Capítulo 5

Bethel Island, 1948

Luchando contra molinos de viento

Se despidieron del perfume agridulce y embriagador de las uvas maduras y efervescentes, se subieron a su Nomad y se marcharon. Tatiana los guio hacia el sur y el este de Vianza para perderse en la llanura de los dos mil kilómetros cuadrados del delta de California, entre las islas tan próximas al nivel del mar que alguna se inundaba cada vez que llovía. A ciento sesenta kilómetros del valle del vino, en la desembocadura de los ríos Sacramento y San Joaquín, hallaron la minúscula Bethel Island, y fue allí donde se detuvieron.

Bethel Island, rodeada de canales fluviales, diques y marismas antediluvianas. Nada se movía en ninguna dirección, salvo las garzas reales. Los canales estaban hechos de cristal. El frío aire de noviembre estaba inmóvil, como si estuviese a punto de estallar una tormenta.

Ni siquiera parecía parte del mismo país, y sin embargo, indudablemente seguía siendo Estados Unidos. En Dutch Slough alquilaron una cabaña de madera con un largo embarcadero en forma de ele que se adentraba en el canal. La casa disponía de todo cuanto necesitaban: una habitación para ellos solos y un baño. Al otro lado del canal no había nada más que llanuras de campos y el horizonte.

—Parece Holanda —comentó Alexander mientras deshacían el equipaje.

—¿Te gustaría ir a Holanda algún día? —preguntó Tatiana, atareada con el trajín de hacer suya la casa.

—Nunca, por ningún concepto, me marcharía de Estados Unidos. ¿Cómo encontraste este sitio?

—Estudiando un mapa.

—¿Así que ahora también eres cartógrafa? —Alexander sonrió—. ¿Te apetece una copa de vino, mi pequeña geóloga, capitalista cartógrafa? —Se había traído consigo una caja de espumoso.

Al día siguiente, a las ocho en punto de la mañana, el cartero, a bordo de una barcaza, hizo sonar su corneta frente a la ventana del dormitorio de Tatiana y Alexander. Se presentó como el señor Shpeckel y les preguntó si tenían previsto recibir correo. Le contestaron que no. Pero tal vez la tía Esther querría enviarle a Anthony un regalo por Navidad. Tatiana dijo que no, ya llamarían a Esther en Navidad; con eso sería suficiente.

A pesar de que no iban a recibir correo, Shpeckel siguió pasándose por allí cada mañana a las ocho, haciendo sonar la corneta frente a su ventana sólo para que supieran que no traía ninguna carta para ellos, y para saludar a Alexander, quien siguiendo con su habitual costumbre militar, ya estaba levantado, aseado y vestido, y fuera en el embarcadero con una caña de pescar. Los canales albergaban ejemplares de esturión prehistórico y Alexander intentaba pescar alguno.

Shpeckel era un hombre de sesenta y seis años que llevaba veinte viviendo en Bethel. Conocía a todo el mundo; estaba al corriente de la vida de todos, sabía lo que hacían en su isla. Algunos tenían un trabajo, como él; otros estaban de vacaciones y otros eran fugitivos.

—¿Cómo hace para distinguirlos? —le preguntó Alexander una tarde cuando el cartero hubo acabado su ruta acuática.

Alexander lo había invitado a una copa.

—Bah, eso se ve —contestó Shpeckel.

—Entonces, ¿a qué categoría pertenecemos nosotros? —Quiso saber Alexander, sirviéndole un vaso de vodka, que el cartero confesó no haber probado nunca.

Brindaron y bebieron. Alexander lo apuró de un trago, mientras que Shpeckel sorbió el suyo despacio, como si fuera una taza de té.

—Ustedes son fugitivos —contestó Shpeckel, terminándose su vodka al fin y resoplando—. ¡Rayos! ¡No volveré a beber ese mejunje en mi vida! Me arde todo el cuerpo. Venga con nosotros a la Boathouse el viernes por la noche. Allí bebemos cerveza decente.

Alexander rehusó la invitación cortésmente.

—Pero se equivoca con nosotros. ¿Por qué dice que somos fugitivos? No somos fugitivos.

Shpeckel se encogió de hombros.

—Bueno, podría equivocarme, no sería la primera vez. ¿Cuánto tiempo se quedarán?

—No tengo ni idea. No mucho, creo.

—¿Dónde está su mujer?

—Cazando y recolectando —contestó. Tatiana había ido sola a la tienda a comprar comida. Siempre iba sola, rechazando los ofrecimientos de Alexander de acompañarla para ayudarla—. Hoy no he pescado ningún esturión.

Había otras clases de pescado en aquellas aguas: lubinas estriadas, siluros… y percas. La perca era un pescado ruso… «Ha llegado hasta aquí nadando desde las aguas del río Kama», pensó Alexander, divertido, mientras la pieza daba sacudidas en el sedal. Tatiana no comentó la existencia de percas rusas en aguas norteamericanas mientras la lavaba, la guisaba y la servía, y Alexander no comentó que ella no lo había comentado.

Sin embargo, Alexander sí comentó todo lo que le había dicho Shpeckel.

—¿Qué te parece? Llamarnos fugitivos a nosotros, que somos las personas más desarraigadamente arraigadas que conozco. Vamos por ahí, encontramos un lugar y luego no nos movemos de él.

—Menuda tontería… —convino ella.

—¿Me has comprado el periódico?

Tatiana contestó que se le había olvidado.

