresión reprobadora.
—Treinta —dijo Anthony—. Estuvo en un campo de prisioneros, y en un castillo de verdad, y guio a batallones de hombres a través de…
—¡Anthony! —exclamaron Tatiana y Alexander al unísono. Éste se levantó y cogió a su hijo de la mano—. Ven —le dijo—. Enséñame ese salto hacia atrás desde el trampolín que la incorregible de tu madre te ha enseñado. —Cuando se alejaban, Tatiana oyó que su marido le decía en voz baja al pequeño—: ¿Se puede saber cuántas veces tengo que decírtelo?
Y a Anthony, en tono compungido, contestando:
—Pero papá, tú sólo dices que no se lo cuente a los desconocidos…
Margaret, alta, morena y espigada, que debía de superar los cuarenta pero intentaba aparentar ser más joven, trataba a todas luces de poner remedio al hecho de que Bill hiciese caso omiso de Tatiana.
—Tania, ¿sabes lo mucho que aprecia Bill a Alexander? Los dos lo apreciamos mucho, la verdad.
—Sí, lo sé. Alexander tiene mucha suerte de haber encontrado a Bill.
A Tatiana no le caía demasiado bien Margaret, quien besaba a Alexander demasiado cerca de la boca tanto para saludarlo como al despedirse.
—No, no, es Bill el que ha tenido la suerte de conocerlo… No sabría qué hacer sin él. —Bajó la voz—. Stevie es… entiéndeme, él es el hijo, él heredará el negocio, pero no está hecho… para el trabajo duro. No como Alexander. —Tatiana opinaba lo mismo. Y a continuación, Margaret añadió en voz alta—: ¿Por qué sigues trabajando? Tu marido se gana muy bien la vida… y se la ganará mucho mejor en cuanto renuncie a seguir trabajando para el ejército.
—No sabía que mi marido tuviera pensado renunciar a su trabajo en el ejército —repuso Tatiana, arqueando las cejas.
Alexander, que andaba por allí cerca, meneó levemente la cabeza y puso los ojos en blanco.
Margaret siguió hablando.
—Ya sabes que Bill y yo llevamos viéndonos un par de años, pero yo ya he dejado de trabajar. —Sonrió con orgullo—. A Bill le gusta ocuparse de todo.
Tatiana se abstuvo de contestarle: «Ah, felicidades, ¿y eso no te convierte en una mantenida?».
Se estaba poniendo el sol y estaban sentados en la terraza nueva, alrededor de la mesa, fumando y escuchando jazz y blues. Tatiana preparó más margaritas y los distribuyó entre todos, a su marido el primero.
—Tania —dijo éste—, ¿no quieres preparar unos margaritas con cerveza? —Sonrió—. Su amiga de México le ha dado una receta para preparar los margaritas con…
—Creo que al menos cuatro invitados se quedarían aquí a dormir después de beberse una jarra de ésas —remarcó Tatiana, motivo por el cual no quería prepararlos—. Se te suben muy rápido a la cabeza.
Alexander le guiñó un ojo.
—Seguro que son estupendos para los juegos de beber alcohol —dijo Stevie.
Fue prácticamente lo único que dijo en toda la velada.
—No empieces, Steve; ya estás con tus comentarios de siempre —dijo Amanda, un tanto molesta. Se dirigió a Tatiana—: Dime, Tania, ¿cuándo vais a ir a por otro niño Alexander y tú? Anthony necesita un hermanito o una hermanita con quien jugar en esa piscina.
—Decididamente, ya va siendo hora, Mand —convino Tatiana, en tono amable—. ¿Cuándo vais a casaros Stevie y tú?
—Decididamente, ya va siendo hora, Stevie —dijo Margaret.
Y se echó a reír, y Bill se echó a reír también. Amanda no se rio, pero dejó de preguntar a Tatiana cuándo iba a tener más hijos.
