—¡Me ha dado una paliza! —exclamó Tristan—. Philip me ha ganado dos de las tres partidas.
Ivy apoyó las manos sobre las teclas del piano, lo miró por encima del hombro y rompió a reír. Había pasado una semana desde aquel primer beso tembloroso. Desde entonces, se había dormido todas las noches recordando ese beso y cada uno de los que lo siguieron.
Para ella era todo tan increíble. Era consciente de cada ligero toque, del más mínimo roce. Cada vez que él pronunciaba su nombre, Ivy respondía desde algún lugar profundo de su interior. Aun así, le resultaba tan fácil y natural estar con él. A veces tenía la sensación de que Tristan llevaba años formando parte de su vida, de que llevaba años tumbándose en el suelo de su sala de música como en ese momento para jugar a las damas con Philip.
—¡No puedo creer que me haya ganado dos de tres!
—Casi tres de tres —alardeó Philip.
—Eso te enseñará a no meterte con Ginger —intervino Ivy.
Tristan dedicó una mirada furiosa a la figurita del ángel que permanecía en pie en el tablero, completamente sola. Philip la usaba siempre a modo de pieza.
El ángel de porcelana medía unos siete centímetros y había pertenecido a Ivy. Cuando Philip aún iba a la guardería, decidió un día que había que poner guapa a la figurita. Una capa de laca de uñas de color rosa en el vestido y otra de purpurina dorada en el pelo sirvieron para proporcionarle una nueva imagen, e Ivy acabó regalándosela.
—Ginger es muy lista —le explicó Philip a Tristan.
Él, incrédulo, levantó la vista hacia Ivy.
—La próxima vez Philip podría prestártela para que ganes tú —dijo ella sonriendo. Luego se volvió hacia su hermano—: Se está haciendo tarde.
—¿Por qué siempre dices eso?
Tristan esbozó una amplia sonrisa y repuso:
—Porque está intentando deshacerse de ti. ¡Vamos! Te leeré dos cuentos como la última vez y luego a dormir —y Tristan acompañó a Philip a su habitación.
Ivy se quedó arriba y empezó a hojear sus partituras en busca de canciones que pudieran gustarle a Tristan. Le iba el rock duro, pero no podía tocar ese estilo de música con el piano. Tristan no conocía nada de Beethoven ni de Bach. Para él, la música clásica eran los musicales de la colección de sus padres. Se detuvo en algunas canciones de Carrusel, pero finalmente apartó el viejo libro.
Durante toda la noche, la música había fluido por su interior como un río de plata. Apagó las luces y tocó de memoria la sonata Claro de luna de Beethoven.
Tristan volvió en mitad de la pieza. Las manos de Ivy dudaron brevemente y finalmente dejaron de tocar.
—No pares —pidió él en voz baja y se situó detrás de ella.
Ivy siguió tocando hasta el final. Por unos instantes, cuando acabó el último acorde, ninguno de los dos habló, ninguno se movió. La sala quedó invadida únicamente por la luz inmóvil y plateada de la luna sobre las teclas del piano y por la música, en la forma en que puede persistir a veces en el silencio.
Ella se recostó contra él.
—¿Te apetece bailar? —preguntó Tristan.
Ivy rompió a reír. Él la ayudó a ponerse en pie y bailaron describiendo círculos por la habitación. Ella apoyó la cabeza en su hombro y sintió sus fuertes brazos alrededor del cuerpo. Bailaron lentamente, más y más lentamente, e Ivy deseó que no la soltara nunca.
—¿Cómo lo haces? —susurró él—. ¿Cómo puedes bailar conmigo y tocar el piano a la vez?
—¿A la vez?
—¿No eres tú quien está tocando la música que oigo?
Ella alzó la cabeza.
—Tristan, esa frase es tan… tan…
—Cursi, sí, pero ha hecho que me mires.
Tristan bajó rápidamente sus labios y le robó un beso largo y dulce.
—No olvides decirle a Tristan que se pase un día por la tienda —dijo Lillian—. A Betty y a mí nos encantaría volver a verlo. Nos gustan los chicos gachas.
—Cachas, Lillian —la corrigió Ivy con una sonrisa en los labios—. Tristan está cachas.
«Mi chico cachas», pensó al tiempo que cogía una caja envuelta en papel marrón.
—¿Esto es todo lo que tengo que llevar?
