Vianza, 1947
Las alegres burbujas del Bisol Brut
¡Y vaya si inundaba el vino aquel valle! Chardonnay, cabernet, merlot, pinot noir, sauvignon franc, sauvignon blanc… pero el vino espumoso era el más delicioso de todos, afrutado, suave, con aroma a frutos secos, un estallido de placer en boca con todo su sabor a manzana verde y cítricos, y las burbujas atrapadas en la botella para alcanzar efervescencia y el disfrute máximos.
Había sido la familia Sebastiani quien los había atraído. Italianos, dirigían su minúscula bodega californiana a la que se accedía, por una serpenteante y accidentada carretera flanqueada de árboles y envuelta en niebla, entre otras extensiones de viñedos que iban desde las montañas Mayacamas en el este y las Sonomas en el oeste. Los Sebastiani dirigían su bodega como si viviesen en la Toscana, y su casa mediterránea de estuco amarillo parecía un edificio recién sacado de la vieja patria de la madre de Alexander. A este último casi ni le dio tiempo decir que sí cuando Nick Sebastiani decidió contratarlo allí mismo.
Acto seguido, se llevó a Alexander, a las cuatro de la tarde. Estaban a finales de agosto y era la época de la vendimia, de modo que había que arrancar las uvas de las cepas inmediatamente o les pasaría algo terrible, algo relacionado con una desmesurada acidez. Había que «refrescarla», «pisarla», «separar el hollejo del grano» y «triturarla en cubas de acero». Eso es lo que Nick le dijo a Alexander mientras Tatiana permanecía en el aparcamiento de gravilla con Anthony, tratando de pensar qué hacer a continuación.
Tomó al niño de la mano y se acercó paseando hasta la bodega, se presentó a Jean Sebastiani y un cuarto de hora más tarde no sólo se sorprendió catando y admirando los desconocidos pero agradables caldos sino aceptando nada menos que un trabajo como camarera para servir el vino en la zona del patio al aire libre.
Tatiana musitó algo acerca de su hijo, pero Jean contestó:
—No, no se preocupe, el chico puede ser su ayudante. Así tendremos más clientes, ya lo verá.
Y en efecto, los clientes adoraban al pequeño ayudante… y tampoco veían con malos ojos precisamente a la joven madre. Tatiana seguía constriñéndose con corpiños una talla menor que la suya mientras sus extremidades blancas asomaban por los vestidos blancos sin mangas en el ajetreo de desplazarse de una mesa a otra. Al tiempo que Alexander recorría los campos recogiendo hectáreas enteras de uva, y ganando siete pavos al día por sus doce horas de duro trabajo, Tatiana recibía propinas como si trabajase para un emperador.
Alexander no podía hacer otra cosa aparte de dejar aquel trabajo, pues había demasiados hombres dispuestos a trabajar por un jornal aún menor. Así que siguió trabajando del único modo que sabía hacerlo y cuando Nick Sebastiani lo vio, le aumentó el sueldo hasta diez dólares al día y lo puso al frente de una cuadrilla de otros veinte vendimiadores inmigrantes.
Temporalmente, dormían en la caravana cerca de los barracones de los trabajadores para poder usar las instalaciones de los servicios y las duchas. Sebastiani quería que Alexander viviese en los barracones con el resto de los trabajadores, pero Alexander se negó rotundamente.
—No pienso alojarme en los barracones con mi familia, Tania. ¿Esto qué es, Sachsenhausen? ¿Vas a ser mi mujercita de los campos de trabajo?
—Si tú quieres…
Buscaron alojamiento más lejos de la finca, y alquilaron una habitación en la segunda planta de un hotel tres kilómetros más abajo de la carretera. La habitación era cara, pues costaba cinco dólares al día, pero muy espaciosa. La cama era de un tamaño que ninguno de los dos había visto en toda su vida; Alexander la llamaba la cama de burdel, porque ¿quién si no iba a necesitar una cama de aquellas dimensiones? Él se habría contentado con dos camitas individuales como las de Deer Isle; hacía tanto tiempo que no dormían en ninguna como aquéllas… Anthony disponía de su propia cama plegable en un rincón. Había un baño con ducha al fondo del pasillo, y el desayuno y la cena se servían en el comedor de la planta baja, por lo que Tatiana no tenía que cocinar. Ni a Alexander ni a Tatiana les hacía ninguna gracia esta última parte.