—Pero el ministro de Asuntos Exteriores checo Jan Masaryk murió ayer al «caerse» por la ventana de su despacho tras el golpe de estado comunista de Praga.

Lanzó un suspiro.

—Y ahora mi triste esposa también es locutora de noticias y defensora de los derechos de los checos. Pero ¿a qué viene tanto interés por Masaryk?

—Hace mucho tiempo, en 1938 —le explicó Tatiana con aflicción—, Jan Masaryk fue el único que defendió su patria cuando Checoslovaquia estuvo a punto de ser servida en bandeja de plata a Hitler. Los soviéticos lo odiaban, mientras que a Herr Hitler lo admiraban todos. En aquel entonces Hitler le quitó su país, y ahora los soviéticos le han quitado la vida. —Desvió la vista—. Y el mundo se ha vuelto del revés.

—No puedo saberlo —dijo Alexander—. Ni siquiera tenemos radio en la casa. ¿Has comprado una radio como te pedí? No puedo estar todo el tiempo yendo a la Nomad.

También se le había olvidado.

—¿Me has comprado la revista Time?

—Mañana, amor mío. Hoy te he traído unos libros norteamericanos muy buenos del siglo XIX. Las alas de la paloma, de Henry James, algunas historias de fantasmas de Poe y las obras completas de Mark Twain. Si quieres algo un poco más actual, aquí tienes el excelente El hombre eterno, de 1923.

El aislamiento era absoluto en su última frontera. La casa donde vivían tenía un nombre, en una placa. Se llamaba «Libertad». Los cielos seguían siendo de un gris acerado, sin sol día tras día, y las garzas azules se escondían tras los juncos en los campos al otro lado del canal, mientras que los cisnes se alejaban volando en formaciones solitarias. La quietud, hasta donde alcanzaba la vista, era vertical y horizontal.

Bueno, puede que no horizontal, pues tenían una habitación para los dos solos y una caja de vino espumoso.

Pasaron el invierno como ratas de agua en el mundo perdido del valle de Suisun Bay.

Una mañana de marzo de 1948, Shpeckel, con un saludo, después de hacer sonar su corneta dijo:

—Supongo que estaba equivocado con respecto a ustedes, capitán. Estoy sorprendido. Hay pocas mujeres capaces de soportar esta clase de vida, un día sí y otro también.

—Bueno, hay que conocerse bien —le respondió Alexander, con un cigarrillo en la boca y la caña de pescar en el agua—. Y usted no conoce a mi esposa.

Y Tatiana, que oyó el intercambio desde la ventana, pensó que a lo mejor Alexander tampoco conocía a su esposa.

El niño era increíble. Tenía el pelo muy oscuro, los ojos muy oscuros, y estaba haciéndose muy fuerte y robusto. Se subía a los barcos, y desde luego, él no le tenía miedo a nada. En Bethel Island le enseñaron a leer, en inglés y en ruso también, le enseñaron a jugar al ajedrez, a las cartas, a hacer pan. Compraron bates, guantes y pelotas, y pasaban los días de frío al aire libre. Los tres iban a un campo próximo y, enfundados en sus chaquetas de invierno, pues estaban a cuatro grados, chutaban un balón de fútbol, lanzaban una pelota de fútbol americano y bateaban una pelota de béisbol.

Anthony aprendió a cantar, en inglés y en ruso también. Le compraron una guitarra, y partituras de música, y las largas tardes de invierno, le enseñaban notas, acordes y canciones, y a leer la clave de fa y la clave de sol, las fusas y las semifusas. Y no tardó en ser él quien les daba lecciones a ellos.

Y una tarde, Tatiana, horrorizada, vio cómo su hijo cambiaba el cartucho de la Colt M1911 de su padre en seis segundos.

—¡Alexander! ¿Es que te has vuelto loco?

—Tania, dentro de poco cumplirá cinco años.

—¡Cinco, no veinticinco!

—¿Lo has visto? —exclamó Alexander con entusiasmo—. ¿Has visto lo bueno que es?

—Pues claro. ¿Pero no querrás enseñarle eso?

—Le enseño lo que sé.

—Pero no vas a enseñarle todo lo que sabes, ¿verdad que no?

—¡Oh, santo cielo! Ven aquí.

Hibernaron, comieron bayas, durmieron, esperando que el hielo se derritiese. Bajo la superficie, Tatiana estaba enmudecida. En su terror, parecía paralizada aun para sí misma. Por su hijo, por su marido, mostraba su cara más valiente, pero en su fuero interno, temía que aquello no fuese suficiente.

Sentados el uno junto al otro, Alexander y Anthony habían terminado de pescar; era el final de un día tranquilo, antes de la cena, y dejaron las cañas en el suelo. Anthony se encaramó al regazo de su padre y le tocó el vello del rostro.

—¿Qué pasa, hijo?

Alexander estaba fumando.

—Nada —contestó el niño despacio—. ¿Te has afeitado hoy?

—Ni hoy ni ayer.

No se acordaba de la última vez que lo había hecho. Anthony acarició la cara de Alexander y luego le besó la mejilla.

—Cuando sea mayor, ¿tendré la misma barba negra que tú?

—Por desgracia, sí.

—Pincha mucho. ¿Por qué mamá siempre dice que le gusta?

—A mamá a veces le gustan cosas muy extrañas —contestó Alexander, sonriendo.

—¿Y seré alto como tú?

—Claro, ¿por qué no?

—¿Y grande como tú?

