Capítulo 1

Deer Isle, 1946

El caparazón

Caparazón, m. Esqueleto externo o cubierta dura que protege el cuerpo de los crustáceos como la langosta.

Hace mucho, mucho tiempo, en Stonington, Maine, a la hora del crepúsculo, al final de una guerra enardecida y al principio de otra fría, una joven vestida de blanco, aparentemente serena pero con manos temblorosas, estaba sentada en un banco junto al puerto, comiendo helado.

A su lado había un niño pequeño que también comía helado, de chocolate. Charlaban tranquilamente, y el helado se derretía más deprisa de lo que la madre tardaba en comérselo. Le estaba cantando Brilla, brilla, estrella mía, una canción rusa, tratando de enseñarle la letra. El niño la escuchaba atentamente para luego, entre risas, destrozar las estrofas. Como de costumbre, observaban el regreso al puerto de los barcos langosteros y, casi siempre, ella oía los chillidos de las gaviotas antes de ver aparecer a los barcos.

Soplaba una brisa suave, y el pelo estival acariciaba ligeramente la cara de la mujer. Se le habían soltado unos cuantos mechones de la trenza gruesa y larga que llevaba echada sobre el hombro. Era rubia y muy blanca, de piel translúcida y ojos también translúcidos, con el rostro plagado de pecas. El niño, de piel morena, tenía el pelo negro y los ojos oscuros, y las piernas regordetas propias de un crío de dos o tres años.

Parecían estar allí sentados sin ningún propósito concreto, pero era una impresión de falsa indolencia. La mujer observaba los barcos del horizonte azul con firme determinación; dirigía la mirada al chico y luego al helado, alternativamente, pero contemplaba la bahía embobada, como embriagada.

Tatiana quiere beberse un trago de sí misma en el tiempo presente, porque quiere creer que no existe el ayer, que sólo existe el aquí y el ahora, en Deer Isle, una de las islas alargadas y de suaves pendientes frente a la costa central de Maine, conectada al continente por un ferry y por un puente suspendido a trescientos metros de altura, que los tres habían atravesado a bordo de su caravana, su Schult Nomad Deluxe de segunda mano. Con ella recorrieron la bahía de Penobscot, cruzaron el Atlántico en dirección sur, hasta los mismísimos confines del mundo, hasta Stonington, una pequeña ciudad blanca acurrucada al abrigo de las laderas de robles al pie de Deer Isle. Tatiana, intentando con toda su alma vivir únicamente en el presente, cree que no hay nada más hermoso ni más apacible que aquellas casas blancas de madera, construidas sobre las laderas en angostos caminos de tierra y que dan a la inmensidad de las aguas rizadas de la bahía que Tatiana contempla día tras día. Eso es la paz. Eso es el presente, casi como si no hubiese nada más.

Sin embargo, de tarde en tarde, por una fracción de segundo, cuando las gaviotas emiten sus chillidos, algo quiebra aquella paz, incluso en Deer Isle.

Esa misma tarde, cuando Tatiana y Anthony acababan de salir de la casa donde se alojaban para ir a la bahía, habían oído unas fuertes voces en la casa vecina. En ella vivían dos mujeres, una madre y una hija; la madre tenía cuarenta años y la hija, veinte.

—Ya se están peleando otra vez —dijo Anthony—. Papá y tú no os peleáis nunca.

¡Pelearse! Ojalá se peleasen…

Cuando hablaba con ella, Alexander no le levantaba la voz, ni siquiera un poco. Cuando hablaba con ella, en las raras ocasiones en las que le dirigía la palabra, siempre utilizaba un moderado timbre de voz profunda y gutural, como si estuviese imitando al amable y cordial doctor Edward Ludlow, el hombre que había estado enamorado de ella cuando vivía en Nueva York: el formal, serio, sabio y buen doctor Edward. Alexander también estaba intentando aprender a dirigirse con tacto a las personas a su alrededor.

Una pelea habría requerido una participación activa en la interacción con otro ser humano. En la casa vecina, una madre y una hija se peleaban a voz en grito, justo en aquel momento de la tarde, por algún motivo, con unos gritos que escapaban por las ventanas abiertas. La buena noticia: que el marido de la primera y padre de la segunda, coronel, acababa de regresar de la guerra. La mala noticia: que el marido de la primera y padre de la segunda, coronel, acababa de regresar de la guerra. Llevaban esperándolo desde el día que se había marchado a Inglaterra, en 1942, y acababa de volver al fin.

El hombre tampoco intervenía en la pelea. Cuando Anthony y Tatiana salieron al camino, lo vieron aparcado con su silla de ruedas entre la crecida hierba del jardín de la parte delantera, sentado bajo el sol de Maine como un arbusto mientras su esposa e hija se desgañitaban en el interior de la casa.

—Mamá, ¿qué le ha pasado? —le preguntó Anthony a su madre en un susurro.

—Que lo hirieron en la guerra.

No tenía piernas ni brazos, era sólo un torso con muñones y una cabeza.

—¿Puede hablar?

Ambos estaban delante de la verja de entrada a la casa vecina. De repente, el hombre habló en voz alta y clara, una voz acostumbrada a dar órdenes:

—Sí puede hablar, pero prefiere no hacerlo.

Anthony y Tatiana se detuvieron en la verja y lo observaron un momento. Ella descorrió el cerrojo de la puerta y entraron en el jardín. El hombre estaba ladeado hacia la izquierda, como un fardo demasiado pesado por un costado. Los muñones redondos terminaban a la altura de los inexistentes codos, mientras que las piernas habían desaparecido por completo.

—Espere, deje que lo ayude. —Tatiana lo incorporó y le recolocó los almohadones que lo sostenían por debajo de las costillas—. ¿Así está mejor?

—Bah —espetó el hombre—. Da igual… —La miró fijamente con sus ojillos azules—. Pero ¿sabes lo que me gustaría de verdad?

—¿Qué?

—Un cigarrillo. Ya nunca fumo ninguno, no me lo puedo llevar a la boca, como puedes ver. Y ésas… —señaló con la cabeza hacia la casa—, ésas prefieren graznar que darme un pitillo.

Tatiana asintió con la cabeza.

—Tengo justo lo que necesita. Enseguida vuelvo.

La mirada del hombre fue de ella a la bahía.

—No volverás.

—Sí volveré. Anthony —dijo—, ven a sentarte en el regazo de este señor hasta que vuelva mamá; sólo tardaré un minuto.

Anthony estaba encantado. Tatiana lo tomó en brazos y lo dejó en el regazo del hombre.

—Puedes sujetarte a su cuello.

Cuando su madre corrió a buscar los cigarrillos, Anthony preguntó:

—¿Cómo te llamas?

—Coronel Nicholas Moore —contestó el hombre—. Pero puedes llamarme Nick.

—¿Estabas en la guerra?

—Sí, estuve en la guerra.

—Mi papá también —repuso Anthony.

—Ah. —El hombre lanzó un suspiro—. ¿Y ha vuelto?

—Sí, ha vuelto.

Tatiana regresó y, tras encender el cigarrillo, se lo sostuvo a Nick en la boca mientras éste fumaba con intensas y profundas chupadas, como si inhalara el humo no sólo para que le inundase los pulmones sino también todo su ser. Anthony siguió sentado en su regazo, observando cómo el rostro del hombre inhalaba el humo con alivio y lo exhalaba con disgusto, como si no quisiera dejar escapar la nicotina. El coronel se fumó dos pitillos seguidos, ayudado por Tatiana, quien le fue sosteniendo los cigarrillos en la boca en cada calada.

—Mi papá era comandante —explicó Anthony—, pero ahora es pescador de langostas.

—Capitán, hijito —lo corrigió Tatiana—. Era capitán.

—Mi papá era comandante y además, capitán —repuso Anthony—. Vamos a ir a comprar un helado mientras esperamos a que vuelva del mar. ¿Tú también quieres que te traigamos helado?

—No —dijo Nick, inclinando ligeramente la cabeza hacia el pelo negro de Anthony—. Pero han sido los quince minutos más felices de los que he disfrutado en dieciocho meses.

En ese momento, la esposa de Nick salió corriendo de la casa.

—¿Se puede saber qué le está haciendo a mi marido? —gritó.

Tatiana recogió a Anthony del regazo del hombre.

—Volveré mañana —dijo a toda prisa.

—No, no volverás —repuso Nick, mirándola con asombro.

Y en esos momentos, estaban sentados en el banco del puerto, comiendo helado. No tardó en oírse el chillido distante de las gaviotas.

—Ahí viene papá —exclamó Tatiana sin aliento.

El barco era un langostero con una vela en el palo, a pesar de que la mayoría de los barcos de pesca eran barcas a motor. El langostero era de Jimmy Schuster, cuyo padre se lo había dejado en herencia tras su muerte. A Jimmy le gustaba el barco porque podía salir y pescar langostas con red de arrastre él solo; «tina de faena» para un solo hombre, lo llamaba. Luego el brazo se le quedó enganchado en la polea, la cuerda que tira de las pesadas jaulas de las langostas para sacarlas del agua. Para soltarse, no tuvo más remedio que cortarse la mano a la altura de la muñeca, lo cual le salvó la vida (además de ahorrarle la incorporación a filas), pero ahora, ironías de la vida, necesitaba que le echasen una mano para hacer el trabajo más duro. El problema era que todo aquel capaz de echarle una mano había estado en el bosque de Hürtgen o en Iwo Jima los cuatro años anteriores.

Diez días antes, Jimmy había conseguido un ayudante. Ese día, Jimmy estaba en la cabina, en la popa, mientras que el hombre alto y callado estaba de pie, muy quieto, vestido con un mono naranja y guantes negros de goma, escudriñando atentamente la orilla.

Tatiana se levantó del banco con su vestido blanco de algodón, y cuando el barco se acercó lo suficiente, todavía al otro lado de la bahía, alzó el brazo y lo agitó varias veces, trazando un amplio arco en cada ocasión. «Alexander, estoy aquí, estoy aquí…», quería decir con el brazo.

Cuando el hombre se acercó lo bastante para poder verla, le devolvió el saludo.

Atracaron el barco en el muelle de subastas y abrieron los jaulones donde habían transportado las langostas vivas. El hombre alto se bajó del barco de un salto y dijo que volvería enseguida para descargar y limpiar, y lavándose las manos rápidamente en el caño de agua, se alejó del muelle y subió la cuesta que llevaba hasta el banco donde estaban sentados la mujer y el niño.

El niño corrió hasta él.

—Hola —dijo, y luego se paró en seco, tímidamente.

—Hola, campeón.

El hombre no podía alborotarle el pelo al chico, pues llevaba las manos hechas un asco.

Bajo el mono de faena de color naranja, llevaba la camiseta del ejército de color verde oscuro y un suéter verde de manga larga, también del ejército, empapado en sudor, olor a pescado y agua salada. Llevaba el pelo negro cortado al rape, al estilo militar, y en la cara demacrada y sudorosa se apreciaba la barba negra de tres días sobre los huesos afilados.

Se acercó a la mujer vestida de blanco inmaculado que seguía sentada en el banco. Ésta levantó la mirada para recibirlo, y siguió levantándola y levantándola, pues él era realmente alto.

—Hola —lo saludó.

Pronunció la palabra sin aliento. Había dejado de comerse el helado.

—Hola —contestó él. No la tocó—. Se te está derritiendo el helado.

—Ah, sí, ya lo sé. —Relamió con insistencia el borde del cono de galleta tratando de contener el alud de helado, pero era inútil: la vainilla se había transformado en leche condensada y chorreaba sin remedio. Él la observó—. Nunca me da tiempo a terminarlo antes de que se derrita —masculló Tatiana, levantándose—. ¿Quieres acabarlo tú?

—No, gracias.

Tatiana dio unos cuantos bocados más antes de tirar el cono a la basura. Él le indicó con señas que se limpiara la boca.

Tatiana se relamió los labios con deleite para eliminar los restos de vainilla.

—¿Así está mejor?

Él no respondió.

—¿Volveremos a cenar langosta?

—Pues claro —respondió ella—. Como tú quieras.

—Todavía tengo que volver y terminar.

—Muy bien, claro. ¿Quieres que… bajemos contigo al muelle? ¿Esperamos allí contigo?

—Quiero ayudar —terció Anthony.

Tatiana negó enérgicamente con la cabeza: luego no habría quien le quitara el olor a pescado.

—Vas muy limpio —contestó Alexander—. ¿Por qué no te quedas aquí con tu madre? No tardaré mucho.

—Pero es que quiero ayudarte.

—Bueno, entonces ven. A lo mejor podemos encontrarte algo que hacer.

—Sí, pero nada que tenga que ver con tocar el pescado —murmuró Tatiana.

No le gustaba mucho el trabajo de Alexander como pescador de langostas. Cada vez que regresaba a casa apestaba a pescado, igual que todo lo que tocaba. Unos días antes, cuando ella había protestado un poco por eso, medio en broma, él le había contestado: «En Lazarevo nunca te quejabas cuando salía a pescar», y hablaba completamente en serio. La cara de ella debía de haber expresado una gran aflicción en ese momento, porque acto seguido, él añadió: «No hay ningún trabajo más para un hombre aquí en Stonington. Si quieres que huela a otra cosa, tendremos que irnos a otro sitio».

Tatiana no quería irse a ningún otro sitio. Acababan de llegar allí.

«En cuanto a lo otro… —había seguido diciendo él—. No volveré a mencionar el tema».

«Eso es, no vuelvas a mencionar Lazarevo», la otra vez que ambos estuvieron junto al mar, en los confines de la eternidad. Pero eso había sido entonces, en el viejo país empapado en sangre. Al fin y al cabo, Stonington, con sus días cálidos y sus noches frescas y la inmensidad de agua salada y en calma dondequiera que dirigiesen la mirada, el cielo aborregado y el reflejo de las flores púrpura del lupino en la bahía de cristal con las barcas blancas… todo eso era más de lo que habían soñado jamás. Era más de lo que habían imaginado que llegarían a tener en su vida.

Con el brazo bueno, Jimmy le estaba haciendo señas a Alexander.

—Bueno, ¿y cómo os ha ido hoy? —le preguntó Tatiana, tratando de entablar conversación mientras bajaban el camino hacia el muelle. Alexander llevaba sus pesadas botas de goma. Ella se sentía extremadamente pequeña caminando a su lado, junto a su imponente presencia—. ¿Habéis tenido buena pesca?

—Ha estado bien —contestó—. La mayoría de las langostas eran cortas, demasiado pequeñas; hemos tenido que soltarlas. Un montón de hembras preñadas, que también hemos dejado marchar.

—¿No te gustan las hembras preñadas?

Tatiana se acercó a él, levantando la vista para mirarlo.

Mientras pestañeaba levemente, Alexander se apartó.

—Están bien, pero hay que devolverlas al agua para que los huevos puedan eclosionar. No te acerques mucho, que voy hecho un asco. Anthony, no hemos contado las langostas. ¿Quieres ayudarme?

A Jimmy le gustaba Anthony.

—¡Eh, muchachote! Ven aquí. ¿Quieres ver cuántas langostas ha pescado hoy tu papá? Seguramente tenemos cien langostas, su mejor día hasta la fecha.

Tatiana miró fijamente a Alexander. Éste se encogió de hombros.

—Cuando capturamos a doce langostas en una jaula y tenemos que soltar a diez de ellas, yo no lo considero un buen día de pesca.

—Dos legales en una jaula es estupendo, Alexander —replicó Jimmy—. No te preocupes, hombre, ya le irás cogiendo el tranquillo. Ven aquí, Anthony, mira en el vivero.

Manteniendo una distancia prudente, Anthony se asomó al tanque donde las langostas, medidas y con las pinzas ya sujetas, se encaramaban las unas encima de las otras. El niño le dijo a su madre que no le gustaban nada aquellas garras, aunque las llevasen sujetas. Sobre todo después de lo que le había dicho su padre acerca de las langostas: «Son caníbales, Ant. Hay que atarles las pinzas porque de lo contrario, se comerían vivas las unas a las otra en el mismo tanque».

Anthony hizo un esfuerzo para que no se le quebrara la voz y le preguntó a Jimmy:

—¿Ya las has… contado?

Alexander le indicó negativamente con la cabeza a Jimmy.

—Huy no, no —respondió rápidamente éste—. Estaba muy ocupado lavando la cubierta con la manguera. Sólo he dicho un número aproximado. ¿Quieres contarlas tú?

—Sólo sé contar hasta veintisiete.

—Yo te ayudaré —le aseguró Alexander.

Acto seguido, fue sacando las langostas una por una y dejó que Anthony las contase hasta llegar a diez, momento en que, con sumo cuidado, para no romperles las pinzas, las fue colocando en enormes bolsas azules de transporte.

Al final, Alexander le dijo a Anthony:

—Ciento dos.

—¿Lo ves? —exclamó Jimmy—. Cuatro para ti, Anthony. Eso deja noventa y ocho para mí. Y son todas perfectas, las más grandes que hay, con un caparazón de casi trece centímetros: el caparazón es la cáscara que las recubre, muchachito. Nos dan setenta y cinco centavos por pieza. Tu padre se va a sacar casi setenta y cinco dólares hoy. Sí —añadió—, gracias a tu papá, al fin puedo ganarme la vida con esto.

Miró a Tatiana, que estaba a una distancia razonable del cargamento del barco. Ella le contestó con una sonrisa educada; Jimmy asintió bruscamente con la cabeza y no le devolvió la sonrisa.

Cuando empezaron a acudir los compradores procedentes de la lonja de pescado, del almacén de comestibles y de restaurantes de pescado y marisco venidos de tan lejos como Bar Harbor, Alexander lavó y limpió el barco y las jaulas, recogió los cabos y fue muelle abajo para comprar tres barriles de arenques para cebo para el día siguiente, los cuales distribuyó en bolsas antes de bajarlos al agua. La pesca del arenque había ido muy bien ese día, y tenía cebo suficiente para ciento cincuenta jaulas de langostas para la próxima jornada.

Le pagaban diez dólares de jornal por el día de trabajo, y se estaba frotando las manos con jabón industrial bajo el caño de agua cuando Jimmy se le acercó.

—¿Quieres esperar conmigo y venderlas? —Señaló las langostas—. Te pagaré otros dos dólares si te quedas. Luego podemos ir a tomar una copa.

—No puedo, Jimmy. Pero gracias. Tal vez otro día.

Jimmy miró a Tatiana, radiante con su vestido blanco, y se dio media vuelta. Luego, los tres echaron a andar cuesta arriba hacia la casa.

Alexander fue a darse un baño, afeitarse y cortarse el pelo mientras Tatiana, tras colocar las langostas en la nevera para reblandecerlas, ponía agua a hervir. La preparación de las langostas era la tarea más sencilla del mundo, pues sólo había que introducirlas entre diez y quince minutos en agua salada hirviendo. Comérselas era delicioso: romper las pinzas, extraer la suculenta carne y sumergirlas en mantequilla fundida. Sin embargo, lo cierto era que a veces Tatiana preferiría pagar dos dólares por una langosta en una tienda una vez al mes en lugar de que Alexander tuviera que estar trece horas subido en un barco todos los días para obtener cuatro langostas gratis. En el fondo, ella no creía que saliesen ganando. Antes de que su marido hubiese salido del baño, Tatiana se acercó a la puerta, llamó con cuidado y dijo:

—¿Necesitas algo?

Al otro lado de la puerta no se oía ningún ruido. Llamó con más fuerza. La puerta se abrió y la figura de Alexander apareció imponente ante ella, recién aseado, afeitado, enjabonado y vestido. Llevaba un suéter verde y ropa de faena limpios. Tatiana carraspeó y bajó la mirada. Descalza, le habló con los labios a la altura del corazón de él.

—¿Necesitas algo? —repitió en un susurro, sintiéndose tan vulnerable que le parecía que le faltaba el aire.

—No, no necesito nada —dijo él, pasando de lado junto a ella—. Vamos a comer.

Sirvieron las langostas con mantequilla fundida y un guiso de zanahorias, cebollas y patatas. Alexander se comió tres langostas, la mayor parte del guiso y pan y mantequilla. Cuando Tatiana lo había encontrado en Alemania, estaba consumido, escuálido. Ahora comía por dos, pero seguía exhibiendo la delgadez extrema de la guerra. Ella le sirvió la comida en el plato y le llenó el vaso. Él se bebió una cerveza, agua y Coca-Cola. Comieron en silencio en la pequeña cocina, que la casera les permitía utilizar siempre y cuando hubiesen terminado antes de las siete o le preparasen la cena a ella también. Terminaron antes de las siete y, por supuesto, Tatiana dejó algo de guiso para ella.

—Alexander, ¿te… te duele el pecho?

—No, no me duele.

—Anoche me pareció que lo tenías un poco carnoso… —Apartó la vista, recordando el momento en que lo había tocado—. Todavía no está curado, y haces tanto esfuerzo levando las jaulas… No quiero que se te vuelva a infectar. Tal vez debería ponerle un poco de ácido carbólico.

—Estoy perfectamente.

—¿Y si te cambio la gasa?

Él no dijo nada, sino que se limitó a levantar la vista y mirarla, y por un momento, entre ambos, entre los ojos color de bronce de él y los ojos verde mar de ella, desfilaron Berlín, y la habitación en la embajada de Estados Unidos donde habían pasado la que ambos estaban seguros de que iba a ser su última noche en este mundo, cuando ella le había cosido con ocho puntos la herida en el pecho y se había echado a llorar, y él había permanecido impávido como una piedra y había mirado a través de ella, como estaba haciendo en esos momentos. Entonces, él le había dicho: «Nunca tuvimos un futuro».

