Capítulo 6

Jane Barrington, 1948

Sam Gulotta

Una vez en Silver Spring, Maryland, justo al norte de la ciudad de Washington, Tatiana dijo:

—Para la caravana.

Él detuvo el vehículo en el punto de encuentro designado, una gasolinera. Ambos salieron y Alexander llenó el depósito de combustible, fue a por unas Coca-Colas, cigarrillos y caramelos para Anthony, que estaba correteando y levantando nubes de polvo. Iban a reunirse con Sam a las ocho de la mañana; eran las siete y media.

Tatiana se había puesto el vestido de muselina de color marfil que le había comprado Alexander en Nueva Orleans; ella misma le había metido el dobladillo unos centímetros en Bethel Island; al fin y al cabo, era hija de costurera. Se había cepillado el pelo y se lo había dejado suelto. En la brisa de la mañana estival, el diáfano vestido flotaba vaporoso y los mechones de la melena secada al sol le azotaban la cara.

—Gracias por ponerte tan guapa para mí —comentó Alexander. Acertó a responderle con un «De nada». Había intentado hablar con él, pero no le salía la voz. Parecía impropio que una mañana de verano tan sumamente radiante, tan gloriosa, pudiese estar cargada de tanta ansiedad. Alexander se encendió un pitillo para acompañar la espera. Llevaba el uniforme de capitán del ejército estadounidense de clase A que le había dado el cónsul norteamericano en Berlín. Se había afeitado y se había cortado el pelo.

Al principio, Tatiana había insistido en que iba a estar al lado de Alexander en todo momento, pero el problema era que no tenían a nadie con quien dejar al chico. Dijo que llamaría a Vikki y le pediría que los ayudase, pero en cuanto Anthony (que andaba revoloteando por allí, obviamente escuchando la conversación de los mayores), oyó el nombre de Vikki unido en la misma frase con el suyo, rompió a llorar y se aferró a la pierna de su madre con todas sus fuerzas, suplicándole de rodillas que no lo dejase solo con Vikki.

Y aunque Tatiana se quedó horrorizada, no estaba lo bastante horrorizada como para cejar en su empeño de llamar a su amiga, de modo que fue Alexander quien se negó. No iban a abandonar a Anthony los dos, cuando volvía a necesitar a su madre a su lado.

De pie en la caravana, Tatiana dijo amargamente, sin dirigirse a nadie en particular:

—No puedo creer que tengamos que pasar por esto. ¿Quién nos habría encontrado en nuestra inmensa Norteamérica? Habríamos desaparecido para siempre.

—¿Cuántas veces estás dispuesta a colocarte delante de mí, Tatiana —repuso Alexander—, para esconderme de los comunistas?

—El resto de mi vida, si hace falta.

Se volvió hacia ella, y algo en sus ojos le hizo mirarla con más detenimiento, observarla fijamente para tratar de entender algo que a todas luces escapaba a su capacidad de comprensión.

—¿Qué acabas de decir?

Tatiana apartó la cara de su mirada inquisitiva.

—Joder, soy un maldito idiota… —dijo Alexander en el preciso instante en que Sam Gulotta aparecía con su viejo Ford.

Sam estrechó la mano de Alexander y luego se plantó delante de Tatiana sin decir una palabra. Llevaba un traje inusitadamente arrugado, y el rostro mostraba su agotamiento. El pelo rizado había empezado a encanecer en las puntas y a escasear en la coronilla. Parecía menos robusto, a pesar de haber sido el entrenador de los partidos de béisbol de sus hijos durante muchos años.

—Tienes buen aspecto, Tatiana. Muy buen aspecto. —Se aclaró la garganta y desvió la mirada. Sam, que nunca se había fijado en ella, ¡había apartado la mirada!—. Es evidente que el matrimonio te sienta bien —comentó—. Yo mismo he vuelto a casarme.

Su primera mujer había fallecido en un accidente aéreo al comienzo de la guerra, en un avión que llevaba suministros a las tropas. A Tatiana le dieron ganas de decirle que su segundo matrimonio no parecía sentarle tan bien a él pero, por supuesto, no lo hizo. Tenía los brazos cruzados a la altura del pecho.

—Bueno, veo que al final has entrado en razón —dijo Sam.

—Yo no —replicó ella.

—Ya, pero como va a ser él quien tenga que pagar por tus disparates, me alegro de que al menos uno de los dos tenga un poco de sentido común.

—Yo no voy a pagar por sus disparates —terció Alexander.

Tatiana los interrumpió a los dos.

—Sam, no finjas que no entiendes por qué; con el clima que se respira, no puedo estar de acuerdo con el hecho de entregarte a mi marido.

—Ya. Pero ¿por qué no quisiste traerme a tu marido en 1946?

—¡Porque habíamos terminado con todos vosotros! —exclamó Tatiana—. Y ya habló de todo esto hasta la saciedad en Berlín, ¿me oyes? ¡Hasta la saciedad! ¿Es que acaso no consta eso en su expediente, para que todos lo vean?

Alexander extendió la mano para hacer que se serenase. Anthony estaba por allí cerca.

—Sí consta —contestó Sam sin alterarse—, pero ya te lo dije: el tribunal de Berlín tenía su propio protocolo y nosotros aquí tenemos el nuestro. Cuando llegó a Estados Unidos, tendría que haber venido a hablar con nosotros. ¿Qué parte es la que no entendiste exactamente?

—Lo entendí todo a la perfección. Pero ¿por qué diablos no podéis dejarlo en paz? —Dio un paso al frente para colocarse delante de Alexander—. Cien millones de personas… ¿es que no tenéis nada mejor que hacer? ¿A quién está molestando? Sabes que no es ningún espía, que no está recabando información para los rusos. Sabes que no se esconde, y sabes perfectamente que lo último que necesita en este mundo, precisamente él, es dejar que tu maldito Departamento de Estado le ponga las manos encima.

Alexander asió a Tatiana por los hombros para ayudarla a dejar de temblar. Sam permaneció impotente delante de ella.

—Si me hubieses llamado hace dos años —dijo Sam—, todo esto sería agua pasada. ¡Ahora todos los miembros de tres departamentos oficiales están convencidos de que ha estado escondiéndose!

—Hemos estado viajando, no escondiéndonos. ¿Es que no conocen la diferencia?

—¡No! Porque no han podido hablar con él. Y Defensa necesitaba imperiosamente hablar con él. Es por culpa de tu terquedad por lo que hemos llegado hasta este extremo.

—No me eches las culpas a mí… ¡Tú, con tus constantes llamaditas a Vikki! ¿Qué creías que iba a pensar?

Alexander sujetó con fuerza a Tatiana.

—Chsss… tranquilízate… —dijo.

—¡No pienso tranquilizarme! —exclamó ella—. ¿Y sabes una cosa, Sam? ¿Por qué no pasáis menos tiempo buscando a mi marido y un poco más de tiempo inspeccionando vuestro Departamento de Estado? No sé si has leído los periódicos en los últimos años, pero a lo mejor tendríais que limpiar vuestra propia casa antes de poner patas arriba todo el país para limpiar la mía.

—¿Y por qué no vienes y hablas con John Rankin, del Comité de Actividades Antiamericanas? —le espetó Sam con impaciencia—. Porque arde en deseos de hablar contigo. A lo mejor puedes ilustrarlo con lo que sabes acerca de nuestro Departamento de Estado. Le encanta hablar con gente como tú.

Alexander la aferró con más fuerza.

—Muy bien, vosotros dos —dijo, volviendo a Tatiana hacia él—. Ya está bien, ya basta —añadió con calma, mirándola fijamente—. Tenemos que irnos.

—¡Yo voy contigo! —exclamó Tatiana—. No me importa lo que prometí. Me llevaré a Ant…

—Sam, perdónanos un minuto —se excusó Alexander, arrastrando a Tatiana hasta el fondo de la caravana. Estaba exhausta y jadeaba con desesperación. La atrajo hacia sí y tomó su rostro encendido entre las manos—. Tatia, ya basta —pidió—. Me dijiste que ibas a mantener la calma. Me lo prometiste. Vamos. El niño está aquí mismo. —Tatiana temblaba sin cesar—. Vas a esperar aquí —añadió, acariciándole la espalda vaporosa con su mano tranquilizadora, apaciguándola, reconfortándola—. Tal como me prometiste. Siéntate aquí y espera. No importa lo que suceda, volveremos. Es lo que dijo Sam. De una forma u otra, voy a volver, pero tienes que esperar. No vayas a ninguna parte. El chico está aquí contigo, y tienes que portarte bien. Ahora júrame otra vez que vas a portarte bien.

—Voy a portarme bien —le susurró Tatiana.

Sólo esperaba que su rostro no revelase lo que sentía en su interior, pero en ese momento Anthony apareció en medio de ambos, se lanzó a sus brazos y ella no tuvo más remedio que aparentar serenidad.

Antes de marcharse, Sam le alborotó el pelo a Anthony.

—No te preocupes, muchachito. Haré todo cuanto esté en mi mano por cuidar de tu padre.

—De acuerdo —contestó Anthony, abrazado al cuello de su madre—. Y yo cuidaré de mi mami.

Tatiana retrocedió. Alexander asintió y ella asintió. Permanecieron quietos un instante. Ella le hizo un saludo militar y luego él le devolvió el saludo militar. Anthony seguía abrazado a su madre.

—Mami, ¿cómo es que tú le haces el saludo a papá primero?

—Porque él tiene el rango más alto, campeón —murmuró ella.

El rostro de Tatiana debía de estar tan crispado de dolor que Alexander se quedó sin habla.

—Por Dios, Tania —se limitó a decir—, ten fe, ¿quieres?

Pero se lo dijo a su espalda, vuelta y derecha. El niño seguía en sus brazos.

—¿Desde cuándo se altera de esa manera? —Quiso saber Sam mientras conducían en su sedán de camino al Departamento de Estado—. Antes era mucho más serena.

—¿De veras?

Era evidente que Sam tenía ganas de hablar de ella.

—Ya lo creo. ¿Sabes? La primera vez que vino a verme se comportó como una mujer muy estoica. Una joven madre viuda, de aspecto menudo; hablaba en voz baja, muy educada, nunca replicaba, apenas si sabía hablar inglés… A medida que fue pasando el tiempo y siguió llamándome, continuó siendo educada y serena. A veces venía a Washington, almorzábamos juntos, nos sentábamos tranquilamente. Lo que quiero decir es que era una persona muy apacible. Supongo que lo único que debería haberme puesto sobre aviso, hasta el final, era el hecho de que llamase todos los meses sin falta. Pero hacia el final, cuando me enteré de que estabas recluido en Colditz, se transformó en… en… ni siquiera sé cómo expresarlo. En una mujer completamente distinta.

—No, no —lo contradijo Alexander—. Es la misma mujer. Lo de apacible y serena es sólo una artimaña. Cuando todo va como ella quiere, es apacible y serena. Pero más vale no contrariarla.

—¡Es verdad, lo he visto! El cónsul de Berlín también lo ha visto. ¿Sabías que solicitó que lo cambiasen de puesto después de tener que tratar con ella?

—¿El cónsul de Estados Unidos en Berlín? —dijo Alexander—. Pues no hablemos del comandante del campo especial de Sachsenhausen, asignado por el Partido Comunista Soviético. No quiero ni imaginarme qué le sucedió después de que Tatiana acabara con su campo especial.

No tardaron en remontar la carretera paralela al Potomac, en dirección sur. Alexander se volvió hacia la ventanilla, extendiendo el brazo al otro lado del cristal.

En la cuarta planta del Departamento de Estado, en la calle C, una manzana al norte de la Constitution Avenue y el Mall, Sam le presentó a Alexander a un abogado novato recién salido de la facultad de Derecho llamado Matt Levine, que tenía el despacho más pequeño de la historia de la abogacía, más pequeño aún que las celdas de la prisión en las que Alexander había pasado tanto tiempo, un cubículo de dos por dos con un imponente escritorio de madera y tres sillas. Los tres se apretujaron tanto y estaban tan incómodos que Alexander tuvo que pedirle a Levine que abriese el ventanuco para tener la sensación de que había más espacio.

