Compromisos conyugales
¿Adónde ir?
Estaban tumbados en la hamaca, en Cayo Hueso, a escasos metros de la arena del suelo, junto a la orilla del mar, en el corazón del trópico, bronceados, con el cuerpo plagado de pecas y de cicatrices. Alexander estaba tendido de espaldas, con las piernas separadas, y Tatiana encima de él, también de espaldas, con las piernas juntas, mirando los robles cubiertos de musgo de arriba. Él llevaba el bañador blanco, y ella el culotte de baño también blanco y la pañoleta atada al pecho con un lazo.
Alexander tenía el pelo negro azabache más largo que nunca, y estaba muy moreno. Ella también estaba bronceada, pero parecía blanca como la nieve en los brazos de él, por el contraste. De vez en cuando, las manos de él se desplazaban lánguidamente hasta los pechos de ella para masajeárselos, y le rozaba la melena salobre con los labios. Tatiana olía a sal y a aceite bronceador de coco, un olor que siempre aturdía un poco a Alexander.
Era el verano de 1949, y estaban hablando de adónde debían ir.
—Shura, pórtate bien. Si vuelves a tocarme los pechos, esta conversación se habrá acabado.
—¿Y se supone que eso debería disuadirme?
—Venga, sé bueno… ¿Dónde estábamos?
—Estábamos descartando distintos estados y acariciándote los…
—Ah, sí. Estábamos manteniendo una conversación trivial sobre dónde pasar el resto de nuestra vida.
Habían regresado a Miami para pasar el invierno, para volver a trabajar en los barcos, y luego se habían desplazado al sur, a los Cayos, para pasar el verano.
—¡Shura!
—De acuerdo, de acuerdo… ¿Dónde estábamos? Dijiste que había que excluir los estados donde nieva. Entonces, ni hablar de Washington, ¿no? A Richter no le va a hacer ninguna gracia —comentó Alexander—. Ya sabes que le gusta tenerme cerca. Y a tu Vikki tampoco le va a gustar. Sabes que a ella también le gusta tenerte cerca a ti.
—Pues tendrán que venirse a vivir donde vivamos nosotros, ¿no crees? Bueno, pues nada de nieve. Entonces quedan descartados Maine, New Hampshire, Vermont, Massachusetts, Rhode Island, Connecticut, Nueva Jersey, Nueva York… —Tatiana suspiró con aire teatral pero soñador—, Pensilvania, Ohio, Illinois, Wisconsin, Michigan, Minnesota, Dakota del Sur, Dakota del Norte, Montana, Wyoming, Idaho, Washington. Todos eliminados.
—Tampoco Iowa, Kansas, Colorado ni Nebraska —añadió Alexander.
—¿Eso es todo?
—Espera, Virginia Occidental. Maryland. Virginia.
—En Virginia no nieva —dijo Tatiana.
—Eso díselo al general Sherman —replicó Alexander.
—De acuerdo. Quedan veintiún estados.
—Vaya, así que también se te da bien contar… Capitalista, geóloga, cartógrafa y además matemática.
Se echó a reír, inclinando la cabeza y tratando de ver la expresión en su cara.
Ella volvió la cabeza hacia él.
—Eliminados los bosques de Oregón —siguió diciendo ella en voz baja—. Porque llueve todo el tiempo. Además, tiene mar.
—Ah, ¿también excluimos los que tienen mar?
—No tenemos por qué —contestó ella—, pero allí donde vayamos a vivir no debe ondear nada más que una hamaca.
—Entonces, ¿también eliminamos California? ¿Y Napa Valley? —Sonrió—. ¿No más espumoso?
Bajándole el top de la pañoleta, se puso a juguetear con sus pechos firmes y turgentes.
—Puedes comprarme todo el espumoso que quieras —murmuró ella, rozándolo ligeramente con los labios—. He oído que lo venden en los cuarenta y ocho estados. Así que eliminamos California. También quedan fuera Carolina del Norte, Carolina del Sur, Georgia, Florida…
—Espera un momento. Tenemos que dejar aparte Florida. Es mi única exigencia.
—De acuerdo. Fuera Alabama, Luisiana, Missouri, Mississippi…
—Eh —la interrumpió Alexander—, ¿Mississippi tiene agua?
Ella ladeó la cabeza hacia atrás.
—Bromeas, ¿verdad?
—Vamos, Tania, no hace falta que vivamos junto al río…
—¡Es que el estado es el río!
—Bueno, de acuerdo…
—Sigamos. Texas.
—¿Texas tiene agua? —exclamó, asombrado.
—¿Nunca has oído hablar del golfo de México?
—Viviremos en Abilene, donde nunca se ha oído hablar del golfo de México.
—Sigamos. ¿Qué nos queda?
—Europa, creo —murmuró Alexander.
—Nevada. Nevada queda eliminado porque no pienso vivir en un estado donde lo único que pueda hacer mi marido para ganarse la vida sea jugar al póquer en casas de alterne.
Alexander se echó a reír.
—¿De veras? —dijo él—. ¿No crees que el jugar al póquer en una casa de alterne encaja con tu definición de una vida normal?