Tatiana desvió la mirada primero (siempre desviaba la mirada primero) y se levantó.

Alexander salió a sentarse en la silla de la parte delantera de la casa, la que daba a la bahía. Anthony fue tras él. Alexander permaneció taciturno e inmóvil, mientras el pequeño daba vueltas por el jardín de hierba crecida, recogiendo piedrecillas y piñas, buscando lombrices, escarabajos y mariquitas.

—No vas a encontrar ninguna mariquita, campeón. La temporada no empieza hasta junio —dijo Alexander.

—Ah —contestó Anthony—. Y entonces, ¿esto qué es?

Alexander se inclinó hacia un lado para ver mejor.

—No lo veo.

Anthony se acercó.

—Sigo sin verlo.

Anthony se acercó más aún, con la mano delante, el dedo índice sobre el que llevaba la mariquita extendida.

La cara de Alexander estaba a escasos centímetros de la mariquita.

—Mmm… Mecachis, sigo sin verlo todavía.

Anthony miró a la mariquita, miró a su padre y luego, muy despacio, como con vergüenza, se encaramó a su regazo y volvió a enseñarle el insecto.

—Vaya, vaya —exclamó Alexander, rodeando a su hijo con los brazos—. Ahora lo veo. Yo estaba equivocado y tú tenías razón. Mariquitas en agosto, ¿quién iba a decirlo?

—¿Habías visto mariquitas alguna vez, papá?

Alexander no respondió enseguida.

—Hace mucho tiempo, cerca de una ciudad llamada Moscú.

—¿En la… Unión Soviética?

—Sí.

—¿Y ahí tienen mariquitas?

—Tenían mariquitas… hasta que nos las comimos todas.

Anthony lo miró con los ojos abiertos como platos.

—No había nada más para comer —le explicó Alexander.

—Anthony, tu padre te está tomando el pelo —dijo Tatiana, saliendo de la casa y secándose las manos húmedas en un paño de cocina—. Sólo quiere hacerse el gracioso.

Anthony miró a su padre a la cara.

—¿Eso es gracioso?

—Tania —dijo Alexander, con una voz lejana—. No puedo levantarme. ¿Me traes mis cigarrillos, por favor?

Ella se metió deprisa en la casa y salió con ellos. Puesto que sólo había una silla y no tenía lugar donde sentarse, Tatiana colocó el cigarrillo en la boca de Alexander e, inclinando el cuerpo hacia él, apoyó la mano en su hombro y se lo encendió mientras Anthony depositaba el insecto en la palma de la mano de su padre.

—Papá, no te comas esta mariquita —dijo, y rodeó el cuello de Alexander con uno de sus bracitos.

—No lo haré, hijo. Estoy muy lleno.

—Eso sí que es gracioso —comentó Anthony—. Mamá y yo hemos conocido a un señor hoy. A un coronel. Nick Moore.

—Ah, ¿sí? —Alexander fijó la mirada lejos, en el horizonte, mientras daba una nueva calada al cigarrillo que le sostenía Tatiana, inclinada hacia él—. ¿Y cómo era?

—Como tú, papá —respondió Anthony—. Era exactamente igual que tú.

Laca de uñas roja

En medio de la noche, el niño se despertó y se puso a gritar. Tatiana acudió a consolarlo. El niño se tranquilizó, pero no quería que se fuera y lo dejara solo en su cama, a pesar de que sólo estaba al otro lado de la mesilla de noche.

—Alexander —susurró—, ¿estás despierto?

—Ahora sí —dijo él, levantándose.

Apartó la mesilla de noche a un lado y empujó a fin de unir las dos camas para que Anthony pudiese tumbarse junto a su madre. Intentaron ponerse cómodos, Alexander apretando la espalda contra la pared y abrazando a Tatiana quien, a su vez, abrazaba a Anthony, que se quedó dormido inmediatamente en brazos de su madre. Tatiana sólo fingió volver a conciliar el sueño, consciente de que, en cualquier momento, Alexander se levantaría y se iría de la cama.

Y al cabo de un momento, Alexander se levantó. Ella susurró tras él: «Shura, cariño…». Después de unos minutos, se levantó, se puso una bata y salió. No estaba en la cocina ni en el jardín. Lo buscó por todo el camino hasta el muelle. Alexander estaba sentado en el mismo banco donde Tatiana solía sentarse a esperar a que volviese su barco. Vio el destello del ascua del cigarrillo que tenía en la boca. Iba desnudo, salvo por la ropa interior, y estaba tiritando. Tenía los brazos cruzados, abrazándose el cuerpo, y se balanceaba hacia delante y hacia atrás.

Tatiana se detuvo.

No sabía qué hacer.

Nunca sabía qué hacer.

Se dio media vuelta y volvió a entrar en su habitación y a meterse en la cama sin pestañear siquiera, con la mirada clavada en algún punto más allá de la cabecita durmiente de Anthony hasta que Alexander volvió, helado y tiritando, y se arrebujó en la cama detrás de ella. Tatiana no se movió y él no dijo nada, no hizo ningún ruido. Sólo desplazó el brazo helado para rodearla con él. Permanecieron allí tendidos hasta las cuatro, cuando él se levantó para ir a trabajar. Mientras molía los granos de café en el mortero, ella le untó con mantequilla un bollo de pan fresco, le llenó las cantimploras de agua y le preparó un sándwich para que se lo llevase al barco. Él comió, se tomó el café y luego se marchó, desplazando la mano que le quedaba libre por debajo del camisón de ella para demorarse un momento en las nalgas desnudas y luego entre las piernas.

Llevaban en Deer Isle cinco minutos exactos, respirando el agua salada de la tarde y viendo a los langosteros volver a la costa, y Tatiana ya había dicho que en ese lugar no iban a tener suficiente con un mes. Su acuerdo consistía en pasar sólo un mes en cada estado y luego seguir adelante. Cuarenta y ocho estados, cuarenta y ocho meses, empezando por Deer Isle.

—Un mes no va a ser suficiente —repitió al ver que Alexander no decía nada.

—¿No?

Y no añadió nada más.

—¿No te parece un sitio maravilloso?

Una pequeña mueca irónica afloró a su boca silenciosa como respuesta.

En apariencia, Stonington contaba con todo cuanto podían necesitar: unos almacenes, una tienda de oportunidades, una ferretería… En los almacenes vendían periódicos, revistas y, lo que era aún más importante, tabaco. También vendían café en grano y chocolate. En el norte y el sur de Deer Isle había vacas (y, por tanto, leche, queso y mantequilla) y gallinas que ponían huevos. Había cereales a montones; cantidades ingentes de pan; montañas de manzanas, melocotones, peras, maíz, tomates, pepinos, cebollas, zanahorias, nabos, rábanos, berenjenas y calabacines. Langosta, trucha, lubinas y lucios en abundancia, y a precios muy asequibles. Había incluso ternera y pollo, aunque no es que ellos los comiesen alguna vez. ¿Quién creería que el país había sufrido una Gran Depresión y una guerra mundial?

Alexander dijo que diez dólares al día no daban para vivir.

Tatiana contestó que con aquello tendrían de sobra.

—¿Y qué me dices de los zapatos de tacón? ¿De tus vestidos? ¿Del café? ¿Y mis cigarrillos?

—Desde luego, no será suficiente para comprar cigarrillos. —Esbozó una sonrisa forzada al ver su cara—. Era una broma. Será suficiente para comprar de todo.

No quiso mencionar que la cantidad que él pagaba por sus cigarrillos prácticamente equivalía a lo que se gastaban en comida para los tres para toda una semana. Sin embargo, Alexander era el único que trabajaba, así que podía gastarse el dinero en lo que le diera la gana.

Ella le hablaba en inglés mientras se bebía el café de los domingos. Él le respondía en ruso mientras se fumaba los cigarrillos de los domingos y leía su periódico del domingo.

—Se avecinan problemas en Indochina —le explicó en ruso—. Era territorio de los franceses, pero lo perdieron a manos de los japoneses en la guerra. Los japoneses fueron derrotados en la guerra, pero no quieren marcharse. Los franceses, rescatados por los aliados y, por tanto, en el bando de los vencedores, quieren recuperar su colonia. Los japoneses están protestando. Y a pesar de que se mantiene neutral, el gobierno estadounidense está ayudando a su aliada, Francia, cuando lo cierto es que se encuentra entre la espada y la pared, puesto que también está ayudando a Japón.

—Creía que a Japón ya no se le permitía tener un ejército, ¿no es así? —preguntó Tatiana en inglés.

Y él le contestó en ruso:

—Y no se le permite, pero en Japón tenían un ejército permanente, y a menos que los estadounidenses los obliguen a marcharse, los japoneses se niegan a deponer sus armas.

—¿Y qué interés tienes tú en todo esto? —le preguntó ella en inglés.

—¡Ah! En todo esto —le respondió él en ruso—; es que aún hay más: Stalin se ha pasado varias décadas cortejando a un granjero campesino llamado Ho Chi Minh, financiándole sus viajecitos educativos a Moscú, dándole vodka y caviar, impartiéndole lecciones de dialéctica marxista junto al fuego y regalándole unos cuantos Shpagin y morteros viejos y unos bonitos Studebaker de la política de Préstamo y Arriendo norteamericana mientras entrenaba e instruía a su guerrilla de Vietminh justo en suelo soviético.

—¿Entrenar a los Vietminh para combatir contra los japoneses, a quienes los soviéticos odian y contra quienes han luchado ellos mismos?

—Lo creas o no, no. Para combatir contra los antiguos aliados del Ejército Rojo: la Francia colonial. Resulta irónico, ¿no te parece? —Alexander apagó su cigarrillo y dio por terminada la lectura de su periódico—. ¿Dónde está Anthony? —dijo en voz baja en inglés, pero antes de que le diera tiempo a cogerla cariñosamente de la muñeca, Anthony entró en la cocina.

—Estoy aquí, papá —dijo—. ¿Qué quieres?

Necesitaban una habitación para ellos solos, pero Anthony no opinaba lo mismo, y además, la anciana casera no disponía de ninguna. Sólo habían podido elegir entre un cuarto minúsculo junto a la cocina en una casa vertical con vistas a la bahía (con dos camas individuales y un baño y un retrete al fondo del pasillo), o su caravana, con una cama grande y sin baño ni retrete.

Habían visto otras casas. En una de ellas vivía una familia de cinco miembros; en otra, una de tres y en otra, una familia de siete, todas mujeres. Generaciones y generaciones de mujeres que llenaban las casitas blancas, y de hombres mayores que salían con las barcas pesqueras durante el día. Y hombres más jóvenes (a veces enteros, otras no) que regresaban de la guerra, aunque eran pocos y sólo aparecían muy de cuando en cuando.

La señora Brewster vivía sola. Su único hijo no había regresado, aunque había algo en la forma en que dijo en alusión a él: «Oh, tuvo que marcharse durante un tiempo», que había dado pie a Tatiana a pensar que en realidad no estaba en el ejército. Era una mujer de sesenta y seis años y había sido viuda durante cuarenta y ocho: su marido había muerto en la guerra de Cuba.

—¿Se refiere a la guerra de 1898? —le susurró Tatiana a Alexander.

Él se encogió de hombros. Le apretaba el hombro con la poderosa mano, su forma de decirle que la señora Brewster no le gustaba demasiado, pero Tatiana era feliz de tener la mano de él sobre su cuerpo fuera por la razón que fuese.

—Porque éste es su marido, ¿verdad? —había dicho la señora Brewster con aire suspicaz antes de alquilarles la habitación—. ¿No será sólo un…? —Hizo un amplio movimiento con la mano—. Porque no pienso tener algo así en mi casa.

Alexander permaneció callado.

—¿Tener el qué? —preguntó el niño de tres años.

La casera frunció el ceño para mirar a Anthony.

—¿Es éste tu padre, pequeño?

—Sí —contestó Anthony—. Es soldado. Estuvo en la guerra y además en la cárcel.

—Sí —repuso la señora Brewster, desviando la mirada—. La cárcel es un lugar muy duro. —A continuación miró a Tatiana frunciendo la frente—. Y dígame, ¿de dónde es su acento? Porque a mí no me parece norteamericana.

Anthony empezó a decir: «De Rus…», pero Alexander empujó a su hijo y a Tatiana hacia atrás, protegiéndolos con su cuerpo.

—Bueno, ¿va a alquilarnos la habitación o no?

La mujer les alquiló la habitación.

Pero en ese momento, Alexander le preguntó a Tatiana:

—¿Y para qué hemos comprado la Nomad si no vamos a vivir en ella? Para eso, más nos valdría venderla. Qué forma de malgastar el dinero…

¿Qué harían cuando llegasen a los desiertos del oeste del país?, quiso saber Tatiana. ¿Y a las tierras vinícolas de California? ¿Y a Hell’s Canyon, en Idaho? Pese a su súbita necesidad de ahorro, Alexander no vendió la caravana, tan vivo y reciente era aún el sueño hecho realidad de tenerla. Sin embargo, precisamente ése era el problema de Alexander: aunque Tatiana sabía que le gustaba la idea de tener una caravana (de hecho, había sido él quien había insistido en comprarla), lo cierto era que no le gustaba especialmente el hecho en sí de tenerla. Tatiana tenía la impresión de que Alexander se sentía así con respecto a multitud de cosas en su recién estrenada vida como civil.

La caravana no disponía de agua corriente, y Alexander siempre estaba lavándose una parte u otra del cuerpo, a cada momento. El hecho de vivir demasiado cerca de otros hombres durante demasiados años, en el transcurso de la guerra, le había provocado aquella manía. Se lavaba las manos de forma obsesiva; sí, era verdad que la mayor parte de las veces las tenía sucias de pescado, pero no había suficiente jabón ni limones ni vinagre en todo el estado de Maine para que Alexander tuviese las manos lo suficientemente limpias para su gusto. Tenían que pagarle a la señora Brewster cinco dólares extra a la semana por toda el agua que usaban.

Puede que a Alexander le hubiera gustado la idea de tener un hijo, pero la realidad de un crío de tres años que estaba con ellos todo el santo día, que nunca se separaba de las faldas de su madre… ¡que hasta dormía en la misma habitación que ellos! ¡Que se despertaba en plena noche y se metía en la cama con ellos! Aquello era demasiado para un soldado que nunca había pasado un solo minuto de su vida con niños.

—Las pesadillas son algo terrorífico para un niño pequeño —le explicaba Tatiana.

—Lo entiendo —respondía él, siempre comprensivo.

Puede que, en el pasado, a Alexander le hubiera gustado la idea de tener una esposa, pero la realidad de tener una… Tatiana tampoco estaba tan segura de eso. Tal vez buscase Lazarevo en cada día que pasaban juntos, aunque por su manera de actuar, a Tatiana no le habría extrañado nada que dijese: «¿Qué es Lazarevo?».

Sus ojos, antaño como el caramelo, eran ahora de cobre duro; no había nada líquido ni fluido que asomase a ellos. Él se dirigía a ella con su cara amable y ella le devolvía su misma cara amable. Él quería silencio, ella permanecía en silencio. Él quería diversión, ella intentaba divertirlo. Él quería comida, ella le daba comida a espuertas. Él quería salir a dar un paseo, ella estaba lista. Él quería periódicos, revistas, cigarrillos… ella se lo traía todo. Él quería permanecer callado en su silla, ella se sentaba en el suelo a su lado, sin decir una sola palabra. Cualquier cosa que él quisiese, ella estaba lista para dárselo siempre.

En ese momento, a media tarde de un día muy soleado, Tatiana estaba de pie descalza frente al espejo con un vestido de muselina amarillo ligeramente brillante, un vestido de campesina, mirándose, examinándose, obsesionándose.

Se había soltado el pelo y lavado la cara, y tenía los dientes limpios y blancos. Las pecas veraniegas que le cubrían la nariz y las mejillas eran del color del azúcar de malta, y sus ojos verdes destellaban. Se restregó manteca de cacao en las manos para suavizarlas por si a él le apetecía cogerla de la mano para pasear por Main Street después de cenar. Se echó unas gotas de aceite de almizcle detrás de las orejas, por si se inclinaba para hablarle al oído. Se aplicó un poco de brillo en los labios fruncidos y los apretó el uno contra el otro con fuerza para hacerlos más suaves, más rosados. Se irguió, se miró y se quedó pensativa. Esbozó una hermosa sonrisa falsa para que los labios no pareciesen tan enfurruñados y lanzó un suspiro. Un poquito de esto por aquí, un poco de aquello por allá…

Se metió las manos por dentro del vestido y se apretó los senos. Los pezones se le endurecieron. Desde el nacimiento de Anthony, su cuerpo se había transformado; por eso y por toda la comida estadounidense, por tantas sustancias nutritivas. Aquellos pechos alimentados a base de dieta norteamericana, tras el período de lactancia, no habían perdido su rotundidad, su generosa y turgente abundancia. Los pocos sostenes que tenía Tatiana estaban dados de sí y hacían que los pechos se le bamboleasen al caminar. En lugar de sujetador, Tatiana a veces se ponía corpiños blancos muy ceñidos, lo bastante ceñidos para dominar sus senos, cuyo movimiento oscilante casi siempre atraía las miradas de los hombres. No necesariamente la de su marido, pero sí las de otros hombres, como el chico que repartía la leche.

A continuación, despacio, se subió el vestido para contemplar en el espejo sus caderas redondeadas y estilizadas, su vientre suave. Era una mujer menuda, pero todo en ella parecía haber adquirido proporciones curvas y rotundas tras el nacimiento de su hijo, como si hubiese dejado de ser una muchacha en el preciso instante en que él había venido al mundo.

Sin embargo, era por la niña con pechos por la que el soldado del rifle colgado al hombro había cruzado la calle aquella vez.

Se bajó los pantis brillantes para verse el triángulo de vello rubio. Se tocó, tratando de imaginarse lo que él debía de sentir antes, en el pasado, al tocarla. Al advertir algo en el espejo, se acercó a éste y luego inclinó la cabeza para mirarse las piernas. En la parte interna de los muslos detectó unos leves moretones minúsculos: las huellas de los dedos de él. Al ver aquellas marcas, Tatiana sintió una quemazón líquida en las entrañas y se incorporó de inmediato, se recompuso y, con el rostro sonrojado, empezó a cepillarse el pelo sin saber muy bien qué hacer con él. Alexander nunca la había visto con el pelo tan largo, que ahora le llegaba a la cintura. Creía que a él le gustaría, pero tristemente, no había mostrado más que indiferencia. Tatiana era consciente de que tanto el color como la textura no eran los normales, pues se lo había teñido de negro hacía ocho meses, antes de ir a Europa; luego se había aclarado el tinte negro a conciencia el mes anterior en Hamburgo, y ahora tenía el pelo lacio y seco. Ya no era de seda. ¿Sería por eso por lo que él no se lo tocaba? Tatiana no sabía qué hacer con su pelo.

Al final se lo recogió en su trenza habitual, dejando algunos cabellos sueltos por delante y el grueso de la trenza cayéndole por la espalda, y ensartó en ella un lazo de raso amarillo, por si él le tocaba el pelo. Luego llamó a Anthony, que estaba fuera jugando con la tierra, y lo limpió, se aseguró de que no se le hubiesen manchado la camisa ni los pantalones cortos y le subió los calcetines.

—¿Por qué te pones a jugar con la tierra justo antes de ir a ver a papá, Anthony? Ya sabes que tienes que ir limpio a verlo.

Alexander quería que cuando su esposa e hijo acudían a recibirlo al muelle fueran bien pulcros. Ella sabía que a él le gustaba el aspecto tan limpio que lucían, tan esmerado, tan veraniego. Las flores de Stonington estaban espectaculares, los lupinos muy crecidos y de un azul y un púrpura radiantes; ella y Anthony habían recogido unos cuantos antes, y en ese momento Tatiana se prendió algunos en el pelo, los púrpura, como lilas, para que contrastasen con el pelo, como oro, porque también eso le había gustado a él hacía tiempo, en el pasado.

Se examinó las uñas para asegurarse de que no llevaba nada incrustado en ellas, pues ambos detestaban las uñas sucias. Ahora que Tatiana había dejado de trabajar (y que tenía a Alexander a su lado), se dejaba las uñas un poco más largas porque, a pesar de que él nunca decía nada, respondía sin palabras al leve forcejeo de las uñas de ella clavadas en su cuerpo. Ese día, Tatiana disponía de un poco de tiempo y se las había pintado de rojo.

Él no le dijo nada de las uñas (ni tampoco de los lupinos color lila, ni de la cinta de raso en el pelo, ni de los labios, las caderas, el vestido, los pechos o los pantis blancos brillantes). Al día siguiente, Alexander le dijo:

—¿Venden una laca de uñas tan espectacular en el almacén de Stonington?

—No lo sé. Ésta la traje conmigo de Nueva York.

Permaneció callado tanto tiempo, que Tatiana creyó que no la había oído. Y luego comentó:

—Vaya, eso sí que debía de gustarles a los inválidos del Universidad de Nueva York.