Pese al elegante traje, Matt Levine ni siquiera parecía tener edad suficiente para afeitarse, pero exhibía cierto aire de seguridad en sí mismo que gustó a Alexander. Tampoco le desagradó que lo primero que le dijese fuera: «Tranquilo. Resolveremos esta mierda», a pesar de que pasó las tres horas siguientes revisando el expediente de Alexander y diciéndole que estaban completamente jodidos.

—Le preguntarán por su uniforme.

Levine lo miró con admiración.

—Que pregunten.

—Le preguntarán por sus padres. Hay cosas increíblemente incriminatorias contra ellos.

—Que pregunten. —Deseó poder evitar aquella parte.

—Le preguntarán por qué no se ha puesto en contacto con el Departamento de Estado.

—Tania…

—¿Sabe usted que Gulotta cree que podemos echarle toda la culpa de eso a su mujer? —Levine sonrió.

—¿De veras?

—Yo le dije que a los soldados no les gusta culpar de sus problemas a sus mujeres. Pero él siguió insistiendo.

Alexander miró a Sam, luego a Levine y luego a Sam de nuevo.

—Es una broma, ¿no?

—No, no —le aseguró Sam, con el semblante serio—. De verdad que lo he estado pensando muy seriamente. Ni siquiera es mentira; lo cierto es que no sabías que estábamos buscándote… a pesar de que la ignorancia no es ningún eximente legal. Pero ella puede acogerse al privilegio conyugal puesto que no puede testificar contra ti, y habremos acabado con esto. ¿Qué te parece?

—Hmmm… —murmuró Alexander—. ¿Cuál es el plan B?

No tenían un plan B.

—Protestaré a todo. Ése es mi plan B. —Levine sonrió—. Acabo de aprobar mi examen de habilitación. Trabajo al servicio del Departamento de Estado como consultor legal. Usted es sólo mi segundo caso, pero no se preocupe, estoy suficientemente preparado. Y recuerde, no se ponga nervioso. —Miró fijamente a Alexander—. ¿Se… pone usted nervioso fácilmente?

El tipo tenía agallas.

—Digamos sólo que no soy de los que se ponen nerviosos fácilmente —replicó Alexander—. Pero me han provocado hombres muchos más duros que ésos.

Estaba pensando en Slonko, el hombre que había interrogado a su madre, a su padre y por último, muchos años más tarde, a él mismo. A Slonko no le había ido muy bien. Alexander decidió no contarle al recién graduado Levine los pormenores de los interrogatorios del NKVD soviético: medio desnudo en una celda a oscuras y helada, muerto de hambre y golpeado brutalmente, sin testigos, torturado con insinuaciones depravadas sobre Tatiana.

Alexander sudaba a mares en su recio uniforme. No estaba acostumbrado a estar tan cerca de otras personas. Se levantó, pero no había adónde ir. Sam se estaba mordiendo las uñas con nerviosismo y aflojándose y apretándose el nudo de la corbata una y otra vez.

—Sin duda querrán sacar tajada del asunto de su nacionalidad —le dijo Levine a Alexander—. Tenga cuidado con esas preguntas. Verá, habrá rivalidades entre los distintos departamentos.

Alexander meditó una pregunta de su propia cosecha.

—¿Cree usted… —en realidad no quería hacerla—… que podría salir a relucir, hmmm… el tema de la extradición?

Sam y Levine intercambiaron unas fugaces y francas miradas y Levine, tratando de eludir el tema, murmuró:

—No lo creo.

Y Sam, tratando también de eludirlo, añadió:

—Si todo lo demás falla, recurriremos al plan A: salva el pellejo y echa la culpa a tu mujer.

Sam le dijo que la sesión estaría presidida por siete hombres: dos del Departamento de Estado («Uno de los cuales seré yo»), dos del de Justicia (uno de Inmigración y otro de Nacionalización), uno de FBI y dos del Departamento de Defensa («Un teniente y un viejo coronel; creo que el joven Tom Richter podría caerte bien; se ha interesado mucho por tu caso»), y la persona más importante: el congresista John Rankin, el miembro más veterano del Comité de Actividades Antiamericanas, que asistiría para determinar si Alexander tenía vínculos con el Partido Comunista, ya fuese en Estados Unidos o en el extranjero. Una vez finalizada la sesión, los siete hombres someterían el asunto a votación por mayoría. John Rankin sería quien decidiría en caso de empate, llegados a ese extremo.

—También será él quien decida si debes ser investigado o no por la totalidad del Comité de Actividades Antiamericanas —le explicó Sam—. No hace falta que te diga —añadió, diciéndoselo de todos modos— que debes evitar eso a toda costa.

—Sí —convino Levine—, si tiene que comparecer ante el comité, la ha cagado bien cagada. Así que no importa lo cabrones que sean con usted, muéstrese cortés y educado, discúlpese, diga a todo sí, señor; por supuesto, señor, y lo lamento, señor.

—Has tenido mucha suerte en muchos aspectos —comentó Sam, y Alexander estaba de acuerdo con él—: la verdad es que no podrías haberte presentado a una sesión de esta clase en mejor momento.

—¿De verdad?

Alexander necesitaba un cigarrillo, pero no creía que hubiese suficiente oxígeno en aquel despacho para encenderse uno.

—El comité está a punto de poner en marcha una investigación explosiva sobre uno de los nuestros —dijo Levine—. Dé gracias al cielo. Alger Hiss, ¿ha oído hablar de él?

Alexander había oído hablar de él. Alger Hiss había sido director del comité de presidencia de la fundación de las Naciones Unidas. Hiss llevaba ligado a la organización desde 1944. Alexander asintió.

—Hiss estuvo en Yalta con Roosevelt y Churchill, era el consejero del presidente, y ahora ha sido acusado por un antiguo colega comunista de ser un espía soviético… ¡desde la década de 1930!

—Un hombre prominente enfrentado a unas acusaciones también muy prominentes.

—El hecho es que el comité está ocupado con un pez mucho más gordo que tú —explicó Sam—, así que lo que quieren que hagas, lo que necesitan que hagas, es no crearles problemas y mostrar una conducta impecable, así que no les crees problemas y muestra una conducta impecable, ¿de acuerdo?

—Sí, señor —contestó Alexander, levantándose y dirigiéndose a la puerta para salir de aquella habitación asfixiante—. Por supuesto, señor. Lo lamento, señor, pero tengo que salir a fumarme un puto cigarrillo o me moriré, señor.

El teniente Thomas Richter

Alexander agradeció que la habitación en la que se reunió con los representantes de los departamentos de Estado, Defensa y Justicia, enfrente del National Mall, fuese mayor que el despacho de Matt Levine. La sala de la segunda planta del Old Executive Building en las inmediaciones del Capitolio era alargada y estrecha, con una hilera de ventanales altos a su derecha con vistas a unos árboles y jardines. El medio paquete de cigarrillos que se había fumado por el camino hasta allí lo había tranquilizado, pero no había mitigado su hambre ni su sed. Era media tarde.

Se bebió un vaso de agua de un sorbo, pidió otro, preguntó si podía fumar y se sentó en tensión, y sin poder fumar, tras una mesita de madera frente a una tarima. No tardaron en aparecer siete hombres. Alexander los observó. Llegaron a sus respectivos sitios, lo miraron detenidamente, y luego tomaron asiento. Él siguió de pie.

Tenían el semblante serio e iban bien vestidos. Cuatro de ellos debían de haber cumplido ya los cincuenta, dos parecían de la misma edad que Alexander y otro tenía treinta y nueve años, Sam, a quien no le habría ido mal fumarse un cigarrillo. Y Sam decía que Tania se alteraba… Tania era una mujer, ¿cuál era la excusa de Sam? Los dos miembros del Departamento de Defensa, uno joven y el otro mayor, iban vestidos con el uniforme militar completo. Todos tenían micrófonos delante, y estaban presentes una taquígrafa, un secretario judicial y un funcionario del juzgado. El secretario anunció que nadie presidiría aquella audiencia y que por tanto, los miembros tenían permiso para dirigir preguntas a Alexander y a cualquiera de los presentes.

Después de que la asamblea fuese llamada al orden, Alexander levantara la mano derecha y jurara decir la verdad, casi sin darle tiempo a que acabara de decir «Lo juro», el joven soldado de Defensa abrió la boca.

—Señor Barrington, soy el teniente Thomas Richter —dijo—. Dígame, ¿por qué lleva usted un uniforme militar de Estados Unidos de América? Y nada menos que un traje verde de oficial.

—Soy un militar —contestó Alexander—. Y no dispongo de ningún traje. El traje verde de oficial me lo dio Mark Bishop, el gobernador militar de Estados Unidos en Berlín.

Era mejor que el mono de pescar langostas. O que un uniforme del Ejército Rojo. Le gustó la pregunta de Richter. Era como si éste hubiese invitado a Alexander a situarse él mismo ligeramente al margen de aquel comité de civiles.

—Entonces, ¿cómo se define usted mismo actualmente? —continuó Richter—. ¿Debemos dirigirnos a usted como comandante? ¿Capitán? A juzgar por su expediente, parece haber tenido numerosos rangos en su carrera.

—Sólo fui comandante unas pocas semanas —explicó Alexander—. Fui herido y arrestado, tras lo cual fui degradado a capitán como castigo. Presté servicio al mando de una patrulla ferroviaria en el 67.º regimiento del general Meretskov y de un batallón disciplinario en el 97.º regimiento del general Rokossovski, como capitán en ambos casos. Tras mi última condena en 1945, el Ejército Rojo me destituyó de mi rango y título.

—Bien, pues a mí me parece usted un militar —señaló Richter—. ¿Dice que sirvió como oficial desde 1937 hasta 1945? Veo aquí que recibió usted la medalla de Héroe de la Unión Soviética. No hay mayor honor militar en el Ejército Rojo. Tengo entendido que es el equivalente de nuestra medalla de Honor del Congreso.

—Señor Barrington —interrumpió un hombre mayor de rostro avejentado, que se presentó a sí mismo como el señor Drake, del Departamento de Justicia—. Comandante, capitán, señor… Medallas, años de servicio, títulos, rangos… ninguna de esas cosas nos interesa ni nos preocupa, ni es el propósito de esta reunión, francamente.

—Le ruego al caballero del Departamento de Justicia que me disculpe —dijo Richter—, pero considero que establecer y verificar el historial militar del capitán Barrington es motivo de máxima preocupación e interés para los miembros de Defensa de este comité, y es la razón por la cual estamos aquí. Así que si me disculpa…

—¿Podría el caballero del Departamento de Defensa permitirme hacer una pregunta? Sólo una —dijo el señor Drake con voz rotunda—. Señor Barrington, como estoy seguro de que sabrá usted, este comité está muy preocupado por el hecho de que llegase a este país hace ya dos años acogiéndose a un permiso especial de asilo del gobierno de Estados Unidos, y pese a todo ésta es la primera vez que logramos verlo cara a cara.

—Formule su pregunta, señor Drake —dijo Alexander.

Richter reprimió una sonrisa. Drake tosió.

—No veo ningún registro de su solicitud de asilo.

—Formule su pregunta, señor Drake —repitió Alexander.

—¡Protesto! —Era Matt Levine—. No ve ningún registro de la solicitud de asilo de mi cliente porque mi cliente no vino a este país en calidad de asilado. Regresó a su país de nacimiento como ciudadano estadounidense con pasaporte en vigor y todos sus derechos como ciudadano intactos. Señor Barrington, dígale al tribunal cuánto tiempo había residido su familia en Massachusetts antes de 1930.

—Desde finales de 1600 —respondió Alexander. Siguió explicando que sin duda su regreso había estado rodeado de circunstancias especiales y delicadas, pero que creía haber cumplido con sus obligaciones tras su reunión con Sam Gulotta en julio de 1946, los detalles de la cual figuraban en los archivos oficiales.