—Sigamos. Utah… Mmm, es una posibilidad. Las montañas son de verdad.
—Tatiasha… En Utah, ¿podré tener otra esposa?
—Utah tampoco.
Alexander le dio un pellizco, la besó, la acarició, la estrechó entre sus brazos y apretó su cuerpo contra el de ella con fuerza. Ella se dejó hacer.
—Oklahoma eliminado —dijo al fin Tatiana—. Porque sí.
—Entonces, ¿qué nos queda?
—Nuevo México, Arizona, Florida —contestó ella—. Florida queda descartada. Demasiado oleaje.
—Entonces, también queda descartada Arizona —replicó él—, porque no hay suficiente.
—Bien, en ese caso, la elección está clara. Será Nuevo México.
Se quedaron en silencio.
Él quería Miami, y ella quería Phoenix.
—Shura, venga… nada de ríos…
—Salt River.
—Nada de invierno.
—Y nada de océanos tampoco.
—Nada familiar, ni nada viejo. Y en Phoenix viven otros soldados.
—¿Quieres que me relacione con otros soldados?
—Es lo último que deseo, pero al menos ellos entienden las cosas. Tú dices «estuve en la guerra», y ellos asienten con la cabeza y no dicen nada más porque no lo necesitan. Lo saben. Nadie quiere hablar de ello. Eso es lo que yo quiero —dijo—. No hablar de ello.
—¿Hay alguna base militar en Phoenix?
—No, pero hay instalaciones de entrenamiento en Yuma, a trescientos kilómetros, y una base de inteligencia del ejército en Fort Huachuca, cerca de Tucson, también a trescientos kilómetros de distancia.
—Ya veo que mi mujercita semidesnuda ha estado investigando un poco —observó, masajeándola con los dedos—. ¿A trescientos kilómetros? ¿Una vez al mes?
—Iremos los tres juntos, a pasar el fin de semana —contestó ella—. Nos alojaremos en los barracones para familias. —Se apartó de sus dedos—. Anthony y yo iremos a dar paseos y tú podrás hacer informes, traducir y analizar dossieres y documentos hasta que Richter y tú os hartéis.
—Hace demasiado calor en Phoenix —dijo Alexander. Tatiana lo fulminó con la mirada; esa mañana en Cayo Hueso estaban a treinta y tres grados.
—Hace demasiado calor y además no hay mar —insistió él.
—Habrá mucho trabajo.
—No me convence —repuso él—. Puedo trabajar en cualquier parte.
—No lo dudo, pero ya te has impregnado del olor a langosta, ya has transportado a mujeres jóvenes en barca, ya has recogido manzanas, uvas y maíz. ¿Y si trabajas en algo que te satisfaga a ti, Shura?
Alexander no tenía ninguna respuesta sarcástica a aquella pregunta, aunque estaba pensando en una.
—El nombre de la ciudad, Phoenix, procede del ave fénix —explicó Tatiana—, el ave de los romanos que se prendió fuego, se quemó y luego renació de sus cenizas. El fénix resucitado.
—Mmm…
—¿He dicho ya que nunca hace frío?
—Una o dos veces. Pero en Miami tampoco hace frío.
—Sé que te encanta el agua, pero podemos construir una piscina. En Phoenix no hay pasado. Así es como quiero vivir, como si no tuviera pasado.
—Yo estaré contigo en Phoenix. Será difícil olvidar el pasado conmigo y mis tatuajes encima de ti, Tatiana.
Envolvió las largas piernas alrededor del cuerpo de ella.
Tatiana apartó la mano morena de Alexander de su pecho níveo y, besándosela, se la acercó a la cara.
—Sí, he aprendido bien la lección. Para bien o para mal, Alexander —afirmó—, tú eres el barco en el que navego… y con el que me hundo también.
—¿Has dicho con el que te hundes o sobre el que te hundes? —Tatiana le pellizcó el antebrazo.
—Es a ti a quien me llevo conmigo, a nuestros noventa y siete acres de Estados Unidos. No tenemos otra cosa que hacer más que vivir allí y morir allí. Y cuando muramos, nos podrán enterrar en la tierra junto a nuestra montaña. —Casi sonrió—. Ni en el hielo ni en la tierra helada, sino cerca de una puesta de sol. Podemos llamarlo nuestro monte Riddarholm, como aquel lugar de Estocolmo, y nos pueden enterrar allí como reyes y héroes en nuestro Templo de la Fama.
—¿Fantaseas con morirte, entonces? —preguntó Alexander—. ¿Es así como siempre obtienes lo que quieres?
—No siempre obtengo lo que quiero. Si así fuese —respondió Tatiana, con la mirada perdida en el musgo de robles—, tú y yo no seríamos huérfanos.
Al final, fueron a Phoenix.
¿Doble o triple volumen?
—Comprémonos una casa móvil y pongámosla en nuestro terreno —sugirió Alexander.
—¿No te referirás a un… remolque? —Se escandalizó ella.