—Sí, gracias, cielo. Sé que no te pilla de camino.
—No me pilla muy lejos —repuso ella abriendo la puerta.
—Calle Willow, número 528 —gritó Betty desde el fondo de la tienda.
—530 —susurró su hermana.
«Bueno, al menos las posibilidades están una al lado de la otra», pensó Ivy al salir por la puerta de Es Tiempo de Fiesta. Miró su reloj, no le quedaba tiempo para estar un rato con sus amigas.
Suzanne y Beth llevaban tiempo esperándola en la zona de restaurantes.
—Dijiste que saldrías hace veinte minutos —se quejó Suzanne.
—Ya lo sé, ha sido un día complicado —respondió—. ¿Me acompañáis al coche? Tengo que entregar esto y luego irme directa para casa.
—¿Has oído eso, Beth? Tiene que irse directamente a casa a una fiesta de cumpleaños, o eso dice. Según ella, Philip cumple hoy nueve años.
—Hoy es 28 de mayo —replicó Ivy—. Sabes perfectamente que es su cumpleaños.
—Por lo que sabemos, podría tratarse de una boda privada en la colina —prosiguió Suzanne dirigiéndose a Beth.
Ivy puso los ojos en blanco y Beth rió. Suzanne aún no le había perdonado que hubiera mantenido en secreto lo de las clases de natación.
—¿Tristan irá esta noche? —preguntó Beth cuando salían del centro comercial.
—Es uno de los dos invitados de Philip —respondió Ivy—, y se sentará a su lado, no al mío. Jugará toda la noche con Philip y no conmigo. Se lo prometió. Era la única forma de disuadir a mi hermano de que nos acompañara al baile. ¡Eh! ¿Dónde habéis aparcado?
Suzanne no se acordaba, y Beth ni se había fijado. Así que dieron vueltas por el aparcamiento en el coche de Ivy. Beth se dedicaba a buscarlo mientras Suzanne le daba consejos sobre ropa y relaciones, que iban desde las estrategias a la hora de hablar por teléfono hasta cómo no empeñarse en intentar parecer informal. Llevaba las tres últimas semanas obsequiándola con miles y miles de consejos.
—Suzanne, en mi opinión, haces que salir con alguien sea demasiado complicado —dijo al fin Ivy—, con tanto maquinar y planear. A mí me resulta muy sencillo.
«Increíblemente sencillo», pensó. Ya estuvieran pasando el rato o estudiando juntos, sentados uno al lado del otro en silencio o intentando hablar a la vez, lo que ocurría a menudo, esas últimas semanas habían sido increíblemente fáciles.
—Eso es porque es tu media naranja —soltó Beth con complicidad.
Sólo había una cosa de Ivy que Tristan no alcanzaba a entender: los ángeles.
—Has tenido una vida difícil —dijo él una noche.
Era la noche del baile o, más bien, la madrugada del día siguiente, aunque aún no había amanecido. Estaban caminando descalzos sobre la hierba, en el otro extremo de la colina, alejándose de la casa. Al oeste, la luna creciente brillaba en lo alto como un adorno navideño olvidado. Había una estrella en el cielo. A lo lejos, más abajo, un tren traqueteaba por el valle.
—Has tenido que pasar por mucho, no te culpo por creer —continuó él.
—¿Que no me culpas? ¿Qué quieres decir con eso?
Pero Ivy sabía qué quería decir. Para él, un ángel era como un bonito osito de peluche: algo a lo que los niños se aferran.
La rodeó con los brazos.
—No puedo creer, Ivy. Tengo cuanto necesito y cuanto quiero aquí, en la tierra. Justo aquí, entre mis brazos.
—Pues yo no —contestó ella e, incluso bajo la pálida luz, pudo ver el dolor en los ojos de él.
Discutieron. Ivy se dio cuenta por primera vez en su vida de que cuanto más quieres a alguien, más daño le haces. Y lo peor de todo es que le haces tanto daño como el que te haces a ti mismo.
Cuando Tristan se marchó, lloró durante toda la mañana. Por la tarde, él no le devolvió las llamadas. Sin embargo, se presentó por la noche en su casa con quince rosas color lavanda.
—Una por cada ángel —explicó.