Alexander anunció que en cuanto empezase a hacer frío, se marcharían. Llegó septiembre y seguía haciendo calor, y eso a él le gustaba. Pero lo que era aún mejor, Tatiana no sólo estaba ganando algo de dinero sino que bebía un poco de vino espumoso, Bisol Brut, y estaba adquiriendo paladar. Después del trabajo, se sentaba con Anthony y se servía un poco de pan y queso y una copa de espumoso. Cerraba la bodega, contaba el dinero, jugaba con el chico, esperaba a que Alexander volviese de trabajar y tomaba un sorbo de su copa. Para cuando llegaban al hotel y daban buena cuenta de la cena, de un poco de tarta de chocolate, de más vino, se daban un baño, acostaban a Anthony y Tatiana se zambullía en los edredones de plumón de oca, con los brazos estirados por encima de la cabeza, estaba tan achispada, tan relajada, tan complaciente ante cualquiera de los requerimientos implacables de su marido, gozando con unos orgasmos tan incesantes e intensos, que Alexander no habría sido un hombre mortal si hubiese permitido que algo se hubiese interpuesto entre su esposa y el Bisol Brut. ¿Quién cometería la locura de marcharse para irse a tierras de secano? Aquellas tierras rezumaban vino espumoso por los poros, y así era como les gustaba a ambos.
Alexander empezó a susurrarle al oído de nuevo, poco a poco, noche tras noche.
—Tania… ¿quieres saber lo que me vuelve loco?
—Sí, amor mío, por favor, dímelo. Por favor, dímelo al oído.
—Cuando te sientas así, derecha, con las manos en el regazo, y se te juntan los pechos… y con esos pezones rosados, tan suaves… Se me corta la espiración cuando tienes los pezones así.
—El problema es que cuando te veo mirarme, los pezones dejan de estar suaves y blandos.
—Sí, la verdad es que debería darte vergüenza… —le susurra, sin aliento, engulléndolos con la boca—. Pero también tus pezones duros me vuelven completamente loco, así que así está bien, Tania. Todo está muy bien…
Anthony estaba separado de ellos por un biombo, con lo que conseguían cierta intimidad, y cuando hubieron pasado unas cuantas noches sin que el pequeño se despertara, dieron rienda suelta a sus fantasías más audaces; Alexander le hizo cosas increíbles a Tatiana, cosas que hacían que sus gemidos, espoleados por las burbujas del vino, fuesen tan absolutamente desatados que Alexander no tuvo más remedio que poner en práctica nuevas formas para contener su habitual y exquisito control sobre su propio desenfreno.
—Dime lo que quieres. Haré todo lo que tú quieras, Tania. Dímelo. ¿Qué puedo hacer… por ti?
—Lo que quieras, amor mío… Hazme todo lo que tú quieras.
No había fantasmas del Gulag rondando su pasión devoradora en aquella cama encantada junto a la ventana, la cama que era una isla de edredones de plumón con cuatro postes y un dosel, con almohadones enormes y entre aquellas sábanas… y después él se tumbaba extenuado, empapado en sudor, y ella se quedaba sin resuello, y le murmuraba en el pecho que ella querría una cama grande y suave como aquélla para siempre, tan reconfortada estaba y tan sumamente complacida con él. Una vez, le preguntó, sin aliento:
—¿No es esto mejor que la dura cocina de Lazarevo?
Alexander sabía que ella quería oír un sí de sus labios, y él le respondía que sí, pero no lo decía de corazón, y aunque ella quería que él lo dijese, Alexander sabía que ella tampoco quería que lo dijese de corazón. ¿Acaso había algo capaz de acercarse siquiera a Lazarevo, donde, habiendo estado al borde de la muerte, sin champán, ni vino ni pan ni una cama; sin trabajo ni comida ni Anthony ni otro futuro más que la pared y las cortinas, de algún modo habían conseguido durante una breve luna vivir en la dicha suprema? Habían vivido completamente aislados, y en sus recuerdos seguían cerca de los Urales, en la helada Leningrado, en los bosques de Luga, cuando, enfebrecidos, se habían fundido en uno solo, irremisiblemente condenados, irremisiblemente solos. Y pese a todo… no había más que contemplar la luz trémula del cuerpo de Tatiana, como en un sueño, en Estados Unidos, en la fragante tierra del vino, con la copa llena de champán, en una cama de edredones blancos, con el pecho, los labios en él, los brazos envolviéndole el cuerpo, tan reconfortantes, tan sinceros… y tan reales…
—Quieres que te susurre al oído… —le murmura Alexander otra noche oscura entre edredones, noche oscura en ese momento pero con el alba ya demasiado próxima.
Ella está boca arriba, con los brazos por encima de la cabeza, el pelo de oro recién lavado que huele a champú de fresa. Está apoyado encima de ella, disfrutando del sabor a chocolate y vino de su cuerpo, besándole los labios abiertos, el cuello, la clavícula, lamiéndole los pechos, los pezones henchidos.