—No, no me refiero a un remolque —respondió Alexander en tono paciente—, sino a una casa móvil prefabricada. ¿Te has dado cuenta de que en los noventa y siete acres de tu Templo de la Fama no hay ninguna casa? ¿Dónde te gustaría vivir mientras ahorramos para comprar una? ¿En la tienda de campaña?
Estaban sentados, con las piernas cruzadas, el uno frente al otro en el suelo de arcilla de sus tierras, en lo alto de Jomax. Anthony cazaba monstruos de Gila, los lagartos venenosos, y recogía flores de cactus. Al fin habían instalado el tendido eléctrico en el camino serpenteante y sin asfaltar que conducía a sus tierras, y un kilómetro y medio más abajo, cerca de Pima, alguien había construido dos casas. El desierto era un auténtico horno, estaban en pleno mes de julio y hacía un calor abrasador. Alexander estaba sentado con las palmas de las manos hacia arriba y Tatiana tenía las suyas encima de las de él.
—Shura —dijo—, ya hemos vivido en un remolque, los últimos tres años. No quiero seguir viviendo en una caravana. Quiero una casa de verdad.
—Las casas prefabricadas son casas de verdad, y no nos costará tan cara como una casa normal. No necesitaremos pedir una hipoteca… ah, eso te gusta. —Alexander sonrió—. Me lo imaginaba. Tenemos suficiente dinero, podemos comprarla al contado. Nos compraremos uno o dos coches, construiré una terraza de madera para la parte de atrás, para poder sentarnos a ver el sol encima de tu pequeño valle, y yo buscaré trabajo. Ahorraremos dinero y luego construiremos exactamente lo que queremos.
Tatiana frunció el ceño.
—¿Qué coches?
Él sonrió.
—Yo quiero una camioneta. Y tú necesitas un coche para ti. Tatiana negó con la cabeza.
—No, no, con tu camioneta nos basta. Puedes llevarme tú.
—Te llevaré a donde quieras, cariño —respondió él, apretándole la mano—, pero a menos que tengas planeado cultivar tus propios pepinos como tu abuelo en Luga, vas a tener que ir a comprar comida de vez en cuando. Además, yo soy carnívoro —añadió—. Necesito carne. No puedo vivir tu vida de Luga, a base de patatas y cebollas.
Ella no estaba del todo convencida.
—Dos vehículos es demasiado despilfarro para nosotros.
—Tania, no estamos en Coconut Grove. No hay ninguna lavandería en un radio de un kilómetro. Seguro que querrás ir a un centro comercial. ¿A lo mejor desearás comprarte unos zapatos de tacón? —La pinchó—. ¿Y un abrelatas eléctrico?
—¿Así que tendremos que gastar aún más dinero? —preguntó—. Y ese, hummm… remolque… ¿será más grande que nuestra Nomad? ¿Tendrá ruedas? ¿Un dormitorio, incluso? ¿Y un baño? Tú no puedes estar ni cinco minutos sin lavarte.
Alexander la miró incrédulo y luego se echó a reír. Se levantó de golpe y le tendió la mano para ayudarla a levantarse.
—Vamos, mi princesita de los pisos comunales rusos. Te enseñaré lo que quiero decir. ¡Anthony, vámonos!
Los llevó al concesionario de casas móviles Pacífico, en Thomas. Después de dar vueltas durante dos horas por el espacio lleno de casas prefabricadas y comparando tamaños y precio, Tatiana dijo:
—De acuerdo. No está mal. Pero no necesitamos una grande, con una pequeña nos bastará.
—Hace un momento no querías vivir en ninguna casa así porque temías que fuese demasiado pequeña, y ahora quieres una del tamaño de un armario ropero —comentó Alexander—. ¿Dónde vas a meter tus libros y tus abrelatas, Tania?
Las casas móviles se comercializaban en tres versiones: monovolumen, volumen doble y volumen triple. Tatiana se inclinaba por la primera opción, la más barata, de cuatro metros de ancho y nueve de largo. Disponía de dos dormitorios, un cuarto de baño y una cocina minúscula.
—Es barato, y tenemos sitio de sobra —señaló ella—. No necesitamos mucho espacio.
Alexander lanzó un suspiro de exagerada desesperación.
—Ven, deja que te enseñe una cosa. —Para entrar en la casa móvil, tuvo que agachar la cabeza, y una vez dentro, cuando se incorporó, estuvo a punto de golpearse contra el techo—. ¿No ves ningún problema?
Aquel modelo sólo medía un metro noventa y ocho de altura. Ella entró sin agacharse ni golpearse contra nada, y permaneció de pie en el interior cómodamente.
—No —respondió.
—Ya sé que tú no llegas al metro cincuenta, pero yo mido uno noventa y dos —dijo Alexander—. ¿Voy a tener que vivir con la cabeza permanentemente inclinada como ahora?
Tatiana contestó que, para empezar, superaba el metro y medio casi por tres centímetros, y en segundo lugar, no sabía a qué venían tantas pegas.
—Sólo será por un tiempo… Tú mismo lo dijiste. Así ahorraremos dinero.