—Bueno, eres mi hijo.

—¿Y voy a… ser como tú? —le susurró Anthony.

Alexander observó atentamente la mirada fija, dirigida hacia él, de su hijo. Se inclinó y lo besó.

—Puede ser, campeón. Tú y sólo tú decidirás la clase de hombre que quieres ser.

—¿Y tendré cosquillas, como tú?

Anthony tiró de la manga de la camisa de franela de su padre y le hizo cosquillas en la axila y la parte interior del codo. Le hizo cosquillas bajo los brazos.

Alexander apagó la colilla de su cigarrillo.

—Ten cuidado —le advirtió, acercando a su hijo hacia sí—, porque dentro de un minuto no tendré piedad contigo.

Anthony chilló, con los brazos alrededor de Alexander, que a su vez abrazaba a Anthony. La silla estaba a punto de caer al suelo. De repente, Anthony acercó la cabeza al oído de su padre.

—Papá, no te vuelvas, porque esto te asustará, pero mamá está detrás de nosotros.

—¿Y mamá da mucho miedo esta noche?

—Sí. Está llorando. No te vuelvas, te he dicho.

—Hmmm… —murmuró Alexander—. ¿Qué crees que le pasa?

—No lo sé. A lo mejor está celosa porque estamos jugando.

—No —contestó Alexander—. No es una mamá celosa.

Le susurró algo al oído a Anthony, quien asintió y se bajó lentamente del regazo de su padre. Ambos se volvieron para mirarla a la vez. Tatiana permaneció allí inmóvil, perpleja, con el rostro húmedo aún.

—Uno, dos, tres… ¡ya! —exclamó Alexander.

Echaron a correr y ella también salió huyendo; la persiguieron hasta la casa y la derribaron sobre la moqueta del suelo, y Tatiana reía y lloraba a la vez.

Alexander estaba sentado en el embarcadero alargado, con su chaqueta de invierno acolchada, fumando, pescando. Hacía semanas que no se afeitaba y tenía el pelo desgreñado y largo. Tatiana sabía que si lo mencionaba, si se lo acariciaba con las manos, si se lo miraba demasiado rato, él se lo cortaría, así que lo observaba por detrás mientras permanecía sentado en su silla, con una caña de pescar en el agua y el pitillo en la boca, tarareando algo. Siempre tarareaba una canción cuando intentaba pescar aquel esturión prehistórico.

Tatiana no podía evitarlo. Enjugándose las lágrimas, se acercó andando por el embarcadero hasta la silla, le acercó la cara a la cabeza y le besó la sien y la mejilla poblada de barba.

—¿A qué viene eso? —exclamó él.

—A nada —susurró ella—. Me gusta tu barba de pirata.

—Bueno, pues tu capitán Morgan acabará pronto. Estoy intentando pescar un pez para la cena.

—No me hagas llorar, Shura.

—Está bien, Tania. Tú tampoco. Tú con tus besos. ¿Qué pasa contigo y el niño últimamente?

Retuvo la cabeza de él unos instantes, en el hueco de su cuello.

—Ven adentro, cariño —le susurró—. Entremos. Tu baño ya está listo.

Acercó los labios a su pelo.

—Me ha crecido mucho, ¿verdad? —dijo con aire ausente.

Pero cuando entró en la casa, milagrosamente, no se lo cortó.

Más tarde, esa noche, en completa oscuridad, después de un tórrido baño conyugal, después del amor, con un leve soplo de voz, Alexander le preguntó:

—Cariño, ¿de qué tienes tantísimo miedo?

Tatiana no podía decírselo.

—Estamos aquí los tres juntos —siguió diciendo él—. Anthony está mejor que nunca.

—No deberías haberme contado tu sueño —respondió Tatiana débilmente—. En eso es en lo que pienso ahora: estoy despierta y en Alemania viendo cómo te arrastra Karolich. —Tatiana se alegraba de que todo estuviera a oscuras y él no pudiera ver su rostro—. ¿Y si toda esta pequeña vida nuestra… nosotros, fuese sólo una ilusión? ¿Y si de pronto desapareciese…?

—Ya —fue lo único que dijo él.

Durmieron un sueño inquieto y luego volvieron a apaciguarse, en el bendito silencio.

Perdidos en Suisun Bay

—¿Por cuánto tiempo más piensas retenerme aquí? —Era primavera, llevaban en Bethel seis meses. Tatiana no pudo evitar sobresaltarse—. ¿Día sí, día también, semanas, meses, años…? Dímelo. ¿Es aquí donde vamos a quedarnos? ¿Es esto lo que voy a hacer? ¿Debería quedarme con el trabajo de Shpeckel cuando muera? ¿Envío ya la solicitud, por si hay lista de espera?

—Shura…

Alexander se quedó pensativo.

—¿Acaso me estás ocultando de mí mismo? ¿Es que estamos aquí porque crees que no puedo sobrevivir ahí fuera?

—Pues claro que no.

—Entonces, ¿por qué me escondes?

—No te estoy escondiendo, amor mío. —Tatiana le frotó la espalda, acarició sus cicatrices—. Te preocupas por nada. Duerme.

Pero Alexander no tenía sueño.

—¿Qué pasa? ¿No me imaginas en una oficina? —preguntó—. ¿Con traje todo el día, sentado a una mesa, vendiendo acciones, bonos, seguros? ¿Yendo a visitarte a una bodega con mi traje de franela gris, de vuelta de mi despacho en la ciudad?