—¿Tal vez no sólo que me susurres? —dice ella jadeando.
Alexander se desplaza hacia abajo, y hunde el rostro en su vientre, de rodillas frente a ella; le besa despacio la carne de los muslos, atendiendo a sus súplicas susurrantes. Para adaptar su propio ritmo al de ella, la acaricia lo más leve e irregularmente posible. Cuando Tatiana empieza a gritar de placer, se detiene, dándole unos segundos para que se serene. Pero ella no se aplaca. Alexander vierte un poco de vino espumoso sobre ella, y el vino estalla en su efervescencia y ella se curva formando un arco con la espalda, y luego le lame el vino, bebiéndoselo a besos, bebiéndoselo a lametones… Ella jadea sin cesar, agarra las sábanas con dedos suplicantes.
—Por favor, por favor… —susurra.
Alexander entierra las palmas de las manos en la parte interior de los muslos y le dice:
—¿Sabes lo dulce que eres? —La besa—. Estás tan húmeda, tan caliente… Tatia, eres tan hermosa…
Hunde la boca en su dulce surco, adorándola.
Tatiana suelta un grito ahogado, jadea, agarra las sábanas y grita una vez, y otra y otra.
—Te quiero.
Y Tatiana llora.
—Lo sabes, ¿verdad? —le susurra él—. Te quiero. Estoy ciego por ti, loco por ti. Estoy enfermo de amor por ti. Enfermo de amor por ti. Te lo dije la primera noche que estuvimos juntos, cuando te pedí que te casaras conmigo, y te lo digo ahora. Todo lo que nos ha pasado, absolutamente todo, es porque crucé aquella calle por ti. Te adoro. Lo sabes muy bien. Por cómo te abrazo, por cómo te toco, mis manos en tu cuerpo, Dios, dentro de ti, todo lo que no puedo decirte durante el día, Tatiana, Tania, Tatiasha, amor mío, ¿me sientes? ¿Por qué lloras?
—A eso lo llamo yo susurrar…
Alexander sigue susurrándole, ella llora, ella se entrega en una rendición incondicional y llora y llora. La entrega no resulta fácil, ni para ella ni para él, pero sí hay entrega en el refugio de la noche.
Y por la mañana púrpura y gris, Alexander encuentra a Tatiana junto al lavabo del dormitorio, lavándose la cara y los brazos. La mira y se acerca a su lado. Tatiana ladea la cabeza hacia él. Alexander la besa.
—Vas a llegar tarde —le dice Tatiana con una pequeña sonrisa. Alexander siente un ardor en el pecho con el recuerdo de la noche anterior, le duele de deseo. Sin decir una palabra, la abraza por detrás y luego le baja el corpiño por los hombros, cubriéndolos de espuma y recorriéndole los pechos con las manos húmedas y jabonosas, rodeándolos, sujetándolos, acariciándolos—. Shura, por favor… —le susurra, temblando, con los pezones rosados y ardientes, erectos, perforando las manos de Alexander.
Anthony se ha despertado. Alexander vuelve a colocarle el corpiño húmedo a Tatiana y ésta dice:
—Bueno, ahora es inútil, ¿no te parece?
—No del todo —contesta Alexander, apartándose, observándola en el espejo mientras ella termina de lavarse, con los senos rotundos, llenos, el corpiño transparente, y los pezones erectos y duros.
Tatiana sigue bailando durante todo el día en el corazón de Alexander y en sus entrañas ebrias e insaciables.
Algo se ha despertado en el interior de Alexander allí, en el valle del vino y de la luna. Algo que él creía muerto.
Puede que una mujer joven a quien todas las noches se le hacía el amor con tanta dedicación, a quien todas las noches se le prodigaban caricias tan ardientes, no pudiese pasearse durante el día sin que le reluciesen todos los poros de la piel, sin exudar su exuberancia nocturna. Puede que no hubiese forma de ocultar su sensualidad, porque lo cierto era que los clientes acudían atraídos irresistiblemente por sus bandejas de vino. Venían de todas partes y se sentaban fuera, en las mesas del patio que ella atendía, y Tatiana, siempre acompañada de Anthony, se acercaba radiante y vaporosa, con la sonrisa perpetua en la boca carnosa y a veces señalada por la pasión, y les decía:
—Hola, ¿en qué puedo servirles?
Alexander no creía que fuese a su hijo a quien iban a ver aquellos urbanitas enfundados en sus trajes de franela gris los días laborables. Alexander lo sabía porque él mismo había aparecido por sorpresa desde los campos un día para almorzar en una de las mesas de Tatiana.