El señor Drake señaló que en los archivos oficiales también constaba que el expediente de Alexander Barrington continuaba abierto hasta la última declaración formal y oficial, que no había tenido lugar todavía.

—Desearía ampliar la declaración del señor Barrington —intervino Sam, hablando a su micrófono—. Me reuní y hablé con él durante largo rato, y no le transmití con la suficiente claridad la urgencia y la necesidad de que se prestase a realizar una declaración formal. Ofrezco mis disculpas a los miembros de este comité por mi descuido.

Tania tenía razón respecto a Sam.

—Todo cuanto dice el señor Gulotta es cierto —dijo Alexander—. En cuanto me enteré de que el Departamento de Estado necesitaba hablar conmigo, me puse en contacto con él y regresé inmediatamente.

—Doy fe de eso —corroboró Sam—. El señor Barrington, de forma voluntaria, sin orden de arresto ni de comparecencia, regresó a Washington.

—¿Por qué no se ha puesto en contacto con nosotros hasta ahora, señor Barrington? —preguntó Drake—. ¿Dónde se ha estado escondiendo?

—He estado viajando —contestó Alexander—. No estaba escondiéndome. —Lo estaban escondiendo, que era otra cosa completamente distinta—. No sabía que tenía asuntos pendientes con el gobierno de Estados Unidos.

—¿Adónde ha viajado usted?

—A Maine, Florida, Arizona, California…

—¿Usted solo?

Alexander estuvo a punto de mentir. Si no hubiese habido siete copias de su expediente delante de los hombres sentados tras la larga mesa, lo habría hecho.

—No, yo solo no. Mi esposa y mi hijo me acompañan.

—¿Por qué ha vacilado usted, señor Barrington? —preguntó el hombre del Departamento de Estado, sentado junto a Sam.

No se presentó, a pesar de que era su primera pregunta. Era corpulento y pasaba de la cincuentena, con perlas de sudor que le adherían el pelo liso y repeinado al cuero cabelludo húmedo. Tenía la corbata marrón ladeada y una pésima dentadura.

—He vacilado —contestó Alexander—, porque mi declaración oficial de hoy aquí nada tiene que ver con mi familia.

—Ah, ¿no?

Alexander pestañeó y contuvo el aliento.

—No con mi esposa ni con mi hijo, no.

El hombre del Departamento de Estado se aclaró la garganta.

—Señor Barrington —dijo—, dígame, por favor, ¿cuántos años lleva usted casado?

En ese momento, algo le recordó a Slonko. Slonko, a un metro escaso de distancia frente a él en la celda, blandiendo el espectro de una Tatiana embarazada e indefensa sobre la cabeza de Alexander. Tras otra leve pausa, Alexander contestó:

—Seis.

—Entonces, ¿se casó usted en 1942?

—Correcto —respondió Alexander lacónicamente.

Odiaba que lo interrogasen sobre Tatiana. Slonko lo había intuido, y por eso había insistido tanto en preguntarle sobre ella… Hasta llegar demasiado lejos, como se había visto al final.

—Y su hijo… ¿cómo se llama su hijo?

Alexander creyó que no lo había oído bien.

—¿Quiere saber el nombre de mi hijo?

—¡Protesto! ¡Es irrelevante!

Levine hizo temblar las ventanas al gritar aquellas palabras.

—La retiro —dijo el hombre—. ¿Qué edad tiene su hijo?

—Cinco años —contestó Alexander apretando los dientes con fuerza.

—¿Nació en 1943?

—Correcto.

—Pero, señor Barrington, acaba de decirnos que no regresó a este país hasta 1946.

—Sí.

—Pero de eso hace sólo dos años. ¿Y su hijo tiene cinco?

—¡Protesto! —exclamó Levine—. ¿Qué relevancia tiene eso?

—Le diré la relevancia que tiene —contestó el miembro del Departamento de Estado—, las cuentas no acaban de cuadrar. ¿Es que soy el único que sabe contar? Señor Gulotta, ¿la esposa y el hijo del señor Barrington son ciudadanos estadounidenses?

—Sí, lo son —respondió Sam, con la mirada fija en Alexander, como queriendo decir: «Hasta ahora, bien. Pero recuerda: sí, señor; por supuesto, señor. Lo lamento, señor».

—Entonces, ¿dónde pudo el señor Barrington, soldado del Ejército Rojo, haberse casado con una ciudadana estadounidense en 1942 para tener un hijo en 1943? —Un silencio reflexivo inundó la sala—. Por eso preguntaba el nombre del chico. Perdóneme por la falta de delicadeza de mi siguiente pregunta, señor Barrington, pero… ¿es hijo suyo?

Alexander era un témpano de hielo.

—Mi esposa e hijo no son asunto suyo, señor…

—Burck —dijo el hombre—. Dennis Burck. Asuntos Exteriores. Primer vicesecretario adjunto de asuntos soviéticos y de la Europa del Este. ¿Dónde diablos se casó con su esposa norteamericana, señor Barrington, para que pudiera haber dado a luz a un hijo en 1942?

Alexander se apartó de la mesa, pero Levine, dándole un codazo, se levantó de golpe.

—¡Protesto! La esposa y el hijo del señor Barrington no han sido obligados a comparecer ante este tribunal. No entran en el ámbito de este procedimiento y por tanto, exijo que no conste en acta ninguna de las preguntas relacionadas con ellos. Solicito un descanso. Si los miembros de este tribunal quieren averiguar más detalles sobre la esposa del señor Barrington, sugiero que tramiten una orden de comparecencia para ella.

—Lo único que trato de determinar aquí, letrado —explicó el señor Burck—, es la veracidad de las declaraciones del señor Barrington. Al fin y al cabo, este hombre ha permanecido oculto los últimos dos años. Tal vez tenga razones para ocultarse.

—Señor Burck —dijo Levine—, si tiene pruebas relacionadas con la sinceridad de mi cliente o la falta de ella, sean cuales sean, preséntelas ante este tribunal. Pero hasta entonces, exijo que no se hagan más insinuaciones insidiosas y que sigamos adelante con la declaración.

—¿Por qué no puede el señor Barrington contestar a una pregunta tan sencilla? —Volvió a la carga Burck—. Yo sé dónde me casé con mi mujer. ¿Por qué no puede decirme dónde se casó él con la suya… en 1942?

Alexander no tuvo más remedio que esconder sus puños apretados bajo la mesa. Tenía que protegerse. No comprendía a aquel hombre, Burck. No lo conocía, y puede que sus preguntas fuesen completamente inofensivas y sólo respondiesen al procedimiento habitual. Pero sí se comprendía a sí mismo, y se conocía a sí mismo. Y había pasado demasiado tiempo siendo interrogado de aquella misma manera cuando no era lo habitual ni eran preguntas inofensivas, cuando el nombre de Tatiana, su seguridad, su integridad física, su vida le rodeaban el cuello como una soga.

Díganos quién es, comandante Belov, porque su mujer está encinta y bajo nuestra custodia. No está a salvo, no está en Estocolmo, está con nosotros, y tenemos muchas formas de hacerla hablar.

Y ahora, allí… ¿Había oído a Burck correctamente o sólo estaba siendo paranoico?

Sabemos quién es su esposa. Sabemos cómo llegó hasta aquí. Está aquí porque nosotros lo permitimos.

Sencillamente, no había nada capaz de hacer a Alexander perder el juicio más rápidamente que cualquier amenaza, fuese explícita o implícita, contra Tatiana. Alexander tenía que protegerse… por ella. No quería que Burck supiera que ella era su talón de Aquiles. Se mantuvo erguido y, haciendo acopio de todas sus fuerzas, colocó las palmas extendidas de las manos encima de la mesa.

—Mi esposa no está aquí para poder defenderse, señor Burck —dijo Alexander en voz baja—. Ni tampoco se le ha exigido a ella que haga una declaración oficial. No responderé más preguntas relacionadas con ella.

El teniente Richter, con la espalda recta y sin gota de sudor en el uniforme, se acercó al micrófono.

—Con el debido respeto a los demás miembros del tribunal, no estamos aquí para evaluar la duración ni la solidez del matrimonio del capitán Barrington. No es ése uno de los asuntos que debe tratar este tribunal. Ésta es una sesión a puerta cerrada para valorar el riesgo que este hombre supone para la seguridad nacional. Secundo la proposición del letrado de realizar un descanso.

Los miembros del tribunal se retiraron a deliberar. Mientras esperaban, Matt Levine le comentó a Alexander:

—¿No dijo que no iba a ponerse nervioso?

—¿Y cuándo me he puesto nervioso? —exclamó Alexander, dando un largo sorbo de agua; no se había puesto nervioso.

—¿Es que no lo entiende? Yo sí quiero que citen a su mujer a declarar —dijo Levine.

—Pero yo no.

—Sí, se acogerá al privilegio conyugal, no contestará ni una sola de las puñeteras preguntas y habremos resuelto esto en menos de una hora.

—Necesito fumarme un cigarrillo. ¿Puedo fumar ahora?

—Le dijeron que estaba prohibido.

Los siete hombres regresaron al orden del día. Todos estuvieron de acuerdo con las protestas del letrado y Dennis Burck se vio obligado a seguir adelante con sus preguntas.

Pero no avanzó demasiado.

—Volvamos pues a su expediente, señor Barrington —dijo Burck. ¿Es que nadie más tenía preguntas para Alexander?—. He tenido ocasión de examinar la documentación relativa al tribunal militar de Berlín en 1946. Unos documentos interesantísimos.

—Si usted lo dice…

—Entonces, sólo para que conste, ¿Alexander Barrington y el comandante Alexander Belov son la misma persona?

—Sí.

—Entonces, ¿por qué se definió usted como civil, señor Barrington, cuando su expediente indica con toda claridad que era usted un comandante del Ejército Rojo que escapó de una prisión militar y mató a varios soldados soviéticos tras una encarnizada batalla? ¿Sabe que los rusos han solicitado su extradición?

—¡Protesto! —gritó Levine—. Esta sesión no atiende a las demandas de la Rusia soviética. Éste es un comité de Estados Unidos de América.

—El gobierno soviético dice que este hombre está bajo su jurisdicción y que se trata de un asunto militar. Una vez más, señor Barrington, ¿sabe o no sabe usted que los rusos han solicitado su extradición?

Alexander permaneció en silencio un minuto.

—Sé —dijo al fin— que el Ejército Rojo me desposeyó de mi rango y título en 1945, cuando me condenaron a veinticinco años de prisión por rendirme a las fuerzas alemanas.

Richter lanzó un silbido.

—Veinticinco años —murmuró.

—No —dijo Burck—. En su expediente consta que lo condenaron por deserción.

—Lo entiendo, pero el rango y título se retira tras una condena por deserción o rendición al enemigo.

—Bueno, tal vez no lo desposeyeran del título —dijo Burck con expresión afable— porque no hubo condena.

Alexander hizo una pausa.

—Entonces, ¿qué hacía yo en una prisión soviética si no hubo condena?

Burck se puso tenso.

—Lo que quiero decir —prosiguió Alexander— es que no puedo ser desertor en 1945 y comandante en 1946. —Tomó aire, sin querer que la mácula de la deserción ensuciara su nombre—. Sólo para que conste —dijo—: no fui ninguna de las dos cosas.

—Su expediente dice que es usted comandante del Ejército Rojo. ¿Está diciendo que hay un error en su expediente, señor Barrington? —dijo Burck—. ¿Que está incompleto? ¿Que no es del todo veraz, tal vez?

—Ya he explicado que sólo fui comandante unas pocas semanas en 1943. Mi declaración oficial ante el tribunal de Berlín en relación con mis años de servicio en el Ejército Rojo es clara e inequívoca. Tal vez deberíamos repasarla.

—Yo me encargaré de repasar su hoja de servicios —anunció Richter, al tiempo que abría su cuaderno de notas, y a continuación se dispuso a realizar dos horas enteras de preguntas sobre los años de Alexander en el Ejército Rojo.

