Coconut Grove, 1947
La invisibilidad
¡Miami en enero! El trópico junto al mar. Estaban a veintisiete grados y el agua, a veinticuatro.
—Mejor —dijo Alexander, sonriendo—. Muchísimo mejor. Aquí nos quedamos.
Junto a las tranquilas olas verdemar del Atlántico y la bahía de Biscayne, Miami Beach y South Beach eran un poco demasiado… adultas para ellos, con un niño pequeño: los bulliciosos casinos de juego, las mujeres maquilladas y acicaladas que paseaban por las calles y los hoteles Art Deco de los años treinta, oscurecidos y mecidos por el viento, y cuyos huéspedes parecían guardar secretos mortales. Puede que semejantes hoteles fuesen lugares idóneos para las Tatianas y los Alexanders de este mundo… pero eso ella no podía decírselo a él. Utilizó el bienestar moral de Anthony como excusa para marcharse de allí. Desde South Beach condujeron veinticinco kilómetros en dirección sur hasta Coconut Grove, donde todo era mucho más tranquilo y más limpio. Cocoanut Grove, como era conocida antes de la llegada de las carreteras, los trenes y el turismo en 1896, había sido una pequeña población en la bahía de Biscayne con veintiocho edificios elegantes, dos grandes establecimientos comerciales con un negocio floreciente y un hotel de lujo. Eso había sido antes, pero ahora la prosperidad era como la luz del sol: desbordante e implacable. Había parques y playas, puertos deportivos, restaurantes y un sinfín de tiendas, todos emergiendo del agua bajo las palmeras mecidas por el viento.
Se alojaron en un motel hacia el interior de la ciudad, pero todos los días bajaban hasta la bahía. A Tatiana le preocupaba el dinero, que se les escurría entre los dedos, de manera que sugirió que vendiesen la caravana.
—No podemos dormir en ella de todos modos. Tú necesitas bañarte…
—Me bañaré en la playa.
—Yo necesito un lugar donde preparar la comida.
—Comeremos fuera.
—Nos arruinaremos.
—Conseguiré trabajo.
Tatiana carraspeó.
—Necesitamos un poquito de intimidad…
—Ah, ahora te escucho. Pero olvídalo, no pienso venderla.
Estaban paseando por la avenida Bayshore, junto a las amarras que cabeceaban en el agua. Alexander señaló una casa flotante.
—¿Quieres alquilar una barca?
—No es una barca, es una casa flotante.
—¿Una qué?
—Una barca que también es una casa.
—¿Quieres que vivamos en una… barca? —le dijo Tatiana despacio.
Alexander apeló a su hijo.
—Anthony, ¿qué te parecería vivir en una casa que además es una barca?
El niño se puso a dar saltos de alegría.
—Anthony —dijo su madre—, ¿qué te parecería vivir en un refugio de montaña en el norte nevado de Canadá?
El niño se puso a dar saltos de alegría.
—Alexander, ¿lo ves? La verdad, no creo que debas tomar decisiones de trascendencia vital basándote en la alegría de un crío pequeño.
Alexander levantó a su hijo en brazos.
—Campeón —dijo—, una casa que está atracada como un barco y que se balancea como un barco pero que nunca se mueve del muelle, directamente encima del agua, ¿a que suena fenomenal?
Anthony abrazó el cuello de su padre.
—Ya te he dicho que sí, papá, ¿qué más quieres?
Por treinta dólares a la semana, el mismo dinero que no habían querido pagarle a la señora Brewster, alquilaron una casa flotante completamente amueblada en Fair Isle Street, que sobresalía en la bahía justo entre el Memorial Park y el solar recién despejado para la construcción del hospital Mercy. La casa flotante tenía una pequeña cocina con un hornillo, una sala de estar, un lavabo con un retrete… ¡Y dos dormitorios!
Anthony, naturalmente, al igual que en casa de Nellie, se negó a dormir solo, pero esta vez Tatiana se mostró inflexible desde el principio. Se quedaba una hora al lado de su hijo y se tumbaba junto a él en la cama de éste hasta que se quedaba dormido. La madre quería una habitación propia.
Cuando una Tatiana completamente desnuda, sin ni siquiera un camisón de seda encima, se metió dentro de la cama doble junto a Alexander, fue como si una mujer distinta estuviese haciéndole el amor a un hombre distinto. La habitación estaba a oscuras, pero él también estaba desnudo, sin camiseta interior, sin pantalones cortos, sin ropa de faena. Estaba desnudo y encima de ella, y llegó incluso a murmurarle cosas al oído, cosas que no había oído en muchísimo tiempo, se lo tomó con un poco más de calma, con una calma que hacía muchísimo tiempo que no se tomaba, y por eso Tatiana lo recompensó con un clímax jadeante, y una tímida súplica para que le diera un poco más, y él la complació, pero de un modo que resultó demasiado para ella, sujetándole las piernas con los brazos tensos y moviéndose con tanta intensidad que unos leves gritos extasiados de placer y de dolor le anegaron la garganta seca, seguidos de una súplica cada vez menos tímida para que le diera más… y él incluso abrió los ojos un instante, para ver cómo la boca de ella gemía por él. «Oh, Dios mío… Shura…». Tatiana vio el gesto escrutador de él, y Alexander le susurró: «Así te gusta, ¿verdad?». Él la besó, pero Tatiana se separó de él y empezó a llorar. Alexander suspiró y volvió a cerrar los ojos, y ya no hubo más.
Alexander se preparó para salir a buscar trabajo, y Tatiana se preparó para llevar la ropa a una lavandería. No había ninguna cerca.
—Tal vez deberíamos haber alquilado una casa más cerca de la lavandería.
Dejó de guardarse los cigarrillos y el dinero y la miró fijamente.
—A ver si nos entendemos —dijo—: una casa flotante en el Atlántico, el amanecer en el agua como lo has visto esta mañana, o vivir cerca de la lavandería. ¿Me estás diciendo que optarías por lo segundo?
—Yo no opto a nada —dijo, castigada y ruborizándose—, pero no puedo lavar la ropa en el Atlántico, ¿verdad que no?
—Espera a que vuelva y luego ya decidiremos qué hacer.
Cuando volvió a última hora de la tarde, Alexander anunció:
—He encontrado un trabajo: en el puerto deportivo de Mel.
La expresión de tristeza de Tatiana era tan intensa, que Alexander se echó a reír.
—Tania, Mel es el dueño de un puerto deportivo justo al otro lado del Memorial Park, a diez minutos de aquí andando por el paseo marítimo.
—¿Mel sólo tiene una mano, como Jimmy? —preguntó Anthony.
—No, campeón.
—¿Mel huele a pescado, como Jimmy? —preguntó Tatiana.
—No. Mel alquila barcos. Está buscando a alguien capaz de encargarse del mantenimiento, y también que haga excursiones turísticas dos veces al día por la bahía de Biscayne y South Beach. Vamos hasta allí, enseñamos las atracciones turísticas y luego regresamos. Podré pilotar un barco a motor.
—Pero Alexander —dijo Tatiana—, ¿le has dicho a Mel que no sabes pilotar un barco a motor?
—Pues claro que no. A ti tampoco te dije que no sabía conducir una caravana.
Tatiana negó con la cabeza. Aquel hombre no tenía remedio.
—De siete y media a seis —siguió diciendo—. Y me va a pagar nada menos que veinte dólares. Al día.
—¡Veinte dólares al día! —exclamó Tatiana—. Eso es el doble de dinero que en Deer Isle, y no tendrás que oler a pescado. ¿Y cómo puede permitirse pagarte tanto?
—Al parecer, a las ricachonas solitarias les encanta dar paseos en barco a playas lejanas mientras esperan a que sus maridos regresen de la guerra.
Tatiana le dio la espalda para que no pudiese verle la cara. Alexander la abrazó por detrás.
—Y si me porto muy bien con las señoras —continuó Alexander, apartándole la trenza para besarle el cuello y frotándose la entrepierna contra ella—, a veces le dan propina al capitán.
Tatiana sabía que estaba intentando hacerla reír, bromeando con ella, y mientras una lágrima le resbalaba por la mejilla, dándole una palmadita en la mano, dijo:
—Bueno, si hay algo que sabes hacer, Alexander, es portarte bien con las señoras.
Por la mañana, a las siete, cuando Alexander estaba a punto de irse hacia el puerto, le dijo a Tatiana:
—Ven a verme justo antes de las diez. Ésa es la hora en que salimos a dar el paseo turístico de la mañana. —Cogió en brazos a Anthony, que seguía aún en pijama—. Campeón, voy a llevarte en el barco conmigo. Tú serás el segundo de a bordo.
A Anthony se le iluminó el rostro.
—¿De verdad? —Acto seguido, se le apagó de golpe—. No puedo ir, papá.
—¿Por qué?
—No sé conducir un barco.
—Yo tampoco, así que estamos empatados.
Anthony besó a su padre en la boca.
—¿Yo también puedo subir? —preguntó Tatiana.
—No, tú vas a ir andando un par de kilómetros hasta la tienda y a comprar comida, y a la lavandería. O a tomar el sol. —Sonrió—. Haz lo que quieras, pero ven a las doce y media a recogerlo. Podemos almorzar juntos antes de que vuelva a salir, a las dos.
Tatiana besó a su marido en la boca.
Y se llevó a su hijo consigo. Cuánta alegría… cuánta alegría para el pequeño Anthony. Tatiana fue a la lavandería, compró comida y un libro de cocina cubana, y carne para preparar bocadillos, y ensaladilla de patatas, y se lo llevó todo a casa en un carrito de la compra de madera recién estrenado. Abrió todas las ventanas para oler la brisa marina del océano mientras preparaba el almuerzo y las notas del «Poco Allegretto» de la Tercera Sinfonía de Brahms inundaban la casa flotante desde la radio de la cocina. Le encantaba esa pieza. También la había escuchado en Deer Isle.
Luego corrió al Memorial Park para llevarles el almuerzo a sus dos hombres.
Por lo visto, Anthony había sido la estrella a bordo.
—Estaba tan ocupado haciendo amigos que se ha olvidado de ayudar a su padre a gobernar el timón del barco —dijo Alexander—. Y créeme, necesitaba su ayuda. No importa, campeón. ¿Mañana, tal vez?
—¿Puedo volver contigo mañana?
—Si te portas bien con tu madre, ¿por qué no todos los días? Anthony recorrió todo el camino de vuelta a casa dando saltos de alegría.
Para cenar, Tatiana preparó un plato a base de plátano macho y ternera de una receta de su nuevo libro de cocina. A Alexander le gustó.
Tatiana pasó entonces a cocinar de todas las maneras imaginables lo que dio en llamar «la mejor creación del Nuevo Mundo desde el maíz»: el plátano macho. No era blando ni dulce, pero por lo demás era igual que un plátano normal, y pegaba con todo. Compró platija y la guisó con salsa mexicana, tomates y piña, pero los plátanos macho eran la atracción principal del plato. Hasta su llegada a América, Tatiana no había probado nunca el maíz, los plátanos ni los plátanos macho.
—Plátanos macho celestiales al ron —anunció, y acto seguido prendió una cerilla con aire teatral y flambeó los plátanos y la sartén.
Alexander sintió una mezcla de preocupación y escepticismo hasta que Tatiana vertió por encima una cucharada de helado de vainilla; los plátanos estaban mezclados con mantequilla, azúcar moreno caramelizado, nata montada… y ron.
—De acuerdo, tengo que admitirlo: son celestiales —comentó él—. Por favor, sírveme un poco más.
El horno no funcionaba bien, era difícil cocer pan de verdad en él. No era como el gigantesco horno que Tatiana había tenido en su piso de Nueva York. Logró hornear unos pequeños bollos challah de una receta que le habían dado unos judíos ucranianos del Lower East Side. Habían pasado nada menos que cuatro meses desde su última conversación con Vikki. A Tatiana se le hacía un nudo en el estómago cada vez que se acordaba de ella y de Sam. No quería pensar en ellos, así que se obligó a sí misma a no pensar en ellos.
A Tatiana se le daba muy bien obligarse a sí misma a no pensar en determinadas cosas.
A Alexander le encantaron aquellos bollos esponjosos y ligeramente dulces.
—Pero ¿cómo? ¿Hoy no hay ensalada de plátanos? —bromeó cuando los tres se comían el almuerzo en una de las mesas de picnic bajo la sombra de los robles y los pinos del Memorial Park.
Compró para Alexander camisas blancas de algodón y de lino, y pantalones blancos de algodón. Sabía que él se sentía más cómodo con pantalones caquis o verdes y camisetas de manga larga, pero tenía que parecer un capitán de barco.
Alexander dedicaba la mayor parte del tiempo entre una salida turística y otra al mantenimiento del barco; aprendió a hacer reparaciones en el casco, el motor, aparejos, los cojinetes de bolas, las bombas de sentina, el equipo de navegación, los sistemas de seguridad a bordo y las barandillas. Volvía a pintar la cubierta, sustituía los cristales rotos o resquebrajados y cambiaba el aceite. Fuera lo que fuese, si había que arreglarlo, Alexander lo arreglaba, siempre vestido de la cabeza a los pies con su uniforme blanco de capitán, con las mangas largas de la camisa bajadas hasta las muñecas bajo el sol sofocante.
Mel, aterrado ante la posibilidad de perder a Alexander, le aumentó el sueldo a veinticinco dólares al día. Tatiana también deseó poder darle a Alexander un «aumento», por la misma razón.
En Miami había una amplia comunidad hispana y nadie había oído el acento ruso de Tatiana; de hecho nadie sabía que su acento era ruso. Allí, Tatiana encajaba a la perfección. A pesar de que echaba en falta las limitaciones, el tamaño reducido y hasta los olores de Deer Isle, a pesar de que echaba de menos la inmensidad, el tamaño colosal y hasta el bullicio de Nueva York, le gustaba la sensación de invisibilidad que suponía vivir en Miami.
Preparó col rellena, que ya sabía que a Anthony le gustaba, de cuando vivían en Nueva York. Alexander se la comió, pero después de cenar dijo:
—Por favor, no vuelvas a cocinar col nunca más.
Anthony se enfadó, pues le encantaba la col. Había habido un tiempo incluso en que a su padre le gustaban los pasteles de col. Pero su padre dijo que nada de col.
—Pero ¿por qué? —le preguntó ella una vez que estuvieron fuera, en la cubierta de su casa flotante, meciéndose en el agua—. Antes te gustaba.