En realidad, lo que hizo fue sentarse a una de sus mesas y al punto, Anthony salió corriendo disparado hacia él y se sentó en su regazo, y esperaron y esperaron mientras la madre y esposa trajinaba de acá para allá, revoloteando como un colibrí, riendo, bromeando con la clientela como una comedianta… sobre todo con dos hombres vestidos con trajes bien planchados que se quitaron el tembloroso sombrero para dirigirse a ella y se quedaron boquiabiertos admirando los labios irresistibles de Tatiana mientras pedían otra copa de vino. Sus expresiones hicieron que Alexander bajara la mirada a la cabeza de su hijo y dijese despacio:
—Dime, Anthony, ¿mamá siempre está tan ocupada?
—Pero si hoy es un día tranquilo, papá… Pero ¡mira cuánto me he sacado!
Le enseñó a su padre cuatro monedas de cinco centavos, Alexander le alborotó el pelo.
—Eso es porque eres un buen chico, campeón, y todos lo saben.
Anthony se bajó corriendo y Alexander continuó observándola, Tatiana llevaba un vestido de algodón blanco de tubo, recto, sin mangas y muy sencillo, ajustado en la cintura y con el dobladillo justo por debajo de la rodilla. Uno de los hombres del traje de franela bajó la mirada y comentó algo, señalando las uñas de los pies de color rosa chicle que Tatiana se había pintado, desnuda para Alexander el domingo anterior por la tarde, mientras Anthony dormía la siesta. Tatiana dejó escapar una risa. El hombre del traje de franela estiró el brazo y apartó unos mechones sueltos del rostro de Tatiana, quien retrocedió un paso, dejó de sonreír y se volvió para ver si Alexander lo había advertido. Efectivamente, lo había visto todo. De modo que al fin, Tatiana echó a andar hacia su mesa. Él se sentó con los brazos cruzados en la silla redonda de metal con patas largas que chirriaban contra las losas de piedra del suelo cada vez que se movía.
—Perdona que haya tardado tanto —le murmuró Tatiana tímidamente, dedicándole una sonrisa incluso a él, a pesar de ir vestido con su mono de trabajo y no con un traje—. ¿Has visto qué ocupada estoy?
—Lo he visto todo —dijo Alexander, estudiando su rostro unos instantes antes de cogerle la mano, volverla con la palma hacia arriba y besarla, acariciándole la muñeca con los dedos.
Sin soltarla, le apretó la muñeca con tanta fuerza que Tatiana soltó un grito pero ni siquiera trató de zafarse de él.
—¡Ay! —exclamó—. ¿A qué ha venido eso?
—Sólo un oso come de este tarro de miel, Tatia —le dijo, apretándole aún la muñeca.
Tatiana se ruborizó, inclinó el cuerpo hacia él, y dijo con voz de falsete, exageradamente cantarina:
—Huy, capitán, aquí tiene su pastel de manzana, capitán, y se me va a subir el vuelo del vestido porque va usted tan rápido, capitán… Y ¿se ha fijado usted en mis tetas bamboleantes, capitán?
Alexander se echó a reír.
—¿Tetas bamboleantes? —exclamó en voz baja, muerto de risa, besándole la mano de nuevo antes de soltarla—. Oh, sí, ya lo creo que me he fijado en ellas, guapa.
—¡Chsss!
Tatiana corrió a traerle la comida y luego se sentó a su lado mientras Anthony se encaramaba al regazo de su padre.
—Ah, pero ¿tienes tiempo para sentarte conmigo? —preguntó él, tratando de comer con una sola mano.
—Un poco. ¿Qué tal te ha ido la mañana? —Retiró un trozo de sarmiento del pelo de Alexander—. Anthony, ven aquí con mamá. Deja comer a tu padre.
Alexander negó con la cabeza, comiendo enérgicamente.
—Déjalo, no me molesta. He tenido días mejores. Traíamos una carga de uvas de otro viñedo y se me ha caído media tonelada del camión.
—Oh, no.
—Anthony, ¿tú sabes cuánto es media tonelada? —le dijo Alexander a su hijo—. Quinientos kilos. Me tropecé con un bache en la carretera. —Se encogió de hombros—. ¿Qué quieres que te diga? Si no quieren que se caigan las uvas, que arreglen el asfalto de la carretera.
—¡Media tonelada! ¿Y qué ha pasado con las uvas? —preguntó Tatiana.
—No lo sé. Para cuando nos hemos dado cuenta y hemos vuelto atrás, ya no había ni rastro de ellas. Evidentemente las habían recogido inmigrantes sin trabajo en busca de comida. Aunque no entiendo por qué hay gente sin trabajo, con la cantidad de faena que hay.