Bueno, una reacción al fin… No era gran cosa, pero era un comienzo. Aunque, ¿qué responder a aquello? «No, no era para los inválidos». Tatiana sabía que era una trampa, una frase en código que en realidad quería decir: «Si a las enfermeras no se les permite pintarse las uñas, ¿por qué tenías tú laca de uñas, Tania?».

Luego, esa misma noche, sentados a la mesa de la cocina, Tatiana se quitó la laca de uñas con acetona. Cuando Alexander vio que las uñas ya no estaban rojas, exclamó:

—¿Así que los demás excombatientes merecen ver uñas rojas pero yo no?

Ella levantó la vista para mirarlo, de pie frente a ella.

—Lo dices de broma, ¿no? —repuso, con las puntas de los dedos trémulas.

—Por supuesto —dijo él, sin atisbo de sonrisa.

Tatiana tiró a la basura su laca de uñas roja neoyorquina, sus seductores vestidos plisados neoyorquinos, sus relucientes zapatos de tacón de Ferragamo, neoyorquinos. Algo le pasaba a Alexander cada vez que la veía con sus cosas de Nueva York. «¿Qué pasa?», le preguntaba ella, y él siempre le contestaba que no pasaba nada, y ésa era siempre su lacónica e invariable respuesta. De modo que Tatiana lo tiró todo y se compró un vestido amarillo de muselina, un vestido de chintz de estampado floreado, un vestido de tubo de algodón blanco y un vestido cruzado azul… de Maine. Alexander seguía sin decir nada, pero estaba menos callado. Ahora le hablaba de otras cosas, como de Ho Chi Minh y su banda de guerrilleros.

Tatiana intentaba con todas sus fuerzas hacerle reír, como antaño.

—Oye, ¿quieres que te cuente un chiste?

—Sí, venga, cuéntame un chiste.

Estaban subiendo por una cuesta de Stonington detrás de un jadeante Anthony.

—Un hombre rezaba sin cesar pidiendo que le concediesen el don de ir al paraíso. Un día, cuando subía por un estrecho sendero de la montaña, tropezó y se cayó por un barranco. De milagro, consiguió agarrarse a un arbusto y empezó a chillar: «¿Hay alguien ahí? Por favor, ayúdenme. ¿Hay alguien ahí?». Al cabo de unos minutos, una voz le contestó: «Estoy aquí». Y él le preguntó: «¿Quién eres tú?». «Soy Dios», le contestó. «Pues si eres Dios, ¡haz algo!», exclamó el hombre. «Escucha», repuso Dios, «me has pedido insistentemente todo este tiempo que te lleve al paraíso. Pues no tienes más que soltar ese arbusto e inmediatamente irás derecho a él». El hombre se quedó pensativo unos instantes y acto seguido, gritó: «¿Hay alguien MÁS ahí, por favor? ¡Auxilio! ¡Ayúdenme!».

Decir que a Alexander no le hizo ni pizca de gracia sería quedarse muy corto.

A Tatiana le temblaban las manos cada vez que pensaba en él. Se pasaba todo el día temblando. Caminaba por Stonington como si fuese sonámbula, con el cuerpo rígido y paso forzado. Se inclinaba para atender a su hijo, se incorporaba, se alisaba el vestido y se atusaba el pelo, pero el nudo que sentía en el estómago no cedía en todo el día.

Tatiana intentó mostrarse más atrevida con él, no tenerle tanto miedo. Él nunca la besaba delante de Jimmy ni de los demás pescadores… ni de cualquier otra persona. A veces, por las tardes, cuando bajaban por Main Street y entraban a curiosear en las tiendas, él le compraba chocolate y ella le acercaba la cara para darle las gracias, y entonces él le daba un beso en la frente. ¡En la frente!

Una tarde, Tatiana se hartó y, tras subirse al banco, lo rodeó con los brazos.

—¡Ya basta de besos en la cabeza! —exclamó, y le plantó un beso en los labios.

Con el cigarrillo en una mano y el helado de Anthony en la otra, Alexander no tuvo más remedio que responder a aquel beso presionando sus labios contra los de ella.

—Bájate de ahí —dijo con serenidad, devolviéndole el beso pero sin pasión—. ¿Se puede saber qué te ha dado?

Señoras y señores del jurado, les presento a su soldado.

A solas con Anthony, en sus paseos diarios por las colinas de Stonington, Tatiana se hizo amiga de las mujeres que regentaban las tiendas y de los chicos que repartían la leche. Se hizo amiga de una granjera de unos treinta años que vivía al final de Eastern Road y cuyo marido, un oficial de la marina, seguía todavía en Japón. Todos los días, Nellie limpiaba la casa, desherbaba el jardín de la parte delantera de la casa y esperaba a su marido en el banco del porche, el lugar donde la había conocido Tatiana, quien pasaba por allí con su hijo. Tras unos minutos de conversación, Tatiana sintió tanta lástima por ella, al revivir emocionalmente el dolor por la ausencia de Alexander, que le preguntó a Nellie si necesitaba ayuda con la granja. La mujer tenía una media hectárea de cultivos de patatas, tomates y pepinos, y Tatiana sabía algo acerca de las faenas del campo.

Nellie aceptó su ayuda muy gustosa y le dijo que le pagaría a Tatiana dos dólares al día de la paga del ejército que recibía su marido.

—Es lo máximo que puedo permitirme —le explicó—. Cuando regrese mi marido, podré pagarte más.

Sin embargo, la guerra había terminado hacía un año y todavía no tenía noticias suyas. Tatiana le dijo que no se preocupase.

Mientras tomaban un café, Nellie se abrió un poco más.

—¿Y si vuelve y no sé cómo hablar con él? Llevábamos casados tan poco tiempo cuando lo llamaron al frente… ¿Y si descubrimos que somos unos perfectos desconocidos?

Tatiana hizo un movimiento negativo con la cabeza gacha, pues también sabía algo acerca de aquella clase de cosas.

—Bueno, y dime, ¿cuándo volvió tu marido? —preguntó Nellie con envidia.

—Hace un mes.

—Qué suerte tienes…

—Papá no volvió —intervino Anthony—. Papá no volvía nunca, y mamá me dejó para ir a buscarlo.

Nellie miró a Anthony con extrañeza.

—Anthony, vete a jugar afuera un rato. Deja que Nellie y yo terminemos de hablar. —Tatiana le alborotó el pelo a su hijo y lo condujo hasta la puerta—. Hay que ver cómo son los críos. Les enseñas a hablar y mira lo que hacen… No tengo ni idea de qué ha querido decir con eso.

Esa noche, Anthony le contó a Alexander que mamá había encontrado un trabajo. Alexander le hizo varias preguntas y Anthony, feliz de que le preguntara, le habló a su padre de Nellie y sus patatas, sus tomates y sus pepinos, y de su marido, que no estaba allí, y de cómo Nellie tendría que ir a buscarlo, «igual que mamá fue a buscarte a ti».

Alexander dejó de hacerle preguntas. Lo único que dijo después de cenar fue:

—Creí que habías dicho que nos las íbamos a arreglar con diez dólares diarios.

—Es sólo para Anthony, para sus caramelos, los helados…

—No. Trabajaré de noche. Ayudaré a vender las langostas, eso son otros dos dólares más.

—¡No! —Tatiana bajó la voz de inmediato—. Tú ya trabajas mucho. Ya haces mucho. No. Además, Anthony y yo nos pasamos el día jugando, sin hacer nada.

—Eso es bueno —dijo—. Jugar.

—Tendremos tiempo para todo. Él y yo estaremos muy contentos de ayudar a Nellie, y además… —añadió Tatiana—, está tan sola…

Alexander desvió la mirada y Tatiana hizo lo propio.

Al día siguiente, Alexander regresó de la jornada de pesca y anunció:

—Dile a Nellie que se quede con sus míseros dos dólares. Jimmy y yo hemos hecho un trato: si pesco más de ciento cincuenta langostas legales, me pagará cinco dólares extra, y luego, cinco más por cada lote de cincuenta que pesque de más. ¿Qué te parece?

Tatiana se quedó pensativa unos instantes.

—¿Cuántas jaulas llevas en tu red?

—Diez.

—A dos langostas legales por jaula… veinte como máximo por red… un calamento de una hora, levar las jaulas, devolver la mayor parte al mar… no es suficiente.

—¿Qué te parece? —exclamó él—. Cuando se trata de mí, te conviertes en una capitalista radical.

—Con ese trato vas a salir perdiendo, Alexander —le dijo Tatiana—. Como una langosta.

Jimmy también debía de ser consciente de ello, con el precio de mercado de las langostas en aumento y la cantidad de ofertas que Alexander estaba recibiendo para salir a calar las redes con otros barcos, porque cambió los términos del acuerdo sin que nadie tuviera que pedírselo y dio a Alexander cinco dólares extra por cada cincuenta legales por encima de las primeras cincuenta langostas. Por las noches, Alexander estaba demasiado cansado para sostener un vaso de cerveza en las manos.

Tatiana marinó los tomates de Nellie, le preparó sopa de patatas e intentó hacer salsa de tomate. Tatiana había aprendido a hacer una salsa de tomate riquísima gracias a sus amigos de Little Italy, en Nueva York, casi como si fuese italiana auténtica. Quería prepararle a Alexander salsa de tomate, igual que solía hacer la madre italiana de éste, pero necesitaba ajo, y nadie tenía ajo en Deer Isle.

Tatiana echaba de menos Nueva York, el bullicioso y multitudinario mercado semanal de los sábados por la mañana en el Lower East Side; a su mejor amiga, Vikki, la alegría personificada; su trabajo en la isla de Ellis, el hospital. El sentimiento de culpa por echar aquello de menos, por sentir nostalgia de aquella vieja vida que no podía vivir sin Alexander, se le clavaba como un puñal en el pecho.

Tatiana trabajaba sola en el campo mientras Nellie cuidaba de Anthony. Tardó una semana en recoger la cosecha entera de Nellie: ciento cincuenta fanegas de patatas. Nellie no podía creer que hubiese tantas. Tatiana negoció un trato con el almacén general, a cincuenta centavos la fanega, y le consiguió a Nellie setenta y cinco dólares. La mujer no cabía en sí de gozo. Después de pasar doce horas a bordo del barco, Alexander ayudó a Tatiana a llevar las ciento cincuenta fanegas a la tienda. Al final de la semana, Nellie sólo le pagó a Tatiana dos dólares al día de todos modos, y cuando Alexander se enteró, su voz perdió su impavidez habitual por un momento.

—Le has hecho ganar setenta y cinco dólares, le hemos llevado las puñeteras fanegas por la cuesta hasta la tienda, ¿y pese a todo, esa a la que llamas tu amiga te ha seguido pagando lo mismo?

—Chsss… No…

Tatiana no quería que su hijo oyese el lenguaje de soldado que su padre había mantenido a raya tan cuidadosamente todo ese tiempo.

—A lo mejor resulta que al final no eres tan buena capitalista, Tania.

—Nellie no tiene dinero. No se saca cien dólares al día como hace ese Jimmy gracias a ti. Pero ¿sabes lo que nos ha ofrecido? Que vayamos a vivir con ella. Tiene dos dormitorios vacíos en su casa. No nos cobraría por el alquiler y sólo tendríamos que pagarle el agua y la luz.

—¿Y cuál es la trampa?

—No hay ninguna trampa.

—Hay una trampa. Te lo noto en la voz.

—No hay trampa. —Se retorció los pulgares—. Sólo ha dicho que cuando regrese su marido, tendremos que irnos.

Al otro lado de la mesa, Alexander miró a Tatiana con expresión indescifrable y luego se levantó y llevó su plato al fregadero.

A Tatiana le temblaban las manos mientras fregaba los platos. No quería provocar su enfado. Bueno, tal vez eso no fuese del todo cierto, tal vez sí quería provocarlo de algún modo, provocar algo en él. Era tan excesivamente educado, tan extremadamente cortés… Cuando ella le pedía ayuda, él siempre estaba allí. Llevaba las malditas patatas, sacaba la basura al vertedero… pero su pensamiento no estaba en las patatas ni en la basura. Cuando Alexander se sentaba a fumar y mirar el mar, Tatiana no sabía dónde estaba su pensamiento. Cuando salía a las tres de la madrugada y tiritaba en el banco, Tatiana habría preferido no saber dónde estaba. ¿Qué lugar ocupaba ella en sus pensamientos? Tatiana no quería saberlo.

Cuando hubo terminado de enjuagar los platos, acudió afuera a sentarse en la gravilla junto a él, a sus pies. Sintiendo su mirada, alzó sus ojos hacia él.

—Tatiana… —susurró Alexander, pero Anthony vio a su madre en el suelo y se zambulló de inmediato en el regazo de ésta para enseñarle los cuatro escarabajos que había encontrado, dos de ellos peleándose con otros ciervos voladores.

Al levantar la vista para mirar a Alexander, ella vio que éste había dejado de mirarla.

Cuando Anthony se durmió y ellos dos estaban en su otra cama individual, ella le susurró:

—Entonces, ¿quieres que nos vayamos… a vivir con Nellie?

La cama era tan estrecha que sólo podían dormir de lado. Boca arriba, Alexander ocupaba el colchón entero.

—¿Vivir con ella hasta que vuelva su marido y nos eche a patadas porque se muere de ganas de un poco de intimidad con el hombre que acaba de volver de la guerra? —dijo Alexander.

—¿Estás… enfadado? —preguntó ella, como diciendo: «Por favor, enfádate».

—Por supuesto que no.

—Tendremos más intimidad en su casa. Dispone de dos habitaciones para nosotros, y eso es mejor que la única que tenemos aquí.

—¿De verdad? ¿Mejor? —exclamó Alexander—. Aquí estamos al lado del mar. Puedo salir a sentarme y fumar y contemplar la bahía. Nellie vive en Eastern Road, donde no haremos más que oler la sal y el pescado. Y la señora Brewster está sorda. ¿Crees que Nellie es sorda? El hecho de tener a Nellie en la puerta de nuestro dormitorio, con su oído intacto y sus cinco años sin un marido… ¿crees que eso nos proporcionaría más intimidad? Aunque, bien mirado… —añadió—, ¿crees que es posible tener menos intimidad aún?

Sí, quiso decir Tatiana. Sí. En mi piso comunal de Leningrado, donde vivía en dos habitaciones con babushka, deda, mi madre, mi padre, mi hermana, Dasha (¿te acuerdas de ella?), con mi hermano, Pasha, (¿te acuerdas de él?). Donde el retrete que había al fondo del pasillo, después de la cocina, junto a la escalera, nunca funcionaba correctamente y no se limpiaba jamás, y lo compartíamos con otros nueve habitantes del edificio. Donde no había agua caliente suficiente para cuatro baños al día, ni gas en la cocina para hervir cuatro langostas. Donde dormí en la misma cama con mi hermana hasta que cumplí los diecisiete años y ella los veinticuatro, hasta la noche en que nos llevaste hasta el «Camino de la vida». Tatiana apenas pudo contener un gemido de agonía.

No podía —no quería—, se negaba a recordar Leningrado.

La alternativa era mejor, sí, la de ni siquiera hablar de ello.

Aquella agonía se repetía cada noche. Durante el día se mantenían ocupados; era así como lo querían, era eso lo que necesitaban. No hacía tanto tiempo, Alexander y Tatiana se habían reencontrado en otro país y luego, sin saber muy bien cómo, habían sobrevivido a la guerra y habían logrado llegar a la isla de los lupinos, Deer Isle, sin que ninguno de los dos supiese cómo lo habían logrado… hasta las tres de la madrugada, momento en que Anthony se despertaba y gritaba como si lo estuviesen desollando, y Alexander tiritaba en el banco, y Tatiana se consumía de angustia tratando de olvidar… y entonces sabían cómo.

Marcada por el Gulag

Él se comportaba con ella con una cortesía indefectible.

—¿Quieres un poco más? —le decía, ofreciéndole la jarra de limonada.

—Sí, por favor.

—¿Quieres que demos un paseo después de cenar? He oído que venden una cosa que llaman helados italianos abajo en la bahía.

—Sí, sí que me gustaría.

—Ant, ¿a ti qué te parece?

—Sí, vamos. Vamos ahora.

—Bueno, espera un momento, campeón. Tu madre y yo tenemos que recoger.

Tan formal… eso de madre.

Siempre, invariablemente, le abría la puerta para que pasara, le bajaba tarros y latas de los estantes más altos de la cocina. Resultaba muy útil que fuese tan alto, como una escalerilla plegable.

¿Y ella? Ella hacía lo que había hecho siempre: él era siempre el primero. Cocinaba para él, acercaba la comida a su plato y le servía a él antes. También le servía la bebida. Él ponía y recogía la mesa. Ella le lavaba la ropa y luego se la doblaba. Ella hacía sus minúsculas camas y ponía sábanas limpias. Ella le preparaba el almuerzo para la jornada en el barco y también hacía un poco más para Jimmy, porque el manco Jimmy no tenía una mujer que le preparara un sándwich. Ella se afeitaba las piernas para él, y se bañaba todos los días para él, y se ponía cintas de raso en el pelo para él.

—¿Quieres algo más? —le preguntaba.

¿Te traigo algo? ¿Te sirvo otra cerveza? ¿Quieres la primera parte del periódico o prefieres la segunda? ¿Quieres ir a nadar? ¿Tal vez prefieres que salgamos a buscar frambuesas? ¿Tienes frío? ¿Estás cansado? ¿Has tenido bastante, Alexander? ¿Ya has tenido bastante?

—Sí, gracias.

O bien…

—No, quiero un poco más, gracias.

Tan cortés. Tan correcto. Como sacado de las novelas de Edith Wharton que Tania había leído durante el tiempo en que él había estado ausente de su vida. La edad de la inocencia o La casa de la alegría… Qué ironía.

Aunque había veces en las que Alexander no era tan indefectiblemente cortés. Como una tarde en concreto, en que no soplaba el viento y Jimmy estaba con resaca. ¿O era que Jimmy estaba con resaca y no soplaba el viento? En cualquier caso, Alexander había vuelto más temprano, cuando ella no lo esperaba, y había ido a buscarla mientras aún se encontraba en los patatales de Nellie. Anthony estaba dentro de la casa, tomando leche en compañía de Nellie. Tatiana, con las manos sucias de tierra, el rostro colorado y el pelo despeinado, se incorporó en medio del campo para recibirlo con su vestido de chintz de verano sin mangas, ceñido en el torso, pegado a las caderas y abierto en el escote.

—Hola —lo saludó, gratamente sorprendida—. ¿Qué haces aquí tan pronto?

Él no habló. La besó, y esta vez no fue con serenidad ni fue un beso sin pasión. Tatiana ni siquiera tuvo ocasión de levantar las manos para rendirse. Él se la llevó campo adentro y la dejó en el suelo, cubierto de hojas de patatas, y el vestido se le ensució tanto como las manos. Los únicos preliminares fueron los bruscos movimientos para bajarle el vestido por los hombros y desnudarle los pechos con sus poderosas manos y subirle la falda por encima de las caderas.

—Mira lo que has hecho —le susurró ella luego.

—Pareces una campesina ordeñando leche con ese vestido.

—Pues ahora me has destrozado el vestido.

—Ya lo lavaremos.

Él seguía jadeando, pero tenía ya un aire distante.

Tatiana se recostó en él, murmurándole suavemente, mirándolo a la cara, intentando atraer su mirada, tratando de crear un poco de complicidad.

—¿Y al capitán le gusta que su mujer parezca una campesina ordeñando leche?

—Bueno, eso es evidente, ¿no te parece?

Pero el capitán ya estaba levantándose, alisándose la ropa y tendiéndole la mano para ayudarla a ponerse de pie.

Desde el regreso de Alexander, Tatiana había adoptado la costumbre de fijarse obsesivamente en sus manos, y en las suyas propias por contraste. Las de él eran como la bandeja sobre la que llevaba su vida: eran grandes y anchas, oscuras y cuadradas, con unas palmas pesadas y unos pulgares fuertes, pero con largos y gruesos dedos flexibles, como si pudiera tocar el piano además de levar jaulas de langostas. Tenía los nudillos y las venas muy marcados, y las palmas encallecidas. Todo lo tenía encallecido, hasta las yemas de los dedos, curtidas de tanto acarrear armas pesadas durante miles de kilómetros, endurecidas de tanto combatir, arder, talar árboles y enterrar cadáveres. Sus manos reflejaban todas las formas de penalidades eternas. No hacía falta ser adivino ni vidente, no hacía falta echar ni un solo vistazo a las líneas de la palma; una simple mirada rápida a las manos, bastaba para saberlo de inmediato: el hombre al que pertenecían aquellas manos lo había hecho todo… y era capaz de todo.

Y luego estaban las manos cuadradas de Tatiana. Entre otras cosas, aquellas manos habían trabajado en una fábrica de armamento, habían hecho bombas, tanques y lanzallamas, habían trabajado los campos, fregado suelos, escarbado agujeros en la nieve y en el suelo. Habían arrastrado trineos por el hielo. Habían atendido a hombres muertos, hombres heridos, hombres moribundos; sus manos habían conocido la vida, y también la muerte… y a pesar de todo, seguían pareciendo sumergidas en leche durante todo el día. Eran diminutas, sin imperfecciones, sin callosidades, sin nudillos marcados, sin venas marcadas, con las palmas claras y los dedos esbeltos. Ella se avergonzaba de sus manos, pues eran suaves y delicadas como las de un niño. Al verlas, se podía llegar a pensar que no habían trabajado en toda su vida y, lo que era aún peor: ¡que no podían hacerlo!