Estaban disfrutando de la velada, escuchando a Louis Armstrong, terminándose los margaritas antes de que se sirviera el postre, cuando Balkman comentó en tono pensativo:
—Me pregunto si estas tierras valdrán algo.
Estaban junto a la piscina que habían construido en aquella tierra fronteriza, frente al crepúsculo, junto a las montañas, encima del desierto color morado bajo el cielo violeta. No había nadie en los alrededores. Tras la pregunta de Balkman, Tatiana se incorporó en su asiento.
—Aquí no hay nada que comprar —dijo—. Todo lo que hay a la izquierda pertenece al gobierno, incluidas las montañas. El terreno que tenemos debajo ya lo ha comprado la Berk Land Development. No hay nada disponible.
—¿Y eso de ahí? ¿Las tierras hacia las montañas? —Quiso saber Balkman.
Tras una pausa solemne de ambos, Alexander contestó:
—Son nuestras.
Balkman desvió la mirada de los saguaros.
—¿Cómo dices?
Tatiana también desvió la vista de los saguaros y la dirigió a Alexander. Logró mantener serena la mirada, inescrutable la cara, pero era como si con los ojos le estuviera poniendo una mano en el hombro para decirle: «Es el orgullo, soldado. Es tu orgullo el que habla por tu boca. No lo hagas».
Pero enseguida vio que Alexander no podía reprimirse. Debía de querer con toda su alma impresionar a Bill Balkman.
—Sesenta metros a la izquierda, sesenta metros a la derecha y cincuenta acres hasta las montañas —dijo Alexander.
Toda la mesa enmudeció. Parecían los actores de una película de cine mudo, moviéndose sin hablar. Tatiana se levantó bruscamente y empezó a despejar la mesa. De pronto estallaron unos ruidos sonoros, los que hacía ella al retirar los platos y el de la voz de Balkman retronando:
—¿Tú eres el dueño de todo esto? ¿De cuánto exactamente?
—Noventa y siete acres —lo informó Alexander.
Tatiana movió la cabeza. La sonrisa orgullosa seguía estampada en el rostro de su marido cuando Balkman dijo:
—¿Tienes idea de la mina de oro sobre la que estás sentado? ¿De la cantidad de dinero que podemos ganar con esto, joder?
Tatiana apartó con brusquedad la mano de Alexander para retirarle el plato y lo miró con dureza, preguntándose con frustración por qué le costaba tanto a veces predecir la siguiente jugada. Aunque ahora la veía, la veía con toda nitidez. La sonrisa se esfumó de su rostro, le lanzó a ella una mirada de resentimiento (¡como si fuese culpa suya!) y llamó a Anthony.
—Anthony, sal de la piscina y ven a ayudar a tu madre. —Volviéndose hacia Balkman, dijo—: Bill, la tierra no está en venta.
—Pero ¿qué dices? —exclamó la voz de trueno de Balkman—. Todo está en venta.
—Esta tierra no.
Tatiana apoyó la mano en el hombro de Alexander.
—Lo que mi marido está intentando decir, Bill —dijo en tono afable—, es que esta tierra es de su familia.
—Bueno, ¡pero seguro que no necesita noventa y siete acres! Vivís en un remolque en un terreno del tamaño de un sello de correos. Un refugio antiaéreo ocuparía más espacio que vuestra casa. Ni con la piscina y el cobertizo habéis llegado a ocupar un cuarto de acre. Podéis quedaros con siete acres. —Ni siquiera se dirigía a Tatiana, que era quien le había hablado. Hablaba directamente con Alexander, gesticulando y con grandes aspavientos—. Vendes noventa acres a la empresa, ganas un jodido montón de dinero, hablando en plata, y luego dividimos el resto en parcelas de cuartos de acre. Dividiré los beneficios de las tierras contigo al cincuenta por ciento. Para cuando acabemos, tu esposa se bañará en diamantes. Ni siquiera podrá ver el desierto de los pedruscos que le vas a regalar.