—¿Y Sebastiani no te ha reñido a gritos? —Quiso saber Anthony, volviéndose para mirar a Alexander.
—Yo no dejo que nadie me grite, campeón —contestó Alexander—. Pero no estaba muy contento conmigo, no. Me ha amenazado con descontarme el dinero de la paga y yo le he contestado que para la miseria que me paga, ¿qué es lo que hay que descontar? —Alexander miró a Tatiana—. ¿Qué? ¿Qué pasa?
—No, nada. Me ha recordado el saco de azúcar que mi abuela encontró en Luga en el verano de 1938.
—Ah, sí, el famoso saco de azúcar. —Después de mojar un mendrugo de pan en aceite de oliva, Alexander lo acercó a la boca de Tatiana—. Lo que les ocurrió a tus abuelos no es muy agradable, pero creo que ahora me interesa más saber qué le pasó al conductor del camión al que se le cayó el saco de azúcar.
—Lo enviaron cinco años a Astracán por ser descuidado con los artículos propiedad del gobierno y por ayudar a los burgueses —contestó ella secamente mientras él se levantaba para marcharse—. ¿Es que no me vas a besar? —le preguntó, ofreciéndole la boca.
—¿Delante de esos babosos de franela, para que puedan verte con los labios entreabiertos? Ni lo sueñes —respondió, acariciándole lentamente la trenza con la mano—. Mantente alejada de ellos, ¿quieres?
Cuando pasaba junto a los dos hombres, empujó la mesa de éstos de manera que las copas de vino se volcaron.
—¡Eh, ten más cuidado, hombre! —exclamó uno de ellos, increpando a Alexander, quien aflojó el paso, se detuvo y lo fulminó con una mirada tan venenosa que el hombre apartó la cara al instante y pidió la cuenta.
Octubre llegó caluroso y se fue con el mismo calor. A pesar de la niebla que inauguraba y clausuraba los días, noviembre se mantuvo suave, Alexander ya no trabajaba en los campos ni conducía los camiones, sino que permanecía abajo, en las bodegas. Detestaba la idea de permanecer bajo tierra todo el día en aquel sótano oscuro, pues cuando empezaba a trabajar apenas clareaba, y cuando terminaba ya había anochecido. Trabajaba con las cubas de acero o con las barricas de roble, vigilando la fermentación de los vinos espumosos y soñando con la luz del sol las visiones nocturnas aún lo atormentan; ya ha dejado de tratar de encontrarles un sentido, su misticismo quedaba fuera de su alcance y su guía mística estaba ocupada tratando de navegar por sus propias aguas revueltas. Anthony aún se metía en la cama, al lado de ella, con las primeras luces del alba.
Los tres esperaban con ansia la llegada del domingo, cuando tenían el día entero para ellos. Los domingos conducían por la zona de la bahía y visitaban Sacramento, Montecito, Carmel… poblaciones que rezumaban luz y felicidad, que también era una buena forma de describir a Tania. Fue allí donde le preguntó a Alexander si quería marcharse de Napa para ir a Carmel, pero Alexander le contestó que no.
—Me gusta Napa —le dijo, cogiéndola de la mano desde el otro lado de la mesa, sentados en un pequeño café comiendo sopa de almejas de Nueva Inglaterra en un tazón.
Anthony comía patatas fritas y las mojaba en la sopa de Tania.
Pero a Tatiana le gustaba Carmel.
—El tiempo nunca cambia. ¿Cómo puede no gustarte un lugar donde nunca cambia el tiempo?
—Me gusta que el tiempo cambie un poquito —dijo Alexander.
—Para un cambio mínimo en el tiempo podemos ir al sur, a Santa Bárbara.
—Vamos a esperar un poco más, ¿de acuerdo?
—Shura… —Dejando a Anthony entretenido con su propia sopa, Tatiana se levantó y fue a sentarse junto a Alexander, le cogió la mano, le acarició la palma y le besó los dedos—. Amor mío… estaba pensando que… a lo mejor podríamos quedarnos en Napa para siempre.
—Hmmm… ¿Haciendo qué? ¿Recogiendo uva por diez pavos al día? O… —esbozó una leve, levísima sonrisa—… ¿sirviendo copas de vino a los hombres?
Tatiana le dedicó una sonrisa radiante.