Y en ese momento, en plena tarde, después de haberla tocado en lugares poco apropiados para el remilgado decoro de los campos de patatas de Nellie, Alexander le tendió su enorme mano oscura para ayudarla a levantarse del suelo, y la suya blanca desapareció en el puño cálido de él mientras su marido tiraba de ella.

—Gracias.

—Gracias.

Al principio de llegar a Deer Isle, por las noches, cuando Anthony se quedaba dormido al fin, subían la empinada cuesta hasta donde estaba aparcado su Nomad, cerca de la espesura del bosque. Una vez en su interior, Alexander le quitaba la ropa, pues insistía en que ella estuviese desnuda para él, aunque la mayoría de las veces él no se desvestía, sino que se dejaba la camiseta interior. Tatiana le preguntó una vez si no quería desnudarse él también, pero él le contestó que no. Ella no volvió a preguntárselo. Él la besaba, y con sus manos la tocaba para templarla, pero nunca decía una sola palabra. Jamás pronunciaba su nombre. La besaba, apretaba con fuerza el cuerpo de ella contra el suyo, se ofrecía a la boca ansiosa de ella, a veces con demasiado ímpetu, aunque eso a ella no le importaba, y luego se entregaba enteramente a ella. Tatiana gemía, no podía evitarlo, y había habido una época en que él vivía para sus gemidos. Él ya nunca emitía ningún ruido, ni antes, ni durante y ni siquiera al final. Al terminar, se limitaba a aspirar aire, a veces una bocanada muy pequeñita.

Habían perdido muchas de sus costumbres. Alexander ya no la exploraba con la boca, ni le susurraba toda clase de cosas inimaginables al oído, ni acariciaba cada centímetro de su piel, ni encendía la lámpara de keroseno… ni siquiera abría los ojos.

«Shura». Desnuda en la Nomad era ya el único momento en su nueva vida juntos en que Tatiana lo llamaba por aquel diminutivo cariñoso. A veces tenía la sensación de que él habría querido taparse los oídos para no escuchar aquel nombre. El interior de la caravana estaba muy oscuro, siempre muy oscuro, nunca había luz para poder ver nada. Y él llevaba la ropa puesta. «Shura. Me parece imposible volver a estar tocándote de nuevo…».

No había novelas de Edith Wharton en la caravana, no había ninguna edad de la inocencia. Él se embebía de ella hasta que ella ya no tenía nada más que darle, pero aun así se embebía hasta que ya no había nada.

—Soldado, amor mío, estoy aquí —le susurraba Tatiana, con los brazos abiertos, tendidos hacia él con impotencia, en señal de rendición.

—Yo también estoy aquí —respondía Alexander, sin susurrar, levantándose, vistiéndose—. Venga, bajemos a la casa. Espero que Anthony siga durmiendo.

Ésos eran los rescoldos, cuando él le tendía la mano para ayudarla a levantarse.

Ella estaba indefensa, también ella estaba famélica, estaba dispuesta a entregarse, a abrirse. Estaba decidida a darle lo que necesitase como lo necesitase, pero aun así…

¡Bah!, qué importaba. Era sólo que había algo tan marcial y tan poco marital en la forma taciturna y rapaz de Alexander de acallar los gritos de la guerra…

Una noche, al borde del llanto, Tatiana le preguntó qué le pasaba, qué les pasaba a ambos, y él le contestó:

—Estás marcada por el Gulag.

Y en ese momento los interrumpieron los gritos histéricos de un niño procedentes de la casa. Ya vestido, Alexander bajó la cuesta a todo correr.

—¡Mamá! ¡Mamá!

La vieja señora Brewster había irrumpido en la habitación, pero sólo había conseguido aterrorizar a Anthony aún más.

—¡MAMÁ! ¡MAMÁ!

Alexander lo abrazó con fuerza, pero Anthony no quería a nadie que no fuese su madre, y cuando ésta llegó, tampoco la quiso a ella. Le pegó y luego le dio la espalda. El niño estaba fuera de sí. Tatiana necesitó más de una hora para tranquilizarlo. A las cuatro, Alexander se levantó para ir a trabajar, y después de esa noche Tatiana y Alexander dejaron de ir a la caravana, que permaneció abandonada en el claro colina arriba entre los árboles mientras ellos, vestidos ambos y en silencio, con una almohada o los labios o la mano de él sobre la boca de ella para sofocar sus gemidos, se enlazaban en la danza de la vida, la danza de la muerte, la danza del Gulag, haciendo crujir cada muelle desesperado de la cama junto a la cama gemela donde Anthony dormía su agitado sueño. Intentaron encontrarse durante el día, cuando el niño no los viera. El problema era que el niño siempre los estaba mirando. Al final de los largos domingos sin siesta, Alexander estaba mudo de impaciencia y descontento.

Una tarde de domingo, a última hora, se suponía que Anthony tenía que estar en el jardín jugando con los insectos; se suponía que Tatiana tenía que estar preparando la cena, y se suponía que Alexander tenía que estar leyendo el periódico, pero en realidad, lo que hacía era estar sentado debajo de las faldas levantadas de ella en la estrecha silla de madera que se apoyaba contra la pared de la cocina y ella estaba de pie a horcajadas sobre él. Ambos jadeaban, a ella le temblaban las piernas, y él aguantaba el peso oscilante del cuerpo de ella con las manos en sus caderas, moviéndola en sucesivos espasmos. Cuando se acercaba el momento de máxima dificultad para respirar para Tatiana, Anthony entró en la cocina.

—¿Mamá?

Tatiana abrió la boca en un círculo atormentado y perfecto. Alexander susurró «Chsss». Ella contuvo el aliento, incapaz de volverse, abrumada por la inmovilidad, la plenitud y la rigidez de la enormidad de él en el interior de su cuerpo. Hincó sus largas uñas en los hombros de Alexander y trató con todas sus fuerzas de contener un grito, y durante todo ese tiempo, Anthony permaneció detrás de su madre.

—Anthony —dijo Alexander, con voz casi serena—, espera un minuto, por favor. Vete afuera. Mamá saldrá enseguida.

—Ese hombre, Nick, está otra vez en su jardín. Quiere un cigarrillo.

—Mamá enseguida sale, campeón. Vete afuera.

—¿Mamá?

Pero Tatiana no podía volverse, no podía hablar.

—¡Sal afuera, Anthony! —exclamó Alexander.

En apenas unos minutos, Anthony se fue, Tatiana respiró, Alexander la llevó al dormitorio, atrincheró la puerta y puso fin a lo que habían empezado en la cocina; pero con respecto al futuro, Tatiana no sabía qué hacer.

Algo que no hicieron, desde luego, fue hablar de lo ocurrido.

—¿Quieres un poco más de pan, un poco más de vino, Alexander? —le preguntaba con las manos abiertas.

—Sí, gracias, Tatiana —contestaba él, bajando la cabeza.

El capitán, el coronel y la enfermera

—Papá, ¿puedo ir al barco contigo?

Anthony levantó la cabeza para mirar a su padre, sentado junto a él en la mesa del desayuno.

—No, hijo. Los barcos langosteros son un lugar peligroso para los niños pequeños.

Tatiana los observaba a ambos, escuchando, asimilando.

—Yo no soy pequeño, soy grande. Y me portaré bien. Lo prometo. Te ayudaré.

—No, hijito.

Tatiana carraspeó.

—Alexander, si voy yo… ejem… yo podré vigilar a Ant.

—Jimmy nunca ha subido a una mujer a su barco, Tania. Le dará un ataque.

—No, tienes razón, claro. Ant, ¿quieres más papilla de avena?

Anthony permaneció cabizbajo mientras se comía el desayuno.

A veces soplaba un viento favorable, y otras veces no tanto. A barlovento, a sotavento, cuando no soplaba el viento la pesca se hacía difícil, a pesar de los valientes intentos de Jimmy por izar la vela. Con sólo ellos dos a bordo, Alexander aflojó la vela de estay y mientras la embarcación flotaba en el Atlántico, se sentaron a fumarse un cigarrillo.

—Por Dios santo, ¿por qué siempre llevas esa camisa hasta la muñeca? Te tienes que estar muriendo de calor. Arremángate o quítatela —le dijo Jimmy.

—Jimmy, amigo mío —contestó Alexander—, olvídate de mi camisa. ¿Por qué no te compras otro barco? Ganarías un montón de dinero. Ya sé que éste era de tu padre, pero hazte un favor e invierte en un puñetero barco.

—No tengo dinero para un barco nuevo.

—Pues pídelo prestado en un banco. Son capaces de hacer cualquier cosa con tal de ayudar a los hombres a remontar después de la guerra. Obtén un préstamo a quince años. Con el dinero que ganarás, lo habrás devuelto en dos años.

Jimmy se entusiasmó con la idea. De repente, dijo:

—Ve a medias conmigo.

—¿Qué?

—Será nuestro barco. Y nos repartiremos a medias los beneficios.

—Jimmy, yo…

Jimmy se levantó de un salto y derramó la cerveza.

—Contrataremos a otro marinero y compraremos otra red de doce jaulas. Compraremos un vivero con capacidad para cinco mil litros. Tienes razón, ganaremos un montón de dinero.

—Jimmy, espera… creo que te has hecho una idea equivocada. No nos vamos a quedar a vivir aquí.

Alexander permanecía sentado con el cigarrillo colgándole entre los dedos.

Jimmy manifestó su enfado.

—¿Y por qué ibais a marcharos? A ella le gusta vivir aquí, tú siempre lo dices. Tú tienes trabajo, al chico le va bien… ¿Por qué tendríais que iros? —Alexander se puso el cigarrillo en la boca—. Tendrías los inviernos libres para hacer lo que quisieras —añadió Jimmy.

Alexander negó con la cabeza. Jimmy alzó la voz.

—Entonces, ¿para qué querías un trabajo si ibas a levar el ancla otra vez al cabo de un mes?

—Quería un trabajo porque necesito trabajar. ¿De qué vamos a vivir, del aire?

—No he trabajado así, a jornada completa, desde antes de la guerra —espetó Jimmy—. ¿Qué voy a hacer cuando te vayas?

—Ahora hay muchos hombres que vuelven de la guerra —repuso Alexander—. Ya encontrarás a alguien. Lo siento, Jim.

Jimmy le dio la espalda y empezó a deshacer el cabo de la vela de estay.

—Estupendo. —No miró a Alexander—. Pero dime, ¿quién va a trabajar como tú?

Esa noche, cuando Alexander estaba sentado en su silla, enseñándole a Anthony a hacer un nudo con el pasador que llevaba en la mano mientras esperaban a Tatiana para salir a dar su paseo vespertino, oyeron unos gritos, y lo que era inusual aquella vez es que una voz masculina participaba en la pelea. Tatiana salió.

—Mamá, ¿lo oyes? ¡Nick les está contestando!

—Lo oigo, hijo. —Intercambió una mirada con Alexander—. ¿Estáis listos?

Salieron por la puerta del jardín y empezaron a caminar despacio por la carretera, los tres tratando de oír las palabras en lugar de sólo el vocerío de gritos.

—Qué raro, ¿no? —exclamó Alexander—. El coronel discutiendo.

—Sí —respondió Tatiana, en el tono de alguien que estuviese diciendo: «Es fantástico, ¿verdad?».

Él la miró con perplejidad. Siguieron intentando escuchar algo. Un minuto más tarde, la madre salió disparada por el jardín trasero, empujando la silla de ruedas con Nick sentado en ella a través del césped crecido. Estuvo a punto de tropezarse y caer al suelo y hacer caer a su marido.

Cuando llevó la silla hasta el jardín delantero, exclamó:

—¡Ya está, aquí sentado! ¿Estás contento? ¿Quieres quedarte aquí sentado delante para que todo aquel que pase pueda mirarte como si fueras el animal de un zoo? Pues bien, adelante. A mí me importa un comino. Me importa un comino todo.

—¡Eso es más que evidente! —gritó el coronel mientras ella desaparecía a toda prisa.

El hombre estaba jadeando.

Tatiana y Alexander bajaron la cabeza y Anthony exclamó:

—Hola, Nick.

—¡Anthony! ¡Chsss…!

Anthony abrió la puerta del jardín y entró.

—¿Quieres un cigarrillo? Mamá, ven aquí.

Ella miró a Alexander.

—¿Puedo darle un cigarrillo? —le susurró.

Pero fue Alexander quien se aproximó al coronel, que tenía el cuerpo y la cara ligeramente crispados, se sacó un pitillo del paquete, lo encendió y lo sostuvo en la boca del coronel.

El hombre inhaló y exhaló el humo, pero sin el entusiasmo que había mostrado anteriormente con Tatiana. No abrió la boca.

Tatiana apoyó la mano en el hombro de Nick. Anthony le trajo un ciervo volador, una avispa muerta y una patata vieja.

—Mira —le dijo—, mira la avispa.

Nick la miró, pero no dijo nada. El cigarrillo lo tranquilizó. Se fumó otro.

—¿Quiere una copa, coronel? —le preguntó Alexander de pronto—. Hay un bar abajo, en Main Street.

Nick señaló con la cabeza en dirección a la casa.

—No me dejarán ir.

—No se lo preguntaremos —repuso Alexander—. Imagine su sorpresa cuando salgan y vean que se ha ido. Creerán que ha empujado solo la silla cuesta abajo.

Aquello hizo sonreír al coronel Nicholas Moore.

—Sólo de imaginarlo ya merecen la pena todos los gritos de después. De acuerdo, vamos.

Swezey’s era el único bar de Stonington y, como en todos los bares, no se permitía la entrada a los niños.

—Voy a llevar a Anthony a los columpios —dijo Tatiana—. Pasadlo bien vosotros dos.

En el interior, Alexander pidió dos whiskys. Sosteniendo ambos vasos, los entrechocó para brindar y acercó la copa a los labios de Nick. El licor desapareció de un sorbo.

—¿Pedimos otro?

—¿Sabes qué? —dijo Nick—. ¿Por qué no me pides una botella entera? No me he tomado una copa desde que me dispararon hace dieciocho meses. Te devolveré el dinero.

—No se preocupe —respondió Alexander, y trajo para ambos una botella de Jack Daniel’s.

Se sentaron en la esquina, fumando y bebiendo.

—Bueno, ¿y qué le pasa a su mujer, coronel? —preguntó Alexander—. ¿Por qué está siempre tan enfadada?

Estaban apoyados el uno en el otro, el coronel en su silla de ruedas y el capitán a su lado.

Nick negó con la cabeza.

—Mírame. ¿Acaso puedes culparla? Pero no te preocupes, porque el ejército me va a mandar a una enfermera a tiempo completo muy pronto. Ella cuidará de mí.

Siguieron sentados.

—Háblame tú de tu mujer —dijo Nick—. A ella no le doy miedo. No como a los demás de por aquí. ¿Es que ha visto cosas así antes?

Alexander asintió.

—Ha visto cosas así antes.

El rostro de Nick se iluminó.

—¿Y busca trabajo? El ejército le pagaría diez dólares al día por atenderme. ¿Qué dices? Un poco de dinero para tu familia no os vendría mal.

—No —contestó Alexander—. Ya fue enfermera suficiente tiempo. Se acabaron los enfermos para ella. —Y añadió—: Y no necesitamos el dinero, no nos hace falta.

—Venga, todo el mundo necesita dinero. Podrás comprarte tu propia casa en lugar de vivir con la loca de Janet.

—¿Y qué haría con el niño?

—Que se lo traiga también.

—No.

Nick se calló, pero no sin antes anunciar con desesperación:

—Estamos en lista de espera para una enfermera, pero no llega ninguna —dijo—. No hay suficientes. Todas lo han dejado. Sus hombres están volviendo, quieren tener hijos, no quieren que sus mujeres trabajen.

—Sí —dijo Alexander—. No quiero que mi esposa trabaje. Sobre todo no como enfermera.

—Si no consigo una enfermera, Bessie dice que va a enviarme al hospital del Ejército en Bangor. Dice que estaré mejor ahí.

Alexander lo ayudó a tragar más bebida, que necesitaba con desesperación.

—Desde luego, ellas sí que estarán más contentas si me voy allí —señaló Nick.

—Pues no parecen muy capaces de estar contentas.

—No, no. Antes de la guerra eran muy alegres y risueñas.

—¿Dónde lo hirieron?

—En Bélgica, en la batalla de las Ardenas. Y yo que creía que a los coroneles no les disparaban, por lo de que el rango conlleva privilegios y todo eso. Pero estalló un obús y mi capitán y mi teniente murieron, y yo me quemé. Me habría recuperado, pero permanecí en el suelo catorce horas antes de que me recogiera otra sección. Se me infectaron las extremidades, no pudieron hacer nada para salvarlas.

Más alcohol, más humo.

—Deberían haberme dejado en el bosque y ya está —continuó Nick—. Todo este sufrimiento se habría acabado para mí hace quinientas cincuenta noches.

Se fue calmando por momentos, ayudado por el whisky y los cigarrillos. Al final murmuró:

—Es tan buena… tu mujer…

—Sí —contestó Alexander.

—Tan fresca y joven… Da gusto mirarla.

—Sí —repitió Alexander, cerrando los ojos.

—Y no te grita.

—No, aunque me parece que a veces le gustaría.

—Ojalá tuviese yo ese efecto sobre mi Bessie. Antes era una mujer estupenda, y la chica era una muchacha encantadora.

Más alcohol, más humo.

—Pero ¿te has dado cuenta, desde que volviste —prosiguió Nick—, de que hay cosas que las mujeres no saben? Cosas que no sabrán jamás. No entienden lo que fue aquello. Me ven así y creen que esto es lo peor. No tienen ni idea. Ése es el abismo insalvable. Pasas por algo que te transforma para siempre, ves cosas que no puedes dejar de ver. Y luego caminas como un sonámbulo por tu vida real, con el shock de los proyectiles. ¿Sabes que cuando pienso en mí mismo, siempre tengo piernas? En mis sueños, siempre estoy caminando a paso ligero, y cuando me despierto, estoy en el suelo, me he caído de la cama. Ahora duermo en el suelo porque no dejaba de dar vueltas en la cama hasta caerme cuando soñaba. Cuando sueño conmigo mismo, llevo mis armas y voy en la retaguardia de un batallón. Estoy en un tanque, estoy gritando, siempre estoy gritando en mis sueños. ¡Así! ¡Así! ¡Fuego! ¡Alto! ¡Adelante! ¡Cuerpo a tierra! ¡Fuego! ¡Fuego! ¡Fuego!

Alexander bajó la cabeza y dejó caer los brazos sobre la mesa.

—Me despierto y no sé dónde estoy, y Bessie está diciendo: «¿Qué pasa? No me prestas atención, no me has dicho nada de mi vestido nuevo». Acabas viviendo con alguien que cocina para ti y que antes se abría de piernas para ti, pero en realidad no conoces a esa persona en absoluto. No la entiendes, ni ella te entiende a ti. Sois como dos extraños a quienes obligan a convivir. En mis sueños, con piernas, después de caminar, siempre me voy, me marcho, desaparezco. No sé dónde estoy, pero nunca estoy aquí, nunca estoy con ellas. ¿Te pasa eso a ti también?

Alexander siguió fumando en silencio, apurando otro vaso de whisky, y luego otro.

—No —contestó al fin—. Mi mujer y yo tenemos justo el problema contrario. Ella ha llevado armas y disparado contra hombres dispuestos a matarla. Ha estado en hospitales, en campos de batalla, en el frente… Ha estado en campos de refugiados y en campos de concentración. Ha estado a punto de morir de inanición en una ciudad helada y sitiada. Ha perdido a todos sus seres queridos. —Alexander se tomó medio vaso de malta amarga y aun así no pudo evitar lanzar un gemido—. Ella lo sabe, lo ve y lo entiende todo. Puede que ahora menos, pero eso es culpa mía. Yo no he sido muy… —Se le quebró la voz—. Muy nada. Nuestro problema no es que no nos entendamos el uno al otro, sino que nos entendemos demasiado. No podemos mirarnos, no podemos dirigirnos una sola palabra inocente, no podemos tocarnos sin tocar la cruz que llevamos sobre nuestras espaldas. Sencillamente, nunca tenemos paz.

La garganta de Alexander engulló un nuevo trago de licor.

De repente, la figura de Tatiana apareció en el rincón oscuro.

—Alexander —susurró—, son las once. Mañana tienes que levantarte a las cuatro.

Él la miró con aire sombrío. Ella miró a Nick, que la contemplaba con una expresión cómplice, la de alguien que al fin lo entiende todo.

—¿Qué le ha estado diciendo?

—Sólo hemos compartido algunos recuerdos —contestó el coronel—. Los de los buenos tiempos que nos han traído hasta aquí.

Un poco mareado, Alexander dijo que volvía enseguida y se levantó, momento en que tiró al suelo su silla y desapareció. Tatiana se quedó a solas con Nick.

—Me ha dicho que eres enfermera —dijo Nick.

—Lo era.

El hombre se calló.

—¿Qué le pasa? —Ella le apoyó la mano en su cuerpo—. ¿Qué tiene?

Él la miró con ojos húmedos y suplicantes.

—¿Tienes morfina?

Tatiana se incorporó.

—¿Dónde le duele?

—En todos los puñeteros rincones del cuerpo que me quedan —dijo—. ¿Tienes morfina suficiente para eso?