—No es por el precio —afirmó Alexander, volviendo a salir al calor exterior y cruzándose de brazos—. Es por el tipo de vida. ¿Y si tenemos que vivir en ella dos años? ¿No quieres estar cómoda?
—A mí me da igual —contestó ella, acercándose a su marido—. Como bien sabes… hasta en una choza sin tejado, siempre y cuando sea contigo.
Alexander le dio un beso en la nariz.
—Bueno, si no tuviera techo, al menos no sufriría tortícolis.
La arrastró hasta la casa móvil de volumen triple.
—Sabes que podemos vender sólo diez de nuestros acres y construirnos una casa decente, ¿verdad? —Le recordó Tatiana tímidamente.
Alexander negó con la cabeza.
—Amor mío, para ser una persona tan intuitiva, no eres nada clarividente. ¿Quieres vender nuestra tierra? Si vendemos diez acres, entonces justo a nuestro lado alguien construirá veinte casas, puede que treinta. ¿Quieres vivir tan cerca de otras personas?
—No —admitió ella con cierto sentimiento de vergüenza.
—Exacto. Y en segundo lugar, compraste ese terreno hace seis años por cincuenta dólares el acre, y ahora vale quinientos dólares el acre. No sé qué opinas tú, pero yo aquí veo un negocio.
—Pero el agente inmobiliario dijo…
Alexander bajó la voz.
—A la mierda el agente inmobiliario…
Reprimió una sonrisa, se cruzó de brazos y esperó mientras ella batallaba consigo misma.
—De acuerdo, bien —dijo al fin—. Pero una casa de triple volumen es un despilfarro colosal de dinero. No necesitamos un remolque tan grande.
—¿Y cuando tengamos a nuestro regimiento de niños? ¿Qué vamos a hacer con nuestra prole?
—Cuando tengamos un regimiento tendremos que trasladarnos a una triple.
—Eso sí que es un enorme despilfarro de dinero.
Entonces le tocó el turno a Tatiana de cruzarse de brazos. Alexander cedió y en aras de la armonía conyugal, llegaron a un compromiso, es decir, ninguno de los dos se salió con la suya.
La casa de doble volumen (de siete metros de ancho, dieciocho de largo y dos y medio de altura), tenía puerta principal, puerta trasera, y un espacio muy extenso en el centro con cocina, zona de comedor y una sala de estar. A la derecha de la sala de estar se hallaba el dormitorio principal… ¡con su propio cuarto de baño! ¡Y una ducha!
—¡Qué país…! —exclamó Tatiana.
En el extremo opuesto había dos dormitorios más, el mayor para Anthony y uno más pequeño «para el bebé», según dijo Alexander.
—Un cuarto de invitados para Vikki y Tom —señaló Tatiana. Había otro cuarto de baño en el pasillo y un cuarto para la lavadora—. ¡Shura, se acabó lavar la ropa en el río! —exclamó, feliz.
—Eso está muy bien —dijo Alexander— teniendo en cuenta que no hay agua suficiente para tres estados. —La casa tenía el suelo de linóleo blanco y negro en la cocina y la zona de comedor, y moqueta en el resto de las habitaciones—. Moqueta en el suelo, Tatia —señaló Alexander, recordándole en tono sugerente a su mujer los suelos de madera de Lazarevo de hacía tanto tiempo, pero Anthony andaba por allí cerca y Tatiana no quiso seguirle el juego, a pesar de que se ruborizó.
Pagaron la casa en efectivo y al cabo de dos días los obreros la descargaron en el terreno y luego la montaron sobre bloques de cemento en el límite de su propiedad, en lo alto de la colina, con la parte delantera de cara a la carretera. No podían mirar en ninguna dirección sin ver el desierto, las montañas o el valle.
—¡Por fin tenemos una casa! —No dejaba de gritar Anthony, corriendo por la casa vacía—. No somos nómadas, no somos gitanos… ¡Tenemos una casa!
Los tres pintaron la casa por dentro, el dormitorio de ellos de color amarillo, y el de Anthony azul pastel. Las paredes del salón y la cocina eran del color de la crema de caramelo, pero cuando Alexander lo dijo en voz alta, Tatiana se puso a llorar.
—Papá, ¿por qué dices esas cosas tan malas? —exclamó Anthony, consolando a su madre.
Tatiana colgó unas cortinas blancas brillantes y compró ollas y sartenes de acero inoxidable.
—¿Ya no comeremos más del mismo cuenco, Shura?
—Siempre comeremos del mismo cuenco, Tania.
Alexander se compró una camioneta; tardó una semana entera en escoger justo la que quería. Al final se decidió por una camioneta ligera Chevrolet azul eléctrico de 1947, con interior muy espacioso, calandra cromada y laterales abatibles. A Tatiana le compró un flamante sedán Ford de color verde salvia de 1949.
También compró madera y empezó a construir un cobertizo donde poder trabajar y guardar las herramientas.
—Si te portas muy bien —le dijo a Tatiana en voz baja—, fabricaré un banco de trabajo en ese cobertizo que estará justo a tu altura… para que peles patatas, claro está.