Tatiana se sentía morir por dentro.

—Sí te imagino yendo a visitarme.

—Mi padre quería que fuese arquitecto —dijo Alexander—. Buena cosa, un arquitecto en la Unión Soviética. Quería que construyese con los comunistas, puentes, carreteras, casas para los trabajadores.

—Sí.

—Y me he pasado la vida haciendo volar por los aires esas puñeteras casas. A lo mejor podría trabajar en demoliciones.

—No, tú no. —Tatiana sólo quería poner fin a aquella conversación—. No te preocupes. Ya lo decidirás.

Pero Alexander continuó.

—¿Es eso lo que estoy haciendo aquí? ¿Decidirlo? ¿Decidir quién soy? Me he pasado toda la vida haciéndome esa pregunta. Allí, en la Unión Soviética; aquí, en Suisun Bay. No hay respuestas fáciles para esa pregunta, yo, con águilas de las SS y hoces y martillos en los brazos.

«Tú eres un estadounidense, Alexander Barrington —quiso decirle Tatiana—. Un estadounidense que luchó en el Ejército Rojo y se casó con una chica rusa de Leningrado que no puede vivir sin su soldado. Ése eres tú».

—Mi madre y mi padre sabían quiénes eran.

Aquello era sin duda de lo último de lo que Tatiana quería hablar. Su cuerpo era como un resorte, un minuto más y saldría catapultada alejándose de él.

—Ellos no tienen nada que ver contigo —dijo, y ya no pudo decir nada más.

—El comunista y la feminista radical, los emigrantes soviéticos… Vaya si sabían quiénes eran… —Alexander se incorporó y se encendió un cigarrillo—. Esperemos que con el clima que se respira ahora mismo, nadie llegue a enterarse nunca de quiénes eran mi madre y mi padre, porque entonces, ¿quién me va a ofrecer un trabajo permanente? Hasta podría ser un maldito asesino en período de descanso, de vacaciones.

Expulsó unas volutas de humo por encima de la cama.

Tatiana no podía soportarlo, de modo que se cerró en banda.

—Jimmy te contrató, Mel te contrató, Sebastiani te contrató…

—Sí, hasta que alguien dice: ¿qué son esos números que llevas tatuados en el brazo, Alexander? Y nos vamos. No sé qué fue lo que pasó allí, en Vianza, pero tuvo que pasar algo, porque vivíamos en la gloria, pero no nos quedamos, ¿verdad que no? ¿Qué vamos a hacer? ¿Salir corriendo cada vez que alguien nos haga una pregunta? ¿Dónde prestaste servicio en el ejército, Alexander? ¿Y nos vamos derechos a meternos en el búnker, Tatiana? ¿Es así como vamos a vivir?

Tatiana no sabía cómo iban a vivir. No sabía si algún día llegarían a llevar una vida normal, como los demás, como los otros matrimonios, una vida sencilla, tranquila, apacible, buena. ¿Qué era una vida normal para cualquiera de los dos? No sabía por cuánto tiempo más podría mantenerlo lejos, metido en un búnker, en perfecto aislamiento, apartado del resto de la humanidad.

En defensa del amor

Alexander quería ver Idaho, Hell’s Canyon. Quería ver Mount Rushmore, Yosemite, Mount Washington, el parque de Yellowstone, los campos de trigo de Iowa.

«No —decía ella una y otra vez—, quedémonos aquí un poco más». Y las semanas seguían pasando.

«Te acompañaré a la tienda. Te ayudaré con la compra».

«No, tú quédate aquí y pesca algo para la cena, Shura».

«Me voy a la Boathouse, a tomar una copa con el cartero».

«Vayamos a Sacramento el domingo. Iremos a visitar una iglesia católica, luego almorzaremos en el Hyatt Regency, daremos un paseo por Main Street, le enseñaremos a Anthony el Capitolio y luego nos comeremos un helado».

«No quiero. Tengo cosas que hacer. Tengo que lavar, limpiar, cocinar, hornear, pelar y quitar escamas. Quiero que me fabriques un joyero para mis abalorios, un banco para sentarse, que arregles los postes de la valla, los tablones del embarcadero. Vayamos a dar una vuelta en barca por el canal en lugar de ir a Sacramento».

La reticencia de Tatiana a marcharse le recordaba a Alexander el invierno en Deer Isle… Estaba nevando incluso y aun así ella no decía «marchémonos». Todavía era así. Nevaba metafóricamente y ella seguía sin querer moverse.

Al principio, aquella lentitud no importó a Alexander. Lo dejaba a solas consigo mismo mientras pescaba y escuchaba los graznidos de las garzas, y le enseñaba a Anthony a remar y a jugar al béisbol y al fútbol, mientras Anthony le leía fragmentos de sus cuentos infantiles cuando Alexander estaba con la caña de pescar. El alma se estaba curando poco a poco. Y fue en Bethel Island, con su madre y su padre veinticuatro horas a su lado, cuidándolo, hablando con él, jugando con él, donde Anthony dejó de despertarse con pesadillas en plena noche y halló el silencio y la paz en su interior.

Y fue en Bethel Island donde Alexander dejó de necesitar baños de agua helada a las tres de la madrugada, contentándose con los baños de espuma caliente, con el cuerpo jabonoso de Tatiana a su lado, en la penumbra de última hora de la tarde.

Pero al final, un domingo por la mañana de julio de 1948, Alexander dijo: «Vayamos a Sacramento», y no era una sugerencia.