Hacía cálculos frenéticamente en una servilleta; ¡estaba utilizando nada menos que una de sus servilletas para hacer sus malditos números!
—Bill —dijo Tatiana, en el mismo tono cordial—, en primer lugar, no es un remolque, sino una casa móvil. Y en segundo lugar, la tierra no está en venta.
—Por favor, guapa —dijo Balkman, sin ni siquiera levantar la vista—, deja que los hombres se ocupen de los negocios, ¿quieres?
Tatiana apartó la mano del hombro de Alexander.
—Bill —dijo éste—, la tierra no está en venta.
Balkman no lo estaba escuchando.
—Podemos construir una urbanización entera. La llamaremos Paradise Hills, Love Hills, Tatiana Hills… lo que quieras. Noventa acres darán para trescientas casas. Hasta podemos hacer una piscina comunitaria, un club, cobrar cuotas de socio anuales. Trescientas parcelas a mil dólares cada una sólo por la tierra arrojan un total de ciento cincuenta mil dólares para ti, Alexander. Y luego las trescientas casas en esas parcelas costarán veinticinco dólares el metro cuadrado, más otros cincuenta por metro cuadrado para los refugios atómicos que venderemos para cada una. Si contamos que las dimensiones de las casas serán de trescientos setenta y cinco metros cuadrados… ¡no hay servilleta lo bastante grande para calcular esos beneficios!
Tatiana permanecía de pie con las bandejas sucias en las manos.
—Bill —dijo con calma—, aun sin los refugios atómicos ganaréis veintiséis millones de dólares, pero nosotros nos quedaremos sin tierras. ¿Qué sentido tendría eso?
—¿Veintiséis millones? ¿Cómo lo has…? Bueno, pues ¿lo ves? ¿Qué sentido tendría? Pues que así no tendrías que volver a trabajar, guapa. Alexander, ella podrá quedarse en casa y parir a tus hijos, uno detrás de otro. Bueno, ¿dónde estábamos?
A Tatiana se le cayó la pila de bandejas sucias sobre el nuevo patio de piedra. Las bandejas eran de metal y no se rompieron, pero sí provocaron un gran estrépito y toda la comida que había preparado y que los Balkman no se habían comido cayó sobre las baldosas de cemento.
—Perdón —dijo—. Ha sido un accidente. —Se agachó para limpiar el desaguisado. Alexander se agachó junto a ella—. Dime —se dirigió a su marido entre dientes—, ¿vas a renunciar a seguir sirviendo en el ejército antes o después de darle a él nuestras tierras?
—Calla.
—O le dices que se vaya de mi casa, Shura —le advirtió, con un susurro—, o le voy a decir unas cuantas cosas que no le van a gustar nada.
—¿Qué te he dicho? —le contestó él—. Vete adentro y tranquilízate.
Por supuesto, él tenía razón; todavía no habían servido el postre: pastel de manzana, magdalenas de arándanos, galletas con pepitas de chocolate y tarta de frutas que Tatiana había preparado como muestra de hospitalidad hacia sus invitados, hacia el jefe de Alexander, hacia la familia de su jefe. Le arrebató furiosa las bandejas de las manos y entró en la casa como un torbellino.
Balkman abrió la boca para hablar y Alexander dijo:
—Ya hablaremos de eso mañana.
—Venga ya…
—Mañana, Bill.
—¿Sabes una cosa, Alexander? —dijo Bill con tono experimentado—. A veces, las mujeres se enfurruñan un poco con determinadas cosas. No entienden la forma de pensar de los hombres. Lo único que tienes que hacer es enseñarles quién es el jefe: aprenden muy rápidamente. —Bill dio una palmadita a Margaret en el trasero—. ¿A que sí, cielo?
A la mañana siguiente, a las ocho en punto, Balkman le dijo:
—¿Qué? ¿Ya has hecho recapacitar a esa esposa tuya?