Anthony rondaba por allí cerca, así que Tatiana tampoco le siguió el juego esta vez, aunque se ruborizó intensamente.
Compraron una mesa de comedor redonda con paneles extensibles para cuando tuviesen invitados («Como la del rey Arturo —dijo Alexander—. Así podremos hablar de nuestro destino»), un sofá y tres radios. Alexander, con la ayuda de su hijo, fabricó para Tatiana dos estanterías para libros, un estante para sus adornos, a pesar de que no tenía adornos, y una mesa de trabajo para él.
Compraron una cama grande de bronce, del mismo tamaño que la de Napa, digna de un burdel. No tenía dosel, pero sí muelles y un colchón grueso y cómodo, y quedaba alta con respecto al suelo. Tatiana dedicó más horas a elegir las sábanas para la cama de las que pasó pintando y amueblando el resto de la casa… aunque unas pocas menos de las que Alexander dedicó a la elección de su camioneta.
—¿De qué color quieres que compre las sábanas? —le preguntó.
Volvían a estar fuera, pasando calor.
—Me da igual. Elige tú.
Alexander llevaba una sierra en las manos. Él y Anthony estaban cortando tablones para la terraza trasera que, pese a las protestas de Tatiana, Alexander planeaba que fuera inmensa.
—Alexander.
—¿Qué? Me da lo mismo, de verdad. Lo que tú quieras. —Le daba la espalda a su mujer. Ella lo apartó de Anthony.
—Es nuestra cama de matrimonio, la primera cama de verdad que hemos tenido en toda nuestra vida. Esto es muy, muy importante. Necesitamos sábanas que reflejen la magnitud de este momento.
—Eso es mucho pedir a las pobres sábanas.
Alexander volvió a enfrascarse en la tarea de serrar tablones, diciéndole a Anthony que apartase las manitas.
—¿De qué color?
—Me da igual.
—Muy bien. ¿Rosa entonces?
—No, rosa no.
—¿A topos? ¿A rayas? ¿Negras?
—Como tú quieras.
—¿Rosa entonces?
—Rosa no, te he dicho.
—Mami, ¿y con dibujos de dinosaurios?
—Sí, mami, ¿qué te parece estampadas con dibujos de toros? —Alexander sonrió—. ¿Y de rumiantes en celo?
Tatiana le quitó la sierra de las manos, lo atrajo hacia ella de nuevo y lo obligó a escribir sus tres primeras opciones en un trozo de papel. Él escribió blanco, blanco y blanco. Ella le hizo trizas el papel y lo obligó a escribir de nuevo. Alexander escribió vainilla, vainilla y vainilla. Ella le retuvo la mano pegada al papel y lo hizo escribir otras palabras. Él se echó a reír a carcajadas, hasta quedarse sin aliento.
—Me-da-i-gual —repetía todo el tiempo—. ¿Cuál es la parte de «me da igual» que no entiendes? Haz lo que te plazca. Como quieras.
—Vas a tener que hacerle el amor a tu mujer cada noche mirando esas malditas sábanas —le susurró al oído—, así que más vale que deje de darte igual, porque dentro de una semana sí te importará.
Sucio y sudoroso, Alexander la atrajo hacia sí, apretándole la espalda con las manos, inclinando el cuerpo hacia ella y, ladeando la cabeza, le susurró a la boca:
—Tatiana, sé que no te lo vas a creer, pero si estoy mirando esas sábanas cuando te haga el amor, eso es que tenemos problemas más graves que el jodido color de las sábanas.
Y acto seguido, la besó como si no fuera de día.
Ella se zafó de él, le devolvió el lápiz a Anthony y se alejó.
—Ya está, no voy a volver a jugar contigo.
Al final, Tatiana regresó con colchas, almohadas y mantas, y se pasó otro día lavándolas y planchándolas. Después de hacer la cama, hizo que Alexander cerrara los ojos antes de llevarlo a meterse dentro.
—De acuerdo. Ahora, ábrelos.
Alexander abrió los ojos. El conjunto de almohadas, el edredón de plumón y las sábanas era todo blanco. La colcha de patchwork de encima era de color crema muy suave, casi blanco, con bordados de raso y flores de terciopelo carmesí por todas partes. También había comprado cortinas nuevas, de gasa y con pensamientos de terciopelo azul y amarillo. Alexander permaneció en silencio, mirando la cama.
—Bueno —dijo ella, ansiosa, apretándole la mano—, ¿qué te parece?
—Bah —exclamó él, encogiéndose de hombros. Ella rompió a llorar. Riéndose, Alexander la tomó en brazos—. Vaya, mi mujercita ha perdido el sentido del humor por completo.
Cerró la puerta tras ellos de un puntapié.
Anthony, que ya tenía seis años, estaba jugando en casa de unos vecinos, la casa de Francesca, con otro niño también de seis años, Sergio García. No había muchos niños nacidos en 1943. El padre y la madre de Sergio habían llegado hacía poco de Mazatlán, México. Sergio hablaba español, mientras que Anthony hablaba ruso. Se hicieron buenos amigos en el acto. Mientras los niños jugaban, Alexander le hizo el amor a Tatiana entre sus sábanas nuevas. Al terminar, dijo:
—A decir verdad, apenas me he fijado en ellas.