—Antes me gustaban muchas cosas —contestó.
«Y que lo digas», pensó Tatiana.
—He visto coles tan grandes como tres pelotas de baloncesto en las montañas apiladas de cenizas humanas y restos de huesos en un campo de exterminio llamado Majdanek, en Polonia —repuso Alexander—. Eran engendros de coles, nunca se ha visto nada igual, nacidas de las cenizas de los judíos muertos. Tú tampoco volverías a comer coles nunca más.
—¿Ni siquiera pasteles de col? —dijo con dulzura, tratando de alejar sus recuerdos de Majdanek para acercarlos a Lazarevo.
—Ni siquiera pasteles de col, Tatiana —contestó un Alexander que no permitía alejamientos en su memoria—. Se acabaron los pasteles de col para nosotros.
Tatiana no volvió a cocinar platos con col.
Anthony recibió instrucciones de no levantarse de la mesa hasta que su plato estuviese vacío.
—Me iré cuando yo quiera —replicó Anthony.
Alexander soltó el tenedor.
—¿Qué acabas de decir?
—Tú no puedes decirme lo que tengo que hacer —dijo Anthony, y su padre se levantó de la mesa tan rápido que Anthony tiró la silla al suelo para echar a correr hacia su madre.
Arrancándolo de los brazos de Tatiana, Alexander lo sujetó con firmeza en el suelo.
—Ya lo creo que puedo, y además tú tienes que obedecer. —Tenía las manos en los hombros de su hijo—. Ahora vamos a intentarlo otra vez. No te levantarás de la mesa cuando tú quieras; te quedarás sentado, te acabarás la comida y cuando acabes, pedirás permiso para levantarte de la mesa. ¿Entendido?
—¡Pero es que estoy lleno! —protestó Anthony—. ¿Por qué tengo que acabármelo todo?
—Porque tienes que hacerlo. La próxima vez, Tania, no le pongas tanta comida en el plato.
—Ha dicho que tenía hambre.
—Pues que repita si quiere más, pero hoy se acabará su comida.
—¡Mamá!
—No, nada de mamá… ¡te lo digo yo! Y, acábate la comida.
—Mamá…
Alexander apretó el cuerpo de Anthony con las manos. El pequeño se terminó la comida y luego pidió permiso para levantarse de la mesa. Después de cenar, Tatiana salió a la estrecha cubierta donde Alexander estaba sentado fumando. Se agachó con cuidado, vacilante, a su lado.
—Has sido demasiado blanda con él —dijo—. Tiene que aprender. Y aprenderá.
—Ya lo sé. Pero es que es tan pequeño…
—Sí, pero cuando sea como yo, será demasiado tarde.
Se sentó en el suelo de la cubierta. Al cabo de un rato, Alexander añadió:
—No puede dejarse comida en el plato.
—Ya lo sé.
—¿Quieres que te hable de cuando tu hermano se moría de hambre en Katowice?
Tatiana apenas contuvo el respingo.
—Sólo si tú quieres, cariño.
«Sólo si lo necesitas, porque como tú, hay muchas cosas de las que preferiría no hablar jamás».
En el campo de prisioneros de Katowice, en Polonia, donde los alemanes metieron a Alexander; a su teniente, Ouspenski, y a Pasha en la mitad soviética (lo que significaba la mitad de la muerte), Alexander vio que Pasha se debilitaba por momentos. No le quedaba combustible para alimentar el esqueleto que sostenía su cuerpo. Era peor para Pasha, porque había resultado herido en la garganta. No podía trabajar, y lo que les daban a los prisioneros soviéticos era justo lo mínimo indispensable para matarlos lentamente. Alexander fabricó una lanza de madera, y una vez que llegó al bosque para cortar árboles para hacer leña, cazó tres conejos, se los escondió en la ropa de abrigo y, de vuelta en el campo, los guisó en la cocina y dio uno al cocinero, otro a Pasha y compartió el tercero con Ouspenski.
Después de aquello, Pasha se encontró mejor, pero seguía muriéndose de hambre. De Tatiana, durante el asedio de Leningrado, había aprendido que mientras pensase constantemente en la comida, en cómo conseguirla, en el hecho de cocinarla, en comérsela, en desearla, no perdería la batalla. Él había visto a los perdedores, en aquel entonces en Leningrado y en esos momentos en Katowice, los «rezagados», como solían llamarlos, los hombres que no podían trabajar, los que arrastraban su alma entre la basura del campo para comerse los desperdicios que pudiesen encontrar. Cuando uno de los rezagados murió, Alexander, a punto de cavar una tumba, se encontró a Pasha y a otros tres hombres comiéndose los restos de la bazofia del muerto junto al fuego a las afueras de los barracones.
Alexander fue nombrado supervisor, cosa que no le granjeó las simpatías de sus compañeros, pero sí le garantizó una ración de comida más abundante, que compartió con Pasha. Conservó a Pasha y a Ouspenski a su lado, y los tres se trasladaron a una habitación que sólo albergaba a ocho personas en lugar de sesenta y donde hacía más calor. Alexander trabajó con más ahínco. Cazaba conejos y tejones, y en ocasiones no esperaba a traerlos al campo, sino que encendía un fuego y se los comía allí mismo, asándolos sólo a medias, devorándolos a dentelladas. No sabían demasiado distinto, ni siquiera para él.
Y de repente, Pasha dejó de sentir interés por los conejos.
Tatiana tenía la cabeza enterrada entre las rodillas. Necesitaba un recuerdo mejor de su hermano.
En Luga, Pasha está metiendo arándanos en la boca abierta de Tatiana. Ésta le suplica que lo deje, intenta hacerle cosquillas, intenta quitárselo de encima a empujones, pero entre puñado y puñado de arándanos para sí, Pasha le hace cosquillas a Tatiana con una mano, le mete arándanos en la boca con la otra y la inmoviliza con las piernas para que no pueda escapar a ningún sitio. Al final, Tatiana consigue levantar su cuerpecillo con fuerza suficiente para quitarse a su hermano de encima y hacerlo caer en los cubos de arándanos que acaban de traer del bosque, recién cogidos. Los cubos derraman su contenido al suelo, ella le grita que los recoja y, al ver que no lo hace, recoge ella misma unos cuantos y se los aplasta en la cara, de manera que Pasha tiene todo el rostro de color púrpura. Saika aparece por la puerta de la casa contigua y los mira perpleja desde la entrada. Dasha sale del porche y cuando ve lo que han hecho, les enseña lo que es gritar de verdad.
Alexander siguió fumando, y Tatiana, con las piernas temblorosas, se levantó con dificultad y regresó adentro, con la esperanza de que cuando Anthony se hiciese mayor, pudiesen hablarle de todo aquello de forma que él pudiese entenderlo, de Leningrado y de Katowice y de Pasha. Pero temía que él nunca llegase a entenderlo, viviendo como vivía en la tierra de los plátanos y la abundancia.
Tatiana encontró en el Miami Herald un artículo sobre las investigaciones del Comité de Actividades Antiamericanas con respecto a las infiltraciones comunistas del Departamento de Estado. El periódico se complacía en describirlo como «un ambicioso programa de investigaciones para desenmascarar y sacar a la luz pública las actividades comunistas en numerosas empresas, sindicatos, en la educación, en la industria cinematográfica y, lo que es más importante, en el gobierno federal». El propio Truman había reclamado la destitución de los empleados desleales del gobierno.
Estaba tan absorta en la lectura del artículo que Alexander tuvo que alzar la voz para llamar su atención.
—¿Qué estás leyendo?
—Nada.
Cerró el periódico de golpe.
—¿Me estás ocultando cosas publicadas en los periódicos? Venga, enséñame qué estabas leyendo.
Tatiana negó con la cabeza.
—Vámonos a la playa.
—Enséñamelo te he dicho. —La asió con fuerza, dirigiendo los dedos a las costillas y la boca a su cuello—. Enséñamelo ahora mismo o si no…
—Papi, no te metas con mami —dijo Anthony, separándolos.
—No me estoy metiendo con mamá, sólo le estoy haciendo cosquillas.
—Pues no le hagas cosquillas —dijo Anthony, separándolos de nuevo.
—Campeón —dijo Alexander—, ¿acabas de llamarme… papi?
—Sí. ¿Qué pasa?
Alexander se colocó a Anthony en el regazo y luego leyó el artículo sobre el Comité de Actividades Antiamericanas.
—¿Y qué? Llevan investigando a los comunistas desde los años veinte. ¿A qué viene ahora tanto interés?
—No tengo ningún interés. —Tatiana se dispuso a recoger los platos del desayuno—. ¿Tú crees que hay espías soviéticos aquí?
—El gobierno federal está repleto de ellos. Y no descansarán hasta que Stalin tenga su bomba atómica.
Lo miró con desconfianza.
—Tú no sabrás algo de todo esto, ¿verdad?
—Yo sí sé algo de todo esto. —Se señaló los oídos—. Escuché montones de rumores y conversaciones entre los soldados que se apostaban en mi puerta cuando estaba recluido en la celda de aislamiento.
—¿De verdad?
Tatiana dijo aquello en tono reflexivo, pero en realidad lo que trataba era de evitar que Alexander le viera los ojos. No quería que viese las llamadas insistentes de Sam Gulotta reflejadas en sus ojos asustados.
Cuando no hablaban de comida ni del Comité de Actividades Antiamericanas, hablaban de Anthony.
—¿No te parece increíble lo bien que habla? Parece un hombrecito.
—Tatiana, se mete con nosotros en la cama todas las noches, ¿podemos hablar de eso?
—Es sólo un niño.
—Tiene que aprender a dormir en su propia cama.
—Es una cama muy grande y le da miedo.
Alexander compró una cama más pequeña para Anthony, pero tampoco le gustó y no mostró el menor interés por dormir en ella.
—Creía que la cama era para ti —le dijo Anthony a su padre.
—¿Y por qué iba yo a necesitar una cama? Yo duermo con mamá —dijo Anthony Alexander Barrington.
—Y yo también —dijo Anthony Alexander Barrington.
Al final, Alexander sentenció:
—Tania, hasta aquí puedo llegar. Ya no puede venir a nuestra cama.
Ella intentó disuadirlo.
—Ya sé que tiene pesadillas —prosiguió Alexander—. Lo volveré a llevar a su cama. Me quedaré a su lado el tiempo que haga falta.
—Necesita a su madre por la noche.
—Soy yo quien necesita a su madre por la noche, a su madre desnuda. Va a tener que conformarse —insistió Alexander—. Y ella va a tener que conformarse también.
La primera noche, Anthony estuvo chillando cincuenta y cinco minutos mientras Tatiana permanecía en su dormitorio tapándose los oídos con una almohada. Alexander pasó todo ese tiempo en la habitación del chico y se quedó dormido en la cama de éste.
A la noche siguiente, Anthony estuvo chillando cuarenta y cinco minutos. Luego, treinta. Luego, quince. Y al final, sólo se oían gimoteos de Anthony, que de pie junto a su madre, le decía:
—Ya no voy a llorar ni gritar más, pero por favor, mamá, ¿puedes llevarme tú a mi cama?
—No —dijo Alexander, tajante—, te llevaré yo.
Y al día siguiente, cuando madre e hijo regresaban andando a casa desde el barco donde trabajaba su padre, Anthony preguntó:
—Mamá, ¿cuándo va a volver papá?
—¿Volver adónde?
—Al lugar de donde lo trajiste.
—Nunca, Anthony. —Tatiana sintió un escalofrío—. ¿Por qué dices eso? —El escalofrío se debía al recuerdo del lugar de donde lo había traído, de la paja mugrienta y cubierta de sangre sobre la que yacía encadenado y torturado, no aguardándola a ella, sino al resto de su vida en aquel lugar de Siberia. Tatiana dejó al niño en el suelo—. Que no te vuelva a oír decir eso nunca más.
«O tus pesadillas de ahora no serán nada comparadas con las que tendrás».
—¿Por qué anda como si llevase todo el peso del mundo sobre los hombros? —preguntó Alexander de regreso a casa. El mar verde y espectacular quedaba a su derecha, a través de las palmeras flexionadas—. ¿De dónde habrá sacado esos andares?
—No tengo ni idea…
—Eh… —exclamó, frotando su cuerpo contra el de ella. Ahora que no iba pringado hasta arriba de langosta podía hacer aquello, frotarse contra ella. Tatiana lo agarró del brazo. Alexander miraba a su hijo—. ¿Sabes qué? Voy a… Lo llevaré al parque un rato mientras tú preparas la cena. —La empujó hacia delante—. Vamos, vete. ¿Qué te preocupa? Sólo quiero hablar con él, de hombre a hombre.
Tatiana se fue de mala gana y Alexander llevó a Anthony a los columpios. Se compraron un helado, con la promesa cómplice que ninguno le diría una sola palabra de aquello a Tatiana, y mientras estaban en los columpios, Alexander dijo:
—Ant, dime con qué sueñas. ¿Qué es lo que te molesta? A lo mejor puedo ayudarte.
El pequeño negó con la cabeza.
Alexander lo tomó en brazos y se lo llevó bajo los árboles, y lo depositó en lo alto de una mesa de picnic mientras él se sentaba en el banco de enfrente de manera que los ojos de ambos quedaban a la misma altura.
—Venga, campeón, dímelo. —Acarició las piernecillas regordetas de su hijo—. Dímelo para que pueda ayudarte.
Anthony volvió a negar con la cabeza.
—Pero ¿por qué te despiertas? ¿Qué es lo que te despierta?
—Las pesadillas —contestó el niño—. ¿Qué te despierta a ti?
Su padre no tenía respuesta para eso. Todavía se despertaba todas las noches. Había empezado a darse baños con agua helada para refrescarse, para tranquilizarse, a las tres de la madrugada.
—¿Qué clase de pesadillas?
Anthony seguía en sus trece, sin querer hablar.
—Venga, campeón, dímelo. ¿Lo sabe mamá?
Anthony se encogió de hombros.
—Creo que mamá lo sabe todo.
—Eres más listo de lo que te conviene —comentó Alexander—, pero no creo que mamá sepa eso precisamente. Dímelo a mí, yo no lo sé.
Lo engatusó e insistió tenazmente. El helado de Anthony se estaba derritiendo, no dejaba de limpiarse los churretones. Al final, Anthony, sin mirar al rostro expectante de su padre sino a los botones de la camisa de éste, dijo:
—Me despierto en una cueva.