Alexander llevaba ya tres años trabajando para Balkman, y seguía convencido de que aquél era el trabajo ideal para él, el lugar ideal. Estaba tan convencido de ello que el día anterior, cuando todos los invitados se hubieron ido, había tratado por todos los medios de convencer a Tatiana. Le había dicho que tal vez debían reconsiderar la oferta de Balkman, sólo reconsiderarla. Se topó con una hostilidad tan inimaginable, tan feroz e inusitada en su, por lo general, dócil esposa, que tuvo que cambiar de tema antes de decir algo de lo que pudiera arrepentirse después.
Esa mañana, Alexander estaba de pie ante Bill, con la mirada fría y los brazos cruzados.
—Esto no tiene nada que ver con mi mujer, Bill —dijo—. Nos han ofrecido muchísimo dinero por esas tierras. Desde la incorporación de Scottsdale hace dos años, el precio de la tierra se ha puesto por las nubes. Ahora vale cinco mil dólares el acre. Eso arroja un beneficio de casi medio millón de dólares sobre nuestra inversión original. Créeme, si quisiéramos venderla, la venderíamos. No nos interesa.
—¡Pero ganarías tantísimo dinero!
—No es por el dinero. Es por la tierra —le dijo Alexander—. Ya has visto cómo vivimos, nuestra vida es muy simple. Ya sé que no es muy usual vivir así, todo el mundo quiere más para gastar más, pero a nosotros nos basta con tener suficiente para nuestros pequeños gastos. La casa está pagada. Los coches están pagados. No necesitamos mucho.
—¿Y qué me dices de…?
Alexander lo interrumpió.
—Ya basta. Por favor. Hablemos de nuestro actual negocio. ¿Ya has preparado el presupuesto para la casa de Schreiner o quieres que lo haga yo? Están ansiosos por obtener financiación y empezar. Y están dispuestos a pagar treinta dólares el metro cuadrado para ponerse mármol en todos los baños, no sólo en el principal.
—No me cambies de tema. ¡Te estoy hablando de ir al cincuenta por ciento en trescientas parcelas de tierra, Alexander! ¿Y sabes qué te digo? Para hacer la oferta aún más atractiva, compartiré la comisión de la construcción de las casas contigo, setenta y cinco y veinticinco. Ahora sólo te llevas una comisión del tres por ciento. Calcula cuánto puede llegar a ser el veinticinco por ciento de… ¿qué fue lo que dijo tu mujer ayer? ¿Veintiséis millones de dólares? Tenía razón, por cierto.
Alexander lanzó un suspiro. Por supuesto que tenía razón. Y sí, el dinero era una cantidad exorbitante. Bill debía de ver la lucha que se libraba en su interior.
—Tu mujer no te aconseja demasiado bien —dijo—. No deberías escucharla. Tendrías que hacer lo que creas que es correcto. Esto es para tu futuro y el futuro de tu familia.
Bill no era la persona más adecuada para hablar de familia: no se casaba con Margaret para tener más margen en su abanico de posibilidades. «Bueno —pensó Alexander—, es normal, ¿para qué comprar la vaca cuando puedes tener la leche…?».
Y de repente lo vio todo con una claridad meridiana.
—Bill —le contestó—, ¿sabes por cuánto vendían las vacas en los pueblos soviéticos?
—¿Qué? —exclamó Bill, sin comprender—. ¿En qué pueblos?
—Vacas. En los pueblos soviéticos. ¿Sabes por cuánto podías vender una vaca, si la tenías?
—No… pero…
—Por mil quinientos rublos —le comentó Alexander—. Verás, mil quinientos rublos es una cantidad inmensa de dinero para un campesino ruso, que a lo mejor obtiene veinte rublos al mes vendiendo pescado en su vivienda colectiva. Pero al vender la vaca, al cabo de tres meses ya no quedaría nada del dinero, mientras que la vaca podría alimentar a una familia siete años. —Sonrió—. Yo no pienso vender mi vaca, Bill.
