Paradise Valley, 1947
Pies descalzos y mochilas
Con Alexander al volante de la Nomad, atravesaron el estado de Texas, pasaron Austin y bajaron hasta San Antonio. El Álamo era un fragmento de historia fascinante: murieron todos.
Alexander no lograba quitarse eso de la cabeza: pese al heroísmo, al arrojo y la valentía… ¡todos murieron! Y Texas perdió su batalla por la independencia y siguió perteneciendo a Santa Ana. La muerte de absolutamente todos no bastó para conseguir la victoria. ¿Qué clase de lección de vida de mierda era ésa para Anthony? Alexander decidió no contársela; ya se lo enseñarían en la escuela más temprano que tarde.
Hasta donde alcanzaba la vista, la parte occidental de Texas consistía en kilómetros y kilómetros de carreteras planas entre llanuras de polvo. Alexander conducía y fumaba, y había apagado la radio para poder oír mejor a Tatiana, pero ésta se había callado. Iba sentada en el asiento del pasajero con los ojos cerrados. Les había estado contando a él y a Anthony historias tranquilizadoras de sus correrías en Luga. A Alexander había otras historias que le gustaban más que las de su niñez en aquel pueblo junto al río.
«¿Se habrá dormido?», piensa. Alexander la mira, hecha un ovillo en ese vestido amplio y rosa estampado de flores con un escote en uve en el pecho. La boca de néctar de coral brillante, deliciosamente tierna, le trae ciertos recuerdos y despierta en él la bestia del deseo. Se vuelve a ver qué está haciendo Anthony y ve que está entretenido jugando con sus soldados de juguete. Alexander extiende la mano y toma en ella uno de los pechos de Tatiana y ella abre los ojos al instante y se vuelve hacia Anthony.
—¿Qué pasa? —susurra, y en cuanto dice aquello, Anthony levanta la vista para mirarlos y Alexander aparta la mano, una dolorosa punzada de deseo mezclada con frustración que se acumula en el iris de sus ojos y en su entrepierna.
Sus hostilidades en Coconut Grove han arrojado para Alexander unos frutos nada desdeñables. Una pequeña dosis de su retraimiento posterior ha bastado para que Tatiana se dedique en cuerpo y alma a demostrarle que sus amargas acusaciones contra ella no tenían fundamento. A él le da lo mismo. Sabe, por supuesto, que eran ciertas, pero no le importan en absoluto sus demostraciones de profundo remordimiento.
Por la noche, en la tienda, Alexander deja abiertos los faldones para sentir el fuego del exterior, para oír a Anthony en la caravana, para verla a ella mejor. Tatiana le pide que se tumbe boca abajo, y él lo hace, a pesar de que no puede verla, mientras ella recorre con sus pechos desnudos su espalda desfigurada, los pezones erectos al entrar en contacto con las cicatrices.
—¿Sientes esto? —le susurra. Oh, ya lo creo que lo siente, todavía puede sentirlo. Ella lo besa empezando por la cabeza hacia abajo, desde su cráneo cortado a cepillo, y baja por los omóplatos, por sus heridas. Palmo a palmo, Tatiana llora encima de él y limpia con sus besos la sal de sus propias lágrimas, sin dejar de murmurarle—: ¿Por qué tenías que seguir corriendo? Mira lo que te hicieron. ¿Por qué no esperaste, sin más? ¿Por qué no pudiste presentir que yo iba en tu busca?
—Tú me creías muerto —le dice él—. Tú creías que me habían matado y sepultado en el hielo del lago Ladoga.
«Y en realidad, lo que pasó fue que era un soldado soviético en una prisión soviética. ¿Y no es eso lo mismo que estar muerto?».
Ahora está completamente seguro de que está vivo, y mientras Tatiana yace sobre su espalda y llora, Alexander recuerda cuando lo atraparon los perros a un kilómetro de Oranienburgo, y cómo lo retuvieron los alsacianos hasta que llegó Karolich, y cómo lo azotaron en la plaza principal de Sachsenhausen y luego lo encadenaron y le tatuaron en público la estrella de veinticinco puntas para recordarle el tiempo que debía servir a Stalin, y ahora ella está tendida sobre su espalda, besándole las cicatrices que se hizo cuando intentaba escapar para acudir a su encuentro, para que pudiera besarlo.
Mientras conduce por Texas, Alexander se acuerda de sí mismo en Alemania tendido en la paja sanguinolenta tras las palizas, y en cómo soñaba que ella lo besaba, y esos sueños se entrelazan con los recuerdos de la noche anterior, y de repente Tatiana no le está besando las cicatrices sino las heridas en carne viva, y él está desesperado de dolor, porque ella llora y la sal de sus lágrimas le corroe la carne de su piel, y él suplica cualquier otra cosa. Ya ha tenido bastante de sí mismo. Está harto de sí mismo. Tatiana no sólo está marcada por el Gulag, está marcada por la vida entera de Alexander.
—¿Te duele cuando las toco?
Él tiene que mentirle. Cada beso que ella deposita en sus heridas despierta un recuerdo sensorial de cómo se las ha hecho. Él quería que ella lo tocara, y eso es lo que ha conseguido, pero si le dice la verdad, ella se detendrá. De modo que miente.
—No —contesta.
Ella lo besa más allá del hueco de la espalda, de las piernas, de los pies, murmurándole algo sobre lo perfecto que es esto y aquello, él ni siquiera lo sabe, y luego decide encaramarse a él y lo obliga a darse la vuelta. Se sienta a horcajadas sobre él, sujetándole la cabeza con los brazos mientras él le sujeta las nalgas con los suyos (ahora sí que son perfectos), y le besa la cara, no palmo a palmo sino centímetro a centímetro. Mientras lo besa, no deja de murmurarle. Él abre los ojos.
—Tus ojos. ¿Quieres saber de qué color los tienes? Son de bronce, son de cobre, son de ocre y ámbar; son café con leche, coñac y champán. Son de caramelo.
—¿No son de crème brûlée? —pregunta él, y ella se echa a llorar—. Está bien, está bien —dice—. No son de crème brûlée.
Tatiana le besa los brazos llenos de tatuajes calcinados, el pecho ribeteado. Ahora él le ve la cara, los labios, el pelo, brillante bajo el parpadeo de las llamas. Apoya con suavidad las manos en su cabeza de seda.
—Por suerte, tienes muy pocas heridas en el estómago —le susurra ella mientras le besa la línea negra de pelo que le nace del plexo solar y continúa hacia abajo.
—Sí —contesta él, jadeando—. ¿Sabes cómo llamamos a los hombres con heridas en el estómago? Cadáveres.
Tatiana se ríe, él no. Él recuerda a su buen sargento Telikov, muriendo lentamente con la bayoneta clavada en el abdomen. No había morfina suficiente para que muriera sin sufrir. Ouspenski tuvo que dispararle para evitarle el sufrimiento, siguiendo las órdenes de Alexander, y esta vez Alexander sí volvió el rostro. El estremecimiento, la rigidez, los muertos, los vivos, todos allí, y no hay morfina, y no hay piedad. Sólo Tatiana.
Tatiana sigue murmurando, sigue ronroneando.
—Un cadáver que no es el tuyo.
Él se muestra de acuerdo.
—No, no soy yo.
Tatiana oprime su pecho contra el de él, rígido de tensión…
Él empieza a resquebrajarse.
—¿Qué más quieres? Venga, estoy a punto de estallar. ¿Qué más?
Ella se sienta entre sus piernas y lo toma al fin en sus pequeñas manos sanadoras, frotándole con las palmas como si quisiera prenderle fuego. Sus cálidas manos lo ciñen rítmicamente, trepan con delicadeza por la cuerda de su cuerpo. Él está inmovilizado en sus dedos como garras cuando ella inclina la cabeza hacia él.
—Shura… mírate… estás tan fuerte, tan hermoso…
Él quiere desesperadamente mantener los ojos abiertos. La melena alarga le acaricia el vientre al compás de su movimiento. La boca de ella es tan suave, tan caliente, tan húmeda… Sus dedos forman círculos que giran en torno a él, está desnuda, está tensa, tiene los ojos cerrados y gime mientras lo sorbe en su boca. Él está en llamas, sometido a ella una y otra vez. Y ahora, pasado ya el momento pero aún profundamente inmerso en él, permanece callado durante el día mientras extiende las manos con un escalofrío buscando su yugo de contrición, su ardor arrollador de arrepentimiento por las noches.
Pero las noches no son suficientes, en absoluto. Tal como no deja de repetirle a ella, nada nunca es suficiente. Ahora Alexander intenta no estrellar la caravana.
Tatiana está sentada con la vista al frente, contemplando la inmensidad de los campos, y de pronto se vuelve hacia él, como a punto de decirle algo. Ese día tiene los ojos transparentes con los rayos amarillos del sol que se le proyectan desde el iris. Cuando no los enturbian ni los ensombrecen las aguas insondables de los ríos y los lagos que han dejado atrás, aquellos ojos son completamente diáfanos… y peligrosos. Transmiten un significado claro, y pese a todo no tienen fin. Y lo que es peor, permiten el paso de toda la luz. No hay forma humana de ocultarse a ellos. Ese día, después de juzgarlo aceptable, los ojos regresan a la carretera, y sus manos se relajan en su regazo, y el pecho se le hincha bajo la tela de algodón rosa. Él quiere abrazarla, sentir sus pechos en sus manos, notar su suave ingravidez, enterrar su cara en ellos… ¿Cuánto falta para la noche? Ella es tan sensible… Ni siquiera puede insuflar su aliento sobre ella sin que se estremezca, y en sus pezones rosados parecen concentrarse todas las terminaciones nerviosas de su cuerpo. Tiene unos pechos asombrosos, increíbles. Alexander agarra el volante con fuerza.
Ve de reojo la expresión de preocupación de ella… ella cree que él está atormentado. Sí, la lujuria lo ha vuelto estúpido. Tatiana se inclina levemente hacia él y le susurra con su aliento ronco:
—Un penique por tus pensamientos, soldado.
Alexander compone la voz antes de contestar.
—Estaba pensando —dice con calma— en la libertad. Uno viene, se va, y nadie vuelve a pensar en ti. Cualquier camino, cualquier carretera secundaria, de una ciudad a otra, sin que te paren, sin que te pregunten. Nadie te pide tu pasaporte interno, nadie se mete en tus asuntos. A nadie le importa lo que hagas.
¿Y qué fue lo que hizo su esposa? Siguió sentada inmóvil y… ¿tensa? ¿Era posible? Escuchándolo, con las manos aún en el regazo, pero ya no relajadas, sino muy juntas, y a continuación se abrió el vestido, se bajó la camiseta interior y se recostó en el asiento, sonrió y cerró los ojos con fuerza, sentada semidesnuda y recostada para él, por unos minutos de vértigo. Oh, Dios, gracias…
¿Se ha puesto ya el sol? Sí, por fin. Y la hoguera está encendida, y Anthony está durmiendo, y eso es bueno, pero lo que Alexander quiere en realidad es ver a Tatiana a la luz del día, sin sombras que la eclipsen, cuando pueda mirarla con lujuria diurna no adulterada por la guerra, por la muerte, por la angustia que lo persigue como él la persigue a ella en los planos irregulares en blanco y negro de la filmadora de segunda mano que ella le hizo comprar en Nueva Orleans (ha descubierto que Tatiana tiene debilidad por esa clase de artilugios). Sólo una vez, una canción a la luz del día sin otra cosa que lujuria. Ella tampoco ha sido feliz, eso él lo sabe. Hay algo que pesa sobre ella. A menudo es incapaz de mirarlo a la cara, y él no tiene fuerzas para insistir. Antes era más fuerte, pero ya no lo es. Toda su fuerza se ha quedado atrás, muy atrás, a miles de kilómetros hacia el este, en las aguas bautismales del Kama, en las relucientes del Neva, en las heladas del lago Ladoga, en los montes de los bosques de Santa Cruz, en Alemania, con el canalla de Ouspenski, su teniente, su amigo, traicionándolo durante años a sangre fría, que se quedó atrás en el suelo helado junto al cadáver semienterrado de Pasha. ¡Dios! Por favor, ya no más… Se estremece para conjurar esas fiebres. Eso es lo que le hace la noche. Pero un momento…
Ella se pone de pie ante él, como si tratase de determinar qué es lo que Alexander quiere. ¿Acaso no es evidente? ¡LA LUZ DEL DÍA! Él permanece inmóvil, sin habla, y se enfurece en el interior de su casa en llamas. Antes no necesitaba nada ni quería nada más que imponer su fuerza bruta sobre el cuerpo abierto de ella, y lo sigue necesitando y queriendo, pero Tania le ha dado algo más. Al fin, le ha dado otras cosas con que soñar. Se yergue de pie resplandeciente ante él, rubia y desnuda, trémula y tímida, del color de la leche opalescente. Alexander ya no puede respirar. Tatiana es pequeña y flexible, suave como la crema, su cuerpo desnudo está al fin en sus manos hambrientas, y el pelo dorado le reluce por la espalda. Toda ella reluce. Alexander se arranca la ropa y se sube a Tatiana a su regazo, encajándola en él mientras le chupa los pezones y le acaricia el pelo. No va durar ni cinco minutos con ella así, los pezones erectos en su boca, los pechos ardientes en su cara, el pelo de terciopelo en sus manos, toda enroscada y miel líquida en torno a él, retorciéndose ligeramente, estremeciéndose, diminuta, suave y sedosa en su regazo ansioso. Ni cinco minutos. Oh, Dios, gracias…
En Nueva Orleans, obedeciendo un punzante impulso nostálgico, Alexander le había comprado un vestido que vio en el escaparate de una tienda, un vaporoso vestido de muselina fina de color marfil con algo de vuelo y varias capas de seda y encaje. Era muy bonito, pero lamentablemente demasiado grande para ella; parecía estar nadando en mares de muselina. En la tienda no había tallas más pequeñas.
—Su esposa es muy menuda, señor —señaló la corpulenta dependienta con una mirada reprobadora y ceñuda, bien censurando a Tania por ser tan menuda o bien censurando a un hombre del tamaño de Alexander por haberse casado con alguien así.
Compraron el vestido de todos modos, a pesar de las críticas de la fornida dependienta, y esa noche en su sórdida y sofocante habitación de hotel, con Anthony en la cama de ellos y el ventilador esparciendo el calor alrededor, Alexander midió en silencio la pequeñez de Tatiana, consolándose con las matemáticas en lugar de con el amor… Los tobillos, quince centímetros. Las pantorrillas, veintiocho. La parte superior de los muslos, bajo el surco, cuarenta y siete. La cinta métrica se le cayó, las manos le rodearon el muslo, la totalidad del índice izquierdo de su mano ardiendo. Las caderas, con la cinta métrica justo encima de la hendidura rubia, ochenta y uno. La cintura, cincuenta y tres. La cinta métrica se le cayó, y le rodeó la cintura con las manos. «Anthony está en la cama —le susurró ella—. Tiene el sueño inquieto».