—Ninguna de las dos cosas. Vendemos nuestro terreno en Arizona, compramos un poco de tierra aquí y abrimos nuestra propia bodega. ¿Qué te parece? No veríamos beneficios hasta pasados los dos primeros años, mientras crecen las uvas, pero luego… Podríamos hacer lo mismo que los Sebastiani, sólo que a menor escala. Tú ya conoces muy bien el funcionamiento del negocio, y yo podría llevar las cuentas. —Sonrió, con los ojos brillantes—. Soy una contable muy buena. Por aquí hay muchísimas bodegas pequeñas, podríamos ir creciendo poco a poco. Tendríamos una casita, otro niño, viviríamos encima de la bodega, y sería nuestra… ¡toda nuestra! Tendríamos una vista fantástica de las montañas de verdad, como a ti te gusta. Podríamos irnos un poco más al norte, a un valle que se llama el valle de Alexander. —Lo besó en la mejilla—. ¿Lo ves? ¡Si hasta lleva tu nombre! Podríamos empezar por una hectárea, tendríamos de sobra para ganarnos la vida. ¿Qué me dices? ¿A que es una buena idea?
—Sólo regular —dijo Alexander, rodeándole la cintura con el brazo e inclinando el cuerpo para acercarse a su rostro exaltado y expectante.
Sueños fugaces del valle de la Luna
Alexander se marchaba todas las mañanas a las seis y media. Tatiana no entraba a trabajar hasta las nueve, de modo que ella y Anthony recorrían a pie los tres kilómetros hasta la bodega. Ese día, cuando Alexander se marchó, ella se sentó junto a la ventana, paralizada por el miedo y la indecisión. Tenía que llamar a Vikki urgentemente, pero la última vez que lo había hecho, Sam había contestado al teléfono.
Esa mañana, Tatiana vomitó en el fregadero. Sabía que tenía que llamar, necesitaba saber si Alexander estaba seguro, si los tres estaban seguros… para quedarse allí, para empezar a vivir su pequeña vida.
Llamó desde un teléfono público junto al comedor común de la planta baja, a sabiendas de que todavía eran las cinco y media de la mañana en Nueva York, y que Vikki aún estaría durmiendo.
Al otro lado del hilo telefónico, le respondió una voz aturdida.
—¿Quién es?
—Soy Tania, Vik.
Sostenía el auricular con tanta fuerza entre los dedos que creyó que iba a romperlo. Tenía la boca apretada junto al aparato y los ojos cerrados. «Por favor, por favor…».
Se oyó un golpe, el receptor que caía al suelo y unas imprecaciones bastante malsonantes. Vikki no le dijo qué había pasado con el teléfono, pero cuando por fin recuperó el receptor, lo que dijo sí resultó bastante imprecatorio y malsonante.
Tatiana se alejó el aparato del oído, y consideró seriamente la posibilidad de colgar antes de seguir escuchando otra palabra más. Era evidente que algo no iba bien.
—¡Tatiana! ¿Se puede saber qué diablos te pasa?
—Nada, estamos bien. Anthony te dice hola.
Pero dijo aquello en voz baja, derrotada.
—Oh, Dios mío… ¿Por qué no has llamado a Sam, Tania?
—Ah, eso. Se me olvidó.
—¡Que se te olvidó…!
—Hemos estado muy ocupados.
—¡Han enviado a agentes federales a la casa de tu tía en Massachusetts! Han hablado con ella, conmigo, con Edward, con el hospital entero. Te han estado buscando en Nuevo México, desde donde llamaste, y en ese estúpido lugar donde compraste ese estúpido terreno. En Phoenix, ¿no?
Tatiana no sabía qué decir. Estaba quedándose sin aliento: agentes federales en aquel camino llamado Jomax.
—¿Por qué no le llamaste como me prometiste?
—Lo siento. ¿Por qué estaba ahí la última vez que llamé?
—Tania, prácticamente se ha instalado aquí. ¿Dónde estáis?
—Vik, ¿qué es lo que quieren?
—¡No lo sé! Llama a Sam, él está desesperado por decírtelo. ¿Sabes lo que me dijo cuando le comuniqué que iba a cambiarme el número de teléfono? ¡Dijo que me arrestarían por conspiración, porque eso podía significar que estaba protegiéndoos!
—¿Conspiración por qué? —preguntó Tatiana con un hilo de voz.
—No puedo creer que Alexander esté permitiendo todo esto.
Sólo hubo silencio por parte de Tatiana.
—Oh, Dios santo… —dijo Vikki despacio—. ¿Alexander no lo sabe?
Silencio de nuevo de Tatiana. Se le acababan las opciones. ¿Y si habían intervenido el teléfono de Vikki? Sabrían dónde estaba, en qué hotel, en qué valle… Incapaz de seguir hablando, se limitó a colgar.
Llamó a Jean y le dijo que no se encontraba bien. Jean protestó; era el dinero el que hablaba por su boca, e insistió en que Tatiana acudiese a trabajar por muy mal que se encontrase. Tuvieron unas palabras y Tatiana dijo:
—Lo dejo.