Fueron a Sacramento, asistieron a una misa católica y luego almorzaron en el Hyatt Regency.

Por la tarde, estaban paseando por Main Street, viendo escaparates, cuando un coche de policía se subió a la acera y del interior del vehículo salieron dos agentes que fueron corriendo hacia…

Por un segundo, no estuvo muy claro hacia dónde corrían, y fue en ese segundo cuando Tatiana se puso delante de Alexander, protegiendo la mitad del cuerpo de éste con su cuerpecillo minúsculo. Pasando de largo, sin prestar ninguna atención a los Barrington ni dedicarles una sola mirada, los dos agentes se metieron corriendo en la tienda de comestibles.

Tatiana se apartó. Alexander, reaccionando tardíamente, con los ojos abiertos como platos, se quedó mirándola fijamente.

Cuando se estaban tomando un refresco con helado en una cafetería, Alexander permaneció sentado frente a ella, observándola, esperando a que le diese una explicación de forma espontánea.

—Tania… —empezó a decir.

Ella hablaba con Anthony, sin mirar a Alexander a la cara, sin intención alguna de dar explicaciones.

—¿Sí?

—¿Se puede saber a qué ha venido lo de antes?

—¿El qué?

—Antes, con los policías.

—No sé de qué me hablas. Me he apartado de su camino. —Seguía sin mirarlo a la cara.

—No te has apartado de su camino. Te has puesto delante de mí.

—No tenía otro sitio donde ponerme.

—No, te has puesto delante de mí como si… —Alexander ni siquiera sabía cómo expresarlo. Entrecerró los ojos, entrecerró el corazón, vio algo, comprendió un poquito, no mucho, pero algo—. ¿Creías que venían… por mí?

—Eso es absurdo. —Tenía la mirada fija en su refresco—. Anthony, ¿quieres nata montada?

—Tania, ¿por qué has creído que venían por mí?

—No he creído eso, en absoluto.

Intentó esbozar una sonrisa.

Alexander tomó el rostro de Tatiana entre las manos. Ella desvió la mirada.

—¿No vas a mirarme? ¡Tania! ¿Qué pasa aquí?

—Nada. De verdad.

La soltó. El corazón le palpitaba con un martilleo extraño en el pecho.

Esa noche Alexander la sorprendió en la parte de atrás de la casa, cuando ella creía que él se estaba dando un baño, montando una y otra vez el percutor de su P-38. Apuntaba con ella a la altura del hombro, con las piernas separadas, sosteniéndola con ambas manos y con gran esfuerzo.

Alexander retrocedió, salió al embarcadero, se sentó en su silla y se puso a fumar. Cuando volvió al interior de la cabaña, se plantó delante de ella. Ya había guardado el arma.

—Tania —dijo—, ¿qué coño está pasando?

Hablaba demasiado alto, con Anthony a escasos metros de distancia, en su habitación.

—Nada, no pasa nada —repuso ella en voz baja—. Por favor…

—¿Me lo vas a contar?

—No hay nada que contar, cariño.

Alexander cogió su chaqueta y luego anunció que iba a dar una vuelta.

—Por cierto, te has olvidado de colocar el seguro de la P-38 —dijo fríamente—. Está al final de la empuñadura.

Se marchó sin dar a Tatiana posibilidad de réplica.

Alexander regresó varias horas después. No había comida en el fuego, y Tatiana estaba sentada muy rígida, como un tablón partido por la mitad, a la pequeña mesa de la cocina.

Se levantó de un salto cuando lo vio aparecer por la puerta.

—¡Por Dios, Shura! ¿Dónde has estado? ¡Te fuiste hace cuatro horas!

—Dondequiera que haya estado, lo lógico es que haya vuelto a casa hambriento —fue su lacónica respuesta.

Le preparó un sándwich frío de pollo y le calentó algo de sopa mientras él permanecía de pie junto a los fogones. Se llevó su plato y su cigarrillo afuera. Estaba seguro de que ella lo seguiría, pero no fue así.

Tras comer rápidamente, volvió a entrar en la casa, donde ella seguía sentada tras la mesa de la cocina.

—No querrás mantener esta conversación aquí en la casa, con Anthony —dijo Alexander—. Ven afuera.

—No quiero mantener esta conversación.

En dos zancadas se plantó a su lado y la arrancó de la silla.

—De acuerdo, de acuerdo —susurró ella, antes incluso de que él abriera la boca—. Vamos afuera.

Una vez fuera, en el porche, Alexander se colocó delante de ella bajo la oscuridad creciente, rodeados de un silencio absoluto salvo por el suave murmullo del agua y el lejano crujido de los árboles mecidos por una brisa fresca.

—Oh, Tatiana… —dijo Alexander—. ¿Qué has hecho?

Ella no respondió.

—He llamado a la tía Esther —le explicó él—. No ha sido fácil hacerla hablar. Luego he llamado a Vikki. Lo sé todo.

—Lo sabes todo —repitió ella, sin ninguna entonación, alejándose de él y meneando la cabeza—. No. No sabes nada.

—Me he estado preguntando por qué en dos años no has llamado a tu amiga. Por qué estudias los mapas con tanta atención. Por qué me proteges de los agentes de la ley. Por qué practicas con mi arma —Alexander hablaba en voz baja y herida—. Ahora lo sé.

Tatiana le dio la espalda bruscamente y él la agarró y la volvió para que lo mirara de frente de nuevo.