El pecho, noventa y uno. Con los pezones erectos, noventa y dos. La cinta métrica se cayó al suelo definitivamente. «Anthony se está despertando, Shura, por favor… Y esta habitación es minúscula y hace un calor insoportable, y las ventanas están abiertas… los marineros de abajo nos oirán». Pero las matemáticas no bastaron esa vez. A duras penas les bastó arrodillarse en un rincón del suelo que no dejaba de crujir, a escasos metros de un niño dormido y de las risas de los marineros.
En ese momento, en la carretera, Alexander está sediento, hambriento, profundamente excitado; mira hacia atrás para ver qué hace Anthony, para ver si el chico está entretenido con sus insectos, demasiado entretenido para ver a su padre palpar a tientas a su madre. Pero Anthony está en el asiento detrás de ella, observándolo.
—¿En qué estás pensando, papá?
—Bueno, ya conoces a tu padre, un poco en esto, otro poco en aquello…
Se le quiebra la voz.
Pronto abandonarán el oeste de Texas y entrarán en Nuevo México. Alexander vuelve a lanzar una mirada prolongada a los huesos de la clavícula de Tatiana; a sus hombros esbeltos; a los brazos, veinte centímetros; a su cuello grácil, trece y medio, el cuello blanco que reclama imperiosamente los labios de él. Baja la mirada hasta sus pies descalzos bajo la fina falda de algodón, blancos y delicados como sus manos. Los pies, quince centímetros; las manos, doce, siete centímetros menos que las suyas… Pero son los pies los que lo tienen hipnotizado, ¿por qué? Y de pronto abre la boca para dejar escapar un grito ahogado lleno de angustia por un recuerdo amargamente indeseado. No, no, ése no. Por favor… Vuelve la cabeza. No.
Pies… sucios, grandes, con las uñas negras, magullados, inmóviles bajo una falda marrón harapienta unida al cuerpo sin vida de una mujer a la que ha encontrado en la lavandería, víctima de una violación en grupo. Corresponde a Alexander arrastrar el cadáver por los pies hasta las tumbas que acaban de cavar para ella y las otras tres personas muertas ese día.
Tantea el salpicadero en busca de sus cigarrillos. Tatiana extrae uno y se lo enciende con un mechero. Alexander lo toma con pulso tembloroso.
Subiéndole la falda a la mujer para cubrirle la cara a fin de que no le caiga tierra en ella cuando eche las paladas sobre la pequeña parte de la fosa común. Bajo la falda, la mujer está tan brutalmente mutilada que Alexander, no puede evitarlo, empieza a sufrir arcadas.
Entonces. Ahora.
Se tapa la boca con la mano mientras el cigarrillo sigue ardiendo e inhala una calada rápidamente.
—¿Estás bien, capitán?
No puede decir nada. Siempre se acuerda de esa mujer en los peores momentos, en los más inoportunos.
Al final, su boca contiene el reflejo involuntario. Entonces. Ahora, Al final, ve tantas cosas que todas le resultan indiferentes. Se ha hecho inmune, se ha curtido y endurecido para que no haya nada que despierte un atisbo de sentimiento en sus entrañas. Al final se decide a romper el silencio cuando cruzan la frontera del estado.
—¿Me cuentas un chiste, Tania? —dice—. No me vendría mal algún chiste.
—Mmm… —Ella se queda pensativa un instante, lo mira y se vuelve para ver dónde está Anthony. Está lejos, al fondo de la caravana—. De acuerdo, a ver qué te parece éste. —Carraspeando un poco, se acerca a Alexander y baja el tono de voz—. Un hombre y su novia van en un coche. El hombre nunca ha visto a su novia desnuda. Ella cree que conduce demasiado despacio, así que deciden jugar a un juego. Por cada diez kilómetros que supere los ochenta por hora, ella se quitará una prenda de ropa. En un abrir y cerrar de ojos, el coche vuela y la chica está desnuda. El hombre se excita tanto que pierde el control del vehículo y éste se sale de la carretera y se estrella contra un árbol. Ella sale ilesa pero él está atrapado en el coche y no puede salir. «Vuelve a la carretera y pide ayuda», le grita. «¡Pero si voy desnuda!», exclama ella. Él rebusca en el interior del coche y al final se quita el zapato. «Ten, ponte esto entre las piernas para taparte». Ella así lo hace y se va a la carretera a pedir ayuda. Un camionero, al ver a una mujer desnuda llorando, se para. «Ayúdeme, ayúdeme», dice ella, sollozando. «Mi novio se ha quedado atascado y no puedo sacarlo». A lo que el camionero responde: «Señorita, si se ha metido tan adentro, me temo que ya es un caso perdido».
Alexander se ríe a su pesar.
Por la tarde, después del almuerzo, Tatiana consigue hacer que Anthony duerma una bendita siesta sin precedentes, y en el refugio de la espesura de los árboles del área de descanso vacía, Alexander sienta a Tatiana en el banco de picnic, le levanta la falda de acuarela, se arrodilla entre sus piernas a la gloriosa luz del día y baja la cabeza hasta su frágil y perfecto perianto, con las palmas hacia arriba, debajo de ella. Ella le ha dado aquello, como maná del cielo. Oh, Dios, gracias…
Están conduciendo por las praderas y Alexander tiene sed. Tania y Anthony están jugando a juegos de carretera, tratando de adivinar el color del siguiente coche que los adelante. Alexander rehúsa participar, aduciendo que no piensa jugar a ningún juego en el que Tatiana gane siempre.
Hace mucho calor en la caravana. Han abierto el techo solar y todas las ventanillas, pero sólo el polvo y el viento les soplan a sesenta y cinco kilómetros por hora. A Tatiana se le está enredando el pelo. Está acalorada, sonrosada; unos kilómetros antes se ha quitado la blusa y ahora sólo lleva la camiseta blanca semitransparente y ligeramente húmeda que a duras penas puede abarcar su torso. Pasar todo el día y la noche así con ella, a su lado, no le hace ningún bien. Prácticamente lo enloquece. Sólo quiere más pero, a diferencia de Lazarevo, donde su deseo, como un río, fluía hacia un mar imprevisible, aquí el mar está acechado por la simiente de ambos, que permanece despierta desde la mañana a la noche jugando a juegos de carretera.
Anthony dice una palabra, como «hierba», y ella tiene que decir la primera que le venga a la cabeza, como «buena». Alexander tampoco quiere jugar a ese juego. ¿Y si se paran? ¿Y si almuerzan?
Hierbabuena muerta en medio del campo en Alemania, a mediados de febrero. Maltrecho, malherido por los latigazos, con regueros de sangre por la espalda, lo obligan a permanecer de pie en la hierba fría durante seis horas, y lo único que piensa durante seis horas es que tiene sed.
La mira, sentada con actitud serena, inclinada hacia delante. Ella lo sorprende mirándola y dice:
—¿Tienes sed?
¿Ha asentido? No lo sabe. Sabe que ella le da de beber.
«Tanque», dice Anthony, continuando el juego.
«Comandante», dice su madre.
Alexander pestañea, y la caravana da un bandazo.
—Shura, vigila la carretera o nos estrellaremos. ¿Acaba de decir eso ella?
Es él quien está al mando de aquel tanque, y están en medio de los campos de Prusia, casi han llegado a Polonia, Los alemanes han minado el prado en su retirada, y una de las minas de fragmentación acaba de explotar delante de las narices de Alexander. La mina ha subido hasta la altura del pecho tambaleante de su ingeniero, se ha parado un instante como para saludar y luego ha explotado. Ouspenski ha excavado el agujero donde ha caído el ingeniero y lo han enterrado dentro, a él y a su mochila. Alexander nunca hurga en las mochilas de los caídos, porque su contenido hace que le resulte imposible marcharse o seguir adelante. Mientras el exterior del soldado (el uniforme, el casco, las botas, el arma) contiene su yo exterior, las mochilas contienen su yo interior. Las mochilas contienen el alma del soldado. Alexander nunca hurga en ellas. Ésta se entierra sin abrir junto al tímido ingeniero que tenía el tatuaje azul de una cruz en el pecho, que la mina nazi hizo estallar en mil pedazos porque los nazis no creen en Dios.
—¿Dónde está tu mochila? —le dijo Alexander a Tatiana.
—¿Qué?
—Tu mochila, la que te llevaste cuando te fuiste de la Unión Soviética. ¿Dónde está?
Tatiana volvió la cabeza hacia la ventanilla de su lado.
—A lo mejor todavía la tiene Vikki —dijo—. No lo sé.
—¿El libro de El jinete de bronce de mi madre? ¿Las fotos de tu familia? ¿Nuestras dos fotos de boda? ¿Las has dejado en casa de Vikki?
Alexander no podía dar crédito a sus oídos.
—No lo sé —repitió ella—. ¿Por qué lo preguntas?
Él no quería decirle por qué se lo preguntaba. El ingeniero asesinado por la mina tenía una novia en Minsk, Nina. Fotos de ella, cartas de ella inundaban su mochila. Ouspenski se lo contó a Alexander, a pesar de que éste le había pedido que no lo hiciese. Después de saber aquello, sintió una envidia infinita y amarga, unos celos negros por las cartas de amor que el ingeniero dócil recibía de una tal Nina de Minsk. Alexander nunca recibía cartas. Mucho tiempo atrás había recibido cartas de Tatiana, y de la hermana de ésta, Dasha. Pero esas cartas, las postales, las fotografías, el vestido blanco con rosas rojas de Tania, todas esas cosas estaban en el fondo del mar o habían quedado reducidas a cenizas. Ya no le quedaba nada.
—Las cartas que te escribí… después de dejarte en Lazarevo —dijo Alexander—, ¿no… no sabes dónde están? ¿Las has… dejado en casa de Vikki?
Puede que aún quedasen cosas que sí suscitaban algún sentimiento en su interior.
—Amor mío… —La voz de Tatiana era dulce como la miel—. ¿Se puede saber en qué estás pensando?
—¿Por qué no me contestas? —le espetó él.
—Las tengo. Lo tengo todo, lo conservo todo conmigo, guardado con mis cosas, en el fondo de la mochila. La mochila entera. Nunca miro en su interior, pero si quieres te la enseño. Te la enseñaré cuando paremos para almorzar.
Alexander lanzó un suspiro de alivio.
—Yo tampoco quiero mirar lo que hay dentro —dijo.
Sólo necesitaba saber que Tatiana no es como él, que ella tiene un alma. Porque la mochila de Alexander durante sus días en el batallón disciplinario estaba vacía. Si Alexander hubiese muerto y Ouspenski, antes de enterrarlo, hubiese hurgado en su interior, habría encontrado cartas, cigarrillos, una pluma rota, una pequeña Biblia (de publicación soviética, distribuida para el Ejército Rojo en los últimos días de la guerra con piedad falsa), y eso habría sido todo. Si Alexander hubiese muerto, todos sus hombres habrían sabido que su comandante, el capitán Belov, no tenía alma.
Pero de haber rebuscado en el interior de la mochila con más detenimiento, en el papel de pergamino quebradizo del Nuevo Testamento, habrían descubierto una pequeña foto en blanco y negro muy desgastada de una muchacha joven, de unos catorce años, con los dedos de los pies hacia dentro, como una niña, con trenzas rubias y un vestido de tirantes, con un brazo roto y escayolado, junto a su hermano moreno. Él le tiraba del pelo y ella lo rodeaba a él con el brazo ileso. Pasha y Tania, dos mocosos. Se estaban riendo, en Luga, hacía mucho tiempo.
Noventa y siete acres
Nuevo México. Montañas de Santa Fe. Arizona. Montañas Tonto. A dos mil cien metros sobre el nivel del mar, el aire está más enrarecido, es más seco. En Santa Fe, Anthony había dormido de un tirón casi toda la noche, sólo le habían oído gimotear un poco al alba. Tatiana y Alexander consideraron que aquello era un progreso y decidieron permanecer allí un poco más de tiempo, esperando que la situación siguiese mejorando, pero no duró.
Las Montañas Tonto eran espectaculares, y el aire tan transparente que Tatiana podía contemplar con toda claridad las vistas, los valles y las laderas de las colinas despejados bajo el sol, pero ya las han dejado atrás y el aire se ha vuelto como la tierra: árido, tórrido y opaco por las partículas del calor. Ella se ha desabrochado la blusa, pero Alexander está concentrado en la carretera. ¿O acaso sólo finge estar concentrado en la carretera? Recientemente, Tatiana ha advertido en él un cambio pequeño pero perceptible. Sigue sin hablar demasiado, pero sus ojos y su respiración durante el día son menos impasibles. Tatiana le ofrece algo de beber, un cigarrillo. Él lo acepta, pero esta vez no se deja distraer por ella. Se pregunta cuándo pararán, cuándo acamparán; tal vez encuentren un río, naden un poco… Los recuerdos de cuando nadaba en el Kama le zahieren la piel y se pone tensa, tratando de no estremecerse, y al tiempo que se tira de la falda hacia abajo para alisarla, aprieta las manos para obligarlas a quedarse quietas en su regazo. No quiere pensar en entonces, ya tiene bastante con preocuparse por el ahora, cuando teme que la policía los pare de un momento a otro, en cualquier cruce, y les diga: «¿Es usted Alexander Barrington, el hijo de Harold Barrington? ¿Cómo, su esposa no le ha dicho que en el último camping donde estuvieron, cuando tuvo la osadía de dejarla sola un momento, llamó a su antigua compañera de piso en Nueva York? Por lo visto, señor Barrington, su esposa no le cuenta muchas cosas…».
Es verdad. Tatiana efectuó una llamada a larga distancia a través de una operadora, pero Sam Gulotta respondió al teléfono. Se asustó tanto que colgó, y no le dio tiempo de llamar también a la tía Esther, pero ahora la aterroriza la posibilidad de que la operadora le dijese a Sam que había hecho la llamada desde Nuevo México. «Las personas que no tienen nada que ocultar no huyen, Alexander Barrington —les diría la policía cuando interceptasen la Nomad—. ¿Por qué no nos acompaña? Su esposa y su hijo pueden quedarse aquí, en esta encrucijada de almas, esperando a que vuelva, como han estado haciendo hasta ahora, como siguen haciendo todavía, esperando a que vuelva con ellos. Dígales que no tardará mucho en volver».