Pero Tatiana no estaba de humor para bromas.
—Me gustaría tener un sillón para el dormitorio —murmuró él.
—¿Y para qué necesitamos un sillón en el dormitorio? —dijo ella—. Ya tenemos un sofá fuera.
—Compra el sillón y te lo enseñaré.
Cuando les hubieron llevado el sillón, Alexander la desnudó y se arrodilló entre sus piernas, levantadas a ambos lados del sillón. Más tarde, Tatiana convino con él en que era dinero bien empleado.
Cuando Anthony empezó la escuela, de pronto tuvieron la casa nueva toda para ellos. Disfrutaban de la silenciosa intimidad a la luz del día; es más, ¡disfrutaban de la luz diurna! Acompañaban a Anthony cuesta abajo hasta la parada del autobús escolar en la esquina de Jomax y Pima, enfrente de la casa de Sergio, se despedían de él, saludaban a una Francesca siempre sonriente, que seguía sin hablar una palabra de inglés y estaba encinta de su segundo hijo, y luego pasaban las mañanas en su lujosa cama blanca aterciopelada de flores carmesíes. El día, la luz diurna y la casa vacía. Estrenaron todas y cada una de las habitaciones (salvo la de Anthony): la encimera de la cocina, la mesa de la cocina, las sillas de la cocina, el sofá, la moqueta, el suelo de linóleo, los baños (con agua y sin ella), la camioneta de Alexander (el interior y la parte posterior), el sedán de Tatiana: la parte de delante y la parte de atrás (y el capó). Entretanto, bajaron al sur una vez, a la base de Fort Huachuca; él terminó de construir la terraza de la parte de atrás, y ella plantó lilas y verbenas y horneó pan. La terraza era fabulosa. También la estrenaron. Pasaron un mes de agosto maravilloso. Y luego se quedaron sin dinero.
Cada penique que habían ganado y ahorrado se había gastado, en su casa y sus coches.
—¿Y ahora qué? —preguntó ella.
—Tal vez deba encontrar trabajo —contestó él.
Ella lo envió a buscar trabajo con una bolsa del almuerzo. Alexander encontró trabajo en una cuadrilla de pintores en un gran proyecto comercial, pero cuando éste terminó, también acabó el trabajo. Luego vino otro proyecto, pero no tardó en acabarse también. Tardaba mucho en cobrar. Tatiana dejó de comprar carne.
—Compra carne —dijo Alexander—. Todo irá bien.
—La semana que viene volverás a quedarte sin trabajo —repuso ella.
El problema no era sólo la inestabilidad laboral, sino la abundancia de mano de obra y la escasez de los salarios. Alexander cobraba lo mismo que cuando recogía uva en Napa.
—Tania, no te preocupes. Encontraré otro trabajo —le aseguró—. Y el cheque de la paga de reservista llegará uno de estos días.
Pero el insignificante cheque no bastaba para vivir, para pagar las exorbitantes facturas de electricidad, con el aire acondicionado en marcha día y noche. Tatiana, llena de ansiedad, empezó a apagar el aire, a economizar el agua, a saltarse el almuerzo, a prepararle a él dos sándwiches en lugar de tres. Le dijo que sólo podía fumarse dos paquetes de cigarrillos al día.
—¿Dos paquetes? Así es como se sabe que todo se está yendo al garete —comentó Alexander, encendiéndose un cigarrillo.
Soñando como un animal
Una noche de septiembre, Alexander llegó a casa después de su jornada de trabajo como pintor, y ¡la casa estaba fresca! Tatiana había preparado filete Stroganoff. En la mesa había una botella abierta de vino y en la encimera se estaba enfriando una tarta de cerezas. Salió del dormitorio para saludarlo ataviada con un vestido semitransparente y el pelo suelto.
—Oh, no —exclamó él, vestido con su mono de trabajo y cubierto de pintura seca de pies a cabeza—. ¿Es nuestro aniversario?
Se había quitado las botas y las había dejado fuera. Estaban demasiado sucias para meterlas dentro de la casa limpia.
—Mamá ha conseguido un trabajo —anunció Anthony, corriendo hacia Alexander.
—¡Anthony! —exclamó Tatiana—. Vete a tu habitación ahora mismo.
Volviéndose, Anthony la miró perplejo.
—En el hospital, papá.
—¡Anthony!
Alexander permaneció junto a la puerta con aire sombrío.
—Ant —dijo—, ya has oído a tu madre. Vete a tu habitación.
—¿Y qué hago allí?
Después de arrojar las llaves a la mesa auxiliar, Alexander llevó a Anthony a su habitación a empellones y le cerró la puerta mientras el pequeño protestaba con voz lastimera:
—Pero ¿qué he hecho?
Alexander regresó a la cocina.