—Nick…

—Por favor, por favor… Suficiente morfina para no volver a sentir nunca más.

—Nick, por Dios santo…

—Cuando a tu marido le resulte insoportable, él tiene la suerte de contar con las armas que limpia, él podrá volarse los sesos, pero ¿y yo? —Nick no podía agarrarla, pero sí se abalanzó con el cuerpo hacia ella—. ¿Quién me va a volar a mí los sesos, Tatiana? —susurró.

—¡Nick, por favor!

Ella lo ayudó a incorporarse, pero el coronel había bebido demasiado y se escurría hacia abajo.

Alexander regresó, tambaleándose un poco. Nick se calló.

Tatiana tuvo que empujar cuesta arriba la silla de ruedas del coronel porque Alexander soltaba las empuñaduras a cada momento y Nick se deslizaba hacia atrás todo el tiempo. Tardó muchísimo rato en llevarlo a su casa. La mujer y la hija de Nick estaban pálidas de ira. Los gritos de las mujeres habrían resultado más suaves a oídos de Tatiana si el coronel no le hubiese hablado, pero puesto que lo había hecho y puesto que el propio Alexander estaba demasiado borracho para reaccionar ante el histrionismo de las dos mujeres, y puesto que Nick Moore también estaba sumido en un profundo sopor etílico, al día siguiente, el remate del chiste (el hecho de que un hombre manco y cojo en silla de ruedas hubiese desaparecido del jardín delantero) pasó desapercibido para todos, excepto para Anthony.

A la mañana siguiente, Alexander se tomó tres tazas de café solo, se fue a trabajar con paso tambaleante y con resaca, sólo logró calar tres jaulas de una vez en lugar de las doce habituales y regresó con apenas setenta langostas, todas ellas demasiado pequeñas o de menos de medio kilo de peso. Rechazó su jornal, se quedó dormido nada más cenar y no se despertó hasta que Anthony se puso a chillar en plena noche.

Al otro anochecer, después de cenar, Tatiana salió al porche con una taza de té y descubrió que Alexander no se encontraba allí. Él y Anthony estaban con Nick en el jardín contiguo, y Alexander se había llevado incluso su silla. Anthony estaba agachado buscando bichos y los dos hombres conversaban. Tatiana los observó unos minutos y luego regresó al interior de la casa. Se sentó a la mesa de la cocina vacía y, para su propia sorpresa, prorrumpió en lágrimas.

La escena se repitió a la noche siguiente, y a la siguiente, y a la otra. Alexander ni siquiera le decía nada; se limitaba a ir a la casa vecina y él y Nick se sentaban a charlar juntos mientras Anthony jugaba por allí. Pronto empezó a dejar su silla en el césped de los Moore.

Tras varios días sin poder soportarlo más, Tatiana realizó una llamada a larga distancia antes del desayuno para hablar con Vikki.

Vikki se puso a chillar de alegría al oír su voz.

—¡No puedo creer que por fin te esté oyendo! Pero ¿se puede saber qué te pasa? ¿Cómo estás? ¿Cómo está Anthony, mi grandullón? Pero antes, dime qué narices te ha pasado. Eres una mala amiga, dijiste que llamarías todas las semanas. ¡Y hace más de un mes que no sé nada de ti!

—No puede haber pasado todo un mes, ¿es eso cierto?

—¡Tania! ¿Se puede saber qué diablos has estado haciendo? Bueno, no, no respondas a eso. —Vikki se echó a reír como una colegiala—. ¿Cómo ha ido… todo? —preguntó en voz baja, en tono insinuante.

—Bien, muy bien. ¿Y tú cómo estás? ¿Cómo has estado todo este tiempo?

—Eso no importa, ¿por qué no me has llamado?

—Hemos estado… —Tatiana se puso a toser.

—Ya sé lo que habéis estado haciendo, desvergonzada. ¿Cómo está mi niño precioso? ¿Cómo está el niño que más adoro en este mundo? No tienes ni idea de lo que me has hecho. «Tania os lo da y Tania os lo quita». Echo muchísimo de menos cuidar de él, tanto, que estoy planteándome tener mi propio hijo.

—A diferencia del mío, Gelsomina —dijo Tatiana—, tu hijo estará contigo a todas horas, no podrás dárselo a nadie como si fuera un cachorro. Y te digo una cosa, no va a ser tan bueno como mi Anthony.

—¿Y qué niño lo es?

Hablaron del trabajo como enfermera de Vikki, de Deer Isle, de los barcos, los columpios y de Edward Ludlow, y de un hombre nuevo en la vida de Vikki («¡Un oficial! Para que lo sepas, no eres la única capaz de ligarse a un oficial») y de Nueva York («No puedes pasar por ninguna calle sin ensuciarte los zapatos con materiales de construcción») y de los abuelos de Vikki («Están bien, están intentando engordarme, dicen que soy demasiado alta y flaca. Como si por el hecho de engordarme fueran a hacerme más baja») y de la última moda en cortes de pelo, tan ridícula, y de los zapatos de tacón y de los nuevos vestidos de tirantes, cuando de repente:

—¿Tania? ¿Tania, qué te pasa?

Tatiana estaba llorando al otro lado del aparato.

—¿Qué te pasa? ¿Qué tienes?

—Nada, nada. Es sólo… que me alegro de oír tu voz. Te echo muchísimo de menos.

—Entonces, ¿cuándo vuelves? No puedo vivir sin ti en nuestro piso vacío —dijo Vikki—. Es que no puedo. No puedo vivir sin tu pan, sin tu muchachote, sin ver tu cara… Tania, por tu culpa nunca podré querer a ninguna otra. —Se echó a reír—. Y ahora cuéntale a Vikki qué te pasa.

Tatiana se enjugó las lágrimas.

—¿Estás pensando en irte del apartamento?

—¿Irme? ¿Estás de guasa? ¿Y dónde voy a encontrar un apartamento de tres habitaciones en Nueva York? No te puedes ni imaginar lo que ha pasado con los precios de los pisos desde que acabó la guerra. Y ahora deja ya de cambiar de tema y dime qué te pasa.

—Nada. De verdad, estoy bien. Es sólo que…

Anthony estaba jugando a sus pies. Se sonó la nariz y trató de serenarse. No podía hablar en voz alta de Alexander delante de su hijo.

—¿Sabes quién te ha estado llamando? Tu viejo amigo Sam.

—¿Qué?

Tatiana dejó de llorar al instante y se puso alerta: Sam Gulotta fue su contacto en el Departamento de Estado durante todos los años en que había estado intentando encontrar a Alexander. Sam sabía perfectamente que había encontrado a su marido, así que ¿por qué la llamaba? Sintió un nudo en el estómago.

—Sí, te ha estado llamando. Buscaba a Alexander.

—Ah. —Tatiana intentó imprimir un tono despreocupado a su voz—. ¿Y ha dicho para qué?

—Ha dicho algo de que el Departamento de Estado necesitaba hablar con Alexander. Me ha apremiado a que lo llames. Ha estado muy insistente cada vez que ha llamado.

—¿Y cuántas veces, mmm… ha llamado?

—Pues, no sé, así como… todos los días.

—¿Todos los días, dices?

Tatiana estaba perpleja y asustada.

—Eso es, todos los días. Insistente todos los días. Eso es demasiada insistencia para mí, Tania. Siempre le digo que en cuanto sepa algo de ti lo llamaré, pero no me cree. ¿Quieres su número?

—Ya tengo el número de Sam —dijo en voz baja—. Lo he llamado tantas veces a lo largo de estos años que lo sé de memoria.

Cuando Alexander volvió a casa por primera vez, habían ido a Washington a agradecerle a Sam su ayuda. Éste había mencionado algo acerca de una declaración para el Departamento de Estado, pero lo había dicho en tono tranquilo y sin prisa, y había añadido que era verano y que mucha gente estaba de vacaciones. Cuando habían dejado a Sam en el Mall, cerca del monumento a Lincoln, él no había vuelto a decir nada sobre aquello, así que ¿a qué venía ahora tanta insistencia? ¿Acaso tendría algo que ver con el enfriamiento de las relaciones amistosas entre dos recientes aliados de guerra, Estados Unidos y la Unión Soviética?

—Llama a Sam, por favor, para que deje de llamarme a mí. Aunque… —La voz de Vikki se adentró imperceptiblemente en el territorio del flirteo—. A lo mejor deberíamos dejar que siguiera llamándome… La verdad es que es un bombón.

—Es un viudo de treinta y siete años con hijos, Vikki —señaló Tatiana—. No puedes tenerlo a él sin convertirte también en madre.

—Bueno, yo siempre he querido un hijo.

—Sí, pero es que él tiene dos.

—Bueno, de acuerdo, déjalo ya. ¿Me prometes que lo llamarás?

—Te lo prometo.

—¿Le darás a nuestro muchachote un beso de mi parte del tamaño de Montana?

—Sí. —Cuando Tatiana se había ido a Alemania a buscar a Alexander, fue Vikki quien se quedó a cargo de Anthony, y le había cogido mucho cariño al niño—. No puedo llamar a Sam enseguida —explicó Tatiana—. Antes tendré que hablarlo con Alexander esta noche, cuando vuelva a casa, así que hazme un favor, ¿quieres? Si vuelve a llamar, dile que no has hablado conmigo todavía y que no sabes dónde estoy, ¿de acuerdo?

—¿Por qué?

—Es que… tengo que hablar con Alexander y, además, a veces no nos funciona el teléfono. No quiero que Sam se ponga nervioso, así que haz lo que te digo, ¿de acuerdo? Por favor, no digas nada.

—Tania, no confías en la gente, ése es tu problema. Ése ha sido siempre tu problema. Siempre desconfías de todos.

—No es verdad. Sólo… desconfío de sus intenciones.

—Bueno, pero Sam nunca haría nada que…

—Sam no dirige el Departamento de Estado, ¿a que no? —dijo Tatiana.

—¿Y?

—Pues que no puede responder por todo el mundo. ¿Es que no has leído los periódicos?

—¡No! —exclamó Vikki con orgullo.

—Al Departamento de Estado le da miedo el espionaje en todos los frentes. Tengo que hablar con Alexander de esto, saber qué opina él.

—¡Pero se trata de Sam! No te ayudó a traer de vuelta a casa a Alexander para luego acusarlo de espionaje.

—Repito, ¿acaso Sam dirige el Departamento de Estado? —Tatiana sentía una aprensión que no podía compartir con Vikki. En la década de 1920, la madre y el padre de Alexander pertenecían al Partido Comunista de Estados Unidos. Harold Barrington se había metido en numerosos líos en el país. De repente, el hijo de Harold había vuelto a América justo cuando la tensión entre las dos naciones iba en aumento. ¿Y si el hijo debía pagar por los pecados del padre? Como si no hubiera pagado bastante… y desde luego, por su aspecto, sin duda ya era más que suficiente—. Tengo que irme volando —dijo Tatiana, mirando a Anthony y apretando las manos en torno al teléfono—. Esta noche veré a Alexander. ¿Me prometes que no le dirás nada a Sam?

—Sólo si tú me prometes venir a verme en cuanto os vayáis de Maine.

—Lo intentaremos, Gelsomina —le aseguró Tatiana antes de colgar.

«Intentaré algún día cumplir esa promesa».

Temblando, llamó a Esther Barrington, la tía de Alexander, hermana del padre de éste y que vivía en Massachusetts. Fingió llamarla únicamente para saludarla, pero en realidad quería averiguar si alguien se había puesto en contacto con Esther para preguntarle por Alexander. Nadie lo había hecho, de modo que Tatiana sintió cierto alivio.

Esa noche, mientras cenaban langosta, Anthony anunció:

—Papá, mamá ha llamado a Vikki hoy.

—Ah, ¿sí? —Alexander levantó la vista del plato y escrutó el rostro de su mujer—. Qué bien. ¿Cómo está Vikki?

—Vikki está bien. Pero mamá lloró. Dos veces.

—¡Anthony!

Tatiana bajó la cabeza.

—¿Qué pasa? ¿Es verdad que lloraste?

—Anthony, por favor, ¿puedes ir y preguntarle a la señora Brewster si quiere cenar ahora o si le guardo la cena en el horno?

Anthony se fue y la intensidad del silencio de Alexander hizo que Tatiana se levantara para acercarse al fregadero, pero antes de poder articular palabra en su defensa por haber llorado, Anthony reapareció.

—La señora Brewster está sangrando —explicó.

Corrieron escaleras arriba y la señora Brewster les contó que su hijo, recién salido de la cárcel, le había pegado una paliza para quedarse con el dinero del alquiler que Alexander le pagaba. Tatiana trató de auxiliar a la anciana limpiándole la sangre con unos trapos.

—No va a dormir aquí, se hospeda con unos amigos al final de la carretera. ¿Podría ayudarme Alexander con mi hijo? —Puesto que él también había estado en prisión, debía de entender cómo eran esas cosas. Aunque no pegase a su esposa. ¿Podría pedirle Alexander a su hijo que no la pegase más? La mujer quería conservar su dinero del alquiler—. Es que se lo va a gastar en el maldito alcohol, como siempre, y luego se meterá en algún lío. Yo no sé por qué lo encerraron a usted, pero a él lo metieron en la cárcel por agresión con arma blanca. Agresión bajo los efectos del alcohol.

Alexander se fue a la casa contigua a hablar con Nick, pero más tarde, esa misma noche, le dijo a Tatiana que iba a hablar con el hijo de la señora Brewster.

—No.

—Tania, a mí tampoco me cae bien esa mujer, pero ¿qué clase de malnacido le pega una paliza a su propia madre? Voy a hablar con él.

—No.

—¿No?

—No. Tú estás herido de gravedad.

—No estoy herido de gravedad —dijo Alexander despacio, a la espalda de ella—. Sólo voy a hablar con él, eso es todo, de hombre a hombre. Le diré que darle una paliza a su madre es algo intolerable.

Hablaba en susurros en la oscuridad, las camas juntas, mientras Anthony emitía leves ronquidos al lado de su madre.

—Y te dirá: vete a la mierda, cabrón. Métete en tus propios asuntos. Y luego ¿qué?

—Buena pregunta. Pero puede que se muestre razonable.

—¿Eso crees? ¡Pero si le pega a su propia madre para quitarle el dinero!

Suspirando, Tatiana se removió entre sus dos hombres.

—Ya, pero no podemos quedarnos de brazos cruzados.

—Sí, sí que podemos. Podemos no cargar con los problemas de los demás.

«Ya tenemos suficientes», quiso decirle. No sabía cómo sacar el tema de Sam Gulotta, con esa sensación de terror frío que le atenazaba la garganta. Intentó seguir pensando en los problemas de los demás. No quería que Alexander se acercase al hijo de aquella mujer, pero ¿qué podía hacer?

—Tienes razón —dijo Tatiana al fin, carraspeando—. No podemos quedarnos de brazos cruzados, así que ¿sabes qué? Creo que iré yo a hablar con él. Yo soy una mujer, soy pequeña, hablaré con él con tono amable, como le hablo a todo el mundo. No se va a poner violento conmigo.

Sintió cómo Alexander se ponía rígido a su espalda.

—¿Estás de broma? —le susurró—. ¡Le pega a su madre! Ni se te ocurra acercarte a él.

—Chsss… No pasará nada, ya lo verás.

Le hizo volverse para mirarla cara a cara.

—Lo digo muy en serio —dijo él, enfrentándose a ella con mirada intensa y firme, sin apenas pestañear—. No des un solo paso en esa dirección, ni un solo paso. Porque si saliera una sola sílaba de su boca contra ti, no volvería a dirigirle la palabra a nadie nunca más, y a mí me encerrarían en una cárcel norteamericana, ¿es eso lo que quieres?

—No, amor mío —respondió ella en un hilo de voz.

¡Estaba hablando! Se había mostrado vehemente. ¡Hasta había levantado su voz susurrante! Lo besó en la cara, y siguió besándolo más y más, hasta que él también la besó, recorriéndole la superficie del camisón con las manos.

—¿Te he dicho lo mucho que odio que lleves ropa en mi cama?

—Ya lo sé, pero dormimos con un niño pequeño —le contestó ella en un susurro—. No puedo estar desnuda a su lado.

—A mí no me engañas —repuso Alexander, lanzando un suspiro.

—Amor mío, es por el niño —dijo, evitando su mirada—. Además, llevo un camisón de seda, no de arpillera. ¿Te has dado cuenta de que no llevo ropa interior?

Alexander deslizó las manos por debajo del camisón.

—¿Por qué llorabas cuando hablabas con Vikki? —Un tono frío y malhumorado le impregnó la voz—. ¿Qué? ¿Echas de menos tu Nueva York?

Tatiana lo miró y se sintió culpable. Lo miró y se sintió sola.

—¿Por qué te vas a la casa de al lado todas las noches? —le susurró, gimiendo ligeramente.

Alexander apartó las manos.

—Vamos, Tatiana, ya has visto a la familia de Nick. Soy el único con quien puede hablar, no tiene a nadie aparte de mí.

«Ni yo tampoco», pensó Tatiana, y el dolor llameante de aquella verdad le abrasó los ojos. No podía decirle nada a Alexander acerca de Sam Gulotta y el Departamento de Estado, no había sitio para más raciones en su plato frío de angustia.

A la noche siguiente, Anthony regresó a casa él solo tras haber estado únicamente media hora con su padre y el coronel. El sol ya se había escondido y los mosquitos habían hecho su aparición. Tatiana lo bañó, y le estaba aplicando loción de calamina para las picaduras cuando le preguntó:

—Ant, ¿de qué hablan papá y Nick?

—No sé —le contestó Anthony vagamente—. De la guerra. De luchar.

—¿Y esta noche? ¿Por qué has vuelto tan pronto?

—Nick no para de pedirle a papá una cosa.

—¿Qué es lo que no para de pedirle a papá?

—Que lo mate.

Tatiana, que estaba en cuclillas, se tambaleó hacia atrás y estuvo a punto de caer al suelo.

—¿Qué?

—No te enfades con papá, por favor.

Ella le dio unas palmaditas para tranquilizarlo.

—Anthony… eres un buen chico.

Al ver la expresión desencajada en el rostro de su madre, Anthony empezó a hacer pucheros. Su madre lo tomó en brazos.

—Chsss. No pasa nada, hijito. Todo va a ir bien.

—Papá dice que no quiere matarlo. —Tatiana le puso el pijama rápidamente.

—Espérame aquí, ¿me lo prometes? No salgas a la calle con el pijama. Quédate en la cama y mira los dibujos del libro de barcos y peces.

—¿Adónde vas?

—A buscar a papá.

—¿Vas a… volver en cuanto hayas ido a buscar a papá? —preguntó con aire de inseguridad.

—Pues claro. Anthony, claro. Volveré enseguida.

—¿Le vas a gritar?

—No, hijo mío.

—Mamá, por favor, no te enfades si ha matado al coronel.

—Chsss. Mira tu libro. Volveré enseguida.

Tatiana sacó su maletín de enfermera del armario. Tardó unos minutos en recobrar la serenidad, pero al final salió de la casa con paso decidido.

—Huy, huy, huy… —exclamó Nick al verla—. Me parece que se va a armar una buena.

—Pues no, no creo —dijo Tatiana fríamente, abriendo la puerta del jardín.

—No es culpa suya —explicó Nick—. Es culpa mía. Lo he entretenido yo.

—Mi marido ya es mayorcito —dijo—. Sabe perfectamente cuándo hay que decir basta. —Miró a Alexander con ojos acusadores—. Pero se le olvida que su hijo habla su mismo idioma y oye cada palabra que dicen los adultos.

Alexander se levantó.

—Y dicho esto, buenas noches, Nick.

—Deja aquí la silla —dijo Tatiana—. Vete. Ant está solo.

—¿Tú no vienes?

—Voy a hablar un poco con Nick. —Miró fijamente a Alexander—. Vete. Yo iré enseguida.

Alexander no se movió.

—¿Qué estás haciendo? —dijo despacio.

Tatiana se dio cuenta de que él no pensaba irse, y ella no pensaba ponerse a discutir delante de un extraño. Aunque una discusión habría estado muy bien.

—Nada. Sólo voy a hablar con Nick.

—No. Tania, ven.

—Ni siquiera sabes lo que…

—Me da igual. Ven.

Haciendo caso omiso de la mano que le tendía su marido, Tatiana se sentó en la silla y se dirigió al coronel.

—Sé de qué le está hablando a mi marido —dijo Tatiana—. Déjelo.

Nick negó con gesto impotente con la cabeza.

—Tú has estado en la guerra. ¿Es que no entiendes nada?

—Lo entiendo todo —repuso ella—, pero no puede pedirle lo que le pide. No está bien.

—¿Bien? —exclamó—. ¿Quieres que hablemos de lo que está bien?

—Sí quiero —dijo Tatiana—. Yo también tengo unas cuantas cosas que estoy tratando de solucionar. Pero usted fue al frente y cayó herido, ése es el precio que tuvo que pagar para evitar que su mujer y su hija acabaran hablando alemán. Cuando dejen de sentir tristeza por usted, estarán mejor. Ya sé que ahora es muy duro, pero las cosas mejorarán.