Es mentira. Se llevarán el armazón que es su cuerpo, se llevarán su físico, lo único que queda de él de todos modos, y Tatiana y Anthony se quedarán en aquella encrucijada para siempre. No. Es mejor tenerlo allí, aunque sea de ese modo: retraído, circunspecto, callado; a veces enfebrecido, furioso; a veces de buen humor; siempre fumando, siempre profundamente humano. Es mejor eso que tener sólo su recuerdo. Porque las cosas que él le hace por las noches, ésas ya no son recuerdos. Ni el hecho de que duerma a su lado. Ella lucha contra su propio sueño todas las noches, intenta permanecer en vela hasta mucho después de que él haya conciliado el sueño para poder sentir sus brazos alrededor de su propio cuerpo, para poder yacer completamente sepultada y rodeada por aquel cuerpo desolado que Alexander apenas si ha logrado salvar y que ahora la consuela como ninguna otra cosa puede hacerlo.
Él la mide para ponerla en orden. Él se enfada cuando ella no le responde de la misma manera, pero Tatiana quiere decirle que con él no hay métodos aristotélicos ni teoremas de Pitágoras que valgan. Él es lo que es, y todas sus partes están en proporción absoluta con la suma de ellas, pero lo que es aún más importante, todas están en proporción relativa con la suma de las partes de Tatiana. Los números cardinales no sirven, mientras que los ordinales sólo sirven siempre y cuando Tatiana se detenga en el primero. El principio de Arquímedes tampoco sirve; desde luego, ella no puede ni quiere medir lo que es inconmensurable, lo que ni termina ni se repite, lo que está más allá aun de la trascendencia de π (aunque él no lo crea), lo que está más allá de polinomios y ecuaciones de segundo grado, más allá de lo racional y lo irracional, de lo humanista y lo lógico, más allá de las mentes de los Cantor y los Dedekind, de los filósofos renacentistas y los tántricos indios, lo que pertenece en cambio al reino de dioses y reyes, del mito, de los albores de la humanidad, del misterio de la vida… El hecho de que haya un espacio dentro de Tatiana diseñado única y exclusivamente para él pese a las claras imposibilidades euclidianas, no sólo hace que todo encaje como debe, en completo exceso, sino que le hace sentir lo que las matemáticas no pueden explicar, lo que la ciencia no puede explicar. Lo que nada puede explicar.
Y pese a todo, inexplicablemente, él sigue midiéndola, trazando curvas y tangentes. Siempre tiene las dos manos encima del cuerpo de ella, encima de su cabeza, contra las palmas de sus manos, en sus pies, en sus brazos, abrazándole la cintura, aferrándose a sus caderas… Es tan desesperadamente afectuoso… Tatiana no sabe lo que él cree que le va a dar.
Jugar con Anthony. ¿Acaso no es eso real? ¿Que Anthony tenga a su padre? El niño moreno sentado en su regazo tratando de hacerle cosquillas y Alexander riéndose a carcajadas, ¿no es eso real, ni matemáticas ni recuerdos?
Alexander ya casi se ha olvidado de cómo se juega, salvo cuando está en el agua, pero no había habido agua en todo Texas, apenas ninguna en Nuevo México y ahora están en la árida Arizona.
Anthony prueba a entretenerse con juegos de tierra con su padre. Decide encaramarse al regazo de éste, junta las yemas de sus dos dedos índice y pregunta:
—Papá, ¿quieres ver qué fuerte soy? Anda, sujétame los dedos con el puño que yo me soltaré.
Alexander aplasta la colilla del cigarrillo. Sujeta los dedos de Anthony con suavidad y el chico se escapa. La alegría por haberse liberado del gigante de su padre es tan grande que quiere volver a jugar al mismo juego una y otra vez. Lo hacen doscientas veces, y luego a la inversa. Alexander une los dedos índice mientras Anthony los sujeta con fuerza con su puño minúsculo. Cuando Alexander no consigue escapar, la alegría de Anthony es algo digno de ver. También juegan a eso otras doscientas veces mientras Tatiana prepara el almuerzo o la cena, o friega los platos o el suelo, o se sienta a observarlos con el corazón rebosante de felicidad.
Alexander hace bajar a Anthony de su rodilla y dice con una voz gutural, enronquecida por la nicotina:
—Tatia, ¿quieres jugar? Mete los dedos en mi puño y a ver si te puedes soltar. Venga. —En el rostro de Alexander no se mueve ni un músculo, pero el corazón de ella ya no está rebosante de felicidad, sino que se está acelerando, se está desbocando. Sabe que no debería, que Anthony está allí mismo, pero cuando Alexander la llama, ella acude. Es así y ya está. Tatiana se sube al regazo de él y junta imperceptiblemente las yemas de los dedos, ligeramente trémulos. Intenta no mirarlo a la cara, mirándose sólo los dedos, sobre los que en ese momento él coloca su puño inmenso, aprieta un poco y dice—: Venga, suéltate.
A Tatiana le flaquea todo el cuerpo. Por supuesto, intenta liberarse, pero sabe una cosa: mientras que como padre Alexander juega de una manera con Anthony, como marido juega de otra completamente distinta. Tatiana se muerde el labio para impedir que le salga un solo sonido.
—Venga, mamá —dice el niño, que no entiende nada, a su lado—. Puedes hacerlo. ¡Yo lo he hecho! ¡Suéltate!
—Sí, Tatiasha —murmura Alexander, apretando los dedos con más fuerza aún, mirándola fijamente a la cara mientras ella sigue clavada a su regazo—. Venga, suéltate.
Y Tatiana ve cómo asoma un atisbo del alma sonriente.
Sin embargo, cuando Alexander conduce, suele estar callado y huraño. Tatiana odia que se reduzca a sí mismo, de ese modo, a lo peor de su vida; es difícil alejarlo de ahí, y a veces aun cuando él mismo quiere que lo alejen, es imposible. En ocasiones Tatiana siente tanto miedo por el inminente peligro para Alexander en cada señal de stop de la carretera, que pierde las armas que necesita para alejarlo de ahí, reducida ella también a lo peor de su vida.
Tatiana desea que algo los engulla, un lugar donde la carretera no pueda atraparla, donde el alma de él no pueda atraparlo. Tal vez si fuesen menos humanos…
Tatiana lo estaba llevando a Phoenix, Arizona, pero Alexander tenía demasiado calor y en realidad quería dirigirse directamente a California.
—Creía que querías ver los noventa y siete acres que compré con el dinero de tu madre —le dijo ella.
Alexander se encogió de hombros y bebió agua.
—Lo que quiero —dijo— es sentir el agua en mi cuerpo. Eso es lo que quiero. ¿Lo tendré en Phoenix?
—No, si puedo evitarlo.
—Exactamente, y por eso es por lo que voy a regañadientes.
Tardaron un día en llegar a Phoenix desde la frontera oriental de Arizona. Se habían parado esa noche en un camping en las inmediaciones de las montañas Superstition. Alexander se tumbó en los tablones de madera bajo el chorro del agua fría, que le cayó en cascada por la cara y el pecho. Anthony y Tatiana permanecieron a una distancia prudente, observándolo. Anthony preguntó si su padre estaba bien.
—No estoy segura —dijo Tatiana—. Yo diría que las posibilidades son de un cincuenta por ciento.
Si Alexander hubiese insistido un poco más, habría convencido a Tatiana fácilmente para seguir carretera adelante hasta la costa del Pacífico, no porque ella no quisiera enseñarle su propiedad en el desierto, sino porque creía que había una posibilidad de que los agentes federales los estuviesen esperando en el único lugar que les pertenecía. Vikki podría haberle mencionado la parcela de tierra a Sam Gulotta. Tatiana sospechaba que ella misma podía habérselo mencionado a Sam. Ella y Sam habían desarrollado una relación de auténtica amistad con los años. ¿Y si los estaban esperando? La sola idea la martirizaba. Pero por desgracia, Alexander no había protestado lo suficiente. Tatiana ya sabía lo que quería hacer, por impensable que fuese: quería vender la tierra. Vender la tierra sin más, por cualquier precio, coger el dinero e irse lejos a otro estado, puede que a la inmensidad de Montana, y no dejarse ver jamás. No se hacía ilusiones, era imposible que la lealtad de Sam fuese a ser para con ella y Alexander; Sam no era la tía Esther. Tatiana permaneció muda mientras pensaba en esas cosas y su marido se tendía en las tablas de madera ahogándose en agua corriente.
A la mañana siguiente, tomaron la autopista de Superstition.
—Aquí todo es muy llano —dijo Alexander.
—Bueno, es que se llama Mesa —dijo Tatiana—, como una meseta.
—Por favor, dime que la tierra no está aquí.
—De acuerdo, la tierra no está aquí. —Había unas canteras de piedra a lo lejos, al otro lado de las llanuras—. Esto está demasiado urbanizado.
—¿Que esto está demasiado urbanizado? —exclamó él.
No había tiendas, ni gasolineras, sólo granjas a un lado y tierra desértica y virgen al otro.
—Sí, esto es Tempe —comentó Tatiana—. Bastante urbanizado. Scottsdale, adonde nos dirigimos, es una pequeña población del Oeste. Tiene unas pocas cosas, una tienda, un mercado… ¿Quieres verla antes o…?
—Veamos esa mítica tierra prometida primero —contestó él.
Continuaron en dirección norte a través del desierto. Alexander tenía sed. Tatiana estaba asustada. La carretera asfaltada terminó y comenzó el camino de gravilla de Pima Road, que separaba el valle de Phoenix de la reserva india de Salt River, cuya extensión discurría kilómetros y kilómetros hasta las montañas McDowell. El terreno había dejado de ser plano, y las montañas azules y polvorientas se alzaban majestuosas por todas partes, cerca y lejos, a lo largo y a lo ancho, en el calor apocalíptico.
—¿Dónde están esas montañas de las que me hablaste?
—Shura, ¡no me digas que no las ves!
Tatiana señaló justo delante. La cordillera destacaba con aire imponente y monolítico entre los saguaros, pero Alexander estaba de buen humor esa mañana y quería tomarle el pelo.
—¿Qué? ¿Eso de ahí? Eso no son montañas, son rocas. Lo sé porque he visto montañas. Las Tontos por las que pasamos ayer, ésas sí eran montañas. Las Santa Fe, ésas eran montañas. También he visto los Urales, y los montes de Santa Cruz, completamente cubiertos de bosques de coníferas. Ésas sí eran montañas.
Su buen humor se ensombreció.
—Tranquilo, tranquilo… —dijo Tatiana, acercándose para calmarlo poniéndole la mano en el muslo—. Éstas son las montañas McDowell de Arizona, roca sedimentaria sobre roca de granito formada a partir de lava hace dos mil millones de años. Rocas precámbricas.
—Así que estás hecha una geóloga… —comentó Alexander, sonriendo—. Una capitalista y una geóloga.
Ese día Tatiana llevaba un vestido amarillo de algodón a cuadros, calcetines cortos blancos y bailarinas, y el pelo recogido en un moño trenzado. No tenía una gota de sudor en la cara, y parecía casi serena si Alexander no le miraba el regazo y advertía cómo tenía los dedos agarrotados y apretados entre sí, tanto que parecían estar rompiéndose.
—Está bien, de acuerdo —dijo él frunciendo ligeramente el ceño—. Son montañas.
La Nomad prosiguió en dirección norte, levantando nubes de polvo a su paso. Las montañas McDowell estaban cada vez más cerca, y el sol, alto. Alexander dijo que eran idiotas, tontos de remate, por haber hecho un viaje atravesando la parte más calurosa del país en la época más calurosa del año. Si fuesen listos se habrían marchado antes de Coconut Grove, habrían ido a Montana a pasar el verano y luego habrían seguido hasta California para la época de la vendimia.
—Pero tú no querías marcharte de Florida, ¿recuerdas?
—Mmm… —asintió—. Coconut Grove estuvo muy bien durante un tiempo.
Se quedaron callados.
Transcurrieron otros cuarenta y cinco minutos de carretera fronteriza sin asfaltar y sin que apareciese una sola casa, un puesto de fruta, una gasolinera, la fachada de una tienda u otra persona. Tatiana le dijo entonces que torciese a la derecha en un angosto camino de tierra que enfilaba una cuesta en sentido ascendente.
El camino se llamaba Jomax.
Jomax terminaba en una montaña rocosa bañada por el sol y fue allí donde Alexander detuvo el vehículo, un kilómetro y medio por encima del valle. Tatiana, con los dedos relajados y una sonrisa radiante en el rostro, exclamó:
—¡Dios santo! ¡No hay nadie!
—Exacto —dijo Alexander, apagando el motor—. Porque todo el mundo está en Coconut Grove, en la playa.
—No hay nadie… —repitió, casi para sus adentros, y se bajó de un salto de la caravana.
Anthony echó a correr, pero no antes de que Tatiana lo detuviera y le advirtiese:
—Recuerdas lo que te he dicho de los cactus cholla, ¿no? No te acerques a ninguno. El viento te puede soplar los pinchos hasta clavártelos en la piel y no te los podré quitar, ¿lo has entendido?
—¿Qué viento? Suéltame.
—Anthony —intervino Alexander, buscando su encendedor—: cuando tu madre te está hablando, no puedes decirle que te suelte. Tania, sujétalo otros dos minutos hasta que lo entienda.
Tatiana hizo una mueca a Anthony, le dio un pellizco y lo soltó en silencio. Llevaba el mechero de Alexander en la mano; lo encendió y él le agarró la mano para acercar la llama al cigarrillo.
—No puedes ser tan blanda con él —le advirtió.
Tras alejarse de ella para explorar un poco el terreno, Alexander miró al norte y al sur, al este y al oeste, a las montañas, a la inmensidad del valle de Phoenix, que yacía majestuoso ante su mirada, con los ranchos esparcidos por el desierto de Sonora, abrumador y lleno de matorrales. Aquel desierto no se parecía al de sus vagos recuerdos de infancia del Mojave. No era de arena gris con montículos grises de tierra hasta donde alcanzaba la vista. Aquel desierto de finales de julio estaba cubierto de una abundante vegetación quemada. Millares de cactus inundaban el paisaje, con sus pináculos verdes y marrones plagados de púas y unos brazos que se prolongaban diez o doce centímetros hacia el sol. Los algarrobos eran marrones, y los palo verdes, de color sepia. La maleza y las plantas de distintas variedades tenían las tonalidades pardas de la tierra quemada. Ni un solo tallo de hierba, sólo arcilla y arena. Parecía una selva en el desierto. No era en absoluto lo que Alexander esperaba.
—Tania…
—Ya lo sé —dijo ella, acudiendo a su lado de un salto—. ¿A que es increíble?