Llevó a cabo su interrogatorio de forma decidida e implacable. Estaba interesado en la experiencia de guerra de Alexander, en las armas que empleaban los soviéticos, en sus campañas militares en los alrededores de Leningrado y en la propia ciudad, y en Letonia, Estonia, Bielorrusia y Polonia. Preguntó por las detenciones de Alexander, los interrogatorios y los años en el batallón disciplinario sin suministros ni soldados suficientemente preparados. Formuló tantas preguntas sobre las actividades de los soviéticos en Berlín que Burck, que había guardado silencio hasta entonces, estalló al fin para exigir con exasperación que pasasen al siguiente punto del orden del día.

—Esto es lo que compone nuestro orden del día —le repuso Richter.

—Es que no entiendo por qué las presuntas actividades de los rusos en Berlín son relevantes en el tema que nos ocupa —dijo Burck—. Creía que tratábamos de determinar si este hombre es comunista o no. ¿Cuándo creen que podríamos empezar a determinar eso?

Fue en ese momento cuando John Rankin, del Comité de Actividades Antiamericanas se acercó al fin a su micrófono para intervenir por vez primera. Era un caballero alto y de porte elegante que debía de rondar los sesenta y tantos y que hablaba con un marcado acento sureño. Miembro del Partido Demócrata, Rankin había sido congresista desde los años veinte. Era un hombre serio, resuelto y privado del sentido del humor. Alexander supuso que él también debía de ser militar, a tenor de su comportamiento profesional mientras había estado escuchando.

—Yo responderé al señor Burck —dijo Rankin, dirigiéndose a la totalidad del comité—. El saqueo de los laboratorios atómicos, la asolación soviética en un Berlín cerrado durante ocho días, la transformación de los campos de concentración nazis en campos de concentración soviéticos, la repatriación forzada… A la luz del asedio sobre Berlín que practica la Unión Soviética aun en estos mismos momentos, ¿de veras cree el caballero del Departamento de Estado que las actividades de los soviéticos en Berlín son irrelevantes para el tema que nos ocupa?

Esbozó una sonrisa.

Alexander bajó la vista para mirarse las manos. Decididamente, Rankin era sin duda un militar, y puede que no estuviese del todo desprovisto de sentido del humor.

—Presuntas actividades —recalcó Burck—. Es sólo un testimonio de oídas, procedente de un hombre que el honorable miembro del Congreso sospecha que puede entrañar un riesgo para la seguridad nacional.

—No le he formulado al señor Barrington una sola pregunta —dijo Rankin—. El caballero del Departamento de Estado no debería hacer conjeturas sobre mis sospechas.

Aclarándose la garganta, Richter decidió intervenir.

—Sólo para que conste, el bloqueo soviético de Berlín no tiene nada de presunto.

Volvió sobre el tema del campo de prisioneros de guerra en Katowice y Colditz. Durante el relato de Alexander de su huida de Sachsenhausen, toda la sala, llena de hombres y una sola mujer, la taquígrafa, enmudeció. Lo único que Alexander omitió de su versión fue a Tatiana. No sabía si aquello suponía perjurio, pero pensó que si no eran lo bastante meticulosos para examinar la transcripción de su declaración ante el tribunal, desde luego él no iba a ofrecer voluntariamente más detalles.

—Bueno, bueno, bueno, capitán Barrington —dijo Rankin cuando Alexander hubo terminado—. Estoy de acuerdo con el teniente Richter, en calidad de excombatiente en la Primera Guerra Mundial, ni yo mismo sabría cómo dirigirme a usted después de lo que acabo de oír. Se me antoja que «señor» Barrington puede no ser del todo preciso. Pero lo cierto es que necesitamos retroceder un poco más atrás en su historial antes de Sachsenhausen.

Alexander contuvo el aliento. Tal vez sí habían examinado su historial más meticulosamente de lo que él creía.

—¿Tiene usted simpatías comunistas, señor Barrington?

—No —contestó.

—¿Qué me dice de su madre y su padre? —Quiso saber Rankin—. Harold y Jane Barrington. ¿Diría usted que ellos sí tenían simpatías comunistas?

—No sé si tenían simpatías —respondió Alexander—. Pero desde luego, eran comunistas.

Un escalofrío recorrió la estancia. Alexander sabía que sus padres eran un blanco legítimo, pero advirtió cómo Burck se callaba como un muerto.

Rankin clavó la mirada en Alexander.

—Por favor, continúe. Estaba a punto de hablarnos de su pasado comunista, creo. ¿De veras?

—Mis padres y yo nos fuimos a vivir a la Unión Soviética en 1930, cuando yo tenía once años —dijo—. Al final, mis padres y yo fuimos arrestados durante la Gran Purga de 1937 y 1938.

—Bueno, bueno, un momento… —intervino Burck—. No utilicemos el término la Gran Purga del mismo modo en que utilizamos el término la Gran Depresión. Sólo son palabras propagandísticas, destinadas a asustar y confundir. Muchas veces, lo que para alguien es una purga para otra persona simplemente es la ejecución de las leyes aplicables. El hecho de que algo sea considerado una «purga» es extremadamente incierto. —Hizo una pausa—. Justo como su expediente, señor Barrington.

Alexander miró fijamente a Burck.

—Y me gustaría señalar —continuó Burck— que el hecho de que esté usted hoy aquí ante nosotros constituye una prueba de que no sufrió purga alguna.

—No sufrí ninguna purga porque me fugué de camino a Vladivostok —dijo Alexander—. ¿Qué quiere demostrar exactamente?

—¿Qué fuga fue ésa, señor Barrington? —exclamó Burck, complacido—. Se ha fugado usted tantas veces…

Drake, del Departamento de Justicia, aprovechó la ocasión para intervenir.

—¿Cuando se escapó era usted ya ciudadano soviético? —Más ambigüedades.

—Sí —contestó Alexander—. Cuando me reclutaron a los dieciséis años, me convertí automáticamente en ciudadano soviético.

—¡Ah! Y cuando se convirtió en ciudadano soviético, su nacionalidad estadounidense quedó revocada automáticamente —exclamó Drake con alegría contenida, aprovechando al fin la oportunidad de esgrimir las leyes de inmigración y naturalización de Estados Unidos de América.

—¡Protesto! —dijo Levine—. Señor Drake, lo repetiré una vez más: mi cliente es ciudadano estadounidense.

—Pero letrado, su cliente acaba de declarar que era ciudadano soviético. No puede ser ciudadano de la Unión Soviética y de Estados Unidos a la vez —dijo Drake—. Ni entonces ni, desde luego, ahora.

—Sí —le repuso Levine—, pero su nacionalidad estadounidense no puede ser revocada si se convirtió en ciudadano soviético involuntariamente. Y me gustaría añadir que el alistamiento obligatorio en el servicio militar, por definición, conlleva la nacionalización involuntaria. Una vez más, mi cliente es ciudadano estadounidense por derecho de nacimiento.

—¿A diferencia de alguien que ha adquirido la nacionalidad tras obtener, digamos, asilo político? —dijo Burck, mirando sólo a Alexander—. ¿Como un refugiado que hubiese llegado a uno de nuestros puertos, a la isla de Ellis, por ejemplo, durante la guerra?

Esta vez Alexander no movió las manos de encima de la mesa; había tenido ocasión de prepararse para aquello. Esta vez sólo apretó los dientes con fuerza. Había acertado con su decisión de no bajar la guardia. Era exactamente como había sospechado.

—Así es, eso es distinto —respondió Matt Levine—. ¿Podemos seguir adelante?

Siguieron adelante… centrándose en Harold y Jane Barrington.

Durante una hora, puede que más tiempo, el hombre del FBI, además del congresista Rankin, siguieron formulando una pregunta tras otra.

—¡Protesto! Esa pregunta ya ha sido formulada. Ocho veces.

—¡Protesto! Esa pregunta ya ha sido formulada. Diez veces.

—¡Protesto!

—¡Protesto!

—¡Protesto!

—El historial de sus padres y sus propias actividades subversivas son relevantes, letrado —dijo Rankin.

—¿Qué actividades subversivas? ¡Era menor de edad! Y sus padres no están aquí para defenderse. Tenemos que seguir adelante, de verdad.

—Aquí consta que Alexander Anthony Barrington fue detenido a la edad de diez años en Washington D. C. durante unos disturbios en una manifestación radical prorrevolucionaria —dijo Rankin—. Eso consta en su historial, así que ¿tenía o no tenía simpatías comunistas? ¿Fue a la Unión Soviética? ¿Vivió allí, estudió allí? ¿Se incorporó a filas en el Ejército Rojo? ¿Se convirtió en miembro del Partido Comunista para formar parte del cuerpo de oficiales? Tengo entendido que todos los oficiales debían ser miembros con carné del partido.

—Eso no es cierto —respondió Alexander—. Yo no lo era. Por suerte para mí, porque todos los oficiales con carné del partido fueron ejecutados en 1938 durante —hizo una pausa, mirando fríamente a Burck— «la ejecución de las leyes aplicables».

El rostro de Burck se puso tenso, mientras que el de Rankin reflejaba satisfacción.

—Responda a mi pregunta, capitán —dijo.

Levine hizo amago de protestar, pero Alexander se lo impidió.

—Han sido muchas las preguntas, congresista Rankin. Empezando por la primera, tiene usted razón, cuando era chico me puse muchas veces del lado de mi padre. —Alexander inspiró hondo—. Participé en numerosas manifestaciones con él. Me detuvieron tres veces en el transcurso de algunos disturbios. Él era comunista, pero también era mi padre. Eso está fuera de toda discusión.

—Señor Barrington, lo que sí constituye el tema central de esta discusión —dijo Rankin con su acento de Mississippi— es si es usted comunista o no.

—Y ya le he respondido en numerosas ocasiones, congresista —respondió Alexander—. Le he dicho que no.

—Sólo para que le quede clara la línea del interrogatorio del congresista, señor Barrington —dijo Burck con indisimulado desdén—, en la ya célebre opinión de John Rankin, y cito textualmente: «El verdadero enemigo de Estados Unidos de América en todo este tiempo no han sido los países del Eje, sino la Unión Soviética».

—Y eso es algo que a estas alturas y en los tiempos que vivimos, ¿el honorable caballero del Departamento de Estado quiere que sea discutido públicamente, para que conste? —dijo Rankin con su propio indisimulado desdén.

Alexander miró a un hombre y luego al otro sin decir nada. No le habían preguntado nada. Tania tenía razón: tenía que tener muchísimo cuidado. Rivalidad entre departamentos. Le dolía la cabeza. El Departamento de Inmigración quería que fuese ciudadano soviético sin asilo, a quien pudiesen deportar; el FBI quería que fuese un espía, norteamericano o ruso, les daba lo mismo; Rankin quería que fuese comunista y además norteamericano, para así poder acusarlo de traición. Burck, pensó Alexander, quería que fuese comunista y además ruso, para así poder deportarlo. Y Richter sólo quería que fuese un soldado con montones de información sobre el enemigo. Así era como estaban repartidas las fuerzas en la primera línea, frente a la trinchera de Alexander.

—¿Formaba parte su padre de alguna red clandestina de espionaje? —inquirió Rankin.

—Protesto —objetó Levine con voz cansina.

—¿Del Frente Popular, tal vez? ¿La Internacional Comunista? ¿La Brigada Roja? —continuó Rankin.

—Tal vez —contestó Alexander—. La verdad es que no lo sé.

—¿Estaba Harold Barrington implicado en actividades de espionaje para la Unión Soviética cuando aún vivía en Estados Unidos?

—Protesto, protesto, protesto…

—Que conste en acta la protesta. Por favor, responda a la pregunta, capitán Barrington.

—No lo sé. Lo dudo —contestó Alexander.

—¿Huyó su padre a la Unión Soviética porque fue descubierta su condición de espía en su propio país y temía por su seguridad? —lo interrogó Rankin.