—Las cosas no van a mejorar nunca. ¿Crees que no sé por qué luchaba? Lo sé, y no me quejo. No me quejo de eso. Pero esto no es vida, no para mí, no para mi mujer. Esto es sólo una mierda, perdón por la expresión. —Como no podía hacer otra cosa, Nick hizo un esfuerzo por incorporarse en la silla y se arrojó al césped. Tatiana dio un respingo y Alexander lo recogió y volvió a colocarlo en la silla—. Lo único que quiero es morirme —exclamó Nick, jadeando—. ¿Es que no lo ves?

—Sí lo veo —respondió ella en voz baja—, pero deje a mi marido en paz.

—¡Es que nadie más puede ayudarme!

Nick intentó arrojarse al suelo de nuevo, pero Tatiana lo sujetó con mano firme.

—Él tampoco va a ayudarlo —dijo—. No con esto.

—¿Por qué no? ¿Le has preguntado acaso a cuántos de sus hombres tuvo que pegarles un tiro para ahorrarles el sufrimiento? —gritó Nick—. ¿Qué? ¿No te lo ha dicho? Díselo, capitán. Les pegaste un tiro sin pensarlo dos veces. ¿Por qué no lo haces ahora por mí? ¡Mírame!

Tatiana miró a un sombrío Alexander y luego volvió la vista hacia Nick.

—Sé lo que hizo mi marido en la guerra —repuso con voz trémula—, pero déjelo en paz. Él también necesita un poco de paz.

—Por favor, Tania —susurró Nick, bajando la cabeza para apoyarla en la mano de ella—. Se ha acabado la fiesta para mí. Ten piedad. Sólo tienes que darme la morfina. No es una muerte violenta, no sentiré ningún dolor. Sólo me quedaré dormido… Es bueno. Es justo.

Tatiana miró a Alexander con una pregunta en los ojos.

—Te lo suplico —añadió Nick al ver su vacilación.

Alexander levantó a Tatiana de la silla.

—Dejadlo de una vez, los dos —dijo, en una voz que no admitía réplica, ni siquiera del coronel—. Los dos os habéis vuelto locos. Buenas noches.

Más tarde, en la cama, ninguno de los dos habló durante largo rato. Tatiana estaba hecha un ovillo y abrazada a su espalda.

—Tania… dime una cosa… ¿Ibas a matarlo para que no pasara más tiempo con él?

—No digas tonte… —Se interrumpió—. Ese hombre se está muriendo. Ese hombre quiere estar muerto, ¿es que no lo ves?

La respuesta de Alexander llegó con dificultad.

—Sí lo veo.

«Oh, Dios…».

—Ayúdalo, Alexander —dijo Tatiana—. Llévalo a Bangor, al hospital del Ejército. Ya sé que no quiere ir, pero tiene que ir. Allí hay enfermeras preparadas para atender a personas como él. Le sostendrán los cigarrillos en la boca y le leerán en voz alta. Cuidarán de él. Vivirá.

«Ese hombre no puede estar cerca de ti, tú no puedes estar cerca de él».

Alexander se quedó un momento en silencio.

—¿Yo también debería ir al hospital de Bangor? —preguntó.

—No, cariño; no, Shura —susurró ella—. Tú tienes tu propia enfermera aquí, a tu lado, las veinticuatro horas.

—Tania…

—Por favor… Chsss… —susurraban con desesperación, él entre el pelo de ella, y ella sobre la almohada que tenía delante.

—Tania, ¿lo… lo harías por mí, si te lo pidiese? Si yo… estuviese como él…

Se le quebró la voz.

—Más rápido de lo que se tarda en decir Sachsenhausen.

Se oyó un sonido repetitivo en alguna parte, grillos y más grillos, batir de alas y aleteos de otra clase, los ronquidos de Anthony en el silencio, en el dolor. Había habido un tiempo en el que Tatiana podía ayudar a Alexander con muchas cosas. ¿Por qué ya no podía ayudarlo?

Tatiana lloró en silencio, mientras los hombros le temblaban.

Al día siguiente, Alexander llevó al coronel al hospital del Ejército de Bangor, a cuatro horas de distancia. Se marcharon a primera hora de la mañana. Tatiana les llenó las cantimploras, les preparó los sándwiches y lavó y planchó los pantalones caqui de Alexander y su suéter de manga larga.

Antes de irse, se agachó junto al cuerpo menudo de Anthony y le preguntó:

—¿Quieres que te traiga algo cuando vuelva?

—Sí, un soldado de juguete —contestó Anthony.

—Muy bien, te lo traeré. —Alexander le alborotó el pelo y se levantó—. ¿Y tú? —Se dirigió a Tatiana, acercándose a ella.

—No, nada —respondió, con aire de decidida despreocupación—. No me hace falta nada.

Estaba intentando mirar más allá de los ojos de bronce de Alexander bucear en algún plano más profundo, uno que le dijera lo que estaba pensando, lo que estaba sintiendo. Tatiana trataba de alcanzar el otro lado del océano que no podía atravesar.

Nick ya estaba en la caravana, y su esposa e hija daban vueltas a su alrededor. Había demasiada gente. Alexander le acarició la mejilla con el reverso de los dedos.

—Pórtate bien —le dijo, besándola en la mano.

Tatiana apretó la frente contra su pecho un momento antes de que él se apartara. Cuando estaba ya muy cerca de la cabina de la caravana, Alexander se volvió. Tatiana, muy erguida e inmóvil, presionó con fuerza la mano de Anthony, pero ése fue el único indicio del torbellino emocional que estaba teniendo lugar en su interior, pues ante Alexander sólo mostraba una cara firme y serena. Hasta logró sonreír. Le lanzó un beso y luego se llevó la mano a la sien en un saludo tembloroso.

Alexander no regresó esa noche. Tatiana no durmió.

Tampoco regresó a la mañana siguiente. Ni a la tarde siguiente. Ni a la noche siguiente.

Tatiana registró las cosas de su marido y descubrió que se había llevado sus armas. Sólo quedaba la pistola de ella, la P-38 de fabricación alemana que él mismo le había dado en Leningrado. Estaba envuelta en una toalla junto a un grueso fajo de billetes, dinero extra que él había ido acumulando con el trabajo para Jimmy y que había dejado allí para ella.

Se quedó dormida en una especie de sopor junto a Anthony, en su cama gemela.

A la mañana siguiente, Tatiana bajó a los muelles. El langostero de Jimmy estaba atracado ahí, y éste hacía lo posible por reparar un golpe en el costado.

—Hola, renacuajo —saludó a Anthony—. ¿Ha vuelto ya tu papá? Tengo que salir a pescar unas langostas o me quedaré sin blanca.

—No ha vuelto todavía —contestó el niño—, pero me va a traer un soldado de juguete.

A Tatiana le flaqueaban las piernas.

—Jim, ¿a ti no te dijo cuántos días iba a estar fuera?

Jimmy negó con la cabeza.

—Dijo que si quería podía contratar a uno de los tipos que vienen por aquí buscando trabajo, y si no regresa pronto, voy a tener que hacerlo. Tengo que hacerme a la mar.

Hacía una mañana espléndida.

Llevando a Anthony a rastras de la mano, Tatiana prácticamente subió corriendo la cuesta hasta casa de Bessie y llamó a la puerta hasta que la mujer se despertó y fue a abrirla de mala gana. Tatiana, sin disculparse por haberla despertado, le preguntó si había tenido noticias de Nick o del hospital.

—No —contestó Bessie de malos modos.

Tatiana se negó a marcharse hasta que Bessie llamó al hospital y descubrió que el coronel había ingresado sin incidencias de ninguna clase dos días antes. El hombre que lo llevó hasta allí se quedó un día y luego se marchó. Nadie sabía nada más sobre Alexander.

Pasó otro día.

Tatiana se sentó en el banco de la bahía, junto al agua de la mañana, y vio a su hijo columpiarse él solo en un neumático. Se abrazaba el vientre con los brazos crispados. Estaba intentando no balancear el cuerpo hacia delante y hacia atrás como hacía Alexander a las tres de la madrugada.

«¿Me ha abandonado? ¿Me besó la mano para despedirse para siempre?

»No, eso es imposible. Ha pasado algo. No puede soportarlo, no puede aguantar, no encuentra una salida, no encuentra la manera. Lo sé. Lo presiento. Creímos que la parte más dura ya había terminado… pero nos equivocamos. Vivir es la parte más dura. Aprender a vivir tu vida cuando estás roto por dentro… no hay nada más duro que eso. Oh, Dios santo… ¿Dónde está Alexander?».

Tenía que ir a Bangor inmediatamente, pero ¿cómo? No tenía coche. ¿Podían ella y Anthony ir hasta allí en autobús? ¿Podían dejar Stonington para siempre, podían dejar allí todas sus cosas? ¿Para ir adónde? Pero ¡debía hacer algo! ¡No podía quedarse allí sin hacer nada!

Estaba rota, por dentro y por fuera. Tenía que ser fuerte por su hijo. Tenía que ser decidida por él. Todo iba a salir bien. Como un mantra. Una y otra vez.

«Éste es mi sueño recurrente —clamaba todo el cuerpo de Tatiana—. Creía que era como un sueño que él estuviese aquí de nuevo conmigo, y tenía razón, y ahora he abierto los ojos y él se ha ido, como antes».

Tatiana estaba viendo columpiarse a Anthony, mirando más allá de él, soñando con un hombre, imaginando un solo corazón en la inmensidad del universo… entonces, ahora y siempre. Seguía volando hacia él.

«¿Estará vivo todavía?».

«¿Estoy yo viva todavía?».

Creía que sí, nadie podía sentir tanto dolor y estar muerto.

—Mamá, ¿me miras? Voy a dar vueltas y vueltas y vueltas hasta marearme y caerme. ¡Yupi! ¿Me miras? ¡Mírame, mami!

Tatiana tenía los ojos empañados.

—Te estoy mirando, campeón. Te estoy mirando.

El aire olía tanto a agosto, el sol era tan radiante… los pinos, los olmos, las piñas, el mar, el niño que no dejaba de girar, sólo tres años; la joven madre, ni siquiera veintitrés…

Tatiana se había imaginado a su Alexander desde niña, desde antes de creer incluso que era posible que existiese alguien como él. Cuando era niña, soñaba con un mundo bueno por cuyos inescrutables caminos circulaba un hombre bueno, acaso buscándola a ella en algún rincón de su alma errante.

A orillas del río Luga, 1938

El mundo de Tatiana era perfecto.

Puede que la vida no fuese perfecta, ni mucho menos, pero en verano, cuando el día empezaba casi cuando terminaba el anterior, cuando los grillos cantaban toda la noche y las vacas mugían antes de que huyesen los sueños, cuando los olores estivales de junio en la aldea de Luga eran tan intensos, con los cerezos, las lilas y las ortigas en el alma desde el alba hasta el crepúsculo, cuando podías tumbarte en el camastro junto a la ventana y leer libros sobre la Gran Aventura de la Vida sin que nadie te molestase… con el aire tan quieto, el rumor de las ramas y, no demasiado lejos, la corriente del río Luga… entonces el mundo era un lugar perfecto.

Y aquella mañana la joven Tatiana estaba bajando por la carretera, acarreando dos baldes de leche de la vaca de Berta. Tarareaba una melodía y la leche se le derramaba por las prisas, pues corría para poder traerla de vuelta enseguida y así meterse en la cama a seguir leyendo su maravilloso libro, pero no podía evitar ir dando brincos, como tampoco la leche podía evitar derramarse. Se detuvo, dejó la vara en el suelo tras descargársela de los hombros, cogió uno de los baldes y se bebió la leche cálida que contenía, cogió el otro y bebió un poco más. Volvió a colocarse la vara sobre los hombros y reemprendió su camino.

Tatiana era una muchacha larguirucha y flaca como un palillo de la cabeza hasta los pies, una línea recta: los pies, las rodillas, los muslos, las caderas, las costillas, el pecho, los hombros, toda ella como un tallo que se estrechaba a la altura del cuello y luego se expandía en una cara redonda y rusa de frente alta, mandíbula muy marcada, boca rosada y sonriente y dientes blancos. Los ojos verdes le brillaban de puro traviesos, y tanto las mejillas como la naricilla estaban salpicadas de pecas. Aquel rostro feliz estaba rodeado por una melena rubísima, con unos mechones ralos que le caían por los hombros. Nadie podía sentarse junto a Tatiana sin resistir la tentación de acariciarle el pelo.

—¡Tatiana!

El grito procedía del porche. Nadie excepto Dasha.

Dasha siempre estaba gritando: Tatiana esto, Tatiana lo otro… «Pues va a tener que aprender a relajarse y no gritar tanto», pensó Tatiana. Aunque, ¿por qué iba a hacerlo? Todos los miembros de la familia de Tatiana gritaban. ¿Cómo si no podía hacerse oír uno? Eran tantos… Bueno, su taciturno abuelo de pelo gris lo conseguía de algún modo. Tatiana lo conseguía… de algún modo. Pero todos los demás: su madre; su padre; su hermana; hasta su hermano, Pasha (¿y por qué tenía él que gritar?), chillaban como si acabaran de llegar al mundo.

Los niños jugaban armando un gran alboroto y los adultos pescaban y cultivaban hortalizas en sus huertos. Algunos tenían vacas, otros tenían cabras; cambiaban pepinos por leche y leche por cereales; molían su propio centeno y fabricaban con él su propio pan integral. Las gallinas ponían huevos y los huevos se intercambiaban por té a los habitantes de las ciudades, y de vez en cuando alguien traía azúcar y caviar de Leningrado. El chocolate era tan raro y caro como los diamantes, razón por la cual cuando el padre de Tatiana —que se había ido hacía poco en viaje de negocios a Polonia— les había preguntado a sus hijos qué querían que les trajese, Dasha había contestado inmediatamente que chocolate. Tatiana también había querido decirle que chocolate, pero en vez de eso dijo: «¿Y un vestido bonito, papá?». Todos sus vestidos los había heredado de Dasha y le quedaban demasiado grandes.

—¡Tatiana!

La voz de Dasha provenía ahora del jardín.

Volviendo la cabeza a regañadientes, Tatiana dirigió su mirada desconcertada a su hermana, que estaba de pie junto a la verja con sus brazos en jarras, en actitud exasperada.

—¿Sí, Dasha? —respondió con dulzura—. ¿Qué quieres?

—¡Llevo diez minutos llamándote! ¡Me he quedado ronca de tanto gritar! ¿Es que no me has oído?

Dasha era más alta que Tatiana, y ya una mujer hecha y derecha; llevaba el rebelde pelo castaño y rizado recogido en una cola de caballo y la miraba con ojos indignados.

—No, no te he oído —le contestó Tatiana—. La próxima vez a lo mejor deberías gritar más fuerte.

—¿Dónde has estado? Llevas fuera nada menos que dos horas… ¡para ir a buscar leche apenas cinco casas más arriba!

—¿Y a qué vienen tantas prisas?

—¡No me contestes con tu frescura habitual, caradura! Te he estado esperando.

—Dasha —empezó a decir Tatiana filosóficamente—, dice Blanca Davidovna que bienaventurados serán aquellos que tengan paciencia.

—Vaya, pues mira quién fue a hablar, porque eres la persona más impaciente que conozco.

—Sí, eso díselo a la vaca de Berta. He estado esperando a que volviera de pacer.

Dasha le quitó a su hermana la vara de los hombros.

—Berta y Blanca te habrán dado de comer, ¿no? —Tatiana puso los ojos en blanco.

—Me han dado de comer, me han cubierto de besos, me han sermoneado… Y eso que ni siquiera es domingo. Estoy alimentada y con el alma limpia y soy una con el Señor. —Lanzó un suspiro—. La próxima vez ve tú a buscarte la leche, pagana impaciente.

A Tatiana le faltaban tres semanas para cumplir los catorce años, mientras que Dasha había cumplido los veintiuno en abril. Dasha se consideraba la segunda madre de Tatiana, mientras que la abuela de ambas se consideraba la tercera madre de Tatiana. Las ancianas que le daban la leche a Tatiana y le hablaban de Jesús se consideraban su cuarta, quinta y sexta madre. Y Tatiana pensaba que apenas si necesitaba a la única y exasperada madre que tenía, por fortuna en Leningrado en esos momentos. Sin embargo, sabía que, por alguna razón y a pesar de que no era culpa suya, mujeres, hermanas y otras personas sentían la necesidad de hacerle de madre, de cubrirla de besos y atenciones y amor de madre, abrazarla con sus enormes cuerpos de matronas, hacerle trenzas en el pelo ralo, besarle las pecas y rezar a Dios por ella.

—Mamá os dejó a ti y a Pasha a mi cargo —declaró Dasha en tono autoritario—. Y si vas a mantener esa actitud conmigo, no pienso contarte la noticia.

—¿Qué noticia?

Tatiana empezó a dar saltos, pues le encantaban las noticias.

—No te lo digo.

Tatiana siguió a Dasha al interior de la casa sin dejar de dar saltitos. Su hermana dejó los baldes en el suelo. Tatiana llevaba un vestido de tirantes de niña pequeña y no dejaba de brincar. De repente, sin avisar, se arrojó a los brazos de Dasha, que estuvo a punto de caer al suelo antes de recobrar el equilibrio.

—¡No hagas eso! —le recriminó, aunque no estaba enfadada—. Ya eres demasiado mayor para esas cosas.

—No soy demasiado mayor.

—Mamá me va a matar —dijo Dasha, dándole unas palmaditas a su hermana en el trasero—. Te pasas todo el día durmiendo y leyendo, y eres una desobediente. No comes, y así nunca crecerás. Mira qué pequeñaja eres.

—Creía que habíais dicho que era demasiado grande.

Tatiana estaba abrazada al cuello de Dasha.

—¿Dónde está el loco de tu hermano?

—Se fue a pescar al amanecer —contestó Tatiana—. Quería que lo acompañase… ¿Levantarme yo al amanecer? ¡Ja, ja, ja! Ya le dije lo que me parecía esa idea.

Dasha la apretó con fuerza.

—Tania, he visto palillos más gruesos que tú. Anda, ven a comerte un huevo.

—Me comeré un huevo si me dices la noticia —propuso Tatiana, besando a su hermana en una mejilla y luego en la otra. Besos, besos y más besos—. Nunca deberías guardarte las buenas noticias para ti sola, Dasha. Ésa es la regla: las malas noticias sólo para ti, pero las buenas díselas a todo el mundo.

Dasha la dejó en el suelo.

—La verdad es que no sé si son buenas noticias, pero… Tenemos nuevos vecinos —anunció—. Los Kantorov se han mudado a la casa de al lado.

Tatiana abrió los ojos como platos.

—No puedo creerlo —exclamó en tono escandalizado y llevándose las manos a la cara—. ¡Los Kantorov nada menos!

—Ya está, no voy a hablarte nunca más. Estoy harta de que te burles de mí.

Tatiana se echó a reír.

—¡Es que hablas de los Kantorov como si se tratase de los Romanov!

Dasha siguió hablando con nervioso entusiasmo.

—Se rumorea que son de Asia Central. ¿Crees que vendrán de Turkmenistán? ¿A que es emocionante? Por lo visto tienen una hija, una niña con la que podrás jugar.

—¿Y ésas son las noticias? —exclamó Tatiana—. ¿Que va a venir una niña de Turkmenistán para que pueda jugar con ella? Dasha, tienes que tener alguna noticia mejor que ésa. El pueblo está lleno de niños y niñas con los que jugar… y que además hablan ruso. Y la prima Marina vendrá dentro de dos semanas.

—También tienen un hijo.

—¿Y? —Tatiana miró fijamente a Dasha—. Ah, ya lo entiendo. No es de mi edad, sino de tu edad, claro. —Dasha sonrió.

—Sí, a diferencia de ti, a algunas nos interesan los chicos.

—O sea, que en realidad no es una noticia para mí, sino para ti.

—No, la niña es para ti.

Tatiana salió con Dasha al porche a comerse un huevo duro. Tenía que admitir que ella también estaba entusiasmada con la noticia, porque no venía gente nueva al pueblo demasiado a menudo. La verdad es que nunca. La aldea era pequeña, y las casas se alquilaban durante años a las mismas personas, que crecían, tenían hijos y se hacían mayores.

—¿Y dices que se han venido a vivir a la casa de al lado?

—Sí.

—¿Donde vivían los Pavlov?

—Ya no.

—¿Qué les ha pasado?

—No lo sé, no están aquí.

—Sí, ya, eso es evidente. Pero ¿qué les ha pasado? El verano pasado estaban aquí.

—Han estado aquí quince veranos.

—¿Quince veranos —repitió Tatiana— y ahora otras personas están en su casa? La próxima vez que vayas a la ciudad pásate por el sóviet local y pregúntale al comisario qué les ha pasado a los Pavlov.

—¿Es que te has vuelto loca? ¿Que vaya al sóviet a preguntar dónde están los Pavlov? Come y calla, ¿quieres? Cómete el huevo y deja de hacer tantas preguntas. Ya estoy harta de ti, y eso que todavía es por la mañana.

Tatiana estaba sentada, con las mejillas abultadas y el huevo todavía entero en el interior de la boca, con ojos centelleantes. Dasha se echó a reír y atrajo a su hermana hacia sí. Tatiana se apartó.

—Estate quieta —le ordenó Dasha—. Tengo que arreglarte la trenza, la llevas hecha una pena. ¿Qué estás leyendo ahora, Tanechka? —preguntó cuando empezó a deshacérsela—. ¿Algo bueno?

La reina Margot. Es el mejor libro del mundo.

—No lo he leído. ¿De qué trata?