—Mmm… No es eso lo que estaba pensando exactamente.
—Nunca he visto nada parecido en toda mi vida. —La voz de Tatiana estaba impregnada de algo indescifrable—. ¡Y espera a que veas esto en primavera!
—Eso implica que lo veremos en primavera.
—¡Todo florece!
—¿Y eso cómo lo sabes?
—Lo sé —empezó a explicar Tatiana con graciosa solemnidad— porque vi las fotos en un libro de la biblioteca.
—Ah. Fotos de un libro. ¿Y esos libros mencionan el agua, por casualidad?
Ella agitó la mano para restarle importancia a ese asunto.
—Hace cientos de años, los indios hohokam vieron lo que yo veo y sintieron tantos deseos de vivir en este valle que trajeron el agua aquí mediante una serie de canales procedentes del Salt River. Así que cuando el todopoderoso Imperio británico seguía utilizando aún los retretes exteriores, los indios hohokam regaban sus cosechas con agua corriente.
—¿Y se puede saber cómo sabes eso? —exclamó.
—La biblioteca pública de Nueva York. El hombre blanco aún emplea los canales hohokam.
—Entonces, ¿hay un río por aquí?
Alexander tocó la arena seca con las manos.
—El Salt River, pero está muy lejos —respondió Tatiana—. Con un poco de suerte, no tendremos que verlo nunca.
Alexander nunca había experimentado un calor tan abrasador. Ni siquiera en Florida, donde todo estaba templado por el agua. Allí no había posibilidad de templanza.
—Me estoy achicharrando, Tatiana —expresó—. Venga, rápido, enséñame nuestra tierra antes de que se me derritan las arterias.
—Estás en ella —dijo Tatiana.
—¿En dónde?
—En nuestra tierra. —Hizo un movimiento para abarcar cuanto había alrededor—. Aquí es. Justo aquí, todo esto, hasta la mismísima cima de la colina. Desde este camino y hacia el sudeste, noventa y siete acres de desierto de Sonora que se elevan hasta la montaña. Nuestra propiedad tiene dos acres de ancho y unos cuarenta y nueve de fondo. Tendremos que buscar un topógrafo. Creo que podría tener forma redonda.
—¿Como Sachsenhausen?
Tatiana se sintió como si le acabaran de dar una bofetada.
—¿Por qué haces eso? —dijo muy despacio—. Ésta no es tu prisión, es tu libertad.
Un poco avergonzado, dijo:
—Pero ¿de verdad te gusta esto?
—Bueno, no lo habría comprado si no me gustase, ¿no te parece, Shura?
Tatiana hizo una pausa. Otra vez la misma nube de inquietud le enturbió el rostro.
—Tania —dijo Alexander—, este sitio va a arder en llamas de un momento a otro.
—Escucha —repuso ella—, iremos, haremos que la tasen, y si el precio es bueno, la venderemos. No me importa nada venderla, pero… ¿es que no lo ves? —exclamó, acercándose a él—. ¿No ves el desierto? ¿No ves las montañas? —Las señaló—. Ésa de ahí, la que está junto a la nuestra, es Pinnacle Peak; es muy famosa. Pero la nuestra no tiene nombre, a lo mejor podemos bautizarla como la montaña de Alexander.
Tatiana arqueó las cejas, pero él no estaba de humor en ese momento, aunque tomó nota de aquello para más tarde.
—Veo el desierto, sí —dijo Alexander—. Veo que aquí no crece una sola cosa verde, salvo los cactus, y esos no necesitan agua. Yo no soy un saguaro. Necesito agua. Aquí no hay ningún río, ni lagos.
—¡Exacto! —exclamó ella con mirada electrizante—. No hay ríos, no hay ningún Neva ni Luga ni Kama ni Vístula. No hay lagos. Ningún lago Ilmen ni Ladoga. Nada de campos, nada de claros, nada de pinos, ni de agujas de pino, nada de abedules ni de alondras, apenas el canto de algún pájaro. A veces vienen las golondrinas en verano, pero no hay bosques en las montañas. No hay nieve. Si quieres todo eso, puedes ir al Gran Cañón en invierno. El pino ponderosa crece un kilómetro y medio por encima del gélido Colorado. —Aproximándose, se aventuró con manos golosas en el interior de su cuerpo—. Y sí que eres un poco como el poderoso saguaro —murmuró.
Sí, Alexander había tomado buena nota del juego, y se ocuparía de él en breves instantes.
—No voy a vivir en ningún sitio donde no haya agua, Tatiana Metanova. —Aplastó el cigarrillo en el suelo y la rodeó con los brazos—. No me importa de lo que estés tratando de huir.
—Es Tatiana Barrington, Alexander Barrington —lo corrigió ella, zafándose de su abrazo—. Y no tienes idea de qué es de lo que trato de huir.
Alexander la miró y pestañeó.
—Creo que incluso aquí en Arizona podría haber una luna. ¿Tal vez una luna carmesí, Tatia? Una luna carmesí muy grande, baja y llena.
Ella también pestañeó.
—¿Por qué no recoges tus treinta kilos de equipo, y también tus armas, soldado?
Tatiana se volvió con una pirueta y echó a andar hacia la Nomad mientras Alexander permanecía inmóvil como un poste en la arena. Al cabo de un momento, Tatiana regresó con un poco de agua, que él bebió con avidez, antes de ir en busca de Anthony, a quien encontró cerca de los cactus cholla, completamente absorto examinando una especie de rocas. Resultó que no se trataba de rocas, sino de un lagarto, al que el chico había clavado en el suelo con una afilada púa de cactus.
—Anthony, ¿no es ése el cholla al que tu madre te ha dicho que no te acerques? —preguntó Alexander, y se agachó junto a su hijo para darle un poco de agua.
—No, papá —respondió Anthony con paciencia—, los lagartos no jugarían cerca de un cholla si fuera malo.
—Hijo —dijo Alexander—, no creo que ese lagarto esté jugando.
—Papá, ¡todo este sitio está lleno de reptiles!
—No lo digas como si fuese algo bueno. Ya sabes el miedo que le dan a tu madre los reptiles, mira lo enfadada que está por tu culpa.
Se asomaron por entre los cactus cholla. La madre enfadada estaba apoyada hacia atrás en la Nomad, con los ojos cerrados, las palmas hacia abajo y el sol en la cara.
Al cabo de un rato, Alexander regresó junto a ella y le salpicó la cara con agua, obligándola así a abrir los ojos. Hizo una pausa para mirarla con más detenimiento, para demorarse en su rostro firme y colorado, en sus escandalosas pecas, en sus ojos serenos de algas marinas. Miró de arriba abajo el resto de su cuerpo. Era tan excitantemente menuda… Y desconcertante. Moviendo la cabeza, Alexander la abrazó y luego la besó. Sus labios sabían a ciruelas secas.
—Estás completamente loca, mi renacuaja pecosa —dijo, apartándose al final—, por haber comprado este pedazo de tierra en primer lugar. La verdad, no sé qué vena te dio. Pero ahora la suerte está echada, Venga, amante de Arizona, experta en cactus, antes de ir a ver al topógrafo, vamos a comer algo. Aunque tendremos que ir a alguna otra parte a remojarnos el cuerpo, ¿no crees?
Sacaron sus cacharros, su pan, su jamón. Antes, esa misma mañana, habían comprado ciruelas, cerezas y tomates en un puesto de venta ambulante. Tenían muchísima comida. Él desplegó el toldo, se sentaron a su sombra y se dispusieron a darse un festín.
—¿Cuánto dices que pagaste por el terreno? —preguntó él.
—Cincuenta dólares el acre.
Alexander lanzó un silbido.
—¿Y esto está cerca de Scottsdale?
—Sí, Scottsdale sólo se encuentra a treinta kilómetros al sur.
—Mmm… ¿Y la ciudad qué es? ¿Un cementerio?
—¡No, ya no, señor! —le contestó un agente inmobiliario en Scottsdale—. Ya no. Ahora, con la base militar y los soldados, como usted, señor… todos están volviendo de la guerra y casándose con sus chicas. ¿Son ustedes recién casados?
Nadie dijo nada, mientras el crío de cuatro años se sentaba cerca de ellos haciendo filas ordenadas con los folletos de las propiedades inmobiliarias.
—El boom inmobiliario es algo espectacular —siguió explicando rápidamente el hombre—. Scottsdale es una ciudad con mucho futuro, y si no, tiempo al tiempo, ya lo verá. Antes aquí no había nadie, casi como si no fuésemos parte de la Unión, pero ahora que ha terminado la guerra, Phoenix está creciendo exponencialmente. ¿Sabían ustedes —señaló con orgullo— que nuestra industria de la construcción es la número uno en todo el país? Tenemos escuelas nuevas, un hospital nuevo, el Phoenix Memorial, y unos grandes almacenes nuevos en Paradise Valley. Esto les gustaría mucho. ¿Les interesaría ver algunas propiedades?
—¿Cuándo tienen previsto asfaltar las carreteras? —preguntó Alexander.
Se había cambiado y se había puesto unos pantalones beis y una camiseta de manga corta negra. Tatuajes, cicatrices, números azules de los campos de exterminio, daba lo mismo, no podía llevar camisetas de manga larga en Arizona. El agente inmobiliario trataba de apartar la mirada de la larga cicatriz que recorría el antebrazo de Alexander hasta la cruz azul. El propio agente llevaba un traje de lana que le hacía sudar a mares pese al aire acondicionado.
—Todos los días, señor, todos los días se asfaltan nuevas carreteras. Se construyen urbanizaciones nuevas a cada momento. De terrenos inmensos de ranchos, esto está pasando a convertirse en una ciudad como es debido. La guerra nos ha ido muy bien. Estamos en pleno boom de crecimiento. ¿Son ustedes del este? Eso me figuraba, por el acento de su esposa. Esto se parece mucho a sus comunidades de Levittown, sólo que las casas son más bonitas aquí, si me permiten el atrevimiento. Podría enseñarles un par de…
—No —lo interrumpió Tatiana—, pero nos interesaría saber el actual precio de mercado de nuestra propiedad aquí. Estamos un poco más al norte, en Pima Road, cerca de Pinnacle Peak.
El semblante del hombre se agrió cuando supo que no estaban interesados en comprar.
—¿Dónde? ¿Cerca de Río Verde Drive?
—Sí, a pocos kilómetros al sur de allí. En Jomax.
—¿Cómo? Pero si acaban de inaugurar esa carretera. ¿Tienen una casa allí? Ahí arriba no hay nada.
Lo dijo como si no la creyera.
—No, una casa no, sólo algo de terreno.
—Bueno —dijo, encogiéndose de hombros—. Mi tasador ha salido a almorzar.
Una hora después, el tasador y el agente inmobiliario intentaban mantener su cara de póquer, pero les resultaba imposible.
—¿Cuántos acres dicen ustedes que tienen? —exclamó el tasador, un hombre bajito con la cabeza pequeña, el cuerpo grande y un traje que no le sentaba bien.
—Noventa y siete —repitió Tatiana con calma.
—Verá, eso es imposible —dijo el tasador—. Conozco todas las tierras que se compran y se venden aquí. Vamos, que la ciudad de Scottsdale está planteando incorporar, ¿saben cuántos acres?, seiscientos cuarenta. Un tipo muy listo los compró el siglo pasado por tres dólares y medio el acre, pero eso fue entonces. ¿Me está diciendo que tienen ustedes noventa y siete acres? ¿Una sexta parte del territorio de toda nuestra ciudad? Nadie vende parcelas tan grandes. Nadie le vendería noventa y siete acres.
Tatiana lo miró incrédula. Alexander lo miró incrédulo. Estaba tratando de averiguar si todo aquello era una simple artimaña, una broma o si aquel tipo estaba siendo abiertamente insolente con ellos, en cuyo caso…
—Ese terreno es demasiado valioso —empezó a decir el tasador—. Por aquí vendemos un acre, dos a lo sumo. Y ahí arriba no hay nada más que desierto. Todo es propiedad del gobierno federal o de los indios.
De modo que sí era una simple artimaña. Alexander se relajó.
Tatiana seguía en silencio.
—No sé qué quiere que le diga. ¿Está tratando de decirme que no sé contar hasta noventa y siete?
—¿Puedo ver el título de propiedad, si no les importa?
—La verdad es que sí nos importa —repuso Alexander—. ¿Va a decirnos lo que vale el terreno o tenemos que irnos a otra parte?
Al final, el tasador les dijo que teniendo en cuenta el lugar donde estaba, ahí arriba, perdido en el quinto pino, a donde nadie quería ir, el terreno seguramente valdría unos veinticinco dólares por acre.
—Es un buen precio. Ahí arriba no hay nada, ni carreteras, ni electricidad… La verdad es que no sé por qué alguien iba a comprar terreno en un lugar tan aislado.
Tatiana y Alexander intercambiaron una mirada.
—Como ya he dicho, vale veinticinco dólares —siguió diciendo el tasador rápidamente—, pero puedo ofrecerles un trato: si venden, pongamos, noventa y cinco de esos acres, y se quedan con dos para ustedes, podemos ofrecerles una cantidad por el lote completo, y ustedes deciden si lo toman o lo dejan, de cuarenta dólares el acre.
—Señor —dijo Alexander—, lo dejamos con mucho gusto. Pagamos cincuenta el acre por esas tierras.
El tasador languideció.
—Pues pagaron demasiado. Pero… para que vean que soy honesto, de buen grado les ofrezco cincuenta. Imaginen todo ese dinero en su bolsillo: podrían comprarse una casa nueva con eso. Dinero contante y sonante. Tenemos una magnífica urbanización en construcción aquí cerca, en Paradise Valley. ¿Sólo tienen un niño? Tal vez planean tener más en el futuro. ¿Y si les enseño algunas de las promociones nuevas?
—No, gracias.
Alexander hizo una seña a Tatiana para marcharse.
—Está bien, esperen —dijo el tasador—. Sesenta dólares el acre. Eso supone un beneficio de casi mil dólares sobre su inversión original. El salario de medio año para algunas personas.
Asintiendo enérgicamente, Tatiana abrió la boca para hablar, pero Alexander le apretó la mano para impedírselo.
—Pues yo he ganado eso en tres semanas pilotando un barco en Miami —dijo—. No vamos a vender nuestra tierra por un beneficio de mil dólares.