—Ant, nunca has estado en una cueva, ¿qué cueva?
Anthony se encogió de hombros.
—Como un agujero en el suelo. Llamo a mamá, pero ella no está. Mami, mami… No viene. La cueva empieza a quemarse. Yo salgo y me voy al bosque. Mami, mami. La llamo y la llamo. Y se hace oscuro. Estoy solo. —Anthony bajó la vista hacia las manos—. Un hombre me dice: «Corre, Anthony, se ha ido, tu mamá se ha ido y no va a volver». Me doy la vuelta, pero no hay nadie. Corro al bosque para escapar del suelo. Está muy oscuro y estoy llorando. Mami, mami. El bosque también se quema. Es como si alguien me persiguiera, y me persigue y me persigue. Pero cuando me doy la vuelta estoy yo solo. Oigo ruido de pisadas persiguiéndome. Y yo sigo corriendo y corriendo. Y oigo la voz de ese hombre al oído: «Se ha ido, tu madre, y no va a volver».
El helado cayó chorreando entre los dedos de Alexander.
—¿Eso es lo que sueñas? —dijo Alexander en tono apagado.
—Sí.
Alexander miró a Anthony con aire sombrío, y éste le devolvió la misma mirada sombría.
—¿Puedes ayudarme, papá?
—Sólo es una pesadilla, campeón —dijo Alexander—. Ven aquí. —Tomó a Anthony en brazos y el chico apoyó la cabeza en el hombro de Alexander—. No le digas a mamá lo que me acabas de contar a mí —dijo con un hilo de voz, dándole unas palmaditas en la espalda y abrazándolo con fuerza—. Se pondrá muy triste si le dices que sueñas esas cosas. —Echó a andar hacia la casa, con la mirada fija en la carretera. Al cabo de un minuto añadió—: Ant, ¿te ha contado mamá alguna vez los sueños que tenía cuando era niña en Luga? ¿No? Porque ella también tenía pesadillas alguna vez. ¿Sabes qué soñaba? Que la perseguían las vacas. —Anthony se echó a reír—. Sí. Unas vacas enormes con cencerros y ubres de leche que iban corriendo por el sendero del pueblo detrás de tu madre, y daba igual lo deprisa que corriera, no podía escapar.
—¿Y decían «mu»?, —preguntó Anthony—. ¿Como en la canción?
—Sí, ya lo creo.
Por la noche, Anthony acudió a la cama y se metió junto a su madre, y Alexander y Tatiana, ambos despiertos, no dijeron nada. Alexander acababa de volver a la cama él también, después de secarse con la toalla. Tatiana abrazó a su hijo y el brazo helado y húmedo de Alexander rodeó a Tatiana.
El cuerpo de la guerra
En cuanto empezó a anochecer más tarde, Tatiana, Alexander y Anthony tomaron la costumbre de ir a nadar cuando las playas se vaciaban de gente. Tatiana se colgaba de las estructuras de hierro de los columpios, jugaban a la pelota, construían cosas en la arena; la playa, los columpios y las olas del Atlántico eran buenos. Alexander a veces hasta se quitaba la camiseta para nadar en las tardes lánguidas; despacio, obsesivamente, tratando de que el agua salobre del mar le lavase del cuerpo el tifus, la inanición y la guerra, y otras cosas que no podían ser lavadas.
Tatiana se sentaba a la orilla a mirar cómo padre e hijo retozaban entre las olas. Se suponía que Alexander tenía que enseñar a nadar a Anthony, pero en realidad lo que hacía era levantar al pequeño en el aire y arrojarlo al agua de golpe, allí donde todavía hacía pie. En Miami, el tamaño de las olas era perfecto para un crío, porque también eran pequeñas. El hijo se encaramaba al padre para, acto seguido, ser lanzado en el aire y atrapado de nuevo, arrojado en el aire cada vez más arriba y luego atrapado de nuevo. Anthony chillaba, gritaba y pataleaba, pasándolo en grande. Y allí estaba Tatiana, muy cerca, sentada en la arena, abrazándose las rodillas, extendiendo una mano en actitud de invocación: cuidado, cuidado, cuidado. Pero no se lo estaba diciendo a Alexander, sino a Anthony. No hagas daño a tu padre, hijo. Trátalo con cuidado. Por favor… ¿Es que no ves qué aspecto tiene?
El aliento le quemó en el pecho cuando miró a hurtadillas a su marido. Ahora estaban corriendo en el agua. La primera vez que Tatiana vio a Alexander correr en el río Kama de Lazarevo, completamente desnudo salvo por los pantalones cortos, como en ese momento, tenía un cuerpo glorioso. Un cuerpo atlético y sin magulladuras de ninguna clase. Y eso que ya había participado en batallas, en la guerra fino-soviética; había estado en los ríos del norte de la Unión Soviética; había defendido el «Camino de la vida» en el lago Ladoga. Como ella, había vivido en una Leningrado asolada por la guerra. ¿Por qué entonces, desde que ella se había marchado de su lado, le había pasado aquello?
La imagen del cuerpo desnudo de Alexander causaba estupor. Su espalda, tan suave y bronceada en otros tiempos, estaba mutilada por las cicatrices de la metralla, por las cicatrices de las quemaduras, por las marcas de latigazos, por las huellas de las bayonetas, todas húmedas bajo el sol de Miami. La herida casi mortal que había sufrido al término del asedio de Leningrado era todavía una mancha del tamaño de un puño sobre su riñón derecho. Tenía el pecho, los omóplatos y las costillas desfigurados; los brazos, los antebrazos y las piernas llenos de cortes de cuchillo, quemaduras de pólvora, marcas irregulares, torcidas, puntiagudas.
Tatiana sentía deseos de gritar, de llorar a voz en grito. ¡No era justo! No era justo que debiera llevar a Hitler y Stalin en cada centímetro de su cuerpo, incluso allí, en Miami, donde las aguas tropicales tocaban el cielo. El coronel tenía razón: no era justo.
Y como si todas las demás iniquidades no fueran suficientes, los hombres que custodiaban a Alexander lo habían tatuado en contra de su voluntad, como castigo por intentar escapar, como advertencia contra posibles transgresiones posteriores, y como afrenta definitiva para su futuro, como para decir: si es que tienes algún futuro, no será un futuro sin mácula.
Tatiana lo miró y su corazón lleno de lástima salió rodando por la caja de cemento de sus entrañas: en la parte superior del brazo izquierdo, Alexander llevaba un tatuaje negro de una hoz y un martillo. Se lo habían grabado los crueles guardias de Katowice, para poder reconocerlo. Encima de la hoz y el martillo, en el hombro, había un tatuaje de una charretera de comandante, burlándose del hecho de que Alexander había pasado demasiado tiempo en aislamiento. Debajo de la hoz y el martillo había una estrella de mayor tamaño con veinticinco puntas, una punta por cada uno de los años de su sentencia de cárcel soviética. En la parte interna del antebrazo derecho, los números 19691 estaban grabados a fuego en azul: los soviéticos habían aprendido gustosos a utilizar las innovaciones de las torturas nazis.
En la parte superior del brazo derecho, Alexander llevaba tatuada una cruz, la única imagen que llevaba por voluntad propia en todo su cuerpo, y encima de ella, estaba marcado con una incongruente águila de las Waffen-SS, con esvástica incluida, como símbolo de respeto del malogrado guardia Iván Karolich ante el hecho de que Alexander nunca hubiese confesado nada pese a las severas palizas.
Los números de los campos de concentración eran los más difíciles de ocultar, pues estaban en la parte más inferior del brazo, razón por la cual nunca se subía las mangas. Jimmy, en Deer Isle, le había preguntado por los números, pero Jimmy no había estado en la guerra, así que cuando Alexander le dijo: «Campo de prisioneros», Jimmy no le hizo más preguntas ni Alexander se explayó más. Los números azules, en aquel tiempo posterior al Holocausto, hablaban a gritos del sufrimiento de los judíos, no del sufrimiento de los soviéticos, de la vida de otra persona, no de la de Alexander. Pero ¡la hoz y el martillo, la insignia de las SS! Todas las alarmas de su brazo, sonando, esperando para dar explicaciones. Pero eran imposibles de explicar fuera de contexto. ¿Números de campos de exterminio y una esvástica? ¿Las dos cosas a la vez? No se podía hacer nada al respecto, salvo ocultarlos a todo el mundo, incluso entre ellos.
Tatiana se volvió para ver pasar a una familia, dos niñas pequeñas que paseaban con su madre y sus abuelos. Los adultos miraron de reojo a Alexander y dieron un respingo; en su arrebato de horror colectivo, les taparon los ojos a las niñas, mascullaron algo en voz baja, se santiguaron y prosiguieron su camino. Tatiana los juzgó con dureza. Alexander, que seguía jugando con su hijo, ni siquiera reparó en ellos.
Aunque antes (en Lazarevo, desde luego, con Tatiana), Alexander parecía un dios griego, ahora era cierto, los extraños tenían razón: Alexander estaba desfigurado. Eso era lo único que veían todos, eso era lo único que podían ver.
Pero seguía siendo tan apuesto todavía… De complexión dura, delgado, de piernas largas y espalda amplia, robusto e increíblemente alto. Había recuperado un poco de peso y ya volvía a exhibir unos miembros musculosos después de tanto levar jaulas de langosta. En las raras ocasiones en las que reía, la hilera de dientes blancos le iluminaba el rostro bronceado. El pelo lleno de trasquilones le hacía parecer un erizo negro, y los ojos color chocolate con leche se dulcificaban alguna que otra vez.
Pero era innegable que estaba tocado, y no había lugar donde pudiese resultar más evidente que allí, en su vida norteamericana. Y es que, en la Unión Soviética, Alexander habría pasado desapercibido entre los millones de hombres tan lisiados como él, y no le habría importado lo más mínimo cuando lo enviasen al bosque a cortar leña con su parka de piel de borrego, o a picar piedra en sus canteras. Allí, en Estados Unidos, Tatiana lo enviaba a la calle, en público, no con su parka sino con el uniforme de lino blanco, tapado desde el cuello hasta los tobillos, a capitanear sus barcos, a arreglar sus motores.
Cuando hacían el amor, Tatiana intentaba olvidar. Lo que era necesario que permaneciese entero y perfecto permanecía entero y perfecto, pero su espalda, sus brazos, sus hombros, su pecho… no había lugar donde Tatiana pudiese poner las manos. Se aferraba a su cabeza, que estaba ligeramente mejor. Tenía una cicatriz muy larga en la parte posterior del lóbulo occipital, heridas de cuchillo. Alexander llevaba la guerra en su cuerpo como nadie que Tatiana hubiese conocido. Lloraba cada vez que lo tocaba.
Tatiana no podía tocar a Alexander por las noches, y rezaba porque él no lo supiese.
—Venga, vosotros dos —los llamó con voz débil, levantándose con dificultad—. Vámonos para casa. Se está haciendo tarde. Dejad ya de hacer el bruto. Anthony, por favor… ¿Qué te he dicho? ¡Ten cuidado, he dicho!
«¿Es que no ves qué aspecto tiene el cuerpo de tu padre?».
De pronto, sus dos hombres, uno pequeño y el otro grande, ambos con la postura erguida, la mirada firme, fueron y se sentaron delante de ella, con las piernas en la arena, formando una A, con las manos en jarras como si fueran teteras.
—¿Estáis listos para irnos, entonces? —preguntó ella, bajando la mirada.
—Mami —dijo su hijo con firmeza—, ven a jugar con nosotros.
—Sí, mami —repitió el padre con firmeza—, ven a jugar con nosotros.
—No, es hora de irnos a casa.
Tatiana pestañeó. Un espejismo en el sol del crepúsculo lo hizo desaparecer de su vista un segundo.
—Ya está bien —sentenció Alexander, levantándola en brazos—. Ya he tenido suficiente.
La cogió y la arrojó al agua. Tatiana se quedó sin aire y cuando salió a la superficie a respirar, se tiró encima de ella y la sacudió, la zarandeó, toqueteándola implacablemente con las manos. Puede que no fuese un espejismo al fin y al cabo, su cuerpo sumergido en un agua que era tan salada que él flotaba y ella también, sintiéndose real, recordando cómo había dado una voltereta en el Palacio de los Zares por él, cómo había ido en el tranvía con él, cómo había caminado descalza por el Campo de Marte con él mientras los tanques de Hitler y la malicia de Dimitri derribaban las puertas de sus corazones.
Alexander la levantó y la lanzó al aire, sólo fingiendo que la atrapaba. Tatiana se cayó y salpicó agua a su alrededor y gritó, y cuando logró ponerse de pie, huyó corriendo de él mientras Alexander la perseguía hasta la arena. Se tropezó para dejar que él le diera alcance y él la besó, besos mojados, y ella se agarró a su cuello y Anthony saltó y se encaramó a la espalda de su padre, venga, venga, y Alexander los arrastró mar adentro y los arrojó al agua, donde cabecearon y se balancearon como si fueran casas flotantes.
El color favorito de Alexander
—Tania, ¿por qué no has llamado a Vikki? —le preguntó Alexander durante el desayuno.
—Ya la llamaré. Sólo llevamos aquí cuatro semanas —dijo—. ¿Qué? ¿Qué pasa?
—Di mejor once.
—¿Once semanas? ¡No!
—Sé cuánto alquiler hemos pagado. Once semanas.
—No creía que hubiese pasado tanto tiempo. ¿Por qué seguimos aquí todavía? —murmuró Tatiana.
Y rápidamente cambió de tema y empezó a hablar de Thelma, una mujer muy simpática a la que había conocido en el supermercado unas mañanas antes. El marido de Thelma acababa de volver de Japón, y ella estaba buscando algo para que se animase un poco, pues parecía tener la moral por los suelos. Tatiana le había sugerido que lo llevase a hacer una excursión en barco y a Thelma le había entusiasmado la idea.
Al parecer, Thelma no consiguió ir al barco esa tarde, ni la siguiente, a pesar de que todas las tardes el cielo estaba igual de azul y despejado. Cuando Tatiana se la encontró en la tienda unos días más tarde, Thelma esgrimió alguna excusa pero dijo que ella y su marido esperaban ir al barco aquella misma tarde sin falta. Le preguntó a Tatiana si ella se subía al barco y ésta le contestó que no, dándole toda clase de explicaciones acerca de la siesta que dormía su hijo y la cena de su marido y otra serie de razones. Thelma asintió con solidaria comprensión, pues ella misma se había encargado de las cosas de la casa esa mañana. Estaba preparando un pastel de manzana. Por lo visto, a los maridos que regresaban de la guerra les gustaban esas cosas.