—¡Ivy! Ivy, ¿has oído algo de lo que acabo de decirte? —preguntó Suzanne, haciendo que regresara al presente—. ¿Sabes? Pensaba que si te conseguíamos novio, pondrías los pies en el suelo, pero me equivocaba. ¡Sigues en las nubes! ¡Con tus ángeles!
—Nosotras no le hemos conseguido nada —dijo Beth con voz tranquila aunque firme—. Se encontraron el uno al otro. Ahí está el coche, Ivy. Pásalo bien esta noche. Deberíamos darnos prisa, se avecina una tormenta.
Sus amigas bajaron del coche e Ivy comprobó de nuevo el reloj: llegaba tarde. Cogió la carretera de acceso a toda velocidad y después la autopista. Cuando cruzó el río, se percató de lo de prisa que se desplazaban los nubarrones.
Debía entregar el pedido en una de las casas nuevas del sur de la ciudad, en el mismo barrio por el que había estado dando vueltas con el coche después de su primera clase de natación con Tristan. Parecía que cualquier cosa que hacía le recordaba a él.
También en esa ocasión se perdió y condujo en círculos, con un ojo pendiente de las nubes. Retumbó un trueno. Los árboles temblaban y agitaban sus hojas, produciendo reflejos de un fantasmagórico verde lima en contraposición al gris plomizo del cielo. El viento empezó a soplar con fuerza azotando las ramas y arrancando antes de tiempo flores y hojas tiernas. Ivy iba inclinada hacia adelante intentando dar con la casa que buscaba antes de que estallara la tormenta.
No obstante, tan sólo encontrar la calle correcta resultaba complicado. Pensaba que había llegado a la calle Willow, pero el cartel rezaba Fernway y especificaba que Willow era la perpendicular. Salió del coche para comprobar que no hubieran girado la señal, una práctica muy popular entre los chicos de la ciudad. Entonces oyó el ruidoso motor de una moto que descendía por la colina. Dio unos pasos en su dirección y le hizo un gesto para que se detuviera. La Harley aminoró por un instante, luego aceleró y pasó de largo a su lado.
Tendría que seguir su instinto. En esa zona los jardines eran inclinados, y Lillian había dicho que la señora Abromaitis vivía en una colina y que delante de la puerta había un tramo de escaleras de piedra flanqueado por macetas.
Giró en la curva. Podía notar el creciente viento zarandeando el coche. Sobre su cabeza, el pálido cielo era engullido por negros nubarrones.
Ivy detuvo el coche en seco con un chirrido enfrente de dos casas y sacó la caja, que usó a modo de escudo contra el viento. Para acceder a ellas había sendas escaleras de piedra, ambas con macetas. Escogió una al azar y justo al pasar junto al primer macetero, el viento lo derribó y se hizo añicos. Ivy profirió un grito y seguidamente rió para sí.
Cuando llegó al final de la escalera, miró una casa y luego la otra, el 528 y el 530, en busca de alguna pista. En la parte trasera de la primera, oculto tras los arbustos, había un coche aparcado, así que debía de haber alguien en casa. Acto seguido vio una figura en el ventanal. Pensó que sería alguien comprobando si llegaba, aunque no pudo identificar si se trataba de un hombre o de una mujer, o si la persona le había hecho señas. Lo único que pudo distinguir fue la silueta borrosa de una persona como parte del collage que reflejaba la ventana, un collage compuesto principalmente por árboles vapuleados e iluminados por los relámpagos. Se encaminó hacia la puerta. La silueta desapareció. Al mismo tiempo, se encendió la luz del porche en el 530. La puerta mosquitera se cerró de golpe por el viento.
—¿Ivy? ¿Ivy? —gritó una mujer desde el porche iluminado.
—¡Uf!
Se apresuró hacia allí, entregó el paquete y corrió hasta el coche. El cielo se abrió y empezó a llover a mares. Bueno, ésa no iba a ser la primera vez que Tristan la veía como una rata empapada.
Ivy, Gregory y Andrew llegaron tarde a casa, y Maggie parecía molesta. Sin embargo, a Philip no le importó. Tristan, Sammy, su nuevo amigo del colegio, y él estaban jugando a un videojuego, uno de los muchos regalos que Andrew le había hecho por su cumpleaños.
Tristan sonrió al ver a Ivy empapada.
—Me alegro de haberte enseñado a nadar —dijo, y se levantó para darle un beso.
Ivy iba goteando todo el parqué.