—¿Están seguros? —El tasador miró a Tatiana con ojos suplicantes, tratando de granjearse su apoyo. Alexander fulminó a su esposa con la mirada y ella permaneció impasible—. Bien, en ese caso, dejen que les diga una cosa —añadió el tasador—. Si no se llevan ese dinero por su terreno ahora, dentro de un año no valdrá ni veinticinco dólares el acre. Esperen a que su hijo empiece la escuela, no podrán vender los noventa y siete acres ni por tres dólares y medio. ¿Ahí arriba? ¿Más allá de donde viven los indios? Olvídenlo. Nadie en su sano juicio querrá vivir al norte de la reserva. Adelante, esperen. Su tierra no valdrá nada en 1950.
Alexander sacó de allí a su familia a empellones. Se detuvieron en una polvorienta calle típica del Oeste. No hablaron sobre lo que les había dicho el tasador. Alexander quería una cerveza bien fría. Tatiana quería ir al almacén de comestibles de la esquina y comprar un helado. Anthony quería un sombrero de cowboy. Al final, Alexander se quedó sin cerveza bien fría porque no pensaba llevar a su familia a un saloon, pero Tatiana sí consiguió su helado y Anthony sí consiguió su sombrero de cowboy. Pasearon por la plaza de la ciudad. Alexander no sabía por qué pero le gustaba, le gustaba la evocación del Oeste que transmitía, la extensión de tierra fronteriza y pese a ello, la intimidad de una ciudad pequeña. Fueron a dar una vuelta por los alrededores con su Nomad y vieron que buena parte de las tierras que rodeaban la plaza de la ciudad se estaban transformando en urbanizaciones de viviendas. Cenaron bistec con patatas asadas y mazorcas de maíz en un restaurante local con serrín en el suelo.
Alexander le preguntó a Tatiana qué quería hacer y ésta le contestó que tal vez deberían echar un último vistazo a la tierra antes de tomar una decisión definitiva.
Eran las siete de la tarde, y el sol describía un arco descendente. Puesto que el astro rey era de un color distinto, su montaña también se tiñó de un color distinto: las rocas brillaban en un anaranjado tridimensional. Alexander contempló detenidamente la tierra.
—Tania, ¿cuántas posibilidades hay de que hubieses tenido un presentimiento cuando compraste esta tierra? —dijo, atrayéndola hacia sí después de caminar un rato.
—Prácticamente ninguna —contestó ella, abrazando la cintura de su esposo—. Decididamente, deberíamos venderla, Shura. Venderla lo más rápido posible, coger nuestro dinero y largarnos a otro sitio bonito donde no haga tanto calor.
Alexander se agachó para besarle la mejilla húmeda.
—Tú sí que eres bonita, por no hablar del calor que siento a tu lado, cariño —le susurró. Olía a helado de vainilla, hasta sabía a helado de vainilla—. Pero no estoy de acuerdo contigo. Creo que el tasador miente: o hay un boom inmobiliario o no lo hay. Y un boom inmobiliario significa que los precios de la tierra suben, no bajan.
—Tiene razón —insistió ella—. Esto está muy alejado de todo.
—¿Alejado de qué? —preguntó, escéptico, Alexander—. Creo de veras que podemos sacar mucho más dinero. Esperaremos un poco y luego la venderemos. —Hizo una pausa—. Pero Tatiana, me tienes un poco confuso. Me dices que quieres vender la tierra a toda costa, al peor postor, y al cabo de un minuto te entusiasmas hablándome de la primavera aquí.
Tatiana se encogió de hombros.
—¿Qué quieres que te diga? Yo también estoy confusa. —Se mordisqueó el labio—. ¿Te plantearías la posibilidad… de vivir aquí? —preguntó con tiento.
—¡Nunca! Mira qué aire. Tócate la cara. Pero ¿por qué quieres vivir aquí…?
De repente, Alexander se interrumpió y abrió mucho los ojos.
«¿Te gustaría vivir en Arizona, Tatia, la tierra de los escasos manantiales?».
Eso le había preguntado él a ella, en otro tiempo, en otra vida.
—Venga ya —exclamó él, despacio—. No me digas que tú… No creerías que… tú no… ¡No…! —A Alexander se le escapó una carcajada incrédula—. ¡Acabo de caer ahora mismo! ¡No había caído hasta ahora! Vaya, qué listo soy. Soy un lince. No sé cómo pudimos ganar la guerra. Tania, por favor… Acuérdate de cuándo dije eso.
—Lo recuerdo como si me lo estuvieses diciendo ahora mismo —dijo con los brazos cruzados.
—Entonces seguro que sabes que lo decía metafóricamente. Quería decir si te gustaría vivir en cualquier lugar cálido. ¡No me refería literalmente a éste!
—¿No?
Su exclamación no fue tan serena.
—¡Por supuesto que no! ¿Por eso compraste la tierra?
Al no responder Tatiana, Alexander se quedó sin habla. Había tantas cosas desconcertantes que no entendía de ella que simplemente no sabía dónde buscar las respuestas.
—Estás en medio de un Leningrado bloqueado, helado, con un frío de muerte —dijo—. Los alemanes te niegan hasta el papel de cartón con cola, sin levadura, que te comes en lugar de pan. Yo menciono de pasada un lugar cálido del que conservo vagos recuerdos de mi infancia. Maldita sea, debería haber dicho Miami… ¿Habrías comprado la tierra allí, entonces?
—Sí.
—No puedes hablar en serio. Anthony, ven aquí, deja de perseguir las serpientes cascabel. Dime, ¿te gusta esto?
—Papá, es el lugar más divertido del mundo entero.
—¿Y qué me dices de los cactus cholla? ¿Son divertidos?
—¡Muy divertidos! Pregúntaselo a mamá. Ella dice que tienen espíritus maléficos; los llama los cactus del infierno. Díselo, mamá, son peores que la guerra.
Echó a correr dando saltos de alegría.
—Sí —dijo Tatiana—, mantente alejado de los cholla, Alexander. —Frunció el ceño.
—Creo que este calor os ha afectado a los dos. Tania, estamos en el interior, tanto… ¡que el aire no lleva agua ni siquiera con el viento!
—Ya lo sé.
Engulló una bocanada de aire caliente.
Se separaron, se alejaron, y se fueron a pensar por separado. Anthony recogía higos secos de las chumberas, Tatiana arrancaba las flores rojas y secas del ocotillo, y Alexander fumaba mientras contemplaba la tierra, la montaña y el valle que se abría a sus pies. El sol se escondió sosegadamente y cuando la luz se alteró una vez más, las colinas de roca se transformaron en un paisaje en llamas. Tatiana y Alexander extendieron una manta en el suelo, se sentaron hombro con hombro y rodilla con rodilla y contemplaron la puesta de sol mientras Anthony jugaba.
Alexander creía que Tatiana había estado pensando en cómo convencerlo para vender o no vender la tierra, pero lo que le dijo fue aún más desconcertante.
—Shura —le dijo—, dime, en Lazarevo, cuando ibas a volver al frente… solíamos contemplar las montañas de los Urales así, como ahora. Dime, ¿por qué no te quedaste?
Alexander se quedó atónito.
—¿Quedarme? ¿Qué quieres decir?
—Ya sabes lo que quiero decir. —Hizo una pausa—. ¿Por qué no decidiste… no volver?
—¿No volver a mi puesto de mando? ¿Te refieres a… desertar? —Tatiana asintió.
—¿Por qué no huimos… a los Urales? Podrías haber construido una isba para nosotros, podríamos habernos instalado allí, en el bosque, podríamos haber buscado piedras preciosas, haber vivido del trueque, podríamos haber cultivado alimentos… Nunca nos habrían encontrado.
Alexander meneó la cabeza sin comprender, y abrió las manos en actitud de perplejidad.
—Tatiana, por el amor de Dios —dijo—, ¿se puede saber qué estás pensando? ¿Se puede saber qué diablos te pasa por la cabeza, Tania? Y lo que es más importante, ¿por qué?
—No es una pregunta retórica. Me gustaría que me dieses una respuesta.
—¿Una respuesta a qué? ¿A por qué no deserté del Ejército Rojo? En primer lugar, mi comandante, el coronel Stepanov, era un buen hombre… ¿lo recuerdas? Fue el que me dejó quedarme veintinueve días contigo en Lazarevo. Bien, pues habría acabado ante el pelotón de fusilamiento por tener un desertor en su brigada. Al igual que todos los tenientes y los sargentos con los que servía. Y tú y yo nos habríamos pasado el resto de nuestra corta y condenada vida huyendo. ¡Huyendo!
»Y nos habrían encontrado, como encuentran a todo el mundo. ¿Recuerdas lo que te conté de Germanovski? Lo encontraron en Bélgica después de la guerra, y nunca había puesto un pie en la Unión Soviética. Había nacido en Francia, su padre era diplomático. A Germanovski lo sentenciaron a diez años de trabajos forzados por no volver cuando había cumplido los dieciocho… ¡catorce años antes! Eso nos habría pasado a nosotros. Sólo que a nosotros nos habrían encontrado a los cinco minutos, la primera vez que hubiésemos intentado cambiar parte de esa preciosa malaquita de los Urales a juego con tus ojos. Todo se habría acabado en un suspiro, y esos cinco minutos de más los habríamos pasado mirando atrás continuamente, para ver si nos perseguían. En otras palabras: la cárcel. ¿Es eso lo que habrías querido…?
Tatiana no le dejó terminar la frase, sino que se levantó de un salto y se fue. Sí, ¿en qué diablos estaba pensando? Pero al mismo tiempo, el sol estaba en llamas, y Alexander había pasado demasiado tiempo en lugares oscuros bajo el suelo, por lo que no fue tras ella sino que siguió sentado fumándose su cigarrillo, contemplando el crepúsculo desde lo alto de la colina.
Al regresar a la manta, Tatiana dijo:
—Sólo era una pregunta estúpida. —Le dio un golpecito en el hombro—. Sólo estaba pensando, no hablaba en serio.
—Ah, pues qué bien.
—A veces se me ocurren cosas absurdas, eso es todo.
—Absurdas, desde luego. Pero ¿en qué piensas? —Hizo una pausa—. ¿En cómo todo podría haber sido distinto?
—Algo así —dijo, con la mirada perdida en el vacío. A continuación le tomó la mano—. Las puestas de sol son muy bonitas, ¿verdad?
—Las puestas de sol son muy bonitas —convino Alexander.
Tatiana apoyó el cuerpo contra él.
—Shura, puede que ahora todo esto parezca arrasado por el sol y sea de color pardo, pero en primavera —dijo, con voz entrecortada— ¡el desierto de Sonora renace! Rebrotan las espuelas de caballero azul claro, los cardos blancos, las amapolas encendidas, el ocotillo rojo, los palo verdes azules y amarillos y las búgulas rojas. Hasta podemos plantar lilas y verbenas. Ya sabes cuánto te gustan las lilas —le susurró—. Y también crecen los cactus cholla y los cactus pincushion[1]…
Alexander le apretó la mano y arqueó las cejas. Aquélla sí era una conversación mucho más interesante…
—Cariño —dijo, bajando el tono de voz y mirando alrededor para asegurarse de que Anthony no podía oírlos—, en mi obscena jerga de soldado, pincushion sólo significa una cosa, y te aseguro que no tiene nada que ver con los cactus.
Tatiana lo censuró fingiéndose escandalizada y trató de apartarse de él, pero Alexander la asió, la puso de espaldas sobre la manta, inclinó el cuerpo encima de ella y dijo con voz ronca:
—Dime, ¿y también corren conejos por el desierto?
La vio ponerse colorada y olvidarse de todas las amapolas rojas y los cactus.
Alexander dejó que lo empujara, se levantara y se alejara corriendo de él. La persiguió primero a ella y luego a Anthony.
Alexander está filmando una película de cine mudo con ella, y Tatiana se mueve en planos entrecortados, animados e irregulares, al son de la manivela. Los brazos se mueven al compás de un lado a otro; los dientes le relucen, lleva el pelo alborotado y está radiante, corre tras Anthony, sus caderas prietas oscilan y se ondulan, vuelve a correr hacia Alexander, los díscolos pechos se mueven y se balancean; se detiene ante él, le tiende los brazos, «ven» —le dice—, «ven…» pero él sujeta la cámara temblorosa, no puede ir. Frunce su boca exquisita, su boca en blanco y negro… es un saludo, un soplo, un beso, un manantial que no deja de brotar, y de pronto, el rollo que se rompe. «¡Shura! ¡Shura! ¿Me oyes?», grita ella, y él baja la cámara y corre a perseguirla, y en algún lugar en el enebro siberiano la atrapa. Ella agita las pestañas de unos ojos que se entrecierran hacia arriba como un gato cuando ríe, separa los labios y suplica falsa y alegremente que la suelte. Tal vez algún día verán las películas de esa época, películas que habrán captado la ilusión, la dicha fugaz que es su juventud. Al igual que las cámaras soviéticas captaron una vez las instantáneas de otra Tatiana, de otro Alexander, en los escalones de piedra de iglesias donde se celebraban bodas o junto a sus hermanos ya desaparecidos.
Empapados de sudor y de arena, Alexander y el niño se quitaron las camisas y se desplomaron sobre la cubierta de la tienda de nailon mientras Tatiana remojaba una toalla en un cubo de agua y le refrescaba el pecho y la cara. En otro tiempo Alexander se había tapado el rostro con una toalla mojada pensando en ella, y en ese momento tenía una toalla mojada y la tenía a ella. Extendió el brazo como un oso y la tocó con sus zarpas… Sí, ella está allí.
—Ahora quiero la bahía de Biscayne… —gimió Alexander—. Quiero el golfo de México ahora mismo.
Y en ese momento se sorprendió bajo un cielo ya oscuro, y junto a un hijo dormido. Lucían todas las estrellas, incluso Júpiter. Tatiana acudió a su lado fuera después de acostar a Anthony en el interior de la caravana y vio que Alexander estaba en una silla plegable de plástico, fumando. Tenía otra silla a su lado.
Tatiana se echó a llorar.
—Oh, no —exclamó Alexander, tapándose la cara.
Tatiana le acarició la espalda, y le habló en voz baja, gimoteando:
—Gracias.
Y acto seguido se encaramó a su regazo y le tomó la cabeza entre las manos.
—Es que no entiendes nada —dijo él, restregando el pelo cortado a cepillo contra el cuello de Tatiana—. El regazo siempre ha sido mucho mejor.
Alexander había levantado una tienda para ellos y había preparado una fogata rodeada de piedras justo delante de la tienda.
—¿Sabes cómo he encendido el fuego? —dijo—. Sólo he tenido que acercar las astillas a una roca cinco segundos.
—Bueno, basta ya —dijo ella—. Basta de exageraciones sobre el calor que hace aquí.
Se sentaron encarados hacia el oeste, envueltos el uno en el otro, contemplando el oscuro valle.