Visiblemente ofendido, Balkman dio un fuerte puñetazo en la mesa.
—¡Mierda de vacas! ¿De qué me hablas? Yo he cuidado muy bien de ti, Alexander.
—Lo sé. Y yo también he cuidado muy bien de ti.
—Sí, pero lo que es bueno para el negocio, por definición, es bueno para ti. —Balkman hizo una pausa—. Lo contrario también es cierto. ¿Qué opinaría esa esposa tuya de eso?
Alexander permaneció de pie, en silencio. A la izquierda de Bill había una foto grande y muy gráfica de una Miss Las Vegas desnuda. Alexander sintió cómo le empezaba a hervir la sangre.
—Bill, si no quieres que siga trabajando para ti, despídeme. No me amenaces, sólo haz lo que tengas que hacer. Pero la tierra no está en venta. Y hazme un favor, no metas a mi mujer en esto.
Balkman soltó un gruñido como respuesta. Alexander esperó, con los brazos cruzados. Sabía que Bill no podía despedirlo así como así: necesitaba que Alexander dirigiese el negocio. No volvieron a hablar del asunto, pero Balkman dejó muy claro que pensaba que la intransigencia de Alexander en relación con los noventa y siete acres se debía únicamente a Tatiana, al igual que su negativa a acompañar a los chicos a Las Vegas.
Los chicos y las chicas
—Papá quiere que vengas a Las Vegas con nosotros el mes que viene —dijo Steve a Alexander mientras se tomaban una copa con Jeff después del trabajo—. Se celebra la Feria de la Construcción. Tienes que ir. Va a insistir.
Habían estado hablando de sus respectivas chicas, quienes habían almorzado juntas ese mismo día. ¿De qué hablarían?, se preguntaban los chicos. ¿Creéis que se quejan de nosotros? Oh, sí, claro que se quejan. Les pedimos que hagan cosas que no quieren hacer, dijo Jeff. No nos casamos con ellas, dijo Steve. Alexander quiso decir que su mujer no tenía queja de él, pero ¿y si la tenía? ¿Y si les contaba a las chicas que él siempre creía tener la razón? Que casi todo tenía que ser siempre como él quería. Que algunas veces llegaba tarde a casa y no muy sobrio y sacaba de ella lo que le venía en gana.
En ese momento estaban hablando de nuevo de Las Vegas.
—Algo me dice que no se hacen muchos negocios cuando uno va ahí —señaló Alexander, sonriendo—. Además, ¿qué eres, la secretaria de tu padre, joder? Si Bill quiere decirme algo, que me lo diga él mismo.
—Vamos, Alex, ¿no sientes ni una pizca de curiosidad por la capital del vicio y la decadencia libertina? —preguntó Jeff—. Yo la sentía.
Alexander se bebió de un trago su jarra de cerveza. Toda su vida en el cuartel de Leningrado, antes de que Tania apareciese en su vida, había sido una sucesión de vicio y decadencia proletaria, con fines de semana de permiso, copas, juergas y mujeres a mansalva.
—Muchachos, tengo algo que anunciaros —dijo Jeff en tono solemne—. Me temo que mis días en Las Vegas han acabado. Voy a casarme con Cindy.
—No, no —dijo Steve—. Con Cindy no…
—No seas capullo. Sí. Me ha informado de que hay otras partes interesadas.
—Miente —le aseguró Steve—. Amanda me dice eso sin falta una vez cada mes. Así pongo en hora el reloj. No te lo tragues, es una trampa. —Y se echó a reír—. No lo hagas, Jeff, sálvate, no lo hagas.
Jeff se dirigió a Alexander.
—¿Qué crees que debería hacer?
—Cindy será una buena esposa —comentó Alexander.
Jeff bajó la voz.
—Me gusta. La quiero. Creo que me casaré con ella. —Lanzó un suspiro—. Pero Alex, hay cosas que Cindy no hará jamás. ¿Es insensato esperar que tu mujer haga las cosas que hacen las chicas de Las Vegas?