—Mi padre no huyó a la Unión Soviética —respondió Alexander despacio—. Nos fuimos a vivir a la Unión Soviética con el pleno conocimiento y consentimiento del gobierno de Estados Unidos.

—¿No huyó para escapar de las acusaciones de espionaje?

—No, no lo hizo.

—Pero ¿no se le revocó la nacionalidad estadounidense?

—No le fue revocada como castigo, sino que se le revocó cuando se convirtió en ciudadano soviético.

—Entonces, ¿la respuesta sería sí? —preguntó Rankin cortésmente—. ¿Le fue revocada?

—Sí —respondió Alexander—, le fue revocada.

Casi estuvo a punto de formular su propia protesta.

—Capitán Barrington, ¿cometió traición su padre contra su propio país, Estados Unidos de América, espiando para la Unión Soviética? —inquirió Rankin.

—No, congresista —respondió Alexander—. No lo hizo.

Realizó un esfuerzo sobrehumano para controlar sus manos. «Papá, mira en qué lío me has metido…».

Dejaron de interrogarlo para tomarse otro breve descanso.

—¿Qué les sucedió a Harold y Jane Barrington tras ser arrestados en 1936 en Leningrado? —preguntó Rankin cuando se reanudó la sesión.

—Fueron ejecutados en 1937.

Alexander lanzó a Burck una mirada que decía: «Esto es lo que opino de su “extremadamente incierto”, caballero representante del Departamento de Estado».

—¿Acusados de qué?

—De traición. Fueron declarados culpables de ser espías estadounidenses.

Se produjo una pausa.

—¿«Declarados culpables», dice? —exclamó Rankin—. ¿De ser espías estadounidenses?

—Sí. Detenidos, juzgados, condenados y ejecutados.

—Bueno, pero sabemos con toda certeza —explicó Rankin—, que no eran espías del gobierno de Estados Unidos.

—Con el debido respeto, congresista —intervino Burck—, no hay nada en el expediente del señor Barrington que explicite los detalles sobre la supuesta condena de sus padres. Sólo disponemos de su propia versión de los hechos, y él, según ha admitido, no estuvo presente en el juicio. Y el gobierno soviético ejerce el derecho de no revelar información sobre sus propios ciudadanos.

—Pues no tuvieron ningún inconveniente en revelar multitud de información sobre un tal Alexander Belov, señor Burck —dijo el señor Rankin.

—Puesto que también ejercen su derecho a hacerlo con respecto a sus propios ciudadanos —dijo Burck, y rápidamente pasó a otro asunto antes de que Levine pudiese protestar—. Creo que no deberíamos perder la perspectiva de lo que nos ha traído hoy aquí, que no es, pese a los intentos del congresista, reexaminar el papel de la Unión Soviética en el conflicto, sino simplemente establecer que el señor Barrington es quien dice ser y si entraña algún riesgo para la seguridad de Estados Unidos. Este tribunal tiene dos cuestiones de vital importancia ante sí: una, ¿es el señor Barrington ciudadano estadounidense? Y dos, ¿es el señor Barrington comunista? Yo, particularmente —siguió diciendo—, soy de la opinión de que deberíamos analizar un poco más detenidamente la primera cuestión y no tanto la segunda, puesto que creo que es muy fácil ver brujas en todas partes. —Hizo una pausa y tosió un poco—. Sobre todo en el clima político actual. Sin embargo, en cuanto al primer punto, el señor Barrington no niega que era ciudadano soviético. Los soviéticos, hasta el día de hoy, sostienen que sigue siendo ciudadano soviético. Tal vez deberíamos basarnos en la información coincidente.

—El propio Departamento de Estado del señor Burck otorgó al capitán Barrington la nacionalidad estadounidense por derecho de nacimiento hace dos años, cuando le concedieron permiso para viajar con todas las garantías desde Berlín —señaló Rankin—. ¿Es eso algo que el señor Burck quiere discutir con su propio departamento?

—Lo único que digo —repuso Burck— es que es la Unión Soviética la que lo discute, eso es todo.

—¿La Unión Soviética que ejecutó a sus padres? —exclamó Rankin—. ¿Los mismos que entregaron su pasaporte estadounidense, se nacionalizaron soviéticos y luego fueron juzgados y ejecutados? No estoy del todo de acuerdo con el representante del Departamento de Estado con respecto a la fiabilidad de la Unión Soviética en lo que respecta a la familia del capitán Barrington.

—No sabemos con absoluta certeza que sus padres fueran ejecutados, congresista —replicó Burck—. ¿Estaba el capitán Barrington presente en su ejecución? Francamente, sólo son especulaciones.

—El señor Burck tiene razón —intervino Alexander—. Yo no estuve presente en su ejecución. Sin embargo, sí estuve presente en mi propia detención. No estoy especulando sobre mi propia condena a diez años de trabajos forzados.

—Espere, espere —dijo Thomas Richter, consultando sus notas—. Capitán, antes ha dicho que fue condenado a veinticinco años.

—Ésa fue la tercera vez, teniente —dijo Alexander—. La segunda vez me condenaron a ponerme al mando del batallón disciplinario. La primera vez fue a diez años de trabajos forzados. Yo tenía diecisiete.

Se hizo un sobrecogedor silencio en la sala.

—A mi juicio —empezó a decir Richter, despacio—, creo que seguramente podemos afirmar sin temor a equivocarnos que el capitán Barrington no es un espía comunista.

—Eso sólo de acuerdo con el testimonio del propio capitán Barrington —dijo Burck—. No tenemos forma de comprobar la veracidad de sus declaraciones, salvo contrastándolas con los archivos del país donde vivió, del que conservó su nacionalidad y en cuyo ejército prestó servicio durante ocho años.

—Corríjanme si me equivoco —dijo Rankin, incrédulo—, pero ¿está el caballero del Departamento de Estado tratando de convencer al presidente del Comité de Actividades Antiamericanas de que el capitán Barrington sí es comunista?

—No, no, lo que sostengo es que es ciudadano soviético —se apresuró a precisar Burck.

Sam y Alexander intercambiaron una mirada. Matt Levine, perplejo, preguntó en voz baja si alguien tenía alguna otra pregunta para su cliente.

—Me preguntaba, capitán Barrington —dijo Rankin—, si tendría la amabilidad de contestarme a dos preguntas, a mí personalmente, si tiene la bondad, sua sponte, dos preguntas que ya le formulé en su día a William Bullitt, el primer embajador de este país en la Unión Soviética.

—¡Protesto!

Y esta vez era nada menos que Burck.

Alexander no sabía qué estaba pasando. ¿«Sua sponte»? Lanzó a Sam una mirada interrogadora, y éste agitó la mano levemente, como diciendo: «Sí, señor; sí, señor; sí, señor».

Rankin se volvió despacio para mirar de frente al representante de Estado.

—Tengo entendido que sólo el letrado puede protestar. —Volviéndose de nuevo hacia Levine, preguntó—: ¿Tiene alguna objeción a que le formule dos preguntas a su cliente, letrado?

—Verá —contestó Levine—, mi cliente no ha escuchado todavía esas dos preguntas sua sponte. Preferiría no poner objeciones en principio.

—Sólo que yo sí sé cuáles son las preguntas que el honorable congresista le formuló al embajador Bullitt el año pasado en audiencia pública —intervino Burck—. Todos las conocemos, todos los presentes en esta sala las conocen, y son completamente irrelevantes en el asunto que nos ocupa. ¿Acaso van a ayudarlo a determinar si este hombre es un riesgo para la seguridad, congresista?

—Yo no sé cuáles son esas preguntas —dijo Alexander.

—Las respuestas me dirán a quién corresponde su lealtad —dijo Rankin—. Al fin y al cabo, «de la abundancia del corazón habla la lengua».

El congresista Rankin tenía razón. Tania creía firmemente en eso. Levine informó en voz baja a su cuente.

Sua sponte significa lo mismo que motu proprio, voluntariamente. Usted decide responder o no.

—Me gustaría responder al congresista Rankin —dijo Alexander.

—Capitán Barrington —dio Rankin, bajando la voz—, ¿es cierto lo que se cuenta, que en Rusia comen cuerpos humanos?

Sin esperar aquello, Alexander pestañeó. Tardó diez largos segundos en abrir la boca para contestar.

—Creo, congresista —respondió despacio—, que no hace falta inventar horrores sobre la Unión Soviética. Lo que sí es cierto es que durante la gran hambruna en Ucrania en 1934, y durante el asedio de Leningrado de 1941 a 1944, hubo casos de personas asesinadas para poder comer su carne.

—¿En contraste, por ejemplo, con el actual bloqueo sobre el sector norteamericano de Berlín —dijo Rankin—, donde nadie se come la carne humana de otra persona?

—Porque el gobierno de Estados Unidos lanza desde los aviones todos los alimentos y provisiones que sus ciudadanos necesitan —contestó Alexander fríamente. Hablaba con brusquedad—. Los episodios de los que ha oído hablar no reflejan en modo alguno al pueblo ruso. Se trata de circunstancias extremas. Cuando desaparecen todos los caballos y todas las ratas, no queda nada. Es imposible describir ante este tribunal lo que representa para tres millones de personas en una ciudad grande, civilizada, moderna y cosmopolita morir de inanición. Verdaderamente, eso no admite discusión.

Bajó la cabeza un momento, mirándose las manos hinchadas.

Burck miró a Rankin con una sonrisa triunfal.

—Por favor —dijo—, ¿podría el honorable congresista de Mississippi seguir con su siguiente pregunta al capitán Barrington, quien obviamente parece saber muchísimas cosas sobre la Unión Soviética?

Tras una pausa cargada de gravedad, Rankin habló.

—Pensándolo mejor —dijo—, no tengo más preguntas para el capitán Barrington. Mirando a Alexander con aire reflexivo, cerró su cuaderno de notas.

Burck parecía incapaz de contener su alegría.

—¿Tiene alguien más alguna pregunta sua sponte para el capitán Barrington? ¿Nadie? ¿No? En ese caso, ¿desea el letrado proceder al alegato final?

Tras examinar sus notas un par de minutos, Levine se levantó.

—Sí. Nuestra alegación es que el capitán Alexander Barrington es un hombre que fue a la Unión Soviética cuando era aún menor de edad, se cambió de nombre para salvar su vida, se incorporó al Ejército Rojo porque no tenía elección, y ahora ha vuelto a casa como ciudadano estadounidense. Su ausencia durante dos años para prestar una declaración oficial ante la administración, pese a resultar problemática, no constituye en sí misma prueba suficiente de ninguna actividad de espionaje ni de simpatías comunistas. Y puesto que no hay ninguna otra prueba contra él, solicito que este procedimiento se dé por concluido y que mi cliente sea exonerado de todas las acusaciones.

Acto seguido, se sentó. Rankin suspendió la sesión y los siete hombres se levantaron y abandonaron la sala. Alexander y Levine se quedaron a solas.

—¿Qué le preguntó Rankin a Bullitt el año pasado? —Quiso saber Alexander—. ¿Cuál fue su segunda pregunta?

—Rankin le preguntó al embajador si en Rusia se trataba a las personas como esclavas —contestó Levine—. Por lo visto, Bullitt respondió que sí.

Alexander no dijo nada.

—Bueno, ¿y cómo crees que ha ido? —le preguntó a Levine tras un breve silencio.

—Lo mejor que se podía esperar —respondió Levine, cerrando sus notas—. Pero tal vez deberíamos haber recurrido al plan A.

—Eso mismo empiezo a pensar yo —convino Alexander.

—A Richter le ha caído muy bien. ¿Es algo entre soldados? También tiene el voto de Sam. Eso hacen dos. Sólo necesita dos más. Seguramente no obtendrá el de Burck. El del coronel mudo, tal vez. Eso serían tres. ¿Y Rankin? Creo que le habría hecho más feliz si le hubiera dicho públicamente y para que conste en acta que las madres se comen alegremente a sus hijos en ese salvaje pozo de esclavitud que es la Unión Soviética. Pero… paciencia.

—Sí —dijo Alexander—, pero lo has hecho muy bien, letrado. Nadie podría haberlo hecho mejor. Muchas gracias.