—Cuando no estabas conmigo —le explicó Tatiana— y cuando creí que nunca ibas a volver a estar conmigo, compré estas tierras en lo alto de la colina. Por ti. Por todo lo que me enseñaste. Justo como tú me dijiste, había que estar siempre en lugares altos.
—Esa regla sólo sirve para las inundaciones y la guerra, Tatia. ¿Cuántas posibilidades hay aquí de que ocurra lo uno o lo otro?
Alexander permaneció con la mirada fija en la oscuridad.
—Amor mío… —susurró ella—, ahora no ves nada ahí abajo, pero ¿no te imaginas dentro de unos años, todas las luces parpadeantes de las calles, de las casas, de las tiendas, de los demás habitantes del valle? Igual que Nueva York, este valle también estará iluminado, y podríamos sentarnos aquí como ahora y contemplarlo todo a nuestros pies.
—¡Pero si hace un segundo decías que teníamos que vender la tierra mañana!
—Sí. —Tatiana se mostraba cálida, abierta, hasta que una parte de ella se cerró, se volvió tensa como sus dedos. Su deseo nostálgico de ver florecer el desierto en primavera era muy fuerte, pero la desazón que le atenazaba el estómago también lo era—. Sólo es un sueño, Shura, ¿entiendes? Un sueño absurdo. —Lanzó un suspiro—. Pues claro que la venderemos.
—No, no vamos a venderla —dijo Alexander, haciéndole volver la cabeza hacia él—. Y ya no quiero hablar más del tema. —Tatiana señaló la tienda.
—¿Vamos a dormir ahí? —Le rodeó el cuello con las manos—. Yo no puedo. Mi valentía es pura fachada, como bien sabes. Me dan miedo los escorpiones.
—Bah, no te preocupes —dijo Alexander, aterrándole las costillas con las manos, oprimiéndole el cuello palpitante con sus labios, cerrando los ojos—. A los escorpiones no les gustan los ruidos fuertes.
—Pues eso es muy bueno —murmuró Tatiana, echando la cabeza hacia atrás—. Porque no van a oír ninguno.
Estaba muy equivocada respecto a eso… pues estrenaron aquellos noventa y siete acres, y Pinnacle Peak y Paradise Valley, y la Luna y las estrellas y Júpiter en el cielo, con su cópula ruidosa y los gemidos de placer de Tatiana.
A la mañana siguiente, cuando levantaron el campamento y recogieron sus cosas para seguir en dirección norte hacia el Gran Cañón, Alexander miró a Tatiana, Tatiana miró a Alexander, y ambos se volvieron y miraron a Anthony.
—¿El niño no se despertó anoche?
—El niño no se despertó anoche.
El niño estaba sentado a la mesa completando un puzle de Estados Unidos.
—¿Qué? —exclamó él—. ¿Acaso querías que se despertara anoche?
Alexander dirigió la vista a la carretera.
—Eso sí que es interesante —reflexionó en voz alta, buscando su paquete de Marlboro—. Un sitio tranquilo para curarnos.
Tiempo perdido
En Desert View, se detuvieron en la orilla eterna del Gran Cañón y miraron hacia el oeste, hacia el horizonte de calima azul y luego hacia abajo, hacia la serpiente del río Colorado. Siguieron conduciendo unos pocos kilómetros al oeste y se detuvieron en Lipan Point y luego en Grandview Point. En Moran Point se sentaron, se quedaron boquiabiertos y estuvieron caminando en silencio, incluso Anthony, que normalmente era tan hablador. Pasearon a la orilla del cañón por un sendero de bosque bajo los pinos ponderosa hasta Yavapai Point, donde encontraron un lugar resguardado donde sentarse a contemplar la puesta de sol. Anthony se acercó demasiado al borde y Alexander y Tatiana, a la vez, se levantaron de un salto y le gritaron, y el crío se echó a llorar. Alexander lo abrazó con todas sus fuerzas y sólo lo soltó después de trazar literalmente una línea en la arena y de decirle al chico que no la traspasase ni un centímetro, porque de lo contrario le aplicaría un castigo digno de la disciplina militar. Anthony se pasó todo el crepúsculo convirtiendo esa línea en una barricada de guijarros y ramitas.
El sol del cielo añil se escondió tras el cañón, tiñendo de azul carmesí los bosques reverdecidos de álamos de Virginia, de enebros y de píceas. Alexander dejó de pestañear, pues mientras el sol se ponía, las tonalidades del cañón se habían ido transformando, y no podía contener el aliento en el silencio, mientras aquel calor cinabrio caía como una capa de óxido sobre dos mil millones de años de templos antiguos de estratos de arcilla y limo fosilizado. Y desde la arenisca color crema de Cononino al esquisto negro de Vishnu, todas las crestas, los precipicios, los barrancos y los Redwalls, y la pizarra, la arenisca y la piedra caliza desde Tonto a Tapeat, todo el rosa y el burdeos, y las lilas y los pinos, y los millones de años de un tiempo desaparecido… todo, absolutamente todo, estaba sumergido en un rojo bermellón.
—Dios nos está deleitando con todo un espectáculo de luz y color —dijo Alexander al fin, inspirando hondo.
—Está intentando impresionarte con Arizona, Shura —murmuró Tatiana.
—¿Por qué tienen esa forma las rocas? —Quiso saber Anthony.
Su barricada casi alcanzaba el medio metro de altura.
—Por el agua y el viento, la erosión del tiempo —respondió Alexander—. El río Colorado, más abajo, empezó como un riachuelo y se convirtió en una arrolladora inundación, y abrió este cañón a lo largo de varios millones de años. El río, Anthony, pese a la aversión que tu madre siente por él, es un catalizador para toda clase de cosas.
—Y es precisamente por esa catálisis por lo que tu madre le tiene tanta aversión —dijo la madre, acurrucándose bajo el brazo de Alexander.
Al final, éste se levantó y le tendió la mano.
—Al término de su semana geológica, Dios realizó un reconocimiento de sus rocas en el cañón más magnífico de todos los cañones de la Tierra que había creado y de toda la vida que contenían, y vio que en verdad eran algo magnífico.
Tatiana asintió, aprobando las palabras de Alexander.
—¿Quién dijo eso? ¿Sabes lo que dicen los navajos, que viven, caminan y mueren en estos parajes? —Hizo una pausa tratando de recordar—. «Con la belleza delante de mí, avanzo —dijo, extendiendo los brazos—. Con la belleza detrás de mí, avanzo. Con la belleza debajo de mí, avanzo. —No se oía un solo sonido procedente del cañón—. Con la belleza encima de mí, avanzo. —Siguió hablando despacio—. Termina en la belleza. —Levantó la cabeza—. Termina en la belleza».
—Mmm… —murmuró Alexander, dando una larga calada a su cigarrillo, eternamente colgado de sus labios—. Sustituye la palabra belleza por aquello en lo que más creas —comentó— y obtendrás algo realmente interesante.
En la siniestra quietud nocturna de su acampada en Yavapai, Anthony dormía un sueño agitado en una de las tiendas, mientras Tatiana y Alexander lo escuchaban gimotear y moverse entre las sábanas, aguardando el momento de que se calmase, abrazados bajo una manta frente al fuego, a poco más de un kilómetro de las fauces negras del cañón. Temblaban, con sus demonios helados rondando la lana raída de la manta.
No hablaban. Al final, se tendieron delante del fuego, frente a frente. Alexander aguantaba la respiración y luego espiraba de golpe, con dificultad.
Al principio no dijo nada. No quería hablarle a Tatiana de las cosas que no se podían cambiar. Y sin embargo, el dolor que no podía olvidar se empeñaba en atormentarlo y en zaherirle el corazón de mil maneras distintas. Imaginaba a otros hombres que la tocaban cuando todos lo daban por muerto. Otros hombres cerca de ella, de la misma Tatiana que él tenía ahora cerca, y ella los miraba, y los tomaba de la mano para conducirlos a sus aposentos de viuda. Alexander no quería la verdad si no era la que él quería oír; no sabía cómo iba a soportar la verdad insoportable, y no se lo había preguntado en todo aquel tiempo, desde que había vuelto, pero allí estaban, juntos en el Gran Cañón, que parecía el lugar idóneo para las confesiones místicas.
Inspiró hondo.
—¿Te gustaba salir a bailar, Tatiana? —le preguntó.
—¿Cómo?
De modo que no pensaba responderle. Alexander se quedó callado.
—Cuando estaba en Colditz, esa fortaleza impenetrable, consumiendo mi vida, era algo que no dejaba de preguntarme.
—Parece como si siguieras allí, Shura.
—No —dijo—. Estoy en Nueva York, una mosca en la pared, intentando verte sin mí.
—Pero estoy aquí —le susurró.
—Sí, pero ¿cómo eras cuando estabas allí? ¿Eras una muchacha alegre? —La voz de Alexander estaba impregnada de tristeza—. Ya sé que no te olvidaste de lo nuestro, pero… ¿querías hacerlo, para poder ser feliz de nuevo como lo habías sido antes, para bailar sin dolor? —Tragó saliva—. ¿Para poder… volver a amar a alguien? ¿Era eso en lo que pensabas cuando te sentabas en los tablones del hospital Mercy? ¿Queriendo ser feliz otra vez, deseando volver a estar allí, en Nueva York, recitando a Emily Bronte para tus adentros? «Dulce amor de juventud, perdona si te olvido…».
Trataba de animarla a que hablase con claridad, pero era evidente que ella no quería claridad. Quería que las cosas siguiesen estando confusas, para poder negarlo todo.
—De acuerdo, Shura, si vamos a hablar de todo esto, si vamos a sacar todo lo que llevamos dentro, entonces dime qué quisiste decir cuando me dijiste que estaba marcada por el Gulag. Dime qué te pasó.
—No. Yo… olvídalo. Yo…
—Dime qué te pasó cuando desapareciste cuatro días enteros en Deer Isle.
—Cada vez es más tiempo. Apenas estuve fuera tres días. Antes, dime en qué pensabas tú en el hospital Mercy.
—Muy bien, de acuerdo, no hablemos de ello.
Alexander le presionó la espalda con sus dedos insistentes. Le metió las manos bajo la chaqueta, bajo la blusa, sobre los hombros desnudos.
La volvió de espaldas y se arrodilló a horcajadas encima de ella, con el fuego y las fauces negras a sus espaldas. No había consuelo, no había paz, supuso con un suspiro, ni siquiera en los templos del Gran Cañón.
Los gimoteos de Anthony se convirtieron en un llanto histérico.
—¡Mamá, mamá!
Tatiana tuvo que correr a su lado. El niño se tranquilizó, pero ella se quedó en su tienda. Al final, Alexander entró sigilosamente y se colocó de lado detrás de ella en aquella tienda diminuta, sobre el suelo duro.
—Sólo es una fase, Shura —dijo Tatiana, como tratando de apaciguarlo a él también—. Ya pasará. —Hizo una pausa—. Como todo.
La impaciencia y la frustración de Alexander también le abrasaban la garganta.
—No dirías eso si supieses lo que sueña.
Tatiana se puso tensa entre sus brazos.
—¡Ah! —Alexander levantó la cabeza para mirarla en la oscuridad. A duras penas veía el contorno de su cara bajo la luz difusa del fuego, que se colaba por los faldones entreabiertos de la tienda—. ¡Lo sabes!
Tatiana parecía acongojada al asentir con la cabeza. Siguió cabizbaja; tenía los ojos cerrados.
—¿Lo has sabido todo este tiempo?
Ella se encogió de hombros despacio.
—No quería disgustarte.
Al cabo de un momento de silencio perturbador, habló Alexander.
—Tatiana, ya sé que piensas que al final todo mejorará, pero… sólo va a ir a peor, ya lo verás. Nunca va a superar el hecho de que lo abandonaras.
—¡No digas eso! Lo superará. Es sólo un niño…
Alexander asintió, pero no porque estuviera de acuerdo.
—Recuerda mis palabras —dijo—. No lo superará.
—Entonces, ¿qué estás diciendo? —exclamó, enfadada—. ¿Que no debería haberme ido? Te encontré, ¿no? ¡Esta conversación es sencillamente ridícula!
—Sí —susurró—. Pero dime, si no me hubieses encontrado, ¿qué habrías hecho? ¿Habrías vuelto a Nueva York y te habrías casado con Edward Ludlow? —Alexander permaneció indiferente a su rigidez y a sus muestras de incredulidad—. Anthony, para empezar, tenga razón o no, cree que no habrías vuelto nunca. Que aún seguirías buscándome en los bosques de taiga.
—¡No es verdad! —Volviéndose bruscamente hacia él, Tatiana repitió—: No. No lo piensa.
—¿Has oído lo que sueña? Su madre tenía una elección. Cuando lo dejó, sabía que había una posibilidad muy real de que lo estuviese abandonando para siempre. Ella lo sabía… y pese a todo, lo dejó. Ése es su sueño. Eso es lo que él sabe.
—¡Alexander! ¿Estás siendo cruel a propósito? ¡Déjalo ya!
—No estoy siendo cruel. Sólo quiero que dejes de fingir que Anthony no está pasando por eso, que sólo es algo sin importancia. Eres tú la que cree ciegamente en las consecuencias, como no dejas de repetirme. Así que cuando te pregunto si mejorará, no finjas que no sabes de qué te estoy hablando.
—Entonces, ¿por qué me lo preguntas a mí, eh? Es evidente que eres tú quien tiene todas las respuestas.
—No me vengas con sarcasmos. —Alexander tomó aire—. ¿Sabes lo que es muy interesante?
—No. Chsss.
—Tengo pesadillas en las que sueño que estoy en Kolima —dijo Alexander en tono sombrío—. Comparto un catre, un catre sucio y pequeño con Ouspenski. Aún seguimos esposados los dos juntos, y estamos debajo de una manta. Hace un frío de muerte. Pasha ha muerto hace mucho tiempo. —Alexander se tragó las piedras de la garganta—. Abro los ojos y me doy cuenta de que todo esto, absolutamente todo, Deer Isle, Coconut Grove, Estados Unidos… ha sido en realidad el sueño, tal como me temía. Sólo es otra mala pasada que nos juega la mente a los que estamos locos. Me levanto de la cama de un salto y salgo corriendo de los barracones, arrastrando el cadáver putrefacto de Ouspenski conmigo hacia la tundra helada, y Karolich sale corriendo tras de mí, persiguiéndome con su arma. Cuando me atrapa, y siempre me atrapa, me golpea en la garganta con la culata de su rifle. «¡Vuelve a los barracones, Belov! Te acaban de caer otros veinticinco años. Esposado a un hombre muerto», me dice. Cuando me levanto de la cama por las noches, no puedo respirar, como si me acabasen de golpear en la garganta.