Alexander había estado trayendo a casa cantidades asombrosas de dinero. Un dólar, dos dólares, cinco dólares… ¡hasta veinte dólares!
—Creo que me están fallando las matemáticas —comentó Tatiana, sentada a la mesa de la cocina con un fajo de billetes de un dólar en una pila delante de ella y otro de cinco en otra—. No puedo contar tanto dinero. ¿Has reunido nada menos que cien dólares hoy?
—Mmm…
—Alexander, quiero saber qué les haces a esas mujeres para ganar cien dólares al día. —Cuando vio que Alexander se limitaba a seguir fumando y a sonreír, Tatiana añadió—: No es una pregunta retórica. Tu esposa exige una respuesta.
Él se echó a reír y luego ella también se echó a reír, pero cuando al día siguiente fue a recoger a Anthony al barco, cuál no sería su sorpresa al ver a Thelma, vestida muy elegantemente y a una distancia que Tatiana juzgó demasiado escasa de Alexander, su propio y recién rescatado marido. Ni siquiera estaba segura de que fuese Thelma en realidad, porque en la tienda de comestibles Thelma no llevaba maquillaje sino ropa para ir a la tienda de comestibles. En el barco, llevaba el pelo negro y en ondas rizado y crespado, se había maquillado, estaba… Tatiana ni siquiera estaba segura de qué era lo que resultaba tan provocativo, puede que la falda ceñida en torno a las caderas, la desnudez de las pantorrillas, debajo, o puede que los labios rojos de mujerzuela en pleno mediodía tórrido, puede que incluso la inclinación coqueta de aquella cabeza de sonrisa indolente.
—¿Thelma? —exclamó Tatiana, subiendo por la plancha—. ¿Eres tú?
La mujer se volvió como si acabase de oír una voz de ultratumba.
—¡Ah! ¡Hola!
—Hola —repuso Tatiana, interponiéndose entre ella y Alexander. Se volvió para mirarla de frente—. Veo que ya has conocido a mi marido. ¿Y el tuyo? ¿Dónde está?
Alejándose con sus zapatos de tacón, Thelma le respondió con indiferencia:
—Hoy no ha podido venir.
Tatiana no dijo nada… en ese momento, pero a la mañana siguiente le preguntó a Anthony, delante de cierto marido que estaba desayunando allí mismo, por la simpática señora del barco, y Anthony le explicó que había estado yendo todos los días desde hacía un tiempo.
—Ah, conque eso ha hecho, ¿eh?
—No, no es así —intervino cierto marido.
—Y Anthony, ¿el marido de la señora simpática viene con ella?
—No, no. No tiene marido. Le contó a papá que su marido se fue, que no quería estar casado después de la guerra.
—No me digas.
—Sí, y mamá —añadió Anthony, relamiéndose los labios—: Nos trajo un pastel de manzana. ¡Estaba riquísimo!
Tatiana no dijo nada más, ni siquiera levantó la vista. Alexander adelantó la cabeza por encima de la mesa para llamar su atención, sin decir nada él tampoco. Cuando fue a besarla, le tomó la cara entre las manos y la hizo mirarlo a los ojos. Los de Alexander brillaban. La besó profunda e intensamente, haciendo que el pozo de lava que Tatiana sentía en el estómago se le hiciese también más profundo y más intenso, y se fue a trabajar.
Cuando Tatiana acudió a recoger a Anthony al barco, Thelma no estaba allí.
—Mamá —le susurró Anthony—, no sé qué es lo que le ha dicho papá a esa señora esta mañana, ¡pero se ha marchado llorando del barco!
Nunca más volvió a ver a Thelma, ni siquiera en la tienda de comestibles.
Una vez en casa, Alexander le dijo:
—¿Quieres venir conmigo mañana, en la excursión de la mañana o en la de la tarde? Ya sabes que puedes subir al barco conmigo cuando quieras.
—¿Puedo ir ahora?
—Por supuesto. Cuando quieras. Nunca habías mostrado ningún interés. —Alexander hizo una pausa—. Hasta ahora.
Había algo ligeramente… Tatiana no podía identificarlo con exactitud… mordaz en su comentario, un tono acusatorio. Pero ¿de qué la acusaba? ¿De cocinar, limpiar y lavar para él? ¿De trenzarse el pelo, depilarse y frotarse la piel hasta dejársela roja, y de ponerse vestidos de gasa y medias brillantes y aceite de almizcle para acudir a su encuentro por las tardes? ¿De dejarlo pasar una hora o dos con su hijo por las mañanas?
Contempló la posibilidad de montarle una escena por aquello. Pero ¿por qué exactamente? Lo observó con atención, pero a él ya se le había pasado el momento, como se le pasaban todos los momentos, y estaba leyendo el periódico, bebiendo, fumando, hablando con Anthony.
Tatiana fue a la excursión en barco al día siguiente.
—Llevas el pelo cortado al rape —le murmuró una muchacha a Alexander después de ponerse a su lado dando un saltito mientras Tatiana permanecía allí cerca, con Anthony sentado en el regazo—. Como si hubieses estado en el ejército —insistió la chica cuando vio que Alexander no contestaba.
—Es que he estado en el ejército.
—¡Ah, eso es estupendo! ¿Dónde serviste?
—En el frente oriental.
—Caramba, qué impresionante… ¡Quiero que me lo cuentes todo! Pero ¿dónde está ese frente oriental? Nunca he oído hablar de él. Mi padre estuvo en Japón. Todavía sigue allí. —La joven, que no parecía haber cumplido todavía los veinte, siguió hablando sin cesar—. Capitán, pilotas el barco a tanta velocidad y hace tanto viento… y yo llevo esta faldita con tanto vuelo… Eso no va a ser un problema, ¿verdad? Quiero decir, el viento no me va a levantar la falda de tal manera que resulte un poco… indecente, ¿verdad que no?
Se echó a reír azoradamente.
—No lo creo. Ant, ¿quieres ayudarme a dirigir el timón? Anthony corrió junto a su padre. La joven se volvió para mirar a Anthony y a Tatiana, quien sonrió y la saludó con la mano.
—¿Es tu hijo?
—Sí.
—¿Y ésa es tu…?
—Mi mujer, sí.
—Ay, perdona. No sabía que estabas casado.
—Pero lo estoy. Tania, ven aquí. Te presento a… disculpa, no he oído bien tu nombre.
Cuando Tatiana pasó por el lado de la joven para acudir junto a Alexander, dijo:
—Perdona —y continuó en tono indiferente—, creo que la verdad es que el viento sí puede levantar esa indecencia de la que hablabas, así que sujétate bien la falda.
Alexander se mordió el labio y Tatiana permaneció inmóvil junto a él, sujetando el timón.
Esa noche, en el camino a casa, Alexander dijo:
—O continúo invitando a que me hagan preguntas o me dejo el pelo largo.
Tatiana no dijo nada, entre otras cosas porque no creía que su marido fuese a provocar ningún rechazo con el pelo largo y negro. Él insistió para que le dijese qué estaba pensando.
Ella se mordisqueó el labio.
—Esa atención femenina constante… ¿es deseada o no deseada?
—Me es indiferente, cariño —dijo, rodeándola con el brazo—. Aunque tú, con tu actitud, sí me diviertes.
Tatiana estaba muy taciturna cuando Alexander volvió a casa a la noche siguiente.
—¿Qué pasa? Estás más apagada que de costumbre —preguntó él cuando salió del baño.
—No acostumbro estar apagada —protestó ella, y luego lanzó un suspiro—. Es que hoy he contestado un test.
—¿Qué test? —Alexander se sentó a la misma mesa—. ¿Qué quiere el marido para cenar?
—El marido quiere plátanos macho, zanahorias, maíz y pan, y gambas y pastel de manzana con helado para cenar.
—¿Pastel de manzana con helado? —Alexander sonrió—. Sí, sí. —Se echó a reír y untó de mantequilla su bollo de pan—. Cuéntame lo de ese test.
—En una de mis revistas El hogar del ama de casa, hay un test: «¿Conoces bien a tu marido?».
—¿En una de tus revistas, dices? —habló con la boca llena—. No sabía que comprases revistas.
—Bueno, en ese caso a lo mejor a ti también te convendría contestar ese test.
La miró con ojos brillantes desde el otro lado de la mesa y se untó de mantequilla otro bollo.
—¿Y cómo lo has hecho?
—Fatal. Lo he suspendido —respondió Tatiana—. Por lo visto no te conozco en absoluto.
—¿De verdad?
Alexander la miró con gravedad fingida. Tatiana abrió la revista por la página del test.
—Mira estas preguntas: ¿cuál es el color favorito de tu marido? No lo sé. ¿Cuál es su plato favorito? No lo sé. ¿Su deporte favorito? No lo sé. ¿Su libro favorito? ¿Y su película favorita? ¿Su canción favorita? ¿Cuál es el sabor de helado que más le gusta? ¿Le gusta dormir boca arriba o de lado? ¿Cómo se llamaba la facultad en la que se graduó? ¡No sé responder a ninguna!
Alexander sonrió.
—Venga ya… ¿Ni siquiera la de si duermo boca arriba o de lado?
—¡No!
Sin dejar de comerse el bollo, se levantó, le quitó la revista de las manos y la arrojó a la basura.
—Tienes razón. —Asintió con la cabeza para dar más énfasis a sus palabras—. No hay nada que hacer. Mi mujer no sabe cuál es mi sabor de helado favorito. Quiero el divorcio. —Arqueó las cejas—. ¿Tú crees que un cura nos concederá la anulación?
Se acercó a ella y se sentó con desánimo en la silla.
—Tú te lo tomas a broma —le dijo Tatiana—, pero esto es muy serio.
—¿No me conoces porque no sabes cuál es mi color favorito? —Alexander parecía no dar crédito a todo aquello—. Pregúntame lo que quieras, yo te lo diré.
—¡No me lo vas a decir! ¡Pero si ni siquiera me hablas!
Tatiana se echó a llorar.
Con mirada atónita, completamente desconcertado, sin palabras, Alexander abrió las manos.
—Hace un segundo, todo esto era hasta divertido —comentó, despacio.
—Si ni siquiera sé algo tan sencillo como cuál es tu color favorito —dijo Tatiana—, ¿te imaginas cuántas cosas importantes no sé de ti?
—¡Ni yo sé cuál es mi color favorito! Ni mi película, mi libro ni mi canción. Ni lo sé ni me importa, nunca me he parado a pensar en eso. Por Dios, ¿es en esto en lo que piensa la gente después de la guerra?
—¡Sí!
—¿Es en esto en lo que tú quieres pensar?
—¡Es mejor que lo que hemos estado pensando hasta ahora!
Anthony, bendito en su inocencia, salió de su habitación y, como siempre, les impidió una vez más que terminasen la discusión hasta que estuvo profundamente dormido. Todas las cosas de las que hablaban tenían que tenerlo a él en cuenta, todas le atañían. En cuanto oía a su madre y a su padre hablar en un tono de voz un poco alterado, entraba en escena y se llevaba a uno de los dos.
Sin embargo, más tarde, ya en la cama de ambos y en la oscuridad, Tatiana, que seguía con su congoja, le dijo a Alexander:
—No nos conocemos el uno al otro, y ahora se me ocurre, puede que un poco tarde, que nunca nos hemos conocido en realidad.
—Habla por ti —repuso él—. Yo sé cómo has vivido y cómo te gusta que te toquen. Tú sabes cómo he vivido yo y cómo me gusta que me toquen.
Sí, puede que Alexander supiese teórica, intelectualmente, cómo le gustaba a Tatiana que la tocaran, pero desde luego, él ya nunca la tocaba de ese modo. Ella no sabía por qué, simplemente él no la tocaba así, y ella no sabía cómo preguntárselo.
—Bueno, ¿y puedo hacerte el amor sin que llores, por una vez?
Desde luego, ella no quería obligarlo a tocarla.
—Sólo por una vez, y por favor… no me digas que lloras de felicidad.
Tatiana intentó con toda su alma contener las lágrimas cuando él le hizo el amor, pero era imposible. El objetivo era encontrar el modo de vivir y tocarse en una dimensión en la que todo cuanto les había sucedido a ambos, lo que los había conducido hasta allí, pudiese guardarse en un lugar seguro, de donde poder recuperarlo cuando ellos quisieran, en lugar de que se apoderase de ellos a su antojo y contra la voluntad de ambos.
En el dormitorio, eran animales nocturnos; las luces siempre estaban apagadas. Tatiana tenía que hacer algo.
—¿Qué es ese olor nauseabundo? —preguntó Alexander a su regreso del puerto deportivo.
—Mamá se ha puesto mayonesa en el pelo —contestó Anthony con una expresión que parecía querer decir: «Mamá se ha lavado el pelo con caca de vaca».
—¿Que ha hecho qué?
—Sí, esta tarde se ha puesto un bote entero de mayonesa en el pelo. Papá, se lo ha dejado puesto durante horas, y ahora no hay manera de que el agua se caliente lo suficiente para que pueda lavárselo.
Alexander llamó a la puerta del cuarto de baño.
—Vete —dijo la voz de ella.
—Soy yo.
—Ya, te lo decía a ti.
Alexander abrió la puerta y entró. Completamente despeinada, Tatiana estaba sentada en la bañera con el pelo mojado y grasiento. Se tapó los pechos al verlo entrar.
—Mmm… ¿qué estás haciendo? —le preguntó él, con rostro impasible.
—Nada. ¿Y tú? ¿Cómo te ha ido la tarde? —Observó la expresión de él y le lanzó una advertencia—: Como digas una sola palabra, Alexander…
—Pero si no he dicho nada —se defendió—. ¿Vas a… salir pronto? ¿Para preparar la cena tal vez?
—El agua sólo sale templada y no puedo quitarme esto ni a tiros. Estaba esperando a que vuelva a calentarse el depósito.
—Tarda horas.
—Tengo tiempo —repuso ella—. No tendrás hambre, ¿verdad?
—¿Puedo ayudar? —preguntó Alexander, haciendo un esfuerzo sobrehumano por aguantarse la risa—. ¿Y si pongo a hervir un poco de agua en el fuego y te lo lavo?