—Amanda las hace —dijo Steve con una sonrisa—. Hace lo que yo le diga… pero no le pone entusiasmo. Sólo lo hace para que me case con ella. Es una trampa.
Todos se echaron a reír.
—Joder, Steve, qué retorcido eres… —exclamó Alexander—. Hace todo lo que tú quieres, ¿y no estás contento?
—¿Tú qué crees, Alex? —dijo Jeff—. ¿La esposa de uno es para ciertas cosas y las chicas de Las Vegas para otras?
—A nuestro chico todavía no lo han corrompido las chicas de Las Vegas —dijo Steve, dándole un empujoncito a Alexander.
¿Todavía? Steve había bebido demasiado y demasiado rápido, y ahora tenía la lengua muy suelta.
—Jeff —dijo Alexander—, más te vale rezar porque no sea de esto de lo que hablan nuestras chicas… y porque Cindy no te compare con su otro novio. ¿Y si resulta que no estás a la altura?
—Eh, Alex, ¿es verdad? —preguntó Steve de pronto—. Amanda me dijo el otro día que Tania nunca ha tenido otro hombre.
Jeff se echó a reír.
—¡Joder, qué suerte tienes! Con razón eres tan arrogante… Ella no tiene con quién compararte.
Alexander se bajó del taburete de un salto. El vaso de cerveza se quedó dando vueltas encima de la mesa.
—¿Qué pasa? ¿Te tienes que ir a casa corriendo? —dijo Steve—. Es pronto.
—No es pronto, es tarde —contestó Alexander.
Durante el almuerzo, Amanda y Cindy hablaron de lo que no les gustaba de su cuerpo: tenían los pies demasiado grandes, los pezones demasiado pequeños, las orejas salidas, el trasero no lo bastante. Repasaron en voz alta el manual más completo para encontrar defectos a las mujeres. Sin intervenir, Tatiana se comió sus fettuccini pensando en prepararlos para cenar, con un poco de pan de ajo y pollo al limón, ¿o quizá mejor pollo con ajo y lima con salsa? O…
—Tania, ¿nos has oído?
—Perdón, ¿qué decíais?
Todavía disponía de cuarenta y cinco minutos hasta que llegase el autobús de Anthony y quería pedir una porción de tarta de cereza antes de salir pitando a recogerlo. Siguió comiendo. El análisis corporal le resultaba un tema soberanamente aburrido, ya tenía más que superado su problema con las revistas femeninas y sus consejos y sus tests. «El verdadero secreto para un matrimonio feliz y duradero», «Las mil y una cosas que no haces bien», «Las quinientas cosas que puedes hacer para complacer a tu marido». Alexander le decía y le demostraba que estaba complacido, de manera que ella no le daba más vueltas al asunto. Ella y Francesca nunca hablaban de esas cosas, sino de niños y de cocina… y de cómo preparar margaritas con cerveza. Tatiana sonrió para sí. Ése sí que era el verdadero secreto para un matrimonio feliz y duradero. Quería aconsejar a las chicas respecto al tiempo que malgastaban queriendo cambiar cosas que no podían cambiar, pero ¿y si le hacían caso? ¿Qué tema de conversación tendrían entonces?
—Tania, Cindy cree que Jeff al fin va a dar el gran salto.
—¿De verdad? ¡Eso es fantástico, Cind! —se alegró Tatiana.
—Pero ¿qué creéis que debería hacer yo? —dijo Amanda—. La guerra ha terminado, y Steve y yo no llevamos dos días en guerra como tú y Alexander, ni tres años, como Jeff y Cindy, sino ¡siete años! Tengo veinticinco años, todavía vivo en casa con mis padres y pese a sus promesas y al anuncio de compromiso, Steve sigue sin querer casarse.
—¿Y por qué no le dices que se decida de una vez, Mand? —sugirió Tatiana.