—Te mojaré —lo previno.
Él la rodeó con sus brazos y la atrajo hacia sí.
—Me secaré —susurró—. Además, es divertido fastidiar a Philip.
—¡Qué asco! —exclamó el niño como si hubieran planeado la escena.
—¡Puaj! —coincidió Sammy.
Ivy y Tristan se abrazaron con más fuerza y rieron. A continuación, ella subió a su habitación a cambiarse de ropa y secarse el pelo. Se pintó los labios, aunque ése fue todo el maquillaje que se puso, ya que le brillaban los ojos y tenía las mejillas sonrosadas. Revolvió en su joyero en busca de unos pendientes y, finalmente, bajó a tiempo para ver cómo Philip acababa de abrir los regalos.
—Lleva puestos sus pendientes de pavo real —le susurró Philip a Tristan cuando su hermana se sentó a la mesa enfrente de ambos.
—¡Vaya! —exclamó Tristan—. He olvidado mis palitos de zanahoria.
—Y las gambas. —Philip rió por lo bajo.
Ivy se preguntaba quién de los dos era más feliz en ese momento, si Philip o ella. Era consciente de que a Gregory la vida no le parecía algo tan maravilloso. Había sido una semana muy dura para él. Le había confiado que aún seguía muy preocupado por su madre, aunque no había querido explicarle por qué. Últimamente, su padre y él apenas hablaban el uno con el otro. Maggie hacía grandes esfuerzos por conversar con el chico, pero por lo general acababa dejándolo por imposible.
Ivy se volvió hacia él.
—Las entradas para el partido de los Yankees han sido una idea fantástica. A Philip le ha encantado el regalo.
—Pues tiene una forma muy curiosa de demostrarlo.
Era cierto. Philip le había dado las gracias de manera muy educada. En cambio, se había puesto a dar saltos de alegría al ver el póster de Don Mattingly que Tristan había arrancado de un número antiguo del Sports Illustrated.
Durante la cena, Ivy se esforzó por incluir a Gregory en la conversación. Tristan intentó hablar con él de deportes y coches; no obstante, de su parte sólo recibió respuestas monosilábicas. Andrew estaba claramente irritado, aunque Tristan no parecía sentirse ofendido.
El cocinero de Andrew, Henry, al que habían despedido tras la boda y readmitido después de seis semanas con Maggie en la cocina, les había preparado una cena deliciosa. Aun así, Maggie había insistido en preparar un pastel para su hijo. Henry sirvió la pesada y deforme tarta mirando hacia otro lado.
El rostro de Philip se iluminó.
—¡Es el pastel experimento! —exclamó.
Sobre la abundante y grumosa cobertura de chocolate había nueve velas colocadas en diversos ángulos. Las velas se apagaron rápidamente y todo el mundo cantó Cumpleaños feliz. Coincidiendo con el último compás, sonó el timbre. Andrew dejó ver su desconcierto y fue a abrir.
Desde donde estaba sentada, Ivy podía ver el vestíbulo. Dos agentes de policía, un hombre y una mujer, hablaban con Andrew. Gregory se inclinó hacia Ivy para ver qué sucedía.
—¿De qué crees que se trata? —susurró ella.
—Habrá pasado algo en la universidad —supuso él.
Tristan le dirigió una mirada inquisitiva desde el otro lado de la mesa, pero Ivy se limitó a encogerse de hombros. Su madre, ajena a que hubiera algún problema, siguió cortando el pastel.
Andrew volvió al comedor.
—Maggie.
Ella debió de leer algo en sus ojos, ya que dejó el cuchillo inmediatamente y se situó a su lado. Él le cogió la mano.
—Gregory, Ivy, ¿podéis acompañarnos a la biblioteca, por favor? Tristan, ¿puedes quedarte con los chicos? —preguntó.
Los agentes de policía seguían esperando en el vestíbulo. Andrew encabezó la marcha hacia la biblioteca. «Si se tratara de un problema en la universidad, no nos llamaría a todos», pensó Ivy.
Cuando todo el mundo se hubo sentado, Andrew comenzó a hablar:
—No existe una forma fácil de decir esto… Gregory, tu madre ha muerto.
—Oh, no —susurró Maggie.
Ivy se volvió rápidamente hacia Gregory. Estaba rígido, los ojos fijos en su padre, y no dijo nada.