Mezclando agua hirviendo con el agua fría, Alexander se sentó con el torso desnudo en el borde de la bañera y lavó el pelo de su mujer con champú. Luego comieron bocadillos de queso y una sopa de tomate Campbell’s. El depósito de agua volvió a calentarse y Tatiana se lavó el pelo de nuevo. Parecía que el olor había desaparecido, pero cuando se le secó, seguía oliendo a mayonesa. Después de acostar a Anthony, Alexander le preparó la bañera y volvió a lavarle el pelo una vez más. Se les acabó el champú y usaron jabón detergente. El pelo seguía oliendo.
—Es como con tus langostas —comentó ella.
—Venga ya, las langostas no olían tan mal…
—Mamá casi vuelve a oler como antes —anunció Anthony cuando su padre regresó a casa al día siguiente—. Venga, papá, huélela. —Papá se inclinó y la olió.
—Mmm… sí que vuelve a oler como antes —coincidió, apoyándole la mano en el pelo.
Tatiana era consciente de que ese día su pelo, hasta el hueco de la espalda, brillaba como el oro y lo tenía sedoso, reluciente y sumamente suave. Había comprado champú de fresas que parecían recién cogidas y se había lavado con jabón de aroma de vainilla el cuerpo bronceado con loción de coco. Tatiana se recostó contra Alexander y desplazó la vista arriba, muy arriba, para mirarlo.
—¿Te gusta? —le preguntó, conteniendo el aliento.
—Como tú bien sabes.
Pero él apartó la mano y se limitó a mirarla abajo, muy abajo. Tatiana se enfrascó en la tarea de preparar ternera mechada con plátanos y tomate.
Más tarde, fuera, en la cubierta, Alexander le dijo en voz baja:
—Tatiana, ve a por tu cepillo para el pelo.
Ella corrió a buscar el cepillo. De pie detrás de ella, como en otra vida, Alexander le cepilló el pelo despacio, con sumo cuidado, con suma delicadeza, acariciándole con la palma de la mano después de cada cepillado.
—Es muy suave… —susurró—. ¿Se puede saber por qué te pusiste mayonesa?
—Estaba muy seco por culpa del tinte y del agua del mar —contestó Tatiana—, y se supone que la mayonesa actúa como suavizante.
—¿Y dónde has oído eso?
—Lo leí en una revista de consejos de belleza.
Tatiana cerró los ojos. Era una sensación tan maravillosa volver a sentir las manos de Alexander en el pelo… El vientre líquido y caliente le palpitaba sin cesar.
—Tienes que dejar de leer esas revistas.
Alexander se dobló sobre su estómago para besarle la parte posterior de la cabeza, desplazando los labios hacia delante y hacia atrás, presionándolos con fuerza, y Tatiana lanzó un gemido y se sintió avergonzada por no haberlo podido reprimir a tiempo.
—Y si no las leo, ¿cómo voy a saber cómo complacer a mi marido? —repuso ella con voz ronca y espesa.
—Tatia, precisamente a ti no te hace ninguna falta leer revistas para eso —dijo él.
«Eso ya lo veremos», pensó ella, ansiosa ante su propia audacia, volviéndose y tendiéndole una mano impaciente y trémula.
Con las manos detrás de la cabeza, Alexander estaba tumbado boca arriba en la cama, desnudo, esperándola. Tatiana llamó a la puerta, se quitó la bata de seda y se colocó delante de él con la larga melena rubia cayéndole en cascada por los hombros. Le gustaba el brillo en los ojos de él esa noche, no era neutro. Cuando Alexander extendió el brazo para apagar la luz, ella le dijo que no lo hiciera, que la dejase encendida.
—¿Que deje la luz encendida? —exclamó él—. Eso es nuevo.
—Quiero que me mires —dijo Tatiana, encaramándose sobre su estómago y sentándose a horcajadas encima de él. Dejó que la cascada del pelo cayese lentamente sobre su pecho—. ¿Qué te parece? —murmuró.
—Mmm…
Con las manos en las caderas de ella, Alexander arqueó el vientre para acomodarlo entre los muslos abiertos.
—Como la seda, ¿verdad? —le susurró—. Tan suave, como el terciopelo…
Y Alexander gimió.
¡Había gemido! Alexander abrió la boca y de su garganta salió un sonido de excitación incontrolada.
—Tócame, Shura… —murmuró Tatiana, sin dejar de frotar su cuerpo contra el vientre desnudo de él, con suma delicadeza, la larga melena suelta oscilando al mismo ritmo. Pero aquello la estaba excitando demasiado, tenía que parar—. Creí que tal vez, si tenía el pelo suave como la seda… —susurró, moviendo la cabeza de un lado a otro mientras el manto de terciopelo cubría su pecho—, querrías volver a meter las manos en él… y los labios.
—Ya tengo las manos en él —dijo él con un hilo de voz.
—No he dicho en él, he dicho dentro de él.
Alexander le acarició el pelo. Ella negó con la cabeza.
—No. Así es como lo tocas ahora, pero quiero que lo toques como lo tocabas entonces.
Alexander cerró los ojos y abrió la boca. Sus manos como garras tiraron de las caderas de ella hacia abajo, hacia él, mientras empujaba con el vientre hacia arriba. Tatiana lo sintió tan ávido de ella, tan encendido, que en un segundo todos sus denodados esfuerzos con la mayonesa iban a acabar del mismo modo en que venía acabando todo en su cama desde hacía meses.
Rápidamente, inclinó el torso hacia delante, se desplazó hacia arriba y se separó del cuerpo de él.
—Dime —le susurró a la cara—, ¿por qué ha dejado de importarte cómo llevo el pelo?
—Eso no es verdad.
—Sí que lo es. Vamos, estás hablando conmigo. Dime por qué.
Callado, Alexander apartó las manos de las caderas de ella y las apoyó en sus rodillas.
—Dime. ¿Por qué no me tocas?
Alexander hizo una esforzada pausa y desvió la vista de la mirada inquisidora de ella.
—Ese pelo ya no es mío. Pertenece a la otra Tatiana, aquella Tatiana de Nueva York y la laca de uñas roja y los bailes con zapatos de tacón, y de Vikki, y de cómo rehiciste tu vida sin mí cuando me creías muerto… tal y como deberías haber hecho, absolutamente. No quiero culparte por ello. Pero eso es lo que me recuerda. No puedo evitarlo.
Tatiana apoyó la mano en su mejilla.
—¿Quieres que me lo corte? Si quieres, me lo corto ahora mismo.
—No. —Alexander apartó la cara. Se quedaron en silencio—. Pero nada es suficiente, ¿no te has dado cuenta? —dijo—. No puedo tocarte lo suficiente. No puedo hacerte feliz. No puedo decirte nada. Y tú no puedes liberarme ni de una sola de las cosas que he hecho mal en todo este tiempo.
Una oleada de pena invadió a Tatiana.
—Estás, aquí, y estás perdonado por todo, absolutamente todo —dijo muy despacio, incorporándose a medias y cerrando los ojos para no tener que ver sus brazos tatuados y su torso surcado de cicatrices.
—Dime la verdad —le pidió Alexander—. ¿No crees a veces que así es más difícil… esto y otras cosas como los tests de las revistas… es más difícil… para los dos? Las preguntas de esa revista sólo demuestran lo absurdo que es fingir que somos dos personas normales. ¿No crees a veces que sería más fácil con tu Edward Ludlow en Nueva York? ¿O con una Thelma? Sin pasado. Sin recuerdos. Nada que superar, nada de lo que recuperarse.
—¿Sería más fácil para ti?
—Bueno, al menos no te oiría llorar todas las noches —dijo Alexander—. No me sentiría como un fracasado cada maldito minuto de mi vida.
—¡Oh, Dios santo! Pero ¿qué estás diciendo?
Tatiana sacudió el cuerpo para apartarse de él, pero está vez era Alexander quien la retenía.
—Ya sabes de qué estoy hablando —repuso él, con ojos llameantes—. ¡Quiero sufrir amnesia! Quiero una puñetera lobotomía. Quiero no volver a pensar nunca más. Mira lo que nos ha pasado, a nosotros, Tania, ¡a nosotros! ¿Es que no te acuerdas de cómo éramos antes? Mira lo que nos ha pasado.
La noche de su largo invierno llegó hasta Coconut Grove a través de todos los campos y las aldeas de los tres países que Alexander había arrasado para llegar al puente de Santa Cruz, por el río Vístula, para llegar a las montañas, para escapar a Alemania, para salvar a Pasha, para llegar hasta Tatiana. Y había fracasado. Veinte tentativas de fuga, dos en Katowice, una aciaga en el castillo de Colditz, y diecisiete desesperadas en Sachsenhausen, y nunca había llegado hasta ella. Sin saber muy bien cómo, había tomado siempre las decisiones equivocadas. Alexander lo sabía, Anthony lo sabía; con el hijo dormido, los padres tenían horas enteras para errar sin rumbo por los campos y ríos de Europa, por las calles de Leningrado. No era como para alegrarse.
—Déjalo —susurró Tatiana—. No digas eso. Tú no fracasaste. Lo estás tergiversando todo. Tú sobreviviste, eso es todo, eso es lo único que importa y tú lo sabes. ¿Por qué haces esto?
—¿Por qué? —exclamó él—. ¿Quieres que te lo diga todo mientras te sientas aquí desnuda, con el pelo suelto? Muy bien, pues te lo diré. ¿No quieres que te lo diga? Pues no preguntes. Apaga la luz, recógete el pelo y aguántate… —Alexander se interrumpió—, apártate de mí y no digas nada.
Tatiana no hizo ninguna de esas cosas. No quería que él se lo dijese todo, lo único que quería, desesperadamente, era que él la tocara. Las palabras de Alexander la habían zaherido profundamente en el corazón, pero el deseo de él que sentía en las entrañas era igual de hiriente. Siguió sentada encima de él, mirando su rostro mirarla a ella. Le acarició suavemente el pecho, los brazos, los hombros… Inclinando el torso hacia él, recorrió su cara con los labios húmedos y suaves, y luego le recorrió el cuello, y al cabo de un poco más, cuando sintió que él se había calmado, le susurró:
—Shura… Soy yo, Tania, tu mujer…
—¿Qué quieres, Tania, mi mujer?
Las manos de Alexander treparon por los muslos de ella, por su cintura, por el pelo…
El deseo que sentía Tatiana le provocaba mucha vergüenza, pero no por ello disminuía. Las manos de Alexander recorrieron su cuerpo hasta llegar a las caderas, donde se detuvieron para sujetarla y abrir sus piernas.
—¿Qué es lo que quieres, qué pides? —susurró Alexander, reclamándola con los dedos—. Dímelo. Háblame.
Ella se desplazó un poco más arriba y le restregó los pechos por la boca. Enterrando la cara en ellos, Alexander volvió a gemir, y abrió la boca debajo de ellos.
Sin dejar de jadear, Tatiana murmuró:
—Quiero que me acaricies el pelo… que hinques los dedos en él, que lo amases como hacías antes. Eso me encantaba, que me tocases. —Todo el cuerpo de ella temblaba—. Sujétalo fuerte, sujétalo… ¡sí!, ¡así! Tócame la melena rubia, la melena que tanto amabas… ¿te acuerdas? ¿No te acuerdas?
Muy despacio, Tatiana se movió hacia arriba en el pecho de él, y un poco más arriba, y otro poco más… hasta sentarse a horcajadas sobre la boca abierta de él.
—Por favor… por favor…, cariño… Shura… —susurró Tatiana—. Tócame… —Se sujetó a la cabecera de la cama y fue bajando poco a poco—. Por favor… tócame como hacías antes…
Esta vez Alexander, sin resuello en los pulmones, no tuvo que oírlo dos veces. Cuando sintió que las manos de él le separaban las piernas, y su boca suave y cálida en ella por primera vez desde que habían regresado a Estados Unidos, Tatiana estuvo a punto de desmayarse. Empezó a llorar. Apenas podía sostenerse; de no haber sido por la cabecera y la pared, se habría caído hacia delante sin remedio.
—Chsss… Tatiasha… Chsss… Te estoy mirando… Y… ¿sabes? Resulta que el rubio… es mi color favorito.
No pudo aguantar más de tres jadeos retorciéndose en su boca, intentando por todos los medios mantenerse derecha… Llorando, llorando sin cesar, de alegría, de puro deseo…
—Por favor, Shura, no pares, cariño… No pares… —Palpitando en sus labios, lanzando unos gemidos tan intensos que parecía que se abrirían los cielos—. Oh, Dios… Oh, sí… Oh, Shura… Shura… Shura…
A la mañana siguiente, antes de salir a trabajar, cuando Alexander entró en la cocina para tomarse el café, Tatiana, ruborizándose hasta la raíz del pelo, le dijo:
—Alexander, ¿qué quieres para el desayuno?
Y él, tomándola en brazos, levantándola en el aire y volviéndola a dejar en la encimera delante de él, abrazándola, con la locura reflejada en los ojos, le contestó:
—Ah, ahora que es por la mañana, ¿vuelvo a ser Alexander?
Y acomodó los labios abiertos en los labios abiertos de ella.
Lovers Key
Un domingo húmedo, cuando la primavera acababa de dar paso al verano, Alexander pidió prestado a Mel un velero de un mástil y llevó a su familia a la bahía, donde pensaban refrescarse con la brisa. Sin embargo, la brisa húmeda les hizo sudar aún más, pero como estaban solos en el agua, Alexander se despojó de todo salvo del bañador, Tatiana se puso un biquini y ambos flotaron apaciblemente bajo el sol de plomo del Trópico de Cáncer. Alexander había traído consigo dos cañas de pescar y algo de cebo. Soplaba un viento favorable y la vela estaba izada. «Seguidme, y yo os haré pescadores de hombres», citó Tatiana de memoria. Navegaron por las aguas serenas del cabo Biscayne y llegaron al cayo de Lovers Key, un poco más al sur, donde Alexander echó el ancla para que pudieran almorzar. Anthony se quedó dormido después de ayudar a su padre a aflojar los cabos del foque. Había estado apoyando el cuerpo en su madre cuando, de pronto, se cayó a un lado. Sonriendo, Tatiana recolocó al chico, y lo acercó a ella para que estuviera más cómodo.
—Sé cómo se siente. Esto es muy relajante…
Cerró los ojos.
Alexander levó el ancla y dejó que el barco flotase sin rumbo mientras acudía a sentarse junto a ella en el banco frente al timón. Se encendió un pitillo, le sirvió una copa y permanecieron sentados y meciéndose en el agua.