Amanda no contestó enseguida.
—Porque, ¿y si decide que me deja, Tania?
Tatiana esperaba que su rostro no reflejase el «¡ojalá!» que su cerebro acababa de exclamar. Cogió a Amanda de la mano.
—¿Quieres que te dé una receta mágica para que consigas que Steve se case contigo? No la tengo. No la tenía para mí cuando me casé con Alexander, y tampoco la tengo ahora para ti.
—Bueno, pero Alexander sí se casó contigo, ¿no? —repuso Amanda—. Tuviste que haber hecho algo.
—Alexander y yo no somos Steve y tú —dijo Tatiana, y cuando vio la cara de consternación de Amanda, se apresuró a añadir—: Ni Cindy y Jeff tampoco son Steve y tú. Cada pareja es un mundo. Hay que hacer lo que creas que es bueno para ti.
—¿Sabes lo que hice? Le dije a Jeff que había otra persona —intervino Cindy, riéndose tontamente—. Eso sí que lo sacó de quicio.
Amanda rechazó aquello con un gesto.
—Llevo diciéndole eso a Steve cinco años, y ¿sabes lo que me contesta? Cuantos más seamos, mejor, Mand. Llevémoslo a Las Vegas con nosotros y hagamos un trío.
«Menuda joya ese novio tuyo», quiso decirle Tatiana, pero se contuvo.
—Tania, dime qué debo hacer —le imploró Amanda.
—Amanda —contestó Tatiana—, no sé por qué crees que yo tengo todas las respuestas.
—Porque mira lo que compartís Alexander y tú… —repuso Amanda con resentimiento.
—No quieres tener una vida como la mía, créeme —dijo Tatiana—. No quieres saber lo que nos ha costado llegar hasta aquí a Alexander y a mí. No lo creerías ni aunque te lo contara. Y todavía nos cuesta. Nosotros no somos un ejemplo que haya que seguir, pero reconozco que tuve mucha suerte: él me quería. Pero si no me hubiese querido, no me habría quedado más remedio que pasar página y seguir adelante; no habría tenido elección, ¿no crees?
—¡Tatiana! —Amanda acababa de levantar su dulce voz en medio de un restaurante—. ¿Acaso insinúas que Steve no me quiere?
¿Cómo había acabado metida en aquella estúpida conversación?
—No quiere casarse contigo —contestó Tatiana en voz baja—. Eso es evidente.
Amanda se levantó bruscamente de la mesa.
—Sí que me quiere —dijo, con voz trémula—. Me quiere. Tú no sabes nada. Es un buen hombre. Me quiere. Y salió corriendo del restaurante.
Al otro lado de la mesa, Cindy miraba con expresión perpleja a Tatiana, quien se encogió de hombros y dijo:
—¿Para qué me pide consejo si no quiere oír ningún consejo?
Hizo señas a la camarera para que le trajera la cuenta. No habría tarta de cereza ese día.
Tras volver a casa del bar esa noche, en la cama, mientras Alexander le recorría a Tatiana la columna vertebral con la boca, le dijo:
—Tatiana, deja de hablar de mí con Amanda.
—No hablo de ti con Amanda.
—Le dijiste que nunca habías estado con otro hombre, ¿verdad?
—En primer lugar, no le dije eso. La semana pasada estaban teniendo una de sus absurdas conversaciones durante el almuerzo, esos almuerzos a los que tanto insistes en que vaya, por cierto, hablando de si Cindy era realmente virgen o técnicamente virgen cuando empezó a salir con Jeff. Para empezar, a mí me costaba un poco comprender la diferencia. Por lo visto, Cindy ha leído que en algunos países la habrían considerado técnicamente virgen. Así que le pregunté —dijo Tatiana— si le ponían un sello con esa clase de información cuando viajaba. —Alexander se echó a reír, y hasta las manos que tenía apoyadas en las nalgas de Tatiana se zarandearon con la risa—. Amanda bromeó diciendo que en su pasaporte a ella tendrían que ponerle un sello que dijese: «Ya no era virgen cuando nació», o al menos espero que fuese una broma —dijo Tatiana—. En ese momento, pedí el postre y dije que me abstenía de seguir participando en esa conversación, pero ellas no dejaron de acosarme como leonas. Me limité a decir que en realidad tú fuiste el primero y no añadí nada más. ¿Qué iba a decir? ¿Qué querías que dijera? ¿Que técnicamente tú eras mi número veinte?