—Siéntate, cariño, ¿estás cansado? —dijo Tatiana, ofreciéndole una silla—. ¿O quieres lavarte primero? ¿Tienes sed?
Le preparó una cerveza, se la abrió y se la sirvió.
—¿También te la vas a beber por mí? —bromeó él, apurándola de un sorbo—. ¿Qué pasa?
—¿Por qué no vas a cambiarte, a asearte? La cena estará lista dentro de unos minutos.
—De pronto no tengo nada de hambre. ¿Has encontrado trabajo?
—Sólo para tener algo de dinero extra, como en Napa, ¿recuerdas? Hasta que nos recuperemos un poco económicamente.
Hablaba con nerviosismo.
Alexander la cogió de las manos y la hizo sentarse junto a él.
—¿Tienes trabajo en un hospital?
—En el hospital, sólo hay uno. El Phoenix Memorial. Está en el centro, en Buckeye, a pocos kilómetros de aquí.
—¿Buckeye? ¡Eso está a sesenta y cinco kilómetros!
—A sesenta. Puedes venir a almorzar conmigo.
—Por favor, dime que te han dado trabajo fregando suelos. Por favor, no me digas que vas a trabajar de enfermera.
Tatiana no respondió. Soltándole las manos, Alexander meneó la cabeza con gesto contrariado y se levantó.
—No —dijo.
Tatiana volvió a ponerse muy nerviosa, moviendo los ojos sin cesar.
—Sólo son tres días a la semana. Por favor, amor mío. Lo necesitamos.
—No es verdad.
—Sí lo es.
Él la miró con amargura.
—Si tan convencida estás de que necesitamos dinero desesperadamente, ¿por qué no buscas trabajo en un restaurante de Scottsdale?
—¿Quieres que trabaje de camarera? ¿Quieres que sirva comida a otros hombres?
—No tergiverses las cosas, Tania, para convertirlo en un problema mío.
—Por favor, no te enfades. Sólo intento ayudar a la familia.
—Ayuda a nuestra familia quedándote en casa.
—Es que estamos arruinados —susurró ella.
—Ganaré lo suficiente.
—Ya lo sé, Shura. ¿Qué crees, que no lo sé? Trabajas más que nadie, pero no es un trabajo estable. Seguimos estando en la ruina.
—¿Estás diciendo que no gano lo suficiente para ir tirando?
Tatiana juntó las manos en actitud suplicante.
—Por favor, no es eso lo que digo. Es sólo por un tiempo. Es un trabajo estable, y pagan bien. Así no tendrás que aceptar el primer encargo que se presente, por estúpido que sea, sólo para comprar comida. Podrás escoger con buen criterio, ver un poco lo que hay a tu alrededor, qué es lo que te gusta, qué es lo que te conviene… Y luego, cuando ambos trabajemos, podremos ahorrar algo de dinero. Podremos recuperarnos mucho más rápidamente.
Alexander seguía de pie, mirándola. Anthony abrió la puerta.
—¿Puedo salir ya? —preguntó.
—¡No! —gritaron ellos al unísono.
Anthony cerró la puerta dando un portazo.
—Vendamos diez acres de nuestra tierra —dijo Alexander, volviendo a sentarse—. Preferiría vender la tierra y tener vecinos cerca a que tú trabajes.
Tatiana lo miró horrorizada.
—Shura, no lo dices en serio…
—Con todo mi corazón. —La miró fijamente—. ¿Te acuerdas de Coconut Grove? —la preguntó, atrayéndola hacia sí para sentarla en su regazo. Él seguía estando completamente sucio, mientras que ella estaba perfecta, en su vestido semitransparente—. Te quedabas en la barca, me traías el almuerzo al puerto y te manchabas el pelo con mayonesa. Y cuando volvía a casa del trabajo, tú estabas feliz, radiante, descansada. Anthony había comido, se había bañado y había jugado a su antojo. Me esperabas con tanto entusiasmo, estabas tan entusiasmada por servirme tus… plátanos. ¿No era maravilloso?
—Sí, lo era —contestó ella en un susurro—. Y acabamos de vivirlo. No puedes sentir nostalgia de algo que acabamos de vivir…
—Y sin embargo, la siento —dijo—. Y eso es lo que quiero aquí, es lo único que necesito. Quiero salir a cazar y recolectar, y quiero que tú te quedes en casa. No quiero que trabajes. Y mucho menos, muchísimo menos —añadió Alexander— ¡en un puñetero hospital!
—¡Chsss!
Ambos miraron a la puerta cerrada de Anthony.
Alexander bajó la voz.
—Ese trabajo te robará el alma.
—No. Ya verás como no.
—No quedará nada para mí.
—Eso es imposible.
—¿Me ves a mí arrastrándote a Huachuca? Puedo obtener un puesto en la reserva activa en cualquier momento. ¿Quieres que ése sea mi trabajo?
—Pero entonces no estaríamos aquí, en nuestra casa, en nuestra tierra —murmuró ella.
—No es eso lo que quiero decir.
—No querrás volver a esa clase de vida…
—Entonces, ¿por qué quieres volver tú?