El ruso que hablaban les remitía a otra época. Hablaban con mayor suavidad; a menudo conversaban en inglés pero ese domingo, en el barco, eran rusos.
—¿Shura? Llevamos aquí seis meses.
—Sí. No ha nevado.
—Pero ha habido tres huracanes.
—No me molestan los huracanes.
—¿Y el calor, y el bochorno?
—No me importa.
Lo miró fijamente.
—Me gustaría quedarme —añadió Alexander, despacio—. Me gusta vivir en este lugar.
—¿En una casa flotante?
—Podemos irnos a vivir a una casa de verdad.
—¿Y te pasarías el día con los barcos y las chicas?
—Tengo una esposa, ya no sé lo que son las chicas. —Sonrió—. Pero admito lo de mi afición por los barcos.
—¿Para el resto de tu vida? ¿Barcos y agua?
La sonrisa se esfumó del rostro de Alexander en apenas segundos y él se apartó de ella.
—¿Te acuerdas de ti por las noches, bien entrada la noche? —preguntó Tatiana con delicadeza, atrayéndolo de nuevo hacia ella con la mano libre, pues con la otra sujetaba al niño.
—¿Qué tiene eso que ver con el agua?
—No creo que el agua te ayude —dijo Tatiana—. De verdad que no. —Hizo una pausa—. Creo que deberíamos irnos.
—Bueno, pues yo creo que no.
Dejaron de hablar. Alexander se fumó otro cigarrillo. Siguieron flotando en medio del océano verde tropical, contemplando los islotes. Sin embargo, el agua sí estaba afectando a Tatiana, la estaba destrozando. Con cada ondulación, Tatiana veía el Neva, el río Neva bajo el sol septentrional, sobre la blanca ciudad subártica a la que habían llamado su hogar; el agua se encrespaba y en ella estaba Leningrado, y en Leningrado estaba todo cuanto Tatiana deseaba recordar y todo cuanto deseaba olvidar.
Él la estaba mirando, y sus ojos de vez en cuando se dulcificaban bajo el bochornoso sol de Coconut Grove.
—Te han salido más pecas, encima de las cejas. —Le besó las pestañas—. Pelo suave y de oro, y el océano en tus ojos… —Le acarició la cara y las mejillas—. Tu cicatriz ya casi ha desaparecido del todo, ahora apenas es una rayita blanca. Casi ni se ve.
La cicatriz que se había hecho al escapar de la Unión Soviética.
—Mmm…
—A diferencia de las mías.
—Tú tienes más heridas que curar, amor mío.
Tatiana extendió el brazo, apoyó la mano en la cara de Alexander y cerró los ojos para que Alexander no pudiese bucear en su interior.
—Tatiasha —la llamó él con un susurro, y luego inclinó el cuerpo hacia ella y la besó larga y profundamente.
Había pasado un año desde que lo había encontrado encadenado en la celda de aislamiento de Sachsenhausen, un año desde que lo había rescatado de las catacumbas de la Alemania ocupada por los soviéticos, de las garras de los secuaces de Stalin. ¿Cómo podía haber pasado un año? ¿Cuánto tiempo parecía haber pasado?
Una eternidad en el purgatorio, un suspiro en el paraíso.
El barco de Alexander estaba lleno de mujeres, mujeres mayores, mujeres jóvenes, viudas, recién casadas, y ahora también subían embarazadas.
—Te juro —le decía Alexander—, que yo casi no he tenido nada que ver con eso.
También subían veteranos de guerra, algunos de ellos extranjeros. A uno de esos hombres, Frederik, cojo, con un bastón y un fuerte acento holandés, le gustaba sentarse junto a Alexander a contemplar el mar. Acudía por las mañanas, porque la excursión de la tarde le resultaba demasiado calurosa, y él y Anthony permanecían junto al timón. Muchas veces, Anthony se sentaba en el regazo de Frederik. Un día, el niño estaba jugando a dar palmas con las manos con él cuando dijo:
—Mira, tú también tienes números azules en el brazo. Papá, mira, él también tiene números, como tú.
Alexander y Frederik intercambiaron una mirada. Alexander desvió la vista, pero no antes de que los ojos de Frederik se llenasen de lágrimas. Éste no dijo nada en ese momento, pero a mediodía, cuando hubieron atracado el barco, se quedó en el muelle y le preguntó a Tatiana si podía hablar con su marido a solas. Ésta miró a Alexander con ansiedad, dejó allí los bocadillos, a regañadientes, y se llevó a Anthony a casa para almorzar.
—Bueno, ¿y dónde estuviste tú? —preguntó Frederik, viejo prematuramente a pesar de que sólo tenía cuarenta y dos años—. Yo estuve en Treblinka, imagínatelo, desde Amsterdam fui a parar a Treblinka.
Alexander se encendió un cigarrillo y ofreció otro a Frederik, quien lo rechazó.
—Creo que te has llevado una impresión equivocada —dijo Alexander.
—Enséñame el brazo.
Arremangándose la camisa de lino, Alexander se lo enseñó.
—Nada de impresiones equivocadas. Reconocería esos números en cualquier parte. ¿Desde cuándo marcan a los soldados norteamericanos con números alemanes?
El cigarrillo no duraba lo suficiente, fumar no duraba lo suficiente.
—No sé qué decirte —dijo Alexander—. Estuve en un campo de concentración en Alemania.
—Eso es evidente. ¿En qué campo?
—Sachsenhausen.
—Ah. Ése era un campo de entrenamiento de las SS.
—Ese campo era muchas cosas —señaló Alexander.
—¿Cómo llegaste allí?
—Es una larga historia.
—Tenemos tiempo. En Miami hay una comunidad muy numerosa de expatriados judíos. ¿Quieres acompañarme esta noche a nuestra reunión? Nos reunimos todos los jueves. Sólo unos pocos, gente como yo, como tú, nos reunimos, charlamos, bebemos un poco. Tienes aspecto de necesitar urgentemente rodearte de otros como tú.
—Frederik, no soy judío.
—No lo entiendo —dijo Frederik, vacilante—. ¿Y por qué iban a marcarte los alemanes?
—Los alemanes no lo hicieron.
—Entonces, ¿quiénes?
—Los soviéticos. Se encargaron de la dirección de ese campo después de la guerra.
—Esos cerdos… No entiendo nada. Bueno, pero ven conmigo de todos modos. Tenemos tres judíos polacos… creías que no quedaba ninguno, ¿verdad? Pues éstos fueron hechos prisioneros por los rusos después de que Ucrania pasara del control soviético al alemán y luego de nuevo al soviético. Todos los jueves discuten sobre cuál de las dos ocupaciones fue peor.
—Bueno —dijo Alexander—, Hitler está muerto; Mussolini está muerto; Hirohito, derrocado… De repente el fascismo tiene muy mala fama después de haber causado furor durante veinte años. Pero ¿quiénes son más fuertes que nunca? La respuesta debería darte una pista.
—Venga, dímelo tú entonces. ¿Por qué iban los rusos a hacerte eso si no eres judío? No marcaban a los prisioneros de guerra norteamericanos, luchaban en el mismo bando.
—Si los soviéticos hubiesen sabido que soy norteamericano, me habrían fusilado hace años.
Frederik lo miró con suspicacia.
—No lo entiendo…
—No te lo puedo explicar.
—¿En qué división dices que serviste?
Alexander suspiró.
—Estuve en el ejército de Rokossovski, en su 97.º regimiento, con un batallón disciplinario.
—¿Qué? Eso no pertenece al Ejército de Estados Unidos…
—Fui capitán en el Ejército Rojo.
—Oh, Dios mío… —El rostro de Frederik expresaba incredulidad absoluta—. ¿Eres un oficial… soviético?
—Sí.
Frederik echó a andar por la plancha tan deprisa que estuvo a punto de tropezar y caer al suelo.
—Me he llevado una impresión equivocada. —Se alejó a toda prisa—. Olvida que hemos tenido esta conversación.
Alexander estaba muy enfadado cuando volvió a casa.
—¡Anthony! —exclamó en cuanto franqueó la puerta—. Ven aquí. Ya te lo he dicho antes y voy a volver a repetírtelo, pero que sea la última vez, ¿me oyes?… Que sea la última vez que hablas de mí a un extraño.
El niño estaba perplejo.
—No tienes que entenderlo, sólo tienes que obedecerme. Te dije que nunca dijeses nada sobre mí y te comportas como si no te lo hubiese dejado suficientemente claro.
Tatiana intentó intervenir, pero Alexander se lo impidió.
—Ant, como castigo, mañana no irás al barco conmigo. Te llevaré al día siguiente, pero como vuelvas a hablarles a los desconocidos sobre mí otra vez, te prohibiré subir al barco para siempre. ¿Me has entendido?
El niño se echó a llorar.
—No te he oído, Anthony.
—Te he entendido, papá.
Incorporándose, Alexander vio a Tatiana observarlos en silencio desde los fogones.
—¿A que estaría bien ponerle una camisa de manga larga en la boca a Anthony como me pones una a mí en el cuerpo? —dijo, y salió a cenar él solo a la cubierta.
Después de acostar a Anthony, Tatiana salió a la cubierta. Lo primero que dijo Alexander fue:
—Hace semanas que no comemos carne. Estoy tan harto de las gambas y las platijas como lo estabas tú de las langostas. ¿Por qué no compras algo de carne?
Tatiana carraspeó y esperó unos segundos antes de contestar:
—No puedo ir al Mercado Central de Carne, han colgado un letrero en la entrada… un pequeño souvenir de guerra.
—¿Cómo?
—Sí, un cartel que dice: «Aquí no racionamos la carne de caballo, no es precisa la cartilla de racionamiento». Ambos se quedaron callados.
Tatiana está bajando por Ulitsa Lomonosova en Leningrado, en octubre de 1941, buscando una tienda donde cambiar sus vales de racionamiento por un poco de pan. Pasa junto a una muchedumbre de gente. Ella es menuda, no ve en torno a qué se han congregado pero, de pronto, el corro se abre y sale un joven sujetando un cuchillo ensangrentado con una mano y un trozo de carne cruda en la otra, y Tatiana ve a las espaldas del joven el vientre rajado de una yegua a la que acaban de matar. El joven suelta el cuchillo en el suelo y despedaza el trozo de carne a dentelladas. Se le cae un diente y lo escupe al tiempo que continúa devorando el trozo frenéticamente. ¡Carne!
—Será mejor que te des prisa —le dice a Tatiana con la boca llena— o no quedará nada. ¿Quieres que te deje mi cuchillo?
Y Alexander, mientras, recuerda su estancia en un campo de tránsito después de Colditz.
No había comida para los doscientos hombres, encerrados en un perímetro rectangular cercado de alambrada y con guardias apostados en torres de vigilancia en las cuatro esquinas. No había comida salvo por el caballo que todos los días a mediodía mataban los guardias y que luego dejaban en medio de la horda de hombres famélicos pertrechados con cuchillos. Los dejaban sesenta segundos con el caballo y luego abrían fuego inmediatamente. Alexander lograba sobrevivir únicamente porque se abalanzaba sobre la boca del caballo y le cortaba la lengua, la escondía entre su ropa y luego se escabullía a cuatro patas. Tardaba cuarenta segundos. Lo hizo seis veces, y compartió la lengua con Ouspenski. Pasha ya no estaba con ellos.
Tatiana se puso de pie frente a Alexander, apoyada en la barandilla de la cubierta y escuchando el agua. Él fumaba y ella se bebía el té.
—Bueno, ¿qué te pasa? —le preguntó—. ¿Por qué has querido comer aquí, solo?
—No quería cenar ante esa mirada tuya, de censura. No quiero que nadie me juzgue, Tania. —La señaló con el dedo—. Y tú menos que nadie. Y hoy, gracias a nuestro hijo, he tenido una desagradable e involuntaria conversación con un judío tullido de Holanda: me había confundido con un compañero de armas, pero enseguida ha descubierto que combatí por un país que entregó a Hitler a la mitad de los judíos de Polonia y a todos los judíos de Ucrania.
—Yo no te juzgo, cariño.
—No sirvo para nada —dijo Alexander—. Ni siquiera para entablar una conversación agradable. Puede que tengas razón cuando dices que no seré capaz de rehacer mi vida trabajando en los barcos de Mel, pero no sé hacer nada más. No sé cómo ser nada más. En toda mi vida sólo he desempeñado un único trabajo: el de ser oficial del Ejército Rojo. Sé cómo llevar armas, colocar minas en el terreno, conducir tanques, matar a hombres… ¡Sólo sé cómo luchar! Ah, y también sé cómo reducir a cenizas una aldea entera, eso sí sé hacerlo a la perfección. ¡Y lo peor es que hice todo eso por la Unión Soviética! —exclamó, con la mirada fija en el agua, sin mirar a Tatiana, que estaba de pie en la cubierta, mirándolo—. Joder, soy un perfecto inútil —siguió diciendo—. Le grito a Anthony porque tenemos que fingir que no soy lo que soy. Igual que en la Unión Soviética. ¿No te parece irónico? Allí negaba mi mitad norteamericana, y aquí niego mi mitad soviética.
Sacudió la ceniza del cigarrillo al agua.
—Pero Shura, has sido otras cosas aparte de soldado —dijo Tatiana, incapaz de afrontar la verdad de las otras cosas que él le estaba diciendo.
—Deja ya de fingir que no sabes de qué te estoy hablando —le espetó él—. Estoy hablando de vivir una vida.
—Sí, ya lo sé, pero lo has conseguido antes —susurró, volviéndose para darle la espalda y bucear con los ojos en la oscuridad de la bahía. ¿Dónde estaba Anthony para interrumpir aquella conversación? Se acababa de dar cuenta, un poco tarde tal vez, que en realidad no quería mantener aquella conversación. Alexander tenía razón: había muchas cosas que prefería que no se dijesen en voz alta. Él no podía hablar de todo, y ella no quería que él lo hiciera, pero ahora ya se había metido de pleno, tenía que hacerlo—. Vivimos una vida en Lazarevo —dijo.
—Era una vida falsa —repuso Alexander—. No había nada real en ella.
—Era la vida más real que habíamos conocido.
Herida por sus amargas palabras, Tatiana se fue derrumbando hasta quedar sentada en la cubierta.