Y también le colgó el teléfono a Jean.
No podía creer que acabara de dejar el trabajo. ¿Qué diablos iba a decirle a Alexander?
Ella y Anthony se subieron a un autobús rumbo a San Francisco, donde creyó que podría preservar su anonimato, pero en cuanto oyó el repiqueteo de la parada del tranvía, supo que aquel ruido sería inconfundible, aun para alguien que viviese en Washington D. C. Fue a un parque frío y húmedo a orillas de la bahía de San Francisco, donde no se oían tranvías ni repiqueteos, sólo los chillidos de las gaviotas, y al mediodía, desde una cabina, llamó a Sam, quien aún estaba en casa.
—¿Sam?
—¿Quién es?
—Soy yo, Sam.
—Oh, Dios mío… Tania.
—Sam…
—Oh, Dios… Oh, Dios…
—Sam…
—Dios… Dios…
—Sam…
—¡Diecisiete meses, Tania! ¿Tienes idea de lo que has hecho? ¡Me estoy jugando el puesto de trabajo por ti! ¡Y te estás jugando la libertad de ese marido tuyo también!
—¡Sam!
—Os lo dije a los dos cuando llegasteis: una declaración oficial. Algo tan sencillo… Háblenos de su vida, capitán Barrington. Con sus propias palabras. Una conversación de dos horas con oficiales de bajo rango, algo tan sencillo, tan simple… Estampamos un sello en su expediente, lo archivamos, le ofrecemos una beca para estudiar en la universidad, préstamos a bajo interés, un puesto de trabajo…
—Sam.
—¿Y qué ocurre en vez de eso? Durante todos estos meses de máxima tensión, porque ¿acaso no has leído los periódicos? Su expediente, su expediente aún abierto, ha ido de mi escritorio al secretario de Estado, luego al secretario de Defensa, luego al Departamento de Justicia… ¡Tiene al mismísimo J. Edgar Hoover en persona buscándolo! Ese tal Alexander Barrington, un comandante del Ejército Rojo nada menos, cuyo padre era un comunista… ¿quién lo ha dejado entrar en el país? No puedes ser oficial de alto rango en el Ejército Rojo sin ser ciudadano soviético y miembro del Partido Comunista. ¿Cómo ha conseguido alguien así un pasaporte estadounidense? ¿Se puede saber quién dio permiso para eso? Mientras tanto, la Interpol está buscando a un tal Alexander Belov… dicen que mató a sesenta y ocho de sus hombres en su huida de una prisión militar. Y hasta el Comité de Actividades Antiamericanas ha metido sus narices en esto. ¡Ahora también los tenéis pisándoos los talones! Quieren saber si es nuestro o de ellos. ¿A quién debe su lealtad…? ¿Ahora, antes o cuándo? ¿Implica un riesgo para el país? ¿Quién demonios es este hombre? Y nadie puede encontrarlo para hacerle una pregunta bien simple: ¿por qué?
—¡Sam!
—Pero ¿qué has hecho, Tatiana? ¿Es posible saber qué diablos has…?
Colgó el teléfono y se desplomó en el suelo. No sabía qué hacer. Pasó el resto de la mañana sentada en estado catatónico en la hierba húmeda del rocío, bajo la niebla de la bahía de San Francisco, mientras Anthony se dedicaba a hacer amigos y jugar en los columpios.
¿Qué hacer?
Alexander era el único que podía sacarla de aquel atolladero, pero él no huiría de nada ni de nadie. Él no estaba de su parte.
Y pese a todo era el único que estaba de su parte.
Tatiana se vio a sí misma abriendo las ventanas de la isla de Ellis, la primera mañana que llegó en el barco, después de la noche que nació su hijo. Nunca desde ese momento se había sentido tan sola y abandonada.
Tras arrancar un solemne juramento a Anthony de que no le contaría a su padre dónde habían estado esa mañana, se pasó las dos horas siguientes a su regreso a Napa estudiando el mapa de California, casi como si fuera el mapa de Suecia y Finlandia que el soldado soviético Alexander Belov había estudiado una vez, soñando con escapar.
Tuvo que hacer acopio de todas sus fuerzas para dejar de temblar. Eso era lo más difícil; se sentía muy inestable.
Lo primero que dijo Alexander cuando apareció por la puerta fue:
—¿Qué te ha pasado? Jean me ha dicho que has dejado el trabajo.
Acertó a esbozar una sonrisa pálida.
—Eh, hola. ¿Tienes hambre? Seguro que sí. Cámbiate y vamos a cenar.
Cogió a Anthony.