—De amor —contestó Tatiana—. Ay, Dasha… Nunca te podrás imaginar un amor semejante… Un desdichado soldado, La Mole, se enamora de la desgraciada esposa católica de Enrique IV, la reina Margarita, también llamada Margot. Su amor imposible te rompería el corazón.

Dasha se echó a reír.

—Tania, eres la chica más graciosa que conozco. No sabes absolutamente nada de nada y en cambio hablas hechizada por las palabras de amor que has leído en un libro…

—Cómo se nota que no has leído La reina Margot —contestó Tatiana con aire displicente—. No son palabras de amor. —Sonrió—. Es un canto al amor.

—No me puedo permitir el lujo de leer sobre el amor. Lo único que hago es cuidar de ti.

—Pero sí que te reservas algo de tiempo para las «relaciones sociales» de noche, ¿a que sí?

Dasha le dio un pellizco.

—Para ti todo es una broma. Bueno, pues espera y verás, lista. Algún día esas «relaciones sociales», como tú las llamas, no te parecerán tan divertidas.

—Puede ser, pero tú sigues pareciéndome muy divertida.

—Ya te daré yo divertida. —Dasha la volvió a empujar—. Serás granuja… —exclamó—. ¿Cuándo te harás mayor? Vamos, ya no puedo esperar más a tu imposible hermano. Vayamos a conocer a tu nueva mejor amiga, mademoiselle Kantorova.

Saika Kantorova.

El verano de 1938, cuando cumplió catorce años, fue el verano en que Tatiana se hizo mayor.

Los nuevos vecinos de la casa de al lado eran nómadas, vagabundos de partes del mundo muy alejadas de Luga. Tenían nombres muy extraños, propios de Asia Central. El padre, Murak Kantorov, demasiado joven para estar jubilado, murmuró que era un soldado retirado del ejército, pero llevaba el pelo negro largo y recogido en una cola de caballo. ¿Acaso los soldados llevaban el pelo tan largo? La madre, Shavtala, dijo que era una «especie» de maestra no retirada. El hijo de diecinueve años, Stefan, y la hija de quince años, Saika, no dijeron nada, sólo pronunciaron el nombre de ella: «Sa-ii-ka».

¿Era cierto que procedían de Turkmenistán? A veces. ¿De Georgia? De vez en cuando. Los Kantorov respondían a todas las preguntas de forma vaga.

Por lo general, los nuevos vecinos eran más simpáticos, no tan cerrados ni callados. Dasha lo intentó.

—Trabajo de ayudante en la consulta de un dentista. Tengo veintiún años. ¿Y tú, Stefan?

¡Dasha ya estaba coqueteando con él! Tatiana tosió con fuerza y su hermana la pellizcó. Tatiana quiso contar un chiste, pero no parecía haber espacio para chistes en la oscura habitación atestada de gente incómoda. Fuera el sol lucía de lleno, pero dentro, las cortinas sin lavar estaban echadas y tapaban las ventanas mugrientas. Los Kantorov no habían deshecho su equipaje. La casa había sido amueblada por los Pavlov, que no parecían haberse marchado definitivamente, sino sólo haber salido fuera un momento.

Había unos cuantos objetos nuevos en la repisa de la chimenea: fotos, retratos, esculturas raras y pequeños cuadros dorados, como iconos, sólo que no eran de Jesús ni de María… sino de unas extrañas cosas con alas.

—¿Conocían ustedes a los Pavlov? —Quiso saber Tatiana.

—¿A quiénes? —exclamó el padre bruscamente.

—A los Pavlov. Ésta era su casa.

—Bueno, pero ahora ya no lo es, ¿no? —repuso la madre.

—Ésos no van a volver —informó Murak—. Tenemos papeles del sóviet. Tenemos permiso oficial para estar aquí. ¿A qué vienen tantas preguntas en boca de una niña? ¿Quién quiere saberlo?

Esbozó una sonrisa fingida.

Tatiana fingió devolverle la sonrisa.

Cuando salieron, Dasha le susurró:

—¡Déjalo ya! Me parece increíble que hayas empezado con tus preguntas estúpidas. Mantén la boquita cerrada o te prometo que se lo contaré a mamá cuando vuelva.

Dasha, Stefan, Tatiana y Saika habían salido a la luz del sol; Tatiana no decía nada, pues no se le permitía hacer preguntas. Al final, Stefan sonrió a Dasha, y Saika miró a Tatiana con recelo.

Fue en ese momento cuando Pasha, pequeño y ágil, subió corriendo los escalones de la casa, depositó un cubo con tres percas rayadas a los pies de Tatiana y dijo con voz atronadora:

—¡Ajá! Señorita Sabelotodo, mira lo que he pescado hoy…

—Pasha, te presento a nuestros nuevos vecinos —lo interrumpió Dasha—. Pasha, estos son Stefan… y Saika. Saika tiene tu edad.

En ese momento, Saika sonrió.

—Hola, Pasha —dijo.

Pasha la acogió con una sonrisa radiante.

—Vaya, Vaya… Cuánto me alegro de conocerte, Saika…

—¿Y cuántos años tienes? —le preguntó Saika, mirándolo de arriba abajo.

—Pues tengo la misma edad que ésta de aquí. —Pasha, de pelo negro, tiró con fuerza de la trenza rubia de su hermana Tatiana y ésta lo empujó—. Cumpliremos catorce muy pronto.

—¡Sois mellizos! —exclamó Saika, mirándolos atentamente—. Caramba, qué cosas… —Sonrió con picardía—. Pero… tú pareces mucho mayor que tu hermana.

—Es que es mucho mayor que yo —intervino Tatiana—. Nueve minutos mayor.

—Pues pareces mayor que eso, Pasha.

—Ah, ¿sí? ¿Cómo cuánto, Saika?

Pasha sonrió y la muchacha le devolvió la sonrisa.

—Pues… unos doce minutos mayor —masculló Tatiana, reprimiendo las ganas de poner los ojos en blanco, derribar el cubo «accidentalmente» y dejar que sus preciosos pescados se fueran rodando por la hierba.

Pero la atención de Pasha estaba concentrada en otro sitio.

Despertarse y quedarse inmóvil en la cama por la mañana, despertarse y sentir el sol, no hacer, no pensar, no preocuparse. Tatiana vivía en Luga sin que el clima la preocupase, porque cuando llovía leía, y si hacía sol, nadaba. Vivía en Luga sin que la vida le preocupase, porque nunca pensaba en lo que se ponía, porque no tenía nada; ni en lo que comía, porque siempre era lo justo. Vivía en Luga en la felicidad eterna de la infancia, sin pasado y sin futuro. Creía que no había nada en el mundo que un verano en Luga no pudiese curar.

Las últimas nieves, 1946

—¡Mamá, mamá!

Se acercó estremeciéndose y se volvió. Anthony corría, señalando la pendiente de la colina por la que bajaba Alexander. Llevaba la misma ropa con la que se había marchado.

Tatiana se levantó. Ella también quería echar a correr, pero las piernas no podían transportarla. Ni siquiera podían soportar el peso de su cuerpo de pie. Anthony, el chico valiente, saltó directamente a los brazos de su padre.

Con su hijo encima, Alexander se acercó a Tatiana en la playa de guijarros y dejó al niño en el suelo.

—Hola, cariño —dijo.

—Hola —dijo ella, apenas capaz de mantener la mirada serena.

Desaseado y sin afeitar, Alexander se quedó junto a ella y la miró con unos círculos demacrados de color violeta oscuro debajo de los ojos, sin poder él mismo mantener la mirada serena. Tatiana se olvidó, de sí misma y corrió hacia él. Alexander se apretó con fuerza contra el cuerpo de ella y enterró la cara en su cuello, entre las trenzas de su pelo. Ella permaneció con los pies en el suelo, abrazándolo. Tatiana sintió manar del cuerpo de su marido una desesperación tan negra que empezó a temblar.

Él respondió abrazándola con más fuerza y, sin dejar de abrazarla, le susurró al oído:

—Chsss, chsss… Vamos, el niño…

Cuando la soltó, Tatiana no levantó la vista, pues no quería que Alexander viera en sus ojos el miedo que sentía por él. No había alivio posible… pero al menos estaba con ella.

Anthony tiró del brazo de su padre y preguntó:

—Papá, ¿por qué has tardado tanto en volver? Mamá estaba muy preocupada.

—Ah, ¿sí? Pues siento que mamá haya estado muy preocupada —dijo Alexander, sin mirarla—. Pero es que, Ant, no es fácil encontrar soldaditos de juguete.

Se sacó tres de la bolsa y Anthony se puso a gritar de entusiasmo.

—¿Le has traído algo a mamá?

—Yo no quería nada —dijo Tatiana.

—¿Querías esto?

Sacó cuatro cabezas de ajo.

Tatiana esbozó una tímida sonrisa.

—¿Y qué me dices de esto?

Extrajo dos tabletas de chocolate del bueno.

Ella esbozó otra tímida sonrisa.

Mientras subían la cuesta, Alexander, que llevaba a Anthony en brazos, le ofreció el brazo a su esposa. Ésta lo rodeó con el suyo y apretó el cuerpo contra el de él un momento antes de seguir andando.

Alexander se aseó, se bañó, se afeitó y comió. En esos momentos, en su estrecho camastro, ella estaba tendida encima de él, besándolo, tocándolo, acariciándolo, alentándolo, llorando sobre él. Alexander permanecía inmóvil, sin emitir un solo ruido, con los ojos cerrados. Cuanto más hambrientas y desesperadas eran las caricias de ella, más frío se volvía él, hasta que al final la apartó de sí.

—Venga, ya está —dijo—. Déjalo. Vas a despertar al niño.

—Cariño, cariño… —susurraba Tatiana, tratando de llegar hasta él.

—Déjalo, he dicho.

Le quitó las manos de encima.

—Quítate la camiseta, cariño —murmuró ella, llorando—. Mira, me quitaré el camisón, me quedaré desnuda, como a ti te gusta… —Él la disuadió.

—No, estoy agotado. Vas a despertar al niño. La cama cruje demasiado. Estás haciendo demasiado ruido. Deja de llorar te he dicho. Déjalo ya.

Tatiana no sabía qué hacer. Acariciándolo hasta que él se enardeció entre sus manos, le preguntó si quería algo de ella. Él se encogió de hombros.

Temblando, se lo llevó a la boca, pero no pudo seguir; se atragantaba, estaba tan sumamente triste… Alexander suspiró. Se levantó de la cama, la sacó a ella, la puso a cuatro patas sobre el suelo de tablones de madera, le dijo que no hiciese ruido y la embistió por detrás, sujetándola por la parte baja de la espalda con una mano y por la cadera con la otra para mantenerla estable. Cuando hubo acabado, se levantó, volvió a meterse en la cama y no emitió un solo sonido.

Después de esa noche, Tatiana perdió la capacidad de hablar con él. El hecho de que él no le contase lo que le pasaba era una cosa, pero el que ella fuese incapaz de reunir el valor suficiente para preguntárselo era algo completamente distinto. El silencio entre ambos creció hasta convertirse en un abismo insondable.

Durante tres noches seguidas, Alexander no dejó de limpiar sus armas. El hecho de que tuviese armas ya era bastante problemático, pero no quería desprenderse de ninguna de las que había traído consigo de Alemania, ni de la extraordinaria pistola Colt M1911 del calibre 45 que ella le había comprado, ni de la Colt Commando, ni siquiera de la P-39 nueve milímetros. La M1911, la reina de todas las pistolas, era la favorita de Alexander, Tatiana lo sabía por el tiempo que dedicaba a limpiarla. Ella se iba a acostar a Anthony y luego, cuando salía, él seguía sentado en la silla, deslizando el cargador sin cesar hacia dentro y hacia fuera, ladeando la pistola, poniéndole y quitándole el seguro una y otra vez, y limpiando todas sus partes con un paño.

Durante tres noches seguidas, Alexander no la tocó. Tatiana, sin saber nada, sin entender nada, pero queriendo desesperadamente hacerlo feliz, se mantuvo alejada, albergando la esperanza de que al final él se explicase o que desanduviese el camino que había seguido hasta recuperar lo que habían tenido. Pero lo recorría tan despacio… A la cuarta noche, Alexander se quitó toda la ropa y se quedó desnudo delante de ella, en la penumbra de la habitación, mientras Tatiana se sentaba en la cama, a punto de meterse en ella. Ella levantó la vista para mirarlo y él bajó la suya.

—¿Quieres que te toque? —le susurró con aire inseguro, alzando las manos hacia él.

—Sí —dijo él—. Quiero que me toques, Tatiana.

Desanduvo un poco el camino, pero nunca le explicó nada en la penumbra, en su pequeña habitación junto al durmiente Anthony.

Empezó a refrescar por las noches, y los mosquitos desaparecieron. Las hojas de los árboles comenzaron a mudar de color. Tatiana no creía que le quedase aliento en el cuerpo para sentarse en el banco y observar el reflejo del agua quieta en las colinas de cinabrio, vino y oro.

—Anthony —murmuró—. Todo esto es muy bonito. ¿A que sí?

—Sí, mamá.

El crío llevaba la gorra de oficial de su padre, la misma que el doctor Matthew Sayers le había dado a ella hacía años, tras haberla arrancado de la cabeza de un Alexander supuestamente muerto. «Se ha ahogado, Tatiana. Está muerto en el hielo, pero tengo su gorra, ¿la quieres?».

La gorra beis con la estrella roja, demasiado grande para Anthony, le hacía a Tatiana recordarse a sí misma y a su vida en tiempo pasado en lugar de hacerlo en presente. Tras arrepentirse profundamente de habérsela regalado al chico, intentó quitársela, esconderla, guardarla para siempre, pero de forma inevitable, cada mañana su hijo le preguntaba:

—Mamá, ¿dónde está mi gorra?

—No es tuya.

—Sí lo es. Papá dijo que ahora es mía.

—¿Por qué le dijiste que podía quedársela? —se quejó a Alexander una noche mientras paseaban de camino al centro.

Antes de que él tuviese tiempo de contestar, un muchacho joven, de menos de veinte años, pasó corriendo junto a ellos, rozó a Tatiana en el hombro y exclamó con una sonrisa radiante:

—¡Hola, florecilla!

Después de saludar a Alexander con la cabeza, el joven continuó cuesta abajo.

Muy despacio, Alexander volvió la cabeza hacia Tatiana, que estaba a su lado, con el brazo entrelazado en el suyo. Le dio unos golpecitos en la mano.

—¿Lo conozco?

—Sí y no. Te bebes la leche que trae todos los días.

—¿Es el lechero?

—Sí.

Siguieron andando.

—Tengo entendido —dijo Alexander en tono sereno—, que se ha acostado con todas las mujeres del pueblo menos una.

—Ya —dijo Tatiana al punto—. Seguro que es esa estirada de Mira que vive en la casa número trece.

Y Alexander se echó a reír. «¡Se ha reído!». «¡Se ríe!».

Y a continuación inclinó el cuerpo hacia ella y la besó en la cara.

—Eso sí que ha tenido gracia, Tania —dijo.

Tatiana estaba contenta con él por estar contento.

—¿Quieres explicarme por qué no te importa que el niño lleve tu gorra? —inquirió ella, apretándole el brazo.

—Bah, es algo inofensivo.

—Pues a mí no me parece tan inofensivo. A veces, ver tu gorra del ejército me impide ver Stonington, y eso no es tan inofensivo, ¿no?

¿Y qué respondió su inimitable Alexander ante eso, mientras paseaba por una sublime colina otoñal de Nueva Inglaterra con vistas a las aguas cristalinas del océano en compañía de su esposa e hijo?

—¿Qué es Stonington? —dijo.

Y un día después Tatiana supo al fin por qué aquel lugar le parecía tan próximo a su corazón. Con sus tallos largos de hierba, el agua chispeante, las flores y los pinos de los campos, los olores de la hoja caduca mezclados con la ligereza del aire… ¡le recordaba a Rusia! Y cuando se dio cuenta de aquello, de los minutos y las horas de arces granate y marrones, los serbales dorados y los abedules meciéndose al viento y atravesándole el corazón, Tatiana dejó de sonreír.

Cuando Alexander regresó a casa después de la jornada en el barco y fue a buscarla al banco como de costumbre, y vio reflejado en su rostro la que debía de ser la expresión más indiferente del mundo, le dijo con un movimiento aseverativo de cabeza:

—¡Ajá! Ya lo has visto al fin. Entonces… ¿qué te parece? ¿Es bonito que te recuerden Rusia constantemente, Tatiana Metanova?

Ella no respondió y se dispuso a bajar al muelle con él.

—¿Por qué no te llevas las langostas arriba? —sugirió él—. Yo me quedaré con el niño mientras termino.

Tatiana cogió las langostas y las tiró a la basura con brusquedad.

Alexander se mordió el labio, divertido.

—¿Qué pasa? ¿Hoy no tenemos langosta?

Ella pasó junto a Alexander y se dirigió al barco.

—Jim —dijo—, en lugar de langostas hoy he preparado salsa de espaguetis con albóndigas. ¿Quieres venir a cenar con nosotros?

Jimmy exhibió una sonrisa radiante.

—Muy bien. —Tatiana se volvió para irse cuando, de repente, como si se acabara de acordar, añadió—: Ah, por cierto, también he invitado a mi amiga Nellie de Eastern Road a que cene con nosotros. Está un poco decaída. Acaba de enterarse de que ha perdido a su marido en la guerra. Espero que no te importe.

Resultó que a Jimmy no le importaba. Ni tampoco a una Nellie ligeramente menos decaída.

La señora Brewster volvió a recibir otra paliza por el alquiler. Tatiana estaba limpiándole el corte de la mano mientras los ojos de Anthony, tan sombríos como los de su padre, miraban a su madre desde el taburete que ésta tenía a los pies.

—Mamá era enfermera —explicó Anthony en tono de admiración.

La señora Brewster la miraba fijamente; estaba concentrada en algo.

—Nunca me has llegado a decir de dónde eres. Ese acento… suena…

—Es de Rusia —contestó el pequeño de tres años, sin la presencia de su padre para impedírselo.

—Ah. ¿Y tu marido también es ruso, entonces?

—No, mi marido es estadounidense.

—Papá es estadounidense —dijo Anthony con orgullo—, pero era capitán en…

—¡Anthony! —Tatiana le tiró con fuerza del brazo—. Es hora de ir a buscar a papá.

Al día siguiente, la señora Brewster expresó la opinión de que los soviéticos no eran más que un hatajo de comunistas asquerosos. Ésa era la opinión de su hijo. Quería otros siete dólares más por los gastos del agua y la electricidad.

—Te pasas el día cocinando en mi hornillo eléctrico.

Tatiana se rebeló ante aquel abuso.

—Pero yo le preparo la cena.

Dando unas palmaditas en la venda con la que Tatiana le había envuelto la mano, la señora Brewster dijo:

—Y siguiendo el espíritu comunista, mi hijo dice que quiere que paguéis treinta dólares a la semana, no ocho. O podéis encontrar otro apartamento colectivo donde vivir, camarada.

¡Treinta dólares a la semana!

—De acuerdo —dijo Tatiana, haciendo rechinar los dientes—. Le pagaré otros veintidós a la semana, pero que quede entre nosotras. No se lo mencione a mi marido.

Cuando Tatiana se dio media vuelta para marcharse, sintió clavada en ella la mirada hiriente de una mujer apaleada por su hijo por el dinero del alquiler y que, pese a ello, todavía confiaba más en él que en ella.

En cuanto se reunieron con Alexander abajo en el muelle, Anthony anunció:

—Papá, la señora Brewster nos ha llamado comunistas asquerosos.

Alexander miró a Tatiana.

—Ah, ¿sí?

—Sí, y mamá se ha enfadado.

—No, no me he enfadado. Anthony, adelántate un poco, tengo que hablar con tu padre.

—Sí que te has enfadado: —insistió Anthony—. Aprietas mucho la boca cuando te enfadas, así.

Frunció los labios para enseñárselo a su padre.

—Conque eso hace… —comentó Alexander.

—Ya basta los dos —dijo Tatiana en voz baja—. ¿Quieres adelantarte un poco, Anthony, por favor?

Pero el niño le tendió los brazos y su madre lo tomó.

—¡Papá, nos ha llamado comunistas!

—No puedo creerlo.

—¿Papá?

—¿Sí?

—¿Qué son comunistas?

Esa noche, delante del plato de la cena de langosta («Oh, no. Otra vez no…») con patatas, Anthony dijo:

—Papá, ¿veintidós dólares es mucho o poco? —Alexander miró extrañado a su hijo.

—Bueno, eso depende de para qué. Es poco dinero para comprar un coche pero es mucho para caramelos. ¿Por qué?

—La señora Brewster quiere que le paguemos veintidós dólares más.

—¡Anthony! —Tatiana estaba junto a la cocina, pero no se volvió—. No, si este crío es imposible. Ve a lavarte las manos. Con jabón. Frótate fuerte y luego enjuágatelas.

—Pero están limpias…

—Anthony, ya has oído a tu madre. Ahora.

Ése era Alexander. Anthony se fue.

Se acercó a ella, junto al fregadero.

—Bueno, ¿qué está pasando?

—Nada.

—Es hora de irnos, ¿no crees? Llevamos aquí dos meses y pronto hará mucho más frío. —Hizo una pausa—. Ni siquiera voy a molestarme en hablar de lo de comunistas o de los veintidós dólares.