—Muchas gracias a usted, capitán. Muchísimas gracias.

Levine esbozó una sonrisa radiante y se fue para traerle más cigarrillos a Alexander.

Cuando éste se quedó a solas en la sala, esperando a que siete desconocidos decidiesen cuál iba a ser su destino, intentó pensar en las cosas que podían transmitirle fuerzas en un momento como aquél: los domingos en Nantucket, sentado en las barcas, oliendo el aroma del mar, recogiendo conchas en la playa, jugando con sus amigos… Recuerdos de sí mismo como un niño norteamericano feliz, unos pocos años mayor que Ant. Sin embargo, era incapaz de revivir esos recuerdos en ese momento, ese aliento de sol que necesitaba mientras tamborileaba con los dedos encima de la mesa.

Levine volvió con cigarrillos y le pidió que dejase de hacer aquel ruido en la mesa. Alexander se acercó a la ventana abierta, se sentó en el alféizar y se puso a fumar, por fin. Aspiró a fondo, retuvo el humo en la garganta y sintió cómo las volutas de nicotina se le agarraban a los pulmones.

Dadas las circunstancias, no podía quejarse. Pese a todas las vicisitudes de la vida, su columna del haber sumaba muchas anotaciones positivas. Cuando había saltado de un tren en marcha en el río Volga, no se había abierto la cabeza contra una roca. Columna del haber. Cuando había contraído el tifus, no había muerto. Columna del haber. Cuando había estallado la granada y le había destrozado la espalda, un ángel había acudido volando a su lado y le había dado su sangre. Columna del haber.

Pero Alexander no estaba pensando en la columna del haber. Había anochecido hacía ya rato.

Estaba pensando en la columna del debe.

Pensó en el hermano de Tatiana, en Pasha, en cómo lo había llevado a cuestas durante tres días; Pasha, con una fiebre tan alta que no podía respirar. Alexander le puso nieve a Pasha en la cabeza, le vendó la herida supurante de la pierna, suplicando, rezando, sin poder dar crédito a lo que estaba sucediendo. No lo había encontrado en los montes de Santa Cruz para verlo morir. Lo había encontrado, salvado, y le había practicado una traqueotomía en primera línea…

—Pasha, ¿me oyes?

—Te oigo.

—¿Qué te pasa? ¿Qué te duele? Te he limpiado la pierna. ¿Qué te pasa?

—Estoy ardiendo.

—No, estás bien.

—No siento las piernas.

—No, estás bien.

—Alexander, no me estoy… muriendo, ¿verdad?

—No, estás bien.

Alexander lo mira de hito en hito, sin pestañear. Si puede mirar de frente y firmemente, valiente e indiferente, al rostro de Tatiana embarazada, y mentirle para enviarla lejos para siempre, para brindarle su única oportunidad de sobrevivir, también puede reunir el coraje para mirar de frente a su hermano antes de que desaparezca para siempre. Aunque no tiene más remedio que admitirlo, no se siente tan fuerte. Pasha está semirrecostado, semisentado en el suelo, apoyado contra Alexander.

—¿Por qué me siento como si fuera a morirme? —dice Pasha, con la respiración cada vez más débil, más entrecortada.

Está jadeando. Alexander ha oído esa misma clase de jadeo mil veces, el jadeo de un hombre moribundo. Pero ¡éste es Pasha! ¡No puede morir!

—No vas a morirte, estás bien.

—Me estás mintiendo, malnacido —le espeta Pasha.

—No, no te miento.

—¡Alexander! —jadea—. ¡La veo!

—¿A quién?

Alexander casi suelta a Pasha en el suelo.

Las lágrimas resbalan por el rostro de Pasha.

—¡Tania! —grita Pasha, extendiendo la mano—. Tania, ven, nada conmigo una vez más. Sólo una vez más, por el Luga. Atraviesa conmigo el prado, corriendo hasta el río, como hacíamos cuando éramos niños. Eres mi hermana. —Extiende el brazo hacia un punto próximo a Alexander, que es como una aparición él también, horrorizado y pálido. Se vuelve para mirar. Pasha sonríe—. Vamos en la barca del lago Ilmen. Está sentada a mi lado —murmura.

Es en ese momento cuando Alexander se da cuenta: lo imposible es cierto.

Alexander lleva a Pasha muerto sobre su espalda un día más a través de la Alemania invernal, negándose a creer lo que era increíble, negándose a enterrarlo en el suelo helado.

En ese momento, sentado en el alféizar del Old Executive Building, Alexander admitió que un mundo en el que el desaparecido hermano de Tatiana había muerto por engancharse la pernera del pantalón en un clavo oxidado era un mundo en el que el pertenecer al ejército no siempre formaba parte de la columna del haber.

Inhalando la nicotina, Alexander cerró los ojos. No veía a Tatiana a su lado. Al menos, eso significaba algo. Tatiana, la que siempre se sentaba al lado de los moribundos, no estaba allí con él.

En Katowice había muerto un supervisor y había tenido el honor de ser enterrado nada menos que en un ataúd. Algunos hombres habían protestado, incluido Ouspenski, incluido Pasha. Alexander había estado cavando una o dos gigantescas fosas comunes las semanas anteriores, y allí había un hombre enterrado por él mismo en un ataúd. Rezongando con su tazón de gachas de avena y peladuras de zanahoria hervida, Pasha le dijo a Alexander que tal vez deberían protestar.

—Adelante, protesta —le respondió Alexander—, pero te diré algo: no trabajas lo suficiente. Ese hombre había estado aquí tres años. Era un supervisor de trabajo muy respetado y el favorito entre todos los gerifaltes de la prisión porque les facilitaba enormemente el trabajo.

Esa misma noche, Pasha elaboró veinte panfletos a mano acerca del hombre enterrado en el ataúd, «¡Recordad! ¡Trabajad duro! —Rezaba el panfleto—. Si trabajáis lo suficiente, ¡a vosotros también podrán enterraros en un ataúd de madera!».

—¿A que es muy alentador? —dijo Pasha con una enorme sonrisa mientras distribuía los panfletos.

Y Alexander se mostró de acuerdo con él dedicándole su propia sonrisa.

Los siete hombres regresaron a la sala. Alexander se puso en pie.

La votación sobre las cuestiones planteadas al comité había sido de cuatro contra tres, y Rankin había emitido el voto decisivo: que Alexander Barrington fuese exonerado de toda sospecha contra él.

Alexander había necesitado siete horas con dos descansos para conseguir su libertad.

Cuando Sam se acercó a darle la enhorabuena, parecía más contento incluso que Alexander.

—¡Nada menos que John Rankin, presidente del Comité de Actividades Antiamericanas, ha votado para absolverte de los cargos por conspiración comunista! —exclamó—. A Tania le va a parecer maravilloso, ¿no te parece?

—Irónico más bien.

Alexander no fue consciente de la profunda tensión sobre sus hombros hasta que respiró al fin, al oír el sonido del mazo que levantaba la sesión. Estrechó la mano de Sam.

—Le juro que si Rankin le hace otra pregunta más sobre sus padres, me habría vuelto comunista sólo para fastidiarlo —dijo Levine.

—Eso sí que le habría fastidiado —comentó Sam—. Vive para eso. ¿Sabes lo que ha dicho, Alexander? Que fue la pregunta sobre los actos de canibalismo lo que lo ha hecho decidirse.

—¿De veras?

Eso sí que era una sorpresa. Sam meneó la cabeza.

—Eso mismo dije yo, pero Rankin dijo: «De la abundancia del corazón habla la lengua».

Sam le presentó a Tom Richter a Alexander, y el primero le hizo el saludo militar. El teniente era alto y bien parecido, y lucía el típico estilo atlético de los jóvenes norteamericanos, rubios, corpulentos y de aire desenvuelto. Le estrechó la mano con energía y, una vez en el pasillo, se echó a reír.

—¿Qué le ha parecido? Muchos nervios, ¿eh? Ha sido como enfrentarse a una manada de lobos, ¿verdad?

—Y que lo diga.

—Lo que usted no sabe —dijo Richter— es que el canoso y elegante caballero del sur, John Rankin, es el segundo en popularidad después de Satán entre los miembros del Departamento de Estado, ¿no es así, señor Gulotta?

Hablaba en voz alta y sin tapujos.

—No exactamente, teniente Richter —dijo Sam, bajando la voz sólo un poco—. Satán es mucho más popular.

Saltaba a la vista que Sam y Richter eran amigos.

Los cuatro hombres permanecieron en el pasillo y estuvieron fumando un buen rato. Richter tenía treinta años, uno más que Alexander. Había estado con MacArthur en Japón durante la guerra, y era muy probable que volviese a reunirse con él ahora que parecía que se avecinaban problemas en el paralelo 38 entre Corea del Sur y Corea del Norte.

Richter dijo que había acudido a la sesión sólo por lo mucho que había oído hablar a Sam de Alexander.

—En Defensa estamos muy interesados en el funcionamiento y la jerarquía del Ejército Rojo, y en sus conocimientos de ruso y su experiencia con las actividades soviéticas. —Sonrió—. Ha sido muy inteligente por su parte no hablar de su mujer.

—Sí —contestó Alexander—. No hablo de mi mujer a sus enemigos.

—Bueno, esa historia sobre Sachsenhausen ha sido muy impresionante aun sin mencionarla a ella. Joder, creo que si hubiese mencionado que su mujercita, una enfermera de la Cruz Roja desarmada, se subió a los árboles con usted y lo ayudó a escapar, a esos hombres les habría dado un ataque al corazón.

Alexander rio entonces, sintiéndose cómodo con Richter, y también aliviado.

—Puede que usted no sepa nada de nosotros —prosiguió el teniente—, pero nosotros en Defensa sí sabemos muchas cosas sobre usted. —Preguntó si a Alexander le interesaría obtener una autorización de seguridad para poder realizar labores de análisis en inteligencia militar del Ejército de Estados Unidos—. Es muy difícil encontrar a alguien bilingüe, capaz de manejar las dos lenguas con soltura. —Richter siguió explicando que había mucho movimiento en el panorama internacional, mucho «fuego graneado», dijo: las insurgencias comunistas en Grecia, en Yugoslavia, las negociaciones prácticamente fracasadas con Mao en China, y la adquisición de documentos clasificados por la Unión Soviética en relación con su programa atómico. El hecho de contar con la colaboración periódica de alguien como Alexander para analizar datos básicos relacionados con dichos asuntos sería de enorme ayuda para el Comité de Servicios Armados y para el brazo de la inteligencia militar del ejército estadounidense—. Considere las últimas ocho horas como parte de su entrevista para el puesto. Richter sonrió.

Alexander no estaba seguro de que aquello fuese a funcionar. Con suma delicadeza, respondió que volver al mundo militar no era lo que más le convenía en aquellos momentos. Tatiana se subiría por las paredes.

—¿Quién habla de volver al mundo militar? —replicó Richter con calma—. Podríamos nombrarlo oficial de la reserva… Sólo dos días al mes de su tiempo. Hace unos meses, el presidente aprobó la ley que regula las pagas para los reservistas. Tendrá que obtener una autorización formal —siguió diciendo—. Y eso no va a ser fácil; el Ejército Rojo son palabras incendiarias estos días, tal como acaba de presenciar. Pero yo lo ayudaré. De veras creo que debería hacerlo. ¿Dónde vive?

Alexander respondió que en ningún sitio concreto por el momento, que todavía estaban intentando…

—Bueno, no importa —dijo Richter—. Esté en el lugar que esté de este país, siempre puede acudir a una base del ejército, examinar los datos que le enviemos y elaborar un informe de inteligencia para nosotros. Será un trabajo esporádico, pero con él cumplirá de sobra sus requisitos anuales para el servicio activo y le dará otras opciones. Puede entrenar o puede realizar tareas de apoyo al combate.