—Hace dos años… ¡dos años!, podríamos haber parado durante un tiempo en Washington de camino a Florida. ¿Qué sugieres que hagamos ahora?

—Nada —contestó Tatiana, zafándose de sus manos—. No haremos nada. Eso es lo que vamos a hacer.

—¿Es que no ves que desde su punto de vista parece que todo este tiempo hemos estado huyendo?

—No me importa lo que parezca.

—No somos fugitivos, no tenemos nada que ocultar.

—Ah, ¿no?

—¡No! Una conversación con los generales de Defensa y los burócratas del Departamento de Estado y nos habríamos ahorrado todo esto.

—Oh, Alexander… —exclamó Tatiana—. Hubo un tiempo en que eras capaz de verlo todo, como si las cosas fuesen transparentes. ¿Desde cuándo te has vuelto tan ingenuo?

—¡No soy ingenuo! Sé lo que está ocurriendo, pero ¿desde cuándo te has vuelto tú tan cínica?

—Ya hablaron contigo en Berlín. ¿Por qué crees que quieren hablar contigo otra vez?

—¡Es el procedimiento habitual! —gritó él.

—¡No es el procedimiento habitual! —repuso ella, a gritos también. Sus voces atravesaron los canales negros y retumbaron por los túneles subterráneos. Tatiana bajó la voz—. ¿Es que no entiendes nada? La Interpol también te está buscando.

—¿Y eso cómo lo sabes?

—Porque Sam me lo dijo, por eso.

Alexander se desplomó en la silla.

—¿Has hablado con Sam? —exclamó, consternado—. Lo sabías… ¿y no me lo dijiste?

—No te dije muchas cosas.

—Eso es evidente. ¿Cuándo hablaste con él?

No se lo dijo.

—¡Cuándo, te he dicho! —alzó la voz—. ¡Tania! ¿Cuándo? Por las buenas o por las malas, vas a decírmelo. Será mejor que me lo digas por las buenas.

—Hace ocho meses —susurró ella.

—¡Hace ocho meses! —gritó él.

—¿Por qué has tenido que llamar a Esther…? ¿Por qué…? —Tatiana dejó caer los brazos, derrotada.

—¿Por eso nos marchamos de Napa? Oh, Dios santo… —Le dirigió una mirada cargada de reproche—. Todo este tiempo, trasladándonos de un sitio a otro, sin dejar de retorcerte las manos, tu silencio… hablándome de deserción en los Urales… ¿A qué has estado jugando, Tatiana, sabiendo todo esto…?

El sentimiento de decepción de Alexander era tan grande que no le quedó más remedio que apartar la vista de ella. ¿Cómo podía la Tatiana que él creía conocer ocultarle tan bien secretos de semejante magnitud? ¿Y qué le pasaba a él, que nunca la había presionado, nunca había insistido, nunca había hecho preguntas, a pesar de que presentía que algo no iba bien? Alexander no podía mirarla. Tatiana seguía de pie ante él, sin hablar.

—Nos marcharemos mañana por la mañana —dijo él al fin—. Nos marcharemos e iremos a Washington.

—¡No!

—¿No?

—Eso es, no. Por ningún concepto. No nos moveremos. No iremos a ninguna parte, salvo a los bosques de Oregón.

—No pienso ir a los bosques de Oregón —repuso Alexander—. No voy a esconderme en los Urales. Ni en Bethel Island.

Tatiana inclinó el cuerpo hacia él y alzó la voz, haciéndola resonar en la distancia.

—¡No nos vamos y no hay más que hablar! —sentenció—. No nos vamos a ninguna parte.

Alexander arrugó la frente ante su rostro iracundo.

—Bueno, pues yo sí me voy.

A Tatiana le temblaba la boca al incorporarse.

—Ah, eso es estupendo, tú te vas, tú, tú y sólo tú, como si estuvieras solo. Vuelves al frente, ¿no? Muy bien, pues entonces tendrás que irte sin mí, Alexander. Esta vez, si te vas, te irás solo. Ni Anthony ni yo iremos contigo.

Alexander se levantó con tanta furia que derribó la silla, los platos, los vasos y los cigarrillos. Tatiana retrocedió unos pasos, levantando las manos; Alexander dio un paso amenazador hacia ella.

—¡Ésta sí que es buena, joder! —Se estaba arrimando demasiado a ella en el embarcadero—. ¿Me amenazas con dejarme?

—¡No te amenazo con dejarte! —le gritó—. ¡Eres tú el que me está diciendo que se va! ¡Yo te digo que no nos vamos!

—¡Sí!

—¡No!

Anthony salió al exterior, despierto y alertado por los gritos, y se quedó con expresión temerosa al borde del embarcadero. Jadeando con furia, Tatiana y Alexander se miraron fijamente. A continuación, Tatiana se llevó al niño adentro y no volvió a salir.

Al cabo de mucho rato, Alexander regresó a la casa y encontró a Tatiana bajo el edredón de la cama. Se sentó y ella se volvió del otro lado, dándole la espalda y hecha un ovillo.

—¿Qué, ya está? —dijo él—. Te vas, me dejas con la palabra en la boca, te metes en la cama, ¿y ya está?

—¿Qué más quieres? —repuso ella con voz indiferente.

—Mi propio gobierno me está buscando —dijo él—. No pienso permitirlo. —Tatiana se estremeció—. ¿Es que no lo entiendes? Van a ir por mí, Tania —le explicó—. Un día, más tarde o más temprano, me encontrarán, trabajando en alguna granja, recogiendo uvas, haciendo vino, pilotando un barco, pescando langostas y las leyes de prescripción de delitos no me salvarán.