—A mí no me importaría que no nos fuéramos nunca —dijo ella—. Aquí, en los confines del mundo, donde nada interfiere en nuestras vidas, a pesar de… —Señaló con las manos escaleras arriba, en dirección a la habitación de la señora Brewster—. Aquí me siento a salvo. Siento como si nadie pudiese encontrarnos.

Alexander se quedó en silencio.

—¿Es que hay alguien… buscándonos?

—No, no, por supuesto que no —contestó inmediatamente.

Él apoyó los dedos en la barbilla de Tatiana y le levantó la cabeza.

—¿Tania?

No podía devolverle la mirada seria.

—Es que no me quiero ir de aquí todavía, ¿de acuerdo? —Intentó apartarse de su mano, pero él no la dejó—. Eso es todo. Me gusta vivir aquí. —Levantó las manos para aferrarse a sus brazos—. Vayámonos a casa de Nellie, allí tendremos dos habitaciones. La cocina de ella es más amplia; además, así podrás tomar una copa con tu amigo Jimmy. Según tengo entendido, últimamente va mucho por allí.

Sonrió para convencerlo.

Alexander la soltó y dejó en el fregadero su plato, que emitió un fuerte sonido metálico al entrechocar con los bordes de aluminio.

—Muy bien, sí —dijo—. Hagamos eso: Nellie, Jimmy, nosotros… Qué gran idea, la vida comunal… Deberíamos hacerlo más a menudo. —Se encogió de hombros—. Sí, bueno, claro. Supongo que se puede sacar a una chica de la Unión Soviética, pero no se puede sacar a la Unión Soviética de la chica.

Al menos había en su tono un poco de vehemencia, aunque, tal como Tatiana decía siempre, no demasiada.

Se fueron a vivir a casa de Nellie. Empezó a refrescar de repente, y luego comenzó a hacer más frío, mucho más, sobre todo de noche, y Nellie, tal como descubrieron ese invierno, era de una tacañería extrema con la calefacción.

Puede que hubiesen pagado alquiler para dos habitaciones, pero eso a Anthony le traía sin cuidado, porque no tenía ningún interés por quedarse él solo en una habitación. Alexander se vio obligado a arrastrar la otra cama individual hasta su habitación y a juntar las dos camas… otra vez. Pagaban el alquiler de dos habitaciones y vivían en una.

Se tapaban con gruesas mantas cuando de pronto, a mediados de octubre ¡se puso a nevar! La nieve caía copiosamente y en una sola noche cubrió la bahía y los árboles semidesnudos con un manto blanco.

Ya no había más trabajo para Alexander y ahora, además, nevaba. La mañana en que nevó por primera vez, miraron por la ventana y luego se miraron el uno al otro. Alexander esbozó una sonrisa radiante.

Tatiana lo comprendió al fin.

—Desde luego… —dijo—. Te crees muy listo, ¿no?

—Exacto, me creo muy listo —convino, sin dejar de sonreír.

—Bueno, pues te equivocas conmigo. No pasa nada porque caiga un poco de nieve.

Alexander asintió.

—¿Verdad, Anthony? ¿Verdad, cielo? Tú y yo estamos acostumbrados a la nieve. En Nueva York también nevaba.

—No sólo en Nueva York.

La mirada de Alexander se enturbió de repente, como si la envolviese la propia nieve que trataba de ensalzar.

Los escalones resbalaban, cubiertos por diez centímetros de hielo sólido. El cubo metálico de agua medio lleno pesaba mucho y no dejaba de derramar su contenido sobre los escalones mientras ella se sujetaba a la barandilla con una mano, el cubo en la otra, y tomaba impulso para subir un traicionero escalón tras otro. Tenía que subir dos tramos de escalera. Al séptimo escalón, cayó de rodillas al suelo, pero no soltó la barandilla ni el cubo. Muy despacio, logró levantarse de nuevo y lo intentó otra vez. Si hubiese aunque fuese una pequeña lucecilla, podría ver dónde pisaba, tal vez podría esquivar el hielo. Pero no amanecería hasta al cabo de dos horas más, y tenía que salir y buscar el pan. Si esperaba dos horas más no quedaría pan en la tienda, y Dasha se estaba poniendo peor. Su hermana necesitaba el pan.

Tatiana se apartó de él. ¡Todavía era por la mañana! No podía enturbiarse nada al principio de un nuevo día; no estaba permitido, sencillamente.

Decidieron ir en trineo. Alquilaron dos en el almacén y se pasaron la tarde con el resto de los habitantes del pueblo deslizándose en trineo por la pronunciada pendiente de Stonington que bajaba hasta la bahía. Anthony subió cuesta arriba andando exactamente dos veces. Sí, por supuesto que era una cuesta muy empinada, y que él era un chico fuerte y valiente, pero las otras veinte veces, su padre lo llevó en brazos.

Al final, Tatiana dijo:

—Seguid sin mí. Ya no puedo caminar más.

—No, no, ven con nosotros —insistió Anthony—. Papá, subiré la cuesta a pie. ¿Puedes llevar tú a mamá?

—Sí, creo que podría llevar a mamá —respondió Alexander.

Anthony subió la cuesta con dificultad, mientras Alexander cargaba con Tatiana a la espalda. Lloraba y las lágrimas se le congelaron en la cara. Pero luego hicieron una carrera para bajar, Tatiana y Anthony en un trineo, tratando de ganar a Alexander, que pesaba más que madre e hijo, y era rápido y maniobraba muy bien, sin la traba que suponía estar pendiente de la seguridad del niño, a diferencia de ella. Tatiana bajó a toda velocidad de todos modos, mientras Anthony gritaba con una mezcla de emoción y terror. Estuvo a punto de abalanzarse sobre Alexander y una vez abajo colisionó con él.

—Sabes que si no hubiese tenido a Ant conmigo, no me habrías ganado —dijo, tumbada encima de él.

—Huy, sí, te habría ganado igual —repuso él, apartándola de sí y arrojándola a la nieve—. Dame a Ant y ya verás.

Fue un buen día.

Pasaron tres largos días más entre los fresnos de la montaña blanca en la bahía cubierta de nieve. Tatiana preparó tartas en la espaciosa cocina de Nellie, Alexander se leyó de cabo a rabo todos los periódicos y todas las revistas y discutió de la política de posguerra con Tatiana y con Jimmy e incluso con la indiferente Nellie. En los patatales de ésta, Alexander hizo muñecos de nieve para Anthony. Un día, cuando las tartas ya estaban en el horno, Tatiana salió de la casa y vio seis muñecos de nieve formando como soldados, del más alto al más bajo. Chasqueó la lengua en señal de desaprobación, puso los ojos en blanco y se llevó de allí a Anthony a rastras para tirarse con él al suelo y hacer angelitos en la nieve. Hicieron treinta, todos seguidos, ordenados como soldados en fila.

La tercera noche de invierno, Anthony estaba en la cama de sus padres profundamente dormido, mientras que ellos estaban completamente despiertos. Alexander estaba acariciando las nalgas desnudas de ella bajo el camisón. La única ventana de su habitación se encontraba bloqueada por la nieve de la ventisca; Tatiana suponía que detrás de aquella nieve lucía la luna azul. Las manos de Alexander la reclamaban cada vez con más insistencia. Arrojó al suelo una de las mantas, en silencio, y luego tendió a Tatiana en la manta, en silencio, la puso boca abajo, en silencio, y acto seguido le hizo el amor furtivamente, como dos soldados de infantería agazapados en el suelo, avanzando a rastras hasta la primera línea, con el vientre de él en la espalda de ella, manteniéndola en una línea recta, cubriendo por completo el minúsculo cuerpo femenino con el suyo, sujetándole las muñecas, por delante de la cabeza, con una mano. Mientras la sujetaba, la besaba en los hombros, en la nuca, en el cuello, y cuando ella se volvía para besarlo, él le besaba los labios, mientras le recorría con la mano libre las piernas y las hendiduras de las costillas, y mientras la penetraba y se movía despacio, asombrosa e inusitadamente despacio, pero luego, lo que era aún más asombroso, la volvió hacia él antes de terminar, sujetándole aún los brazos por encima de la cabeza, e incluso llegó a emitir un ruido leve, no una brusca exhalación como hacía siempre al enfebrecido final… y luego permanecieron muy quietos, bajo las mantas, y Tatiana rompió a llorar bajo el cuerpo de él, y éste le dijo: «Chsss, chsss, tranquila…», pero no se apartó de ella inmediatamente, como de costumbre.

—Tengo tanto miedo… —susurró ella.

—¿De qué?

—De todo. De ti.

Él no dijo nada.

—Entonces, ¿quieres que nos larguemos de aquí de una vez? —preguntó ella.

—Oh, Dios, menos mal… Creí que no lo dirías nunca.

—¿Adónde creéis que vais? —preguntó Jimmy cuando los vio haciendo las maletas a la mañana siguiente.

—Nos marchamos —respondió Alexander.

—Bueno, ya sabes lo que suele decirse —dijo Jimmy—. El hombre propone y Dios dispone: el puente que cruza Deer Isle se ha helado. Hace semanas que nadie quita las placas y no van a hacerlo. No se puede ir a ningún sitio hasta que se derrita la nieve.

—¿Y cuándo crees que va a ser eso?

—En abril —respondió Jimmy, y tanto él como Nellie se echaron a reír.

Jimmy la abrazó con su brazo bueno y a Nellie, que lo miraba con ojos brillantes de entusiasmo, no parecía importarle que sólo tuviese uno.

Tatiana y Alexander se miraron el uno al otro. ¡Abril!

—Pues, da lo mismo, nos arriesgaremos —le dijo Alexander a Jimmy.

Tatiana quiso hablar y empezó a decir:

—A lo mejor tienen razón…

Pero Alexander le dirigió una mirada tan elocuente que Tatiana se calló al instante, avergonzada por cuestionar las decisiones de él delante de otras personas, y siguió haciendo las maletas apresuradamente.

Se despidieron de unos apenados Jimmy y Nellie, se despidieron de Stonington y se pusieron al volante de su Nomad Deluxe para atravesar Deer Isle en dirección al continente.

Justo en aquel instante, el hombre lo había dispuesto todo. Las patrullas quitanieves se habían encargado de despejar el puente de Deer Isle, porque si éste permanecía helado, nadie podría hacer llegar ningún transporte de mercancías a la población de Stonington.

—Qué país… —se admiró Alexander, conduciendo hacia el territorio continental y luego prosiguiendo en dirección sur.

Pararon en casa de la tía Esther para lo que Alexander prometió que iba a ser una visita familiar de tres días.

Se quedaron seis semanas, hasta después del día de Acción de Gracias.

Esther vivía en su caserón viejo y enorme en la blanca y pintoresca población de Barrington, en compañía de Rosa, su ama de llaves durante los últimos cuarenta años. Rosa conocía a Alexander desde que era un bebé, y las dos mujeres acogieron a éste, a su mujer y al niño con tanto cariño y hospitalidad que les resultó imposible marcharse. Incluso compraron esquís para Anthony. También le compraron al pequeño un trineo, botas nuevas y abrigos gruesos de invierno. El niño se pasaba el día entero fuera, en la nieve. Cuando también le compraron bloques de madera para construcción y libros, montones de libros, el pequeño también se pasaba el día entero dentro.

«¿Qué más quieres, Anthony, tesoro?».

«Quiero un arma, como mi papá», respondía el chico.

Y Tatiana negaba con la cabeza tajantemente.

«Mirad a Anthony, qué niño tan maravilloso… Y habla tan bien para ser un crío de tres años y medio, y ¿a que es igualito que su padre cuando era pequeño? Ten, una foto de cuando Alexander era un bebé, Tania».

«Sí, era un niño precioso», decía Tatiana.

«De eso hace mucho tiempo», decía Alexander, y a Tatiana le daban ganas de llorar, y él no sonreía jamás.

Esther, que no se daba cuenta de nada, seguía insistiendo. «Y cuánto lo adoraba mi hermano. Lo tuvieron ya muy mayores, ¿sabes, Tania? Y lo querían tan desesperadamente, después de haber intentado tener hijos durante tantos años… Nunca he visto tanta adoración por parte de un padre hacia su hijo. Y su madre, lo mismo. Quiero que sepas, Alexander, querido, que eran capaces de darte la Luna».

Y así una y otra vez, a cada rato, a cada minuto, durante seis semanas, insistiéndoles para que se quedasen hasta después de las Navidades, después de Pascua, después del Cuatro de Julio, puede que hasta el día del Trabajo; sólo querían que se quedasen.

Hasta que de repente, una noche, tarde, en la cocina, cuando Alexander, agotado tras jugar durante varias horas con Anthony en la nieve, se quedó dormido en la sala de estar y Tatiana estaba recogiendo las tazas del té antes de ir a acostarse, la tía Esther entró en la cocina para ayudarla y dijo:

—No quiero que se te caigan las tazas cuando oigas esto, pero en octubre llamó un hombre del Departamento de Estado llamado Sam Gulotta. No te asustes, siéntate. No te preocupes. Llamó en octubre y ha vuelto a llamar hoy, cuando los tres habíais salido. Por favor… ¿qué te he dicho? No te pongas nerviosa, no tiembles. Deberías haberme dicho algo cuando me llamaste en septiembre, tendrías que haberme avisado sobre lo que estaba pasando. Eso me habría ayudado. Deberías haber confiado en mí, para que hubiese podido ayudaros. No, no te disculpes. Le he dicho a Sam que no sé dónde estáis. Que no sé cómo localizaros, que no sé nada. Eso es lo que le he dicho. Y a ti te digo que no quiero saberlo, que no me lo digas. Sam ha dicho que es absolutamente imprescindible que Alexander se ponga en contacto con él. Yo le he dicho que si sabía algo de vosotros, ya se lo diría, pero querida, ¿por qué no me lo habías dicho? ¿No sabes que estoy de vuestra parte, de parte de Alexander? ¿Sabe él que Sam lo está buscando? Ya, bueno. No, no, tienes razón, por supuesto. Ya tiene suficientes problemas de los que preocuparse. Además, se trata del gobierno; tardan años en enviar un cheque de veterano. No creo que se vayan a poner pesados con esto. Seguro que pronto irá a parar a la pila de casos inactivos y se olvidarán. Ya lo verás. No le digas nada a Alexander, es lo mejor. Y no llores. Chsss, tranquila… Chsss…

—Tía Esther —intervino Alexander, que acababa de entrar en la cocina—, ¿se puede saber qué demontre le has dicho ahora a Tania para que esté llorando?

—Bueno, ya sabes lo sensible que es… —se disculpó la tía Esther, dando unas palmaditas en la espalda de Tatiana.

El día de Acción de Gracias, Rosa y Esther hablaron sobre la idea de bautizar a Anthony.

—Alexander, dile a tu esposa que entre en razón. No querrás que tu hijo sea un pagano como Tania.

Fue después de una magnífica cena durante la cual Tania dio las gracias a la tía Esther. Estaban sentados frente al vivo fuego de la chimenea, a altas horas de la noche, tomando un ponche caliente de sidra y especias. Hacía ya rato que habían bañado a Anthony, y lo habían mimado, adorado y llevado a la cama. Tatiana estaba soñolienta y satisfecha, acurrucada en el brazo sudoroso de su marido. Aquella escena le recordaba intensamente otra época de su vida, sentada junto a él, así, delante de una pequeña estufa encendida llamada bourzhuika, tranquilizada por su presencia a pesar de las situaciones apocalípticas que se desarrollaban a escasos pasos de ella, en su propia habitación, en su propio piso, en su propia ciudad, en su propio país. Y sin embargo, estaba así sentada, con él, y eso le procuraba una calma y un alivio infinitos aunque sólo fuese de forma pasajera.

—Tatiana no es una pagana —le dijo Alexander a Esther—. Fue debidamente sumergida en el río Luga nada más nacer por unas mujeres rusas tan viejas que parecían haber vivido en los tiempos de Jesucristo. La arrancaron de los brazos de su madre; vamos, que prácticamente la secuestraron, y estuvieron mascullándole cosas al oído durante tres horas, insuflándole el amor de Cristo y el Espíritu Santo. La madre de Tania no volvió a dirigirles la palabra.

—Ni a mí tampoco —señaló Tatiana.

—Tania, ¿es eso cierto?

—Alexander está bromeando, Esther. No le hagas caso.

—No es eso lo que te ha preguntado, Tatia. Te ha preguntado si es cierto.

Le chispeaban los ojos.

¡Estaba bromeando! Lo besó en el brazo y luego volvió a apoyar la cabeza en su suéter.

—Esther, no te preocupes por Anthony; está bautizado.

—Ah, ¿sí? —exclamó Esther.

—Ah, ¿sí? —exclamó Alexander, sorprendido.

—Sí —le contestó Tatiana lacónicamente—. En la isla de Ellis bautizaban a todos los niños porque muchos se ponían enfermos y morían. Disponían de una capilla y hasta me encontraron un cura católico.

—¡Un cura católico! —La católica Rosa y la protestante Esther alzaron las manos al cielo con una fuerte exclamación, la una de alegría y la otra no tanto—. ¿Y por qué católico? ¿Por qué ni siquiera ortodoxo ruso, como tú?

—Quería que Anthony… —empezó a decir Tatiana tímidamente, huyendo de la mirada directa de Alexander— fuese como su padre.

Y esa noche en su cama, estando los tres en ella, Alexander no durmió, y dejó la mano posada ligeramente en el cuerpo de ella. Tatiana lo notaba despierto a su espalda.

—¿Qué pasa, cariño? —le susurró—. ¿Qué tienes? Ant está aquí.

—No me digas… —le susurró él—. Pero no, no. Dime una cosa… —Hablaba con voz entrecortada—. ¿Era… muy pequeño cuando nació?

—No sé —contestó ella con voz trémula—. Se me adelantó un mes. Cuando nació era bastante pequeño. Tenía el pelo negro. La verdad es que no me acuerdo. Tenía fiebre. Tenía tuberculosis, neumonía. Me dieron la extremaunción… estaba muy enferma.

Apretó mucho los puños y se los llevó al pecho, pero no pudo reprimir un gemido. «Y tan sola…».

Alexander le dijo que ya no podía quedarse en la invernal Barrington por más tiempo, que no soportaba la nieve, los inviernos ni el frío.

—Nunca más, ni un solo minuto más. —Quería ir a nadar en el mar por Navidad.

Lo que el padre de Anthony quería, el padre de Anthony lo conseguía.

—Todavía puedes pedir la Luna si quieres, que yo te la doy, amor mío —le susurró.

Se despidieron de Esther y de Rosa mostrando todo su agradecimiento y condujeron hacia el sur, más allá de Nueva York.

—¿No vamos a parar para ver a Vikki?

—No —contestó Tatiana—. Vikki siempre va a visitar a su madre enferma mental a California en Navidad. Es su penitencia. Además, hace demasiado frío. Dijiste que querías nadar en el mar. Ya le iremos a ver en verano.

Atravesaron Nueva Jersey y Maryland con el coche.

Estaban pasando por Washington DC cuando Alexander dijo:

—¿Quieres parar a saludar a tu amigo Sam?

—¡No! —exclamó ella, asustada—. ¿Por qué dices eso?

Él receló de su reacción.

—¿Por qué te pones a la defensiva? Te he preguntado si quieres parar a saludarlo. ¿Por qué me hablas como si te hubiese pedido que le laves el coche?

Tatiana intentó relajarse.

Por suerte, él cambió de tema. Antes, nunca cambiaba de tema hasta que obtenía una respuesta.

Virginia, todavía bajo cero; demasiado frío. Carolina del Norte, cinco grados; frío. Carolina del Sur, doce grados. Mejor.

Se hospedaban en moteles baratos y se duchaban con agua caliente.

Georgia, dieciséis grados; todavía no era suficiente.

Saint Augustine, en Florida… ¡a veinticuatro grados! En el cálido océano. Saint Augustine, la ciudad más antigua de Estados Unidos, tenía los tejados de teja y se vendían helados como si fuera pleno verano.

Visitaron el lugar que conmemora la expedición de Ponce de León en busca de la mítica Fuente de la Juventud y compraron un poco de agua inmortal, convenientemente embotellada.

—Ya sabes que sólo es agua del grifo, ¿verdad? —le dijo Alexander cuando Tatiana bebió un sorbo.

—Sí, ya lo sé —contestó ella, pasándole la botella—, pero en algo hay que creer.

—No es en el agua del grifo en lo que creo yo —dijo Alexander, bebiéndose la mitad.

Celebraron la Nochebuena en Saint Augustine. El día de Navidad fueron a una playa blanca y desierta.

—A esto lo llamo yo un crudo invierno —comentó Alexander, zambulléndose en el agua del océano en pantalones cortos y una camiseta.

A su alrededor no había nadie más que su esposa y su hijo.

Anthony, que no sabía nadar, se paseó por la orilla del agua, excavó agujeros que parecían cráteres, recogió conchas, se quemó, y con los hombros rojos y el pelo lleno de arena, fue dando saltitos por la playa, cantando y sujetando un palo largo con una mano y una piedra con la otra, moviendo los brazos arriba y abajo al ritmo de la canción mientras su madre y su padre lo miraban desde el agua.

Mr. Sun

Sun

Mr. Golden Sun

please shine down on

please shine down on

please shine down on me…

Tras varias semanas en Saint Augustine, siguieron con el coche en dirección sur por la costa.