Sam Gulotta creía que era una gran oportunidad para Alexander. Richter dijo que el puesto podría adaptarse para atender los intereses de Alexander. Si quería vivir en Washington, podía trabajar para el departamento de inteligencia del ejército allí mismo y ser empleado permanente del Departamento de Defensa.

—Me lo pensaré y le daré una respuesta —dijo Alexander—. Aunque no es probable que vivamos en D. C.

—¿Por qué? ¿A la señora Comando no le gusta Washington? —preguntó Richter.

—No le gusta la guerra —dijo Alexander—. No le va a hacer ninguna gracia nada de todo esto.

—Tráigala al Pentágono mañana. —Richter esbozó una sonrisa radiante—. Yo la haré cambiar de opinión. La convenceré de que se venga a vivir aquí. Ya lo verá… la convenceré para que se vaya a vivir a Corea con usted.

—Va a necesitar mucha suerte para eso.

—Me imagino a su esposa rusa —dijo Richter, dándole una palmadita en la espalda—, la mujer que se enfrentó al Ejército Rojo en Alemania ella sola por usted, como alguien que, robusta como un buey, tiraba de su propio arado en los campos colectivos rusos, sembrando y cosechando para el proletariado.

Se echó a reír.

—Caramba, la ha descrito a la perfección, ¿no te parece, Alexander? —dijo Sam.

—Sí, igualita.

Alexander le devolvió la sonrisa y se terminó el cigarrillo. Tenía que volver al lado de su sierva rusa robusta como un buey, quien sin duda a aquellas alturas estaría reuniendo a una milicia local para rescatarlo de las garras de acero del Departamento de Estado estadounidense.

Cuando avanzaban por el pasillo, Dennis Burck salió de uno de los despachos y los detuvo en el pasillo. Se preguntaba si podía hablar «un minuto» con Alexander.

Richter se despidió y se marchó. Sam intentó llevarse a Alexander a un lado y Matt Levine quiso entrar con ellos en la habitación, pero Burck se lo impidió.

—No, no, se lo devolveré en medio minuto, podrá hablar toda la noche con él si quiere. —Alegó como pretexto el reducido espacio de su despacho y la falta de sillas adicionales—. Espérelo fuera —le dijo Burck en tono conciliador—. Dejaré la puerta abierta y sólo será un momento.

Burck tenía mayor antigüedad que Sam Gulotta, por lo que éste también tuvo que quedarse fuera. Alexander entró en un despacho aún más pequeño que el de Matt Levine. Tras ser invitado a sentarse, Alexander optó por permanecer de pie. Burck empezó diciendo que entre sus muchas responsabilidades en el Departamento de Estado se incluía la de servir de enlace entre dicho departamento y la Interpol. Alexander lo escuchaba sólo a medias. Burck siguió hablando en el mismo tono cordial.

—Ya sé que no quiso mencionarlo delante del comité, pero sabemos, por supuesto, que su mujer también era ciudadana soviética, que escapó dejando tras de sí un reguero de cadáveres de soldados soviéticos en la frontera con Finlandia.

Alexander apretaba la boca con fuerza.

—Los soldados muertos no tuvieron nada que ver con ella —dijo—. Y mi esposa es ahora ciudadana estadounidense. Bueno, ¿desea algo más?

—No, si no es de eso de lo que quería hablarle, señor Barrington. —Sobre la mesa de Burck había un grueso expediente que contenía toda la documentación relativa a los Barrington de la que disponía el Departamento de Estado desde el año 1917—. Iré directo al grano. Tengo información sobre su madre.

Alexander pensó que no lo había oído bien.

—¿Qué ha dicho?

Burck enterró la mirada y las manos en el expediente.

—Le dijeron a usted que su madre fue ejecutada en 1938. ¿Quién se lo dijo?

Levantó la vista.

—No sé de qué me está hablando, señor Burck. —Burck se levantó.

—¿Le importa si cierro la puerta, señor Barrington, para tener un poco más de intimidad?

—¿Intimidad para qué?

Burck rodeó a Alexander y cerró la puerta frente a Sam y Levine.

Cuando volvió a sentarse ante su mesa, en voz tan baja que Alexander tuvo que hacer un esfuerzo para oírlo, Burck dijo:

—Escúcheme atentamente. Su padre, es cierto, fue ejecutado, pero… su madre está viva.

Alexander se quedó paralizado, con el rostro pétreo.

Burck siguió hablando.

—Es cierto. Está viva, recluida en Perm-35. ¿Sabe dónde está eso?

Alexander habló con dificultad, pero consiguió hacerlo en tono calmado, sin alterarse, con todos los sentidos aguzados como si estuviera en pleno campo de batalla.

—Tengo información creíble sobre la muerte de mi madre —dijo en tono apagado—. He oído cuatro versiones distintas de cuatro personas también distintas.

—Y yo se lo estoy volviendo a contar de otro modo.

Alexander apretó los puños con fuerza tratando de mantener la calma.

—No le creo —dijo.

—Es mi deber saberlo. Y es la verdad. Se trata de información verificable objetivamente. Ha estado encerrada en ese campo de trabajo en los Urales los últimos once años. Está muy mayor y se encuentra en un estado de salud muy precario, pero sigue con vida. Su nombre figura en el registro de la prisión.

A Alexander empezaron a temblarle los puños.

—¿Quiere verlo?

Burck empezó a hojear un grueso montón de papeles arrancados que había extraído de las carpetas.

Dando un paso hacia atrás, un paso vacilante, Alexander se tropezó con una silla. Con un susurro sibilante e impregnado de entusiasmo, Burck exclamó:

—Usted puede ayudar a su madre. Depende de usted. Sólo usted puede traerla de vuelta a casa.

Alexander necesitaba sentarse. Siguió de pie. No dijo nada. Si preguntaba cómo podía traerla de vuelta, eso significaría que creía a Burck, que era cierto, que su madre estaba viva.

—Desde la guerra, muchas personas, sobre todo mujeres, han sido liberadas y reinsertadas. Verá, los soviéticos nos ayudarán. Y su madre no está muy bien de salud.

—¿Y por qué iban a escucharlos a ustedes?

—Mi Departamento de Exteriores está en contacto permanente con el agregado soviético y con la Cominform. También mantengo un estrecho contacto con el comisario del Pueblo para Asuntos del Interior, que a menudo conmuta penas para los prisioneros basándose en recomendaciones.

—¿El comisario del Pueblo para Asuntos del Interior? ¿Se refiere a Lavrenti Beria?

Burck siguió hablando sin responder a su pregunta.

—Podríamos salir hacia Turquía la semana que viene. Desde Estambul cruzaríamos el mar Negro hasta Yalta y luego, con autorización soviética, por supuesto, conduciríamos hacia el norte en un convoy especial preparado por ellos a través del país por el río Volga hasta el campo. Mientras tanto, yo iniciaría las negociaciones para la liberación de su madre. —Alexander retrocedió un paso—. Tengo algunos incentivos para convencerlos. Corren tiempos muy difíciles. Muchas veces intercambiamos influencias…

La silla cayó al suelo con gran estrépito y derribó una estantería.

—¡Señor Barrington, espere!

Alexander ya estaba en el pasillo, después de atravesar la puerta.

—Vámonos —les dijo a Sam y Levine—. Ahora.

Echaron a andar muy deprisa, casi corriendo, por el pasillo y luego hacia la escalera.

—¿Qué ha dicho? —No dejaba de repetir Levine—. ¿Qué ha dicho?

Sam no decía nada.

Alexander no contestó, pero como una estatua de mármol, se despidió de Levine y luego se sentó junto a Sam en el coche sin decir una sola palabra en el camino de vuelta a Silver Spring, reservándose unos minutos para sí, para poder acallar los gritos de su corazón.

Sam y Alexander regresaron a la Nomad pasadas las diez de la noche. Tatiana estaba sentada fuera, en los pequeños peldaños de la caravana, sosteniendo a un Anthony dormido en brazos. Alexander no pudo decirle nada durante varios minutos, mientras ella permanecía sollozando en sus brazos, aferrada a su pecho. Vestido con el pijama, Anthony, que acababa de despertarse, le tiraba a su madre de la falda.

—Mamá, venga, déjalo; suéltalo ya, mamá.

Sam se llevó al chico aparte para que ambos tuvieran un minuto a solas.

—Bueno, ¿cómo ha estado tu mami hoy? —le preguntó, tomándolo en brazos.

—Muy mal —contestó Anthony—. Ella misma ha dicho que era un desastre de madre. Ojalá mañana esté mejor.

—Ya verás como sí, Ant, ya lo verás —le aseguró Sam—. Todo irá bien. Y mañana tu padre te llevará a un sitio especial donde trabajan los soldados. Se llama el Pentágono.

Anthony sonrió.

A escasos metros de distancia, en la puerta de la Nomad, Tatiana susurraba en el pecho de Alexander.

—Amor mío, lo siento, no puedo parar de llorar. —Él permanecía rígido, abrazándola—. Entonces, ¿ha ido bien? ¿Todo ha ido bien?

—Ha ido bien.

Ella lo oyó inmediatamente, lo percibió, y levantó la vista para mirarlo con los ojos anegados.

—¿Qué? —dijo, enjugándose las lágrimas—. ¿Qué ha pasado?

—Nada. Te lo contaré luego.

Al final, Alexander dejó que se apartara de él y Anthony se subió de un salto a los brazos de su padre. Sam dijo que tenía que irse, que su mujer lo iba a matar con sus propias manos por llegar a casa tan tarde. Pese a sentirse completamente exhausto, un agradecido Alexander no quería dejar que Sam se marchara, y le pidió que se quedase, que cenase con ellos al menos.

—Sí —dijo Tatiana, más serena—. Quédate, por favor. Prepararé algo rápido.

—Yo soy lo último que os hace falta —contestó Sam—. Descansad. Mañana os llevaré a los tres a almorzar. Tenemos que ir al Pentágono de todos modos. Tania, mañana conocerás al nuevo jefe de Alexander y a su nuevo abogado. Creo que llamaré a tu amiga, a ver si quiere coger el tren y bajar a vernos.

—¡No, no! Vikki no —gritó Anthony, abrazándose a su madre.

—¿Mi marido tiene un jefe y un abogado nuevos? —dijo Tatiana, acercándose a Alexander con su hijo en brazos.

Estaban en la hondonada polvorienta de un solar junto a la gasolinera, y Sam le contó lo sucedido en la sesión. Alexander, que había perdido toda capacidad de habla, no dijo nada.

—Gracias, Sam —dijo Tatiana—. Una vez más, has sido muy bueno conmigo.

Dándole unas palmaditas suaves, Sam dijo en tono de reproche cariñoso:

—Tu marido lo ha hecho todo. Dale las gracias a él. Eres tú la que por poco me cuesta mi empleo, señorita. Y todo por no confiar en mí. Sabes que te habría ayudado si estaba en mi mano.

—Lo siento —murmuró—. Es que tenía tanto miedo…

No miró a Alexander al hablar.

Cuando Sam se marchó, Tatiana se puso a revolotear inquieta alrededor de Alexander: él no estaba en condiciones de conducir de noche para buscar un lugar donde acampar. Estaban junto a la carretera y no había dónde plantar una tienda de campaña ni, por tanto, dónde hallar un poco de intimidad, pero decidieron quedarse de mala gana. Tatiana le calentó un poco de agua en la cocina portátil para que se asease, le dio de comer un poco de fiambre enlatado, un poco de pan, pepinos y una cerveza. Anthony se quedó dormido en el suelo de la caravana.

Después de acostar al niño en su cama, Tatiana salió y se puso delante de Alexander. Él no podía mirarla.

—Tania, de verdad que no tengo fuerzas para hablar. Te lo contaré todo mañana.

—No, cariño, cuéntamelo esta noche.

Hubo un largo silencio impregnado de nicotina. Luego, Alexander le habló a Tatiana de Dennis Burck, y ésta, sentada en su regazo, lo abrazó con fuerza, tratando de calmar su frenético corazón, pero en ese momento era ella la que temblaba, tras absorber parte del nerviosismo que se había apoderado de él.