—Sí, sí te salvarán —dijo ella—. Al cabo de diez años sí.

—¿Bromeas? —le susurró a la espalda—. ¿Diez años? ¿De qué estás hablando? ¿Qué soy, un espía? ¡Yo no he hecho nada malo!

—Bueno, si vuelves, te esposarán y te encerrarán por obstrucción a la justicia, por haber huido o incluso por traición. Te meterán en la cárcel a pesar de que no hayas hecho nada malo. O peor aún…

Tatiana estaba hablando a la almohada, Alexander apenas la oía.

—Entonces, ¿qué propones tú? —inquirió—. ¿Vivir el resto de tu vida esperando ir siempre un paso por delante del gobierno de Estados Unidos?

—No puedo mantener esta discusión contigo, Shura —replicó Tatiana—. De verdad que no puedo.

Alexander la obligó a volverse para mirarlo, pero ella le dio la espalda de nuevo. La acercó a él, pero ella se apartó y se tapó la cabeza con las sábanas. Alexander retiró todas las almohadas, todas las sábanas y las mantas y lo arrojó todo al suelo, dejándola desnuda en la cama vacía. Ella se tapó el cuerpo con las manos. Él le apartó las manos y Tatiana forcejeó con él. Alexander se zambulló en su vientre desnudo, en el suave triángulo dorado bajo su ombligo, presionándolo con la boca, susurrándole: «Tócame, tócame la cabeza». Ella estaba temblando y no lo hizo. Él se tumbó completamente vestido encima del cuerpo desnudo de ella, plano sobre ella, pero puesto que no había paz en el interior de Tatiana, tampoco podía haberla para él. Atravesando la tristeza de ella con su propia tristeza, sin apenas desvestirse, le hizo el amor sordo y mudo y después permanecieron tumbados, sordos y mudos, incapaces de expresar las palabras que les traspasaban el corazón; él creía haberlo dicho todo y ella creía no haber dicho lo bastante.

Tatiana le estaba dando la espalda y él le daba la espalda a ella.

—No pienso vivir de este modo —anunció él—. Así era mi vida en la Unión Soviética, atrapado, huyendo permanentemente, mintiendo, siempre con miedo… Ésa no puede ser mi vida en Estados Unidos. No puede ser eso lo que quieres para nosotros.

—Yo sólo te quiero a ti —dijo ella—. Yo te quiero en los Urales, no me importa a cuántos hombres mates con tu deserción. Ya lo sé, es imperdonable, pero no me importa. Te quiero huyendo, atrapado y mintiendo. Te quiero y te querré de todas las formas posibles. No me importa lo difícil que pueda llegar a ser. Todo ha sido difícil.

—Tania, por favor. No lo dices en serio.

—Oh, sí, ya lo creo que lo digo en serio —repuso—. Qué poco me conoces… Será mejor que vuelvas a hacer ese test de la revista, Shura.

—Eso es verdad —dijo él—. Salta a la vista que no te conozco en absoluto. ¿Cómo puedes habérmelo ocultado todo este tiempo?

Tatiana no respondió, tan sólo dio un respingo.

Alexander la obligó a abandonar su posición fetal y le apartó las muñecas de la cara.

—Me has engañado todo este tiempo, ¿y ahora me dices que no vas a venir conmigo?

—Por favor… —susurró ella—. Por favor… ¡Estás tan ciego! Te lo suplico, te lo suplico, entra en razón. Escúchame. No podemos ir a ellos.

—Yo ya he vivido en una prisión —dijo Alexander, apretándole las muñecas, aplastándola—. ¿Es que no lo entiendes? Quiero vivir una vida distinta contigo.

—¿Lo ves? Ésa es la gran diferencia que hay entre tú y yo. Yo sólo quiero vivir una vida contigo —dijo Tatiana, sin forcejear con él en absoluto, limitándose a yacer allí tendida y frágil bajo sus manos—. Ya te lo dije en Rusia. No me importaría si viviésemos en mi fría habitación del Quinto Soviet, con Stan e Inga al otro lado de la puerta. Lo único que quería era vivir allí contigo. No me importa si vivimos aquí en Bethel Island, o en un cuartucho en Deer Isle. La Unión Soviética, Alemania, aquí… no me importa. Sólo quiero que sea contigo.

—¿Siempre huyendo, escondiéndonos, asustada para el resto de tu vida? —dijo Alexander—. ¿Así es como quieres vivir?

—De cualquier forma —respondió ella, llorando—. Sólo contigo.

—Oh, Tania… —exclamó él, soltándola.

Ella se arrastró hasta él, lo sujetó por los hombros y lo zarandeó.

—Ni ahora, ni en Rusia, ni nunca, jamás… —dijo ella, entre espasmos de ira y sollozos—. ¡Nunca te has protegido a ti mismo por mí, por Anthony…!

—Chsss… —dijo él, abriendo los brazos—. Ven aquí, chsss… Pero ella no se acercaba, con las manos crispadas en actitud de súplica.

—Por favor, no vayamos… —dijo—. Hazlo por Anthony. Necesita un padre.

—Tania…

—Hazlo por mí… —susurró.

Congelados en el tiempo, permanecieron fundidos en un abrazo de noviembre en Leningrado.