—La policía recibió una llamada anónima esta tarde, sobre las cinco y media, y los alertaron de que alguien necesitaba ayuda en esa dirección. Cuando llegaron, la hallaron muerta con un disparo en la cabeza.
Gregory ni siquiera pestañeó. Ivy le cogió la mano; la tenía fría como el hielo.
—La policía me ha pedido… Necesitan… Es el procedimiento habitual… —Andrew vaciló y luego se volvió hacia los agentes—: ¿Podría seguir uno de ustedes?
—Como parte del procedimiento habitual —explicó la mujer—, tenemos que hacerles algunas preguntas. Seguimos registrando la casa en busca de información que pueda ser relevante para el caso, aunque parece bastante concluyente que se trata de un suicidio.
—¡Oh, Dios mío! —exclamó Maggie.
—¿Qué indicios tienen para pensar eso? —preguntó Gregory—. Es cierto que mi madre llevaba un tiempo deprimida, desde principios de abril…
—¡Oh, Dios mío! —repitió Maggie.
Andrew extendió un brazo hacia ella, pero Maggie se alejó de él.
Ivy sabía lo que su madre estaba pensando. Recordó lo que había sucedido una semana antes, cuando una foto de Caroline y Andrew había aparecido, no se sabía cómo, en la mesita del vestíbulo. Andrew le había dicho a Maggie que la tirara a la basura, pero no había podido. No quería pensar que ella era la causante de que hubieran echado a Caroline de su hogar, ya fuera años antes o entonces. Ivy sospechaba que su madre se sentía responsable de la infelicidad de Caroline y, en ese instante, también de su muerte.
—Sigo queriendo saber por qué creen que se suicidó —continuó Gregory—. No parece propio de ella. No parece para nada propio de ella. Era una mujer muy fuerte.
Ivy apenas podía creer que fuera capaz de hablar con tanta entereza, sin titubear siquiera.
—En primer lugar, hay pruebas circunstanciales —explicó el agente—. No dejó una nota, aunque lo que sí había era un montón de fotografías rotas esparcidas alrededor del cuerpo.
El policía dirigió la mirada hacia Maggie.
—¿Fotografías de…? —preguntó Gregory.
—Del señor y la señora Baines —contestó el agente—. Fotografías de la boda recortadas del periódico.
Andrew observó cómo Maggie se dejaba caer en una silla, con la cabeza gacha, y se rodeaba las rodillas con los brazos.
Ivy soltó la mano de Gregory, quería ir a consolarla, pero él volvió a cogérsela.
—El arma seguía en su mano. Había rastros de pólvora en sus dedos, de los que quedan al disparar una arma de ese tipo. Por supuesto, comprobaremos las huellas de la pistola y que la bala coincida y les informaremos si encontramos algo inusual. De todas formas, las puertas estaban cerradas con llave, no había señal de que hubieran sido forzadas, el aire acondicionado estaba encendido y las ventanas bien cerradas, así que…
Gregory respiró profundamente.
—Supongo que no era tan fuerte como pensaba. ¿A qué… a qué hora creen que sucedió?
—Entre las cinco y las cinco y media de la tarde, no mucho antes de que llegásemos.
Un sentimiento inquietante sobrecogió a Ivy. Había estado conduciendo por el vecindario a esa hora. Había estado contemplando el cielo furioso y el azote de los árboles. ¿Habría pasado por delante de la casa de Caroline? ¿Se habría suicidado ella en el momento de mayor furor de la tormenta?
Andrew preguntó a los agentes si podía hablar con ellos más tarde y se llevó a Maggie fuera de la biblioteca. Gregory se quedó para responder preguntas sobre su madre y sus conocidos, y sobre los problemas de los que estaba al corriente. Ivy quería marcharse, no quería oír los detalles de la vida de Caroline, y anhelaba refugiarse en los brazos de Tristan.
No obstante, Gregory volvió a retenerla. Su mano estaba fría y no respondía a la de ella; asimismo, su rostro seguía inexpresivo. Su voz era tan serena que a Ivy le parecía espeluznante. Sin embargo, algo en su interior estaba luchando, una pequeña parte de él admitía el horror de lo que había ocurrido y pedía la ayuda de la joven. Así que se quedó con él, mucho después de que Tristan se hubo marchado y de que todos los demás se hubieron acostado.