—¡Tania! ¿Has dejado el trabajo?
—Te lo contaré mientras cenamos. Se estaba poniendo el cárdigan.
—¿Por qué? ¿Te ha molestado alguien? ¿Te han dicho algo?
Alexander apretaba los puños con fuerza.
—No, no, chsss… No ha pasado nada de eso. —Tatiana no sabía cómo iba a hablar con él. Cuando Anthony estaba delante, era imposible mantener una conversación seria sobre asuntos serios. Iba a tener que actuar con rapidez y sutileza, así que fue durante la cena con vino en el comedor común, en una mesa apartada en el rincón, mientras Anthony coloreaba su libro, cuando Tatiana dijo—: Shura, he dejado el trabajo y quiero que tú también dejes el tuyo.
Alexander la miró con aire pensativo. Frunció el ceño.
—Trabajas demasiado —explicó ella.
—¿Desde cuándo?
—Mírate. Todo el día en ese sótano frío y húmedo, trabajando en las bodegas… ¿para qué?
—No entiendo la pregunta. Tengo que trabajar en alguna parte, tenemos que comer.
Mordiéndose el labio, Tatiana negó con la cabeza.
—Todavía tenemos dinero… queda una parte de lo de tu madre, otra de mi sueldo como enfermera, y también está lo de Coconut Grove, cuando nos conseguías montones de dinero tonteando con tus mujeres del barco.
—Mami, ¿qué es tontear? —preguntó Anthony, levantando la vista de sus colores.
—Sí, mami, ¿qué es tontear? —repitió Alexander, sonriendo.
—Lo que quiero decir —prosiguió Tatiana, impasible— es que no hace falta que te deslomes como si estuvieras en un campo de trabajos forzados soviético.
—Ya, y ¿qué me dices de tus sueños de abrir una bodega en el valle? ¿Crees que para eso no hay que deslomarse?
—Sí… —Se le apagó la voz. ¿Qué podía decir a aquello? Hacía sólo una semana de aquella idealista conversación en Carmel—. Puede que sea demasiado pronto para ese sueño.
Hundió la vista en su plato.
—Creí que querías que nos quedáramos a vivir aquí para siempre —señaló Alexander, confuso.
—Pues creo que en el fondo no. Lo he pensado mejor. —Tosió y extendió la mano. Él la tomó—. Pasas doce horas al día lejos de nosotros y cuando vuelves estás agotado. Quiero que juegues con Anthony.
—Y juego con él.
Tatiana bajó la voz.
—También quiero que juegues conmigo.
—Cariño, si juego más contigo, se me caerá el sable a trozos.
—Papá, ¿qué sable?
—Anthony, chsss… Alexander, chsss… Escucha, no quiero que te quedes dormido a las nueve de la noche. Quiero que fumes y bebas, quiero que leas todos los libros y las revistas que no has leído, y que escuches la radio, y que juegues al béisbol, al baloncesto y al fútbol. Quiero que le enseñes a pescar a Anthony mientras le cuentas tus batallitas de guerra.
—Para contarle esas batallitas todavía falta mucho tiempo.
—Cocinaré para ti. Jugaré al dominó contigo.
—Definitivamente, nada de dominó.
—Dejaré que descubras por qué gano siempre.
Una actuación digna de Sarah Bernhardt.
Meneando la cabeza de lado a lado, Alexander dijo despacio:
—Al póquer, tal vez.
—Desde luego. A hacer trampas al póquer entonces.
A sus rostros asomaron sonrisas amargas y rusas de Lazarevo.
—Cuidaré de ti —le susurró Tatiana, con la mano que él no le sujetaba debajo de la mesa, temblándole.
—Por el amor de Dios, Tania… Soy un hombre. No puedo no trabajar.
—No has parado nunca, en toda tu vida. Venga. Deja ya de correr siempre conmigo. —La ironía de esa frase la hizo temblar y rezó porque él no se percatase—. Deja que cuide de ti —insistió con voz ronca—, como sabes que deseo con toda mi alma cuidar de ti. Déjame que lo haga. Como si fuera tu enfermera en el hospital de Morozovo, en cuidados intensivos. Por favor. —Las lágrimas afloraron a los ojos de Tatiana, y añadió rápidamente—: Cuando no nos quede más dinero, podrás volver a trabajar, pero por ahora… marchémonos de aquí. Sé de un lugar perfecto. —Su sonrisa era patética—. «De tormentos de piedra, allí erigiré Bethel» —susurró.
Alexander se quedó mirándola en silencio, perplejo otra vez, preocupado otra vez.
—La verdad es que no lo comprendo —dijo—. Creía que esto te gustaba.
—Tú me gustas más.