—Me juré a mí misma en Berlín —le dijo Tatiana, hablándole al pecho— que nunca volverían a tenerte.

—Ya lo sé —respondió Alexander—. Entonces, ¿qué vas a hacer? ¿Inyectarme morfina como tenías planeado? ¿Matarme como no quisiste matar al coronel Moore? —Le ofreció el brazo extendido, señalándose las marcas azules del antebrazo—. Venga. Aquí mismo, Tatiana.

—Oh, ¡calla, cállate ya…! —masculló furiosa, apartándole el brazo de un manotazo.

No volvieron a hablar durante el resto de la noche.

Por la mañana, sin dirigirse la palabra entre ellos y apenas a Anthony, recogieron sus cosas y se marcharon de Bethel Island. El señor Shpeckel se despidió de ellos desde su barca, con aire apesadumbrado bajo el pálido amanecer.

—¿Qué le dije, capitán? —Se dirigió a Alexander—. Siempre supe que eran unos fugitivos.

Tras una jornada de trayecto en absoluto silencio, en algún lugar entre las dunas de arena de Nevada, Alexander susurró, acunando a Tatiana, que estaba metida en su saco de dormir:

—No volverán a tenerme, te lo prometo.

—Ya —repuso ella—. Ni ellos ni yo.

—Venga, yo me encargaré de solucionarlo todo. Confía en mí.

—¿Confiar en ti? —exclamó Tatiana—. Confiaba tanto en ti que creí tus mentiras y me marché de la Unión Soviética, embarazada y creyendo que habías muerto.

—No estabas sola. Se suponía que tenías que estar acompañada por el doctor —le susurró—. Matthew Sayers iba a sacarte.

—Sí, pero no contaste con la posibilidad de que se muriera de repente. —Tatiana inspiró hondo—. No me hables. Quieres que haga lo que tú quieras, muy bien, haré lo que tú quieras, pero no me hables, no intentes suavizar las cosas.

—Yo no puedo suavizar las cosas —repuso él—. Quiero que seas tú la que suavice las cosas.

Alexander era consciente de que más allá de Sam Gulotta y los norteamericanos furiosos, a quien más temía Tatiana era a los rusos. Él no estaba libre de culpa, no era inocente, y su mujer tenía motivos para estar asustada. No podía verle la cara a Tatiana.

—Tania —dijo Alexander despacio, en tono conciliador, acariciándola—, ¿quieres arreglar las cosas? Ayúdame a solucionar esto. Sé que no quieres vivir con este miedo paralizador. No has podido pensar con claridad en todo este tiempo. Ayúdanos, por favor. Libérate. Libérame a mí.

Otra noche negra, cerca de Hell’s Canyon, en Idaho, Alexander le dijo:

—¿Cómo puedes haberme ocultado algo así? ¿Algo tan serio, tan grave? Se supone que tenemos que afrontar esto juntos, de la mano. Como amantes.

Alexander estaba dentro del saco de dormir, tumbado encima de la espalda de ella, ligado a ella, las manos de ambos entrelazadas.

—¿Afrontar el qué juntos? —repuso ella, con la voz amortiguada por la almohada—. ¿Que te entregues a las autoridades, que es lo que has decidido hacer en cuanto te has enterado de que estaban buscándote? Vaya, me pregunto por qué no te lo dije. Es un misterio.

—Si me lo hubieses dicho, lo habríamos solucionado entonces, en lugar de tener que tapar el agujero del Titanic ahora.

—El Titanic estaba condenado a hundirse en cuanto chocó contra ese iceberg —replicó Tatiana—. Nada habría podido salvarlo, así que perdóname si te digo que detesto tus metáforas.

Al final, Tatiana le dio a Alexander el número de Sam Gulotta. Alexander llamó desde una cabina, Sam le devolvió la llamada y pasaron una tensa hora al teléfono, Tatiana escuchando las frases de su marido y mordiéndose las uñas. Cuando colgó, Alexander dijo que Sam había accedido a encontrarse con ellos al cabo de diez días en Silver Spring, Maryland.

Anthony, intuyendo que algo no andaba del todo bien, apenas exigía la atención de sus agotados padres. Leía, tocaba la guitarra, dibujaba y jugaba con sus soldados. Pero empezó a despertarse de nuevo en medio de la madrugada y a meterse en la tienda con su madre. Tatiana tuvo que volver a usar camisón.

Sin contar historias, sin risas ni bromas, recorrieron los caminos serpenteantes de su Estados Unidos, el norte a través de los ríos de Montana, hacia el sur por las montañas de Wyoming y las zonas desérticas de Dakota del Sur. Un día tras otro, embargados por la tristeza, atravesaban el país a bordo de su Nomad, plantaban las tiendas de campaña, cocinaban en las hogueras, comían de un solo cuenco. Tatiana y Alexander se subían la cremallera del saco de dormir, y luego dormían encajados el uno en el otro, un cuenco de metal dentro del otro, ella incrustada en el pecho de él, apretándose contra su corazón, engullida por su cuerpo malherido. Él no sabía qué estaba pasando. Sentía que todos sus instintos lo estaban abandonando, no lograba encontrar la salida del lodo ciego del terror de Tatiana. Ambos estaban exhaustos por culpa de sus demonios, por la inquietud durante el día y los temores por las noches. Ansiaban dormir, pero cuando el sueño llegaba, era entrecortado y negro. Ansiaban ver el sol, pero cada sol los acercaba cada vez más a Washington D. C., el epicentro de sus pesadillas.