—Alexander —dijo Tatiana de forma casi inaudible, apartándolo con manos temblorosas—, te lo he suplicado. ¡Te lo he suplicado! ¡No quiero oír todo esto!
—Anthony sueña que no estás. Yo sueño que no estás. Es tan visceral… cada vaso sanguíneo de mi cuerpo lo siente. ¿Cómo voy a ayudar a nuestro hijo si ni siquiera puedo ayudarme a mí mismo?
Tatiana protestó con un gemido.
Alexander permaneció tumbado en silencio detrás de ella, interrumpido en medio de la frase, en medio del dolor. Ya no podía soportarlo más. Le faltó tiempo para salir corriendo de la tienda. No dijo nada, sólo se marchó.
Tatiana se quedó dentro con Anthony. Tenía frío. Cuando el niño se hubo dormido profundamente al fin, salió sin hacer ruido de la tienda. Alexander estaba sentado envuelto en una manta junto al fuego mortecino.
—¿Por qué siempre haces eso? —Se dirigió a ella fríamente, sin volverse—. Por un lado me llevas a mantener conversaciones ridículas y te enfadas porque no te hablo claro, pero cuando te hablo claro sobre cosas que verdaderamente me atormentan, me cierras la boca.
Tatiana se quedó perpleja. Ella no hacía eso, ¿o sí?
—Oh, sí —dijo él—. Ya lo creo que haces eso.
—No era mi intención disgustarte.
—Entonces, ¿por qué lo haces?
—Lo siento —dijo—. No puedo evitar ser incapaz de hablar de los sueños horribles de Anthony. Ni de los tuyos. —Ya tenía bastante con su propio horror.
—Bien, pues vete, entonces, vuélvete a la tienda, anda. —Él siguió sentado y fumando.
Ella tiró de él, pero Alexander se apartó bruscamente.
—Ya te he dicho que lo siento —murmuró Tatiana—. Por favor, vuelve dentro. Tengo mucho frío, y ya sabes que no puedo dormirme sin ti. Venga. —Bajó la voz al inclinarse hacia su oído—. Vámonos a nuestra tienda…
En la tienda, Alexander no se desvistió, sino que se dejó los calzoncillos largos para meterse en el interior del saco de dormir. Ella lo observó un momento, tratando de figurarse qué era lo que él quería de ella, qué era lo que debía hacer, lo que podía hacer. ¿Qué era lo que necesitaba él?
Tatiana se desnudó. Desnuda e indefensa, frágil y sensible, se metió dentro del saco de dormir y se acurrucó contra el brazo hostil de él. Quería que Alexander supiese que no llevaba armas ocultas.
—Shura, lo siento —murmuró—. Lo sé todo sobre mi hijo. Sé cuáles son las consecuencias de haberlo abandonado, pero no hay nada que pueda hacer ahora. Sólo tengo que intentar hacer que se sienta mejor. Y el hecho es que ahora tiene a su madre y a su padre a su lado. Espero que algún día, en el futuro, eso significará algo para él, el hecho de tener a su padre a su lado. Que el equilibrio natural de las cosas se restablecerá de algún modo gracias al bien que se deriva de mi acto imperdonable.
Alexander no decía nada. No la tocaba tampoco. Tatiana le puso la mano en el vientre y lo acarició.
—Tengo tanto frío, Shura… —le susurró—. Tienes a una chica desnuda pasando frío en tu tienda.
—El frío es bueno.
Apretando el cuerpo contra él, Tatiana abrió la boca y él la interrumpió cuando estaba a punto de murmurarle algo.
—Deja ya de hablar de una vez. Déjame dormir.
Ella tomó aire, contuvo las palabras y trató de acercarlo a ella, pero él siguió mostrándose impasible.
—Olvida el consuelo, olvida la paz —dijo Alexander—, pero ¿qué clase de alivio crees que voy a obtener contigo si estás así de cerrada y enfadada? No puede decirse que esta noche seas toda gentileza, precisamente.
—¿Y tú, tú no estás enfadado? —repuso ella despacio—. Al menos yo no te estoy molestando, ¿no?
Permanecieron tumbados el uno junto al otro. Alexander bajó a medias la cremallera del saco y se incorporó. Después de abrir los faldones de la tienda para que entrase algo de aire, se encendió un cigarrillo. De noche hacía frío en el cañón. Tiritando, Tatiana lo observó, sopesando sus opciones, calculando las distintas permutaciones y combinaciones, tratando de despejar el factor equis, previendo las distintas maniobras posibles, y luego acercó la mano a tientas hasta el muslo de él.
—Dime la verdad —dijo Tatiana con sumo cuidado—. Dímelo, aquí y ahora: los años sin mí… en el batallón disciplinario… en las aldeas de Bielorrusia… ¿De veras no estuviste nunca con ninguna mujer, como me dijiste, o era mentira?
Alexander siguió fumando.
—No era mentira, pero no tenía mucha elección, ¿no crees? Ya sabes dónde estuve: en Tijvin, en prisión, en el frente, siempre con hombres. Yo no estaba en Nueva York con el pelo suelto y rodeada de hombres rebosantes de munición de otro tipo.
—En primer lugar, nunca me dejaba el pelo suelto —respondió ella, sin ceder a la provocación—, pero tú me dijiste que una vez, en Lublin, sí tuviste una ocasión.
—Sí —dijo—. Estuve a punto con la chica de Polonia.
Tatiana esperó, escuchando. Alexander prosiguió.
—Y luego, después de que nos capturaron, estuve en campos de prisioneros de guerra y en Colditz con tu hermano, y luego en Sachsenhausen… sin él. Primero, combatiendo con hombres, luego vigilado por hombres, golpeado por hombres, interrogado por hombres, disparado por hombres, tatuado por hombres. Pocas mujeres en ese mundo. —Alexander se estremeció.
—Pero… ¿había algunas mujeres?
—Algunas, sí.
—¿Y… quedaste marcado por una esposa del Gulag?
—No seas ridícula, Tatiana —le espetó él, en voz baja y cansada—. No dividas mis palabras por tus falsas preguntas. Ya sabes que lo que te dije no tiene nada que ver con eso.
—Entonces, ¿qué querías decir con eso? Dímelo. Yo no sé nada. Dime adónde fuiste cuando me dejaste en Deer Isle durante cuatro días. ¿Estuviste con una mujer entonces?
—¡Tatiana! ¡Dios!
—No me estás contestando.
—¡No! ¡Por el amor de Dios! ¿Acaso no me viste cuando volví? Ya basta de todo esto, me estás ofendiendo.
—¿Y tú no me ofendes con tus absurdas preocupaciones? —le susurró.
—¡No! Tú me creías muerto. En Nueva York no estabas traicionándome, estabas siguiendo con tu vida de viuda alegre. Hay una gran diferencia, joder.
Al oír su tono de voz, Tatiana se abstuvo de seguir con los ataques verbales, a pesar de que habría querido responderle: «Evidentemente, tú no crees que haya una diferencia tan grande». Pero sabía hasta dónde podía llegar con él.
—¿Por qué no me dices dónde estuviste en Maine? —insistió con un susurro—. ¿Es que no ves acaso el miedo que tengo?
Se sentía furiosa porque no lo veía dispuesto a reconfortarla. Nunca estaba dispuesto a reconfortarla.
—No quiero decírtelo —respondió Alexander— porque no quiero que te enfades.
Tatiana se asustó tanto al oír su voz apagada que optó por cambiar de tema y hablar de otras cosas igual de innombrables.
—¿Y mi hermano? ¿Tuvo él una mujer en prisión?
Alexander aspiró intensamente el humo del cigarrillo.
—No quiero hablar de él.
—Muy bien, estupendo. Así que no hay nada de lo que quieras hablar.
—Eso es.
—Bien, pues buenas noches entonces.
Tatiana le dio la espalda, un gesto verdaderamente simbólico, el de volver la espalda estrecha y desnuda a un hombre enorme y vestido que yace a tu lado en el mismo saco de dormir.
Alexander inhaló el humo y luego, con un brazo, la obligó a volverse hacia él de nuevo.
—No me des la espalda cuando estamos así —dijo—. Si quieres una respuesta, una muchacha de la lavandería en Colditz se enamoró de tu hermano y se lo hizo gratis.
Las lágrimas asomaron a los ojos de Tatiana.
—Sí, todas se enamoraban de él. Se le daban muy bien las chicas —dijo, despacio. Se acercó el máximo posible al lado inaccesible de Alexander—. Casi tanto como a ti —susurró con voz herida.
Alexander no dijo nada, y Tatiana hizo todo lo posible por dejar de temblar.
—En Luga, en Leningrado… Pasha siempre estaba enamorado de una chica u otra.
—Creo que confundía el amor con otra cosa —le comentó Alexander.
—¿A diferencia de ti, Shura? —susurró, deseando desesperadamente un poco de complicidad por parte de él.
—A diferencia de mí —fue su lacónica respuesta. Tatiana permaneció callada.
—¿Tú también tenías tu muchacha de la lavandería? —preguntó con el corazón en un puño.
—Ya sabes que sí. ¿Quieres que te hable de ella? —Alexander tiró el cigarrillo, se inclinó sobre Tatiana y le puso la mano entre las piernas. Así, sin más. Sin besos, sin caricias, sin susurros, sin preámbulos… sólo la mano entre las piernas—. Me vuelve loco —dijo—. Me desconcierta. Me apabulla y me enfurece.
Metió la otra mano bajo la cabeza de ella, entre el pelo.
—Y te es sincera. —Tatiana intentó quedarse quieta. No se sentía desconcertante ni apabullante en ese momento, sino horriblemente vulnerable: desnuda y pequeña en completa oscuridad y ante el abrumador cuerpo vestido de él, demasiado fuerte a su pesar, encima de ella, con su poderosa mano de soldado en la parte más vulnerable del cuerpo de Tatiana. Se le olvidó su misión, que consistía en aliviarlo y reconfortarlo de aquello que lo atormentaba—. Y te lo da todo gratis —le susurró, agarrándole el suéter con las manos.
—¿A esto lo llamas tú gratis? —inquirió él. Milagrosamente, sus dedos de yemas duras la acariciaban con una delicadeza infinita. ¿Cómo lo conseguía? Podía levantar la Nomad con aquellas manos si era necesario, tenía las manos más fuertes del mundo, y no siempre eran delicadas con ella, pero sí la trataban con una delicadeza infinita en un sitio tan sensible que la avergonzaba antes de que los dedos de él la dejasen sin sentido—. No me engañas, Tatiana, con tus preguntas inversas —le dijo—. Sé exactamente qué estás haciendo.
—¿Y qué estoy haciendo? —preguntó ella con voz espesa, tratando de no moverse ni de gemir.
—Les das la vuelta y las diriges contra mí. Si yo, un pecador irredimible, me mantuve sin mácula, entonces tú también.
—Es evidente, amor mío, que tú no eres irredimible…
Tatiana echó la cabeza hacia atrás.
—Si el corpulento Jeb no hubiese dado un paso en falso, te habrías entregado a él —dijo Alexander, deteniéndose tanto de palabra como de obra. La pausa sólo hizo que Tatiana temblase aún más—. Si Edward hubiese dado un paso, si hubiese dado un solo paso más adelante… —Tatiana no pudo evitarlo, se movió y emitió un jadeo entrecortado—… se lo habrías dado gratis.
A Tatiana le costaba trabajo hablar.
—Eso no es verdad —dijo—. ¿Qué crees? ¿Que no podría haberlo hecho? —Volvió la cara hacia el pecho de Alexander, con el cuerpo completamente tenso—. Claro que podría haberlo hecho. Sabía lo que querían, pero… —Le costaba trabajo pensar—. Pero no lo hice. —Alexander respiraba con dificultad y no dijo nada—. ¿Por eso estás tan distante conmigo?
—¿Qué es lo que está distante, Tania?
Era irónico en ese preciso momento acusarlo de eso. Las suaves embestidas y las caricias rítmicas de sus dedos fueron demasiado para ella, y aferrándose a él, le susurró de forma inaudible «espera, espera», pero Alexander se inclinó y le succionó el pezón con la boca, incrementando casi imperceptiblemente la presión y la fricción contra ella, y Tatiana ya no pudo seguir exclamando un inaudible «espera, espera», sino un rotundo y sonoro «sí, sí…».
Cuando pudo volver a hablar, Tatiana dijo:
—Venga, ¿con quién estás hablando? —Tiró de la ropa de él—. Mírame, Shura.
—Está oscuro y el fuego se ha apagado, no veo nada.
—Pues yo sí puedo verte. Brillas tanto que me ardes en los ojos. Ahora, mírame. Soy tu Tania, pregúntame, pregúntame lo que quieras. Yo no te miento. —Dejó de hablar. «No le miento a mi marido, aunque sí hay cosas que no le cuento a mi marido, como que vuelve a haber unos hombres subiendo por la colina que vienen a buscarte, y tengo que hacer todo cuanto esté en mi mano para protegerte, así que no puedo consolarte tan bien como querría porque ahora mismo tengo más frentes abiertos de los que piensas»—. En Lazarevo —siguió diciéndole, tratando de darle ese consuelo, esa verdad que Alexander tanto deseaba, sintiendo su rostro encima de ella—, te llevaste mi virginidad y yo te di mi mano y mi palabra. Es la única palabra que mantengo.
—Sí —susurró él; su aliento cargado de humo seguía el golpeteo tenso de su corazón—. Sí, me llevé tu virginidad una vez hace mucho tiempo. —Dejó los dedos levemente en ella—. Pero en Nueva York tú creías que estaba muerto.
—Sí, y te guardaba luto. Tal vez al cabo de veinte años me habría casado con el galán local, pero no lo hice. No estaba lista y no era feliz, ni tampoco estaba alegre. Tu hijo estaba en el dormitorio, Alexander, tu hijo. Aunque puede que saliese a bailar algunas veces, tú sabes mejor que nadie que no olvidé a mi dulce amor de juventud —murmuró, y añadió casi inaudiblemente—: Dejé a nuestro hijito porque no te olvidé y porque no podía olvidarte.
La palma de la mano de Alexander, en actitud de disculpa, le resultó cálida y reconfortante al tacto. De modo que sí estaba dispuesto a reconfortarla…
—No es necesario que te disculpes —continuó—. Es algo que te preocupa, ¿verdad? Pero ya te dije la verdad en Alemania. Yo no te miento, sería incapaz de mentirte. No me tocó nadie, Shura. Ni siquiera en Nueva York como tu viuda alegre. —Gimió de deseo.
Él la miró en la noche oscura, tenso, con el corazón encogido, y le preguntó en un susurro:
—¿Te besó alguno, Tatiana?