—Venga, Tatiana —dijo él desdeñosamente—, fue lo que fue, pero ¡sólo duró un mes! Yo iba a regresar al frente, fingíamos que vivíamos mientras la guerra encarnizada seguía. Tú cuidabas de la casa y yo pescaba. Tú pelabas patatas, hacías pan. Tendíamos la ropa para que se secase al sol, casi como si estuviéramos viviendo. Y ahora lo estamos intentando en Estados Unidos. —Alexander meneó la cabeza, con expresión resignada—. Yo trabajo, tú limpias, arrancamos patatas, compramos comida. Nos comemos el pan, fumamos, hablamos… a veces. Hacemos el amor. —Hizo una pausa para lanzarle una mirada llena de remordimiento y al mismo tiempo… ¿de reproche?—. No el amor de Lazarevo.
Tatiana bajó la cabeza. Su amor de Lazarevo marcado por el Gulag.
—¿Acaso voy a tener otra oportunidad de salvar a tu hermano? —prosiguió Alexander, implacable.
—Nada va a cambiar lo que no se puede cambiar —replicó Tatiana, la cabeza entre las rodillas—. Lo único que podemos hacer es cambiar lo que sí se puede.
—Pero Tania, ¿no sabes que las cosas que más te torturan son las que no se pueden cambiar?
—Eso ya lo sé —murmuró.
—¿Y acaso te juzgo yo? Vamos a ver —continuó Alexander—, ¿y por qué no le quitas el hielo a los bordes de tu corazón? ¿Se puede cambiar eso, tú crees? No, no muevas la cabeza, no lo niegues. Sé lo que había ahí antes, conozco a la alegre muchacha de dieciséis años y ojos limpios que fuiste una vez. —Tatiana no había negado con la cabeza, la había agachado, que era muy distinto—. Hubo un tiempo en que te paseabas descalza por el Campo de Marte conmigo. Un tiempo —dijo Alexander— en que me ayudaste a arrastrar el cadáver de tu madre en un trineo hasta el cementerio helado.
—¡Shura! —Se levantó de la cubierta con las piernas temblorosas—. De todas las cosas de las que podríamos hablar…
—En el trineo… a rastras, Tatiana —susurró—, ¡toda tu familia! Dime que no estás todavía en ese hielo del lago…
—¡Shura! ¡Déjalo ya!
Se tapó los oídos con las manos.
Alexander la agarró, le apartó las manos de las orejas y la atrajo hacia sí para tenerla de frente.
—Sigues allí —dijo en un tono casi inaudible—, cavando aún nuevos agujeros en el hielo para enterrarlos a todos.
—Bueno, ¿y qué me dices de ti? —le soltó Tatiana con voz inerte—. Noche tras noche vuelves a enterrar a mi hermano después de que murió sobre tu espalda, llevándolo todavía a cuestas.
—Sí —contestó Alexander con su propia voz inerte, al tiempo que la soltaba—. Eso es lo que hago. Cavo agujeros más hondos en el hielo para él. Intenté salvarlo y lo maté. Enterré a tu hermano en una tumba muy poco profunda.
Tatiana se echó a llorar. Alexander se sentó y empezó a fumar, su propia forma de llanto, veneno directo a la garganta para mitigar el dolor.
—Vámonos a vivir al bosque, Tatiana —dijo—. Porque nada va a hacer que vuelvas a correr a mi lado dando saltos mientras paseamos por el Jardín de Verano. No soy el único que se ha ido. Así que vayámonos a hacer sopa de pescado en nuestro cuenco de acero, en la hoguera, comamos y bebamos de él los dos. ¿Te has dado cuenta? Tenemos una cacerola y tenemos un cucharón. Vivimos como si siguiéramos en guerra, en las trincheras, sin carne, sin hornear pan de verdad, sin acumular cosas, sin construir un nido en ningún sitio. Es del único modo en que podemos vivir: sin hogar y abandonados. Follamos con la ropa puesta, antes de que empiecen a dispararnos otra vez, antes de que traigan refuerzos. Ahí es donde estamos todavía, no en Lover Key sino en una trinchera, en aquella colina de Berlín, esperando a que nos maten.
—Cariño, pero si el enemigo se ha ido… —dijo Tatiana, echándose a temblar, acordándose de Sam Gulotta y el Departamento de Estado.
—No sé tú, pero yo no sé vivir sin el enemigo —dijo Alexander—. No sé cómo llevar la ropa de civil que me has comprado para taparme. No sé cómo no limpiar mis armas todos los días, cómo no seguir llevando el pelo corto, cómo no gritaros a ti y a Anthony, cómo no esperar que me escuches y me obedezcas. Y no sé cómo tocarte despacio, ni tomarte despacio, como si estuviera en prisión y los guardias fuesen a venir a buscarme de un momento a otro.
Tatiana quiso alejarse, marcharse, pero no quería disgustarlo aún más. No levantó la cabeza para hablar.
—Yo creo que lo estás haciendo mucho mejor que todo eso —dijo—, pero haz lo que tengas que hacer. Ponte tu ropa militar, limpia tus armas, córtate el pelo, grita, yo te escucharé y te obedeceré. Tómame como puedas. —Como Alexander no dijo nada, nada en absoluto, para ayudarla, Tatiana prosiguió con voz frágil—: Tenemos que encontrar una forma que sea la mejor para nosotros.
Él tenía los codos apoyados en las rodillas y a ella le temblaban los hombros.
¿Dónde estaba, dónde estaba su Alexander de antaño? ¿De verdad se había ido? El Alexander del Jardín de Verano, de sus primeros días en Lazarevo, del sombrero en las manos, el Alexander de los dientes blancos, tranquilo, risueño, lánguido, deslumbrante… ¿acaso se había quedado atrás, rezagado en el pasado?
Bueno, Tatiana, no tenías más remedio que suponer que así era. Igual que Alexander pensaba que su Tatiana de antaño también había desaparecido para siempre. La pequeña Tatiana que nadaba en las aguas del Luga, del Neva, del río Kama.
Puede que en apariencia todavía tuviesen poco más de veinte años, pero en su corazón eran viejos, muy viejos.
El hospital Mercy
Al día siguiente, a las doce y media, Tatiana no apareció por el puerto deportivo. Por lo general, Alexander la divisaba ya desde lejos, esperándolos en los muelles, antes incluso de que el barco entrase en la zona de velocidad reducida. Sin embargo, ese día, paró el motor, atracó en el embarcadero y dejó bajar a las mujeres y los ancianos mientras Anthony se quedaba junto a la plancha y se despedía de ellos. Esperó y esperó.
—¿Dónde está mamá?
—Buena pregunta, hijo.
Alexander había acabado cediendo: ella le había pedido esa mañana que perdonase a Anthony y él se había llevado al pequeño consigo, no sin antes advertirle que no hablase con nadie. Ahora Anthony estaba allí, pero su madre no. ¿Estaría enfadada después de la atroz y extenuante conversación del día anterior?
—A lo mejor se ha echado una siesta y no se ha despertado todavía —sugirió Anthony.
—¿Mamá duerme la siesta normalmente?
—No, nunca.
Esperó un poco más y decidió llevar al chico a casa. Él debía estar de vuelta en el muelle a las dos para la excursión de la tarde. Anthony, con una vitalidad inmune a cualquier circunstancia externa, se detenía a cada paso y tocaba cada objeto oxidado, cada fragmento de cristal que proliferaba allí donde se suponía que no debía proliferar. Alexander tuvo que subirse al chico a hombros para llegar a casa un poco más rápido.
Tatiana tampoco estaba en casa.
—¿Dónde está mamá?
—No lo sé, Ant. Esperaba que tú lo supieses.
—¿Y qué vamos a hacer?
—Esperarla, supongo.
Alexander fumaba un cigarrillo tras otro.
Anthony se plantó delante de él.
—Tengo sed.
—De acuerdo, te prepararé algo de beber.
—Ése no es el vaso que usa mamá. Ése no es el zumo que me da mamá. No es así como me lo sirve mamá —a continuación, añadió—: Tengo sed y tengo hambre. Mamá siempre me da de comer.
—Sí, y a mí también —dijo Alexander, pero le preparó un sándwich de queso y mantequilla de cacahuete.
Estaba seguro de que volvería de un momento a otro con la compra o la colada.
A la una y media, a Alexander se le agotaron las posibilidades.
—Vámonos, campeón —dijo—. Vamos a buscarla por ahí, y si no la encontramos, supongo que tendrás que venir conmigo.
En lugar de doblar a la izquierda para dirigirse al Memorial Park, encaminaron sus pasos hacia la derecha, hacia Bayshore, y pasaron junto a las obras de construcción del hospital. Había un parquecillo más pequeño al otro lado. Anthony le dijo que a veces iban allí a jugar.
Alexander la vio desde lejos, no en el parque sino en el solar de construcción del hospital Mercy, sentada en lo que parecía un montón de arena. Cuando estuvo más cerca, se dio cuenta de que en realidad estaba sentada inmóvil en una pila de planchas de madera. La vio de perfil, con el pelo recogido en su trenza habitual y las manos cruzadas sobre el regazo.
Anthony la vio y echó a correr hacia ella:
—¡Mami!
Ella salió de su ensimismamiento, volvió la cabeza y su rostro se contrajo en una mueca contrita.
—Ay —exclamó, poniéndose de pie y echando a andar deprisa hacia ellos—, ¿me he portado mal?
—No sabes cuánto —dijo Alexander, aproximándose a ella—. Ya sabes que tengo que estar de vuelta a las dos.
—Lo siento —se disculpó, agachándose a la altura de Anthony—. Se me ha ido el santo al cielo. ¿Estás bien, tesoro? Ya veo que papá te ha dado de comer.
—¿Se puede saber qué estabas haciendo? —le preguntó Alexander, pero ella fingió estar concentrada limpiando las migas de la boca de su hijo y no le contestó—. Ya. Bueno, tengo que irme —dijo con frialdad, y se agachó para besar a Anthony en la cabeza.
Esa noche cenaron sin apenas hablar. Tatiana, tratando de rebajar un poco la tensión, explicó que el hospital Mercy era el primer hospital católico del área metropolitana de Miami, una filial de la Iglesia católica romana, y que lo estaban construyendo en forma de cruz, pero Alexander la interrumpió.
—¿Así que eso es a lo que te dedicas en tu tiempo libre?
—¿Tiempo libre? —replicó ella bruscamente—. ¿Cómo te crees que llega tu comida a la mesa?
—No tenía comida en la mesa esta tarde.
—Por una vez.
—¿Era la primera vez que te sentabas ahí? —No podía mentirle.
—No —admitió—. Pero no es nada. Sólo voy y me siento.
—¿Por qué?
—No lo sé. Sólo lo hago y ya está.
—Tatiana, a ver si lo entiendo —dijo Alexander, y su tono se endureció—. Puedes ir a visitar la casa Barnacle, el palacio de Vizcaya, los jardines italianos, puedes ir de tiendas, a las bibliotecas, está el mar, puedes tomar el sol, nadar y leer, pero ¿qué haces con las únicas dos horas que tienes para ti sola en todo el día? ¿Sentarte en un montón de arena y polvo a contemplar cómo unos obreros construyen un hospital, precisamente?
Tatiana no dijo nada al principio.
—Como tú bien sabes —respondió muy despacio—, por la forma en que te comportas conmigo, dispongo de mucho más de dos horas al día para mí sola.
Alexander no dijo nada.
—Entonces, ¿por qué no llamas a Vikki y le pides que venga a pasar unas semanas contigo? —dijo al fin.
—¡Deja de imponerme a Vikki a todas horas! —exclamó Tatiana en un tono de voz tan vehemente que se asustó a sí misma.
Alexander se levantó de la mesa.
—A mí no me levantes la voz, ¿te enteras?
Tatiana se incorporó de un salto.
—¡Pues deja de decir tonterías de una vez!
Alexander dio dos puñetazos en la mesa.
—¿Se puede saber qué he dicho?
—¡Tú me dejaste y desapareciste tres días enteros en Deer Isle! —gritó ella—. ¡Tres días enteros! ¿Acaso me diste explicaciones de dónde habías estado? ¿Acaso me lo dijiste? ¿Y me ves a mí dar puñetazos en la mesa? No, ¿verdad? Yo me siento cinco míseros minutos a una manzana de distancia de nuestra casa… ¡y tú te pones hecho una fiera! Vamos, ¿me tomas el pelo?
—¡Tatiana!
Estrelló el puño en la mesa y esta vez los platos se hicieron añicos en el suelo.
Anthony se puso a llorar; tapándose las orejas con las manos, repetía una y otra vez:
—Mami, mami… déjalo ya.
Tatiana levantó las manos en el aire y corrió junto a su hijo. Alexander salió como un torbellino de la habitación. Una vez en su dormitorio, Anthony le dijo:
—Mami, no le chilles a papá, o volverá a marcharse.
Tatiana quiso explicarle que los adultos a veces se enfadaban y se peleaban, pero sabía que el pequeño no lo entendería. Bessie y Nick Moore se peleaban. La madre y el padre de Anthony no se peleaban. El niño no podía entender que cada vez se les daba peor fingir que los dos estaban hechos de porcelana en lugar de piedra. Al menos esta vez sí había iniciativa y reacción, aunque como con todas las cosas, había que tener cuidado con lo que se deseaba.
Al cabo de muchas horas, Alexander regresó y se fue directamente a la cubierta. Tatiana se había metido en la cama a esperarlo. Se puso la bata y salió afuera. El aire olía a sal y a mar, era más de medianoche, junio, y estaban a veinticinco grados. Eso le gustaba de Coconut Grove. Nunca había estado en ningún sitio donde la temperatura nocturna fuese siempre tan cálida.
—Siento haberte levantado la voz —se disculpó.
—Lo que deberías sentir —dijo Alexander—, es que lo que tramas ahí sentada no es nada bueno. Eso es lo que deberías sentir.
—Sólo me siento a pensar —se defendió ella.
—Sí, claro, y yo nací ayer. ¿Por quién me tomas, joder?
Ella corrió a sentarse en su regazo. Iba a decirle lo que él necesitaba oír, aunque en el fondo de su alma, lo que Tatiana más deseaba en el mundo era que, por una vez, algún día fuese él quien le dijese lo que ella quería oír.
—No es nada, Shura. De verdad. Sólo me siento ahí y ya está. Mmm… —murmuró, frotando la mejilla contra la de él. Rascaba. A ella le encantaba que rascase. El aliento le olía a alcohol. Tatiana lo aspiró, le encantaba ese aliento a cerveza. Luego suspiró—. ¿Dónde has estado?