—Yo no quiero. Lo único que quiero es ayudar a nuestra familia, y… —hizo una pausa—, es lo único que sé hacer. Tal vez pueda encontrar una fábrica de armas, hacer tanques, como en la Kirov. Eso también lo sé hacer.
—Tania, creía que toda esta idea de venir a Phoenix se basaba precisamente en tratar de hacer cosas que no sabemos hacer —dijo Alexander—, como por ejemplo, llevar una vida normal. Porque ¿quieres que te recuerde todas las cosas que sé hacer yo? Sé que tú no quieres que las haga. A Richter, en cambio, le encantaría tenerme a su lado en Corea haciéndolas.
—Alexander —repuso ella—, no creo que sea lo mismo, ¿no te parece? Aquí puedo trabajar tres días a la semana en un hospital en tiempos de paz y estar en casa, en la cama contigo, todas las noches. Si vamos a Corea, unos hombres intentarán matarte lanzando cosas grandes que explotan justo en tu búnker, ¿no te parece que hay una pequeña diferencia?
—Eso es justo a lo que me refiero —dijo Alexander—. Estamos intentando construir una nueva vida, y «nueva» es la palabra clave. ¿Qué te pasa? ¿Es que no has visto suficiente sangre derramada?
—Todo irá bien —repuso ella en tono de súplica.
—¿De verdad? Hay tiroteos, agresiones, peleas de bares, asesinatos, accidentes de coche, ataques al corazón… Muerte. ¿Por qué diablos quieres rodearte de esa clase de desgracias? —Se calló de pronto y se apartó ligeramente de ella, que seguía sentada en su regazo. Tatiana tenía los ojos contritos y suplicantes, y la boca trémula. Y de repente, Alexander lo comprendió todo con una claridad meridiana: al igual que él tenía que cargar consigo mismo dondequiera que fuese, también ella debía cargar consigo misma, no podía luchar contra su propia naturaleza. ¿Cómo podía impedirle él que fuese como era? Lo único que dijo a continuación, con expresión resignada, fue—: ¿Es que nada de lo que me ha ocurrido a mí te ha enseñado que si se vive como un animal, se acaba soñando como un animal?
—A mí no me ocurrirá. Yo lo dejo todo fuera. —Los labios le temblaron muy levemente—. Lo dejo absolutamente todo fuera —susurró—. Y dentro de poco, cuando tenga más experiencia —continuó en tono conciliador— me trasladarán al pabellón de obstetricia. Ayudaré a traer niños al mundo.
—Pues empieza por traer a tu propio niño al mundo y luego dedícate a los de los demás, ¿qué te parece eso? —Con un quejido leve, Alexander se levantó para ir a asearse y a cambiarse—. Ni siquiera voy a preguntarte dónde vas a trabajar en el hospital —dijo al alejarse—, porque sé que no es en el ala de los recién nacidos. Pabellón de maternidad, sí, claro. Bebés, dulzura, felicidad; por Dios, eso no… Tienes la misma mirada que en aquella sala para pacientes desahuciados de Morozovo. O estás en urgencias, o en la unidad de cuidados intensivos.
—En urgencias —respondió ella con tono de culpabilidad absoluta.
—Claro, en urgencias, ya lo sabía yo —dijo él, ya en el dormitorio, quitándose la ropa. Ella fue tras él—. Esto no va a ir bien, Tatiana —continuó Alexander—. A diferencia de ti, a mí se me da muy bien predecir el futuro.
—Muy gracioso. Sólo nos va a ayudar a salir de nuestros apuros económicos, amor mío.
—No me vengas con ésas. No me hables como si no te conociera: el hospital de Leningrado durante el asedio, los enfermos desahuciados, el frente, los refugiados de la isla de Ellis… Pero ya no se trata sólo de ti, Tatiana; ahora tienes que pensar en tu familia, tienes un marido, un hijo.
El hijo los llamó desde su extremo de la casa.
—Papá, ¿puedo salir ya?
—Sí, Anthony —respondió Alexander sin la ropa; luego se dirigió al cuarto de baño y accionó la ducha—. Esta conversación se ha terminado. Mamá está en la sala de los desahuciados. —Ella lo siguió a la ducha—. No sé por qué estás tan en contra de ir a Corea, Tania —continuó, quitándose el reloj—. Sería el lugar perfecto para ti. Es justo donde necesitas estar.
—Por favor, Shura —le susurró ella, abrazándolo por la cintura antes de que se metiera en la ducha—. Sólo es por un tiempo, hasta que se estabilicen un poco las cosas.
Alexander lanzó un profundo suspiro, con la mano encima de la cabeza de ella.
—Hagamos un trato… —sugirió ella, besándole el pecho—. En cuanto me quede embarazada, lo dejaré. Te lo prometo.
—Pues no se hable más, manos a la obra… —dijo él, de pie desnudo ante ella, apretándola contra su cuerpo.
—Cuidado. Podría estar embarazada ya mismo.
Le sonrió. Él fue con más cuidado. Pero no estaba embarazada; al fin y al cabo, era enfermera.