Alexander ya no se reía.
—Lo que quiero que hagas es cambiar de tema. La retuvo sujeta con las manos abiertas, recorriéndole las nalgas con la boca.
—¡Pues claro que cambio de tema! —Con un enfurecimiento insólito en ella, Tatiana se apartó de él y se incorporó—. Soy una experta cambiando de tema, Alexander, incluso con una cuestión tan peliaguda como la de si he pasado por alto o no algunos tecnicismos, pero al final tengo que decir algo, ¿no te parece?
Él también se incorporó de golpe.
—¿Se puede saber qué coño te pasa?
—Nada. Contéstame, ¿querías que mintiese?
—¡Sólo tenías que decirles que eso no es asunto suyo, joder! O levantarte de la mesa y marcharte, Tatiana. Pero ¿qué pasa si se lo dices a Amanda y ésta va y se lo dice a Steve, quien se lo cuenta a Jeff y de pronto me encuentro soportando los comentarios burlones de dos borrachos en la barra de un bar, eh? Es demasiada información para ellos; esa parte la entiendes, ¿verdad?
—Pero ¿qué clase de amistad de mierda en un universo de mierda es ésa —exclamó Tatiana—, en la que no puedo contestar una pregunta sencilla de dos amigas porque no sé cómo van a interpretarla esos energúmenos a los que tú llamas tus amigos? Vikki sabe eso acerca de mí, de nosotros, y estoy segura de que se lo ha contado a Richter… ¡Richter, que combatió con Patton y MacArthur! ¿Y tú le has escuchado hacer comentarios burlones?
—Pero así es como son las cosas en este universo, donde vivimos —replicó Alexander—. Hay que mantener la boca cerrada.
Tatiana carraspeó.
—Ah, ¿sí? —exclamó—. Bueno, pues deja que te pregunte una cosa: ¿tú crees que tengo yo que enterarme por Amanda de que tú querrías que yo no trabajase y que quieres tener otro hijo y yo no?
Alexander apretó la espalda contra los barrotes de bronce del cabezal.
—Yo no dije eso. —Hizo una pausa—. Pero estoy seguro de que no te extraña que quiera que dejes de trabajar.
—No, si no es eso lo que me extraña… —dijo Tatiana—. ¡Lo que me extraña es tener que oír a Amanda hablar sobre mi vida privada, asunto que discutes nada menos que con Steve, precisamente! —dijo a voz en grito.
—No discuto eso con Steve —repuso Alexander, manteniendo la calma—. Me preguntó así, como si tal cosa, si me gustaba tu trabajo y yo le contesté, con naturalidad, que menos que a ti, eso fue todo. No me estaba quejando.
Dejó de hablar, sin mirarla.
—¿Sólo estabas aparentando naturalidad?
En ese momento, Alexander sí levantó la mirada.
—Supongo que no te extraña, Tania, que quiera aparentar naturalidad, ¿no?
Tatiana inspiró hondo.
—¿Sabes qué? —dijo—. Me parece increíble que todavía no hayas dejado tu trabajo, pero si insistes en seguir trabajando para Balkman, haz el favor de dejar de hablar de mi vida privada con tu amigote Steve. Del mismo modo que tú me has pedido que no hable de cosas nimias con mi amiga Amanda, ¿entendido? Ni siquiera para tratar de aparentar naturalidad.
Alexander no reanudó las caricias en la parte baja de la espalda de Tatiana.