—He ido a uno de los casinos. A jugar al póquer. ¿Has visto qué fácil ha sido? Y si querías saber dónde había estado cuando me fui de Deer Isle, ¿por qué no me lo preguntaste?
Tatiana no quería decirle que le daba miedo saberlo. Ella había desaparecido treinta minutos, pero él había estado perdido, ido, desaparecido y dado por muerto durante años. A veces Tatiana deseaba que él pensase un poco, sólo con el pensamiento, en las cosas que ella podía sentir; no pedía nada más. Ya no quería estar sentada en su regazo.
—Shura, vamos, no te enfades conmigo —dijo Tatiana, levantándose.
—Tú tampoco. —Arrojó su cigarrillo al levantarse—. Hago todo lo que puedo, ni más ni menos —dijo, dirigiéndose adentro.
—Yo también, Alexander —repuso ella, cabizbaja, siguiéndolo—. Yo también.
Pero una vez en la cama, ella desnuda, abrazándolo, y él desnudo, abrazándola, a punto, a punto de llegar al final, por él, Tatiana se aferró a Alexander como de costumbre, agarrándose a su espalda con furia enfebrecida, y bajo las manos, aun en el preciso instante de su propio abandono irrefrenable, sintió las cicatrices de él bajo los garfios de sus dedos.
No pudo continuar. No podía, ni siquiera en ese momento. Sobre todo en ese momento. Y entonces se sorprendió haciendo lo que recordaba que él hacía en Lazarevo cuando no podía soportar tocarla: Tatiana lo hizo parar, lo apartó de sí y le dio la espalda.
Enterró la cabeza en la almohada y se echó a llorar, esperando que él no se diese cuenta, esperando que aunque se diese cuenta, estuviese ya demasiado distante para importarle.
Se equivocaba de medio a medio. Él se dio cuenta. Y no estaba demasiado distante para no importarle.
—Conque así es como haces todo lo que puedes, ¿eh? —susurró Alexander, sin resuello, cerniéndose sobre ella, tirándole del pelo para levantarle la cabeza de la almohada—. ¿Dándome tu fría espalda?
—No está fría —dijo Tatiana, sin mirarlo a la cara—. Es sólo la única parte insensible que tengo.
Alexander se levantó de la cama de un salto, temblando, insatisfecho: Encendió la lámpara del techo y abrió las persianas. Ella se incorporó en la cama con movimiento vacilante y se tapó con una sábana. Él se plantó desnudo delante de ella, sudando, encendido, resoplando. Furioso.
—¿Cómo voy a intentar encontrar mi camino —dijo, con la voz quebrada—, si mi propia esposa me rehúye? Ya sé que no es como era antes, ya sé que no es lo que teníamos… Pero es lo único que tenemos ahora, y este cuerpo es el único que tengo.
—Amor mío… por favor… —susurró Tatiana, tendiéndole las manos—. No te rehúyo.
Tatiana no podía verlo a través del velo de su propio dolor.
—¿Es que crees que estoy ciego, joder? —exclamó—. ¡Dios! ¿Crees que es la primera vez que me doy cuenta? ¿Crees que soy idiota? ¡Me doy cuenta cada puta vez, Tatiana! Aprieto los dientes, me pongo la ropa para que no tengas que verme, te monto por detrás para que ni un centímetro de mi cuerpo te toque… justo como tú quieres —pronunció cada sílaba entre dientes—. Tú no te quitas la ropa en la cama conmigo para que no te roce con mis heridas, ni siquiera por accidente. Yo finjo que me importa una mierda, pero ¿cuánto tiempo más crees que voy a poder seguir fingiendo? ¿Cuánto tiempo más crees que vas a ser más feliz en el suelo duro?
Tatiana se tapó la cara con las manos, pero él se las apartó bruscamente.
—Eres mi esposa, pero… ¡no me tocas, Tania!
—Cariño, sí te toco…
—Sí, claro —dijo con crueldad—. Bueno, supongo que tengo que dar gracias a Dios de no tener la polla mutilada, porque entonces se acabaron las mamadas. Pero ¿y el resto de mí?
Tatiana agachó el rostro surcado de lágrimas.
—Shura, por favor…
La arrancó de la cama de golpe y a ella se le cayó la sábana.
—Mírame, joder —exclamó.
Se avergonzaba demasiado de sí misma para mirarlo a la cara. Estaban de pie desnudos el uno frente al otro, sus dedos rabiosos se clavaron en la piel de los brazos de ella.
—Eso es, deberías avergonzarte, ya lo creo —dijo entre dientes—. No quieres mirarme a la cara nunca y no puedes mirarme ahora. Muy bien, perfecto. Entonces, no hay nada más que decir, ¿no te parece? Venga, entonces.
La puso de espaldas y le hizo hincarse de rodillas en la cama.
—¡Shura, por favor!
Tatiana trató de incorporarse, pero la mano de él la inmovilizó hasta que ya no pudo moverse aunque hubiese querido. Y entonces él retiró la mano.
Por detrás, inclinando el cuerpo encima de ella y apoyándose únicamente en los puños apretados sobre el colchón, Alexander la poseyó como si estuviera en el ejército, como si ella fuese una desconocida que hubiese encontrado en el bosque y a la que fuese a dejar un minuto después sin ni siquiera mirar atrás. Tatiana, mientras tanto, lloraba impotente, y luego, con aún más impotencia, gritaba, ahora merecida y completamente humillada.
—Y mira… sin manos, como a ti te gusta —le susurró al oído—. ¿Quieres más? ¿O ya tienes bastante de «hacer el amor» así?
Tatiana tenía la cara enterrada en la colcha.
Insatisfecho, Alexander se retiró y ella fue incorporándose lentamente y se volvió hacia él, enjugándose las lágrimas.
—Por favor… lo siento —murmuró, sentándose débilmente en el borde de la cama, tapándose el cuerpo con las piernas temblorosas.
—Me cubres para que no me alcancen las miradas de otra gente porque tú misma no quieres verme. Me sorprende que te fijes o que te importe que me hablen otras mujeres. —Estaba jadeando—. Crees que saldrán huyendo despavoridas, como tú, en cuanto vean un centímetro de mi piel.
—¿Qué? ¡No…! —Extendió los brazos hacia él—. Shura, estás completamente equivocado… Yo no estoy asustada, sólo estoy tan triste por ti…
—¡Tu compasión —dijo, alejándose de ella— es la última cosa que quiero en el mundo, joder! Compadécete de ti misma por ser como eres.
—Tengo tanto miedo de hacerte daño… —susurró Tatiana, con las manos en actitud suplicante.
—¡Una mierda! —exclamó—. Pero es irónico, ¿no te parece? Teniendo en cuenta lo que me estás haciendo. —Alexander lanzó un gemido—. ¿Por qué no puedes ser como mi hijo, que lo ve todo sin estremecerse siquiera ante mí?
—Oh, Shura…
Estaba llorando.
—Mírame, Tatiana. —Ella levantó la mirada. Los ojos de bronce de Alexander estaban en llamas. Estaba furibundo, incontrolable—. Estás aterrorizada, lo sé, pero aquí estoy… —Alexander se señaló a sí mismo, de pie, con el cuerpo surcado de cicatrices y de tatuajes negros—. Una vez más —dijo—, vuelvo a estar desnudo ante ti y lo intentaré de nuevo, Dios me ayude, una vez más. —Bajó los puños, casi sin aliento—. Aquí estoy, tu monstruoso fenómeno de feria, que dio su sangre por la Madre Rusia, que trató desesperadamente de encontrarte, de llegar hasta ti, ahora encima de ti con las marcas de los azotes, y tú, que antes me amabas, que lo ha comprendido, interiorizado y normalizado todo… ¡tú no puedes darme la espalda! ¿Lo has entendido? Ésta es una de las cosas que no van a cambiar, Tania. Éste es el aspecto que voy a tener hasta el día de mi muerte. No encontraré la paz contigo hasta que tú no encuentres el modo de estar en paz con esto. De estar en paz conmigo. O de lo contrario, déjame para siempre.
Tatiana inspiró muy hondo para tomar aire.
—Lo siento, perdóname —dijo Tatiana acercándose a él, rodeándolo con los brazos, arrodillándose en el suelo frente a él, abrazándolo, alzando la vista para mirarlo a la cara—. Por favor… Lo siento.
Al final, consiguió apaciguarlo y convencerlo para que volviera a la cama. Alexander se metió en ella con aire vacilante y se tendió a su lado. Ella lo atrajo hasta colocárselo encima. Él se encaramó a donde lo conducían las manos que le rodeaban la espalda. Tatiana lo envolvió entre sus piernas y lo sujetó con firmeza con ellas.
—Lo siento, amor mío, Shura, cariño mío, mi vida… —le susurró al cuello, cubriéndolo de besos. Lo acarició con dedos desconsolados—. Te lo ruego, perdóname por haber herido tus sentimientos. No siento compasión por ti, no lo utilices de ese modo contra mí, pero no puedo evitar sentir una tristeza inmensa… no puedo evitar desear con toda mi alma, sólo por ti, no por mí, que todavía pudieses ser lo que fuiste una vez, antes de todo cuanto pesa sobre ti ahora. Me avergüenzo de mí misma y lo siento. Me paso los días lamentando las cosas que no puedo arreglar.
—Tú y yo también, cariño, los dos —dijo él, entrelazando los brazos debajo del cuerpo de ella.
Tenían el rostro vuelto, separados, cuando Alexander yació encima de ella, y ella le acarició la guerra en la espalda. Desnudos y estrechándose cuerpo a cuerpo, partieron en busca de algo que habían perdido hacía mucho tiempo, y lo encontraron por una fracción de segundo, en un abrazo feroz, en un destello a través de las barricadas.
Las arenas de Naples
Alexander llegó a casa a media mañana y anunció:
—Recoge las cosas. Nos vamos.
—¿De verdad? ¿Y qué pasa con Mel?
—Olvídate de Mel. Somos nosotros. Es hora de irnos.
Al parecer, Frederik se había quejado a Mel diciendo que el hombre que pilotaba sus barcos llenos de veteranos de guerra y viudas posiblemente era un comunista, un espía soviético, tal vez un traidor. Mel, temeroso de perder su clientela, fue a pedir explicaciones a Alexander, pero no se atrevió a despedir al hombre gracias al cual estaba ganando miles de dólares. Alexander le facilitó las cosas: negó las acusaciones de espionaje y luego dejó el trabajo.
—Vámonos al oeste —le sugirió a Tatiana—. Ya va siendo hora de que me enseñes ese trozo de tierra que compraste. ¿Dónde dices que está? ¿En Nuevo México?
—Arizona.
—Vamos, entonces. Quiero llegar a California para la temporada de la vendimia en agosto.
De modo que se marcharon de Coconut Grove, con su agua salada y cristalina y sus mujeres descocadas con carmín de labios brillante; abandonaron las casas flotantes que cabeceaban en el agua y los malos sueños de Anthony y el misterio del hospital Mercy y atravesaron conduciendo el recién inaugurado Parque Nacional de Everglades hasta Naples, en el golfo de México.
Alexander se mostraba taciturno con Tatiana, había vuelto a emplear con ella los modales de las novelas de Edith Wharton, y ella se lo merecía, pero la arena era fresca y blanca, aun bajo el sol abrasador de mediodía, y el crepúsculo y las tormentas eléctricas del golfo no se parecían a nada que hubiesen visto jamás. Así que permanecieron en la caravana en una playa desierta, en un rincón del mundo, en un lugar donde Alexander pudiese quitarse la camisa y jugar a la pelota con Anthony mientras el sol le azotaba la espalda y le bronceaba las partes que no podían broncearse, dejando intactas las cicatrices, como rayas grises.
Tanto él como el chico eran dos tizones que correteaban por las playas blancas y las aguas verdemar. A los tres les encantaba el calor, les encantaba la playa, el golfo salobre, los días sofocantes, las arenas deslumbrantes. Celebraron el veintitrés cumpleaños de Tatiana y su quinto aniversario de bodas allí, y al final se marcharon cuando Anthony cumplió los cuatro años, a finales de junio.
Sólo pasaron unos cuantos días en Nueva Orleans porque descubrieron que, como South Miami Beach, no era la ciudad ideal para un niño pequeño.
—A lo mejor la próxima vez podemos volver aquí sin el niño —insinuó Alexander en Bourbon Street, donde las hermosas mujeres sentadas junto a las ventanas se levantaban la camisa cuando pasaban los tres.
—Papá, ¿por qué nos enseñan las tetas?
—No estoy seguro, hijo. Es una extraña costumbre ritual muy común en estas latitudes.
—¿Como en esa revista donde las chicas africanas se cuelgan cosas pesadas en los labios para que les lleguen más abajo de la garganta?
—Algo así.
Alexander tomó a su hijo en brazos.
—Pero mamá dijo que las chicas africanas se ponen los labios grandes para conseguir marido. ¿Estas chicas quieren conseguir un marido?
—Algo así.
—Papá, ¿qué hizo mamá para que te casaras con ella? —Anthony se echó a reír—. ¿Te enseñó las tetas?
—Tania, ¿se puede saber qué le lees a nuestro hijo? —exclamó Alexander, poniendo a Anthony, que se desternillaba de risa, boca abajo para que no le hiciese aquella clase de preguntas.
—El National Geographic —contestó ella, guiñándole un ojo—. Pero responde a tu hijo, Alexander.
—Eso, papá —dijo Anthony, rojo de entusiasmo, colgado boca abajo—. Responde a tu hijo.
—Mamá se puso un vestido muy bonito, Anthony.
Y por un instante fugaz, en Bourbon Street, en el barrio francés de Nueva Orleans, los ojos de Tatiana y Alexander se encontraron de verdad.
Se alegraron de contar con la caravana en su expedición veraniega a través de las praderas. Disponían de un techo sobre sus cabezas, de un lugar donde Anthony podía dormir y jugar, un lugar donde guardar su cacerola y su cucharón, su pequeño dominio inmune a las habitaciones de hotel de olores acres o a las caseras maltratadas. De vez en cuando tenían que parar en campings para darse una ducha. A Anthony le gustaban esos lugares porque solía haber otros niños con los que podía jugar, pero Tatiana y Alexander se estremecían sólo de tener que vivir en tan estrecha proximidad con extraños, aunque sólo fuese por una noche. Después de Coconut Grove al final habían descubierto lo que más les gustaba, lo que más necesitaban: estar solos los tres, en una trinidad sangrante pero intacta.