—Amor mío —le dijo—, no es verdad.

Él se puso a la defensiva de inmediato. La apartó de sí y alzó la voz.

—Y tú ¿cómo lo sabes?

—Alexander, no quieres creer que tu madre haya sobrevivido once años en la peor prisión construida por los soviéticos.

—No es la peor prisión —replicó él a modo de justificación—. Allí no hace un frío de muerte. ¿No te acuerdas? Está cerca de Lazarevo.

Se le quebró la voz.

—¡Shura! —Lo asió con fuerza, obligándolo a levantarse de la silla, y le abrazó la espalda temblorosa—. ¡No es cierto! Ella no está allí. No está en su prisión. —Alexander tenía los ojos en llamas—. ¿No ves por qué te ha dicho eso Burck? Para que vuelvas a la Unión Soviética con él. En cuanto entres en el territorio con el convoy autorizado por los soviéticos, te encerrarán a ti en Perm-35. El convoy es para ti. Es una trampa, una estratagema, es mentira. Lo que pretenden es encerrarte.

—Sí —convino él—. Ya sé que no parece cierto. Pero Tania… ¿y si lo es?

—Cariño —susurró, mirándolo con ojos suplicantes—, es imposible que sea verdad.

—¡Es mi madre!

—¡Pero no es verdad!

En la caravana, tumbados junto a su hijo dormido en la única cama de la que disponían, Alexander le dijo en voz baja a Tatiana:

—Tal vez tengas razón. Burck no es de fiar, pero ¿no crees que existe la posibilidad de que pueda estar diciendo la verdad?

—No.

Estaba tan segura… ¿cómo podía estar tan segura?

—Cuatro personas te dijeron que había muerto, y una de ellas fue Slonko. ¿No crees que cuando el monstruo de Slonko estuvo a solas contigo en la celda, para lograr que admitieses ser Alexander Barrington, te habría dicho que tu madre estaba viva? «Dime que eres el norteamericano que estamos buscando y yo personalmente te dejaré ver a tu madre». ¿No habría dicho eso?

—Podría haber sido una bravuconada.

Alexander se tapó la cara con el brazo, pero Tatiana se lo apartó, le acercó la cara y se encaramó encima de él.

—¡Un hombre que le habla a otro hombre de su madre! «Díganos quién es usted, comandante Belov, y dejaremos vivir a su madre». ¿Es eso una bravuconada?

—Sí.

No pudo evitarlo, la empujó para apartarla, pero ella volvió a encaramarse encima de él.

—Burck quiere que reconozcas que lo que él dice podría ser cierto. Quiere que digas que es posible, y entonces, inmediatamente, sabrá por tus palabras de qué estás hecho. Sabrá que estás dispuesto a traicionar todo aquello en lo que crees con tal de dar descanso a tu corazón. Y que volverás con ellos a la Unión Soviética. ¿No te acuerdas de Germanovski, en Sachsenhausen? Por favor… No querrás concederles eso; hemos acabado con esa gente.

—Ah, ¿sí?

—¿No? —repuso ella, con un hilo de voz.

Alexander quería apartar la cara de ella, pero Tatiana no lo dejó, de modo que se miraron el uno al otro en la oscuridad. Alexander habló sin fuerzas.

—Si volviera, ¿cómo podría ayudarla?

—No podrías, estarías muerto. Pero debería servirte de consuelo saber que Burck te ha mentido.

—¡No me sirve de ningún puto consuelo! Y tú no lo sabes todo. No lo sabes. No serías tan considerada si se tratase de tu madre.

—No soy considerada —se defendió Tatiana—. No me hieras. Nunca he sido considerada.

Con los ojos escocidos, Alexander quiso disculparse, pero no pudo.

—En mi familia, yo estaba muy apegada a Pasha, no a mi madre —le susurró Tatiana—. Y te diré una cosa: si Burck me dijese que Pasha sigue vivo y está con el enemigo en los bosques polacos, habría dejado a mi hermano a su suerte. No te habría enviado a ti a buscarlo.

—Sabia decisión, porque, como muy bien sabes, cuando lo encontré, no sirvió de nada.

—Eso no es verdad, amor mío —murmuró Tatiana—. Hiciste todo cuanto pudiste por rebelarte ante el destino. Como hice yo al tratar de salvar a Matthew Sayers, pero en ocasiones, en tristes ocasiones —siguió diciendo, la voz un quejido doloroso—, lo que hacemos, por desgracia, no es suficiente.

Se quedaron callados, luchando contra la tristeza, aletargados pero no del todo dormidos.

La madre de Alexander, Gina Borghese, tenía diecisiete años cuando había abandonado Italia para ir a Estados Unidos en busca de una vida a la medida de una joven progresista y moderna. Allí conoció a Harold Barrington, estadounidense desde la época de los peregrinos. La bella italiana y el radical locuaz se enamoraron, algo muy poco progresista, y luego se casaron, lo cual era aún menos progresista. Ella se cambió el apellido y se convirtió en Jane Barrington. Ambos cambiaron. Ella olvidó su inquebrantable fe católica. Marido y mujer se hicieron comunistas, pues les parecía lo correcto. Gina tenía treinta y cinco años cuando tuvo a su hijo, Alexander, el hijo que había deseado tan desesperadamente; desear algo personal tan desesperadamente ya no parecía tan correcto. Ella tenía cuarenta y seis años cuando se marcharon a la Unión Soviética, y cincuenta y dos cuando fue arrestada. Ahora tendría sesenta y cuatro. ¿De verdad habría podido sobrevivir doce años en Perm-35? ¿Feminista, comunista, alcohólica, esposa, madre de Alexander? Éste había visto a su padre en sueños, había visto a Tatiana. Nunca había visto a su madre, ni siquiera como aliento espectral en la voz de otra persona susurrándole: «Tu madre se ha ido. No volverá jamás». La creía enterrada en el lugar más profundo y recóndito de su corazón, y sin embargo, a un hombrecillo mezquino como Burck sólo le había hecho falta una palabra para desenterrar a la madre de Alexander de su tumba de cristal.

En medio de la noche, Tatiana dijo de repente:

—Te cuesta tanto respirar, Alexander… No te tortures más. ¿Es que no te das cuenta de que es mentira?

—No puedo —le contestó Alexander en un susurro, a punto de desfallecer—. Porque quiero con toda mi alma que sea verdad.

—No, no… Shura…

—Tú deberías entenderlo mejor que nadie —la reprendió él—. Tú, que abandonaste a tu único hijo para ir a buscarme cuando creías que podía estar vivo, porque querías desesperadamente que fuese verdad. No me abandonaste a mi suerte en los bosques alemanes.

A Tatiana le brillaban los ojos.

—Porque era verdad. Tú mismo me pediste que recordase siempre una palabra.

—Vamos, por favor… ¿Orbeli? Ya me dijiste claramente lo que pensabas de Orbeli.

Lo asió con fuerza por los hombros.

—Dijiste Orbeli… pero la palabra era «fe». Fui porque creí. Pero ahora ni siquiera se trata de una palabra vaga de tu madre, sino de la palabra mentirosa de un lacayo que traiciona a su propio país.

Alexander la abrazó con desesperación.

—Es que a veces ya no sé distinguir lo que es verdad de lo que no lo es.

—A veces, yo tampoco. —Lo miró a la cara en la penumbra de la noche—. Tú, tu cara mentirosa y tu maldito Orbeli… —murmuró ella.

Alexander la apartó de sí, la tumbó en la cama, se encaramó encima de ella y apretó su cuerpo contra el de ella, aplastándola. Anthony estaba allí mismo, pero no le importaba, estaba intentando inhalar cada centímetro de ella, tratando de absorberla en su propio cuerpo.

—Todo este tiempo has estado protegiéndome, poniéndote delante de mí, Tatiana —dijo—. Ahora al fin lo entiendo. Me escondiste en Bethel Island ocho meses. Dos años estuviste escondiéndome y engañándome… para salvarme. ¡Qué idiota soy…! —susurró—. Destrozada o no, deshecha o no, en un caparazón o fuera de él… tú siempre has estado ahí, poniéndote delante de mí, mostrando tu rostro valiente e indiferente ante el extraño taciturno y destrozado por fuera y por dentro.

Tatiana permanecía con los ojos cerrados y abrazada al cuello de él.

—Ese extraño es mi vida —murmuró.

Se alejaron a gatas de Anthony para bajarse de la única cama de la que disponían, y se acomodaron en una manta en el suelo, parapetándose tras la mesa y las sillas.

—Abandonaste a nuestro hijo para ir a buscarme, y esto es lo que encontraste… —susurró Alexander, encima de ella, adentrándose en ella, en busca de paz. Gimiendo debajo de su cuerpo, Tatiana le clavó las uñas en la espalda—. Esto es lo que te trajiste de Sachsenhausen. —Los movimientos de Alexander eran intensos, profundos y urgentes. Oh, Dios… Allí sí hallaba un poco de consuelo…—. Creías que lo habías traído a él, Tania, pero me has traído a mí.

—Shura… tendré que conformarme… contigo…

Tenía las uñas clavadas en sus cicatrices.

—En ti —continuó Alexander, acercando los labios hacia la boca abierta de ella y hendiéndose en sus entrañas— se hallan todas las respuestas…

Todos los ríos vertieron su caudal en el mar, y pese a todo, el mar no quedó colmado.

Alexander no se puso en contacto con Burck. Al día siguiente, se reunieron con Tom Richter, quien no supo disimular su asombro al estrechar la delicada mano de la esposa, robusta como un buey, de Alexander, una esposa menuda, esbelta, sencilla, dulce y sonriente.

—Ya te lo advertí —dijo Sam a Richter en voz baja—. No es como tú esperabas.

—¡Es imposible! ¡Pero si parece incapaz de matar una mosca! Y mírala… es pequeña como un garbanzo.

—Caballeros —dijo Alexander, apareciendo por detrás de ellos y colocándoles la mano en el hombro—, ¿acaso están cuchicheando sobre mi mujer?

Puede que fuese pequeña como un garbanzo y que pareciese incapaz de matar una mosca, pero la promesa que Tatiana logró arrancarle a Tom Richter era del tamaño de las pirámides de Gizeh: su marido podía incorporarse a la reserva para acudir a una tranquila base militar a traducir documentos clasificados en una habitación. Las actividades relacionadas con los servicios secretos militares a puerta cerrada le parecían bien, incluso el apoyo logístico, si era necesario, analizando informes de inteligencia, tal vez incluso llevando a cabo algunos ejercicios de entrenamiento, pero nunca, por ninguna circunstancia, por ningún concepto, en ningún caso podría ser llamado a filas al combate activo. Tatiana dijo que las heridas que ambos habían sufrido en los diez años de Alexander en la guerra la convertían a ella en no apta para tolerar que él participase en ningún combate activo.

Richter accedió a todas las condiciones y Alexander pasó un mes sometiéndose a entrevistas, clasificaciones y pruebas, y acudiendo a sesiones de formación en Fort Meade, Maryland, mientras esperaba que ultimasen los trámites burocráticos de la reserva. Al final obtuvo el visto bueno de seguridad y un puesto como capitán en el cuerpo de oficiales en la reserva del ejército estadounidense. Richter consiguió incluso una réplica reluciente de una medalla del Congreso para Anthony, por quien sentía una gran simpatía. Algo más que simpatía sentía por una fabulosa Vikki, increíblemente coqueta con él aunque comprometida con otro, que había ido a ver a Tania y a sus chicos.

Tatiana y Alexander compartían largas veladas con Sam y Matt Levine y sus respectivas esposas, y salían a navegar a Chesapeake con Richter y Vikki. Whittaker Chambers y Alger Hiss estaban en boca de todos, y Dennis Burck abandonó el gobierno federal en silencio y sin dejar rastro.

Después de dos meses con Richter, Tatiana y Alexander siguieron su camino, por Wisconsin, Dakota del Sur, Montana, hasta los bosques de Oregón, a través de la tierra del lupino y el loto, en busca de su destino.