—Nunca, amor mío, Shura —contestó ella, tumbada de espaldas, rodeándolo con los brazos—. Nunca me ha besado otro más que tú. ¿Por qué te torturas por nada?
Se besaron apasionadamente y con ternura, abierta y dulcemente.
—Bueno, mira las ridículas preguntas que no dejas de hacerme tú —contestó, y se despojó de la camiseta y los calzoncillos largos como un erizo enorme e hirsuto dentro de un saco—. Preocupada por las mujeres de Bielorrusia, de Bangor… Eso no es nada, ¿no? Lo es todo.
Se encaramó encima de ella en el saco abierto. Tatiana se llevó las manos encima de la cabeza, él las sujetó por las muñecas y luego le cubrió la boca con los labios.
—Y por fin —dijo él cuando se hubo saciado y las palmas de ella le arañaban la espalda— sí hay alivio, un alivio bendito.
Con el cigarrillo apagado hacía una eternidad, Tatiana permaneció entre los brazos de él y Alexander siguió acariciándola. ¿Estaban a punto de quedarse dormidos? Ella creía que él tal vez sí, pues el movimiento de las manos en su espalda se había hecho más lento. Sin embargo, allí, en Yapavai, en los santuarios silenciosos del cañón fluvial de Dios, labrado centímetro a centímetro por el tenaz, el implacable y serpenteante río Colorado, aquél era tan buen momento como cualquier otro para que Tatiana tratase de provocar su propia y leve erosión del caparazón que recubría a Alexander.
—Shura, ¿por qué estoy marcada por el Gulag? —le susurró—. Dímelo.
—Oh, Tania, no eres tú. ¿Es que no lo entiendes? Yo estoy contaminado por las atrocidades que he visto, por las cosas que he vivido.
Ella le acarició el cuerpo, le besó las heridas del pecho.
—Tú no estás contaminado —dijo—. Eres humano y sufres, y luchas… pero tu alma está limpia.
—¿Eso crees?
—Lo sé, Shura.
—¿Y cómo lo sabes?
—Porque —susurró— la veo. Desde el primer momento que te toqué en aquel autobús, vi tu alma. —Presionó sus labios sobre el labio de Alexander—. Y ahora cuéntamelo todo.
—Tú no quieres escucharlo.
—Lo haré. Sí quiero.
Y Alexander le habló de las violaciones en grupo y de las muertes en los trenes. Tatiana estuvo a punto de decirle que tenía razón, que no quería escuchar todo aquello. Las violaciones no sucedían tan a menudo, le contó, no era necesario en los campos. En los trenes de transporte, aquellas agresiones y las muertes posteriores ocurrían a diario, pero en Katowice, Colditz o Sachsenhausen, la mayoría de las mujeres se vendían o traficaban con sexo, o incluso se ofrecían gratis a extraños, rápido, antes de que los guardias entrasen y les diesen una paliza y luego se lo cobrasen ellos por su cuenta.
Alexander le habló de las mujeres de Sachsenhausen. Cuando Tatiana le dijo que no recordaba haber visto a ninguna mujer en Sachsenhausen, Alexander le contestó que para cuando ella llegó, todas se habían ido. Pero antes de su llegada, los guardias que odiaban a Alexander lo pusieron al mando de la construcción de un muro de ladrillo para sustituir la valla de alambrada que separaba los dos barracones femeninos de los dieciséis masculinos. Los guardias sabían que la construcción de aquel muro pondría en peligro la vida de Alexander, pues hasta entonces la alambrada había resultado enormemente útil para facilitar el intercambio de favores sexuales: las mujeres se acercaban a la valla y se ponían a cuatro patas fingiendo estar fregando el suelo mientras los hombres se arrodillaban en el suelo, con cuidado de no lastimarse con las púas oxidadas. Tatiana sintió un escalofrío.
Así que construyó el muro. Con metro y medio de altura, no era lo bastante alto. Por las noches, los hombres se encaramaban al muro y las mujeres también. Instalaron una torre de vigilancia y un vigilante montaba guardia las veinticuatro horas para impedir cualquier encuentro sexual. Los escarceos en el muro continuaron. Ordenaron a Alexander aumentar la altura del muro a más de dos metros. Una tarde, durante la construcción, se vio acorralado en los barracones por ocho prisioneros furiosos y armados hasta los dientes con hachas y sierras de talar árboles. Alexander no perdió el tiempo hablando, enarboló la cadena que llevaba en las manos y se puso a hacerla girar en el aire. La cadena golpeó en la cabeza a uno de los hombres y le abrió el cráneo. Los demás salieron huyendo.
Alexander terminó el muro.
Con más de dos metros de altura, el muro seguía sin ser lo bastante alto. Un hombre se subía a los hombros de otro, luego se encaramaba en el muro y a continuación ayudaba a subir al que estaba abajo. Los guardias de la prisión electrificaron la parte superior del muro e instalaron otra torre de vigilancia.
Los hombres soportaban descargas eléctricas en el cuerpo, pero seguían encaramándose al muro para llegar a las mujeres del otro lado.
Tatiana preguntó por qué los guardias no aumentaron la intensidad de la descarga en lo alto del muro para matar en el acto al hombre que lo tocase, y Alexander le contestó que tenían que conservar con vida a su mano de obra. Se habrían quedado sin hombres en los grupos de tala de árboles si hacían letal la descarga. Además, aquello consumía demasiada electricidad. Al fin y al cabo, los guardias también necesitaban luz en sus barracones.
—En la casa del comandante, Karolich tenía que comer y dormir rodeado de confort, ¿verdad, Tatiana?
—Así era, Shura. Aunque ahora no debe de disfrutar de demasiado.
—El muy hijo de puta…
Tatiana tenía la mano apoyada en el corazón de él, y la cara apretada contra los músculos de su pecho, en la cicatriz de metralla recuerdo de Berlín, que siempre rozaba con sus labios cuando lo abrazaba así.
Alexander recibió nuevas órdenes de elevar la altura del muro a tres metros y medio.
Uno de sus ayudantes dijo:
—Ya estuvieron a punto de liquidarte por un muro de dos metros. Por un muro de tres metros y medio te matarán seguro.
—Que lo intenten —dijo Alexander, que nunca iba a ninguna parte sin su cadena enrollada en la mano derecha.
Para añadir elementos de protección le había clavado unos cuantos clavos en el taller. Tuvo que emplearla de nuevo… dos veces.
El muro llegó a los tres metros y medio de altura, y aun así los hombres seguían trepando. El cable eléctrico recorría la parte superior. Y aun así los hombres seguían trepando. Colocaron una alambrada alrededor del cable eléctrico. Y aun así los hombres seguían trepando.
Las enfermedades venéreas, los abortos, pero lo que era aún peor, los continuos embarazos (lo más incongruente de todo aquello) hacían imposible el funcionamiento de la prisión. Al final subieron a todas las mujeres a unos camiones y las trasladaron a cien kilómetros al este de allí, a las minas de tungsteno. Alexander supo más tarde que había habido un derrumbamiento en la mina durante una de las explosiones y que todas las mujeres habían muerto.
Los hombres dejaron de encaramarse al muro y empezaron a enfermar, a intentar huidas suicidas, a ahorcarse con sábanas, a caerse por los pozos de las minas, a cortarse el cuello unos a otros por cualquier pelea ridícula. Las cuotas de producción seguían sin contar con el número suficiente de hombres. Los guardias ordenaron a Alexander derribar el muro y empezar a cavar más fosas comunes.
Alexander dejó de hablar y Tatiana se recostó pesadamente a su lado. De repente se sentía como si pesara cien kilos; no conseguía moverse.
—Durante los años que pasé lejos de ti, solía soñar con tocarte —le dijo Alexander a Tatiana—. Pensaba a cada rato en la calidez y el alivio de tu cuerpo. Pero durante todo ese tiempo, lo único que veía era mujeres tratadas salvajemente, y tu imagen, en lugar de permanecer intacta, sagrada, fue disminuyendo, y mis pensamientos y mis sueños contigo se convirtieron en una tortura. Ya sabes cómo funciona esto: si se vive como un animal, se acaba soñando como un animal. Y al final desapareciste por completo. —Hizo una pausa y asintió en la oscuridad—. Y eso es lo que quiero decir con lo de marcada. Y de repente, después de que hubieses huido incluso en mis recuerdos, te vi en el bosque, una visión evanescente de ti jovencísima. No fue un sueño, ¡te vi de veras! Estabas riendo, saltando, tan angelical como siempre, sólo que nunca te habías sentado en nuestro banco de Leningrado, nunca habías llevado tu vestido blanco el día que Hitler invadió la Unión Soviética. Yo había estado de patrulla en otro sitio, o tú habías ido a otro lugar, y no había nadie por quien cruzar la calle. Así que en aquellos bosques, me mirabas como si no me hubieses conocido nunca, como si no me hubieses amado nunca. —Se le quebró la voz—. Fue entonces cuando empecé con mis tentativas suicidas de fuga, diecisiete en total. Eran aquellos ojos tuyos los que me perseguían por todo Sachsenhausen —dijo Alexander con voz de ultratumba—. Puede que yo no sintiese nada, pero no podía vivir, no podía permanecer ni un minuto más en esta vida creyendo que tú tampoco sentías ya nada. Tus ojos inexpresivos eran para mí la muerte. —Tatiana estaba llorando.
—Oh, Dios… Shura, mi amor… —le susurró, envolviéndolo con los brazos, con las piernas. Se encaramó encima de él dentro del saco de dormir. No podía acercarse a él todo lo suficiente, todo lo necesario—. Sólo fue un mal sueño. Mis ojos nunca te mirarán sin reconocerte.
Él la miró fijamente, con el rostro a escasos centímetros del suyo.
—Entonces, ¿por qué siempre me miras como si te faltase algo, Tania?
No consiguió sostenerle la mirada dolida, ni siquiera en la oscuridad de la noche. Inspirando hondo, contestó:
—No me falta nada, sólo te estoy buscando. Te busco por los bosques de taiga, busco al Alexander que dejé atrás a un millón de kilómetros de aquí, en las orillas alfombradas de agujas de pino de Lazarevo, o en la tienda de cuidados intensivos de Morozovo. En eso es en lo que pensaba cuando iba al hospital Mercy.
No era sólo en eso en lo que pensaba en el hospital: después de llamar a Esther esa misma mañana, Tatiana había sabido de la insistencia, la implacabilidad y la gravedad con que Sam Gulotta seguía tratando de localizarlos. El miedo había devorado su sensatez, y Tatiana había desaparecido y perdido la noción del tiempo. Esa noche tragó saliva y siguió hablando:
—¿Qué podía hacer entonces que ahora parece que no puedo hacer? En eso es en lo que no dejo de pensar. ¿Qué puedo hacer para que vuelvas, para traerte de vuelta? ¿Qué puedo hacer para hacerte feliz? ¿Qué puedo hacer para ayudarte? ¿Dónde estás?
Alexander permaneció callado. Luego, apartó a Tatiana de su lado. Ella se tendió detrás de él, besando con ternura una cicatriz irregular que le surcaba la espina dorsal, escuchando el retumbar atronador de su corazón a través de sus omóplatos.
Al final, se decidió a hablar.
—¿Quieres saber dónde estaba en Maine?
—No.
—Estaba intentando encontrar a ese hombre.
—¿Y… —preguntó Tatiana con voz trémula, acercando la frente a su espalda—… lo encontraste?
—Obviamente no —respondió Alexander—. Tenía la sensación de haberlo estropeado todo, hasta el fondo, de que todo era una gran mentira. No sabía quién era; yo tampoco reconocía al hombre que había vuelto contigo de Berlín. Tú querías al muchacho al que habías conocido en 1941, al muchacho al que amabas, al muchacho con el que te casaste. Yo no podía encontrarlo… pero tampoco podía encontrarte a ti, detrás de tus ojos inquisitivos. Veía otras cosas en ellos: preocupación por mí, angustia… La mirada de compasión que derramabas sobre el coronel Moore, sí, es verdad, se multiplicaba por cien cuando me mirabas a mí, pero como ya sabes, yo no quería tus ojos de lástima, ni tus manos de lástima tampoco. El muro entre nosotros parecía medir treinta metros, y no tres y medio. No podía soportarlo. Habías conseguido arreglártelas tan bien sin mí, mientras yo no estaba, y luego había aparecido de nuevo y estaba estropeándolo todo. El coronel y yo, los dos necesitábamos estar en ese hospital militar. Fuimos, pero no tenían sitio para mí. No había sitio para mí allí ni tampoco había sitio para mí contigo, a tu lado. No había sitio para mí en este mundo.
Se había llevado consigo sus armas y le había dejado a ella su dinero. Tatiana jadeaba de estupor en sus propias manos, tratando de conservar la calma y no desmoronarse por completo.
—No puedo creer que estés diciendo eso —dijo—. No puedo creer que estés diciéndome todas esas cosas en voz alta. No me las merezco.
—Ya lo sé —repuso Alexander—. Por eso es por lo que no te lo he dicho. Nuestro hijo te necesitaba. Él tiene toda su vida por delante. Creí que al menos todavía podrías ayudarlo a él, que a él sí podrías salvarlo.
—Oh, Dios mío… pero ¿y tú? —preguntó Tatiana—. Shura, tú necesitabas mi ayuda desesperadamente.
«Y todavía la necesitas», quiso añadir. Intentó enjugarse las lágrimas, pero era inútil.
Él se volvió para mirarla de frente y se quedó tendido de costado.
—Lo sé. —Alexander le tocó los ojos, los labios, el corazón…—. Por eso volví —susurró Alexander, acariciándole la cara con la mano—. Porque quería que alguien me salvara, Tatiasha.
Tatiana durmió muy mal, como si fuese a ella a quien golpeasen repetidamente en el cuello con la culata del rifle. Esperaban que el paso del tiempo los salvase: un mes aquí, otro allí, un mes sin mosquitos y nieve… el tiempo era como la tierra fresca sobre una tumba abierta. Tal vez el ruido de los cañones no tardaría en enmudecer, y puede que los lanzacohetes dejasen de emitir sus silbidos desde el suelo. Aunque no todavía. «Nos habríamos pasado el resto de nuestra corta y condenada vida huyendo. En otras palabras, la cárcel».
«Quería que alguien me salvara, Tatiasha».
«Más cerca de ti —le había susurrado Alexander la noche anterior, antes de quedarse dormido—. Aunque sea una cruz la que me resucite».
Arriba, arriba, en marcha, fugitivos, sin salvación, a través de Desolation Canyon, a través de las llanuras de sal de Utah, a través de las montañas de Sunrise Peak, hasta donde el vino inundaba el valle.